París, noviembre de 1699
El hijo del soberano nació el 26 de agosto de 1699. Su padre decretó ocho días de fiesta. Los comercios cerraron, se lanzaron fuegos de artificio, una fuente de vino manó frente al ayuntamiento y el hospital Saint-Charles se llenó de pacientes. La madre y el recién nacido regresaron a Nancy el 8 de octubre y el duque, radiante, pudo ver a su hijo. A principios de otoño, Isabel Carlota tuvo otro motivo de satisfacción: Leopoldo por fin había aceptado ir a Versalles para rendir homenaje al rey, algo que le debía en tanto que soberano del Barrois. Vería de nuevo a sus parientes y viviría los fastos cortesanos a la francesa. Una vez resueltas las cuestiones de etiqueta, la familia ducal partió acompañada de un importante séquito con intención de llegar al palacio real el 20 de noviembre.
—¿Qué os parece?
François adoptó una actitud orgullosa ante su embarcación. La construcción había terminado: la Nina acababa de recibir sus velas.
—Me alegro mucho por ti —dijo Nicolas antes de palmearle el hombro.
—Sí —añadió Azlan—, y más aún porque hacía tiempo que ya no confiábamos en ello.
El Erizo Blanco vio pasar una nube negra ante sus ojos, pero escampó.
—No te lo echo en cara, muchacho. Os confesaré que yo también he tenido momentos de duda, sobre todo cuando las primeras velas se quemaron en la fábrica. Pero aquí está —añadió con la voz tomada por la emoción.
Se aproximó a su embarcación para que nadie viera las lágrimas que le enturbiaban la vista. Pensaba en Jeanne, a la que echaba en falta más de lo que era capaz de confesar.
—Estaría muy orgullosa —le susurró Nicolas, que se había puesto a su lado.
El Erizo Blanco asintió con la cabeza y se secó los ojos con la manga de la camisa. El puerto del Crosne estaba desierto debido al descanso dominical. Un viento del oeste, fresco y penetrante, hacía restallar las velas que François se había empeñado en izar.
—Tendremos que marcharnos —dijo Nicolas, y señaló la carroza en la que los esperaba Rosa.
Ella hizo un signo con la mano al que François respondió.
—Sabes, sin ella no lo habría logrado. Ya no me quedaba dinero.
—¿Ha sido ella…?
—Sí, ella ha pagado las velas. Y me pidió que guardara el secreto. Decírtelo a ti, sin embargo, no supone traicionarla —añadió enseguida—, contigo no es lo mismo, ahora que sois…
El ruido de un chapuzón lo interrumpió.
—¡Azlan! —gritó Nicolas.
El joven había intentado subir a la Nina desde el muelle, pero el esquife se había alejado en cuanto puso un pie encima. Cuando llegaron a la zona practicable de la orilla, había logrado subirse a la embarcación, empapado y a costa de un gran esfuerzo.
—Vuelve, vas a coger frío —le ordenó Nicolas.
—¡Baja de ahí ahora mismo, la vas a estropear!
—Soy Jean Bart el bucanero, único patrón a bordo después de Dios —bromeó al tiempo que simulaba un asalto de esgrima.
—¡Y después de mi pie, que te va a dar en plenas posaderas! —rugió François, y asió el cabo que unía el barco a un poste de madera.
Rosa, alertada por los gritos, se había reunido con ellos. Negociaron la rendición del corsario, quien, muerto de frío, fue a cambiarse a la carroza.
—Espero que disfrutéis de la estancia en Versalles —les deseó François una vez estuvieron todos instalados en la carroza—. Y, sobre todo, no os inquietéis por el hospital: nos las apañaremos la mar de bien con nuestro colega de Saint-Jean. En cuanto al pirata ladrón de barcos, tendrá que obtener muchas victorias jugando a pelota si quiere que lo perdone —añadió mientras le estrechaba la mano a Azlan.
Cerró la portezuela.
—De lo contrario, mejor será que pidas asilo en Francia porque tu destino aquí no sería nada halagüeño. Volved pronto, ya os echo en falta —concluyó el Erizo Blanco, y le dio la orden al cochero de ponerse en marcha.
Claude chasqueó la lengua y arreó a los caballos. La torre cuadrada y la grúa del puerto desaparecieron rápidamente. El mástil de la Nina siguió siendo visible y acabó por diluirse en el panorama.
***
Recorrieron en cinco días las setenta leguas que los separaban de la capital francesa. El chapuzón de Azlan le costó un fuerte resfriado cuyos síntomas se manifestaron la misma tarde de su partida. Nicolas no logró contenerlo y el joven aún tosía y estornudaba cuando llegaron a los arrabales de París. Contrariamente al duque y su séquito, no se alojaban en el palacio real, sino en casa de una tía de Rosa, casada con Louis de Beserny, uno de los generales del ejército real. Los dos hombres observaban maravillados la ciudad a través de los cristales del vehículo y les parecía tan grande como un país entero. En cada calle reinaba una actividad que la estrecha calzada hacía parecer aún más densa. Al llegar al Pont-Neuf se vieron obligados a detenerse y aguardar la venida de los gendarmes, que regularon la circulación de los vehículos. Dos grandes carruajes tirados por ocho caballos cada uno —Azlan los había contado una y otra vez, incrédulo— se habían hallado frente a frente entre otros vehículos más pequeños, simones y calesas, en medio de los peatones, vendedores ambulantes y sillas de brazos, cuyos porteadores trataban de aprovechar su menor tamaño para abrirse paso, jaleados por sus pasajeros y las invectivas de los otros cocheros.
Nicolas tenía la impresión de que todos los habitantes de París habían decidido darse cita en el Pont-Neuf para enfrentarse en interminables justas verbales. Cuando finalmente lograron cruzar el Sena, el vaho cubría los cristales de la carroza. Lo limpiaron con el dorso de la mano tras dibujar la cabeza del duque y su mentón prognato entre carcajadas que parecieron sospechosas a los dos porteadores de una vinaigrette[20]. Creyendo que se reían de ellos, exigieron a Claude que estacionara su vehículo para explicar las burlas de sus ocupantes, a lo que el cochero respondió haciendo restallar su látigo sobre sus cabezas y disipando así su humor belicoso.
Rosa esperó a que la carroza hubiera cruzado la rue Saint-Honoré para anunciarles la sorpresa que les preparaba.
—Señores, vamos a hacer unas compras para vosotros.
Se detuvieron en la rue Croix-des-Petits-Champs frente a una tienda cuyo nombre estaba inscrito en el frontón con grandes letras de madera dorada.
—À la Providence —leyó Azlan—. ¿Qué es?
—Una guantería. Ya es hora de cambiar de modelo —dijo a la vez que tomaba la mano de Nicolas, envuelta en sus vendas ya gastadas—. Y también para ti, Azlan.
Él miró los callos de su palma derecha.
—Es por el roce de la raqueta en mi piel —explicó—. Pero no me duele. No mucho.
—Tienes manos de campesino y no de cirujano —replicó Rosa antes de abrir la portezuela mientras Claude desplegaba el estribo.
—No podré jugar con guantes —objetó Azlan, y buscó el apoyo de Nicolas.
—Rosa lleva razón, tienes que protegerte las manos si quieres conservar las sensaciones con el instrumental.
—Para eso tendrían que dejarme operar —replicó—. En ese caso, aceptaría.
—Maese Déruet, el mensaje es muy claro —dijo Rosa cuando un empleado les abría la puerta.
La tienda, de dimensiones modestas, se dividía en dos partes: una para los guantes, que contaba con una pared entera de cajones que contenían muestras de pieles, y otra para los perfumes, que disponía de dos estanterías de frascos de olores aromáticos. Las dos estaban unidas por un mostrador desde el que el comerciante avanzó hacia ellos inundándolos de reverencias y fórmulas grandilocuentes.
—¿Le conocéis? —susurró Nicolas a Rosa cuando los invitaba a tomar asiento.
—No, solo me he hecho anunciar. Estamos en París, querido, y la competencia entre comerciantes es muy dura.
—Señora marquesa, caballeros —dijo el hombre tras la enésima reverencia—, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?
Nicolas, irritado por aquella obsequiosidad, no le dio tiempo a Rosa de responder.
—Deseamos compraros vuestro establecimiento —respondió con seriedad—. El lugar es ideal para establecer una tienda de porcelanas.
El maestro guantero tuvo un instante de pánico.
—Pero… es que… ¿Porcelana, decís?
—Sí, porcelana de China. En mi último viaje me traje a un obrero que cuece la porcelana como nadie. Utiliza un procedimiento que da una porcelana idéntica a la de las piezas antiguas. El rey y la corte ya la esperan con impaciencia y la moda se extenderá por todo el país como la viruela. ¿Queréis vender? Decidme un precio y asunto concluido.
Azlan ya no se atrevía a mirarlos por miedo a echarse a reír y había vuelto la cabeza hacia otro lado. Rosa trataba de mantener una apariencia plácida, pero se mordía las mejillas. El hombre se rascó la frente.
—Debo reconocer que vuestra súbita oferta me desconcierta, pero…
Rosa no pudo contenerse y trató de disimular su carcajada con un estornudo. Azlan, que seguía ignorándolos, era presa de unos temblores que ya no lograba dominar. Solo Nicolas permanecía serio.
—¿Qué es ese olor? —preguntó de repente, husmeando el aire.
—¿Olor? —replicó el comerciante cada vez más desconcertado.
—Sí, ese olor que flota en el aire.
—Eso son nuestras muestras de perfume, están compuestas de bases diferentes. También gustan mucho en la corte.
Nicolas olisqueó de nuevo.
—Decidme.
—Hay azahar, jazmín, rosa, limón, madera de cedro, iris de Florencia, bergamota y lavanda, nuestra especialidad.
—Ay, ay, ay, me lo temía. Lavanda…
—¿Qué? —preguntó el hombre, ofuscado—. Nuestra lavanda es una de las más afamadas del reino…
—No, no la critico, pero nuestra porcelana no soporta la lavanda.
—¿Ah, no?
Nicolas alzó las cejas y se dirigió a Rosa meneando la cabeza.
—Veis, querida marquesa, os lo había dicho: lo importante es hallar un lugar completamente neutro. No puede oler a lavanda o a almizcle, puesto que de lo contrario la pintura se fisura —añadió dirigiéndose al guantero.
—¿Se fisura? —preguntó este último, inquieto.
—Sí. Se resquebraja. Es un procedimiento muy especial, ya os lo he dicho, y muy frágil. Lástima, tendremos que renunciar a nuestra oferta. Lo lamento.
—Sí, renunciemos —añadió Rosa, y empezó a respirar aliviada.
—Pero… ¿cuánto me habríais ofrecido? —preguntó el comerciante, preocupado al ver que se le escapaba de las manos un negocio único.
—Olvidémoslo, ya os lo he dicho. Será mejor para todos. Bueno, ¿y si nos enseñarais vuestros guantes? Los míos están pasados de moda —añadió, y se quitó las tiras de paño que envolvían sus manos.
El hombre titubeó y se marchó, apesadumbrado, a la trastienda. Se ausentó diez minutos durante los cuales pudieron recuperar aire y serenarse. A fuerza de contenerse y contorsionarse, a Rosa y a Azlan les dolían los músculos abdominales.
El guantero volvió con varios modelos de cueros y colores y, a pesar de su desengaño, recuperó la profesionalidad. Midió sus dedos para cortar las pieles. Eligieron unos mitones confeccionados con piel de cabritilla, de extrema suavidad. Azlan eligió el color blanco.
—¿Y vos, caballero? —preguntó a Nicolas el maestro perfumista y guantero.
Este recorrió las muestras sin hallar lo que buscaba. Sacó un escalpelo de su bolsillo y lo abrió. El hombre miró con inquietud a Rosa.
—Mi novio es muy puntilloso en la elección de sus ropas —explicó ella, aunque no consiguió tranquilizar al comerciante.
Nicolas se clavó la punta del bisturí en el extremo de su dedo índice e hizo salir una gota de sangre que depositó sobre la hoja en la que el hombre había anotado las medidas.
—Quiero este color —dijo—. El burdeos seco de la sangre coagulada.
—Es por su oficio —aclaró Rosa al guantero desconcertado—. Mi novio es…
—¡No digáis más! —exclamó alzando la mano—. Prefiero ignorar el trabajo de vuestro… novio.
—¿Cuándo cree que podremos tenerlos? —preguntó Azlan.
—Las pieles saldrán hacia casa de la costurera pasado mañana. Digamos, dentro de cinco días.
—¡Es demasiado!
—Nuestro producto está confeccionado a medida, caballero. Hay que tratar el cuero, tensarlo, afinarlo y cortarlo. Solo entonces las partes se cosen con hilo de seda y luego se cepillan, engoman y se tiñen los guantes, del color que solicitan nuestros clientes. Ni siquiera el rey osaría cuestionar este calendario que es la garantía de la calidad de los guantes —concluyó el guantero, que consideraba aquel argumento irrefutable.
—El rey, sin embargo, no tiene previsto jugar a pelota los próximos días y yo sí —respondió Azlan.
El hombre permaneció absolutamente en silencio hasta que salieron de su tienda.
***
La rue du Bout-du-Monde unía las de Montmartre por el oeste y de Montorgueil más al este. No tenía nada destacable, aparte de la presencia de la gran mansión burguesa en la que residía la viuda del general de Berseny, que habría podido acabar mariscal de Francia si una bala de cañón no lo hubiera hecho trizas en un campo de batalla de Flandes doce años antes. Hermana del tío Charles que había educado a Rosa, jamás había regresado a Lorena y había dejado de hacerles llegar noticias tras la muerte de su marido. La petición de su sobrina la sorprendió, pero se sintió honrada de que el séquito del duque, como había denominado a sus tres huéspedes, se acomodara en su casa en lugar de en el palacio real.
La tarde de su llegada a París acompañaron a Leopoldo a la ópera para asistir a la representación de una obra compuesta por Lully. Tras la muerte de este, su yerno ocupó la dirección de la orquesta de la ópera. Como en todas las representaciones de sus obras, la sala estaba llena.
—¿Proserpina? —dijo Azlan mientras leía el libreto que habían distribuido a la entrada.
—Los personajes son de la mitología romana —comentó Rosa—. Venid, sentémonos aquí.
En lugar de ocupar el palco a disposición de la corte lorenesa prefirieron sentarse en la platea, cerca del escenario. Las hileras de velas y lámparas de aceite llenaban el local de un humo y un calor que hacían la atmósfera difícilmente respirable. Los olores de sudor se mezclaban con los de los fuertes perfumes que cubrían las ropas. La orquesta se preparaba afinando los instrumentos por grupos sucesivos. Un espectador de edad avanzada se sentó justo delante de Azlan. Llevaba una impresionante peluca que sobrepasaba un palmo lo alto de su cráneo y cubría sus hombros y la parte superior de su espalda con unos enormes tirabuzones amarillentos, abundantemente empolvados. El almidón se adhería con dificultad en los cabellos humanos utilizados para aquel postizo y espolvoreaba a los vecinos a cada movimiento de cabeza.
El joven se limpió la fécula que acababa de caerle sobre la manga de su chaqueta.
—Y además no veo nada. Me tapa toda la vista. Eso no es una peluca, ¡es un pavo con la cola desplegada! —refunfuñó.
Había hablado tan alto que se le había oído. Su vecino de la derecha aprobó y compartió su opinión, pero el molesto espectador permaneció imperturbable. Azlan le dio unos golpes en el hombro. Más bien golpeó sobre los tirabuzones que cubrían el hombro y eso hizo que se elevara una nube blanquecina, sin que el hombre reaccionara.
—No siente nada, su peluca debe de pesar kilo y medio —comentó Nicolas, divertido.
—¿Puedes prestarme tu escalpelo?
Sacó su navaja del bolsillo y se la dio. Azlan la abrió, eligió algunos grandes tirabuzones que sobresalían y los cortó, lo que provocó la risa de toda la fila. Animado por el efecto logrado, prosiguió hasta despejar suficientemente la vista. Satisfecho, devolvió el bisturí a su amigo. El espectador se volvió entonces y lo saludó con una sonrisa, descubriendo una escasa dentición y unas encías violáceas.
—Espero que no os tape la vista —dijo a la vez que mascaba un alimento invisible.
—No pasa nada, gracias —respondió Azlan mientras empujaba con el pie bajo su asiento los restos de cabellos.
—Es por la peluca, demasiado grande para mí. Debería cambiarla, pero es de mi hijo. Murió en la guerra, ¿sabéis? Es el único recuerdo suyo que conservo.
Azlan palideció y miró a Nicolas. Cogió los cabellos que había cortado y dudó de si prevenirlo o no. Cuando iba a tocarle el hombro para avisarlo, Nicolas retuvo su mano.
—Es inútil. Con un poco de suerte nunca se dará cuenta. Es mejor así.
Azlan los guardó en su bolsillo y permaneció un buen rato con los ojos fijos en el suelo, sin atreverse a mirar la espalda mutilada del viejo burgués.
La espera aún se prolongó media hora. La algarabía del público fue en aumento hasta que el director de orquesta apareció y se instaló frente a los músicos. De toda la sala se alzaron aplausos de alivio.
—¿Por qué lleva un bastón? —murmuró Nicolas al oído de su novia.
—Con él marca el compás. A veces tiene tendencia a ser demasiado ruidoso. Sin embargo, son pocos los que saben mostrarse discretos y humildes ante la obra que interpretan, incluso los yernos de los autores.
Rosa apretó la mano de Nicolas con tanta fuerza que sintió los latidos de su corazón en sus venas.
—Me gustaría que un día viajáramos a Italia —declaró ella desinteresándose de la escena—. Os llevaría a Milán, al corazón de la ópera, allí donde los espectadores entusiastas entran en comunión con las obras y se elevan con la música en amorosa fusión. Aquí, si la representación es un éxito, el público apenas corea tímidamente las melodías.
—¿Así que conocéis Italia?
—Por desgracia no, pero mi profesor de canto me ha hecho una descripción tan hermosa que se ha convertido en mi sueño: partir con vos, ángel mío. Tengo un deseo loco de besaros —añadió tras sumergir sus ojos en los de Nicolas.
—Yo también, pero…
—… no estamos solos, lo sé.
—Y no estamos casados.
—Y no estamos casados… —repitió ella.
Rosa se sintió invadida por un deseo infinito acompañado de una evidencia: solo lo amaría a él, para siempre.
—¿Queréis casaros conmigo, Nicolas Déruet?
Él sonrió y le estrechó la mano con una presión firme y dulce a la vez, e inspiró antes de responder. Sus palabras se confundieron con los golpes del bastón del director sobre el suelo. El espectáculo daba comienzo. No pudieron evitar besarse cuando el telón se alzaba sobre el escenario de la discordia, lugar del prólogo, donde la paz se hallaba encadenada. Los cantantes ofrecieron rápidamente las medidas de sus voces. En la platea, los espectadores canturreaban la letra: «Llegaron los tiempos felices de los juegos y placeres…».
Salieron durante el descanso, pues el aire se hacía cada vez más irrespirable y decidieron no volver a entrar.
—La verdad es que esto no es para mí —dijo Azlan mientras paseaban por el jardín del palacio real—. La música que me gusta es la de Babik. ¿Te acuerdas, Nicolas?
—¿Cómo iba a olvidarlo?
Relató a Rosa la noche en que las notas de música surgieron de los subterráneos de la fortaleza de Peterwardein.
—El violín de Babik era el instrumento del alma. Fue un momento mágico y triste a la vez, pues allí supe de la enfermedad de Jeanne por la carta de François.
Azlan, a quien el aire fresco había insuflado nuevas energías y hecho olvidar su tontería, explicó cómo la música del quinteto familiar ambientaba la sala de operaciones durante los asaltos otomanos. No callaba y Rosa pretextó que tenía frío para proponer que regresaran a casa de la tía Berseny.
Se cruzaron con un grupo de jóvenes que se dirigían a la segunda parte de la representación. Azlan intercambió una larga mirada con una de las jóvenes, que se volvió discretamente para capturar su imagen.
—En verdad, creo que me gusta París. ¿Todas las mujeres son tan bellas?
—¡Azlan! —exclamó Rosa fingiendo escandalizarse.
—¿Qué? Recordad esos versos que acabamos de oír: «Amad sin forzaros, amad a vuestra vez…».
—«Pues ya se siente el amor cuando se empieza a temerlo» —completó Nicolas.
Una vez de regreso en la rue du Bout-du-Monde, cada uno se fue a su habitación. Tras unos minutos, Nicolas se escabulló con sigilo a la de Rosa, mientras Azlan volvía a la calle con la esperanza de encontrar a la salida de la ópera a aquella que, con una sola mirada, había encendido su corazón. Y tal vez para poder pedirle perdón al hombre al que, sin saberlo, había ofendido mutilando el recuerdo de su hijo.
A la mañana siguiente, un sábado, todo el mundo se levantó temprano. El duque llevaba a su séquito a Versalles para un encuentro de incógnito con el rey. En el lenguaje críptico de la etiqueta, ese «incógnito» significaba que Luis XIV no se vería obligado a tener en cuenta las susceptibilidades protocolarias de cada uno dado que el duque de Lorena había utilizado el nombre de señor de Chesnay para anunciarse en Versalles. El Estado de Lorena de ninguna manera deseaba dar la impresión de desafiar a su poderoso vecino.
Azlan, al que un criado había visto regresar al alba, se había negado a revelar lo que había hecho aquella noche y se durmió en cuanto el vehículo se puso en marcha. «Finge que duerme», susurró Nicolas al oído de Rosa tras observar al joven, zarandeado en el habitáculo debido a los baches del camino. «Dejémosle sus secretos», dijo ella antes de abandonarse en brazos de su novio durante las tres horas de trayecto. La larga fila de carrozas acompañadas por los guardias loreneses entró antes de mediodía en el palacio de Versalles bajo un cielo tintado de multitud de matices grises. Leopoldo acudió solo al salón, guiado por el primer mayordomo del rey. Luis XIV se hallaba en la sala del Consejo con sus ministros. Interrumpió su reunión e hizo que lo transportaran en silla hasta él, debido a un ataque de gota que lo había mantenido en vela durante toda la noche. Mientras conversaban a solas, Carlingford y los principales cortesanos esperaron en la sala de los Espejos. El conde, tras admirar los cuadros que cubrían el techo, se frotó la nuca entumecida y se aproximó a una de las ventanas de marco dorado que daban al parque. El cielo era cada vez de un gris más uniforme. «El último elemento sobre el que el rey de Francia no tiene poder», pensó. A su parecer, la desmesura de aquel lugar y la ostentación de riqueza eran una afrenta al Señor. Ningún hombre, ni siquiera el rey, debía tratar de parecerse a Dios. Ya tenía ganas de regresar a Lorena. Suspiró y contempló distraídamente el ir y venir de los cortesanos en los jardines vecinos. Vio a Rosa y a sus dos gentilhombres, que, a unos metros de él, acababan de descender la escalera y se dirigían hacia los dos inmensos parterres de agua al pie de la fachada.
—Preparaos, el rey va a recibirnos —dijo el marqués de Lenoncourt, que había ido a anunciar la noticia a los próximos a Leopoldo que esperaban dispersos en la inmensidad de la suntuosa estancia—. ¡Estamos de suerte! —añadió mientras reunía al resto del bando lorenés.
«Empieza la comedia», pensó Carlingford. Se llevó las manos a la espalda y entró en la antecámara del rey.
***
El criado tendió un cubo al hombre que lo había llamado cuando iban por el sendero que conducía al Trianón. Este abrió su pantalón y orinó en el recipiente de madera ignorando por completo al sirviente de rostro impasible.
—Desde hace dos días no paro de mear —le comentó a su vecino, con el que paseaba por el parque—. Mi médico me dice que vigile las piedras en la vesícula, pero ¿qué voy a hacer? ¡Ay, estimado amigo, qué peligro cuando sentimos que la salud zozobra! Jamás sabemos hasta dónde puede conducirnos.
Se sacudió vigorosamente antes de abotonarse la bragueta mientras proseguía la conversación.
—Prefiero, sin embargo, la arenilla a lo que le sucedió al pobre canónigo Santeuil.
—¿El poeta latino? ¿Acaso no murió hace dos años?
—¡Acaba de morir por segunda vez!
El hombre no respondió al saludo del sirviente, que tapó el cubo y se alejó en busca de otras vejigas necesitadas de desahogo. Miró su pantalón manchado, lo secó con la mano y rogó a su compañero que prosiguieran el camino.
—Querido amigo, es la noticia de la que habla toda la ciudad. ¡Se nota que hace tiempo que no veníais por Versalles!
—Explicádmelo, no me hagáis languidecer.
Santeuil era un habitual de la corte, a la que divertía con sus poemas y su conversación, considerada erudita. El duque de Borgoña, en particular, solía invitarlo con ocasión de fiestas o viajes. Este nieto de Luis XIV, que entonces contaba quince años, se lo llevó el verano de 1697 a visitar su ducado.
—Creo recordar que murió en Dijon, ¿no es cierto?
—Así es, durante ese viaje en el que acompañaba al duque. Sin embargo, la noticia que circula hoy habla de un lamentable accidente del que Su Alteza sería el causante. Figuraos que, sentado junto a Santeuil durante una cena, el duque de Borgoña habría vertido, para gastar una broma, tabaco en su vino de España. El otro lo bebió. La misma noche fue presa de vómitos y convulsiones, y dos días más tarde Dios lo había llamado a su seno.
—Sin duda para leerle poemas en latín —trató de bromear el cortesano—. ¿Falta mucho? —preguntó resoplando—. ¿No podemos encontrar una silla de brazos para ir hasta allí?
—No, ya casi hemos llegado, está justo al lado del Trianón de mármol. Ya veréis, es una atracción sorprendente. Una curiosidad de la naturaleza. Volviendo a nuestra historia, parece que, dos años después de los hechos, uno de los lacayos que estuvo al servicio del duque cuenta la anécdota y aquí todo el mundo la repite a coro.
—Pero ¿qué valor tiene un rumor del personal doméstico? Es gente charlatana por venganza.
El hombre se detuvo y agarró a su amigo por el hombro.
—Ahí es donde la cosa se pone interesante. El duque de Borgoña, al conocer esta desagradable noticia, se echó a llorar y confesó de inmediato que era cierto que había cometido aquella estupidez de resultado trágico. Y obtuve esa información de una persona presente en el acontecimiento. Una persona de irreprochable moralidad.
El otro pareció impresionado por la revelación.
—Todo eso es muy triste por el señor Santeuil, pero no había mala intención por parte del duque. Se trata simplemente de una fatalidad.
—Qué queréis, ya lo dice el proverbio: «Los juegos de los príncipes no siempre hacen reír a los cortesanos». Se perdona con mayor facilidad a la juventud si es de sangre azul.
Un joven desconocido interrumpió su comadreo.
—Disculpad, señores, ¿sabéis adónde conduce este camino?
Azlan volvió hasta donde estaban Rosa y Nicolas.
—Según ellos, hay otro castillo del que no he comprendido el nombre, con jardines y una atracción que uno no puede perderse.
Nicolas dirigió una mirada de súplica a Rosa.
—Un último pequeño esfuerzo —lo animó ella—, no sabemos cuándo tendremos ocasión de volver a Versalles. Ni siquiera sabemos si habrá otra ocasión. Vamos, amor mío.
—En cualquier caso, yo iré. Siento curiosidad por cuanto hay aquí. Es un sitio increíble —dijo Azlan.
—Me rindo, vayamos a hartarnos de imágenes de la grandeza real. ¡De este país donde los estanques son lagos, los jardines, bosques y los castillos, ciudades!
Llegaron enseguida al Trianón de mármol y pasearon por la galería abierta, con suelo de baldosas negras y blancas, rodearon los edificios hacia el norte y allí se encontraron con los dos hombres a los que habían preguntado el camino.
—Mirad, ahí es —dijo uno de ellos, y señaló un carromato de cortinas negras dispuesto junto a un bosquecillo.
En uno de los extremos se había formado una aglomeración y los espectadores aguardaban, impacientes, su turno para entrar. Del otro lado, los que descendían subrayaban sus impresiones en animada conversación. Un grito sordo llegó del interior.
Nicolas reconoció la jaula y la voz de Joseph Urfin, el hombre salvaje al que había salvado en Nancy cinco años antes.
***
Cuando la campana dio las ocho, el Erizo Blanco abrió los ojos y suspiró. Llevaba retraso. El sol que inundaba la habitación no lo había sacado de sus sueños, contrariamente a lo habitual. Se vistió deprisa prometiéndose a desgana pedir ayuda a las monjas: ya no lograba despertarse al alba y a partir de entonces tendría que contar con ellas para que llamaran a su puerta cada mañana. Descendió la escalera de entrada, cogió una escoba y se puso a barrer la acera antes de la llegada de la carretilla de recogida de la basura de la calle. Las multas en caso de infracción eran elevadas y la entrada de Saint-Charles, con el ir y venir incesante de las carretas y de la ambulancia volante, estaba plagada de excrementos animales. Solo hacía seis días desde la marcha de Nicolas y de Azlan y ya esperaba impaciente su regreso.
François había creído poder hacer funcionar él solo el servicio, con la ayuda ocasional de un cirujano de Saint-Jean, pero pronto tuvo que rendirse ante la evidencia de que la tarea lo superaba, más aún dado que sus fuerzas no eran óptimas desde hacía varios meses. «Maldita fatiga», gruñó mientras verificaba que no hubiera olvidado barrer ni una cagarruta. La campana sonó una segunda vez. Tenía que ir al convento del Refugio para atender a la madre Janson.
Aunque la rue de Grève se hallaba a unos diez minutos a pie de Saint-Charles, prefirió tomar la carreta para sacar al camello, el cual, desde hacía poco, se había convertido en propiedad oficial del hospital. En contrapartida, se habían visto obligados a acoger una manufactura de paños ordinarios y finos. Los tres comerciantes que la poseían eran muy solventes y habían obtenido el monopolio del suministro de uniformes para todas las tropas del Estado lorenés. Nicolas había logrado negociar la obtención de una provisión anual de paño para la ropa blanca de las camas y la fabricación de vendas y compresas. Los talleres se hallaban en el nuevo edificio, cosa que limitaba las molestias de las idas y venidas de los proveedores.
François se detuvo en la rue des Ponts, frente a la entrada auxiliar de la institución, y descendió para tirar del animal, que se negaba a pasar bajo el porche. Fueron a dar al jardín interior, donde varias internas podaban las ramas de los ciruelos que daban fama a su confitura y de la que tan orgullosas estaban. Ató la brida del animal a uno de los árboles y pidió a las chicas que lo vigilaran. Al camello lo acariciarían y mimarían hasta su regreso. Así ocurría allí donde lo llevara.
La madre Janson había acabado por aceptar el cuidado de un cirujano e informó de ello a las monjas de Saint-Charles, pero no ocultó su sorpresa al ver a François entrar en su habitación, de la que no había salido desde hacía varios días, postrada en cama debido al dolor.
—Esperaba que viniera maese Déruet —dijo ella como si quisiera disculparse por su reacción.
Le relató el viaje de la corte a París, del que ella no estaba al corriente. O bien se lo habían dicho y lo había olvidado. A veces sus pensamientos no eran claros, como si la frontera entre los sueños y la realidad se desplazara sin cesar. Pero había recobrado lo bastante la lucidez para ceder a la insistencia de las demás monjas. Sin embargo, mostrar su seno a un hombre, aunque fuera un cirujano, constituía una prueba para ella y desde que se había despertado estaba rezando a Dios para hallar las fuerzas para dejarse examinar. El tumor, que había descubierto dos años antes, había triplicado su tamaño durante los últimos meses y ahora era tan grande como una nuez. Cada movimiento le producía más y más dolor y el simple roce de la tela sobre su piel le resultaba insoportable. La fiebre y la tos que padecía desde hacía una semana, las dificultades respiratorias y la falta de fuerzas, que no lograba recuperar, habían acentuado su calvario. Su propio sufrimiento la acercaba al de Cristo. Sentía aún mayor empatía con él y había asimilado su enfermedad al vía crucis de Jesús. Sin embargo, su fe no bastaba para combatir la enfermedad y había acabado por aceptar la intervención humana.
François se calentó las manos frotándolas. Pidió varios paños y un candelabro para iluminar la habitación, pues carecía de ventana. La enferma se subió la camisa para descubrir su seno izquierdo con cuidado de dejar el otro oculto. El bulto se hallaba situado a media altura, entre el pezón y la base del pecho. Alrededor del mismo la piel estaba rojiza, casi marrón, y segregaba un líquido purulento. Palpó el tumor con grandes precauciones, pero la monja gritó de dolor. François había tenido tiempo de notar que la masa era más bien blanda y eso lo tranquilizó. «No se trata de un cáncer. Debe de ser una glándula tumefacta o una vesícula llena de pus», concluyó. Untó el seno con una mezcla de huevos de rana, sedum y hierba mora y pidió que le repitieran la aplicación cuatro veces al día. La monja que lo había acompañado hasta el lecho de la enferma y que había estado presente a petición de esta anotó, al dictado de François, la dieta que le serviría de tratamiento.
—Cada mañana prepararéis un caldo de ternera, perifollo, pimpinela, achicoria y veinte gramos de cochinillas en polvo. A mediodía, una sopa de pollo con poca sal, y antes de cenar, veinte gramos de ojos de cangrejo de río. Como bebida, ad libitum, una tisana de arroz y vino. Vendré a veros dentro de una semana, pero no dudéis en llamarme si vuestro estado no mejorara.
—Gracias, maese Déruet —dijo la madre Janson, que había cerrado los ojos.
—Soy maese Delvaux.
—Perdón, perdón —dijo ella mientras intentaba abrir los párpados con gran esfuerzo—. No me hagáis caso, estoy muy cansada.
—No pasa nada, la comparación con mi amigo para mí es un halago. Con un poco de suerte, estará ya de vuelta para la próxima visita.
—¿Adónde ha ido?
El Erizo Blanco hizo un mohín. Le había contado el viaje a Versalles menos de una hora antes. Según iba recogiendo sus cosas, lo hizo de nuevo sin omitir ningún detalle para comprobar su memoria la semana siguiente.
—Nicolas se ha marchado con la marquesa de Cornelli —concluyó—. Están prometidos y no me extrañaría que anunciaran su boda a su regreso de Francia.
La madre Janson gimió y murmuró «No…», seguido de unas palabras incomprensibles.
—Os dejaré reposar. Tratad de dormir.
La monja lo acompañó hasta la carreta, donde el camello mascaba las briznas de hierba que las internas habían depositado a sus pies. Lo habían dejado solo y también había roto algunas ramas de ciruelo a golpe de mandíbula hasta que ya no quedó ninguna a su alcance. Mientras desataba la brida, François repitió sus recomendaciones a la monja. Cuando regresó a la celda de la superiora, esta, con considerable esfuerzo, se había sentado en su cama, con la cabeza apoyada contra la pared y el rostro consumido por el sufrimiento.
—Madre, ¿qué hacéis?
—Hermana Marie-Dorothée, tomad nota… de cuanto os voy a dictar…
El dolor entrecortaba su respiración.
—Cuando Dios me llame a su lado… entregadle esta carta a maese Déruet… tiene que saberlo… tiene que saberlo.
Inspiró profundamente.
—Escribid…
***
El interior se hallaba iluminado por una hilera de velas alineadas frente a la jaula del hombre salvaje. Un olor a carroña emanaba de la paja sobre la que correteaban ratones. Nicolas esperó a que sus ojos se habituaran y se aproximó a Joseph. Iba desnudo y su cuerpo, más delgado que cinco años antes, estaba cubierto de marcas de latigazos. Le habían crecido el cabello y la barba y conformaban un casco rubio casi tan voluminoso como la peluca del viejo de la ópera.
—Joseph —dijo en voz queda—, ¿me reconocéis?
El hombre permaneció mirándolo sin reaccionar. «Seré estúpido, ¿cómo iba a acordarse de alguien a quien entrevió una noche hace cinco años?», pensó al arrodillarse a la altura del prisionero.
—Hoy no tengo nada que darte —se disculpó, y le mostró sus manos vacías—, pero volveré.
Joseph se acercó a él y lo olisqueó. Fuera, los espectadores se impacientaban. Azlan y Rosa no podrían evitar por mucho más tiempo que entraran en el carromato. Nicolas introdujo su mano en la celda. Joseph la olió y pareció tranquilo.
—Volveré —repitió él.
Se puso en pie. Joseph se aferró a los barrotes y los sacudió sin violencia ni gritos.
—Sí, lo entiendo. Te sacaremos de ahí.
Alzó la cortina que servía de puerta y apareció ante el grupo que aguardaba su turno.
—¡Vamos! ¿Qué hacéis, caballero? ¡Dejadnos pasar! —se enojó uno que golpeaba con impaciencia su bastón contra el suelo—. ¡Nosotros también tenemos derecho a verlo!
—Creo que no va a ser posible —respondió Nicolas con tono autoritario.
—¿Y por qué razón? —preguntó el hombre al tiempo que buscaba la aprobación de los demás.
—Acabo de examinarlo. Está enfermo.
Un murmullo de decepción recorrió el grupo.
—No solo está enfermo, sino que podría contagiar a todos los presentes.
Algunos retrocedieron y otros abandonaron la fila. Los más osados se interrogaron con la mirada. Solo el respondón no se movió y se mostró más insistente.
—¿Qué le sucede? ¿Y quién sois vos, señor?
—Maese Déruet es el mejor cirujano del reino —intervino Azlan—. Y yo soy su asistente.
—¿De qué reino me estáis hablando? No tengo el honor de conoceros —prosiguió el hombre, seguro de sí mismo.
Rosa decidió intervenir.
—Soy la marquesa de Cornelli. Y vos, caballero, ¿quién sois?
Él se descubrió para saludarla.
—Adrien Harénius, primer médico del duque de Orleans y médico honorario de la corte. ¿Desde cuándo un cirujano examina a los pacientes?
El cielo se había teñido de tinta. Los paseantes regresaban al castillo apresuradamente.
—Responded, señor Déruet —insistió Harénius.
Nicolas se sintió acorralado y decidió ser franco.
—¿Queréis entrar conmigo al carromato?
—Esa era mi intención, incluso sin vuestra presencia.
Descendió los tres peldaños que lo separaban del médico.
—Quisiera hablaros de Joseph Urfin, el hombre que está prisionero sin razón en esa jaula. Tenemos la obligación de liberarlo, doctor Harénius.
Rosa y Azlan los habían dejado en el antro del hombre salvaje y se hicieron transportar hasta la sala del juego de pelota, situada a menos de doscientos metros en el exterior del castillo. El joven debía jugar allí un partido el viernes siguiente contra un adversario local que aún no había sido designado y deseaba reconocer el terreno.
Silbó de admiración al descubrir el lugar. La sala era alta, más de ocho metros, calculó, y mucho más luminosa que la del palacio ducal de Nancy, gracias a su orientación y a los inmensos ventanales de la parte superior de los dos muros laterales pintados de negro. Incluso los espectadores estaban cómodos en una tribuna de buena madera cuyo techo los protegía de la luz exterior como un inmenso sombrero. El terreno, de cien pies de longitud, era el mayor que jamás hubiera pisado y ofrecía a los jugadores un espacio importante para retroceder. Se componía de noventa filas de baldosas perfectamente alineadas. Las juntas se habían trabajado de manera que no alteraran el bote de las pelotas. La red formaba una curva perfecta: de una altura de dos pies y medio en el centro, se elevaba a cinco metros en los extremos.
Azlan recorrió el terreno buscando la menor irregularidad, el más leve defecto, pero no lo halló. Volvió junto a Rosa, que se había sentado en la gradería, mientras dos jugadores calentaban antes de un partido.
—¡Jamás había visto algo tan perfecto! —comentó—. ¡No es una pista de juego de pelota, es una mesa de billar! ¡Aquí sí se puede jugar!
El sonido de las pelotas golpeadas resonaba por todos los rincones de la inmensa sala mientras los dos adversarios no se decían palabra; tampoco gritaban, ni se animaban, ni maldecían, cosa que sorprendió a Azlan, pues estaba acostumbrado a los ambientes ruidosos.
—Juegan bien, ¿verdad? —preguntó Rosa con un deje de inquietud en la voz.
—No juegan mal —respondió, sin querer admitir que se sentía impresionado por la velocidad y la precisión de los golpes.
Otros dos jugadores entraron, acompañados por su entrenador.
—¡Mirad quién está ahí! —exclamó Azlan, y lo señaló con el dedo—. Mi antiguo profesor, vuestro antiguo cortesano, ese rufián…
—¡Hyacinthe Reverdy!
El hombre, que los había visto, dio instrucciones a sus alumnos y fue a su encuentro sin apresurarse. Saludó a Rosa, pero a Azlan solo le dirigió una mirada de desprecio.
—Querida marquesa, esta sala se honra de contar con vuestra presencia, que la hace aún más prestigiosa.
—Dejaos de halagos, Reverdy, hay un trofeo que jamás conseguiréis —se irritó Azlan.
—Veo que aún no os habéis librado de este moscardón tan pesado.
En cuanto pronunció esas palabras, retrocedió un paso por precaución. El cabezazo de Azlan durante su último altercado aún estaba presente en su recuerdo y en su carne.
—Desearíamos, caballero, que en el futuro no volvierais a dirigirnos la palabra —pidió Rosa, que deseaba evitar que el joven cayera de nuevo en la trampa de las provocaciones del francés.
—Temo que no será fácil. Tengo entendido que regresaréis en breve para una derrota anunciada. ¿Contra cuál de mis campeones deseáis perder? ¡Elegid! —dijo, e hizo un gesto hacia los cuatro deportistas que se entrenaban sobre el terreno de juego.
Azlan sabía que sus posibilidades de vencer eran prácticamente nulas contra jugadores de más edad, más fuertes y más experimentados que se pasaban el día entero en aquella sala.
—Contra vos, Hyacinthe —respondió con una serenidad que lo sorprendió a él mismo.
—¿Cómo decís?
—Me habéis oído bien. Contra vos.
Reverdy tuvo un instante de incomprensión y creyó que Azlan se burlaba de él. A sus treinta y cinco años, estaba en peor condición física que los jugadores a los que entrenaba, pero su técnica era muy superior. En todo París no había jugador con mejor técnica que él. Era capaz de ganar un partido sin dar la impresión de haberse movido. Comprendió que Azlan hacía de ello una cuestión de honor.
Una ráfaga de lluvia fustigó ruidosamente las ventanas, y luego una segunda.
—Como gustéis —acabó por responder—. Aún no ha comenzado el partido y ya habéis cometido un primer error, jovencito. ¿Tan mal profesor fui? Os prometo que mejoraré en una semana.
***
Una vez en el castillo, se encontraron con Nicolas, que traía una buena noticia: el médico había aceptado ayudarles a defender la causa de Joseph ante el rey. De regreso a París, pasaron la velada en casa de la tía, adonde el doctor Bagard fue a buscarlos para anunciarles que la duquesa Isabel Carlota tenía fiebre.
—No hay otros síntomas, nada inquietante, pero hemos decidido de acuerdo con ella que permanecerá en su habitación y que nadie estará autorizado a verla.
—¿Ni siquiera el duque? —se sorprendió Rosa.
—Él menos que nadie —respondió el médico hojeando uno de los tratados de Nicolas—. Es nuestro bien más preciado. La duquesa está con su madre y con la señora de Lenoncourt. Ha podido conversar con su marido por la ventana.
Cerró de golpe el volumen y se lo tendió al cirujano.
—Nos contentaremos con unas sangrías y unas lavativas. Ya sé lo que pensáis, Nicolas, pero el tratamiento no lo he indicado yo. El duque de Orleans nos ha impuesto a su médico, un tal Harénius. Es él quien lo ha decidido. Nosotros seremos solo observadores. Pero temo que pueda ser la viruela.
El pronóstico del doctor Bagard se confirmó al cabo de cuarenta y ocho horas: el martes, Isabel Carlota despertó sin fiebre pero con numerosas máculas rojas en el cuerpo y el rostro, algunas de las cuales ya se habían transformado en las pápulas características de la viruela. Leopoldo hizo decir varias misas por la curación de su esposa y permaneció alejado del palacio real. Tenía verdadero pánico de las enfermedades que se extendían como un reguero de pólvora.
Ese martes fue también el día de la entrega de los guantes, pues la casa À la Providence había tenido el pundonor de acabar la fabricación de los mismos antes de la fecha prevista. Azlan aprovechó para ir a entrenarse a una de las numerosas salas de la capital con el señor Alexandre Masson, al que le habían recomendado por su arte en el juego. Creía —o aparentaba creer— en sus posibilidades de victoria y quería aprovechar los días de que aún disponía para practicar nuevos golpes.
Tras la cena, Nicolas esperó a que la señora de la casa se hubiera retirado para reunirse con Rosa en su habitación. Se acostaron en su cama y se abrazaron y besaron. Cuando ella recobró el aliento, miró hacia la puerta.
—¿Estáis seguro de que mi tía no os ha visto entrar?
—A menos que también tenga a alguien en su habitación, creo que ya duerme. He oído ronquidos. Relajaos, Rosa —añadió, y empezó a tirar del guante para quitárselo.
Ella lo detuvo.
—No, dejaos los guantes. Me gusta cuando me acariciáis con ellos. Y me recuerdan el mayor ataque de risa de mi vida. Lo que me preocupa es el partido del viernes, Nicolas.
Él comenzó a desatarle el corsé.
—Es solo un partido de pelota, no la guerra.
—Vos no conocéis a ese Reverdy. No le bastará con ganar, querrá humillarlo.
—Estaremos ahí para apoyarlo. En cualquier caso, ha sido muy valiente al elegir a su profesor como adversario.
Ella le quitó la camisa y le acarició el torso antes de acurrucarse contra él.
—Soy feliz. Voy a casarme con el hombre al que amo y me hará dichosa. Es una suerte, y deberé tenerlo siempre presente para contrarrestar las contrariedades de la vida.
—Y yo, ¿qué debería decir? Me arrastráis en vuestro impulso hacia lo absoluto, hacéis de mí un hombre mejor, sois mi guía, Rosa.
—Esas palabras me llenan de gozo. Si supierais cómo esperé y deseé vuestro retorno, cómo esperé y deseé que cayera sobre mí vuestra mirada amorosa y no la mirada fraternal que dirigisteis a la adolescente que era. Cuánto miedo pasé por vos durante esos cuatro años de campaña, cada día rezaba para que las armas no os hirieran, para que vuestro comandante no os enviara al frente. Jamás en mi vida había rezado tanto a un Dios que, súbitamente, se interesaba por mí. Os amo desde siempre, ya os amaba antes incluso de conoceros, ángel mío.
—¡Rosa! —gritó una voz tras la puerta.
—¡Mi tía…! ¿Así es como ronca? —susurró a Nicolas, que se excusó con la mirada—. ¿Sí? —respondió ella.
—Cuando vuestro cirujano personal haya acabado de examinaros, ¿podría regresar a su habitación y dejaros reposar?
Una hora más tarde, tras tomar todas las precauciones necesarias, Nicolas regresó al lado de Rosa. Se unieron hasta que ella se durmió agotada. Él siguió acariciándola aún un buen rato después de que se durmiera y luego permaneció tendido junto a ella sin poder conciliar el sueño.
Al descender de su carroza Leopoldo contó los vehículos que lo seguían, ocho en total. Faltaba el que había designado para el doctor Bagard y Nicolas. Debían ir a preguntar por la salud de la duquesa, que seguía en cuarentena en su habitación del palacio real, y luego reunirse con el areópago de la casa de Lorena para rendir homenaje al rey. Leopoldo se sentía sinceramente inquieto por la salud de su esposa, aunque el número de vesículas aparecidas no fuera preocupante, según Harénius. Isabel Carlota no se quejaba y estaba con ánimos, aparte de la presencia de su madre que le parecía más sofocante que la propia viruela.
Deseaba recibir las últimas novedades sobre la salud de su esposa y transmitírselas al rey. Fue conducido en compañía de su séquito a los apartamentos del gran escudero, donde tuvieron que esperar poco antes de que fueran a buscarlos, lo que despertó un murmullo de satisfacción entre la asamblea. La comitiva lorenesa, acompañada del duque de Orleans, atravesó a paso de carga varias estancias sucesivas y luego la sala de guardia, sin que los centinelas presentaran armas, y se detuvo en la antecámara frente a una puerta cerrada. Entre el séquito todos se miraron y se preguntaron acerca de la actitud de los soldados franceses, que podía parecer una afrenta al Estado lorenés. Leopoldo ordenó al marqués de Lenoncourt que se anunciara según las reglas. Llamó suavemente a la puerta de la habitación del rey.
—¿Quién es? —respondió del otro lado la voz del ujier.
—El señor duque de Lorena —anunció con voz firme.
La puerta continuó cerrada. Carlingford se acercó al duque, pero, justo antes de entrar en la antecámara, Leopoldo comprendió lo que le estaba haciendo el rey. Hizo una seña al marqués de volver a empezar. De nuevo, la voz ceremoniosa del ujier les llegó desde el interior.
—¿Quién es?
—El señor duque de Lorena —repitió Lenoncourt con más fuerza.
—No la abrirá. No quiere ni oír hablar de Lorena —susurró Carlingford al oído del duque—. La ceremonia concierne al ducado de Bar. Si seguimos así, nos humillará.
—Adelante —le dijo Leopoldo.
El conde se acercó a la puerta y llamó a su vez. Cuando el ujier hizo la misma pregunta, respondió:
—El señor duque de Bar.
De inmediato, uno de los dos batientes se abrió. Leopoldo dio las gracias a Carlingford con un gesto discreto, como era habitual entre ambos, y se dispuso a entrar.
***
Abandonaron el palacio real una vez Nicolas terminó de prepararle a Isabel Carlota un remedio con hiel de cerdo así como un colirio a base de agua de llantén y azafrán, y llegaron a Versalles en menos de dos horas. Los caballos cruzaron la verja de honor al galope y se detuvieron en el patio de mármol. Los animales, excitados por la carrera, tironeaban de sus bocados espumeando por la boca. El doctor Bagard no quería perderse la ceremonia y dejó que Nicolas fuera a hablar con su colega Harénius para explicarle que habían interferido en su tratamiento y recibir su ira. El médico no se alojaba en Versalles, pero, en calidad de consejero de Su Majestad, estaba allí presente varios días a la semana para ejercer y dejarse ver en las comidas y actos de la corte. Fue a buscarlo al Gran Común, una de las dependencias situadas a unos metros del castillo, un edificio cuadrado que albergaba las cocinas y despensas en la planta baja y varios centenares de apartamentos en los pisos superiores. Harénius había podido obtener uno de ellos y lo transformó en consulta para los cortesanos y su servicio, que compartía con otros dos médicos. Nicolas se perdió varias veces en los dédalos de pasillos que aparecían en cada planta. Vio ratas trepar por montones de inmundicias depositadas junto a las puertas, charcos de agua sucia en los que chapoteaban chiquillos desocupados, cubos de excrementos abandonados. En algunos lugares, los olores pestilentes se mezclaban con los efluvios de las cocinas, donde se preparaban las comidas que se servirían en común en las diferentes mesas del castillo. Acabó por hallar la consulta haciéndose acompañar hasta allí por un joven cuyos padres trabajaban en la despensa y que estaba escribiendo «Viva el Rey» en los peldaños de la escalera con un guijarro.
—Es la única frase que conozco —dijo para excusarse.
El hombre que lo recibió no era el doctor Harénius.
—Hoy lo sustituyo yo —precisó con el acento cantarín de una provincia muy lejana—. Ha ido a la casa de fieras con unos colegas.
—¿La casa de fieras?
—Sí, se trata de una colección de animales vivos, algunos de los cuales son muy exóticos. Una excentricidad de nuestro rey que, a mi parecer, no carece de encanto. Además, recuerdo que el querido doctor Harénius se dispone hoy a llevar a cabo un experimento con uno de los habitantes de la casa de fieras: una bestia salvaje que parece vagamente humana, según dicen. La exponían en el Trianón, pero la gente le tiene miedo. No he tenido tiempo de…
—¿Dónde está? —lo interrumpió Nicolas.
El médico, sorprendido por el tono, se quedó mudo.
—¿Dónde está la casa de fieras? —insistió.
—¡Por todos los santos, en el parque! Al final del canal, hacia el oeste. El edificio principal es un octógono coronado con una cúpula y la zona está rodeada por rejas altas, no tiene pérdida. Pero ¿qué sucede?
—¡Me ha engañado! Tengo que impedir que toque a Joseph.
—¿Quién es Joseph?
—Vuestra «bestia salvaje». Disculpad mi brusquedad. Gracias, caballero —dijo ya desde el pasillo.
—Pero… ¡esperad! Coged un caballo, ¡está a media legua de aquí!
Nicolas no lo oyó, pues ya se hallaba en la planta inferior. El médico hizo una mueca.
—¡Curioso paciente! ¡Y qué ocurrencia llamar Joseph a un animal!
Harénius estaba satisfecho. La intervención fortuita de Nicolas le había permitido convencer al rey de las intenciones lorenesas de dejar en libertad al hombre salvaje. Había obtenido la autorización de devolver a la bestia a la casa de fieras y estudiarla como creyera conveniente. Los tres colegas que lo habían acompañado habían llegado a la misma conclusión que él: el espécimen que acababan de examinar no podía formar parte de la especie humana. Aunque su constitución pudiera parecerlo —«Como dos gotas de agua», añadió uno de ellos—, sus miradas de especialistas habían detectado diferencias anatómicas que juzgaban significativas, en particular el tamaño de las tibias, de los antebrazos o de los caninos, de importantes dimensiones. Además, su incapacidad para vestir ropa o para aprender cualquier lenguaje los había convencido definitivamente. La cuestión que preocupaba a la asamblea era definir si Joseph provenía de un cruce entre un mono y una mujer a la que el animal habría podido violar.
—En tal caso, hubiera crecido con su madre —dijo uno de ellos—. Me parece más plausible que una mona haya recibido la semilla de un humano. Eso explicaría por qué fue hallado en el bosque donde lo habrían criado unos lobos.
Los otros asentían con la cabeza.
—Y también la razón por la que tendría las características principales de esos animales —añadió Harénius.
Hubo nuevos asentimientos.
—¿No podría haber alguna intervención diabólica en ese fenómeno? —propuso el más bajito, un hombre calvo que no lucía peluca sino un característico traje negro.
—Padre, vuestro ministerio os hace tergiversar el punto de vista, deberíais razonar como el excelente anatomista que también sois —respondió Harénius, que ya se esperaba la observación.
—Propondría, sin embargo, ver si tiene la marca del diablo —insistió.
—Hace una hora que está ahí ante nosotros, desnudo, ¡ya la habríamos visto si tuviera una! —dijo otro en tono impaciente—. Pasemos al experimento que ha preparado el doctor Harénius. Así aclararemos las cosas.
El grupo se hallaba cerca de la jaula de los lobos. Joseph, con los pies y las manos encadenados, fue conducido por dos soldados ante la verja. La última comida de los animales había tenido lugar el día anterior y la presencia de humanos los ponía muy nerviosos.
—Dado que se dice que esta bestia fue hallada, a la edad de nueve años, en medio de una manada de lobos parecidos a estos, me parece legítimo pensar que no lo atacarán —explicó Harénius—. En el caso contrario, su autopsia nos aportará muchas enseñanzas.
Hizo una señal con la mano a los guardias. Estos abrieron la puerta y lo lanzaron a la jaula.
***
Leopoldo se descubrió e hizo una primera reverencia al entrar, una segunda a mitad de la sala y otra a dos metros de Luis XIV. El rey permaneció inmóvil. Era como una estatua de cera, rodeado de su familia, el canciller, el gran chambelán, su primer mayordomo, los duques de Borgoña y de Anjou, nietos del rey, aún adolescentes, así como de un grupo de cortesanos en la parte posterior de la estancia. Todos estaban inmóviles como en los retratos que abundaban en el castillo. Solo un gran perro blanco tipo grifón deambulaba por la habitación e, indiferente al protocolo, hacía rechinar sus garras sobre el suelo de madera encerada. El duque de Lorena, a pesar de estar habituado a las cortes europeas, quedó impresionado por el refinamiento de la decoración. El oro se hallaba presente por doquier, sobre los tapices murales, los cojines, los cortinajes, los marcos, la marquetería, el reloj de péndulo que marcaba las horas sobre la chimenea o los querubines que sostenían inmensos candelabros encendidos. Las propias llamas parecían doradas con oro fino.
Según rezaba el ceremonial, entregó el sombrero, los guantes y la espada al chambelán y se arrodilló sobre un terciopelo rojo a los pies del rey. El monarca tomó sus manos entre las suyas antes de que el chambelán pronunciara las palabras de homenaje, un juramento de fidelidad que Leopoldo repitió antes de firmarlo. Luis XIV pareció aliviado y rompió el silencio.
—Puesto que lo juráis, señor, os digo que en mí hallaréis a un buen amigo y a un buen vecino. Ahora, cubríos.
Acabada la ceremonia, el rey se puso en pie y se interesó por la salud de la duquesa.
—¿Cómo se encuentra mi sobrina? Me dicen que ha contraído la viruela en París.
—Precisamente espero noticias para transmitíroslas. Con vuestro permiso, majestad, iré a preguntar a mi médico, que ya debe de haber llegado.
—Id, señor. Y reuníos conmigo en mi despacho. Tenemos que discutir acerca de un asunto importante.
Cuando el ujier volvió a abrir la puerta, todo el clan lorenés rodeó a su duque. Bagard le contó su visita a Isabel Carlota, pero Leopoldo parecía no escucharlo. Carlingford le había hablado de un mensaje recibido de uno de sus agentes en la corte de Francia. Al principio no había dado crédito a aquel mensaje, pero la petición del rey parecía confirmarlo. Si finalmente era cierto, el pequeño Estado iba a vivir momentos difíciles apenas un año después de haber recobrado la independencia.
***
Nicolas corrió al lugar donde se hallaban las carrozas de los loreneses. Encontró la suya, pero, como temía, el cochero estaba ausente, pues se había ido a las cocinas a por una pinta de vino. Deshizo las riendas de uno de los percherones, lo llevó al patio y montó a lomos del animal agarrándose de la crin. El animal parecía dócil. Hizo que cogiera un trote ligero, luego más animoso y empezó a galopar una vez tomaron el camino que conducía a Saint-Cyr. Por ese camino se vería obligado a rodear todo el parque, pero era el único que permitía mantener aquella velocidad. Pronto sintió el calor del caballo irradiar de su cuerpo. Disminuyó la velocidad a mitad de trayecto, para que el animal tuviera tiempo de recuperarse, y retomó el galope en cuanto la casa de fieras estuvo a la vista. Llegó al patio adoquinado y se detuvo ante la entrada principal, entre dos edificios en forma de torres cuadradas. Cruzó corriendo y accedió al pabellón octogonal por una de las galerías axiales. El interior estaba recubierto de cuadros que representaban a los animales de la casa de fieras. No había ni rastro del médico.
Nicolas accedió a un balcón que rodeaba el edificio central y dominaba los alrededores. El conjunto se encontraba en medio de un parque, también de forma octogonal, rodeado de vallas y de parcelas limitadas por altas rejas donde se hallaban los animales más extraños de la creación: ibis, casuarios, grullas, avestruces y pájaros de todas las formas y colores. Más lejos, unas dependencias de piedra encerraban las jaulas de mamíferos de países lejanos, entre los cuales las fieras eran la principal atracción. Los paseantes, poco numerosos, estaban diseminados por todo el octógono. Nicolas escrutó cada palmo de terreno sin alcanzar a reconocer al médico. En el momento en que se decidía a descender al parque para investigar las diversas parcelas, unos ladridos y aullidos resonaron procedentes de una perrera en un extremo de la casa de fieras. Uno de los gritos era humano.
Cuando entró sin resuello en el vallado, los dos guardias rechazaban con la punta de sus espadas a los lobos excitados. Joseph estaba tendido cerca de ellos, inanimado, con el cuerpo cubierto de mordiscos, algunos tan profundos que la carne había sido arrancada hasta el músculo. El médico, que le daba la espalda, comentaba su experimento.
—Estoy disgustado, ha estado a punto de llevarme la contraria —constató, y el comentario hizo reír a sus colegas.
—¿Qué habéis hecho? Pero ¿qué habéis hecho? —gritó Nicolas mientras se precipitaba hacia la jaula.
A su llegada, los lobos gruñeron y mostraron los dientes, pero permanecieron alejados bajo la amenaza de las armas. Se agachó, puso su cabeza sobre el pecho del herido y sintió un líquido caliente sobre el suelo: la sangre manaba a chorro bajo su pierna derecha. Dio la vuelta a Joseph y vio confirmado lo que temía. Parte del muslo había sido arrancado y la arteria femoral estaba seccionada. Nicolas hizo el gesto maquinal de quitarse las vendas de las manos para utilizar los paños como torniquete, pero soltó una maldición: aquella misma mañana se había puesto por primera vez sus mitones de cuero. Se los quitó, metió el puño en la abertura y comprimió con todas sus fuerzas.
—¡Está vivo! —gritó al grupo que lo contemplaba sin reaccionar—. Id a por un cirujano y a por instrumental. ¡Deprisa, deprisa!
Mientras mantenían a las bestias a distancia, los soldados ayudaron a Nicolas a sacar a Joseph de la jaula y lo depositaron sobre la mesa que servía para preparar la comida de las fieras. No había recobrado la conciencia. Su pulso era débil. La hemorragia parecía contenida, pero Nicolas siguió comprimiendo hasta la llegada del cirujano, un coloso robusto como un herrero, que se presentó vestido de gala en compañía de dos ayudantes. Lo habían interrumpido en plena comida cuando, por primera vez desde su llegada, tuvo el honor de ser invitado a la mesa del rey. Examinó con la mirada las heridas al tiempo que se quitaba la chaqueta y la peluca. Nicolas no tuvo que resumirle la situación.
—Dios mío, pobre desgraciado —murmuró, y empezó a sacar de su maleta el instrumental entre un ruido de tintineos.
Fueron las únicas palabras que pronunció antes de ponerse manos a la obra. El lorenés ya había comenzado a hacer una ligadura de la arteria.
Un pelícano asomó la cabeza entre la reja y chasqueó el pico. Nicolas no lo oyó. Su concentración se había sumado a su cólera. Las dos eran extremas. Cauterizaba los vasos de cada herida, la limpiaba y la cosía, y acto seguido pasaba a la siguiente.
—Agua, id a por agua. Aún necesitamos más.
Su voz era serena, casi fría. Consagraba toda su energía a la precisión de sus gestos. Lo demás no tenía importancia. Debía salvarlo.
Los dos cirujanos trabajaron durante tres horas y contaron treinta y tres mordiscos profundos. El herido gemía a cada espiración y no tardaría en recuperar el conocimiento. Nicolas hizo traer una manta con la que cubrió a Joseph, y luego ayudó a su colega a recoger su instrumental. Encontró sus guantes en el suelo, los sacudió y se los puso antes de sentarse sobre la paja, con la cabeza entre las manos, a unos metros de la jaula donde las bestias se habían calmado y parecían amorfas. Se sentía responsable de lo sucedido. El cirujano le ofreció un cucharón lleno de agua.
—Hemos hecho cuanto era posible.
—Gracias, muchísimas gracias. Me llamo Nicolas Déruet.
—Lo sé, os conozco por vuestra reputación. Os he observado y ha sido un placer trabajar a vuestro lado. Tenedme al corriente. Siento curiosidad por saber si podrá salir de esta.
Cuando salió del vallado, Nicolas se dio cuenta por las miradas asqueadas de algunos que se cruzaron con él que llevaba su ropa manchada de sangre. Uno de ellos se aproximó y señaló al herido que los dos ayudantes sacaban de la casa de fieras sobre una tabla.
—Dicen que ha saltado a la jaula de los lobos. ¿Cómo se puede hacer algo semejante?
Nicolas miró indignado al curioso y no tuvo fuerzas ni para responder. Salió de la casa de fieras y se dirigió al castillo, donde el clan lorenés se disponía a regresar a París.
No volvió a oír hablar de Harénius. Joseph Urfin murió tras cuatro días de agonía en el hospital militar de Versalles. En su edición del 4 de diciembre, La Gazette de France indicaba en un suelto que el hombre salvaje, obsequio de la reina de Polonia al rey Luis, había sido devorado por los animales de la casa de fieras real. En primera página, figuraba el trágico fin del poeta Jean-Baptiste Santeuil.
***
Habían decidido dejar el reino de Francia justo después del partido de Azlan. Nicolas permaneció encerrado los días siguientes en la casa de la rue du Bout-du-Monde y había canalizado su cólera sumergiéndose en la escritura de su obra, que había dejado de lado en los últimos meses. Siguiendo los consejos del señor Masson, Rosa llevó a Azlan a la tienda de un fabricante de raquetas en la rue Grenelle-Saint-Honoré para comprar una de madera de fresno y tilo, muy ligera, con dos tercios del mango recubiertos de una fina piel de cordero blanca. Las cuerdas estaban hechas de un intestino muy resistente que permitía una tensión mayor que la de la media. Se detuvieron en un sastre y encargaron las camisas, calzones, camisolas y medias, el equipo completo de moda que vestían los jugadores de la corte de Versalles.
—No es cuestión de darles la menor ocasión de criticar —le dijo ella—. Vas a estar impresionante.
—Ya que no brillante —bromeó él.
La duda había minado su determinación después de haber realizado la tarde anterior un entrenamiento muy flojo.
—Tengo la impresión de retroceder —le confió Azlan a su entrenador.
—Eso suele ser buena señal —respondió Masson, aunque pensara lo contrario.
El hombre había insistido en que cambiara de calzado y, la víspera del partido, convencieron a un zapatero de la rue Pavée-Saint-André para que le confeccionara a toda prisa un par de zapatos de piel de búfalo, sin talón, atados con cordones y con una suela con costuras a la vista para disminuir el riesgo de caídas.
—Hemos hecho todo lo posible para que esté en las mejores condiciones —dijo Rosa al sentarse junto a Nicolas en la carroza.
Lo besó y lo cubrió con una manta. La noche había depositado una fina capa de hielo sobre la ciudad.
—Tengo reservada una sorpresa para cuando llegue —dijo él mientras se ponía los guantes.
—¿Una sorpresa?
—Sé que he parecido ausente y tal vez indiferente estos últimos días, pero yo también quería participar en su preparación.
—¿Y…?
Azlan entró en el habitáculo y se sentó frente a ellos. Rosa comprendió que debería esperar para saber lo que su novio había tramado.
—¡Estoy listo, adelante! No pongáis esas caras, no soy un ternero camino del matadero.
El trayecto fue agradable, al ritmo de las anécdotas de su estancia en la capital.
—Dicen que vuestro guantero ha decidido vender. Vuestra broma le dio ideas —añadió ella antes de estallar todos en un ataque de risa al evocar la escena.
Los adelantó un jinete poco antes de su llegada a Versalles.
—¡Es el señor Masson! —exclamó Azlan, que lo reconoció—. Estoy contento de que venga a ver el partido.
La carroza se detuvo en una calle estrecha frente a un edificio con la fachada pintada de negro alrededor de la puerta de entrada.
—Hemos llegado —murmuró al reconocer el edificio cuya parte superior era un inmenso ventanal acristalado.
Mientras Nicolas y Rosa se dirigían a la gradería interior, Azlan fue a cambiarse a la sala de los jugadores, donde un fuego crepitaba en la chimenea. Reverdy no estaba allí, sin duda calentaba sobre el terreno de juego con uno de sus alumnos. Se tomó su tiempo para vestirse y disfrutar del calor de las llamas. Se quitó las botas, a las que Alexandre Masson le había hecho añadir unas suelas de plomo tres días antes. «Un viejo truco de jugador de pelota», le dijo su profesor. Se ató los zapatos y dio unos pasos, sintiendo una increíble ligereza. Azlan sonrió, convencido de que se lo iba a poner difícil a su adversario. No pedía más, consciente de la gran diferencia de nivel entre ambos.
Hyacinthe Reverdy entró sin llamar, con un mohín de desprecio en los labios.
—¡Aquí está mi pequeño adversario! ¿Listo para recibir una lección?
Azlan se había preparado para aguantar los comentarios y burlas del hombre. Quería evitar caer en la provocación. Rebuscó en su bolsa, se tomó algún tiempo y fingió elegir entre varias raquetas.
—Acabo de cruzarme con nuestro amigo Masson —añadió Hyacinthe—. Le he pedido que arbitre nuestro partido. No ha podido negarse. Será el juez.
Azlan rumió para sí: como viejo zorro, Reverdy acababa de obligar a su entrenador a adoptar un papel de estricta neutralidad. No podría proporcionarle ánimos ni consejos.
—Después de vos —dijo Reverdy al tiempo que le señalaba la salida.
Azlan tomó el pasillo que conducía al terreno de juego concentrado en contar las cuerdas de su raqueta. Tras él, Reverdy silbaba, relajado. De repente se detuvo para escuchar con más atención el ruido de fondo que procedía de la sala. El joven también lo había oído. Cuando entraron, Reverdy no pudo ocultar su sorpresa.
—Pero ¿qué es esto?
***
La gradería estaba llena de espectadores. Abarrotada. Todos eran loreneses. Allí estaba Leopoldo, con el conde de Carlingford, al lado de Nicolas y de Rosa, así como toda la corte del ducado, la guardia, los criados y los cocheros del séquito. El cirujano había logrado reunir incluso a los loreneses de París.
Azlan fue a saludar al duque, que estaba radiante y encantado de mostrar la solidaridad y la fidelidad de sus súbditos en el corazón de la ciudad de Luis XIV. Los escasos espectadores franceses se habían esfumado o no habían podido entrar por falta de asientos. La multitud era ruidosa, alegre, colorida y deseaba asestar un buen golpe por mediación de Azlan al reino que tanto tiempo los había oprimido. Alexandre Masson llamó a ambos jugadores al centro del terreno. Sostenía en la mano una raqueta que conservaría a lo largo de todo el partido para protegerse de los posibles pelotazos.
—¿Liso o nudo? —preguntó a Azlan.
El lorenés indicó el lado liso de la raqueta.
—Liso.
El árbitro la lanzó al aire e inspeccionó el lado del que había caído.
—Nudo —dijo—. El partido es al vencedor de seis juegos. El señor Reverdy tiene el primer servicio. ¿Deseáis darle una ventaja a vuestro adversario?
Hyacinthe no podía negarse a aceptar la costumbre que decía que un jugador de menor habilidad debía contar con algunos puntos de ventaja para equilibrar un partido.
—Propongo quince en cada juego y ventaja.
—Eso consiste en anotarse un punto perdido en cualquier momento del partido —explicó Nicolas a Sébastien Maroiscy, su editor, que había querido estar presente para animarlos pero que jamás había puesto los pies en una sala de juego de pelota.
—Podéis guardároslos —respondió Azlan—, no deseo la menor ventaja. Os venceré en estricta igualdad.
Su respuesta fue saludada con los gritos de ánimo de los espectadores. Reverdy sonrió para fingir tranquilidad. En su fuero interno, sin embargo, maldecía tener que enfrentarse a un entorno hostil en su propio feudo.
—Como gustéis —dijo.
Se posicionó al fondo para servir, mientras Azlan se dirigía al otro lado para recibir el lanzamiento.
El francés ganó fácilmente el primer punto, pues cuando Azlan devolvió el servicio la pelota salió de los límites de la pista.
—Quince a cero —anunció Masson, y trazó una marca de tiza sobre la baldosa a sus pies.
El segundo punto fue más reñido. Azlan trató de devolver los golpes de revés, y luego se volvió súbitamente y golpeó la pelota en diagonal con un derechazo. Reverdy no trató de llegar a la pelota. El público gritó de alegría como si ya hubieran ganado el partido.
—¡Quince a uno! —gritó el árbitro para indicar el empate.
«Lo ha hecho a propósito —pensó Azlan—. No ha jugado el punto para obtener un handicap».
Al poco confirmó sus temores. El francés ganó con facilidad los tres puntos.
—Un juego a cero para el señor Reverdy —exclamó Alexandre Masson.
Con ayuda de su raqueta, alzó la red para que ambos jugadores cambiaran de campo. Desde la gradería, los loreneses animaban a Azlan tan ruidosamente que nadie oyó al árbitro anunciar que el francés había ganado el siguiente juego. En el segundo punto, Hyacinthe de nuevo dejó pasar una pelota que hubiera podido devolver, cosa que irritó a Azlan. El hombre, seguro de sí mismo, ganaba o perdía los puntos a su conveniencia. De pie junto a la puerta del fondo de la pista, Masson trataba de conservar la fría neutralidad del juez árbitro. Maldecía haber caído en la trampa de Reverdy y quería gritarle a Azlan que cambiara de táctica. Cuanto más lo provocaba el francés, más aumentaba el muchacho la fuerza de sus golpes, y cada vez el primero se la devolvía con mayor potencia y acababa por obligarlo a cometer falta.
—Tres juegos a cero —anunció cuando los dos hombres volvían a cambiar de campo.
Hyacinthe hizo que le trajeran algo de beber y uno de los dos muchachos le llevó vino, mientras Azlan fue a buscar el apoyo de los espectadores cuyas muestras de ánimo no habían cesado. El duque se aproximó a él.
—Nada es definitivo. Cada punto es una batalla. Sé poco del juego de pelota, pero tengo experiencia en estrategia militar. No tratéis de jugar los golpes más fuertes, Azlan, en eso siempre os ganará ese hombre. Buscad su punto débil y a por él. Pase lo que pase, este partido ya lo hemos ganado, lo ha ganado Lorena —añadió Leopoldo a la par que le mostraba la sala rendida a su causa.
La frase lo serenó. No tenía nada que perder, pero sí su antiguo profesor. Vio cómo bebía un último trago de vino y regresaba a la pista sin prisas. En lugar de disparar su servicio golpeando de arriba abajo, Azlan sirvió la pelota de abajo hacia arriba, como habría hecho un principiante. La pelota, sin demasiada fuerza, obligó a su adversario a acercarse a la red y a agacharse para recogerla, y el lorenés aprovechó para devolverla de volea y enviarla lejos del alcance de Reverdy. La ovación de la gradería provocó una sonrisa del francés. Hizo un signo a Azlan de que no se dejaría sorprender de nuevo con ese truco. Y, sin embargo, sucedió. Los puntos siguientes fueron intercambios de efectos trabajados. Las pelotas rozaron la cuerda y se estrellaron en la red una vez de cada lado.
—El resto pierde. Juego para el servicio —declaró el árbitro antes de garabatear algo en el suelo.
Con el anuncio del primer juego ganado, la alegría de los loreneses se transformó en euforia. Dos gentilhombres descendieron al terreno de juego a felicitar a Azlan como si hubiera ganado el partido.
Había decidido no volver a intentar jugadas ganadoras de forma directa. Se aplicaba en colocar la pelota dentro del límite de la pista, a veces con gesto vigoroso, a veces más suavemente, sin permitir que le dictaran el juego. Sabía que se cansaría antes que Reverdy, cuya superioridad técnica le permitía reservarse, pero Azlan se sentía capaz de jugar cada punto como si defendiera su vida. Tenía la impresión de nutrirse de la energía de cada uno de los ánimos que recibía.
El combate ganó en intensidad. Azlan rompió el servicio del francés, que acumuló varias faltas directas, y logró remontar la ventaja.
—¡Empate a seis juegos! —anunció Alexandre Masson con énfasis.
Cada punto, cada pelota jugada, provocaba gritos de alegría o de rabia.
La tensión era palpable tanto en la gradería como en la pista. Reverdy efectuaba unas pausas cada vez más largas durante las cuales Azlan se negaba a sentarse y recorría el terreno de juego arriba y abajo, con la vista al frente, la mirada fija en su raqueta o hacia sus amigos. Jamás había sentido semejante comunión, tal deseo compartido de triunfo. Estaba a punto de conseguirlo y no quería sucumbir.
El francés ya no sabía cómo escapar del lorenés. A cada cambio de táctica, Azlan hacía lo mismo. Reverdy ya no alcanzaba a anticipar los golpes de su adversario. Sabía por experiencia que el estado de gracia de un jugador no duraba todo un partido y se atrincheró al fondo de la pista, arriesgando lo menos posible a la espera de que la situación diera un vuelco. El joven lorenés no podría aguantar ese ritmo mucho tiempo sin comer ni beber.
—¡Empate a ocho juegos!
Rosa se había sentado. Hacía una hora y media que había comenzado el partido y en la gradería el calor era asfixiante. Los demás permanecían todos de pie, pataleando durante las jugadas, acompañando los gestos de Azlan, aplaudiendo, gritando, maldiciendo a veces para luego excusarse con sus vecinos. Incluso los dos músicos que el duque había llevado consigo hacía ya rato que no tocaban, cautivados por el partido. Nicolas no apartaba la vista de Azlan y este buscaba su apoyo con la mirada en cada cambio de campo. A su izquierda, Leopoldo se inclinaba de vez en cuando hacia él, exaltado por la batalla pacífica en la que todos tenían la sensación de estar participando: el joven aficionado contra el gran jugador de pelota, el pequeño Estado contra el gran reino. «Si gana, le daremos una recompensa de mil francos», dijo cuando Azlan recuperó el servicio. Al alcanzar el empate a seis, el duque se había animado: «¡Si gana, le pondremos su nombre a una calle!», lo que suscitó el asentimiento de Carlingford, más dispuesto a hacer ese tipo de obsequio sin coste para la hacienda ducal. Cuando Azlan alcanzó el resultado de nueve juegos a ocho, Leopoldo cerró los ojos y pidió a Dios que acudiera en su ayuda para asestar el golpe final. Se dejó llevar por sus vecinos en un ambiente indescriptible.
—¡Ya es suyo! ¡Ya es suyo! —exclamó Carlingford—. Va a sacar y ganará el partido.
«Si gana, le daré un marquesado», decidió el duque en el momento en que Azlan lanzaba la pelota.
***
En la sala de los jugadores, el fuego de la chimenea se había convertido en brasas anaranjadas. Nicolas le dio una fricción en la espalda a Azlan con una toalla caliente que había impregnado de aceite de masaje. Ambos amigos estaban silenciosos. En cuanto acabó, la echó alrededor de la nuca del joven y se sentó a su lado. Azlan la desplegó y se cubrió la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué han hecho eso?
—Razón de Estado, supongo.
En el momento en que se disponía a lanzar la pelota y ganar el partido, un grupo de soldados de la guardia real, a las órdenes de un oficial, invadió el terreno de juego e interrumpió el partido.
—Por orden del rey —indicó el capitán—. Para garantizar la seguridad de los presentes.
Leopoldo se presentó de inmediato ante el oficial y le ordenó que dejara terminar el juego, pues no contravenía ninguna ley ni moral del reino. Sin embargo, la noticia del carácter simbólico y político del partido llegó rápidamente a la corte, y el rey, en plena sesión con sus ministros, fue informado de la misma. El gran chambelán propuso interrumpir el partido con el pretexto de la insalubridad de la sala para evitar cualquier incidente diplomático con el ducado. A pesar de las protestas de los loreneses, los soldados impidieron que el partido prosiguiera y escoltaron a Reverdy, feliz de salir bien librado, hasta su domicilio.
—Iba a ganar. Seguro que no habría perdido ese punto. Ese no. Jamás.
—Lo sé. Todos lo sabemos. Para nosotros, eres el vencedor.
Se puso en pie y arrojó la toalla.
—Para mí no. Me ha robado la victoria. Me ha robado.
Se puso la camisa y la abotonó despacio. Su mente aún estaba en la pista de juego.
—Si hubieran entrado un minuto más tarde, habría ganado. ¿Te das cuenta?
—No lo creas, Azlan. Esperaban fuera, uno de los nuestros los vio. Si el francés hubiera tenido oportunidad de ganar, no habrían intervenido.
—Es… —empezó, sin dar con una palabra suficientemente dura para calificar lo que sentía.
—Es política —concluyó Nicolas, y le tendió su chaqueta—. Venga, nos vamos.
Guardó sus cosas de cualquier manera en una bolsa.
—Había cincuenta —dijo mientras arrojaba las pelotas sobre sus ropas húmedas.
—¿De qué estás hablando?
—De las cuerdas de mi raqueta. Dieciocho verticales y treinta y dos horizontales. Lo sé, las he contado en cada pausa. Fue una idea del señor Masson para no perder la concentración. Cincuenta. Una más que los puntos que he ganado. Jamás olvidaré esa cifra.