Timisoara, agosto de 1696
Nicolas siguió a Ribes de Jouan. Dejaron la ciudadela el 23 de octubre de 1694 y recorrieron el reino de Hungría y sus provincias más lejanas; participaron en la victoria de su ejército entre Lippa y Lugos, en el condado de Bekes, donde Nicolas se adentró por primera vez en el campo de batalla con la ambulancia volante; llegaron a Transilvania por el valle de Harzag, donde el general De Rabutin fue nombrado comandante de la plaza; fueron hasta Valaquia acampando en Tchermich, la ciudad negra; luego en Moldavia, en Jaffy y Kotnar, donde Germain había hallado los mejores vinos de todos los confines del imperio; pasaron junto al reino de Polonia y jugaron al ratón y al gato con los otomanos en el condado de Marmarus; salvaron la vida de numerosos loreneses y soldados alemanes, austríacos, daneses, italianos, húngaros, polacos y algunos jenízaros extraviados; dejaron atrás dos inviernos y dos veranos, y el 12 de agosto de 1696, tras seguir el trío Teysse durante más de dos semanas, el viento de la guerra los condujo de nuevo a Peterwardein.
—No merece la pena sacar todo el material —indicó Ribes de Jouan—, en dos días nos iremos a Timisoara.
Grangier emitió un gruñido digno de un jabalí. Acababa de descargar la última caja.
—Creía que la ciudad estaba en manos de los turcos —replicó mientras alzaba con dificultad un bulto que hizo deslizar hasta el fondo del carromato.
—¡Eh, compadre, ándate con cuidado, que el material es frágil y valioso! —advirtió Germain, y se encaramó al vehículo—. Por fortuna, no se ha roto nada —concluyó tras su examen—. Pásame las otras cosas —añadió a la vez que señalaba dos cajas idénticas.
Cuando estuvieron cargadas, Germain las cubrió con una lona.
—A partir de ahora, prohibido tocarlas. Es la reserva personal del cirujano jefe, ¿está claro? Esas botellas envejecerán en mi bodega cuando la guerra acabe. Y, para responder a tu pregunta, nuestros enemigos predilectos se hallan enclaustrados en Timisoara y vamos a reunirnos con el elector de Sajonia para rodearlos. ¡Vamos a pasar unos días en el campo!
Al entrar en la capilla reconoció el olor a piedra y salitre que respiraron a lo largo de varios meses. Nada había cambiado, y los barreños de madera que habían dispuesto junto a la nave para recoger el agua de las goteras seguían cumpliendo su misión. Por fortuna, solo tenían una decena de pacientes, víctimas de caídas o de disentería, que ocupaban el ala derecha. Nicolas conversaba animadamente con un muchacho de cabello largo y ensortijado y de sonrisa radiante, que movía sus manos delicadas al compás de sus palabras.
—¡Azlan! —exclamó Germain al llegar junto a ellos—. ¡Ni te había reconocido!
—Casi quince años —respondió el gitano dándole un abrazo—. Quince —repitió valiéndose de sus dedos—, y ahora ya soy un hombre —añadió con una voz grave y potente que sorprendió al cirujano.
«La misma voz que su padre», pensó al recordar las súplicas de Babik a Vedel desde los subterráneos de la ciudad.
—Azlan se ocupa de todo —intervino Nicolas.
—Pronto seré un gran sanador —confirmó con una sonrisa que descubrió unos dientes blancos perfectamente alineados.
Los dos cirujanos descendieron a la cripta en la que había sido enterrado Philippe de Toul, no lejos del coro donde descansaban los monjes, para reunirse.
—He informado al padre Étienne de mi intención de comprarle la familia de Babik —murmuró Nicolas tras unos minutos de silencio, durante los cuales el recuerdo de la noche del drama volvió a su mente hasta que lo expulsó de una vez por todas.
—Quiero aportar una parte, tú solo no podrás con toda la suma, amigo mío.
—No es necesario —replicó Nicolas sin dejar de mirar al lugar en el suelo donde estaba grabado el nombre del natural de Toul—. Ya son libres.
—¿Libres?
La palabra de Germain resonó de forma extraña en la cripta.
—¿Libres? —repitió, incrédulo.
—Una vez partimos de aquí, el cura los liberó de su estado de rob. Les devolvió su condición de seres humanos. Abandonaron Peterwardein. Toda la familia se marchó, excepto Azlan —explicó Nicolas, y acto seguido se santiguó—. Ven, salgamos de aquí.
El joven gitano, falseando su edad, había sido contratado como aprendiz por el único cirujano civil de la ciudadela. El hombre necesitaba mano de obra y, poco escrupuloso, aceptó alojar al muchacho cuyas nociones acerca de curas y de plantas lo habían intrigado e impresionado.
—Ha llegado al fin de su aprendizaje y deberá partir como oficial —prosiguió Nicolas mientras ascendían por la calle que conducía al Arsenal.
El día estaba presidido por un sol que reinaba despóticamente desde el inicio del verano. El promontorio rocoso sobre el que había sido construida la ciudadela les permitía disfrutar de un ligero viento que hacía soportable la canícula. Nicolas se subió las mangas.
—Le gustaría partir con nosotros. Por eso se quedó aquí, convencido de que algún día volvería a por él.
—¿Con nosotros? ¿En nuestra unidad?
—Perdimos a un enfermero en la batalla de Lugos. Azlan nos será útil en el hospital como asistente y para atender las curas que no requieren operación.
—Es muy joven —observó Germain al tiempo que se frotaba el mentón—. ¡Nunca se ha visto un aprendiz de cirujano de catorce años!
—Sí —respondió Nicolas, a la par que se detenía frente a la torre del Reloj—. Yo.
Germain lo miró, incrédulo.
—¿Puedes prestarme tu escalpelo? —añadió Nicolas con la mano tendida hacia él.
Buscó la frase que su amigo había grabado dos años antes y rascó para hacerla desaparecer antes de inscribir una nueva.
—No conocí a mi padre. Me crió mi madre, sola. Durante toda mi infancia, para los demás fui el bastardo del pueblo. Antes de morir me confesó que era un francés, un militar de paso, capitán de un regimiento de dragones de la guarnición de Nancy en 1668. Cuando nací, ya había levantado su campamento.
—¿La abandonó tras dejarla embarazada?
Nicolas sopló el polvo que el escalpelo, utilizado a modo de pluma, producía.
—Nunca lo supo. Yo tenía trece años cuando me presenté al sargento reclutador diciendo tener dieciséis y haciéndome pasar por francés. No logré engañarlo, pero se apiadó de mí y me envió con el cirujano del campamento. No logré dar con mi padre, pero hallé mi vocación. Me quedé dos años en Metz antes de volver al ducado para mi formación como oficial.
—Pardiez, ya tenías más de diez años de práctica a la edad en la que yo empezaba a soñar con esta carrera. Desde el primer día supe que podría aprender más de ti que tú de mí.
—Tu experiencia es irreemplazable, Germain. Por ello quisiera que aceptaras a Azlan en nuestra unidad —añadió mientras limpiaba el muro con la palma de la mano—. Ya está, así está mejor. ¿Vamos a acabar con esta guerra?
Germain se aproximó. En el lugar de la máxima de Fénelon estaba grabado: «El hombre es libre sin la esclavitud de Dios».
***
Había miles de tiendas de campaña alineadas a una respetable distancia de la ciudad sitiada. Timisoara no tenía el aspecto inexpugnable de Peterwardein. La ciudadela, situada en una llanura, era de arquitectura modesta y en la misma se alzaban hacia el cielo dos torres y un minarete, que podían avistarse desde varios kilómetros de distancia. Las fortificaciones no ofrecían ninguna complejidad y contaban solo con una entrada, que se abría a orillas del Temes. Desde el 10 de agosto, fecha de inicio del sitio, y a lo largo de esos primeros días, no se había producido escaramuza alguna. Cada bando observaba al otro. Las tropas de De Rabutin trajeron consigo novecientos carros de víveres y municiones. El general francés había sido nombrado comandante en jefe de toda la caballería para aquella campaña, cosa que había hecho rechinar los dientes a más de uno entre los dignatarios del Estado Mayor de la coalición. La unidad de Ribes de Jouan llegó el 15 de agosto con el regimiento lorenés de Bassompierre y plantó la inmensa tienda que serviría como hospital de campaña alejada del campamento.
Azlan daba muestras de una incansable actividad y se ofrecía voluntario para todas las tareas. La primera semana transcurrió a la espera de un asalto que no llegó a tener lugar. Por el contrario, el 20 de agosto se dio orden de levantar el campamento.
—¿Qué sucede? ¿Por qué abandonamos? —preguntó Nicolas una vez Germain lo anunció a su equipo.
El cirujano lo condujo a un aparte.
—Oficialmente, se trata de un cambio de estrategia: esta ciudad ya no nos es de utilidad. Oficiosamente, este asedio no es más que una trampa para atraer a las tropas del gran visir al rescate. Han sido localizadas en Bardan, a veinte kilómetros de aquí. Seguiremos el curso del Bega para sorprenderlas en su aproximación y darles una paliza —añadió sin entusiasmo.
—No pareces muy convencido —observó Nicolas.
—A los turcos no es fácil engañarlos. ¿Quién va a creerse que treinta y ocho mil hombres son desplazados para ir a una ciudad que no es más que un furúnculo en el culo? Y parece que nuestra organización hace aguas: las tropas deberían estar en camino hace ya una hora y solo han partido dos regimientos. Tenemos la agilidad de una tortuga que quisiera atrapar un lagarto. De Rabutin está furioso con el elector de Sajonia. Para complicar las cosas, en estos momentos no tengo la menor idea de dónde podremos instalar el hospital de campaña. Grangier ha ido a inspeccionar algunas granjas de los alrededores. Lo difícil, sin embargo, es ser rápidos y estar bien informados.
—Tal vez deberíamos dejar aquí la tienda como solución en caso de repliegue.
—Tal vez.
Germain dudaba. Se sentó a reflexionar. Alrededor de ellos, los soldados habían formado filas y se disponían a emprender el camino. Un regimiento de caballería pasó al trote. Todos los miembros de la unidad de curas se habían reunido a la entrada de la tienda y aguardaban las instrucciones.
—Hay indicios contradictorios —prosiguió el cirujano—, demasiadas incertidumbres.
—Iré al campo de batalla con Grangier —propuso Nicolas—. Clasificaré a los heridos sobre la marcha. Llevaremos a los más urgentes a la granja que encuentre, donde tú operarás. Aquellos que estén en mejores condiciones subirán a un carromato que ellos mismos conducirán hasta aquí, donde Azlan los atenderá.
—Eso nos permitirá ir rápidamente de una granja a otra sin vernos obligados a transportar demasiados heridos… ¡Aceptado! —aprobó Germain a la vez que se ponía en pie—. Pero te prohíbo acercarte a los combates durante una carga, cuento contigo.
—¿Para tener siempre a alguien a quien desplumar al lansquenete?
—¡Para estar seguro de que pagarás tus deudas de juego!
Al llegar al cuartel general, el conde De Rabutin no había logrado contener su exasperación. Palmeó el cuello de su caballo, que acababa de recorrer varios kilómetros al galope, entregó las riendas a uno de los centinelas y entró en la tienda del Estado Mayor. Los mariscales Heister y Von Capara estaban reunidos alrededor del elector de Sajonia y examinaban un mapa. Cerca de ellos, un criado trinchaba un pollo frío que servía en unos platos de porcelana. Se había dispuesto una mesa y en el centro de la misma había una cesta inmensa de fruta fresca, y un segundo criado escanciaba un tokay ambarino en unas copas venecianas.
—¿General? —exclamó el elector sin ocultar su sorpresa—. ¿No deberíais hallaros al frente de nuestra caballería y preparándoos para el ataque?
—Alteza, he venido tan raudo como he podido tras haberlo concertado con el duque de Lorena. Hemos querido asegurarnos de que no se trataba de un error —respondió De Rabutin al tiempo que se descubría la cabeza.
—¿De qué error estáis hablando? —interrogó el gran elector a la vez que escrutaba a sus mariscales, que esbozaron gestos de incomprensión.
—De la orden de que nuestra caballería cargue contra el enemigo turco, alteza.
—De Rabutin, aplicamos el plan previsto desde el inicio, y un plan que también vos habíais aprobado, según recuerdo. ¿Disponéis de nuevos elementos que podríais presentarnos y que justificarían…?
—Nuestra infantería se halla lejos y rezagada, y cruza un espeso sotobosque, así que actualmente no puede apoyarnos. Y el enemigo se desplaza por nuestro flanco izquierdo, de espaldas al Bega. Aguarda a que crucemos las marismas para atacarnos. No estamos en una situación favorable —explicó el general señalando las posiciones sobre el mapa—. A ello cabe añadir que ya son más de las seis de la tarde y que en menos de dos horas caerá la noche.
—¿Acaso los loreneses tienen miedo en la penumbra? —preguntó Von Capara mientras cogía despreocupadamente un racimo de uvas.
El comentario y la actitud indignaron al general De Rabutin.
—El recuerdo que dejasteis en Peterwardein les da más miedo aún, gobernador.
—¡Cuidado, francés, estáis hablando a un mariscal del Sacro Imperio! ¡Alteza, ya hemos perdido demasiado tiempo! —exclamó Von Capara.
El gran elector se había vuelto hacia el exterior. Abierta a uno y otro lado, la tienda, situada en la cima de una pequeña colina, ofrecía una vista excepcional sobre todo el valle de Timisoara. Observó un instante con el catalejo la posición de las diversas fuerzas allí dispuestas.
—¿Y dónde está nuestro duque? —preguntó, fastidiado.
—Con sus hombres y el mariscal Taaft, alteza, cerca del antiguo campamento, a la espera de una orden juiciosa.
El elector de Sajonia replegó el catalejo. François Taaft, conde de Carlingford, además de consejero del emperador del Sacro Imperio Germánico, se había convertido en regente indiscutible del duque de Lorena, que tenía plena confianza en él. Que un hombre tan experimentado y sensato apoyara a De Rabutin le hizo vacilar. Pero el elector de Sajonia necesitaba un golpe de efecto, ahora que sus aliados de la coalición comenzaban a dudar de su capacidad para conducirlos a la victoria.
—En la guerra, solo la audacia y la sorpresa llevan al triunfo —prosiguió, y evitó la mirada de De Rabutin—. No se gana una batalla con sentido común. Confirmo mi orden. Indicad a nuestros regimientos sajones que sean los primeros en cargar.
—Es un honor, alteza —respondió Von Capara con una inclinación—. Mis hombres sabrán mostrarse dignos del mismo.
La entrevista había acabado. De Rabutin saludó en silencio. Al llegar al umbral de la tienda, el francés, sin poder contenerse, se volvió:
—No basta ser un gran príncipe para ser un gran capitán, alteza. Además se requiere experiencia y presencia de ánimo. Que Dios nos proteja a todos.
Nicolas y Grangier, sentados en la ambulancia volante, asistieron de lejos a la carga de los dragones alemanes. Como los húsares, había dicho el enfermero en calidad de experto. En su boca, sin embargo, aquello no era un cumplido. Los seis regimientos de coraceros alemanes se precipitaron sobre los pocos kapukulus[11] que encontraron. Estos huyeron hasta el muro de carros, de donde surgió un bosque en movimiento de jenízaros. Ayudados por la caballería turca, bloquearon el ataque desordenado que acabó en confusa retirada. Los otomanos aumentaron su ventaja al perseguir a los que huían, que, tal como había pronosticado el general De Rabutin, no pudieron contar con apoyo alguno de los regimientos de infantería, atrapados en unas tierras baldías situadas unos kilómetros más lejos. El francés, anticipándose a la maniobra de los turcos, contraatacó con tres regimientos para obligarlos a atrincherarse tras su fortaleza de carros.
Cuando al caer la noche la ambulancia pudo por fin recorrer el perímetro, los diversos ataques en ambos sentidos habían cubierto el campo de batalla de cuerpos de colores enmarañados. El vehículo, un antiguo carruaje reconvertido, permitía transportar hasta a cuatro heridos a la vez. De la llanura pantanosa se elevaban gemidos y gritos que se entremezclaban con el croar de las ranas y los relinchos de los caballos agonizantes. La batalla se había saldado con varios centenares de muertos y otros tantos heridos que, dado su estado, no habían podido llegar al campamento base.
—¡Son como setas, no hay más que agacharse para coger unos cuantos! —constató Grangier al tiempo que alzaba a un oficial lorenés cuya chaqueta había adquirido un color burdeos por la sangre que la empapaba.
El hombre estaba inconsciente y tenía un corte en la guerrera a la altura del abdomen. Nicolas dejó que su asistente se marchara solo mientras él socorría a otros heridos con ayuda de Tatar, que se había quedado junto a él. Cuatro horas después, el enfermero había logrado realizar ocho viajes de ida y vuelta. Los gemidos habían callado y solo podían oírse los picotazos de los carroñeros que proseguían su trabajo.
—El hospital está lleno —anunció Grangier una vez hubieron instalado a un tercer herido—. Volvamos. Creo que hemos hecho cuanto hemos podido.
—Voy a por Tatar.
En el momento en que Nicolas silbaba, el perro husmeó una pista y partió corriendo hacia la oscuridad. La ausencia de luna y la presencia de numerosos cadáveres de caballos dificultaban la búsqueda.
Al conde De Rabutin le hirieron dos de sus sementales y a un tercero lo mataron durante el asalto. En la guerra, los animales servían a la vez de montura y de escudo, y sus despojos los recuperaban los vencedores para alimentar a los supervivientes. Tatar ladró, señal de que había alguien vivo allí cerca. Volvió hacia el cirujano y este lo siguió hasta una sombra oscura que parecía un árbol arrancado. Se trataba de dos caballos a los que se les habían enmarañado las riendas, enlazándolos en la muerte en una macabra escultura. Uno de los dos jinetes, un coracero del regimiento de Sahn-Salm, yacía cinco metros más lejos, con la nuca rota. El otro era invisible.
—Lo siento, amigo —dijo al perro—. Ya no puedo hacer nada por él. Vamos, regresemos.
Tatar ladró, pegado al cadáver del alazán. Nicolas, al acercarse, vio una bota que sobresalía debajo del flanco del animal. Oyó claramente un murmullo del que no comprendió las palabras. El hombre era un otomano.
***
Los dos caballos, al estamparse, habían caído uno sobre otro, y las patas traseras del segundo aplastaban el cuello del primero, bajo el que se hallaba aprisionado el jinete. A pesar de que se le había hundido la caja torácica, lograba respirar y se mantenía con vida desde hacía varias horas, pero parecía al borde del agotamiento. Nicolas hizo varios intentos para sacarlo, pero le fue imposible desplazar a los animales. Llamó a Grangier, que refunfuñó al ver el uniforme de kapukulu del hombre.
—Dejémoslo ahí, los turcos vendrán a por él mañana. Cada uno sus heridos. ¡No se morirá de frío!
—Tengo que examinar sus piernas, tal vez las tenga rotas —respondió Nicolas, y requirió su ayuda.
—¡Tenemos que volver al campamento!
La mirada del cirujano le recordó que le debía la vida. Los graznidos de los carroñeros se redoblaron. Se encarnizaban con una presa.
—De acuerdo, pero solo haremos un intento. Allí nos necesitan —respondió para justificarse.
—Trae la ambulancia, tiraremos de los animales con una soga —ordenó Nicolas.
En menos de diez minutos habían desplazado los cadáveres de los dos caballos y transportaron al herido a la carretilla, donde el cirujano lo examinó someramente a la luz de una antorcha que Grangier había encendido. Tenía varias costillas rotas y sus piernas habían sufrido un aplastamiento prolongado. Nicolas le vendó el tórax, le tendió la antorcha y le indicó que podía marcharse. El hombre titubeó, dio unos pasos y se volvió hacia ellos.
—Çok tesekkür ederim —articuló con dificultad—, Allah sizi korumak.
—¿Qué ha dicho?
—Creo que nos agradece que no lo llevemos con nosotros —respondió Grangier mientras empuñaba las riendas—. Solo espero que no tengamos que lamentarlo si mata a uno de los nuestros en una nueva batalla.
Chasqueó la lengua para que los caballos se pusieran en camino. La ambulancia volante circuló traqueteando por las lindes de los campos.
—Lo lamento, muchachos —se disculpó Grangier dirigiéndose a los tres heridos tumbados en la parte posterior—. Pronto habremos llegado.
Miró a Nicolas, cuyo rostro reflejaba la fatiga.
—Está perdido, ¿verdad? Ese turco, ¿está perdido?
Nicolas asintió con el mentón.
—Le quedan unas horas, dos o tres días como mucho. El aplastamiento ha liberado en su sangre un veneno que se extenderá por todo el cuerpo. Se le hincharán los riñones y se le detendrá el corazón… He curado a decenas como él y no sé cómo detener ese veneno que llevamos dentro de nosotros. Ese desventurado no constituye ningún peligro para nuestras tropas.
—Has hecho bien. Mejor que muera en paz. De no ser así, ¿también lo habrías soltado?
Nicolas se recostó contra el montante del carro sin responder.
—¿Lo habrías hecho prisionero o lo habrías soltado? —insistió Grangier.
—Soy cirujano…
Germain les dio la bienvenida con su habitual cordialidad.
—¡Los últimos clientes! Dense prisa, señores, el establecimiento iba a cerrar sus puertas, pero ¡por vuestras mercedes haremos una excepción!
La granja abandonada que habían ocupado se había ido vaciando poco a poco una vez operados o examinados los pacientes.
—No ha funcionado mal —comentó—. Y me parece que por su lado Azlan también se las ha apañado. ¡Vayamos a felicitarlo!
En plena noche regresaron al campamento que habían abandonado aquella misma mañana y que se hallaba sumido en una gran confusión tras la anárquica retirada de los regimientos de la coalición. Se habían encendido braseros y la mayoría de las tiendas se habían instalado sin orden ni concierto. Reinaba un desorden absoluto y por doquier había grupos de soldados que trataban de reincorporarse a sus unidades, de las que se habían visto separados en la desbandada. La tienda del hospital contrastaba con el resto del campamento por su organización y la calma reinante. Azlan recibió a los dos cirujanos con alegría y orgullo sinceros. Se empeñó en explicarles las curas que les había practicado a cada uno de los heridos.
—Excelente trabajo, bravo, chaval —lo felicitó Germain antes de coger una botella de vino que había junto a una mesa de operaciones.
Se sentó sobre el único jergón libre, se quitó las botas en medio de una nube de polvo, hizo gárgaras con el alcohol antes de tragarlo y se tumbó.
—Id a descansar, yo cuidaré de los enfermos —ordenó al tiempo que los despedía con la mano.
Nicolas y Azlan extendieron unas mantas sobre la hierba que rodeaba el hospital.
—Ya debe de estar durmiendo —pronosticó Azlan.
—Haré una ronda dentro de un rato para comprobar que sus ronquidos no molesten a los pacientes.
Azlan se echó a reír.
—Qué bueno es oír una risa en semejantes circunstancias y en este lugar —dijo Nicolas—, cuando esta tierra no ha hecho más que beber sangre a lo largo de toda la noche.
Se habían acostado de cara al cielo sin nubes. La oscuridad permitía observar todos los detalles de la bóveda celeste.
—¿Recuerdas cuando te enseñaba las estrellas en Peterwardein? —preguntó Nicolas a la vez que tendía la mano como si quisiera asirlas.
Azlan hizo lo mismo.
—Sí. Saltaba para agarrarlas. A veces me subías a hombros para acercarme a ellas. Pero nunca conseguí coger una.
—Te explicaba que se escabullían pero que, si lo deseabas de verdad, un día conseguirías una. A fuerza de obstinación y de voluntad.
—Y yo, cuando te ibas, cada noche saltaba sin parar, convencido de que lo lograría. Babik me miraba riéndose y me animaba.
—¿Echas de menos a tu familia?
—¿Cómo no voy a echarla de menos? Los llevo dentro de mí.
Nicolas sonrió.
—Recuerdo cuando me preguntabas: «¿Tú solo, gadjo? ¿No család?».
—¡Empezaba a aprender tu lengua! —se defendió Azlan.
—Has hecho muchos progresos en dos años. En todo.
—¡Yo dar gracias a padre Étienne! —bromeó—. ¿Sabes qué me regaló cuando me marché?
—No…
—Un libro de anatomía, ¡uno de verdad!
—En seis meses no encontré ni uno en su biblioteca. ¡Y mira que busqué a fondo!
—Lo guardaba en su celda. Parece que es único.
Nicolas se sentó, devorado por la curiosidad.
—¿De veras? ¿Me lo enseñarás?
—¡Por supuesto, eres mi maestro! ¿Voy a buscarlo?
En cuanto Nicolas asintió, Azlan se precipitó al interior de la tienda. El cirujano se puso en pie. Su fatiga y la melancolía que a menudo se apoderaba de él tras una jornada de combate habían desaparecido, disipadas por la conversación. La capacidad del adolescente para ser feliz y maravillarse ante cualquier cosa, incluso en las peores circunstancias, lo impresionaba. Azlan había logrado atrapar su estrella y Nicolas estaba orgulloso de haberlo guiado hacia ella. «Gadjo, cuando haya leído todo, ¿seré un gran sanador como tú?», le preguntó un día el chiquillo gitano. «Serás un gran sanador —pensó al recordar aquella conversación—. Solo tengo que lograr sacarte de esta guerra».
Azlan tardaba mucho en regresar. Nicolas se puso en pie y se desperezó. Al este, el manto de la noche se había tintado de matices claros en los que se diluían las estrellas: el alba no tardaría en invadirlo todo. Le llamó la atención una gigantesca masa oscura, del tamaño de un bosque, que parecía moverse mecida por un viento anárquico. Cuando sus ojos enfocaron mejor, comprendió que aquel decorado en movimiento estaba compuesto por caballos que avanzaban al paso. Había centenares de ellos, montados por soldados cuyos sables relucieron bajo los primeros rayos del sol.
***
La noticia de la llegada de la caballería turca provocó un pánico indescriptible en el campamento. Los hombres trataban de huir a pesar de la oposición de los escasos oficiales presentes, cuyas amenazas no tenían ningún efecto disuasorio. Todos podían ver ya la inmensa línea de la tropa otomana que se había detenido a un centenar de metros de las primeras tiendas.
El hospital no había escapado al contagio del miedo. Algunos soldados que podían valerse por sí mismos se habían dado a la fuga pronosticando a los demás un destino poco envidiable. Cuando entró Nicolas, Azlan había logrado imponer una cierta calma bajo la carpa.
—Germain ha ido a buscar a los loreneses —le indicó—. Parece que el duque y el conde De Rabutin preparan nuestros regimientos. Son los únicos operativos y vendrán a defender esta plaza.
Varios caballos sin jinete pasaron al galope frente a la entrada.
—¡Ahí están, ya llegan los turcos! —gritó uno de los heridos al que le faltaba una pierna. Trató de levantarse y cayó pesadamente al suelo.
—¡Calmaos! —exclamó Nicolas—. Son los caballos de un regimiento de dragones. Nuestras tropas están concentradas más lejos y preparan la carga.
Cogió una venda de algodón de una caja y un frasco de ungüento.
—Voy a haceros la cura, debéis estar a punto para seguir a nuestras tropas cuando hagan batirse en retirada al gran visir. ¡Cuanto antes los echemos de Hungría, antes podremos regresar a casa!
—Bien dicho —opinó uno de los pacientes, un capitán de infantería del regimiento de Lorena-Commercy—. ¡Podéis contar conmigo!
Otros dieron muestras de aprobación, pero la mayoría de los heridos se hallaban en un estado de conciencia alterada por el dolor o el láudano.
Nicolas se llevó a Azlan aparte cuando estaba preparando gasas.
—Vas a ir a refugiarte al extremo este del campamento, donde está el Estado Mayor. Ponte bajo protección de su guardia en nombre de nuestro duque Leopoldo. Y si huyen, márchate con ellos.
—Pero tú…
—¡No discutas! No puedes quedarte aquí.
Tras una mirada suplicante, el muchacho comprendió que de nada serviría insistir. Dejó las compresas en la caja y salió sin volver la vista atrás. Unos segundos después, los tambores de la mehterhane resonaban en el valle.
A lomos de su caballo, un semental bayo que había encontrado errando por el campo, el conde De Rabutin dio la señal de partir. Había logrado hacer formar en cuestión de minutos a uno de los regimientos de Bassompierre, con la ayuda del duque de Lorena y del conde de Carlingford, de quien admiraba el coraje en el momento en que los mariscales del Sacro Imperio, con Von Capara a la cabeza, habían iniciado el repliegue y le habían ordenado que les cubriera la retirada. Sabían que ya solo podían contar consigo mismos, sin apoyo del fuego de la infantería.
Los caballos avanzaron primero al paso y luego al trote. El duque había aceptado la idea de De Rabutin de una carga al galope. La táctica era innovadora, pero el desequilibrio de las fuerzas exigía sorprender al enemigo. Leopoldo estaba convencido de que su regimiento lorenés era capaz de coronar con éxito aquella maniobra. A la señal del francés, los caballos se lanzaron a un trote más amplio. Frente a ellos, los otomanos, que habían invadido el ala oeste, luchaban cuerpo a cuerpo contra los escasos soldados de infantería aún presentes allí. Era un combate desigual que acababa en muerte. Cuando tuvieron a los kapukulus en el punto de mira, De Rabutin y el duque Leopoldo desenvainaron sus espadas y gritaron a la carga. Los caballos se lanzaron al galope cincuenta metros antes del contacto.
Germain regresó cargado con varios mosquetes y sables y los distribuyó a quienes aún podían utilizarlos, y se guardó para él un arcabuz de mecha y una pistola. Se sentó en su sillón, los cargó de pólvora y luego descorchó una botella de vino de Kotnar. Nicolas apretó las vendas de sus manos y compartió la botella con su amigo.
—Por desgracia, esta botella tiene el inconveniente de que tal vez sea la última, pero ha cumplido con creces con su cometido —concluyó Germain tras el último trago—. Hay un par de cosas que me gustaría decirte por si acaso, pero creo que soy más supersticioso de lo que suponía.
—Ya me lo dirás esta noche, cuando acampemos de nuevo. Detesto que interrumpan nuestras conversaciones —respondió Nicolas.
Con un chasquido, una bala perdida atravesó el techo de la tienda.
—Hoy los vizcaínos vuelan bajo —comentó el cirujano, impasible.
—Y los nuestros ya tardan en cargar —se inquietó uno de los heridos, en cuyo rostro se dibujaban muecas de angustia.
En aquel mismo momento, el suelo tembló al paso de la caballería.
Las dos olas humanas se confundieron en un indefinible apelotonamiento. La potencia conseguida con la velocidad permitió al centenar de jinetes loreneses atravesar las líneas turcas entre el ensordecedor entrechocar de las armas. Las fuerzas otomanas pronto quedaron divididas en numerosos islotes de unos pocos soldados, a menudo sin su oficial, y aquello contribuyó a acelerar su desorganización. Los loreneses, a pesar de ser menos numerosos, parecían estar por todas partes. El caballo del duque fue herido de sable. Uno de sus ayudantes de campo fue a socorrerlo y le prestó su caballo. Al cabo de treinta minutos de encarnizado combate, los turcos se vieron obligados a batirse en retirada. El general, exaltado por su ardor, decidió obtener una ventaja decisiva y fue tras ellos. Al seguir sus pasos, Leopoldo pilló desprevenida a su guardia personal, tres oficiales y el conde de Carlingford, que fue el primero que lo vio y que espoleó a su caballo para ponerse a su lado. En el campo de batalla, una calma silenciosa sucedió al furor.
Los dos cirujanos y sus enfermeros salieron en cuanto oyeron las primeras exclamaciones de júbilo de los soldados. Los loreneses habían detenido el avance de la horda turca a menos de cincuenta metros de su tienda, que no había sufrido desperfecto alguno. Había numerosos heridos que pedían ayuda. Nicolas y Grangier llevaron hasta allí el material de primeros auxilios mientras Germain se preparaba para las operaciones en el interior del hospital. La batalla había sido un cuerpo a cuerpo con armas blancas, y Nicolas tuvo que atender numerosas heridas en la cabeza, en las extremidades y en el abdomen, contentándose con suturarlas y vendarlas, trabajando sobre el suelo, mientras Grangier transportaba hasta donde estaba Germain a los combatientes más gravemente heridos con una carretilla que había llenado con trapos y paños.
—¡Un cirujano, rápido! Allí abajo continúan los combates y hay heridos.
Nicolas alzó la vista hacia el capitán que acababa de dirigirse a él.
—¡Rápido! ¡Ayuda! —repitió el hombre. Seguía a lomos de su montura, la cual, presa de nerviosismo, no cesaba de moverse.
Nicolas avisó a los demás, cogió la ambulancia volante y siguió al oficial, que se adentró en la estepa húngara. Atravesaron un sotobosque y se cruzaron con varios pastores que huían a lomos de sus asnos hasta llegar a un llano donde reinaba una gran confusión. En el centro, el suelo, seco y polvoriento, proyectaba nubes de partículas ocres alrededor de varias zonas de combate, como si se tratara de jirones de niebla. Esa arena natural estaba rodeada de plantaciones.
—Los hombres a los que hay que atender se hallan allí —dijo el capitán, y le indicó el lugar con el dedo—. Volveré junto al duque, me necesita.
Los primeros choques entre los turcos y sus perseguidores habían tenido lugar en un campo de cáñamo, en la linde del cual Nicolas detuvo la ambulancia. Dos hombres que aún podían valerse por sí mismos llevaron hasta él a un tercero, inconsciente, que aún sostenía su espada apretada en la mano, y lo tendieron en la parte posterior del carro.
—El coronel ha luchado hasta el último momento —dijo uno mientras señalaba al herido—. Le ha roto la cabeza al jenízaro que le ha hecho esto.
Al hombre le habían abierto el vientre con un sable. Podían verse sus vísceras y de la herida abierta manaba una profusa hemorragia. Tenía el rostro tumefacto.
—Lo salvaréis, ¿verdad?
Nicolas sabía que no lograría despertarse, pero las heridas de los otros dos no requerían curas de urgencia, así que empezó a coser al primero. Les ofreció una botella.
—Bebed, es un remedio que ayuda al cuerpo a conservar las fuerzas.
Los dos oficiales bebieron el elixir mientras comentaban los combates que alcanzaban a ver.
—¡Nuestro duque acaba de hacer huir a dos turcos! ¡Si lo hubierais visto! Al llegar al prado, perseguía al enemigo con un coraje ejemplar. En medio de la metralla, dos han caído muertos a su lado, pero él se ha mantenido erguido y ha seguido adelante. Al conde de Carlingford le costaba seguirlo.
El otro aprobó con la cabeza.
—Yo estaba presente cuando lo ha atrapado. Carlingford ha tratado de hacerle entender que primero se debe a sus súbditos. El duque se ha puesto en pie sobre sus estribos y le ha respondido: «Si pierdo la vida será menos lamentable que si pierdo el honor. Mis hermanos pueden reparar el vacío que mi muerte causaría, pero nada podría reparar la grieta que la cobardía abriría en mi reputación».
—¡Y ha seguido adelante! —completó el primero.
Habían recibido orden de permanecer junto al coronel a la espera de la llegada de los auxilios y morían de impaciencia por volver al combate. El cirujano, al que el heroísmo guerrero dejaba de mármol o, en el peor de los casos, lo indignaba, vendó las heridas de los dos soldados concentrándose en sus gestos.
Tras una mirada a su superior, que agonizaba, se alejaron de la ambulancia volante y cruzaron el llano hasta el maizal en el que se había adentrado el último grupo de combatientes. Nicolas dirigió el carro hacia algunos cuerpos dispersos que había avistado, lamentando no haberse llevado a Tatar con él. El perro le habría permitido ganar un tiempo precioso en su búsqueda. No encontró a más supervivientes en la zona y por un momento pensó en adentrarse en el campo de cereales en el que se perdía el rastro de los caballos. Decidió volver al campamento y se dirigió al sotobosque. El sendero le pareció más largo que a la ida y desembocó en un pantano. Maldijo cuando vio que se había equivocado de camino, y más aún cuando le fue imposible dar media vuelta dado que el camino era muy estrecho. Se encaramó a la parte posterior del carro para comprobar cómo estaba el herido. El coronel, que seguía inconsciente, respiraba con dificultad y sus tegumentos estaban extremadamente pálidos. Nicolas, que no había dormido en toda la noche, sintió que lo invadía una pesada fatiga. Se sentó junto al moribundo, en la parte posterior del vehículo, y contempló el bosque que centelleaba bajo migajas de sol. El aire traía el perfume de las flores de verano, los insectos revoloteaban y zumbaban junto a sus orejas, una liebre brincaba sobre una alfombra de hojas, un pájaro carpintero picoteaba la corteza de un abedul. La guerra lo había acaparado tanto que había acabado por olvidar la vida que fluía ante sus ojos como la sangre. Sintió un movimiento junto a él y se volvió hacia el herido: el hombre había abierto los ojos y murmuraba. Nicolas le tomó la mano y se inclinó hacia él.
—Decidle a mi duque que muero… —susurró el coronel—, que muero sin temor… con el dolor de no haber visto Lorena liberada.
Tragó saliva y notó que tenía un sabor metálico. Su voz no era más que un débil hilillo que se apagaba en su boca.
—Decidle a mi esposa, Rosa, que… Decidle que el marqués de Cornelli se ha comportado como un hombre de honor y que puede estar orgullosa de su apellido.
Nicolas se echó hacia atrás y le soltó la mano. «No, no es posible, no puede ser él…». El coronel, con los ojos entrecerrados y el rostro abotagado, seguía espirando palabras, con un soplo átono, frases que se volvieron incomprensibles, luego ya simples movimientos de los labios. Y, por fin, nada.
Permaneció un momento contemplando el cuerpo sin vida, le tomó la mano y le abrió los dedos que se habían doblado: apenas visible, una cicatriz le cruzaba la palma. El recuerdo del corte que Nicolas le había hecho en el invernadero del palacio ducal, doce años antes.
***
Trató de dar marcha atrás por el camino, pero el tiro compuesto por dos alazanes solo había consentido dar unos pasos. Uno de los dos caballos, además, se había asustado y había coceado hasta inmovilizar las ruedas del carro en una rodera de tierra resbaladiza.
—Ahora sí que estoy atrapado —refunfuñó Nicolas.
A lo lejos, unos disparos esporádicos indicaban que los combates no habían cesado. Cubrió el cadáver con una manta, tomó la espada del marqués de Cornelli, desplegó la tela que cerraba la parte posterior de la ambulancia y desató a las dos monturas. Nicolas se subió a lomos del caballo menos nervioso y sostuvo al otro por las riendas. Sin silla, su postura no era muy cómoda, pero no quería dejar a los animales en manos de los turcos. Se agarró de la crin de su corcel e hizo que arrancara con un trote suave.
La imagen de Rosa apareció ante sus ojos. El recuerdo de la joven dispuesta a seguirlo para no tener que soportar la vida junto al marqués le hizo sonreír. Ahora ella debería refrenar la codicia de los hombres ante su belleza y su fortuna. El destino del pequeño Simon, a su vez, no se vería afectado ya que Cornelli lo había repudiado desde su nacimiento. «La iniquidad de la vida…». Nicolas se preguntó si el chiquillo habría sobrevivido a sus dos primeros años en el convento del Refugio. Todos esos pensamientos lo condujeron a Marianne. Solo había recibido noticias indirectas de ella, a través de mensajeros y por las cartas de François. Sin embargo, sentía su presencia, su perfume, su aliento junto a él en todo momento. Lo amaba, no tenía duda alguna. Lo sabía.
Llegó rápidamente al llano sembrado de cadáveres, en el cual un grupo de caballeros se dirigía hacia él al paso, cuatro oficiales rodeando al general De Rabutin, un joven soldado apenas mayor que Azlan, con uniforme verde y galones de plata, y un militar de uniforme resplandeciente. «Ese debe de ser nuestro duque», pensó Nicolas al observar a aquel hombre de unos cincuenta años, de aspecto altivo y físico imponente. Le hizo una señal a De Rabutin esperando que este lo reconocería a pesar de ir vestido de civil y manchado de sangre. El militar le devolvió el saludo y el grupo se dirigió hacia él al trote. En el mismo instante, una nube de flechas se elevó del campo de cáñamo con una trayectoria parabólica y se abatió sobre ellos. Dos oficiales fueron alcanzados y cayeron mientras los demás aceleraban su carrera, con excepción del más joven, que dio media vuelta para atacar a los jenízaros ocultos entre los matorrales obligando a los otros a unirse a él. Los turcos —una docena— se mostraron al descubierto. Varios de ellos iban armados con mosquetes que cargaron, mientras los demás lanzaban una segunda salva de flechas que no alcanzaron a nadie. El joven lorenés se lanzó sobre ellos el primero y evitó que dispararan los fusiles. Uno de los combatientes turcos, sin embargo, lanzó una nueva flecha que se clavó en el pecho de su montura. El jinete y el animal se desplomaron. El lorenés rodó hasta hallarse a los pies de los dos otomanos. Nicolas, que había anticipado los sucesos, lanzó a su caballo a un peligroso galope y, mientras De Rabutin y los demás mantenían alejados a los otros asaltantes, llegó junto al impetuoso combatiente, hizo algunos molinetes con la espada del coronel y le lanzó las riendas del segundo caballo.
—¡Reuníos con los demás! ¡Yo os cubro! —ordenó Nicolas.
El joven titubeó un instante.
—¡Vamos! —insistió hasta que le obedeció.
Los dos turcos no parecieron impresionados ante la maniobra de Nicolas y desenvainaron sus sables. Cuando se aproximaban, sonaron dos disparos que abatieron al primero e hicieron huir al segundo. Habían llegado refuerzos: una tropa de una cincuentena de hombres del regimiento de Bassompierre, entre los que se contaba Germain.
Nicolas descendió del caballo y arrojó la espada al suelo. Jamás hubiera vencido en un cuerpo a cuerpo, él, que jamás se había iniciado en el manejo de las armas. Ribes de Jouan se aproximó para comprobar que se hallaba bien y le ofreció su abrigo de betyar.
—Descansa, yo me ocuparé de los heridos, si aún queda alguno —dijo mirando a su alrededor.
Nicolas sintió un escalofrío a pesar del calor reinante. Se echó el capote sobre los hombros y se dirigió hacia el clan de oficiales loreneses que rodeaban al intrépido joven. El del uniforme resplandeciente avanzó hacia él.
—Quisiéramos agradeceros…
—¡Señor duque, la impericia de vuestro ayudante de campo habría podido costarnos muy cara!
—Sabed que no dejo de repetírselo desde el inicio de esta campaña.
—Pues a todas luces debe de ser duro de oído —prosiguió Nicolas, que no podía reprimir su cólera.
—Sabed igualmente que soy el mariscal Taaft, conde de Carlingford, y que esa persona no es mi ayudante de campo —añadió el militar, divertido.
—Qué importa —replicó Nicolas—. La guerra no es para novatos, por mucho entusiasmo que tengan.
Carlingford tosió antes de adoptar un aspecto ceremonioso.
—Maese Déruet, os presento a Leopoldo, duque de Lorena y de Bar, rey de Jerusalén, príncipe de Arches y de Charleville, duque de Calabria y conde de Provenza.
Nicolas miró de arriba abajo al soberano de diecisiete años. Su rostro tenía unos rasgos irregulares, de frente alta y mandíbula prognata, que contrastaban con unos ojos dulces y una sonrisa bondadosa. Leopoldo desprendía una soltura serena y una autoridad natural, a pesar de la inmadurez de sus rasgos. Ya no era el joven guerrero alocado que Nicolas había avistado a lo lejos, sino un jefe guerrero decidido. Una ráfaga de viento azotó el llano y levantó una polvareda ocre que los obligó a inclinar las cabezas. Solo Nicolas y Leopoldo, desafiando a la borrasca, permanecieron de pie y erguidos, mirándose fijamente a los ojos. Los sombreros salieron volando, los caballos relincharon y cocearon. Al amainar la ventolera, el duque se sacudió el polvo, volvió a ponerse el tricornio y sonrió.
—¿Qué hay más tranquilizador que lo salve a uno el cirujano de sus ejércitos? —dijo al tiempo que se ponía los guantes—. A partir de hoy no nos separaremos, maese Déruet.
Nicolas se inclinó con una reverencia de la que no volvió a levantarse hasta dos años más tarde, una vez acabada la guerra.