Nancy, del 18 de agosto al 10 de noviembre de 1698
A la mañana del día siguiente se hizo pública oficialmente su presencia. Cientos de habitantes se agolparon en la Grande-Rue bajo las ventanas del palacio. De nuevo hubo bailes y jolgorio sin incidentes. Las tiendas cerraron durante tres días para permitir que el pueblo manifestara su alegría. El 20 de agosto, Nicolas propuso ocuparse él solo de los enfermos de Saint-Charles, menos numerosos que de costumbre, como si la esperanza de un futuro mejor y la distracción de la fiesta hubieran tenido un efecto beneficioso en las patologías comunes. El Erizo Blanco aprovechó para ir al puerto del Crosne y Azlan se puso su camisa de lino y sus calzones más amplios para ir a la sala de juego de pelota. François regresó antes de la puesta de sol, pero el joven asistente no comparecía a pesar de que ya era de noche.
—Ya es mayorcito —dijo François, divertido ante la inquietud de Nicolas—. ¿Qué le va a suceder? Debe de estar en brazos de una doncella. ¡Es lo propio de su edad!
Nicolas iba de un lado a otro del salón de Saint-Charles, la única estancia del establecimiento que disponía de un reloj de péndulo.
—Azlan es incapaz de ocultarme algo, siempre me lo cuenta todo —dijo Nicolas, y fue a mirar por la ventana.
Un carruaje pasó sin detenerse.
—¡A palabras necias, oídos sordos! —replicó François—. Ni siquiera sabías que jugaba a pelota.
—Llevas razón… —dijo Nicolas mientras se bajaba las mangas que acababa de arremangarse.
—¡Pues claro que llevo razón!
—Llevas razón, y yo voy a ir a la sala de juego de pelota —concluyó Nicolas, y se colocó el sombrero.
—¡Maldito bilioso! ¡Ve a donde quieras, no me moveré de aquí! —anunció el Erizo Blanco a la vez que tomaba asiento para remachar sus palabras.
—Te lo agradezco. Quedan las curas del señor Despois y hay que cambiarle la venda a Germaine Moycet.
François se llevó las manos a la cabeza.
—¡Diantre! ¡Ya no me acordaba de esa! ¡Me persigue con sus proposiciones de una manera indecente!
—¡No te quejes! Tenemos que cuidarla y se le ha metido entre ceja y ceja que quiere convertirte en su marido. Es viuda y un buen partido, ¿no te parece?
—Pero ¡apesta como una cerda! Y no necesito que nadie se ocupe de mí —respondió François al tiempo que se ponía en pie prestamente, como si lo hubiera picado un insecto.
—Al contrario, creo que ya ha llegado el momento, ¿no? —sugirió Nicolas cuando su amigo le abría la puerta y lo invitaba a salir.
—Te aviso: si continúas animándola con absurdas ideas de boda, ¡le anunciaré que tiene gangrena y que hay que cortarle ambas piernas!
—Me rindo ante la amenaza. La vida de mis pacientes es lo primero —replicó Nicolas cuando se halló a su lado en el umbral.
El Erizo Blanco le dio una palmada amistosa en el hombro.
—Vamos —le dijo—, vete antes de que prohíba la entrada a este establecimiento a todas las viudas del ducado. ¡Y trae de vuelta al muchacho!
El fresco de la noche lo sorprendió. El verano había sido corto, y cuando los organismos aún no se habían saciado de calor parecía que el tiempo ya se preparaba para el otoño. En un cuarto de hora llegó a la sala de pelota, al otro lado de la place de la Carrière. Los dos únicos jugadores presentes no habían visto a Azlan en todo el día. La inquietud de Nicolas aumentó y trató de relativizarla. Sin duda François tenía razón y había alcanzado una edad en la que se liberaba de todas las tutelas. Alrededor del palacio aún había numerosos grupos que respiraban por última vez el ambiente festivo suscitado por el retorno de su duque. Preguntó a unos soldados del regimiento de la guardia, que velaban por el cumplimiento del último fallo del Tribunal Supremo.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó al de mayor grado, que le mostró el cartel colgado a la entrada de la plaza.
Nicolas comprendió súbitamente lo que le había sucedido a su asistente. Arrancó el papel y corrió en dirección a la puerta de la Craffe.
***
El contacto de la paja húmeda y el olor de la misma despertaron a Azlan. Durante una fracción de segundo tuvo la impresión de haber regresado al castillo de Peterwardein y de que su padre lo llamaba. Abrió los ojos. El calabozo de la cárcel de la Craffe estaba iluminado únicamente por el resplandor de la antorcha de la celda del guardián. Todo le volvió a la memoria, el gentío alrededor del soldado que leía la ordenanza que anunciaba la detención inmediata de todos los bohemios que no hubieran abandonado el ducado, el dedo de un hombre entre la multitud que lo señalaba a él, los empujones, sus protestas, la mujer que salió en su defensa, los guardias que titubearon y el teniente que lo hizo detener.
Lo habían tomado por un vagabundo. A lo largo de esos cuatro años en los que había acompañado a los loreneses, había acabado por olvidar que nació gitano. Su piel mate, sus cabellos de azabache que había dejado crecer desde su retorno, sus iris negros, su acento extranjero, todo aquello que tanto gustaba a su alrededor y que le proporcionaba un encanto que sabía utilizar le señalaba hoy como culpable. ¿Culpable de qué? Volvió la cabeza hacia los compañeros de infortunio que compartían la mazmorra con él, dos bohemios que no habían sido advertidos del decreto y que habían sido detenidos cuando pedían limosna a un burgués. Ambos hombres hablaban en romaní sin preocuparse por su presencia. Observó cómo Babik se parecía a ellos. Y también él sin duda. «Un rob. Siempre seré un rob, ¡vaya a donde vaya!». Su pensamiento era un grito de cólera. Golpeó la pared con la palma de la mano, luego con el puño cerrado, una vez, y luego otra, haciendo crujir sus articulaciones. Los dos detenidos interrumpieron su conversación.
—¿Estás bien? —dijo uno de ellos.
—¡No! —gritó Azlan.
Golpeó la pared como si fuera un enemigo invisible sin poder detenerse. Sus falanges sangraban y cada golpe dejaba un rastro de sangre sobre las frases grabadas a lo largo del tiempo por los prisioneros. Los bohemios lo inmovilizaron y lo calmaron rápidamente antes de soltarlo de nuevo. Agotado, sin resuello, se dejó caer al suelo. La cabeza le daba vueltas. Oyó a alguien que lo llamaba, ruido de pasos y el tintineo de unas llaves. Los dos vagabundos se apartaron de él. Azlan alzó la cabeza y vio a Nicolas, rodeado del carcelero y de un oficial lorenés. Tras ellos se hallaba el conde de Carlingford, que había acudido como garante de la identidad del prisionero.
—Ya está —dijo Nicolas mientras le ayudaba a levantarse—, ya ha pasado.
Puso sobre los hombros de Azlan el largo abrigo de betyar que había traído de Hungría.
—No volverá a suceder. Nunca más —dijo dirigiéndose al soldado, que apartó la mirada.
Al salir, las nubes ocultaban el resplandor del cielo. Azlan se detuvo e inspiró profundamente. No había pronunciado ni una sola palabra.
—Rosa nos ha enviado su carroza —prosiguió Nicolas, y señaló el carruaje que los aguardaba—. Ven, volvamos a casa.
Dio un paso adelante. Azlan no se movió.
—No —murmuró este con un hilo de voz.
—¿No?
—No iré a Saint-Charles… No es mi casa.
—Comprendo lo que debes de sentir, de verdad, pero no dejes que la cólera te ciegue —respondió Nicolas al tiempo que le agarraba del hombro.
Azlan miraba al vacío.
—Entre la gente que quería echarme había un hombre al que curé el mes pasado. Le he reconocido.
—Pero me han explicado que la mayoría de los testigos salió en tu defensa y que los soldados se te acabaron llevando para evitar una pelea. Necesitarás tiempo, pero debemos olvidar este incidente.
—¿Cómo olvidar que he sido detenido para ser expulsado solo porque me parezco a esos dos fulanos que estaban conmigo en el calabozo? Sí, soy gitano, soy bohemio, pero creía que me había ganado ser también lorenés, gadjo.
Nicolas bajó la mirada.
—Me iré un tiempo a casa de Rosa de Cornelli —concluyó Azlan—. Al menos el necesario para que cicatricen estas heridas —añadió mientras mostraba sus manos enrojecidas e hinchadas—. Las otras tardarán más en cerrarse. Mucho más.
***
A la mañana siguiente, el duque se desplazó hasta la casa de la marquesa para expresarle a Azlan la gratitud del Estado lorenés hacia el que él llamó «hijo de Hungría y de Lorena» y conversar largamente con él. A pesar de una noche agitada por las pesadillas, no parecía tan marcado por los acontecimientos y tenía buen aspecto bajo la protección de Rosa, que no se separó de él durante la entrevista, protegiéndolo con la seguridad propia de su rango. Azlan, por su lado, estaba turbado por el interés que la joven le manifestaba. Lo atraía por su belleza, por los atavíos que lucía y que jamás había visto en ninguna otra mujer, pero también por su personalidad encantadora. Ella sabía calibrar enseguida las fuerzas y las debilidades de sus interlocutores y lo utilizaba para conseguir sus fines con mayor éxito que si hubiera contado con fuerza física. «Ni siquiera el duque está a su altura», pensó al verla aconsejar al soberano, que trataba en vano de convencer a Azlan de la bondad de sus edictos.
—Vuestra alteza debe reprimir la mendicidad y a la vez socorrer a los pobres. El pueblo debe comprender que nada os preocupa tanto como trabajar a favor de la conservación de nuestros buenos súbditos.
Con dos únicas frases, ella había logrado resumir con qué justa mezcla de acción y diplomacia debía desenvolverse el soberano para llevar su reforma a buen término. Una vez se hubo marchado el duque, Rosa besó a Azlan en la frente, como hacen las hermanas o las madres, lo felicitó por haber aceptado el diálogo y le dejó apoyar la cabeza sobre su vientre. Sentía el suave movimiento de su respiración y un perfume que no alcanzó a identificar pero que a lo largo de toda su vida asociaría a los primeros sentimientos de su corazón. Rosa le pidió que le explicara la circulación de la sangre y le hizo prometer que ese mismo día iría a visitar a Nicolas.
De regreso al palacio, Leopoldo almorzó una pularda y un postre y acto seguido se sumergió con François de Carlingford en las cuentas del ducado. Los ingresos ordinarios alcanzarían un millón seiscientas mil libras, a las que había que sumar trescientas cincuenta mil libras procedentes del derecho de bienaventurada ascensión al trono y dos millones de libras fruto de la venta de los cargos judiciales y financieros.
—Eso hace alrededor de cuatro millones de libras, de los que podremos disponer a lo largo del año —concluyó Carlingford, y alzó la vista hacia el duque.
Leopoldo se aproximó a una ventana y en cuanto lo vieron se formó un corro de una cincuentena de personas en la Grande-Rue para aclamarlo. Salió al balcón y saludó, antes de regresar al interior con las manos a la espalda para ocuparse de los asuntos del nuevo Estado.
—¿Algo no va como es debido, alteza?
—¿Por qué decís eso? —replicó mientras se volvía hacia Carlingford.
—Al haberos enseñado las ciencias más nobles desde vuestra más tierna edad, puedo vanagloriarme de saber cuándo una cuestión os gusta o no os gusta, alteza. En estos instantes, parecéis absorto en otras cuestiones.
—¿Creéis que nuestro edicto ha sido justo? ¿Debíamos expulsar a esos mendigos extranjeros? —preguntó con la franqueza aún propia de su juventud.
—Tenemos ya suficientes desventurados nativos en nuestro ducado de los que ocuparnos —respondió Carlingford con convicción—. Las guerras y los desórdenes han traído aquí a bandas de vagabundos que pillan, roban y secuestran hasta en los lugares más remotos. Dicen ser egipcios o bohemios, y ya hay algunos a los que se busca por asesinatos cometidos en nuestro Estado. No podemos ser indulgentes con ellos, alteza. De ninguna manera.
La respuesta pareció tranquilizar a Leopoldo. Sus rasgos se relajaron.
—Tenéis razón, continuemos así. Reprimamos la mendicidad y socorramos a nuestros pobres. No tengo mayor preocupación que trabajar por la conservación de nuestros buenos súbditos, como ese muchacho.
—Un análisis muy pertinente, alteza.
—No es mío, pero lo suscribo completamente. Ese joven Azlan es un futuro cirujano brillante, sería una lástima que abandonara el ducado. Necesitamos a todas nuestras fuerzas vivas para nuestro Estado. Proponedle un título, que abandone ese nombre imposible de retener e implicadlo en la ayuda a los indigentes y a nuestros súbditos en la penuria.
—Por desgracia, también él está sin blanca. No podrá comprar un cargo —respondió Carlingford—, a menos que se le ofrezca graciosamente.
Leopoldo se aproximó a su regente y adoptó un tono de confidencia.
—La marquesa lo ha acogido bajo sus alas, creo que no seguirá pobre y sin nombre por mucho tiempo.
—No es a él a quien quiere cazar —replicó el conde en el mismo tono.
—¿No? ¿A quién? Decidme. Adoro los secretos de alcoba y en nuestro ducado aún no hay muchos —dijo, animado.
—Ha acogido al asistente para atraer al maestro.
—¿Nicolas Déruet? A esa mujer le gustan los retos, ¡si a ese lo embrujó una comadrona!
—¿Qué hombre podría resistirse a la gracia de la marquesa de Cornelli?
—El mismo que resistió a todas las mujeres de Peterwardein y de Viena. ¿Queréis hacer una apuesta, mi querido conde? —preguntó el duque con una sonrisa irónica que suscitó la misma sonrisa por parte de Carlingford.
A Leopoldo le encantaban los juegos, y las apuestas eran moneda corriente entre él y su consejero durante los años de campaña, en los que habían hallado una diversión que no requería cartas, ni fichas ni mesa. Y la intuición del joven soberano a menudo había sido superior a la de su regente.
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó el conde.
El duque se inclinó y se la murmuró al oído. Carlingford abrió los ojos como platos.
—Una apuesta elevada —comentó.
—Parecíais muy seguro de vuestra afirmación, François Taaft —replicó Leopoldo, burlón.
Utilizaba en contadas ocasiones el nombre del conde, con el que le recordaba sus orígenes modestos.
—Muy bien, vos lo habréis querido, alteza. ¡Acepto!
—Esto me ha puesto de buen humor. Volvamos a nuestros asuntos —dijo el duque—. ¿Tenéis noticias de mi futura esposa?
***
La ausencia de Azlan era notoria en la vida cotidiana de Saint-Charles. Todo el mundo, cirujanos, médicos, monjas y pacientes, echaba en falta su buen humor y su naturalidad. No se redactaban los informes sobre los pacientes, y los sanadores, acostumbrados a leer y releer esos informes para comprender mejor el impacto de sus tratamientos, se lamentaban. Pero no tenían a nadie que pudiera tomar el relevo.
—Ese chico sabe hacerse imprescindible —comentó el doctor Bagard—. Hace dos semanas que no está aquí y ya está todo patas arriba.
Azlan había ido a visitarlos varias veces. Las heridas de sus falanges, superficiales, habían cicatrizado rápidamente, pero el joven no tenía intención de reincorporarse a su trabajo antes de varias semanas. Nicolas estaba preocupado por su cambio de actitud, puesto que para él la cirugía era toda su vida. Una semana después de su encarcelamiento, fue a enseñarle el regalo que Rosa le había hecho: una raqueta de buena madera, con un cordaje de cáñamo, fabricada por el más famoso maestro del juego de la pelota del momento.
—Una verdadera joya —comentó Azlan al mostrársela a sus dos amigos, y luego les hizo prometer que irían a verlo a la sala del palacio.
Pasaba parte del día entrenándose y el resto le enseñaba a Rosa los rudimentos de la cirugía. Ella lo colmaba de regalos.
—Como ese traje ridículo que vino a enseñarnos ayer —dijo maese Delvaux durante la pausa para el almuerzo.
Nicolas peló su patata, la mordió y enseguida escupió la carne podrida.
—Ya no debe de comer patatas muy a menudo —añadió mientras Nicolas bebía toda el agua de su jarra para atenuar el sabor.
Cuando Azlan descendió del carruaje no lo reconocieron hasta que llegó junto a ellos. Vestía una chaqueta hasta la cintura de damasco blanco, decorada con galones y puntillas doradas cuyos botones relucían a la luz del día como soles, y un par nuevo de botas altas de piel gruesa y con costuras de calidad. El muchacho estaba orgulloso y feliz de mostrarles su vestimenta a sus amigos, pero la reacción burlona del Erizo Blanco primero le fastidió y luego lo enojó. La conversación fue breve y Azlan, furioso, se marchó dando un portazo. El carruaje de Claude partió sin que Nicolas lograra retenerlo. Esa misma mañana François pasó por casa de la marquesa para disculparse, pero el joven se negó a recibirlo. Desde entonces, el Erizo Blanco, conocido por su carácter rencoroso, refunfuñaba airado contra Azlan y lo maldecía con cualquier pretexto.
—En todo caso, no se estropeará las manos haciendo de petimetre de la marquesa —dijo François al tiempo que le mostraba los callos debajo de sus falanges—. No como nosotros.
Nicolas, que había decidido callar para no enfadarse a su vez, interrumpió el monólogo del cirujano.
—Te equivocas, François. Lo que ha sufrido es un golpe tremendo, créeme. Si lo hubieras conocido en Peterwardein lo comprenderías.
El Erizo Blanco rezongó y tragó una bola de pan para evitar responder.
—Solo tiene diecisiete años. Permítele que se maraville ante otras cosas que no sean bisturíes o amputaciones —prosiguió Nicolas.
François tragó la miga que masticaba.
—¿Eres tú quien me lo dice? Hace una semana temías que abandonara la carrera.
—Y he pensado en ello. Lo importante es que halle su camino. Tal vez no fuera la cirugía —añadió, y dejó sobre la mesa una bandeja de madera con ciruelas.
—Tal vez no fuera la cirugía… —replicó François imitándolo exageradamente—. Sin embargo, si yo te hubiera escuchado, jamás habrías acabado tu aprendizaje. Un día querías ser orfebre. Al día siguiente, médico. Y un día después, pintor. Enumeraste todos los oficios.
—Ten, pruébalas, son las últimas —dijo Nicolas, y empujó la bandeja hacia su amigo.
—¿Quieres saber la verdad? —continuó el Erizo Blanco mientras se servía un puñado—. La verdad es que si no te hubiera obligado una mañana y otra, hoy trabajarías en el campo o en el matadero. Y a ese muchacho, ¡tendrás que obligarlo!
Se zampó una ciruela y escupió el hueso al suelo. Fue a dar contra el pie de la hermana Catherine. El Erizo Blanco se levantó precipitadamente y se quitó el gorro.
—Oh, perdonad, madre, ¡no os había visto! Voy a limpiar la cocina.
—Ya lo haréis más tarde, maese Delvaux —respondió la monja sin poder evitar una mirada de ligera reprobación ante la leonera en la que habían convertido la estancia—. Os espera un enfermo.
—¿De qué tipo? —preguntó Nicolas, que había advertido el nerviosismo de la religiosa.
—Del tipo especial. He hecho que se instale en la sala de autopsias.
—¿Otro sifilítico? —preguntó el Erizo Blanco, y cogió unas cuantas ciruelas más.
—Heridas de bala.
François se frotó las manos.
—¡Esta tarde me voy a divertir!
—¿Tan grave está?
—No, pero me ha pedido estar aislado y solo quiere ser atendido por los dos.
—¿Creéis que oculta algo?
—Él os lo dirá. Se ha presentado como amigo vuestro. Se llama Malthus.
***
Sentada en una silla de la galería, Rosa aplaudió el punto que Azlan acababa de ganar.
—¡Quince a uno! —anunció el muchacho que arbitraba, situado en el interior, y luego anotó el resultado con tiza en el suelo.
Orgulloso de sus progresos y animado por los asiduos de la sala, había insistido para que ella fuera a verlo. El juego de la pelota, en el que se movía mucho dinero, tenía fama de atraer a timadores de toda clase dispuestos a desplumar a los aficionados faltos de reconocimiento. Los jugadores profesionales de pelota, más de un centenar en toda Europa, iban de sala en sala para ganarse la vida gracias a las apuestas en los partidos. Rosa lo sabía y temía que Azlan fuera una presa fácil para jugadores sin escrúpulos. Había citado al señor Hyacinthe Reverdy, el jugador con mayor renombre del ducado, y este se retrasaba. Rosa aprovechó para admirar la sala, una de las más bellas de Europa, construida a primeros del siglo XVII siguiendo el modelo de la del Louvre. Se habían empleado los materiales más nobles y resistentes, desde las piedras procedentes de la cantera de Pont-Saint-Vincent hasta las tejas de las adoberías de Brichambeau y del barrio de Saint-Nicolas, y las inmensas pinturas murales fueron realizadas por un artista de fama. Numerosos jugadores profesionales frecuentaban la sala de Nancy, sobre todo porque el juego ya estaba en declive en Francia dado el absoluto desinterés de Luis XIV en la práctica del mismo.
—Querida marquesa, sabréis disculpar mi retraso —dijo el hombre, y la sacó de sus pensamientos.
—Soy yo quien se excusa, señor Reverdy, por haberos obligado a interrumpir vuestras actividades para venir hasta aquí —respondió mientras él le daba un intenso besamanos.
Rosa no se inmutó. Estaba acostumbrada a gustar a los hombres y sabía detectar enseguida a aquellos que la cortejarían asiduamente.
—Estoy aquí desde el principio, pero deseaba observar el juego de vuestro protegido —añadió, y se sentó junto a ella—. Estaba cerca de la pared del fondo.
—Os confesaré que no entiendo nada de este pasatiempo y que es la primera vez que vengo aquí —respondió ella al tiempo que se abanicaba enérgicamente.
—Estos lugares se honran de contar con vuestra presencia, querida marquesa. Incluso si tienen el impudor de calentar vuestra piel tan delicada.
—Dado que parecéis dispuesto al cumplido, ¿qué pensáis de mi amigo Azlan?
Hyacinthe Reverdy dibujó la sonrisa embaucadora de aquel que no se desalienta ante un desaire y respondió mientras lo observaba jugar.
—La verdad es que tiene un buen golpe y se coloca de forma natural en el servicio. He visto cómo clava la pelota de una esquina a otra y utiliza las diagonales, anticipa las trayectorias con seguridad. Sus golpes de derecha son muy potentes, pero en los de revés le falta precisión. Todo eso es prometedor —analizó mientras el público, una veintena de personas agolpadas tras la red de la gradería, aplaudía una jugada espectacular.
Azlan había efectuado un servicio picado y luego una volea que había pasado rozando la cuerda. El muchacho que arbitraba gritó «cuarenta y cinco a quince» con voz ronca y acto seguido lo anotó en el cuadrado del suelo.
—El juego de pelota no es tan fácil como parece. El principiante siempre tiene la impresión de una progresión muy rápida que solo desaparece cuando se las ve con un jugador más curtido. Y eso le puede costar más de un disgusto.
—Por esa razón os pido que me ayudéis —respondió ella a la vez que cerraba su abanico—. ¿Aceptaríais ocuparos de Azlan?
—¿Cómo os lo iba a negar, querida marquesa? Entrenaré a vuestro protegido.
—Un último punto: ¿cuáles son vuestros honorarios?
—Seiscientos francos, pagaderos por adelantado. Corren a mi cargo los gastos de las partidas, refrescos, camisas, madera para la chimenea y velas, además de los gastos adicionales. Y dentro de seis meses os lo devolveré capaz de defenderse de los jugadores de pelota más viciosos.
El partido se había interrumpido para que pudieran encender varias hileras de velas dado que ya había poca luz.
—Es el único punto débil de esta sala —comentó Reverdy—. Solo tiene dos ventanas. En cuanto el cielo está nublado hay que encender velas.
Un chiquillo blanqueaba las pelotas haciéndolas rodar dentro de un saco lleno de salvado y luego se las devolvía a los jugadores. Azlan realizó un servicio cortado golpeando la pelota por debajo y corrió a la red para intentar una volea. Su adversario le devolvió un golpe muy fuerte. La pelota, hecha de cintas de tela comprimidas y cosidas, le dio en la mejilla sin darle tiempo a protegerse. Azlan, aturdido, se arrodilló para recuperarse antes de abandonar el partido. Rosa, inquieta, se aproximó al terreno de juego.
—No es nada —intervino el futuro entrenador.
—Pero ¡si lo ha hecho a propósito!
—¡Claro que lo ha hecho a propósito! Estaba a punto de perder el punto y el partido. Recibirá más pelotazos hasta que aprenda a esquivarlos.
Antes de que Azlan se reuniera con ellos, ella renovó su petición.
—Haced que progrese y enseñadle a cuidarse de los estafadores. Si lo lográis, habréis cumplido vuestra misión y os habréis ganado lo que es vuestro.
—La mejor recompensa será trabajar para vos, marquesa —replicó él, y le tomó la mano para darle un segundo besamanos.
Ella la retiró antes de que él tuviera tiempo de acercar los labios.
—Me parece que confundís la caza y el juego de pelota, querido señor Reverdy. Espero que seáis más hábil en el segundo que en la primera.
***
Gabriel Malthus había recibido una bala de arcabuz en la grasa de la nalga y otra en el brazo derecho que le había atravesado el bíceps sin causar daños en ninguna arteria ni nervio. Su caso, como lo había juzgado la hermana Catherine, no inspiraba inquietud alguna y las heridas habían dejado de sangrar antes incluso de que llegaran los cirujanos. Sin embargo, se hallaba en un estado de miedo y nerviosismo que nada parecía poder calmar. Su respiración era rápida, le temblaban las manos y tenía la mirada extraviada, y al igual que una mosca excitada, iba a un sitio y se iba de inmediato de allí. Malthus se había negado a beber cualquier cosa, medicina o alcohol. Cuando Nicolas le preguntó qué le había sucedido, evocó un ataque de bandidos en un sendero del bosque en la linde del ducado. No convenció a nadie, pero le daba igual.
El boticario, al que le gustaba vestirse a la antigua usanza, llevaba siempre un jubón negro de mangas muy abombachadas y chorreras de puntillas blancas, así como unas medias de color oscuro. Lo había dejado todo sobre una silla antes de dejarse curar. Nicolas observó las ropas mientras François, que chupaba huesos de ciruela, acababa de coser las dos heridas con una despreocupación que enojó a Malthus. Ambos intercambiaron unas miradas de odio, y el Erizo Blanco acabó por escupir los huesos y una retahíla de gentilezas.
—Gabriel, ¿qué le ha sucedido a tu ropa?
Nicolas se había acercado a la mesa en la que curaban al paciente y le mostró el jubón.
—¿Qué ocurre? —preguntó Malthus mientras se daba la vuelta con una mueca de dolor.
—La llevas toda cubierta de un fino polvillo blanco. Al igual que tus cabellos y tu barba —añadió a la vez que le separaba los cabellos con la punta del escalpelo.
—¡No me toques! —respondió Gabriel, y le apartó el brazo—. Debía de haber polvo por el camino, ¡qué sé yo! ¿Importa acaso?
—Da igual, es verdad —añadió Nicolas, y dejó de nuevo el jubón sobre la silla.
La hermana Catherine entró y le habló al oído.
—Está ahí un policía que quiere hablar conmigo. François, ¿puedes acabar sin mí? —preguntó Nicolas al tiempo que buscaba un paño con el que enjugarse las manos.
—¿Sucede algo grave? —interrogó Malthus con la mirada de nuevo extraviada.
Salió sin responderle, seguido por la monja. El Erizo Blanco rebuscó en su bolsillo una última ciruela y se la llevó a la boca para mascar el hueso, empapó una compresa con aceites esenciales y untó las dos heridas. El paciente se estremeció.
—¿Tienes miedo? —preguntó el cirujano.
—Tengo frío.
—¿En pleno verano? —bromeó François.
—¡Pardiez, si me habéis desnudado!
—Sé reconocer el miedo, pues afecta a otros músculos —dijo François, y se acercó a él fingiendo observar los temblores de sus piernas—. Los escalofríos son más cortos y anchos. Incontrolables. El miedo recorre el cuerpo como una ola, de abajo arriba.
—¡Pues sí que estamos bien! ¿Y de eso también quieres curarme?
—En cualquier caso, tienes suerte. Podrás denunciar la agresión que has sufrido a las autoridades sin tener que desplazarte. Por cierto, ¿qué te han robado?
Por toda respuesta, Malthus refunfuñó, con la mirada clavada en la puerta.
El cabo pertenecía a un regimiento de la guardia de Leopoldo y su patrulla había tratado de detener un carro que abandonaba el ducado. El cochero había intentado darse a la fuga. Perseguido por los soldados, que habían abierto fuego contra él, abandonó el vehículo en la carretera de Toul y huyó a lomos del caballo de tiro. En el interior del carro, los soldados hallaron veinte sacos de cincuenta kilos de harina. Desde el 24 de febrero, estaba prohibida la exportación de grano fuera del ducado.
—So pena de una multa de quinientos francos y confiscación de los coches, monturas y el producto del contrabando —precisó el militar.
La escasez había llevado al duque a dictar leyes que prohibían la exportación o el acaparamiento de trigo. La patrulla había seguido al hombre hasta Nancy, donde le habían perdido el rastro.
—Pero estamos seguros de que está herido —añadió el cabo—, y estamos registrando los hospitales y establecimientos de los médicos. ¿Habéis atendido hoy a un hombre herido de balas de mosquete, maese Déruet?
Cuando Nicolas regresó a la sala de autopsias, François comprendió que debía dejarlo solo con Malthus. El boticario estaba sentado en la mesa de operaciones y se había vestido. Nicolas cerró el bote que contenía el bálsamo utilizado y lavó los escalpelos en una palangana.
—Tengo un problema —dijo mientras guardaba su instrumental.
—¿Ah, sí? ¿Qué sucede? —respondió Gabriel, cuya voz delataba la emoción.
Nicolas se secó las manos y se acercó a su paciente.
—En la habitación de al lado hay un hombre que solicita mi ayuda para detenerte por haber tratado de vender trigo en el extranjero.
—Pero se equivoca, se trata de una confusión… —comenzó Malthus, sin convicción.
—En tal caso ¿cómo explicas que tu trasero haya interceptado la trayectoria de su bala? Y te ha descrito con tal lujo de detalles que, una vez hayas salido de aquí, aún vas a tener más problemas.
El boticario bajó la vista.
—Nicolas, compré novecientos kilos de harina para comerciar con Francia justo antes de que un edicto prohibiera exportarla. El problema es que aquí solo quieren mi trigo los pobres y los necesitados, pero ya no tienen dinero con que pagarlo. ¿Cómo iba a saber yo que me encontraría con toda esa harina en mis manos? ¡Si no logro venderla, estaré arruinado!
—¿Sabes que si te denuncio un tercio de la multa y de los bienes confiscados me corresponderá a mí? Y otro tercio a los pobres del ducado.
—Sí, lo sé… ¡Estoy arruinado! —gimió Malthus.
—¿Qué harías tú en mi lugar? —preguntó Nicolas, y se acercó a él—. ¿Qué harías?
—Compré ese producto honradamente con el dinero de mi tienda y soy víctima de las circunstancias. En tu lugar, te dejaría marchar… vamos, me dejaría marchar… Digamos que me entiendes, ¿verdad?
El hombre había recobrado la esperanza y se había incorporado.
—Quizá —respondió Nicolas—. Pero ¿por qué iba a hacerlo por alguien que me envió a la cárcel hace cuatro años y me robó cinco mil francos?
—¡Yo no hice nada! —exclamó Gabriel a la vez que se ponía en pie impulsado por la cólera.
Apenas apoyó el pie en el suelo, hizo una mueca de dolor y gimió conteniendo un grito antes de volver a sentarse.
—¿Por qué me acusas de eso? Soy inocente, inocente ¡y pongo a Dios por testigo!
Su voz estaba teñida de rabia contenida.
—Eras tú quien debía recibir esa suma para entregármela —prosiguió Nicolas mientras se acercaba a la puerta.
—Nunca llegó a mis manos, ¡desapareció de las arcas del gobernador! Pudo ser cualquiera en palacio, cualquiera… por ejemplo ese médico, ese Courlot que quería verte preso como escarmiento.
—Sin embargo, fuiste el único que dejó la ciudad poco después, Gabriel.
—Todo parece acusarme, pero no fui yo. ¿Cómo podré convencerte? Denúnciame si así lo quieres, denúnciame, pero por esa razón no, por esa no, por favor.
Malthus gritó y sollozó. Sus palabras se volvieron incomprensibles. Se ocultó el rostro entre las manos para llorar. Un hilillo de baba le colgaba de la comisura de los labios y se le pegaba a la barba. Cuando alzó la cabeza, Nicolas había salido. La puerta había quedado abierta. El policía ya no estaba allí. Vio un bastón que utilizó como muleta y se marchó cojeando.
***
El Cristo de piedra del puente de Malzéville, con la cabeza gacha, parecía abatido por el calor que reinaba en aquel final de verano. Encaramado en su columna, contemplaba las embarcaciones que subían o bajaban por el Meurthe y los barcos mercantes que fondeaban en el puerto del Crosne, donde la actividad se desarrollaba al ritmo de las cargas y descargas. Nicolas y François habían descansado un buen rato tumbados en la Nina, que seguía en construcción. Amarrada a orillas del puerto, parecía desnuda sin sus velas.
—El taller que me las debía entregar se ha incendiado, ¡vaya suerte la mía! —dijo François, y se puso en pie para servirse un vaso de su vino—. Ahora tendré que esperar unos meses o quizá un año.
Bebió y observó con envidia el paso de una chalana de formas generosas, cargada de troncos de haya, cuya línea de flotación rozaba la superficie del agua. El barco provocó unas leves olas que llegaron hasta la Nina y zarandearon a los dos pasajeros.
—¡Parece que estemos en alta mar en plena marejada! —exclamó el Erizo Blanco, que se mantenía en pie junto al mástil—. ¡Soy el capitán Delvaux! —gritó alzando un brazo al cielo, cosa que hizo que dos pescadores que se hallaban en la orilla se volvieran hacia ellos.
—¡Aprende a nadar, marino de agua dulce! —le gritó uno de ellos—. ¡Y a respetar a los pescadores!
François abrió la boca para responder, cambió de opinión y se sentó junto a Nicolas.
—Ese mequetrefe no me va a estropear el día.
—¿Por qué te dice que aprendas a nadar?
—No tengo la menor idea. ¿Y si asamos un pescado?
—No soy buen pescador, François, y no veo que tengas material en tu barco.
—Pero ¿quién habla de ir a pescar? En la tienda del puerto hay unas truchas deliciosas. Enciende un fuego y ahora vuelvo con la comida.
Nicolas se instaló en la orilla y apiló unas ramas secas sobre una alfombra de ceniza, en medio del pequeño círculo de piedras que utilizaban los habituales de aquel lugar. Los dos pescadores pasaron junto a él y se detuvieron a charlar. Se marcharon cuando François volvía de la tienda con un pescado en cada mano.
—¿Qué querían esos gusanos? —preguntó mientras observaba cómo se alejaban.
—Vendernos lo que han pescado.
—No los necesitamos, ¡ya conocemos los buenos establecimientos! Mira, mira qué bonitas son —dijo, y le mostró las truchas.
—¿A cuánto las has pagado? —preguntó Nicolas mientras prendía su encendedor de sílex.
—A cinco francos la pieza. ¿Por qué?
—Porque los dos gusanos se las vendieron ayer a los de la tienda. Me ofrecían las piezas de hoy a tres francos. Más frescas y más baratas.
—Bah, hay que hacer que el comercio prospere —respondió François, y se dispuso a limpiar el primer pescado—. La dueña de la tienda antes estaba instalada en la ciudad nueva. Y a fuerza de malos inviernos, escasez y racionamiento, acabó rindiéndose. Este puerto es el futuro. Ya hay obreros que se han instalado en barracones y pronto habrá casas de piedra. En la ciudad, la competencia se ha vuelto demasiado dura.
Las ramitas y troncos secos tras el verano soleado prendieron rápidamente y se consumieron igual de deprisa.
—También me han explicado cómo te sacaron ayer de una situación embarazosa —prosiguió Nicolas mientras soplaba en las brasas—. Te caíste de la Nina y tuvieron que alargarte un palo para que no te ahogaras. ¡Nunca me habías dicho que no supieras nadar!
—Así son los jóvenes de hoy en día, no hacen más que inventarse cosas para pavonearse —refunfuñó el Erizo Blanco—. Se me atoró el pie en un cabo bajo el agua, eso es todo. Hasta el mejor nadador del ducado habría necesitado ayuda.
Almorzaron a base de pescado, una hogaza de pan y un queso tan duro que François creyó que iba a dejarse otro diente, pero este permaneció en su sitio tras bambolearse ostensiblemente. Volvieron a la Nina para echarse una siesta al sol.
—Confiesa que eres como los demás —afirmó el Erizo Blanco—. No crees que sea capaz de echarme a la mar a bordo de este barco, ¿no es cierto?
Por toda respuesta, Nicolas sonrió. Admiraba el temple de su amigo, que desde hacía años perseguía su sueño y lo construía tabla a tabla con una constancia ejemplar, cuando cualquier otro habría abandonado, y ello a pesar de que no tenía ninguna dote como marino, ni siquiera como nadador. Quería vencer el elemento que le era más hostil. Aunque tuviera que dedicarle la vida. Aunque le costara la vida. Le respondió como amigo, de corazón, y le habló del miedo que tenía de verlo partir.
Se dejaron mecer un buen rato en silencio antes de que François lo interrumpiera.
—Echo de menos al chaval —dijo, tumbado, con la cabeza apoyada en el banco que servía de asiento en la popa—. Aunque aún aguardo sus excusas. Espero sinceramente que regrese pronto.
—Vino a verme hace un par de días, pero ya solo piensa en su juego de pelota —explicó Nicolas sin abrir los ojos.
El sol jugaba con las nubes y le gustaba ver cómo la cortina oscura de sus párpados cerrados se iluminaba por instantes.
—Rosa se ocupa bien de Azlan —comentó el Erizo Blanco con un tono ambiguo que Nicolas fingió no comprender.
—Sí, ejerce una gran influencia sobre él y no escatima en gastos. No quisiera que creyera que tiene el futuro resuelto. Hablaré con Rosa. ¿Te he dicho que vamos a ir juntos a Fontainebleau?
—Ah, no —respondió François, y se apoyó en los codos para incorporarse—. ¿Con qué motivo?
—Acompañar al duque de Elbeuf, que representará a nuestro soberano en la boda con Isabel Carlota de Orleans. Me parece natural que Rosa, que abogó ante el rey a favor de esa unión, esté invitada, pero mi presencia me parece fuera de lugar. He tratado de excusarme, pero Carlingford ha insistido tanto que he comprendido que una negativa sería un casus belli. Tendrás que ocuparte del servicio tú solo durante diez días, el mes próximo. Es una buena razón para pedirle a Azlan que vuelva a ayudarnos.
—Tendré que morderme la lengua para no hacerle comentarios, pero no me gusta su nueva vida.
—A mí tampoco, no es su mundo. Pero debe enfrentarse a ello para que espabile.
—¿Y si no espabila?
—Uno siempre acaba por espabilar, es ley de vida.
El color naranja que tintaba su vista se ensombreció súbitamente. Nicolas abrió los ojos: las nubes cubrían el cielo. Se sentó a su vez y tendió a François un pergamino que había extraído de su bolsillo.
—El conde me ha entregado esta carta.
François la abrió, pestañeó para acomodar la vista y leyó de viva voz.
Yo, Jean-Léonard Bourcier, procurador general del ducado de Lorena y Bar, tras examinar la acusación contra Nicolas Déruet, de oficio maestro cirujano, acusación elevada el 18 de abril del año de gracia de 1694 por la familia De Rouault, representada por el doctor Jean-Baptiste Courlot, médico personal del difunto gobernador De Rouault, por el asesinato del gobernador y el robo de una suma de cinco mil francos, declara, a la vista de los elementos presentados en su acusación y su defensa, y sin nuevas pruebas por parte de la acusación, la inocencia del señor Déruet y condena al doctor Courlot a hacer efectiva a Nicolas Déruet una suma equivalente como indemnización por los perjuicios ocasionados. Esta decisión se conservará en los archivos del Tribunal y se hará pública al pueblo lorenés mediante la colocación de carteles durante un mes en los municipios de las comarcas situadas a menos de diez leguas[15] de Nancy.
En Nancy, a 10 de septiembre de 1698,
por la gracia de Dios y de S. A. R.
Leopoldo, duque soberano de Lorena y de Bar.
—¡Es formidable! —exclamó François, y le devolvió el pergamino—. ¡Por fin te han declarado inocente! Una historia que acaba bien. ¡Estoy muy contento por ti, de verdad!
Nicolas lo miró con gesto abatido.
—Yo también lo creía. Pensaba que esta decisión me haría justicia, pero sigo sintiéndome como… sucio. Tengo que averiguar quién robó el dinero. Tiene que reconocer públicamente su acto.
François se quitó el gorro para rascarse la frente.
—Te habrían enviado a la cárcel por una razón u otra, con o sin esa historia de los cinco mil francos, créeme. Y Courlot está en Francia desde hace mucho tiempo, nunca pagará la indemnización. Pensemos en el futuro, Nicolas. Jeanne ha muerto, Marianne está lejos…
—¿Qué dijo cuando se fue? ¿Cómo estaba ese día? —preguntó Nicolas, que se había incorporado—. Nunca me lo has contado.
—Pero es que nada hay que contar… Yo acababa de vender el establecimiento y ella buscaba dónde alojarse. Y…
El Erizo Blanco se interrumpió. Unas gotas de fina lluvia, traídas por un viento incipiente, los desalojaron. Se refugiaron en la tienda y se sentaron a una de las tres mesas que servían de taberna.
—En cuanto a Marianne, recuerdo que tenía una cita —prosiguió el Erizo Blanco al tiempo que llamaba a la camarera—. Cuando volvió, me anunció que dejaba la casa pero que me daría noticias suyas. Parecía extraña. En aquel momento pensé que se debía a la emoción de su marcha, tras aquel período tan duro.
—¿Sabes con quién se había citado?
—No.
—¿Dónde? ¿Cómo se llamaba la calle?
François pareció reflexionar.
—No, lo siento —respondió.
Miró a Nicolas a los ojos antes de bajar él la mirada para observar sus manos.
—Lo siento, muchacho —repitió—. Aquel día estaba borracho, demasiado borracho. Al igual que durante todo ese período. Vendí porque me temblaban las manos. Ya no era capaz de trabajar.
***
Azlan se dejó convencer para volver a Saint-Charles todas las tardes durante la ausencia de Nicolas. «Ni un día más», añadió, lo que moderó el optimismo inicial de los dos cirujanos. Ambos esperaban en secreto que esos días bastarían para que recuperara el gusto y la vocación por su profesión.
Nicolas llegó a Fontainebleau la víspera de la boda, el domingo 12 de octubre, en compañía de gentilhombres de la casa de Lorena, cuya conversación había versado principalmente acerca de la etiqueta y la jerarquía en la ceremonia. Habían conspirado como si se tratara del asesinato de un príncipe para convencer al hermano del rey de que su hijo, el duque de Chartres, no debería tener un rango superior al del esposo, hecho que había causado perplejidad a Nicolas. Se había enfrascado en la lectura de las obras de Ambroise Paré y había dejado que los conspiradores siguieran excitados elaborando aquel proyecto cuya envergadura era incapaz de comprender.
Prefirió no alojarse en el palacio y alquiló una habitación en una posada muy próxima. Al día siguiente curó al posadero, que se había cortado con un cuchillo de carne, dio una vuelta por el castillo a pie y se encontró con Rosa en el patio del Caballo Blanco, frente a una inmensa escalera en forma de herradura. La vio descender los últimos peldaños con admirable agilidad, casi sin alzar la falda de su vestido. Nicolas esbozó un besamanos y la alabó, impresionado.
—Mi querida Rosa, he visto vestidos que realzan el encanto de una mujer, pero vuestra belleza haría brillar los vestidos de todos los costureros del mundo. Haréis sombra a la novia.
—¿Qué os parece el palacio de Fontainebleau? —le preguntó ella, con el corazón henchido por el cumplido que sabía que era sincero y que le había sonrojado las mejillas.
—¿Es un palacio? ¡Creía que era una ciudad entera! —bromeó él al tiempo que miraba en derredor.
—Os esperaba con impaciencia, os lo mostraré —dijo ella, y le tomó del brazo.
Nicolas era feliz de hallarse en su compañía, pues se sentía incómodo entre la gente de la corte y las preocupaciones de la misma, que le eran completamente ajenas. Conocía lo bastante a Rosa para saber que ella no lo miraba con prejuicios sociales. Su vestimenta, sencilla y lustrosa, habría podido hacerlo pasar por uno de los criados del castillo, empleado en las cocinas o en la montería. Rosa tenía intención de protegerlo y de aprovechar al máximo aquellos momentos, en los que imaginaba que él estaba allí solo para ella. Eso la arrastraba y a la vez la asustaba, pues siempre había dominado sus relaciones amorosas.
—¿Asististeis ayer a la ceremonia de petición? —preguntó cuando ella lo conducía a la izquierda de las escaleras tentaculares.
—Sí, en el gabinete del rey. Estuvo presente la corte entera e incluso el rey y la reina de Inglaterra. Me crucé con vuestros compañeros de viaje y esperaba veros allí.
No obtuvo respuesta. Nicolas nunca se sentía obligado a justificar sus decisiones. Entraron en el primer edificio.
—La sala del juego de pelota —dijo ella, encantada con su guiño—. Así podréis describírsela a Azlan. Le he prometido que algún día iríamos a la de Fontainebleau o la de Versalles. De momento, según el señor Reverdy, nuestro protegido aún no está en condiciones de ser exportado.
—Deberíamos hablar acerca de su futuro, Rosa. Aunque no seamos de su sangre, somos su familia y me preocupo por él.
A ella no le sorprendió su petición.
—Acompañadme, haré que evitéis los oropeles y los faustos del palacio, puesto que algo me dice que no os interesan en demasía. Conozco un lugar que os gustará y donde podremos conversar sin que nos molesten.
—Si está a menos de una legua, acepto.
—Está al otro extremo de este patio —respondió ella entre risas—. La gruta de los Pinos.
—¿Una gruta?
El lugar arrancaba del edificio principal del patio y en verdad tenía apariencia de cueva. La fachada había sido decorada en la planta baja con estatuas de atlantes que custodiaban tres arcadas de piedra rústica tallada. En el interior, las paredes y los techos estaban decorados con frescos e incrustados de guijarros y conchas. Rosa reprimió un mohín al descubrir que la estancia se hallaba ocupada por un hombre sentado a una mesa, frente a una pequeña chimenea que desprendía una luz y un calor insuficientes. Estaba escribiendo, inclinado sobre el papel como un alumno aplicado.
—Entrad, entrad —dijo sin volverse—. Acabo mi nota y os saludaré gustoso.
La pluma rechinó y el ritmo de la misma se aceleró hasta el punto final. El hombre se puso en pie. Tendría poco más de veinte años, era de talla pequeña, lucía una gran sonrisa y parecía afable. Su voz era suave y calmada.
—Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon y padre desde hace tres meses. Os vi ayer en la ceremonia. Sois de la casa de Lorena, ¿verdad? —dijo mientras se dirigía a Rosa.
Rosa se presentó y lo felicitó por su paternidad.
—Jacques es mi primer heredero, pero el linaje será largo —precisó él—. ¿Y vos, caballero? Creo que no tenemos el honor de conocernos.
—En efecto. Soy Nicolas Déruet, cirujano del hospital Saint-Charles, en Nancy.
La mirada de Saint-Simon reveló condescendencia. Miró las vendas de las manos de Nicolas.
—¿Ah? —exclamó, sorprendido por la presencia de un artesano plebeyo junto a la marquesa—. Tal vez deseabais aislaros —añadió dejando entrever dobles sentidos.
—Estábamos visitando el palacio. Os lo ruego, señor duque, quedaos —respondió Rosa—. Estabais ocupado escribiendo.
—Sí. Ya he acabado —aseguró mientras ordenaba sus papeles.
—¿Son poemas? ¿Prosa? —insistió ella.
—Son notas, simplemente notas. He decidido escribir un día las memorias de cuanto haya visto de los asuntos de mi tiempo. Y para ello necesito tomar notas y conservar documentos.
—Es una empresa muy loable, caballero —prosiguió Rosa—. Ser testigo de la propia época es noble y ambicioso.
—¿Verdad que sí? Ese es el objeto de mi proyecto —peroró, halagado.
—¿Y a tal fin seguís las peregrinaciones de la corte y del rey? —intervino Nicolas con la voz más neutra que pudo para atenuar sus palabras.
—Sí, me hallo allí donde tienen lugar los acontecimientos importantes. Mirad, por ejemplo, lo que estaba redactando cuando habéis llegado: ayer se produjo un episodio que causó gran escándalo entre los loreneses. Isabel Carlota de Orleans, tras la ceremonia, se retiró a sus aposentos. No hizo acto de presencia durante la cena. ¿Sabéis por qué? ¡Lloraba sin cesar!
—¿Y el pueblo?
—¿Qué pasa con el pueblo?
—¿Habéis pensado en describir sus condiciones de vida? ¿Sus miserias? ¿Sus lágrimas?
—¿Y con qué fin? ¿Acaso el pueblo leerá mis memorias? Quiero consagrarme a los acontecimientos importantes, como os he dicho. ¿Sabéis, por ejemplo, que la princesa de Conti pretendió no asistir a esta boda y que el rey tuvo que enojarse ante sus falaces excusas? Sospecho que ella lo hizo adrede. Pero no puedo deciros nada más.
Su última frase, que supuestamente debía despertar la curiosidad de su auditorio, no logró el efecto deseado. El duque de Saint-Simon se batió en retirada ante la zanja que se abría entre él y sus interlocutores.
—Voy a cambiarme para la boda —se excusó—. Parece que el duque de Elbeuf se pondrá el mismo atuendo que ayer —añadió sin poder evitarlo.
—Es un gesto de confianza hacia su sastre —respondió Nicolas—. Y una vieja costumbre lorenesa que simboliza la fidelidad hacia la novia —soltó en cuanto le vino a la cabeza la ocurrencia—. Cuanto más gastado está el traje, más virtuoso es el hombre.
—A la vista del vuestro, sois un modelo de virtud —respondió Saint-Simon, satisfecho de su respuesta.
Nada más terminar la frase comprendió que acababa de caer en la trampa: su flamante vestido lo convertía a él en un consumado mujeriego. Mostrarse enojado significaría reconocer la verdad en las palabras de Nicolas y callar sería consentir o quedar como un mequetrefe.
Tras elegir la segunda opción, se esforzó en sonreír y los saludó vagamente antes de despedirse.
—¿Son todos así? —preguntó Nicolas tras cerrar la puerta que el hombre había dejado abierta.
—No, es inteligente y servicial —suspiró ella—, pero no le gustan los loreneses.
—¿Y qué hacéis vos entre ellos, Rosa?
—Me gano mi libertad, igual que vos. Pero a mi manera.
—¿Participando en esta mascarada? —preguntó él mientras añadía un tronco a la chimenea.
Las llamas colorearon la estancia con un velo ambarino. Las conchas que recubrían el techo parecieron animarse.
—Las cosas se pueden mover tanto desde dentro como desde fuera, querido maestro.
No se sentía a la altura para enzarzarse en una justa oratoria con ella.
—Decidme qué habéis averiguado acerca de Marianne —dijo él, y le ofreció una silla.
Rosa hizo una mueca al sentarse.
—¿Estáis seguro de estar preparado para oír lo que tengo que contaros?
Él se había sentado frente a ella, inclinado hacia delante, con los codos en los muslos, dispuesto a absorber cuantas informaciones ella le transmitiera. Rosa fue presa de una súbita melancolía: él no veía en ella más que a un mensajero y había pasado todo ese tiempo en su compañía solo a la espera de ese momento. Sintió un peso en el pecho y suspiró.
—Todo lo que he averiguado confirma un hecho del que había sido informada: no se marchó sola.
—Lo sé, se llevó a Simon con ella.
—No es eso lo que quiero decir. Se marchó con un… un hombre. Y hoy están casados. Lo lamento.
Una piña estalló en la chimenea.
—Pero… es imposible —acabó por articular él—. ¡Es imposible, seguro que os equivocáis!
—Lo lamento —repitió ella mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos.
—¡Os equivocáis, seguro! ¡No puede estar casada!
—Nicolas, comprendo que lo neguéis —dijo ella, y se secó rápidamente los párpados—, pero me lo han confirmado varias fuentes.
—¿Y dónde están?
Ella bajó la vista.
—Lo ignoro.
—No podéis saber que están casados sin haberlos localizado. ¡Eso no tiene ni pies ni cabeza! —exclamó él, y se puso en pie.
—Fue en Nancy, antes de ir a por el pequeño Simon. Bastará que consultéis el registro de la parroquia de Saint-Sébastien.
Nicolas se llevó las manos a la cabeza.
—¡No es posible, esto es una pesadilla!
—Creedme que hubiera deseado ser portadora de otras noticias.
Rosa no pudo contener la segunda oleada de lágrimas.
—Me gustaría veros feliz —prosiguió ella, entre sollozos—. Aunque…
Se puso en pie y se acercó a él.
—Aunque preferiría que fuera conmigo…
En un impulso que no pudo reprimir, Rosa lo besó en los labios. Ocultó su rostro en el hombro de Nicolas y lo abrazó llorando desconsoladamente. Pasada la sorpresa, él la abrazó y la acunó con ternura. Ella le dijo «Os amo», pero las palabras se las llevó una ola de lágrimas. Rosa se acurrucaba contra él, sacudida por temblores, mientras él trataba de serenarla. Se sentía culpable. Culpable de no haber descubierto los sentimientos de Rosa, culpable de ese sufrimiento que le infligía, culpable hacia Marianne, en la que pensaba mientras otra mujer lo abrazaba a él. La noticia de su matrimonio era como una realidad imposible. Si Rosa estaba enamorada de él, a buen seguro le había mentido. Trató de deshacerse del abrazo, pero ella se agarró a él, no quería que la viera así, con el rostro devastado por la pena. Ella, una mujer orgullosa e independiente, deseaba quedarse entre sus brazos, que aquel momento, aunque no fuera compartido, durara una eternidad, y sentir su piel, su olor, su calor y ese contacto que tal vez fuera el último.
Al cabo de un buen rato, agotada, ella se apartó despacio y ocultó el rostro entre sus manos. Le costaba respirar y se sofocaba, mareada.
—No quiero que me veáis así, os lo ruego, Nicolas. Dejadme, dejadme.
Él retrocedió hasta la puerta, silencioso, y la vio gemir. Titubeó y salió.
Dio unos pasos en el patio, lleno entonces de carruajes lujosos y donde reinaba una intensa agitación de lacayos y palafreneros. Nadie se fijó en él. Nicolas se detuvo en mitad de la plaza, indiferente ante el hormiguero humano. Era incapaz de reflexionar. El peso de los acontecimientos lo aplastaba. Marianne y ahora Rosa… Olió sus manos, en las que se había impregnado el perfume de sus cabellos, aroma a jazmín y azahar. No podía dejar a la joven sola y sufriendo. No podía huir de lo que había provocado en ella sin quererlo.
Una carroza, más suntuosa que las otras, de marquetería dorada y tirada por ocho caballos, se detuvo frente a la gran escalinata mientras el murmullo aumentaba. De ella descendió el rey de Francia. La boda iba a dar comienzo. Volvió la espalda a la agitación y regresó a la gruta de los Pinos.
Rosa estaba tumbada en el suelo, inanimada. Su rostro estaba cerúleo y tenía los labios muy apretados. Nicolas se precipitó hacia ella y detectó un pulso muy débil en la muñeca y ausencia de respiración. La puso de lado, sacó su bisturí y lo abrió, y le cortó el vestido y luego los cordones del corsé. Le dio la vuelta, la desnudó hasta la pelvis y puso su mejilla contra su nariz. Le pareció detectar un ligero aliento. Sus ropas le habían comprimido la respiración, pero esa no era la única causa de sus males. Sus tegumentos seguían sin recibir suficiente oxígeno. El señor de Saint-Simon entró y lo vio inclinado sobre el cuerpo medio desnudo de Rosa. Alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros, y acto seguido salió. Recuperaría el tintero más tarde. «Decididamente, a veces la nobleza tiene extrañas inclinaciones», pensó, a la vez que se prometía callar ese incidente para no enturbiar la jornada.
Nicolas ni siquiera lo vio. Puso la mano sobre el cuello de la joven y le pareció detectar una hinchazón de la tráquea. Guiado por su experiencia y sin pensar, introdujo el escalpelo en el cartílago y practicó un pequeño orificio. Rosa inspiró profundamente y el aire silbó al pasar por la abertura. Al fin respiraba. Deshizo las vendas de sus manos y las puso junto a la herida antes de ir en busca de ayuda.
La Gazette de France publicó en sus columnas que, el 13 de octubre de 1698, se celebró en la capilla de Saint-Saturnin del palacio de Fontainebleau el matrimonio de Isabel Carlota de Orleans y el duque de Elbeuf, representante del duque Leopoldo. Una ceremonia sumamente sobria, a la salida de la cual el rey besó a su sobrina, que de nuevo se deshizo en lágrimas. Rosa y Nicolas no asistieron a la ceremonia y abandonaron Fontainebleau al día siguiente.
***
Al otro lado del Mosela, la campana de la abadía dio diez campanadas. A esa hora del día el mercado estaba muy animado y, a pesar de la penuria, era posible procurarse pan, verdura y carne. El hombre compró buey a una regatona cuyas manos expertas podían extraer los últimos retazos de músculo y de grasa de cualquier hueso. Paseó un buen rato entre los tenderetes y se detuvo frente al ayuntamiento, donde se dispersaba un pequeño corrillo. Habían colgado un cartel que ya no interesaba a los transeúntes. Empezó a leerlo, con la mente distraída por un grupo de estudiantes que reían a carcajadas y armaban jaleo. Por el acento, reconoció que se trataba de holandeses llegados de las Provincias Unidas, probablemente para estudiar teología o derecho. Prosiguió la lectura y de repente sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—No, no es posible —murmuró—. Imposible…
Miró en derredor y aguardó a que la gente se hubiera alejado, arrancó el cartel y lo ocultó bajo su camisa. No regresó directamente a su casa y se entretuvo paseando junto a la orilla del río para darse tiempo de pensar. Al llegar frente a su domicilio, había tomado una decisión.
Al abrir la puerta, Marianne se volvió y le sonrió.
—¡Por fin llegas! Has tardado mucho y el pequeño Simon tiene hambre.
—Tengo hambre —repitió el niño con el ceño fruncido, como si así acentuara su enfado.
Se aproximó al hombre y observó las compras que llevaba en la mano.
—¡Bien, carne! ¡Gracias, papá!
El muchacho tendió los brazos en busca de un mimo. Marianne cogió los paquetes que llevaba el hombre para que este pudiera tomar en brazos al niño. Cuando los dejó en la cocina, oyó las risas de Simon por las cosquillas.
—Para, no puedo más —dijo entre risotadas.
—Esta mañana he atendido un parto de una niñita preciosa —gritó—. ¿Me oís? —preguntó ante la ausencia de respuesta.
—¡Sí! —respondieron a coro.
—Ya tenía pelo, un cabello negro muy bonito. Y unos ojos grandes y curiosos. ¡Ha sido emocionante! Nunca me cansaré de ello. La madre es la mujer de Thiballier, sabes, el abogado.
—Voy a por agua al pozo —gritó Simon—, ¡es papá quien la ha pedido!
Se marchó sin aguardar la respuesta de Marianne. Esta cogió los cardos que había comprado en el mercado y separó las pencas de las hojas, y luego las troceó para cocerlas en la marmita de la chimenea para el almuerzo. Sintió la presencia del hombre a su espalda.
—Estás muy callado, mi querido Martin —dijo ella mientras rascaba las verduras.
—¿Me quieres? —preguntó él en un tono serio y frío que hizo que ella se volviera.
—Sí, te quiero —respondió con su voz dulce y serena—. Te quiero, querido Martin.
Él le entregó el pergamino que había arrancado de la pared. Marianne se limpió las manos y buscó en los ojos de su marido el motivo de su inquietud. Ella tomó el cartel y leyó la sentencia de Jean-Léonard Bourcier que declaraba inocente a Nicolas. No pudo reprimir un grito. La leyó por segunda vez, con la mano en la boca. Sus ojos pasaban una y otra vez por las líneas como si quisiera borrarlas con la mirada. Martin le cogió el pergamino de las manos. Marianne permaneció inmóvil.
—No está muerto —declaró él—. Maese Déruet se encuentra en Nancy.
—Vivo… Nicolas está vivo…
—¿Qué vamos a hacer? ¿Crees que sabe lo del dinero?
Ella lo miró sin responderle. Tuvo incluso la impresión de que no lo veía. En el momento en que se acercaba para abrazarla, Marianne se marchó precipitadamente y a punto estuvo de derribar a Simon, que regresaba acarreando el cubo de agua.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó el chiquillo al verla salir.
Se volvió hacia Martin, inquieto.
—Papá, ¿qué le pasa a mamá?
El hombre se agachó y sentó al niño en sus rodillas.
—Una mala noticia, pequeño. Una muy mala noticia.
—¿Ah, sí? ¿No tenemos más madera para el fuego?
Martin volvió a ponerse en pie y abrazó a Simon. El niño insistió.
—¿Es la abuela? Mamá me ha dicho que estaba enferma. ¿Se ha muerto?
—No, la abuela está bien. Pero alguien ha regresado del país de los muertos.
—Eso es bueno, ¿verdad? ¿Por qué mamá parecía triste? ¿Es grave?
—Aún no lo sé, jovencito. Aún no…
***
Rosa permaneció en silencio varios días. Nadie supo nunca qué había sucedido realmente. Le había aparecido un edema en la garganta y se había hinchado hasta ahogarla. Los médicos sospecharon que la había picado un insecto: «Una araña, una mosca o una avispa», dijo uno de ellos con su docta persuasión.
Nicolas retomó su actividad en Saint-Charles y, cada tarde, relevaba a Azlan junto a Rosa para atenderla. La primera semana solo pudo ingerir alimentos líquidos. Gracias a los ungüentos que le aplicaban varias veces al día, la cicatrización fue rápida y la joven no sufrió fiebre ni otras complicaciones. Solo la voz le cambió para siempre debido al accidente. Las cuerdas vocales se vieron afectadas por la traqueotomía improvisada. Los sonidos emitidos eran guturales y su timbre, antes tan claro, se había vuelto oscuro y ronco. Cuando se oyó por primera vez, lloró durante todo el día hasta dormirse de agotamiento. Su voz también la hacía sufrir físicamente, pues no podía mantener una conversación sin sentir muy pronto picazón y quemazón en la garganta. Azlan, al verla así, se reprochaba no haber estado presente, persuadido de que hubiera podido evitar el drama. Nicolas, por su parte, aún se preguntaba si había tomado la mejor decisión.
—No os reprochéis nada, me habéis salvado la vida —le dijo ella un día, cuando le cambiaba la venda.
—¿Os salvé u os mutilé? —respondió él mientras ponía el dedo sobre el bulto de la cicatriz.
—Me mutilasteis para salvarme.
Había llorado y se había secado las lágrimas mientras él le leía un capítulo del libro de Descartes. Rosa no ocultaba la angustia de la que a veces era presa, al igual que no disimulaba su alegría por la presencia de Nicolas. A petición suya, él se había instalado en su casa. No habían vuelto a evocar su conversación del día del drama. Como si tuvieran un acuerdo tácito, ambos evitaban los gestos o palabras ambiguas hacia el otro, y mantenían una condescendiente y amistosa neutralidad. Azlan estaba muy feliz de volver a tener a su amigo a su lado y el gadjo había aprovechado para convencerlo de que siguiera trabajando con él todas las mañanas.
El joven y Nicolas temían sobre todo que pudiera aparecer un nuevo edema en la garganta de Rosa, que sería fatal. No les convencía la idea de que lo hubiera producido un insecto, pues no habían observado ninguna picadura y Rosa no lo recordaba. Habían decidido utilizar los informes de Azlan para dar con casos parecidos e interrogar a sus antiguos pacientes.
—¿Ayunáis por penitencia o por olvido de las súplicas de vuestros estómagos?
Alzaron las cabezas hacia François, que los contemplaba, divertido, desde el pasillo. Azlan y Nicolas, sentados en la sala de los archivos, estaban rodeados por dos altas pilas de papeles, todos caligrafiados por la mano del joven aprendiz de cirujano a lo largo de los ocho últimos meses. Por su parte, el doctor Bagard los había autorizado a consultar las notas que Azlan había redactado para él.
—¿Qué hora es? —preguntó Nicolas, que parecía desorientado.
—Las dos de la tarde. El caldero de la cocina está vacío: las monjas, al no encontraros, han regalado a los enfermos los restos de la comida. Hay una nueva posada que, según parece, supera a todas las demás con su estofado de carne con verduras. ¡Caballeros, os invito a Le Sauvage!
La posada se hallaba en la planta baja de un edificio señorial, en la rue du Moulin, a unos pasos del hospital. A aquella hora, el establecimiento no estaba muy frecuentado y pudieron elegir una mesa junto a la ventana. Audit Aubry, el propietario, les mostró la sala de juego contigua, concurrida y animada, saturada del humo del tabaco y de la humedad emanada. Los allí presentes jugaban a cartas, principalmente al lansquenete y al faraón. Dos grupos jugaban a la bassette[16], que se había puesto de moda. Había tal algarabía que todos gritaban para hacerse oír.
—¡Me gusta este ambiente! —declaró el Erizo Blanco mientras se frotaba las manos—. Tengo la impresión de que el estofado será suculento.
No quedaba ya estofado y tuvieron que contentarse con una sopa con pan, pero ello no empañó su buen humor.
—¿Y qué habéis hallado en vuestra investigación? —preguntó, y se pasó la mano por el mentón para secarse algunas gotas de sopa.
Cinco enfermos habían sido atendidos en Saint-Charles con síntomas parecidos. Tres habían fallecido, uno de ellos incluso antes de ser trasladado al hospital. Los otros dos pacientes habían sufrido los mismos edemas en la garganta, la lengua y los labios y, por fortuna, no les habían obstruido completamente las vías aéreas y habían desaparecido al cabo de unas horas. Todos padecían una urticaria más o menos importante.
—A ninguno lo había picado un insecto durante los días precedentes a su llegada al hospital —precisó Azlan.
—¿Eso es todo? —se sorprendió el Erizo Blanco, decepcionado.
—Lo sé —respondió Nicolas mientras desmigajaba el pan en la sopa—. No es mucho.
—¿Cómo se encuentra Rosa?
Las secuelas físicas mantenían a la joven enclaustrada en su casa. Una vez hubo cicatrizado la incisión pidió a Nicolas, y este se lo permitió, taparse el cuello con alguna prenda. Un sastre le cortó unas chorreras de seda y puntillas que le cubrían el cuello hasta el mentón.
—Para su voz hemos probado diversas mieles, infusiones de canela, de salvia y otros remedios, pero sin resultado. Le ha cambiado para siempre —dijo Azlan.
—Es una mujer excepcional y tiene los medios para superar ese defecto —observó François.
Le Sauvage se hallaba junto a la fábrica de seda y los obreros trabajaban para poder abrirla de nuevo tras haber estado cerrada durante la ocupación francesa. Los martillazos resonaban en la rue du Moulin y el incesante tráfico de carretillas animaba la circulación. No habían tenido que atender a trabajadores de la obra, pero François había apostado con el doctor Bagard que por lo menos tendrían dos pacientes de la fábrica antes de que esta abriera oficialmente.
Azlan, atraído por el ambiente festivo de la sala del fondo, les propuso jugar a cartas. Declinaron la invitación y el Erizo Blanco aprovechó su ausencia para preguntar a Nicolas acerca de Marianne.
—Primero creí que se trataba de una treta de Rosa para alejarme de ella —respondió a su amigo—, pero fui a la iglesia de Saint-Sébastien y vi el registro con mis propios ojos. En efecto, se casó en septiembre de 1696 con un tal Martin Varroy.
—¿Viste las direcciones?
—Ambos estaban domiciliados en la casa del Refugio. La madre Janson lo sabía y no me dijo nada.
—¡Maldita sea! ¿Y no podríamos insistir?
—¿Para qué? Está realmente casada, y así será hasta su muerte. Nunca viviré con ella, tendré que acostumbrarme. ¿Qué puedo obtener de esa búsqueda, aparte de mayores tormentos?
—Admiro tu fuerza de carácter, Nicolas.
François tosió como si se dispusiera a lanzarse a una explicación importante.
—Voy a contarte una historia que nunca he revelado a nadie —afirmó, y bajó la voz.
—¿Ni siquiera a Jeanne?
—¡A ella menos que a nadie!
El Erizo Blanco se remontó al año 1675, cuando él tenía veintitrés años. A Jeanne la conocía vagamente, solo sabía que era hija del boticario del barrio. François estaba enamorado de una muchacha de diecinueve años.
—¡Blandine! ¡Ah, Blandine! Guapa como no puedes ni imaginar —comentó con los ojos mirando al techo.
El joven cirujano que era acababa de obtener su título de maestro y no tenía la menor duda de que sus sentimientos compartidos conducirían al matrimonio aquel mismo año.
—Pero… no había contado con sus padres, que se negaron a dar su consentimiento.
—¿Estaba prometida a otro?
—¡A un médico! Su padre, que era también del oficio, se negó a que se uniera a un criado que solo era digno de afeitar barbas y hacer sangrías, que obligara a su familia a rebajarse admitiendo en su seno a un trabajador manual que ni siquiera sabía latín.
—Os bastaba aguardar a que cumpliera la mayoría de edad.
—¿Seis años? Sus padres la casaron mucho antes. Al año siguiente había ganado un marido y un título de nobleza. Me era imposible luchar. No la movían sentimientos tan fuertes como para luchar por mí. Por despecho, pedí la mano de Jeanne. A fin de cuentas, no lo lamenté: aprendimos a querernos.
El Erizo Blanco sacó su bolsa y dejó el dinero de la comida sobre la mesa.
—He pensado en nuestra conversación acerca de los elixires —dijo Nicolas, y se puso a juguetear con las monedas relucientes.
—¡Qué interesante, muchacho! Entonces ¿nos lanzamos al comercio?
—No, pero me voy a dedicar a la redacción de una obra sobre mis remedios. Tenías razón cuando me hablaste de ello. Necesito implicarme más, sobre todo ahora que no corro tras una quimera.
Apiló las monedas en una esquina de la mesa.
—¿Vamos? Te he reservado el furúnculo en la mano de la señora Lutton. Es viuda de un coronel —bromeó Nicolas.
—Tú ocúpate de tu viuda, ¡solo espera una palabra tuya! —respondió François.
Nicolas encajó la respuesta y no replicó. Se levantó y se puso el abrigo. Azlan se reunió con ellos en el momento en que abandonaban Le Sauvage.
—He encontrado a un jugador de pelota que ha venido de España para perfeccionarse en el juego —dijo, sonriente—. Vamos a ir a la sala del palacio. Volved sin mí.
Los dos cirujanos solo tuvieron que cruzar la calle para llegar a Saint-Charles. En el momento de entrar, François asió a Nicolas del brazo.
—Lamento lo que te he dicho. No quería herirte.
Nicolas miró a su amigo a los ojos antes de responderle con una sonrisa.
—¿Acaso no son las heridas nuestra especialidad?
***
La estancia era un salón privado del hotel más grande de la ciudad. Los criados, que circulaban en torno a las tres mesas, formaban un ballet discontinuo que serpenteaba entre los grupos de invitados.
—¿Es ella? —preguntó Leopoldo a Carlingford.
—Sí, alteza, a la izquierda de la hija de la señora De Lillebonne.
El duque y Carlingford habían abandonado Nancy para encontrarse de incógnito con el cortejo de Isabel Carlota en Vitry-le-François. Ocultos tras un grupo de gentilhombres, observaban a la futura duquesa, que cenaba en compañía de su séquito.
—Haré que la avisen de vuestra llegada —dijo el conde.
—No, ni se os ocurra. No la molestéis —susurró Leopoldo al mismo tiempo que lo retenía del brazo—. Iremos a saludarla más tarde sin más testigos que vos y la señora De Lillebonne. ¿Qué os parece?
El conde titubeó y aguardó un segundo envite del duque.
—A fe mía, me parece que está muy bien —acabó por declarar.
—¡Carlingford, habladme sin tapujos! No es muy guapa, ¿verdad?
Se forzó a mirarla de nuevo.
—No —confesó con embarazo—. Pero me parece graciosa, de rostro afable y sonriente.
—¡Eso está mejor, François! Estoy de acuerdo. Tiene porte de soberana y gustará mucho a mi pueblo y también a mí. Solo pedimos dejarnos seducir.
—¿Así que es él? —preguntó Isabel Carlota a la señora De Lillebonne, que acababa de señalar al duque entre la multitud que los rodeaba.
Clavó su tenedor en un trocito de codorniz y se lo llevó delicadamente a la boca sin dejar de observarlo.
—¿Pensáis que debo presentarme ante él?
—No, de ninguna manera —respondió su nueva dama de compañía—. Si no se ha hecho anunciar, haced como si no existiera.
—Dios mío, es muy difícil, estoy temblando —respondió sin poder apartar su mirada del lugar donde el duque se ocultaba con poca fortuna.
La señora De Lillebonne se abanicó, acalorada, pues había un gran número de personas en la estancia y la chimenea desprendía un calor infernal.
—¿Qué os parece, mademoiselle? —preguntó.
—Para seros franca, más apuesto de lo que esperaba —respondió Isabel Carlota—. Y estoy impaciente por conocerlo. Venid, retirémonos a nuestros aposentos. Eso hará que venga.
Treinta minutos más tarde, tras hacerse anunciar, el duque visitó a su novia en presencia de la señora De Lillebonne. Pasaron varias horas juntos antes de despedirse, satisfechos de su primer encuentro. A la futura duquesa de Lorena le habían parecido bonitos sus ojos verdes y sus dientes, y Leopoldo quedó encantado por la viveza del ingenio de ella, y eso tranquilizó a todo el mundo acerca de la felicidad futura de aquella unión.
Dos días más tarde, el 25 de octubre, se casaron en Bar en presencia de la casa de Lorena y tras una dura negociación sobre la atribución de los asientos a los diversos invitados. El hermano de Leopoldo, obispo de Osnabrück, que contaba con un sillón en razón de su rango, tuvo que capitular y aceptar una simple silla con respaldo, como sus otros hermanos, hecho que suscitó chistes incluso en La Gazette de France.
Los recién casados no se preocupaban por esas cosas, pues se dedicaban a conocerse mejor y correspondían al recibimiento del que eran objeto a lo largo del camino de regreso a Nancy. El cortejo aumentaba en cada ciudad que atravesaban, donde la nobleza y el estado llano mezclados formaban filas de honor para escoltarlos. Llegaron a Jarville, a una legua de Nancy, el 8 de noviembre y se detuvieron para preparar su entrada solemne. La lluvia la retrasó un día. La mañana del 10 de noviembre el cortejo se detuvo frente a la puerta de Saint-Nicolas, en la ciudad vieja, bajo un sol radiante.
***
Los preparativos se prolongaban desde hacía dos semanas. El pintor Charles Giraumel, que había seguido a las tropas en campaña, recibió el encargo de organizar la ceremonia y garantizar la pompa necesaria.
A lomos de su caballo, atravesaba la place de la Carrière para comprobar que los dieciséis cuadros que representaban las victorias lorenesas en la campaña de Hungría estuvieran bien colgados del inmenso arco de triunfo que había hecho edificar. Su asistente se reunió con él, sin resuello.
—¡Está ahí, ahí, en la puerta! —gritó antes de haber siquiera detenido a su montura.
—Adelante, pues —dijo Giraumel, y espoleó a su caballo con tanta fuerza que el animal resbaló sobre los adoquines antes de partir al galope.
Cuando el pintor llegó a las inmediaciones de la puerta de Saint-Nicolas, la multitud era tan compacta que no pudo acceder al arco central, en el que se había erigido un altar. Conocía al dedillo el desarrollo de los actos del día. Carlingford le había entregado las llaves de la ciudad al duque —«Ojalá se hayan acordado de la bandeja de plata», pensó—, se habían interpretado los himnos y el soberano acababa de prestar juramento ante el prior del primado. Giraumel lo vio descender del altar y cruzar la puerta de la ciudad bajo un tapiz de terciopelo rojo y dorado, y luego dejó que la duquesa subiera a una calesa de ocho caballos. Un haiduque vestido de gala guiaba a cada caballo. Leopoldo subió a lomos de un semental gris con arneses incrustados de pedrería y bordados de oro. El desfile por la ciudad iba a dar comienzo.
Giraumel dio media vuelta para regresar al palacio ducal. Oía a lo lejos los aplausos y los gritos de la multitud al paso del cortejo que acababa de ponerse en marcha. La compañía de los Buttiers tenía el honor de encabezar el desfile, seguida por la carroza de Carlingford y numerosos caballos traídos de Hungría. Giraumel interrumpió su ascenso y se situó entre dos calles para ver pasar a los nueve camellos, incautados al enemigo y guiados por prisioneros turcos, que suscitaban los vítores de la multitud. Comprobó que los animales llevaran las gualdrapas bordadas con el escudo de Lorena que había hecho confeccionar especialmente y que el costurero aún no había entregado una hora antes de la ceremonia. Todo se desarrollaba perfectamente.
Tomó una calle transversal y atajó por una callejuela para llegar a la explanada entre la ciudad vieja y la nueva. Tras los camellos desfilaban varias compañías de soldados loreneses, luego las órdenes religiosas, los cargos institucionales, el clero y la corte, hecho que había costado muchas horas de discusiones acerca del orden protocolario. El baldaquín de terciopelo extendido bajo la puerta de Saint-Nicolas había sido doblado y lo llevaban los regidores municipales. Giraumel detuvo su montura frente a un nuevo arco de triunfo, el más alto de todo el recorrido, que representaba diversas alegorías sobre el matrimonio.
—¿Y quién debe pasar tras el baldaquín? —murmuró en voz alta—. Seguro que hay alguien antes del duque y la duquesa…
«¡El marqués de Lenoncourt!». La respuesta le vino a la mente. «Tiene que llevar la espada, ¿cómo habré podido olvidarlo? La falta de sueño me embota la razón».
Alzó la mirada y comprobó que los habitantes se asomaban ya a todas las ventanas, que habían decorado con los colores de Lorena. Oía las aclamaciones que seguían el avance de Leopoldo, acompañado de su hermano Francisco, precediendo a la calesa de Isabel Carlota. Giraumel se fue directamente a la iglesia de la colegiata de Saint-Georges, donde el gran preboste aguardaba la llegada del duque para decir una misa.
—El cortejo ha recorrido un tercio del camino. Aún tardará dos horas —precisó.
El padre Fournier sonrió.
—Después de treinta años, uno bien puede esperar un par de horas más —respondió.
Charles Giraumel se dirigió entonces al palacio ducal, donde finalizaría el desfile y el duque recibiría el homenaje de los cargos institucionales. Tras una última verificación, se permitió un descanso y bebió un vaso de vino en la cocina, donde reinaba una agitación sin igual. Subió a la galería de los Ciervos y cogió una silla. Se cruzó con una pareja a la que saludó con el placer de un maestro de ceremonias satisfecho. La mujer era la marquesa de Cornelli y el hombre, uno de los cirujanos de Saint-Charles, pero no lograba recordar su nombre. Fue a uno de los balcones para contemplar desde allí el final del desfile. El sol no había faltado a la cita y obsequiaba a todos con un generoso calorcillo para un mes de noviembre. Se sentó pensando en el accidente de la marquesa, que le relataron con todo detalle, y en el defecto que le quedaría de por vida. «¡Qué pena, ella que era tan buen partido!», se dijo. Acto seguido contempló la marea humana que circulaba a sus pies.
***
Nicolas se subió a una silla para alcanzar el bote de porcelana que se hallaba en lo alto de la estantería. Comprobó la inscripción, «Ungüento para quemaduras de fuego y pólvora», y se felicitó para sus adentros por haberlo fabricado aquella misma mañana en previsión de los festejos. Calentó una mezcla de aceite de oliva y cera virgen y añadió dos yemas de huevo y un poco de agua de rosas. Volvió a la sala de curas, donde le aguardaba su paciente, uno de los artificieros que preparaban los fuegos previstos para esa noche. Era un oficial irlandés al que el fin de la guerra había llevado a Lorena, siguiendo al conde de Carlingford. Durante los ensayos, uno de los cohetes había salido disparado verticalmente y lo había alcanzado en el brazo, mermándole la piel pero no su entusiasmo.
—¡Será magnífico! —afirmó mientras Nicolas le extendía el ungüento en el antebrazo—. Hemos construido una máquina increíble que hará dibujos en el cielo. Habrá incluso… No, no os lo digo, ¡ya lo descubriréis vos mismo! ¡La ha inventado el padre Électe, un demonio de hombre!
Nicolas le puso las últimas gasas que le quedaban.
—Listo —le dijo tras atar la venda—, ya podéis dedicaros de nuevo a los preparativos.
El artificiero bajó de la mesa sobre la que estaba sentado y le dio las gracias con una palmada en el hombro.
—Me llamo Waren. Venid a verme y os enseñaré la máquina infernal —añadió mientras se cubría con su tricornio de fieltro grueso y gastado—. Estamos situados junto a las curtidurías.
Nicolas lo acompañó hasta la puerta y vio cómo se fundía entre la multitud que no disminuía, como si todo el ducado se hubiera reunido en Nancy. De todas partes llegaban músicas, el son de instrumentos de metal, oboes y espinetas, así como canciones populares que glosaban la llegada del duque. Había preferido dejar que sus amigos disfrutaran de ese momento y quedarse junto a los enfermos, pues no lograba desprenderse de la melancolía que se había apoderado de él desde su regreso de Fontainebleau. Nicolas subió al desván a por paños limpios, pero no había ninguno seco. Bajó unos cuantos y los extendió frente al fuego, y durante un buen rato contempló cómo las llamas desarticuladas lamían los troncos. Luego vació el agua sucia de la palangana sobre la hierba del jardín y la llenó de nuevo en el pozo del patio trasero. Rosa lo acechaba en sus pensamientos, siempre presente, nunca lejos, mientras la imagen de Marianne se desvanecía lentamente. Aún no había hallado la causa de su edema, pero a los dos pacientes que habían sufrido el mismo mal no se les había reproducido, y eso lo tranquilizó un poco. Subió a la habitación donde aún tenía parte de sus cosas y hojeó el tratado de Lazare Rivière de práctica médica. Como la mayoría de los libros de medicina, estaba escrito en latín y Nicolas, que no sabía descifrarlo, se estrellaba sin cesar contra ese escollo. Sin embargo, estaba convencido de que muchas de las respuestas a sus preguntas se hallaban en obras como esa Praxis medica cum theoria, y su impotencia lo enojaba. Solo los médicos aprendían latín durante sus estudios, y no los cirujanos. Aunque su relación con el doctor Bagard fuera cortés, el hombre no se había ofrecido a ayudarlo en su investigación.
—¿Maese Déruet?
La silueta de la hermana Catherine se recortó en el marco de la puerta. Lo buscaba y lo había sorprendido absorto en sus pensamientos. La miró de una manera extraña.
—¿Os encontráis bien? —preguntó ella, inquieta.
Él se puso en pie, con el libro en la mano, y lo cerró ruidosamente.
—¿Os encontráis bien? —repitió ella.
Él le dedicó una amplia sonrisa. Además de los médicos, ¿quién más sabía latín?
La monja estaba sentada a la mesa de la cocina, con el libro de Lazare Rivière abierto ante ella en el índice.
—Hermana, ¿cómo traducís «edema»?
—¿Edema? ¡Ay, Dios, no tengo la menor idea…! No conozco el vocabulario de la medicina. Habladme de oración y de arrepentimiento.
—Esas palabras no me ayudarán a curar —respondió, y de inmediato se arrepintió de haberlo dicho al ver que la hermana Cécile fruncía el ceño—. En tal caso, garganta. La palabra «garganta» —prosiguió— ¿aparece en ese sumario?
—Si no me equivoco debe de ser faucibus o algo parecido —dijo ella pensativa a la vez que pasaba varias páginas del libro—. Ahí está: Faucium. Puede ser eso. Faucium ulcerationis causae. Causas de la ulceración de la garganta —tradujo con orgullo—. Folio 580.
—Es un buen inicio, prosigamos.
Al cabo de treinta minutos la hermana había logrado traducirle las líneas más importantes y, a pesar de algunas palabras que desconocía, se había hecho una idea bastante precisa del mal que Rosa había sufrido.
—Así que es eso… —murmuró al releer las palabras que había escrito al dictado de la monja.
Se deshizo en agradecimientos ante la religiosa, cogió su abrigo y abandonó el edificio por la puerta que daba al arroyo de Saint-Thiébaut.
***
Azlan soltó un grito y mostró los dientes como un animal acorralado. Su pómulo y el arco superciliar derechos, tumefactos y amarillentos, tapaban en parte su ojo y le conferían un aspecto inquietante. Tenía el labio superior hinchado y suturado. Abrió las manos y avanzó hacia Rosa gruñendo y a grandes zancadas.
—¡No, deteneos! —exclamó ella entre carcajadas—. Voy a…
Su voz se había roto en su garganta y tosió hasta quedarse sin resuello. Él cesó su pantomima y se aproximó a ella.
—¿Estáis bien? ¿Queréis un poco de agua? Lo siento, ¡perdonadme!
Ella recuperó enseguida el aliento.
—No tengo nada que perdonaros, no es culpa vuestra, Azlan —respondió tratando de no forzar la voz—. Hacía mucho tiempo que no me reía tanto.
La asió del brazo y la invitó a tomar asiento.
—Estoy seguro de que creéis que exagero, pero ahí estaba, feroz, a dos metros de mí.
—¿Habrase visto alguna vez un oso tan patoso que tropezó con un tocón? —murmuró ella, burlona.
Reprimió la carcajada que volvía a nacer en ella y se enjugó una lágrima.
—Menudo cazador. En cualquier caso, no será un animal quien os ha hecho eso, pero os ha dado un buen mamporro —añadió ella a la vez que acariciaba con la mano la mejilla dolorida.
El español resultó ser mucho más coriáceo de lo que imaginaba jugando a pelota. Las apuestas ascendieron y, en una jugada, ambos subieron a la red y su adversario le lanzó deliberadamente la pelota a la cabeza. La bola, disparada a gran velocidad, provocó unos destrozos iguales a los que habría provocado una piedra. A pesar de la sangre que manaba de su pómulo cortado, Azlan se empeñó en proseguir el partido pues iba ganando desde el principio. El hombre siguió provocándolo y, tras un servicio picado que el español trató de invalidar, Azlan se acabó enfadando y pasó a las manos. La manera en que le describió la escena la inquietó.
—Podría haberos roto los dientes con la raqueta —dijo ella, y tocó el labio aún dolorido del muchacho.
Azlan lo aprovechó para besar las puntas de los dedos de Rosa, que ella retiró con suavidad.
—Disculpadme, no he podido contenerme —confesó, y retrocedió en señal de respeto—. Lo siento mucho, de verdad.
—Mi dulce amigo, ya hemos hablado de ello —respondió, y lo asió del brazo para que permaneciera junto a ella—. Respeto vuestros sentimientos y siento una tierna amistad por vos, Azlan, pero nada más.
—Es a causa de mi edad, ¿verdad?
—En parte, pero también porque mi corazón está cautivo. No quiero que esperéis inútilmente y que sufráis por ello. Quiero conservar vuestra sincera amistad, pues la tengo en gran estima.
—Habéis sido tan bondadosa conmigo, ¿cómo podría sentir la menor acritud hacia vos, Rosa? Vivir todos los días junto a vos me basta para ser feliz.
—¡Ah, no! —exclamó ella alzando su voz grave—. No hagáis eso nunca, concededme el placer de enamoraros perdidamente de una bella dama esta misma noche.
Su perorata la obligó a forzar sus cuerdas vocales y fue presa de un ataque de tos.
—Voy a buscaros agua, ahora vuelvo —dijo Azlan al tiempo que se levantaba de golpe, como disparado por un muelle—. Al fin y al cabo, ¡soy vuestro cirujano!
Retrocedió.
—Sé quién es el elegido por vuestro corazón. No soy tan cándido, hace tiempo que lo he comprendido y eso alivia mi pena: ¡estáis hechos uno para el otro!
El rostro de Rosa se iluminó.
—¿Lo pensáis sinceramente o lo decís para ser agradable?
—Lo pienso sinceramente para ser agradable —respondió malicioso.
—¡No! Decidme…
Azlan ya había salido.
***
Nicolas entró en el palacio ducal por la pequeña portería, de la que le gustaban las esculturas ornamentales, en particular el mono en miniatura vestido de franciscano que coronaba el conjunto. Tenía por costumbre saludar al animal al entrar, pero aquel día ni siquiera le prestó atención. Había allí una multitud como en las grandes ocasiones. Todos cuantos contaban en el ducado o aspiraban a contar se habían reunido con el deseo de felicitar al nuevo soberano, que recibía en audiencia en sus aposentos. La modesta vestimenta del cirujano provocó miradas indignadas o interrogadoras de algunos. La fiesta estaba reservada a la nobleza. Vio a una niña sentada contra una de las columnas de la galería interior. Indiferente a la agitación reinante, tenía las piernas recogidas contra su vientre.
—¡Marie! —exclamó al reconocerla.
Al ver a Nicolas, la chiquilla a la que había curado cuatro meses antes sonrió. Había vuelto a verla en julio varias veces y pudo constatar los progresos, pero seguía estando muda a pesar de que no hubiera causa funcional alguna que le impidiera recuperar la palabra.
—¡Me alegra verte, chiquilla! —exclamó, y la alzó en brazos—. A ver esa cicatriz… —añadió mientras le apartaba los cabellos.
La hinchazón había desaparecido y en el cráneo no se veía secuela alguna.
—¿Tu mamá trabaja en las cocinas?
Ella hizo un gesto de «sí», contrariada.
—¿Estás sola y te aburres? —añadió Nicolas.
Marie asintió.
—¿Quieres que te encuentre amiguitas con las que jugar?
Ella aplaudió.
—Iré a ver a tu madre, no quiero que se preocupe.
La pequeña Marie hizo una mueca interrogativa antes de conducirlo a la sala en la que trabajaban más de cien personas. Cada uno de los empleados tenía una función precisa y todos trabajaban en una algarabía y un alegre ir y venir que no perturbaba la buena marcha de los preparativos. Solo el jefe de intendencia hacía gala de un intenso nerviosismo e iba de un lugar a otro profiriendo órdenes que salpicaba con gestos secos. Se cruzó con Nicolas y se preguntó para qué tarea lo había contratado sin lograr acordarse, a pesar de que su rostro no le era desconocido. Un oficial fue a comunicarle que la cena empezaría más tarde, cosa que lo situó en un estrato superior de agitación. Había que bajar los fuegos de los hornos y subir las astas de los asadores.
Nicolas vio de inmediato a la madre de Marie, que preparaba una besuguera a la espera de un lucio que otra cocinera acababa de limpiar. Junto a ellas, apilados sobre una bandeja de mimbre, unos cangrejos de río aguardaban su turno ante una inmensa cacerola de cobre. Sus pinzas rojas y negras cortaban el aire con movimientos desordenados y cada vez más débiles mientras los efluvios magmáticos del agua hirviente escapaban regularmente sobre el metal enrojecido del horno, postergando unos minutos la ejecución de los crustáceos. La madre parecía tan alegre como el resto del ducado en ese día de fastos y saludó a Nicolas con menos contención que en otras ocasiones. Este le explicó que Marie había sido invitada con los hijos de la servidumbre que componía el séquito de la duquesa y que tal vez vería al príncipe Francisco, tras haber conocido a sus gatitos. Ella se lo agradeció muy efusivamente y le prometió acudir a la visita mensual, a la que ya iban con retraso. Él comentó que la chiquilla hacía verdaderos progresos.
Azlan tardaba en volver. Rosa manipuló la cabeza de madera articulada y recordó aquel día de la primavera de 1694 en el que visitó el lugar con Nicolas. Nadie sabía qué artista había fabricado aquel muñeco despellejado ni a quién estaba destinado. Siempre había estado allí.
Charles Giraumel entró con dos sirvientes y les indicó una mesa de mármol y varias sillas.
—Llevadlas de inmediato a donde se halla el duque —ordenó antes de volverse hacia Rosa para disculparse por las molestias—. La cena se servirá dentro de una hora en la sala Saint-Georges —anunció, y salió tras cerrar la puerta.
Regresó al cabo de cinco minutos, solo.
—¿Todo en orden, querida marquesa? —preguntó, solícito.
Giraumel le confesó su inquietud al verla aislada y triste cuando la corte entera se hallaba reunida abajo en aquel día excepcional.
—¿Deseáis que os acompañe durante la velada? —añadió él—. Parece que no contáis con un caballero.
Rosa le agradeció el ofrecimiento y pretextó ir a la cocina a reunirse con Azlan para abandonar la estancia. Conocía bien la mirada de los hombres y sabía qué se ocultaba tras la misma. Aquella era abiertamente astuta. Descendió la inmensa escalinata de la torre del Reloj, cruzó el patio interior sobre el que se había extendido un toldo a modo de techo provisional y donde unos músicos se preparaban para tocar, y se estremeció a causa del frío que despuntaba tras haber sido arrinconado a lo largo de todo el día por un sol generoso. En cuanto llegó, el calor de la cocina la envolvió con un bienestar que la serenó. El jefe de intendencia fue a saludarla para satisfacer sus deseos, que se limitaban al vaso de agua propuesto por Azlan. Respondió que no había visto a nadie que correspondiera a la descripción del muchacho, aparte de un artesano que había hablado con una de las cocineras y había hecho extrañas preguntas.
—¿Puedo quedarme un rato para mirar? —preguntó una vez le sirvieron el agua.
Su petición le pareció extraña, pues las cocinas eran el lugar menos interesante de aquella velada, pero se inclinó ante ella. ¿Qué se le podía negar a la viuda, por muy excéntrica que fuese, de una de las grandes figuras del ducado, muerto en combate como un héroe?
Circuló entre las mesas y los fogones buscando a Azlan con la mirada, preguntando a las criadas, pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Azlan no había entrado allí. Vio un plato en el que había fruta fresca dispuesta en forma de pirámide. En la cúspide había una baya de alquequenje. «Mi preferida —pensó ella—. El amor encarcelado…». La cogió y la mordió con deleite tras verificar que nadie la observaba. La experiencia la divirtió y Rosa la repitió varias veces. Comió un pastelillo de crema de vainilla, se relamió los dedos y aprovechó la marcha de una cocinera para robar un manjar que había descubierto en la corte del rey. Justo cuando se lo llevaba a la boca, una mano la asió de la muñeca para impedírselo.
—Os recomiendo encarecidamente que no lo hagáis —pronunció una voz a sus espaldas.
***
—¿Rosa?
Azlan acababa de entrar en la estancia contigua a la galería de los Ciervos, con un vaso en cada mano.
—Siento mucho haber tardado tanto, pero me disculparéis al saber lo que os he traído —añadió.
—La marquesa no se encuentra aquí —dijo Charles Giraumel al salir de detrás de las cortinas que ocultaban el balcón—. Estaba contemplando la diversión en las calles —añadió, como si quisiera disculparse.
Giraumel le explicó dónde se hallaba Rosa, y eso provocó una mueca de Azlan.
—A buen seguro nos hemos cruzado —concluyó.
—¿Y qué lleváis en esos vasos? —preguntó, aguijoneado por la curiosidad.
—Un vino espumoso, un invento de un monje benedictino de la abadía de Saint-Pierre d’Hautvillers. ¡Es un vino muy ligero y divino!
Giraumel dudó un instante. No recordaba que semejante alcohol figurara en el menú de los festejos.
—No hay de qué preocuparse —respondió Azlan—, es de la bodega del palacio. El conde de Carlingford me ha llevado allí para mostrarme este tesoro. Solo hay cinco cajas compradas al padre Pérignon. Y, según parece, es una bebida que ofrece múltiples ventajas.
—¿Sería una osadía pediros que me dejéis probarlo?
El rostro de Azlan se ensombreció. Sus hematomas le dieron un aspecto inquietante.
—Al decirlo, mi intención no era ofenderos, señor —dijo Giraumel.
—El conde aún se halla allí, os aconsejo que vayáis a verlo a él.
—Iré de inmediato —dijo Giraumel, que tomó la respuesta como una demanda implícita de que se marchara—. Os cedo la alcoba para la velada.
—Sea —respondió Azlan sin comprender la alusión—. Espero a la marquesa.
—Entiendo vuestro juego. Os deseo una partida placentera.
—¿Placentera? ¿A qué juego os referís?
—Al que se juega entre dos, ante todo.
—¡Como el juego de pelota! ¿Vos jugáis?
—¿A la pelota?
—No, al otro.
—Como todo hombre que se precie, supongo.
—¿Me enseñaréis a jugar?
—Le dejo eso a la marquesa, joven.
Azlan, que hablaba perfectamente francés, no captaba sin embargo los dobles sentidos ni la ironía que podía desprenderse de ciertas expresiones. Esa candidez infantil era parte de su encanto, pero le costaba a veces algunos malentendidos.
—Rosa no entiende de eso y prefiere ver cómo lo hago con el señor Reverdy —añadió con terrible sinceridad.
—¡Qué cosas tan extrañas suceden, no quiero oír más acerca de ello!
Giraumel simuló taparse los oídos y se marchó sin saludarlo.
Azlan se quedó desconcertado unos instantes, sin comprender el efecto que el juego de pelota podía provocar en ciertas personas. Recordó de repente el brebaje que sostenía en las manos y decidió aguardar a la marquesa bebiendo el suyo.
***
Nicolas le cogió el manjar de la mano a Rosa.
—¿Tan hambriento estáis, caballero, que llegáis al extremo de robar mi comida? —dijo ella conteniendo su alegría tras una sonrisa discreta.
—No, pero si mi razonamiento es exacto, acabo de salvaros de una situación de peligro —respondió Nicolas mientras observaba el pedazo de carne blanca que tenía en la mano—. ¿Qué comisteis el día de la boda del duque en Fontainebleau?
—¿En la cena?
—Sí, en la cena. Antes de que os ahogarais.
—¿Qué insinuáis, Nicolas? ¿Qué fui envenenada? ¿Quién podría querer atentar contra mi vida? Ni siquiera tengo marido que pudiera intentarlo…
—Decidme qué había en el menú.
Alguien dio una orden. El duque había acabado las audiencias y a continuación se serviría la cena. En un instante, en la cocina reinó una intensa agitación. Rosa trató de recordar.
—Aquí es difícil concentrarse —se disculpó—, ¿no preferís que vayamos afuera?
Subieron entonces a la primera planta, donde se hallaban los apartamentos de la corte, y se aislaron en un camarín en el que la chimenea estaba encendida y procuraba luz y calor suficientes.
—Lo siento, pero no lo recuerdo —confesó ella.
Nicolas exhibió la carne de la pinza del bogavante que le había confiscado.
—El duque de Elbeuf tiene mejor memoria que vos. Recuerda que os comisteis un plato entero.
—Es verdad, estaban deliciosas, pero he olvidado en qué comida fue, ¡había tantas cosas que descubrir a lo largo de esos tres días!
—Nadie os envenenó, Rosa, aparte del propio animal. Este alimento es para vos como el arsénico.
—¡Si no es más que un crustáceo! En Fontainebleau lo comió toda la corte, incluidos el rey y la reina de Inglaterra. ¡Un veneno los habría matado a todos!
—No puedo explicaros el porqué, pero algunas personas tienen dentro de sí el antídoto y otras no, y estas pueden enfermar e incluso morir.
Ella cogió el pedazo de bogavante y lo observó, dividida entre la inquietud y la cólera.
—Un alimento tan anodino… —murmuró ella, y se llevó la otra mano a la cicatriz—. ¿Decís que con solo tragarlo podría morir? Qué miedo me da…
Lo arrojó al fuego.
—Ahora que lo sabéis, no volverá a suceder —dijo él—. Además, en el ducado no se encuentran y en la cocina me han explicado que estos los habían traído expresamente desde Boulogne en unas cubas de agua de mar.
—De modo que esta es la segunda vez que me salváis la vida, Nicolas.
Ambos se miraron a los ojos.
—¿En qué pensáis? —preguntó ella cuando él desvió la mirada hacia la chimenea rojiza.
—Quería disculparme, Rosa.
—¿De qué ibais a disculparos?
—De haber dudado de vuestra integridad. Creía que deseabais alejarme de Marianne cuando en todo momento me habéis dicho la verdad.
Una orquesta de cuerda, instalada en el jardín interior del palacio, comenzó a interpretar una sinfonía.
—¿Conocéis ese concierto de Corelli? —preguntó ella con los ojos cerrados—. Es una pura maravilla… Me transporta hasta tal punto que olvido mi desgracia.
—Rosa, sois una mujer resplandeciente y ninguna desgracia podrá empañar vuestro brillo, creedme —dijo Nicolas, y le ofreció el brazo—. Venid, bajemos.
—No me apetece mezclarme con los demás. Desde aquí oímos la música y la algarabía de la fiesta. Lo prefiero. ¿Aceptaríais quedaros a mi lado esta velada? Azlan ha desaparecido.
—Deseo pasar la velada con vos, pero os propongo marcharnos de aquí e ir a un lugar más original. Ahora me toca a mí pediros que confiéis en mí.
Azlan entró y los sorprendió sentados frente a la chimenea. Les ofreció los vasos de champán.
—¡Por fin os encuentro! ¡Ahora ya no nos separaremos!
***
El padre Électe se frotó las manos para entrar en calor. Se había dedicado a los preparativos con tanto ahínco que no había cogido ninguna prenda de abrigo para el frío de la noche. Waren se dio cuenta de ello y le ofreció una manta que había encontrado en la parte trasera de su carroza.
—Sería una lástima pillar una pleuresía el día de la liberación del ducado —añadió con el acento irlandés que cultivaba y que le hacía pasar por alguien próximo a Carlingford.
—¿Habéis acabado las reparaciones? —preguntó el cura, envuelto en el grueso paño blanco.
—Así tan abrigado tenéis un aspecto papal —bromeó Waren, y se echó a reír.
El padre Électe se santiguó.
—No blasfeméis y poned fin a esa palmera que nos causa tantos problemas.
Uno de los cohetes grandes se había estropeado durante el transporte y el cilindro, de madera de peral, se había resquebrajado de arriba abajo. Parte de la pólvora se había escapado y había estado a punto de prender fuego en la habitación donde se almacenaban todos los fuegos artificiales.
—Pasadme la cordelera, padre.
El cura le tendió una cuerda que tenía un extremo atado a un poste y el otro anudado a un palo de madera del tamaño de un brazo. El irlandés había fabricado un nuevo cohete con un cartón grueso enrollado en varias capas. Untó el cordel con jabón, luego lo enroscó alrededor del canuto y pasó el palo entre sus piernas. Retrocedió para que el cordel, al apretar alrededor del cilindro, grabara un surco. Hizo girar el canuto un cuarto de vuelta y volvió a empezar, hasta que la marca fue de profundidad regular en todo el perímetro. Retiró la cordelera y estranguló el canuto siguiendo el surco con ayuda de un cordel que remató con un nudo corredizo, dejando únicamente una pequeña abertura por la que introdujo una varilla de sauce. Puso el conjunto en equilibrio sobre su índice derecho a la altura de la varilla, a unos centímetros del cuello del cohete. El artefacto se inclinó hacia la varilla. Waren cogió una sierra y cortó un centímetro de la varilla, y repitió la operación. El equilibrio ya era perfecto.
Durante todo ese tiempo Électe contó el número de grupos de cohetes que se dispararían. En cada zona de tiro, dos asistentes aguardaban la señal, antorcha en mano, para encender cada uno una mecha atada a los cohetes. Las mechas se habían hervido con cal viva, salitre y jugo de boñiga de buey para minimizar el riesgo de que la llama se apagara, y todos los sistemas estaban equipados con un doble encendido. Nada debía hacer peligrar el espectáculo.
—¿Y bien? —preguntó el padre Électe, impaciente.
Waren verificó con una marca la longitud del cañón del cohete.
—Seis veces el diámetro —respondió, satisfecho.
—Hubiera preferido siete, para mayor precisión —objetó el cura.
—Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones. El cartucho no lleva ornamento y seis veces es suficiente. La varilla tiene nueve veces la longitud del cohete, ¡es perfecto! He creado una mezcla nueva que dará una lluvia de granos de oro y he dispuesto las dosis según los diámetros.
—¡No está previsto en los castillos imaginados por Giraumel! Me pregunto por qué me habré dejado convencer por vos.
—¡Porque soy el mejor artificiero de Europa!
El padre Électe tiró de la manta, que le resbalaba por los hombros.
—¡Qué Dios nos asista!
—Inch’ Allah —respondió el irlandés con malicia al tiempo que observaba cómo el cura fruncía el ceño.
Depositó el artificio sobre el único lugar libre de un caballete en el que había una batería de cohetes dispuestos a despegar.
—Ya está —concluyó, y volvió a cubrirse con su tricornio, que se le había caído mientras trabajaba—. Solo queda esperar a vuestro mensajero para que dé la señal de inicio. ¿Será él quien llega? —preguntó al oír ruido de cascos.
—No —afirmó el padre Électe—. Es una de las carrozas del duque.
Waren vio la forma de algo que parecía un insecto pateando aproximarse rápidamente.
—Viene directa hacia nosotros… Pero ¿qué hace? —exclamó el cura, y se apartó.
—Creo que son los caballos quienes dirigen al cochero y no a la inversa —dijo el irlandés, y a continuación cogió un tizón del brasero que había junto a él.
Avanzó gritando y agitó la antorcha con movimientos amplios y circulares.
***
Azlan tiró de nuevo de las riendas de los cuatro caballos que formaban el tiro y que no conseguía que lo obedecieran. Había convencido a Carlingford de que le prestara una de las carrozas del cortejo y a Rosa de que le dejara conducirla en lugar de Claude, que se había quedado en el palacio. El trayecto se había desarrollado sin contratiempos, pero, al llegar a la explanada entre las dos ciudades, un borracho que seguía de fiesta disparó un mosquete al aire y asustó a los caballos, que partieron al trote hacia las curtidurías vecinas.
—¡Apartaos, Waren, os pisotearán! —le gritó el cura.
—No permitiré que arruinen mi trabajo —respondió el irlandés, y gritó y agitó el tizón con más fuerza aún.
Azlan tiró en vano de las riendas y descubrió entonces la palanca situada a su izquierda. Cuando la accionó, las ruedas se bloquearon y los caballos se detuvieron en seco a cinco metros del artificiero y del primer caballete de cohetes. El cochero habitual había entrenado a sus animales para que obedecieran a esa señal en lugar de a las riendas para detenerse.
En el interior, nadie se había lastimado. Nicolas había abrazado a Rosa contra él para evitar que se golpeara contra el habitáculo. A ella esa experiencia le había parecido agradable y no se hubiera quejado de Azlan por nada en el mundo.
—A punto ha estado de costarnos un accidente —declaró el muchacho para disculparse.
—Mi señor cirujano —dijo Waren para dar la bienvenida a Nicolas—, me complace constatar que vuestro sistema de socorro es tan raudo como en el campo de batalla, pero ya no estamos en guerra —añadió a la vez que le estrechaba la mano—. Señora marquesa, vuestra presencia será nuestra primera explosión de felicidad de esta velada.
Rosa le agradeció el cumplido con una sonrisa. El irlandés les presentó al padre Électe, que aún temblaba de emoción.
—¡Aquí está el vino! —exclamó Azlan, que ya había olvidado el incidente.
Sacó dos botellas de champán del padre Pérignon de un baúl situado en la parte posterior de la carroza. Tropezó al ir hacia ellos, a punto estuvo de caer y maldijo a unas imaginarias piedras.
—Creo que ha abusado del vino espumoso —dijo Nicolas al oído de Rosa.
El muchacho repartió los vasos de cristal de Saint-Louis que había cogido de un armario en las cocinas de palacio y sirvió el alcohol, cuya espuma subió hasta desbordarse.
—¡Qué cerveza tan singular! —comentó Waren tras beberlo de un trago—. ¡La verdad es que quita la sed!
—¿Cómo está vuestra quemadura? —le preguntó Nicolas.
—¿Qué quemadura? ¡Ya no siento nada, vuestro ungüento es mágico! —respondió el artificiero—. Venid, os mostraré una máquina absolutamente increíble.
El grupo cruzó un terreno donde algunos curiosos ya se habían congregado para seguir de cerca el espectáculo. Se detuvo frente a un caballete más ancho que los demás que sostenía un cohete de mayor diámetro que los otros.
—¡Tenéis ante vuestros ojos un artefacto que hará aparecer letras de fuego en el cielo, la perla de nuestro espectáculo! —anunció Waren—. Y se lo debemos al padre Électe —añadió mientras lo presentaba con la mano como un charlatán de feria, cosa que incomodó al sacerdote.
—¿Podéis explicarnos su funcionamiento, padre? —preguntó Rosa, que se había percatado del malestar del cura.
—Máquinas así existen desde hace ya tiempo, pero numerosos problemas han hecho que hasta hoy su utilización fuera poco frecuente. El más común es que esas letras, al arder, cobran un ángulo que las hace de muy difícil lectura.
—El invento del padre Électe permite mantener las letras derechas durante todo el ascenso del cohete, hasta que vuelven a caer —explicó el irlandés, que estaba de rodillas ante el artefacto—. La astucia es que las letras prenden durante el ascenso, que es más largo que la caída, cosa que las hace visibles más rato.
—¿Qué palabra se podrá leer?
Waren se puso en pie.
—¡No será una palabra, señora, sino una frase!
—«Viva Su Alteza» —confirmó el cura con orgullo.
—Vuestro cohete, sin embargo, apenas tiene un diámetro de cuatro pulgadas —comentó Nicolas—. ¿Cómo podéis desplegar una frase tan larga?
Azlan, que había permanecido en silencio, seguía bebiendo champán de la botella misma, mientras inspeccionaba despreocupadamente el aparato.
—Bien observado —dijo Waren tras aproximarse al cohete para alejar al joven, cuya torpeza le inquietaba—. Tres pulgadas y media, exactamente. La frase está enroscada en el cilindro en cuatro revoluciones y se desplegará en el aire. Trece letras de cinco pulgadas de altura y sus correspondientes espacios. Un prodigio, ¿no os parece?
—Es fabuloso —asintió Rosa.
—Volvamos a nuestro cuartel general, el mensajero no puede tardar —propuso el irlandés.
Azlan se había inclinado de nuevo sobre el cohete, intrigado.
—Sobra una letra —dijo cuando el grupo ya abandonaba el lugar.
Todos se detuvieron y se volvieron hacia él.
—Sobra una letra —repitió antes de beber un trago a gollete.
—¿Qué pretendéis decir? —interrogó el cura.
—«Viva Su Alteza» son doce letras y no trece —afirmó con seguridad.
—Es cierto —confirmó Rosa.
—¡Es imposible! —se indignó Waren—. Supervisé la fabricación personalmente. En ese cohete hay trece letras dispuestas a arder, ¡os lo garantizo!
—¿Cómo lo habéis escrito? —preguntó Nicolas bajo la mirada inquieta del cura.
—¿Cómo? V, I, V, A, un espacio, S, U, un segundo espacio y A, L, T, E, S, S, A. ¿Cómo pensabais que lo había escrito?
—¡No! —gritó Électe—. ¿No habréis hecho eso? Decidme que se trata de una broma.
—¿Qué pasa? ¡Qué alguien me lo explique! —espetó Waren al ver que la situación se volvía inquietante.
—«Alteza» se escribe con zeta y no con dos eses —resumió Nicolas—. ¿Cómo se escribe en inglés?
—Highness… My goodness! —exclamó el artificiero al percatarse de su error—. My Lord! ¿Qué podemos hacer?
El cura se había dejado caer sobre la hierba húmeda, postrado, y se llevaba las manos a la cabeza.
Azlan estalló en una carcajada que no podía contener. Waren se había aproximado a la máquina y la contemplaba desesperado.
—No hay nada que hacer. Días de trabajo, esperanzas y sueños. Yo lo he echado a perder.
—A la vista de todas las precauciones que habéis tomado, ¿tal vez tengáis letras de recambio? —sugirió Nicolas para tratar de encontrar una solución.
—Sí, tengo otro cohete en el almacén, pero tendrá la misma falta. No sabía, no sabía… —dijo enojado el artificiero.
—¿Cuánto tiempo os llevaría preparar una zeta y sustituir las dos eses?
Waren lo observó, pensativo y vacilante.
—Además habrá que redistribuir los espacios de las otras letras y comprobar los equilibrios modificados —respondió por fin—. El centro de gravedad no será el mismo. Necesitaré treinta minutos.
—Vale la pena intentarlo, ¿no creéis?
El hombre asintió y se precipitó hacia el lugar donde almacenaban los cohetes. El padre Électe se serenó y, con la ayuda de Nicolas, transportaron la banderola al interior del edificio para protegerla de la humedad nocturna. A Azlan, cuyos gestos denotaban su inestabilidad, le encargaron que acompañara a Rosa hasta la posada más próxima para que se calentara a la espera de que empezara el espectáculo. En el palacio ducal la cena se alargaba y el duque decidió interrumpirla para ver los tan esperados fuegos artificiales. Todos los invitados se dispersaron por los jardines y las calles adyacentes para contemplarlos.
Nicolas ayudó a colocar la letra Z en el chasis con alambres, y dobló los extremos hacia el interior para evitar que se engancharan a la banderola. El mensajero del duque llegó en el momento en que Waren, que había doblado el conjunto en un rollo de cuatro capas, lo introducía en el cuerpo del cohete. Lo calibró en un tiempo récord y con una serenidad impresionante. Al cabo de diez minutos daba la señal para encender los primeros cohetes.
Poco acostumbrado a beber alcohol, Azlan se había tumbado en un asiento del interior de la carroza y se había dormido al instante. Rosa y Nicolas estaban sentados fuera, en el pescante del cochero, y compartían una gruesa manta de piel de borrego, arrebujados uno contra el otro. Sus manos se habían encontrado y no se soltaron a lo largo del resto de la noche.
Además de tracas, ruedas y palmeras, hubo cohetes de dos e incluso tres vuelos, así como soles giratorios, palmeras y volcanes de fuego lanzados desde el suelo. Las armas y colores del ducado y de la familia Orleans iluminaron el cielo antes de la frase final, en letras de fuego, que despertó la admiración y la sorpresa de todo el mundo. Waren arrojó al aire su tricornio y gritó:
—¡Viva Su Alteza!