Capítulo 12

Nancy, del 11 de noviembre a diciembre de 1698

El dolor que taladraba su cráneo le hizo abrir los ojos a pesar de la gravidez que lo atraía hacia los limbos. La luz acrecentó su migraña. Azlan emitió un sonido entre el gruñido y el gemido y cubrió su cabeza con las sábanas. Así protegido, consiguió mantener los ojos abiertos tras varias tentativas en las que parecía que le clavaran dagas en las órbitas. Sus oídos silbaban aún más que los cohetes de los fuegos artificiales y la cabeza le daba tantas vueltas como la vez en que Babik lo llevó a pescar al Danubio un día de tormenta.

Tras unos segundos en blanco, recordó la velada. La última imagen era del asiento tapizado de cuero de la carroza. Tuvo que rendirse a la evidencia: el día de la liberación del ducado había sido también el de su primera borrachera. Se consoló pensando que aquella mañana de noviembre probablemente no era el único en ese estado. La campana de Saint-Epvre dio ocho campanadas con una violencia que no conocía. Necesitó varios segundos antes de darse cuenta de que se había retrasado y que las consultas habrían comenzado sin él en Saint-Charles. Nicolas y François se burlarían de él. Sobre todo el Erizo Blanco, que no desaprovechaba una ocasión para importunarlo desde que discutieron. Al pensar en ello, se incorporó de golpe y sintió unas fuertes náuseas que le costó controlar. «No lo voy a conseguir —murmuró para sus adentros—. Admiro a Germain y su capacidad de recuperación».

Azlan recordó las decocciones benéficas que Nicolas le preparaba a Ribes de Jouan las mañanas de resaca en Hungría.

—Llevaban sauce y ¿qué más? —murmuró.

La habitación de su amigo se hallaba en el mismo piso que la suya, a una distancia nimia para un hombre en ayunas. Allí podría hallar con qué aliviar su mal. Tomando infinitas precauciones, logró vestirse con un pantalón y una camisa y llegó hasta el umbral. Se agarró al pestillo a la espera de que las olas que lo zarandeaban de izquierda a derecha acabaran por estabilizarse y abrió la puerta. Recorrió el pasillo arrastrando los pies sobre el suelo de madera, pegado contra la pared, y se alegró de no encontrarse con nadie. Por cautela, llamó a la puerta de Nicolas, aguardó una respuesta que no se produjo y entró.

La luz del día, tamizada por las cortinas cerradas, iluminaba lo bastante la habitación sin necesidad de abrirlas y creaba un ambiente de claroscuro apropiado para su cefalea. Vio la maleta grande del cirujano, la abrió y extrajo sus obras de cirugía en busca del diccionario Chomel. El libro se hallaba en la base de una de las pilas de la maleta. Guardó los otros volúmenes y se aproximó a regañadientes al rayo de luz vertical que entraba por la ventana. Halló la respuesta en la página 159 y la leyó justo antes de ser presa de un vértigo aún más fuerte. Se sentó tan rápido como le fue posible en el borde de la cama, cubierta con un enorme edredón. Contrariamente a lo que esperaba, el contacto fue duro. El bulto sobre el que acababa de sentarse se movió y un chillido femenino desgarró el silencio. Azlan gritó a su vez, se puso en pie de un salto, abrió las dos cortinas en un movimiento reflejo y se volvió.

—Pero ¿qué hacéis vos ahí? —dijo Rosa, que se había sentado y cubría su desnudez con las sábanas.

—¿Y vos? —preguntó Azlan, cuyo corazón había dado un brinco y los latidos resonaban en sus tímpanos.

—¿Azlan? —preguntó Nicolas, que acababa de despertarse y asomaba entre las sábanas.

—He venido a por… —comenzó el muchacho, pero no pudo terminar su frase y se volvió para vomitar por la ventana abierta.

Nicolas se levantó para ayudarlo, pero Azlan le hizo una señal de que se encontraba bien. El joven había perdido en la aventura el botón de sus pantalones. Con una mano se los sujetaba y con la otra se sostenía la frente dolorida.

—Siento haberos asustado —dijo antes de dirigirse de espaldas hacia la puerta—. Y estoy muy contento por los dos.

—Tu reacción habría podido hacernos presagiar lo contrario —dijo Nicolas mientras se acercaba a él.

—Es el vino de anoche, pero ahora ya me encuentro mejor —respondió, liberado provisionalmente de las náuseas—. Quedaos ahí, quedaos los dos, yo me ocuparé del trabajo en el hospital.

—¿No quieres que te cure?

—No… Quedaos juntos, sobre todo, ¡es lo que más deseo! Por favor…

Salió antes de que su amigo fuera en su ayuda. Nicolas se acurrucó contra Rosa y le acarició el rostro y luego el cuello.

—¿Cómo os sentís esta mañana?

—Viva, muy viva —murmuró ella con su voz grave.

Él le besó la cicatriz.

—Me siento bella, gracias a vos —le susurró al oído antes de besarle la oreja.

Un ruido sordo llegó hasta ellos.

—Azlan… —musitó Nicolas con una mueca.

—¡No pasa nada! —gritó el chico desde su habitación—. Solo me he caído, y todo va bien.

—Pobre —dijo Rosa al tiempo que acariciaba los cabellos de Nicolas—. ¡Y antes ya le habían golpeado en la cara en el partido de pelota!

—¿En el partido de pelota? —preguntó él, intrigado. Se incorporó y se apoyó en los codos.

Ella le relató el incidente con el jugador español. La anécdota divirtió mucho a Nicolas.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Rosa, y dibujó el contorno de los labios de Nicolas con su dedo—. ¿Qué es lo que ambos me ocultáis?

—Puedo decíroslo sin menoscabo para él. ¡Nuestro Azlan es todo un gentilhombre!

—Explicádmelo —lo acució ella antes de poner la cabeza sobre el vientre de su amante.

El día de su partido contra el español, Azlan fue a Saint-Charles para que Nicolas lo curara.

—Tenía el labio partido y el arco superciliar abierto —explicó mientras acariciaba el cabello de Rosa—. Se lo cosí y le puse un ungüento cicatrizante. Pero no lo había herido su adversario, ni siquiera una pelota.

—¿No? ¿Qué sucedió?

—Una pelea con su profesor de pelota, Hyacinthe Reverdy.

Rosa se sentó frente a Nicolas con aire incrédulo.

—¿Reverdy? ¿Y por qué haría algo semejante?

—Querréis decir por quién —dijo Nicolas antes de besarla en los labios—. Por vos, amor mío.

—¿Por mí?

—A Azlan no le gustaba la manera en que el hombre os perseguía. Me dijo que su cortejo grosero era una falta de respeto hacia vos.

—Es cierto que no es persona que se distinga por su elegancia e ingenio, pero desde un primer momento le indiqué hasta dónde podía llegar.

—Reverdy cometió el error de hablar con él para averiguar cómo ganarse vuestro corazón. Y lo que se ganó fue un puñetazo en la mandíbula.

—Así que llegaron a las manos… Mi pequeño Azlan, y ni siquiera se atrevió a explicármelo —dijo mientras abrazaba a Nicolas.

—Por orgullo, imagino.

—En cualquier caso, no volverá a suceder. El señor Reverdy ha regresado a París. De ello hace ya dos semanas, pretextó un asunto de gran importancia y le pagué sus honorarios.

Rosa se estremeció. Se inclinó hacia el suelo para recuperar una prenda de vestir. Nicolas aprovechó para besarle la espalda.

—Vuestra piel es una seda perfecta, Rosa.

—Oíroslo decir es una felicidad inagotable —respondió al tiempo que se incorporaba.

Ella le mostró una tela blanca.

—¿Permitís que coja vuestra camisa?

Por toda respuesta, él la besó en la boca. Ella se la puso sin desabotonarla.

—¿Permitís que me quede con ella?

Otro beso.

—Os la doy si me permitís quitárosla.

—Necesito sentiros sobre mi seda incluso cuando estéis ausente, amor mío —dijo ella. Puso las manos sobre el rostro de su amante y sumergió su mirada en la de él.

El fuerte ruido de los cascos sobre los adoquines llegó hasta ellos por la ventana abierta. Claude conducía a Azlan al hospital Saint-Charles.

—El día de hoy nos pertenece —añadió él, y sumergió sus ojos en los iris de ella.

—El futuro nos pertenece —corrigió ella, y acto seguido lo empujó y se tendió sobre él.

***

Al día siguiente Nicolas retomó las consultas en Saint-Charles. El establecimiento estaba a rebosar debido a la llegada de los accidentados en el curso de la fiesta. Numerosos esguinces, luxaciones y fracturas favorecidos por el alcohol y la noche, así como heridas de arma blanca o de bala, principalmente accidentes o peleas de borrachos. Los cirujanos no daban abasto, y más aún dado que tres de los obreros que desmontaban el arco de triunfo de la explanada se habían caído desde lo alto del andamio. Tras inmovilizar las diversas fracturas y limpiar y suturar las heridas, instalaron a los heridos en una de las habitaciones de la primera planta donde se habían dispuesto unos jergones.

—¡Pondremos el cartel de «completo»! —dijo François mientras se lavaba las manos en la palangana prevista a tal efecto.

Hizo una mueca de asco al ver que el líquido era muy turbio.

—¿Quién tenía que cambiar el agua?

—Yo, lo siento, no me ha dado tiempo —respondió Azlan—. He tenido que ocuparme de todos los vendajes y de todos los informes del médico.

—Ya puede ir aprendiendo a apañárselas solo —refunfuñó el Erizo Blanco—. ¡No somos sus lacayos!

—Prefiero que sigamos ocupándonos de esa tarea —respondió Nicolas, que acababa de entrar en la cocina.

Se arremangó y sumergió las manos en la palangana.

—De lo contrario, el doctor Bagard estará muy contento de poder redactarlos en latín. ¿Desde cuándo utilizamos agua del pantano para limpiarnos? —dijo, y se secó las manos con un paño limpio que colgaba junto a la chimenea.

—Es culpa mía —repitió Azlan—. Iré al pozo a por agua.

—No damos abasto, Nicolas —explicó François—. Hay demasiada actividad para nosotros solos.

—Lo sé, y los otros hospitales también están desbordados. La llegada masiva de los exiliados y de los trabajadores no nos ayuda en la tarea. Iré a ver al duque para abogar por nuestra causa, necesitamos más brazos.

—Y material —añadió François.

—Y medicinas —agregó Azlan.

—Y locales… —concluyó Nicolas—. No es seguro que lo consigamos, pero no se reconstruye un Estado sin unos buenos cimientos.

La campanilla instalada encima de la puerta tintineó.

—Detesto ese cacharro —se irritó François—. Desde que lo instalaron, tengo la impresión de ser un cochero que debe preparar los caballos.

—Las monjas no paraban de ir y venir para avisarnos de la llegada de nuevos pacientes. Para ellas es una mejora.

—Pero yo prefería ver llegar a la hermana Catherine y que nos explicara los síntomas a su manera, aconsejándonos que nos apresuráramos cuando los casos eran desesperados. Y cuando remataba su frase santiguándose, creedme, ¡había que correr! Y ahora suena una campana…

—Es el progreso —insinuó Azlan.

—Ya verás qué hago yo con su progreso —dijo François al tiempo que simulaba usar unas tijeras.

—Quedaos aquí. Iré yo —señaló Nicolas.

—Te acompaño —respondió el joven.

Unos días antes, una monja que acababa de sumarse a la congregación confundió a Azlan con un herido y eso lo ofendió. Sus heridas habían cicatrizado completamente y ya no había hinchazón. Solo el color amarillento recordaba que los tejidos del rostro habían estado tumefactos.

La llamada se debía a un paciente que había ingresado inconsciente la noche de la fiesta, dos días antes.

—Un cultrívoro —comentó Nicolas cuando llegaron a la sala más grande, en la que había diez camas, todas ocupadas.

—¿Un cultrívoro? ¿Qué es?

—Se ha tragado un cuchillo —respondió la monja que los acompañaba.

—¿Un cuchillo?

—De tres pulgadas de longitud —precisó el cirujano.

El hombre era un farandulero que había aprovechado las fiestas para ofrecer un espectáculo en la plaza de la colegiata de Saint-Georges. Tras hacer malabarismos con cuchillos, se tragó uno entero. Los primeros espectadores, impresionados, aplaudieron a rabiar y le dieron muchas monedas. Envalentonado, el artista repitió el número dos veces más. En el último intento, los espectadores, menos atentos y más ebrios, lo acusaron de hacer trampas y uno de ellos, un guarnicionero de la ciudad nueva, le sostuvo las manos a la espalda para comprobar que no hacía ningún truco, mientras su compadre le metía la hoja del cuchillo en la boca.

—¿Y qué? Ya lo había hecho dos veces…

—Pero era una ilusión, un truco de prestidigitación —explicó Nicolas—. El último se lo tragó de verdad. Para él fue algo novedoso.

El paciente estaba tumbado de costado.

—Me duele el vientre, haced algo —gimió.

Desde el accidente, vomitaba todas las comidas y tenía náuseas. El objeto estaba atrapado entre el esófago y el estómago. El hombre sintió una arcada y escupió unas serosidades rojizas y volvió a gemir a cada inspiración.

—Se está debilitando mucho —advirtió la monja.

—¿Podéis ir a buscarme aceite de almendra dulce? —preguntó Nicolas.

Del candelabro más cercano, cogió una vela delgada y la apagó.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Azlan.

—¿Recuerdas a aquel oficial austríaco en Timisoara?

—¿El que cantaba arias de ópera?

—Tenía por costumbre limpiarse la lengua rascándosela con un tenedor, hasta el día que se lo tragó.

—¡Sí, lo recuerdo! Lo sorprendió un cañonazo. Parecía que el cubierto saldría por arriba, pero no fue así.

Nicolas se acercó a su paciente, que los había oído y se agitaba.

—¿Qué vais a intentar? No iréis a abrirme el vientre, ¿verdad?

—No, tranquilizaos. A menos que queráis recuperar el cuchillo hoy mismo.

El hombre esbozó una sonrisa y tragó con dificultad.

—Vamos a empujarlo hasta el estómago para que descienda por la vía natural.

—El austríaco del que hablábamos sufrió un accidente similar —explicó Azlan—. Una vez se lo hubo tragado, el tenedor se abrió camino por sus intestinos y salió por el recto al cabo de unos días.

—¿El recto? ¿Qué es esa salida? ¿El ombligo?

—Nuestro oficial se lo encontró en las heces —prosiguió Nicolas.

—¿Dónde están las heces? —preguntó el farandulero, con los ojos desorbitados.

Nicolas miró a su asistente y dudó en seguir o no sus explicaciones.

—Un gran maestro cirujano solía decir: «La naturaleza hace lentamente y con suavidad lo que no podríamos realizar sin un gran peligro».

—Ah, así que es eso —respondió el enfermo, al que la docta sentencia había tranquilizado a pesar de no haberla comprendido.

Nicolas hizo macerar polvo de jengibre en vino mientras untaba la vela con aceite. El herido bebió con dificultad el brebaje. Azlan hizo que se tumbara del lado derecho y que echara la cabeza hacia atrás tanto como le fuera posible, y se la mantuvo en esa posición utilizando ambas manos como un trépano. François, al que se había llamado como refuerzo, le sostenía los hombros y el tronco.

El nerviosismo se había apoderado del paciente y temblaba.

—No os ocultaré que lo que sucederá a continuación será desagradable —explicó Nicolas—, así que os aconsejo que concentréis vuestros pensamientos en algo que os guste.

—No es difícil —respondió el hombre con voz temblorosa.

—Pensad en vuestra mujer y vuestros hijos —propuso François.

—Imaginad que actuáis ante el duque o el rey de Francia —añadió Azlan.

—Abrid bien la boca —pidió Nicolas—. Intentad no morder la vela. Si se partiera, tendríamos que recuperar dos objetos en lugar de uno.

El hombre sintió una arcada cuando el bastón de cera atravesó la barrera de la campanilla, pero el jengibre hizo su efecto. Nicolas hizo gala de extrema rapidez. En cuanto tocó el cuchillo, lo empujó suavemente hasta sentir el estómago contraerse al paso de la hoja. Una vez retirada la vela, el hombre se estiró boca arriba y aspiró una gran bocanada de aire.

—¡Bravo! —exclamó el cirujano—, sois muy valiente y me habéis ayudado mucho.

Dio instrucciones a la monja: gelatina y huevos al menos durante dos días. Y pocas bebidas.

—En caso de que se produzca una herida en el estómago, no es cuestión de complicarla con líquidos —explicó—. Seguiremos la evolución del objeto.

—¿Y si queda atorado en su órgano?

—En tal caso no habrá más solución que operarlo. Rezad para que eso no suceda —añadió mientras le tendía la vela.

—Lo olvidaba —dijo la monja—. Ha llegado la marquesa de Cornelli y os espera.

—Vete, muchacho, no la hagas esperar —aconsejó François acompañando su frase con un gesto de la mano—. Acabaremos sin ti.

En cuanto Nicolas hubo abandonado la estancia, François se volvió hacia Azlan.

—¿Y tú? ¿Ya no te entrenas para jugar a pelota?

El joven le explicó, con cierta incomodidad, la razón de la marcha de su entrenador.

—¿Y qué más da? ¿Por qué la huida de ese bruto te va a impedir jugar? ¡Vamos, lárgate!

Una vez se quedó solo, el Erizo Blanco elaboró una preparación aceitosa que administró al enfermo con ayuda de una cuchara.

—Ya veis lo útil que es pensar en cosas agradables —dijo François.

—Tenéis razón —respondió el hombre antes de verse interrumpido por una tos seca.

Logró incorporarse sin ser presa de náuseas.

—He pensado en el momento en el que clavaré ese mismo cuchillo en el corazón de mis torturadores. Y eso me ha dado fuerzas. Unas fuerzas infinitas.

***

Nicolas guió a Rosa en la visita de Saint-Charles. El conjunto ocupaba una manzana entera, entre la rue des Artisans y de Saint-François a lo largo, y la rue du Moulin y de Saint-Jean a lo ancho. El arroyo de Saint-Thiébaut dividía el establecimiento en dos partes, la más pequeña de las cuales, en el lado sur, estaba ocupada por las habitaciones reservadas a las monjas. El espacio, de gran superficie, había permitido crear varias salas de curas, una para las operaciones y otra para las enfermedades «secretas». Los pacientes disponían de camas de verdad y de un patio interior donde pasear. Adosado a este había un segundo patio, más pequeño, sombrío y húmedo, que se hallaba junto al curso de agua y se utilizaba como vertedero. La zona de los cirujanos estaba en ese perímetro, lejos del ala principal reservada a la medicina, pero había sido acondicionada con gran funcionalidad por Nicolas y Azlan. Entraron en la sala de los remedios, adonde acababa de ir François. Machacaba en un mortero de mármol una sustancia resinosa.

—Preparo unas bolitas narcolépticas a partir de las adormideras que cogí en primavera —explicó—. Las de flores rojas. Las dejé en infusión en vino blanco para hacer un licor según una receta que solo Nicolas y yo conocemos —añadió con ufano orgullo.

Le mostró el mortero.

—He secado el láudano para obtener esta resina de opio. La haré digerir con vinagre de rosa y añadiré raíz de angélica. Con eso haré unas bolitas que guardaré en ese bote. Otra receta de la casa.

Señaló un jarrón de porcelana blanca con finas decoraciones azules que representaban un paisaje.

—Con una cereza confitada es excelente para el sueño —añadió Nicolas al tiempo que cogía a Rosa por el brazo—. Venid, de lo contrario François os explicará todas las recetas de nuestra farmacopea solo para impresionaros.

Ella le sonrió para darle las gracias y prosiguieron la visita. Rosa se desplazaba con una gracia y una levedad que parecían naturales. Atraía las miradas y la luz. Nicolas estaba orgulloso de la presencia de ella a su lado, del interés que manifestaba por su trabajo y de las preguntas que le planteaba. A pesar de que su relación fuera secreta y Rosa no mostrara sus sentimientos en público, los dos amigos de Nicolas habían comentado el asunto con placer, pues estaban muy contentos por él. Y el secreto había dejado de serlo para muchos, cosa que, a los ojos de algunos, la hacía ser indecorosa. Ella, sin embargo, no prestaba atención a esas cosas.

La marquesa iba casi a diario a Saint-Charles. Habían pasado diez días desde los fuegos artificiales cuando entró en la sala de curas donde Nicolas examinaba la quemadura del artificiero. Waren estaba muy contento: el duque lo había recompensado concediéndole el monopolio de la fabricación de pólvora y salitre.

—Debo ir al palacio ducal a recoger el acta del decreto —precisó al despedirse—. Maese Déruet, señora marquesa, me siento muy feliz porque mis pacíficos cañones han podido bendecir vuestra felicidad.

Una vez hubo salido el irlandés, Nicolas besó la mano a Rosa.

—Dejadme adivinar… ¿Venís a la consulta?

Ella lo abrazó y lo besó apasionadamente.

—No, os añoraba y me sentía celosa del lugar que me roba a mi amado todos los días.

—Podría vernos alguien…

—¿Teméis por vuestra reputación? —bromeó ella.

—A decir verdad, pensaba en vuestra posición social. No soy…

Ella le puso un dedo sobre los labios.

—Chitón… Dejad eso de una vez, sois un hombre de valía y solo me interesa esa valía, la del corazón.

Puso la mano sobre el pecho de Nicolas.

—Quisiera que ese corazón latiera siempre por mí. Siempre.

Su timbre, aún frágil, se quebró.

—No habléis más, debéis hacer que vuestra voz repose si queréis que cure.

Ella asintió. Le dio a beber un vaso de agua en la que había diluido unas gotas de un alcoholado de malva salvaje.

—Me gusta cuando os ocupáis de mí —le murmuró ella al oído antes de mordisquearle la oreja ligeramente—. ¿Cuándo acabáis la visita de los enfermos?

En la cocina se oyó la campana.

—Esperadme aquí —dijo Nicolas tras un último beso.

Volvió unos minutos más tarde acompañado de una madre y su hija.

—Rosa, quería presentaros a una persona a la que quiero mucho y que nos costó unas cuantas noches en vela —declaró mientras alborotaba los cabellos a la pequeña Marie.

La chiquilla hizo un mohín.

—¡Tu cicatriz, lo siento! —se disculpó, y le explicó a Rosa las circunstancias de su milagrosa salvación—. De momento, sin embargo, no ha recuperado el habla. Aún no —concluyó.

La marquesa tomó a la niña de la mano y deshizo el collarín que cubría su cuello.

—Constato que tú y yo tenemos un problema de voz —dijo con dulzura—. Uniremos nuestros esfuerzos para curarnos las dos. ¿Estás de acuerdo?

Marie miró a su madre y luego a Nicolas para preguntarles y aceptó asintiendo con la cabeza.

—Muy bien —prosiguió Rosa—. ¿Confiáis en mí, señora? ¿Aceptáis que me ocupe de vuestra hija?

La mujer, impresionada, se deshizo en agradecimientos.

—¿Cómo pensáis hacerlo? —preguntó Nicolas, intrigado.

Rosa había recurrido a los servicios del maestro de canto que acababa de ser nombrado en la casa del duque y cuya llegada se esperaba, procedente de Roma.

—Aprenderé de nuevo a utilizar mi voz gracias a sus lecciones, y pienso que Marie también podría intentarlo.

La chiquilla dio palmas y emitió un gruñido gutural. Su madre volvió a darle las gracias a Rosa sin atreverse a mirarla a la cara y se marchó enseguida.

Por la noche, como tenían por costumbre, cenaron en su dormitorio, sentados en la cama. La opulencia del palacete de Rosa, las inmensas estancias de delicados dorados, los criados atentos al menor detalle y todo ese lujo lo incomodaban.

—He vivido en chozas o habitaciones sin calefacción desde que me acuerdo —le había confiado él a su llegada.

—Ya veréis, uno se acostumbra a ello más rápido que a la pobreza —le respondió ella.

Sin embargo, las reticencias de Nicolas no habían disminuido. Se negaba a que otra persona cocinara para él, se ocupara del fuego o le lavara la ropa. Era una manera de conservar su independencia que a Rosa le gustaba. Estaba convencida de que con el tiempo acabaría por aceptar ese modo de vida. Sin embargo, le gustaban esos picnics en la habitación y las atenciones de Nicolas hacia ella.

Abrió la boca y tragó cerrando los ojos el pedazo de pan que él había mojado en un caldo de gallina. Rosa apreciaba el aspecto sensual de que su amante le diera de comer, aunque los platos que le preparaba no fueran refinados como los del cocinero que trabajaba para los Cornelli.

—Quería daros las gracias por lo que le habéis propuesto a la pequeña Marie —dijo tras besarla—. Ni su madre ni nuestro hospital podrían haberse permitido ese gasto.

—¿Creéis que eso la ayudará?

—Pues no había pensado en ello, pero es la última esperanza que nos queda. En ella todo es funcional, pero los golpes que su padre le propinó eliminaron el habla, como si Marie acabara de nacer.

Rosa sujetó un trozo de manzana entre los dientes y lo depositó en la boca de Nicolas, mientras lo besaba lánguidamente. Se sentó y suspiró de placer.

—Quisiera ayudaros, amor mío, ayudar al hospital.

—¿De qué forma? —preguntó mientras retiraba la bandeja de comida de la cama.

—Me habéis dicho que necesitabais material y espacio, y quisiera hacer un donativo. Así podríais comprar el terreno contiguo y construir un edificio más acorde a su función.

—Vuestra proposición me conmueve, Rosa…

—En tal caso ¡decid que sí!

La abrazó y sintió los escalofríos que recorrían la piel de su amada.

—… pero no puedo aceptar.

—¿Por qué?

Nicolas la besó en el cuello y le acarició el cabello.

—Por nosotros dos —respondió con dulzura.

Ella se volvió para mirarlo a la cara.

—¿Eso significa que si no fuéramos íntimos habríais aceptado?

—Sí, sin duda —confesó él—. Entenderéis que no deseo parecer alguien que se aprovecha de la situación para abusar de vuestros sentimientos y de vuestra fortuna.

—Pero ¡el dinero es mío y hago con él lo que quiero! El marqués murió y me lo dejó todo en herencia, no perjudico a nadie —se indignó ella.

La imagen del coronel lorenés agonizando en sus brazos le vino a la memoria.

—Sé qué estáis pensando —prosiguió ella—, pero hicisteis lo que estaba en vuestras manos para salvarlo. Y sabéis igual que yo que en vida no fue un santo varón. Por lo menos, una vez muerto hará el bien al prójimo. ¿Os parezco ruda, tal vez? —añadió al ver que él fruncía ligeramente el ceño.

—¿Qué pasó con él? Os conozco bastante y sois la persona más dulce del mundo.

Rosa se tumbó de lado. Nicolas la imitó, frente a ella, tomó sus manos entre las suyas y las puso sobre su cuerpo. Sus miradas se fundieron y la de Rosa se llenó de una pesadumbre salada cuyas gotas rodaron por su rostro. Susurró. El marqués, conocido por su brutalidad, la forzó la noche de bodas. Rosa, que reclamaba que la cortejara respetuosamente, se negó a entregarse a él como una esposa sumisa.

—Era una noche de luna llena. Me obligó a tumbarme y me agarró por las muñecas antes de echarse sobre mí. Me ordenó que cerrara los ojos y me negué a ello. Me golpeó varias veces para que cediera. Mi mirada lo culpabilizaba. No me rendí. Así que desplegó sus instintos más viles, me… me penetró y sentí cómo mi virginidad huía chorreando por mis muslos. Sentía dolor y tenía miedo, pero no era cuestión de mostrárselo. Veía el astro anaranjado mirarme por la ventana, redondo, ultrajantemente redondo, indiferente a mis gritos que marcaban cada uno de sus asaltos.

Se detuvo para que no la invadiera una marea de emociones. Nicolas la abrazó aún más fuerte, la besó en el rostro, secó sus lágrimas y la envolvió con su cuerpo. Permanecieron un momento en silencio.

—Desde entonces no soporto la luna llena —continuó Rosa—. Para mí es cómplice de ese hombre, ese héroe de la nobleza lorenesa, muerto en el campo de honor y de quien hoy todos admiran su coraje. Ya veis, amor mío, ahora lo sabéis todo acerca de mí. Y comprenderéis por qué no considero que esa fortuna sea usurpada. Entre los dos, cada uno con sus armas, haremos el bien, Nicolas.

***

La duquesa se cosquilleó la frente con la pluma de oca que utilizaba para escribir, como hacía siempre que buscaba una palabra o una idea. La carta, la primera que enviaba a su madre, la Princesa Palatina, era una descripción del viaje hasta Nancy y de su llegada triunfal. Le quedaba solo concluirla. Mojó la punta en el tintero y la hizo rechinar sobre el papel.

Vos que solíais decirme que la felicidad radica en buena medida en nuestra imaginación, no tengáis miedo alguno, querida madre, pues seré feliz en este pequeño ducado donde he hallado un marido amante y respetuoso. Los loreneses me parecen súbditos bastante agradecidos y fieles. Su entusiasmo nos ha hecho saltar las lágrimas en varias ocasiones. Los festejos han terminado ya y podremos ocuparnos de gobernar el palacio como es debido. La abundancia de celebraciones, sin embargo, ha afectado a la salud de vuestro yerno, que esta mañana sufría el tormento de un ataque de hemorroides. Le he aconsejado la piedra de Portugal, que tan bien me fue en su momento, y espero que se habrá restablecido para su viaje a Pont-à-Mousson. No quiero anticiparme a los acontecimientos y os tendré al corriente de su curación.

Leopoldo se hallaba tumbado boca abajo en una cama que había hecho instalar en su despacho del palacio ducal. Un biombo ocultaba la mitad del lecho.

—¿Y bien? —preguntó al tiempo que se volvía hacia el conde de Carlingford.

—Jean-Léonard Bourcier ha releído el texto y no lo ha corregido. Una vez firmado, podremos hacer pública la noticia mañana mismo —respondió el conde antes de levantarse de la mesa para llevarle un pergamino.

El duque asió el decreto por el que se obligaba a declarar el trigo a los propietarios del mismo y lo ojeó. De repente se detuvo.

—¡Ay! ¡Estaos quieto, me hacéis daño! —gritó.

Jean-Baptiste Alliot, su médico personal, apareció por encima del biombo.

—¿Vuestra alteza podría agacharse? En estas condiciones me es imposible ser eficaz. El señor Cornuet de Belleville os lo confirmará.

La cabeza del primer cirujano de Leopoldo apareció junto a la de su médico.

—Es cierto, alteza, y hacer una intervención en estas condiciones es peligroso.

Sobresaliendo por encima del biombo, los dos hombres parecían marionetas en un teatro, y eso divirtió a Carlingford.

—El tumor que tenéis junto al ano es más pequeño que esta mañana —declaró Alliot.

—Y la sangre de vuestra alteza es menos melancólica —confirmó Cornuet de Belleville.

—En ese caso ¡explicadme por qué aún me es imposible sentarme o andar sin tener la impresión de haber recibido una bala en las posaderas! —objetó Leopoldo.

—El tratamiento con sanguijuelas requiere cierto tiempo —respondió el cirujano a la vez que le mostraba un bote lleno de esos animales—. Y los bichos hoy no están muy voraces.

El duque se incorporó y se colocó en la posición que le habían indicado.

—Muy bien, señores. Disponéis de diez minutos para que vuestras ayudantes recuperen el apetito. El ducado no puede esperar.

Carlingford ahogó discretamente la risa ante el inesperado espectáculo de dos hombres inclinados sobre el trasero ducal, tratando de acelerar con ayuda de los parásitos la perforación de la vena obstruida por un coágulo. Volvió a sentarse a la mesa y consultó la lista de los asuntos del día. La repoblación de Lorena, la reconstitución de las comarcas, la reorganización de las Cámaras, el equipamiento de la policía y el ejército, la reglamentación de la justicia, la legislación de la vida cotidiana, los mercados, los molinos, el alumbrado, las carreteras, la leña para las calefacciones, todo el comercio, la ayuda a los pobres, a los huérfanos y a los enfermos y, sobre todo, los medios para percibir las finanzas que harían posible todo lo demás.

Una vez los médicos se hubieron marchado, el duque recuperó su posición horizontal y suspiró.

—Tendría que haber avisado a maese Déruet. Por lo menos a estas alturas ya estaría curado…

—¿Queréis que lo haga llamar?

—¡Mañana, si esos bichos no han hecho efecto! ¿Dónde nos habíamos quedado?

El temor a la hambruna había llevado a Carlingford a dictar decretos muy estrictos para evitar la exportación de los productos de primera necesidad. Las leyes y las amenazas habían tenido escaso efecto sobre los comerciantes, que se habían manifestado en las calles de Nancy.

—Incluso castigamos para que sirviera de ejemplo a un propietario al que detuvimos en la frontera con sacos de trigo, un tal Malthus. Pero de nada ha servido y algunos prefieren acumular sus productos antes que vendérselos al pueblo. Con este decreto, estarán obligados a declarar sus productos semanalmente.

—Acabarán por claudicar. Dádmelo, lo firmaré.

—Os lo llevo, alteza.

—No, no es cuestión de tratar los asuntos de Estado tumbado como un sibarita. ¡Y dejad de llamarme «alteza», excelencia!

Leopoldo se puso en pie con muecas de dolor y se dirigió caminando con pequeños pasos hasta la mesa de despacho. Firmó el texto de pie.

—Liberad a ese Malthus y enviadlo como arrepentido por todas las comarcas a llevar la buena nueva y recordar el imperio de la ley.

La duquesa entró en la habitación para preocuparse por la salud de su marido y anunciarle la llegada del arquitecto encargado de la decoración de sus apartamentos. Insistió para que Leopoldo se reuniera con él y diera su opinión sobre las obras propuestas.

—Estoy trabajando con el conde, ya me explicaréis lo que decidáis —le dijo, pues el dolor le provocaba una rigidez poco habitual en él.

—Pero es muy importante, Leopoldo. Nuestro palacio recibirá la visita de reyes y reinas, de soberanos de toda Europa, y todo debe tener un fasto a la altura de nuestros invitados. La reforma de este edificio es una prioridad —concluyó Isabel Carlota con la autoridad que siempre había visto en su madre y que muy a menudo había sufrido.

—Iré, dejadme solo el tiempo de firmar los decretos más urgentes y estaré con vos y vuestro decorador —respondió Leopoldo sin atreverse a moverse por miedo a despertar de nuevo el dolor.

—Ha trabajado para los palacios del Milanesado, ¿os dais cuenta? —insistió ella—. Para nosotros es una suerte inmensa que acepte dirigir las obras, eso no tiene precio.

En cuanto la duquesa se hubo marchado, Leopoldo se volvió hacia Carlingford.

—¿Podremos vender cargos suplementarios? ¿Conceder más títulos?

—Eso no bastará. Necesitaremos un impuesto suplementario al del derecho de bienaventurada ascensión al trono —respondió el conde—. Por decisión vuestra, acabamos de reembolsar catorce mil libras de ese derecho a los habitantes de Nancy.

—Han gastado mucho más en los festejos, es mera cuestión de justicia. Pensad en otros diezmos, aumentad los impuestos de los sellos, o los de circulación en las postas a los caballos y las chalanas. Algo encontraréis.

Leopoldo se aproximó lentamente a la ventana que daba al patio interior. Decenas de criados iban y venían cargados con el mobiliario de la familia ducal, formando una diagonal rectilínea de la que emergían las formas rectas de baúles, mesas, sillas, camas y canapés transportados hacia los apartamentos situados en las plantas del palacio. La duquesa, acompañada de la señora De Lillebonne, pasó junto a la hilera de criados y enfiló la gran escalera redonda.

—Isabel Carlota lleva razón —dijo al regresar hacia la mesa de despacho—, tenemos que demostrar que nuestro ducado nada tiene que envidiar a los otros Estados salvo su tamaño. Instauraremos una era de prosperidad que Europa entera señalará como ejemplo. Para ello habrá que sumar a todo el mundo, nobles, burgueses y campesinos. Hay que devolverle al pueblo la confianza. De momento iré a reunirme con la duquesa y encauzaré los ardores de su tapicero. ¿Algo más para esta mañana?

El conde pareció dubitativo, pero cambió de actitud.

—Hablando de maese Déruet, ¿sabéis que vive en casa de la marquesa de Cornelli y que es su amante?

—Me ha llegado algún eco de la noticia, en efecto —respondió Leopoldo.

—Y eso me convierte en ganador de nuestra apuesta, con el debido respeto.

El duque se cruzó de brazos y se le ocurrió una jugarreta.

—¿Están casados, mi querido Carlingford?

—No, pero no creo que tarden mucho.

—Entonces, si aún no se han casado, la apuesta sigue en pie. Si se casa con la marquesa, vos ganáis, y si se convierte en amante de su anfitriona, gano yo.

—El trato no es equitativo…

—¡Alguna ventaja tiene que tener ser soberano!

A la mañana siguiente fueron a buscar a Nicolas para conducirlo junto a Leopoldo. Le hizo una incisión en la vena para eliminar el coágulo de sangre responsable de sus dolores y luego tapó la herida con un ungüento cicatrizante de composición propia. Dos días después, el duque emprendía el camino para visitar la Universidad de Pont-à-Mousson.

***

El agua de la Fuente Roja arrastraba partículas de hierro que alfombraban con una capa parduzca la cuenca de recepción y que le valían su reputación de agua milagrosa. Marianne se inclinó hacia el chorro y llenó un cubo entero, y luego bebió agua y se lavó las manos. Repetía esos gestos antes de cada parto que debía practicar. El agua la bebería la parturienta para conservar al máximo sus fuerzas y serviría para lavar al recién nacido. Bajó de vuelta por el camino de la fuente y se detuvo a menudo para dejar en el suelo el cubo y descansar, pues la cuerda que servía de asa le segaba los dedos. Hacía un frío intenso y el otoño se había decantado definitivamente al terreno del invierno. A cada espiración, la humedad exhalada formaba un chorro de vapor que se diluía en la niebla que la rodeaba. A veces Martin la ayudaba en esa tarea, pero aquella mañana habían discutido y su marido había cogido sus cosas, un abrigo largo con un forro grueso y su bastón de buena madera, y le anunció que volvería tarde por la noche. Su trabajo de guarda forestal le obligaba a salir del pueblo y a veces a permanecer ausente hasta el día siguiente, pero tenía la ventaja de proporcionar carne para la familia procedente de los restos de las cacerías o de la caza furtiva.

Por orden del montero mayor, el capitán de cazadores había movilizado a los guardas con el objetivo de perseguir una manada de lobos que se había visto rondar cerca de Pont-à-Mousson desde hacía algunos días. Las trampas dispuestas en diferentes extremos de la ciudad parecían no tener efecto disuasorio y solo habían caído en ellas algunos zorros y gatos salvajes. Martin se había ofrecido voluntario para la batida confiando en que aquello lo ayudaría a evacuar el rencor a lo largo del día. No tenía intención de dialogar acerca de una cuestión que consideraba zanjada. Sin embargo, tenía la sensación de que la súbita reaparición de Nicolas había instilado en Marianne un germen que no cesaba de crecer.

Esta llegó a última hora de la mañana al domicilio de la paciente, en la rue de l’Imagerie. La esposa del decano de la facultad de Medicina, al salir de cuentas, había sufrido contracciones durante toda la noche y la había hecho llamar, pues sentía que estaba a punto de romper aguas. El niño que venía al mundo era el octavo fruto de su matrimonio y el parto se anunciaba rápido. Marianne apenas había tenido tiempo de dejar a Simon en casa de sus suegros y preparar el material para el parto.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué hoy?

Cuando entró en la estancia principal, el decano Pailland se lamentaba y recorría el pasillo de una punta a otra.

—¡Ah, ya estáis aquí, por fin habéis llegado! —exclamó el hombre, al que jamás le había visto tan buena disposición hacia ella.

El médico era rigorista y tenía una pobre opinión de su persona y de su ocupación. En todos sus encuentros anteriores había tratado a la comadrona con notorio menosprecio. Ese día, sin embargo, la llegada de Marianne representaba para él un enorme alivio.

—Llegáis en el momento oportuno, temía que me vería obligado a quedarme aquí. El duque se encuentra en Pont-à-Mousson y se ha hecho anunciar en la universidad. Me ha hecho llamar para que le presente nuestra facultad —añadió—. Por una indiscreción de su corte, sin embargo, he sabido que tiene la intención de crear una cátedra de cirugía para un tal Déruet, que luchó con él en la campaña de Hungría.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Marianne. El notable se cubrió con su más bella peluca y la miró sorprendido.

—¿Qué os sucede? ¿Me he colocado mal el postizo?

—No —respondió ella con una voz que la emoción hacía temblar.

—¿Os encontráis indispuesta? No sería el momento más apropiado…

—Me encuentro bien, me encuentro bien —aseguró ella tras haber recuperado el control de sí misma.

—¿Desde cuándo se le da el título de profesor a un criado? —farfulló el hombre mientras se vestía con su toga universitaria negra.

Se abotonó la epitoga de armiño.

—¡Hoy no era el día más indicado para dar a luz! Venid, os acompañaré.

Guió a Marianne hasta la puerta y la dejó entrar sola. La paciente había rechazado parir sobre una silla o sobre la mesa de la cocina y aguardaba a la comadrona, recostada contra unas almohadas, en una cama pequeña que se había preparado a petición de Marianne. Se había clavado una barra de madera para que le sirviera de apoyo para los pies y a los lados se habían atado dos correas de cuero para que pudiera agarrarlas durante las contracciones. Al decano, esas disposiciones le habían parecido contrarias a la regla natural según la cual cualquier parturienta debe sufrir al dar a luz, pues el dolor es útil, pero no las había impedido ante la insistencia de su esposa.

—¡Os dejo en vuestros asuntos de mujeres! —gritó desde el pasillo—. Le diré al duque que nuestro hijo llevará su nombre en homenaje a nuestro encuentro de hoy. Eso tal vez le hará cambiar de opinión respecto a esa historia de la cátedra —añadió para sí, y cerró la puerta de golpe.

La habitación era una biblioteca que olía a cuero y a papel. La cama había sido dispuesta frente a la chimenea, que despedía un calor vivo. Marianne envió a la criada a la tienda del boticario a comprar aceite de almendra dulce, aceite de nueces, huevos y canela. Pidió una botella de vino, un pedazo de mantequilla fresca, hilo y tijeras, que rápidamente le llevaron.

—Tenemos mucho tiempo —dijo al ver la agitación que la rodeaba.

—Volved a vuestras tareas y ya os llamaremos —añadió el ama de llaves, cuya gran serenidad contrastaba con el nerviosismo reinante.

Una vez solas, ambas mujeres evocaron los partos precedentes, dos de los cuales habían concluido con la muerte de los recién nacidos. La comadrona se untó los dedos de mantequilla y los introdujo hasta el orificio interno. El cuello solo estaba parcialmente dilatado. Aplicó mantequilla en las paredes para facilitar la dilatación. Marianne sintió una resistencia al tacto. Aunque aún fuera demasiado pronto para confirmarlo, el niño parecía estar bien colocado, con la cabeza hacia delante.

La madre se estremeció a pesar del calor reinante y se cubrió con otra manta más. Marianne hizo hervir el vino con la canela y añadió azúcar. Le dio a beber la mezcla, y eso hizo que entrara en calor y la relajó. Anne de Pailland era una mujer que seguía siendo delgada a pesar de sus anteriores embarazos y cuya edad, más de cuarenta y cuatro años, no constituía un obstáculo para el esfuerzo que debería hacer. Siempre se había negado a que la asistiera un cirujano, pues no deseaba que la viera parir ningún hombre, ni siquiera su propio marido y médico.

Al cabo de dos horas, las contracciones eran menos espaciadas y el cuello se había dilatado. A pesar de su experiencia de los precedentes embarazos, Anne sentía crecer en ella el mismo miedo que en las demás ocasiones, el miedo a no poder lograr expulsar el feto fuera de su vientre, cosa que la condenaría irremediablemente, pero la presencia de Marianne, cuya reputación era enorme, la serenó.

Sintió una contracción más fuerte que las demás, recobró el resuello y miró con inquietud a la comadrona.

—Estoy segura de que será una niña —dijo la comadrona, con una sonrisa—. Una Leopoldina.

La mujer gimió: acababa de romper aguas.

***

Azlan apretó las cuerdas de las muñecas y los tobillos del farandulero y las anudó a las anillas situadas en las cuatro esquinas de la mesa que servía para las operaciones. François había ido a buscarlos a casa de Rosa a mediodía: el hombre había vomitado sangre negra durante toda la mañana. El cuchillo se hallaba en su estómago desde hacía dos semanas y no había podido ser expulsado hacia los intestinos tal como habían esperado los cirujanos.

—Tenemos que actuar —concluyó el Erizo Blanco—, de lo contrario su órgano acabará como un odre agujereado por todas partes.

—Ya conoces las posibilidades de éxito de tal operación —objetó Nicolas.

François asintió.

—Siempre serán más posibilidades de salir de esta que si no hacemos nada —respondió.

—¿Tiene fiebre?

La respuesta negativa les decidió a intentarlo.

El farandulero había ingurgitado láudano y alcohol y se hallaba sin conocimiento. Se había dejado atar sin siquiera darse cuenta y murmuraba palabras incomprensibles. Ninguno de los dos cirujanos había practicado nunca una operación de estómago y Nicolas había consultado sus láminas de anatomía para decidir dónde hacer la incisión y el método a seguir. Era un lugar ricamente irrigado y quería evitar seccionar vasos sanguíneos importantes, cosa que podía ser fatal.

Marcó con tinta el lugar de la incisión, debajo de las últimas costillas flotantes del hipocondrio izquierdo. Se había preparado diversos instrumentos para estar a punto ante cualquier eventualidad. Azlan sostenía los hombros del paciente para evitar cualquier sobresalto brusco, y François asistiría a Nicolas. Cuando practicó la primera incisión, sonaron las dos de la tarde en el campanario de la iglesia de Saint-Sébastien.

La hoja del escalpelo atravesó los músculos y el peritoneo, y formó una abertura longitudinal que François abrió con ayuda de pinzas. Nicolas tomó una aguja curvada para estirar el estómago hacia delante. A pesar de la lámpara de veinte velas que habían hecho instalar sobre la mesa y la luminosidad procedente de las ventanas, su exploración se veía dificultada por las sombras que recubrían parcialmente el órgano. François separó aún más los bordes de la herida.

—¿Lo has localizado? —preguntó a Nicolas, que se disponía a abrir el estómago.

Este le señaló un minúsculo bulto en la parte izquierda de la cara posterior.

—La punta del cuchillo —dijo calmadamente mientras el hombre gemía a cada espiración.

Practicó una segunda incisión a la altura de la hinchazón de la membrana y dejó aparecer la hoja metálica. Nicolas la agarró con unas pinzas dentadas y extrajo lentamente el objeto, que dejó sobre la mesa. Cosió los bordes de la herida del estómago, le aplicó una compresa impregnada de bálsamo español y repitió la misma operación en la herida externa. El farandulero, cuyas reacciones cada vez eran menos inhibidas, gritó y trató de liberarse de sus ataduras, pero Azlan había adivinado su gesto y lo inmovilizó.

—Ya está —dijo el cirujano, tras vendar la zona operada.

El Erizo Blanco tomó el cuchillo, en cuyo delicado mango de cuerno había grabadas unas cruces cristianas, lo lavó y silbó admirado.

—Bonita pieza. ¡Por lo menos medirá cinco pulgadas!

El enfermo extendió el brazo hacia François, que le entregó el objeto. Lo cogió sin ni siquiera mirarlo y lo mantuvo apretado en su mano, incluso después de que lo trasladaran a una cama.

—¡Buen trabajo! —lo felicitó François.

—Esperemos unos días antes de alegrarnos.

—¿Podré hacerlo yo, la próxima vez? —preguntó Azlan.

Ante sus miradas dubitativas, prefirió cambiar de tema.

—Os invito a Le Sauvage. Ayer gané contra el mejor jugador de la ciudad y he cobrado una buena prima.

***

—Se presenta bien —confirmó Marianne a la madre, que la interrogaba preocupada con la mirada—. El niño ya está en la coronación.

La parte superior del cráneo comenzaba a dilatar el orificio exterior. Se frotó las manos con aceite de almendra dulce y deslizó sus dedos entre los labios y la cabeza del feto para facilitarle el paso. Anne no se había agotado empujando antes de tiempo y, tranquilizada al saber que la criatura se hallaba en la mejor posición posible, se esforzaba con toda su energía bajo las órdenes de Marianne. La comadrona tiró suavemente de la cabeza, aplicando movimientos de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha para sacar los hombros. Dos criadas, una a cada lado de la parturienta, ayudaban enjugándole el sudor y dándole a beber agua de la Fuente Roja, al tiempo que mantenían un fuego vivo en la chimenea.

Tras los hombros, aparecieron enseguida los brazos. Marianne tocó los dedos para contarlos y anunció a la madre que el niño estaba bien formado. Lo sostuvo por la espalda hasta que hubo salido del todo y lo envolvió en una sábana. La criatura lloró inmediatamente, casi sin ayuda alguna.

—¿Es un niño? —preguntó la madre—. Los niños salen antes que las niñas.

—Una niñita muy guapa —respondió Marianne mientras se la mostraba—. ¡Tan rápida como un niño!

Sin cortar el cordón, dejó a la recién nacida sobre el vientre de su madre. Marianne enroscó el ombligo alrededor de tres dedos suyos e introdujo la mano en la vagina, manteniendo el cordón lo más cerca posible de la placenta. Tiró lentamente para tratar de desengancharla. La membrana no se movió. Hizo un segundo intento y la movió de izquierda a derecha, pero la adherencia era muy fuerte. Debería esperar a la expulsión natural de la placenta.

Utilizó el hilo y las tijeras para cortar el cordón y se puso a lavar a la criatura, que había dejado de llorar. Durante el parto de Anne de Pailland, Marianne no había logrado deshacerse ni un solo momento de la imagen de Nicolas asistiéndola en el parto de la madre de Simon. Desde que sabía que estaba vivo, había aparecido de nuevo desde lo más profundo de su memoria, donde había logrado arrinconarlo. Ocupaba sus pensamientos a la vez que un naciente sentimiento de culpabilidad. Su marido se había dado cuenta de ello y, en un primer momento, la había ayudado y apoyado, pero habían surgido reproches y luego discusiones. Su matrimonio reposaba sobre un secreto que compartían y que el regreso de Nicolas había resquebrajado. No podría soportar que él fuera a Pont-à-Mousson. Jamás.

Marianne vistió a la recién nacida de piel arrugada y una criada la instaló en una cuna junto a la cama. La comadrona observó a la madre sonreírle a su hija, que se chupaba el pulgar con los ojos cerrados. El vientre de Anne aún estaba muy redondo y tenso.

—En cuanto salga la placenta, podréis darle el pecho —dijo, y a continuación se puso aceite en los dedos—. Vamos a intentarlo de nuevo. Soplaos en las manos, lo más fuerte que podáis y tanto tiempo como os sea posible.

El gesto ayudaría a empujar el diafragma hacia abajo y comprimir la matriz. Marianne lo había probado ya con éxito en el caso de mujeres multíparas. La madre obedeció. En cuanto empezó a empujar, sintió un dolor violento en el bajo vientre y gritó.

—Una contracción…

En su cuna, la recién nacida se sobresaltó y se puso a llorar. Anne hizo una mueca de dolor y gimió.

—¡Me duele!

Marianne hundió la mano y esta topó con una membrana blanda. Su corazón latía aceleradamente. Había una segunda bolsa. «¿Cómo no lo habré visto antes?», pensó ella, maldiciendo su poca perspicacia: estaba embarazada de gemelos.

Tranquilizó a Anne y le anunció que su décimo hijo iba a nacer muy pronto. Sin embargo, fue presa de un mal presentimiento. Había varias señales que la alertaban. La bolsa se rompió en el acto. La comadrona introdujo de nuevo su mano y tuvo la confirmación de sus temores. Llevó a una de las criadas a un aparte y le susurró que fuera a avisar a un cirujano y que preparara lo necesario para una lavativa.

—¿Qué sucede? —preguntó Anne, que se había percatado de la situación.

Marianne se sentó junto a ella y le tomó la mano.

—No sé cómo decíroslo, señora… La criatura… la criatura que vais a dar a luz ya está muerta.

***

Cruzaron la calle y entraron en el establecimiento cuya sala de juego estaba siempre llena. Eligieron, como tenían por costumbre, una de las dos mesas que daban a la calle. La otra se encontraba ocupada por un cliente habitual que fumaba en pipa mientras contemplaba cómo la vida del barrio sucedía ante sus ojos. Los saludó y les dirigió una sonrisa cómplice antes de retomar su actividad. El hombre lucía una barba que le ocultaba el rostro. Nicolas lo observó un buen rato. Había en él algo que lo inquietaba, sin saber qué era. Estaba allí siempre que iban a la posada, siempre en el mismo sitio, con la mirada clavada en la calle. «Y, sin embargo, no está en su sitio», pensó Nicolas.

—¿Te sientas o nos sirves la bebida? —bromeó Azlan al darse cuenta de que su amigo no podía apartar la mirada del extraño vecino.

Se disculpó y pidió un pan y una jarra de vino. El posadero se lo sirvió, así como un cuchillo que François miró con desdén antes de partir la hogaza.

—Recuerdo el caso de un hombre que se había tragado un hueso de buey oculto en una col —explicó—. Dos meses después se lo encontraron clavado en las carnes de su ano. ¡Comer ya es hoy muy arriesgado, solo hace falta que nos añadan cubiertos!

—Pediré al duque que firme un edicto que prohíba comer cualquier cosa que no sean alimentos —bromeó Nicolas.

—Ya puestos, tendría que firmar de inmediato un edicto que prohibiera a la gente enfermar, eso es lo que a mí me convendría —propuso François—. Si no fuera por estar con vosotros, ya habría dejado este oficio.

—Y otro más que prohibiera refunfuñar durante todo el día —completó Azlan.

El Erizo Blanco frunció el ceño con tanta fuerza que las dos cejas parecieron unirse entre los ojos.

—No lo dirás por mí, ¿no, muchacho? —preguntó con tono amenazador.

—No, claro que no… Lo decía solo para bromear… vamos… —balbució el joven.

—Pero tu broma iba por mí, ¿verdad? —insistió.

—En absoluto… Pensaba en algunos de nuestros enfermos que siempre están descontentos.

François se echó a reír.

—¿Me has creído? ¿De veras has creído que me había enfadado?

—Sí, un poco —respondió Azlan, que se mantenía alerta.

Nueva carcajada del cirujano.

—¡He descubierto mi vocación por el teatro! —dijo, satisfecho del efecto conseguido.

Atraído por el ambiente, el posadero se sumó a ellos. François le contó su broma y eso aún humilló más a Azlan. Adoptó una postura burlona e imitó al fumador de pipa abstraído contemplando la calle. El Erizo Blanco relató la operación del farandulero señalando al dueño el cuchillo destinado al pan y exagerando el tamaño del que habían retirado del cuerpo del desgraciado. Nicolas trató de relativizar el alcance del acto quirúrgico, más aún dado que su paciente aún no se hallaba ni mucho menos fuera de peligro, pero el tabernero miraba, impresionado, el cuchillo e imaginaba el instrumento entrando en la garganta. Sintió un escalofrío de asco y cambió de tema de conversación.

—Mi mujer está preparando el equipaje, pues nos vamos a ver a su hermana, que nos ha pedido que vayamos.

—¿Y vas a cerrar el establecimiento?

—No, el jefe del Chat qui Boit nos reemplazará.

—¿Ese caradura que dejó de comprarme vino? No volveré hasta que regreses tú.

—¿Vais muy lejos? —preguntó Nicolas, y le dio una palmada a Azlan en el hombro para que se incorporara a la conversación.

—Llegaremos antes de la noche si la patrona consigue cerrar su maleta. Voy a ver qué hace —añadió antes de marcharse.

***

Marianne se quedó para asistir al cirujano. Ambos, uno tras otro, verificaron que el feto estaba inanimado en el vientre de la madre, y luego el hombre decidió sacarlo. La comadrona, que sabía el traumatismo que ello conllevaba, hizo un último intento de darle la vuelta a la criatura y tirar de sus pies. Las lavativas habían provocado algunas contracciones, pero Anne, agotada y conmocionada, no había logrado expulsarlo. Su marido aún no había regresado.

—Tendré que utilizar los hierros —dijo el cirujano, y sacó de su maleta dos pinzas con los extremos en forma de gancho.

Ella examinó los instrumentos procurando darle la espalda a la madre para que esta no los viera.

—¿Qué vais a hacer con eso? —murmuró.

—Agarrarlo y tirar de él. ¿No lo conocéis? Es el instrumento inventado por Mauriceau[17].

—Pero…

Ella calló y lo llevó lejos de la cama, donde una criada daba de beber una decocción a Anne.

—Tendríamos que intentar otro medio natural —arguyó Marianne—. Ese instrumento es… ¡inhumano!

—Vamos, está muerto y pronto también lo estará la madre si no hago algo —se impacientó el hombre.

Anne gimió. La conversación había concluido.

—Acompañadme, os necesitaré para ayudar a la señora Pailland.

La carroza del duque se alejó por el patio de la abadía de los Prémontrés. El decano estaba satisfecho del resultado de su entrevista. Indicó a su cochero que guardara el vehículo directamente en el establo: iría a pie. A Pailland le gustaba notar el aire frío de las noches de invierno antes de regresar a casa. Se sentía impaciente por ver a su nuevo hijo. Uno de los curas de la capilla de la universidad lo había avisado, como habían convenido, antes de dirigirse al domicilio para bautizar a la criatura. El decano estaba apenado porque se trataba de una niña, pero esa contrariedad se había disipado ya cuando llegó ante su casa, una vasta mansión burguesa construida gracias a la dote de su primera esposa. En el mismo instante, una berlina procedente de Nancy se detuvo unos metros más lejos. De ella descendieron la hermana de Anne y su marido, y le hicieron grandes gestos. No sentía mucho entusiasmo por verlos, pues la familia de su esposa se componía de tenderos y comerciantes que a él le parecían comunes y vulgares. El hombre pagó al cochero tres libras y desató el baúl situado en la parte posterior. La mujer se aproximó para un besamanos que el decano apenas esbozó.

—¿Qué noticias tenéis?

—La criatura ha nacido y voy a conocerla ahora mismo, al tiempo que vos —respondió Pailland—. ¿Habéis cerrado vuestra posada para venir? —preguntó por educación, a pesar de que la respuesta no le interesara.

—No, Le Sauvage está abierto, hemos llegado a un acuerdo con un colega.

—Tomaos tanto tiempo como deseéis con Anne y la recién nacida, iremos a instalar nuestras cosas y nos reuniremos con vos más tarde —añadió la mujer, para alivio del médico.

Pailland se desabotonó la epitoga de armiño y se quitó la túnica. Entregó las ropas a un criado sin más prisas que de costumbre.

—El señor debería ir a ver a la señora de inmediato —dijo el hombre.

—Ahora iré, ahora iré —respondió, irritado por el consejo del sirviente—. ¿El cura aún está ahí?

—Sí, señor. Y también el cirujano.

—¿El cirujano? ¿Qué cirujano?

No aguardó la respuesta y se precipitó a la biblioteca.

***

El farandulero había acabado por dormirse tras una tarde en la que nada conseguía calmarle el dolor. Nicolas había ido a verlo varias veces, le había administrado analgésicos a base de sauce, había limpiado la herida con bálsamos antisépticos y cicatrizantes, pero solo el agotamiento había podido con el enfermo y le había procurado unas horas de descanso. Todos sabían que ese tipo de operación tenía secuelas muy dolorosas, pero que pronto podría establecerse el pronóstico vital. Si los alimentos lograran transitar por el estómago y si no se declaraba fiebre alguna a lo largo de los días siguientes, tendría muchas posibilidades de curarse. Azlan y François se marcharon antes de lo habitual, con rostro de confabuladores, a reunirse con Waren, el artificiero, con quien habían simpatizado y en cuya casa pasarían la velada. Nicolas estaba encantado de poder estar a solas con Rosa. Su amor lo hacía feliz y, por primera vez en su vida, se sentía equilibrado y no solo por su pasión por la cirugía. Y, sobre todo, no tenía miedo.

Se vendó las manos, incluidos los dedos, para protegerlas del frío vivo y evitar las grietas que comenzaban a formarse en sus pulgares. Cuando lo vio entrar en el pequeño salón donde se había aislado para leer, Rosa se echó a reír.

—¿Es la moda de Saint-Charles eso de utilizar vendas en lugar de guantes? —preguntó ella tras besarlo con una fogosidad que la compostura habría desaconsejado a cualquier mujer de la nobleza.

La felicidad de Rosa era, a su vez, igualmente visible y sincera. Disfrutaba con sus discusiones, en las que todas sus opiniones debían ser razonadas, o bien eran debatidas a lo largo de toda la noche hasta que acababan por ponerse de acuerdo. A ella le gustaba dejarse convencer por él, fuera cual fuese el tema, como en un juego de seducción y sensualidad. Tras ello, aún lo deseaba más. A veces Rosa imponía sus convicciones y la dulzura de sus victorias era comparable al placer. Nicolas advirtió que él sentía el mismo placer en aquellas discusiones que invariablemente culminaban en una fusión de ideas y cuerpos.

—Os reservo una sorpresa —dijo ella mientras le desvendaba las manos—. Esta noche tenemos a un invitado de alcurnia.

Él hizo una mueca de disgusto.

—Sabía que esa sería vuestra respuesta —respondió, divertida—, y yo hubiera tenido la misma en vuestro lugar. Sin embargo, cuando sepáis quién nos visita, estaréis en mejor disposición, amor mío.

El criado abrió de par en par las dos grandes puertas del salón.

—Ha llegado el señor Sébastien Maroiscy, señora —anunció.

En cuanto se volvió, el hombre entró y atravesó la estancia hacia sus anfitriones a paso de húsar.

—Encantado de conocerla, marquesa. Vuestra belleza rebasa de lejos las fronteras de vuestro ducado y hay quienes la alaban con cumplidos incluso en Versalles —declaró con una ostensible reverencia.

—Esa belleza de la que habláis ha sufrido algunas alteraciones —respondió ella mientras comprobaba que el cuello de puntillas le cubría la cicatriz.

—La belleza de vuestra inteligencia permanece intacta y también cuenta con alabadores en toda Francia —concluyó, y se aproximó a Nicolas—. Maese Déruet, deseaba estrechar la mano del hombre de dedos de oro —prosiguió, expresivo—. Es un placer conoceros en tan agradables circunstancias.

Sébastien Maroiscy era uno de los mejores editores de París, librero jurado de la universidad de la capital francesa. Corto de estatura y de constitución delgada, el hombre tenía un rostro marcado por profundas arrugas y ojeras impresionantes. A la edad de cuarenta y ocho años, aparentaba muchos más y compensaba su aspecto físico con una permanente vivacidad y una intensa verborrea.

—¡Este es realmente un día bendito! —dijo alzando su copa—. Bebamos por nuestro encuentro y por mi nombramiento como impresor jurado en vuestra Universidad de Pont-à-Mousson. Vuestro duque posee realmente una personalidad fascinante. Lo he conocido esta tarde, junto al decano Pailland, quien, y que quede entre nosotros, es mucho menos afable. Parecía tener ganas de acabar cuanto antes. Sin embargo, deberé estar a buenas con él, pues necesitaré su autorización para cualquier impresión.

Maroiscy dio un buen mordisco a una codorniz que sostenía con los dedos por haber rechazado los cubiertos. Su apetito era proporcional al flujo de sus palabras.

—¿Os instalaréis en Pont-à-Mousson? —preguntó Nicolas, que no prestaba atención a la comida de su plato desde hacía un buen rato.

—Abriré una imprenta y pondré al frente de la misma a alguien de confianza. Mis negocios me retienen en París. Y aún necesito la autorización de nuestro soberano para trabajar con el ducado, pues actualmente la legislación de la librería lo prohíbe. Sin embargo, cuento con algunos apoyos en Versalles y pronto debería solucionarse.

Se limpió los dedos en la servilleta y dejó en la misma grandes manchurrones de salsa, bebió una copa del vino de François, que elogió —al igual que elogió el resto de la cena—, y resopló ruidosamente.

—Vayamos al objeto de mi visita. Querido maestro, vos participasteis en un hospital volante durante la campaña de Hungría. Cuatro años de guerra, ¿verdad? —preguntó Maroiscy.

—Tres años y cinco meses —rectificó Nicolas, a quien ese tema ponía nervioso.

—Es bueno ser preciso. Es una cualidad importante en cualquier materia. ¿Tenéis idea del número de personas que habéis salvado durante esa campaña? ¡Miles, sin duda!

—Tengo sobre todo el recuerdo de aquellos que no se salvaron.

La imagen del joven húsar, cuyo cerebro había sido atravesado por una bala de mosquete, le vino a la mente. Rosa se dio cuenta de ello y puso su mano sobre la de Nicolas. Él la acarició suavemente.

—Sin duda también fueron miles —concluyó Nicolas.

—¿No es fascinante pensar que esos pocos años de campaña han hecho más por vuestro arte que cien años de paz? ¡Tomad como ejemplo a Ambroise Paré! —dijo el hombre, y sumergió su mano en un plato de dátiles secos—. Sucede lo mismo con la medicina y las ciencias.

—Es un progreso que se realiza en detrimento de los pueblos, en detrimento del ser humano —intervino Rosa.

—Perdonadme si parezco provocaros, pero trato de imaginar que esos sacrificios no son en vano —arguyó Maroiscy antes de escupir los huesos en su palma y arrojarlos a la chimenea.

—¿Adónde queréis llegar, señor Maroiscy?

—Os traigo recuerdos de parte de uno de vuestros amigos. ¡Oh, qué maravilla! —exclamó al descubrir el postre que le servían, un pastel de crema y frutas.

Se recreaba en la intriga que acababa de suscitar.

—Una verdadera delicia, felicitad de mi parte al cocinero.

—Nos traíais recuerdos… —sugirió Nicolas.

El hombre se limpió la boca con la servilleta.

—Sí, es cierto… El señor Ribes de Jouan os envía saludos.

—¡Germain! ¿Cómo está? ¿A qué se dedica? ¡Contadme!

La excitación de Nicolas divirtió al librero.

—¡Lo dejé en mejor situación que lo hallé!

Sébastien Maroiscy conoció a Ribes de Jouan en París, en una sala de juego donde compartieron mesa en una velada de lansquenete. El cirujano había bebido mucho y perdió aún más, y al acabar la noche debía varios cientos de francos a sus compañeros de partida. El editor pagó sus deudas y lo alojó durante algún tiempo en su casa. Germain rondaba los cincuenta años y había abandonado la cirugía para probar suerte como jugador profesional, con un éxito discreto.

—No podía evitar explicar anécdotas y batallitas de la guerra en mitad de la partida. Al principio creí que era un método para distraer a sus adversarios, pero pronto me di cuenta de que le era imposible callar.

Para saldar la deuda, Germain le propuso escribir sus aventuras en los países en guerra que había atravesado.

—Era muy locuaz en la evocación de posadas, lupanares o palacios en los que se había emborrachado, pero en cuanto le preguntaba por el hospital y las operaciones, solo hablaba de vos y no escatimaba los elogios. Al cabo de unos días me dijo que yo tenía que hacer el libro con vos. Estoy convencido de que tiene razón. Memorias de un cirujano lorenés en campaña, ¿qué os parece el título? Podríais contar todos los casos interesantes que tratasteis. Quisiera poner el acento en el aspecto médico y no en la estrategia de guerra.

—¿Habéis publicado muchas obras de medicina, señor Maroiscy? —preguntó Nicolas.

—¡Ninguna! Teología, derecho, memorias e incluso algunas novelas. Me gustaría que fuerais el primero.

—Es muy amable por vuestra parte, pero no tengo intención de aceptar.

—¡Pensad en la difusión de vuestro saber! Además de nuestra librería en París, tenemos acuerdos con Plantin en Amberes, Elzevier en Leiden y estamos presentes en la feria de Frankfurt. Y vendedores ambulantes difundirán vuestro libro por todos esos países.

—No soy famoso ni tengo títulos honoríficos.

—¡Vuestra experiencia y vuestro saber son vuestros títulos! Vuestra integridad os honra, creedme, y compartirla con vuestros colegas no significa traicionarla. Sin embargo, tengo que reconocer que los beneficios pecuniarios serán escasos.

—No es eso lo que me hace albergar dudas, sino que me pregunto cuál es vuestra verdadera motivación.

—Seré franco con vos: efectivamente tengo cierto interés en implantarme en el ducado. Los libros se imprimirán en Francia y se expedirán desde Pont-à-Mousson al extranjero.

Ese tejemaneje permitiría a Maroiscy ahorrarse las tasas de la publicación en el extranjero.

—Pero me interesa vuestro relato, de verdad —insistió—. Prometedme que lo pensaréis.

—Así lo haré —respondió Nicolas a la vez que dirigía una mirada a Rosa—. ¿Germain sigue viviendo con vos?

—No. Tiene su casa allí donde haya cartas. Está convencido de que un día dará con la martingala infalible que lo hará rico. No tengo la menor idea de dónde puede hallarse en estos momentos.

Justo antes de despedirse, Maroiscy abrió el maletín de piel del que no se había separado y les ofreció un volumen.

—Una edición holandesa de la Ética de Spinoza, que he obtenido gracias a uno de mis corresponsales. Era mi deseo obsequiárosla, marquesa, maestro. Sé que tenéis predilección por el autor.

—Parecéis muy bien informado acerca de nuestros gustos —dijo Rosa entre risas—. ¿Acaso tenéis algún espía en el ducado?

—Amigos, solo amigos. Y confío que pronto podré contaros entre ellos.

Una vez el editor hubo partido, se retiraron a su habitación. En cuanto cerraron la puerta, Nicolas abrazó a Rosa y la besó, la tomó en brazos y la tumbó sobre la cama.

—Ese hombre me ha hecho vivir un verdadero calvario —comentó tras un largo abrazo.

—¿Por qué? A mí me ha parecido una velada agradable.

—Pero yo estaba ahí, a vuestro lado, sin poder tocaros ni acariciaros, sin poder teneros para mí solo… ¿Acaso me infligís una tortura?

—Se trata de una prueba y ambos la hemos superado —dijo ella, y comenzó a desabotonarle la camisa mientras Nicolas le desanudaba el corsé.

Se abrazaron largamente.

—Me gustaría que escribierais ese libro, amor mío —murmuró ella entre dos besos.

—Deseo olvidar lo que vi y lo que viví allí.

—Allí conocisteis a Germain y a Azlan. ¿No creéis que sea el momento de hacer las paces con ese período?

Él se tendió sobre el cuerpo de ella.

—¿Cómo lográis tener siempre razón? Sois mi ángel y a la vez mi genio. ¡Os amo! —murmuró en su oído.

—Os amo, Nicolas —respondió ella, y cerró los ojos para alimentarse de sus palabras—. Si supierais cómo os amo…

***

Marianne anduvo sin detenerse, como si quisiera dejar atrás la pesadilla que acababa de vivir. Cruzó el puente y paseó junto al Mosela y, cuando la oscuridad invadió el camino, se sentó sobre un tronco, junto a un barco que los obreros aún cargaban a la luz de un fuego, y lloró.

Nada había sucedido como era de esperar. Marianne había cogido las manos de Anne y le había pedido que fijara su mirada en ella. Le había hablado y la había tranquilizado mientras el cirujano preparaba su instrumental. Ella le indicó con una señal que la paciente estaba lista. Cuando Anne gritó, Marianne se pegó contra ella para evitar que se incorporara. Su grito se transformó en gemido de dolor y luego se desvaneció. Cuando Marianne trataba de hacer que volviera en sí, el hombre dejó caer los instrumentos y retrocedió.

—¡Qué horror, es el diablo! —exclamó.

El feto yacía sobre una espesa membrana sanguinolenta, entre las piernas de su madre inconsciente. Las pinzas se habían quedado clavadas en su cráneo. Al intentar tirar del cadáver con un movimiento firme y rápido, el cirujano arrancó la placenta, que salió envuelta en sangre. El cordón, muy corto, se había enroscado alrededor de su cuello amoratado. Las sábanas se habían empapado de una sangre espesa y oscura. El hombre salió a vomitar y regresó acompañado del cura.

—Señora, ¿os encontráis bien?

Uno de los obreros, que la había visto junto a su embarcación, se aproximó, intrigado por su presencia. Ella lo miró sin verlo. Le repitió la pregunta. Marianne hizo un signo negativo con la cabeza y luego volvió a anegarse en lágrimas. El hombre vio que sus colegas casi habían terminado el trabajo y se sentó junto a ella.

—Me llamo Joseph-Adam. ¿Qué ha sucedido?

No obtuvo respuesta. El llanto se transformó en sollozos espasmódicos. Ella se sintió incapaz de moverse, de respirar, de pensar. Joseph-Adam echó su chaqueta sobre los hombros de Marianne y la abrazó contra él. La prenda estaba húmeda y olía a sudor y tabaco.

—Calentaos, estáis temblando de frío.

Ella logró controlar de nuevo su respiración y sus músculos. La dulzura y el calor de Joseph-Adam la ayudaban. Él le apartó los cabellos que se le habían pegado a las mejillas saladas. Ella no reaccionó. Era incapaz de ponerse en pie o de huir. El hombre, sin embargo, no tenía otra intención que ayudarla y no hizo ningún gesto equívoco.

—¿Vivís en Pont-à-Mousson? ¿Queréis que avisemos a alguien? Mis amigos podrían hacerlo —añadió, y señaló al grupo de cinco obreros que bebían vino junto al fuego.

Ella murmuraba palabras inaudibles sin siquiera mirarlo. Se inclinó hacia ella.

—Me cogió la mano… —repitió ella.

—¿Quién os cogió la mano, señora?

Ella lo miró, por primera vez, fijamente a los ojos.

El cirujano había cometido dos errores: el primero había sido ignorar el estado del cordón, el cual estaba tenso por haberse enroscado y había arrancado la placenta. El segundo, la utilización del fórceps de Mauriceau.

—Estaba vivo… vivo, ¿lo entendéis? —acabó por decir ella, con la voz entrecortada por los sollozos.

El feto, tendido entre las piernas de su madre, abrió los ojos. Permanecía inmóvil, con el rostro inexpresivo, pero abrió los párpados y aparecieron dos ojos negros que miraron al hombre, paralizado por el miedo. Marianne reaccionó y puso su mano sobre la caja torácica del feto: no se notaba movimiento alguno y no se percibían latidos. En el momento en que quiso prevenir al cirujano, sintió una presión en sus dedos índice y corazón: el puño derecho del recién nacido le asía los dos dedos. El cirujano volvió a gritar, aturdido, y salió presa del pánico.

Ella no osó retirar su mano y aguardó interminables minutos a que las últimas fuerzas abandonaran al feto.

—Lo matamos nosotros, ¿lo entendéis?

Aún erró un buen rato y finalmente el frío y el cansancio la guiaron hacia su casa. Charlette, la mayor de las campanas de la capilla de la universidad, vibró ocho veces. Martin estaba allí, de pie ante la chimenea, fumando una pipa cargada de un tabaco mal secado. Había regresado a última hora de la tarde y fue a por Simon a casa de sus padres, cenó con él y lo acostó antes de que llegara Marianne. No se volvió al oírla llegar. Ella se aproximó a él, se detuvo en medio de la habitación y titubeó. No tenía fuerzas para enfrentarse a sus preguntas ni a su incomprensión. Solo alguien que hubiera vivido una cosa semejante hubiera sido capaz de comprenderla, pues los demás no podían ni aproximarse a lo inimaginable. No quería tener que justificarse por no haber vuelto de inmediato, por no haberse ocupado de su hijo, por no haber preparado la cena. No quería tener que decir que se había quedado en un banco en brazos de un hombre al que no conocía y que la había abrazado hasta que ella se sintió capaz de levantarse. De ponerse en pie.

Dio media vuelta y subió las escaleras hacia la habitación. Martin permaneció inmóvil, no subió tras ella y aquella noche durmió junto a Simon. Marianne nunca se había sentido tan sola y se arrebujó bajo las sábanas a la espera del falso olvido que procuraba el sueño.