Capítulo 5

Reino de Hungría, mayo de 1694

La lluvia sucedió a la niebla y el viento a la lluvia. Los días sucedieron a los días, los abedules y alerces a los robles y abetos, el feldespato al calcáreo, pero el cielo seguía siendo desesperadamente gris. Nicolas y su guía cruzaron Alemania, Austria y Hungría en silencio. Varias veces pensó en huir, en regresar al ducado, ocultarse en el campo, pero le había dado su palabra a François. Y su compañero de viaje sin duda estaba encargado de vigilarlo para evitar que huyera. El hombre llevaba barba, tenía un rostro taciturno y nunca lo miraba a la cara. Iba vestido de civil, con ropa ya vieja, pero tenía una bolsa llena de monedas con las que pagaba el alojamiento y la comida, en silencio. Siempre en silencio. Atravesaron Europa sin hacer ruido, y un día al olor de la tierra húmeda se sumó otro olor que jamás olvidaría. Acababan de llegar a la región de Buda[3] tras veinticinco días de viaje y avanzaban por un sendero gredoso en lo alto de una meseta donde las patas de sus caballos se hundían hasta los menudillos a cada paso. Una larga línea oscura serpenteaba por el valle, cortándolo en dos en el medio. Cuando descendieron hacia ella, comprendió que lo que había tomado por un río era una columna de soldados, hombres a pie, jinetes y carros, que se extendía a lo largo de varios kilómetros. El olor, llevado por el viento, se había intensificado.

—La pólvora —dijo escuetamente su guía ante su mirada interrogadora.

El olor de la guerra.

Se presentaron ante el comandante, el conde De Rabutin, un francés que se había pasado al servicio del Sacro Imperio Germánico tras haber sido capitán de uno de los regimientos de Lorena. La llegada de Nicolas pareció ponerlo de buen humor antes de que su ayudante de campo le anunciara una noticia que le hizo recobrar su máscara de severidad. Las tropas durmieron al raso aquella noche en Tordinci, un pueblo próximo a Vukovar. Nicolas, cuyo guía había desaparecido sin ni siquiera despedirse, se dirigió solo a la granja en la que se había instalado el hospital de campaña en el extremo este de la aldea. La casa no tenía puerta y la azotaba un viento frío y caprichoso. Una decena de enfermos se hallaban en angarillas o en el suelo, sobre la paja esparcida. El cirujano allí presente se volvió a la llegada de Nicolas, le dirigió una mirada distraída y acabó de lavarse las manos en una palangana de cobre de agua parduzca. Se secó en su camisa, prendió la pipa con un yesquero y se plantó ante él, exhalando volutas de humo que pronto se diluyeron en la corriente de aire que atravesaba el edificio.

—¿Así que eres tú y solo tú los refuerzos médicos que el duque requería…? —preguntó con una mueca de escepticismo.

—Me hicieron una invitación que no pude rechazar —respondió Nicolas.

—Lo sé. Sé quién eres y por qué estás aquí. ¡Bienvenido a este desbarajuste! Me llamo Germain Ribes de Jouan —dijo al tiempo que le tendía una mano de dedos pequeños y callosos—. Cirujano principal de los regimientos loreneses del duque. Y por añadidura, ¡el único! Bueno, hasta hoy. El cielo me envía un asistente del que me han dicho que tiene unas manos de oro. Espero que sepas coser —añadió al advertir que Nicolas observaba el instrumental, no muy propio de un cirujano.

—Creo que domino los principios.

—Mejor, porque aquí solo conocemos dos instrumentos: sierra y aguja. ¡Ya puedes tirar todos los demás! —añadió, y lo invitó a sentarse en el suelo contra dos toneles que servían de respaldo.

Un perro, acurrucado contra la única bala de paja del lugar, se puso en pie y se situó entre ambos hombres.

—¡Ah, aquí está nuestro segundo asistente! —dijo mientras acariciaba el lomo del animal, que le lamía el rostro con grandes lengüetazos—. Tatar, te presento a nuestro nuevo matasanos. ¡Nicolas, Tatar!

El animal, un sabueso de Transilvania de pelaje negro, bostezó y solicitó una caricia que Nicolas le ofreció. Su pelo era suave y vigoroso.

—¡Tatar parece bien alimentado! —observó.

—¡Me ocupo de ello personalmente! Recibe la misma ración que los soldados —dijo el cirujano mientras golpeaba su pipa contra la suela de su bota—. ¡Eh, Grangier, tenemos sed!

El hombre, que entraba con los brazos cargados de botellas, les dio un litro de vino y se sentó junto a ellos.

—Grangier será tu camillero —precisó Germain a la vez que descorchaba la botella ruidosamente.

—Encantado —dijo el cabo, y alzó la botella como saludo.

—Aquí, en el hospital, tenemos nuestra propia disciplina —explicó Germain—. ¡Nada de grados ni de reverencias! Cuando hay que operar bajo la metralla, solo cuenta la eficacia. Somos un equipo, incluido Tatar —añadió, y sirvió vino en el balde del perro.

El animal fue a lamerlo con deleite.

—Pero en cuanto estamos fuera volvemos a ser soldadesca —concluyó.

—Carne de cañón —añadió Grangier.

—Nuestro «hospital» parece tranquilo —comentó Nicolas mientras echaba un vistazo a los pocos enfermos presentes.

—Solo se trata de heridas y contusiones, caídas y diarreas, lo clásico de un ejército en desplazamiento —explicó el cirujano.

—Aguardad al próximo contacto… —predijo el cabo, y descorchó su segunda botella.

—No podremos ni respirar —concluyó Ribes de Jouan mientras acariciaba el vientre de Tatar, tumbado panza arriba—. Nuestra posada tiene buena fama —bromeó.

—Pero ¿contra quién luchamos? ¿Quién es ese enemigo? —preguntó Nicolas, que lo desconocía todo acerca de la situación.

—¿Quién? Jenízaros, cipayos, silihdares, gediklis, muteferrikas, tschauschs, tártaros…

El perro se incorporó con las orejas erguidas, al acecho.

—¡No, tú no, lo siento, amigo! —exclamó Germain—. El gran visir, el khan de crimea, el beylerbey de Rumelia…

Ribes de Jouan exhaló una larga calada de su pipa, que depositaba sobre el tonel a cada trago de vino.

—… en resumidas cuentas, el Imperio otomano al completo llama a nuestras puertas. Pero nuestra hospitalidad tiene límites.

Grangier se puso en pie y orinó en un rincón.

—Los únicos que no quieren unirse a nosotros son los franceses —dijo, y volvió la cabeza para mirar a Nicolas—. Tienen demasiados prejuicios. Nosotros seguimos al duque de Lorena desde la victoria de Viena.

—¡Hace más de diez años! —masculló Ribes de Jouan—. ¡Te lo imaginas, Grangier, ya llevamos más de diez años aquí!

El cabo se encogió de hombros con impotencia y salió a buscar la comida a la cantina ambulante.

Nicolas dejó que sus pensamientos lo llevaran junto a Marianne. Su única motivación era regresar cuanto antes junto a ella.

Ribes de Jouan pareció adivinarlo.

—Aquí las mujeres son de buena constitución, y todas devotas de nuestra causa. El grado de oficial nos otorga cierto prestigio. Sobre todo disfruta de sus favores. No esperes a estar de regreso en casa a final de año, no sería más que una quimera. Los turcos están en estas tierras desde hace más de cien años y no tienen intención de recoger los bártulos y largarse a Constantinopla. ¿Acaso no bebes?

Nicolas miró la botella llena en tres cuartas partes que sostenía. Se daba cuenta de a qué se había comprometido a cambio de su libertad. Acababa de perderla creyendo haberla logrado. Debería ocupar su mente sin cesar para que jamás se instalara en ella la duda.

—No —respondió—. No quiero más. Con vuestro permiso, ¿puedo inspeccionar a los heridos y darles los cuidados necesarios?

El cirujano se inclinó hacia él para coger la botella de vino.

—Como quieras. Te supervisaré desde aquí —le susurró al oído.

Se apoyó contra el tonel, le rascó la cabeza a Tatar e hizo una señal para que empezara. Nicolas abrió su maletín, se quitó las vendas e inició la consulta. Ribes de Jouan había dicho la verdad: todos los pacientes sufrían pequeños traumatismos relacionados con la marcha forzada que llevaban desde hacía tres semanas. Las tropas, que debían dirigirse a Peterwardein[4], se habían visto obligadas a cambiar de camino en varias ocasiones en función de los desplazamientos del enemigo.

El cabo Grangier regresó con cuatro escudillas y una hogaza de pan, se sentó junto a Germain, le dio su ración y abrió la segunda tartera, que depositó a los pies del perro. Hundió en la suya una cuchara de madera y extrajo un caldo parduzco que olisqueó.

—Otra vez esa maldita col —refunfuñó asqueado antes de zamparse una enorme cucharada.

La ración desapareció en cuatro tacadas. Grangier se limpió la boca con la manga. Ambos observaban a Nicolas atendiendo a los pacientes.

—¿Qué tal lo hace el nuevo? —preguntó el cabo, y fue a coger la última escudilla.

Ribes de Jouan se la retiró antes de que tuviera tiempo de hundir en ella su cuchara.

—¡Ni se te ocurra tocar su comida!

—¡Eh, que no es más que una cucharada! ¡Ni se va a dar cuenta! Yo tengo necesidades de peso —respondió Grangier al tiempo que palmeaba su abdomen voluminoso.

—No tienes más que esforzarte en el campo de batalla. Y además, pronto te vas a hartar.

Depositó la escudilla entre él y Tatar. La mirada del animal fue varias veces de la comida a su amo, antes de desestimar su petición implícita.

—¡El perro es más educado que tú! —comentó Germain—. Para responder a tu pregunta, ese joven Déruet tiene una buena reputación que me parece merecida. Aquí, sin embargo, el mejor cirujano no es necesariamente el técnico más brillante. Se trata de ser el más rápido en el momento de operar en una urgencia. Sin temblar ni acobardarse. Pronto veremos a qué categoría pertenece. Uno de nuestros exploradores me ha dicho que ha visto a varios miles de turcos a menos de diez kilómetros de aquí.

—Ya hace más de dos semanas que están ahí y todo el mundo se evita.

—Lo sé, compadre. Lo sé. Nuestro comandante sabe lo que hace. Es el único francés en quien confiaría en estos momentos.

***

Las tropas levantaron el campamento al día siguiente al alba. Los soldados heridos pudieron ser trasladados en carro, o a caballo aquellos a los que su estado se lo permitía. Los dos cirujanos se habían subido a la ambulancia volante, nombre con el que se conocía la carreta ligera que recorría el campo de batalla y posibilitaba llegar rápidamente hasta los heridos más graves.

A Nicolas le resultó agradable la compañía de Ribes de Jouan. El hombre adoraba hablar de sí mismo, pero también era muy curioso y de carácter jovial. Había tenido la pesada tarea de organizar un servicio sanitario para los regimientos loreneses y, con unos reducidos efectivos, había logrado armar un hospital de campaña de gran eficiencia. Contaba con cinco enfermeros, dos de los cuales tenían como misión dar con el lugar de acampada en las ciudades o pueblos donde las tropas se detenían. Un auténtico hospital en el mejor de los casos, más a menudo un convento o un hospicio, también granjas o un edificio abandonado en las aldeas más pequeñas. En caso de un alto en un bosque o en plena campiña, desplegaban la inmensa tienda confeccionada especialmente para su unidad, que podía cobijar hasta cincuenta pacientes. Los otros tres enfermeros, así como un segundo cirujano, recorrían las zonas de combate para atender las urgencias y evacuar a los heridos hasta el hospital donde Ribes de Jouan ejercía junto a dos asistentes. Habían hecho gala de tal eficacia que varios regimientos austríacos o alemanes habían copiado su organización. Nicolas podría paliar la ausencia del segundo cirujano, al que una herida en el brazo había alejado del teatro de operaciones.

—Un proyectil que detuvo su trayectoria en un soldado de infantería al que estaba evacuando —precisó Germain cuando ya llegaban al campamento—. Le rebotó en la mano y acabó impactando en su antebrazo, con la palma hacia arriba —concluyó entre risas.

El hombre se reía de todo con la misma facilidad, como si la guerra hubiera borrado en él la jerarquía de la gravedad de las cosas. Nada más llegar al edificio de la granja que les serviría de enfermería, rompió todos los cristales de las ventanas a bastonazos.

—El exceso de calor adormece los cuerpos y las mentes —le explicó a Nicolas—. Y las habitaciones cerradas están llenas de miasmas que no se evacúan. Así, nadie las podrá cerrar en cuanto me dé la vuelta. ¿Y qué mejor para apreciar la vista sobre el Danubio?

A lo largo del día habían marchado junto al río, jugando al escondite con el mismo, y en aquel momento se hallaban a menos de cincuenta metros de la orilla.

Grangier y los demás enfermeros se reunieron con ellos y con los heridos; no había habido que lamentar que hubiese más heridos adicionales, a pesar de que varios carros de víveres habían volcado en una zanja oculta por unas hierbas altas. Todos se tendieron sobre la paja fresca y lo agradecieron como si se tratara de un lujo. Según los rumores más recientes, estaban a solo un día de camino de la ciudadela de Peterwardein, donde harían un alto prolongado. La moral de los hombres estaba en un óptimo momento, más aún sabiendo que Grangier había lanzado una red al río y había pescado unas cuantas percas para la cena.

—¡Hoy nos libramos del caldo con carne de caballo, para variar! —exclamó Ribes de Jouan mientras relamía las espinas de su pescado antes de arrojarlas hacia atrás—. Pero esto no es más que un aperitivo, ¡mañana dormiremos en una cama!

Todos los presentes lanzaron gritos de hurra y se felicitaron. Descorchó una botella de vino.

—Para esta ocasión, voy a recetar en la lista de remedios un poco de alcohol. ¡Y no para su aplicación local! Hacedla circular —dijo, y tendió la botella a su vecino tras beber ávidamente varios tragos—. Pero ¿dónde está Nicolas? —preguntó al percatarse de la ausencia de este.

—Fuera —respondió Grangier—. Ha ido a lavar sus paños y a hacer compresas.

—¿Y Tatar? No lo veo.

—Anda con él.

—Ya me ha abandonado hasta mi más fiel asistente —concluyó el cirujano—. ¡Devolvedme ese brebaje, que voy a ahogar mi desesperación!

Las voces y las risotadas llegaban hasta Nicolas desde la granja, abierta a los cuatro vientos. Se había alejado voluntariamente del grupo con intención de leer el tratado de anatomía de Bidloo aprovechando la luz del día que acababa. El sol se había retirado a la sombra de la colina situada tras el edificio que ocupaban e iluminaba con rayos rasantes la meseta, cuyo paisaje de rastrojos se recortaba con mayor nitidez aún. A pesar de la distancia, distinguió a dos hombres de pie junto a sus monturas. La forma de sus sombreros, ancha y triangular, así como sus largas capas, que les daban el aspecto de extraños volátiles, hacían presagiar que pertenecían a la coalición. Parecían mirar en su dirección. Un resplandor luminoso le indicó que el más bajo de ambos sostenía un catalejo. Nicolas siguió leyendo y acabó por olvidarlos. Se concentró en la vigésima primera lámina, que mostraba las diferentes partes del corazón así como las arterias y venas adyacentes. Desde que tuvo conocimiento de los trabajos de Harvey acerca de la circulación sanguínea, trataba de relacionar sus propias observaciones con aquella teoría revolucionaria, y los resultados le abrían fascinantes perspectivas.

Añoraba a Marianne. Había salido del ducado un mes atrás y no había día en que no sintiera el deseo irreprimible de robar un caballo para ir en busca de ella. Finalmente había decidido que su guerra no duraría más que algunos meses durante los cuales sería sus ojos y sus oídos, y que al llegar la Navidad ya estaría otra vez junto a ella. Cuando alzó de nuevo la vista hacia la colina, las dos sombras habían desaparecido.

***

A Nicolas lo despertó con un sobresalto el gruñido ahogado de Tatar. Se había dormido de cansancio sobre la hierba, con el libro entre las manos. El perro gruñó de nuevo en respuesta a las voces de Ribes de Jouan. Lo estaban buscando. Al ponerse en pie se dio cuenta de que sus ropas estaban húmedas del rocío, pero afortunadamente su libro no había sufrido desperfecto alguno. Sintió un escalofrío y se encaminó con premura hacia la granja, donde reinaba una actividad anormal. Se habían instalado en el centro varias mesas cubiertas de tela de lino y los enfermos que podían valerse por sí mismos, reunidos al fondo de la sala, preparaban vendas rasgando paños limpios. Germain se dirigió a él, con una sonrisa.

—¿Dónde estabas, Nicolas? Los turcos han cruzado el Danubio esta noche por un puente que han construido y han atacado la vanguardia de nuestra columna a dos kilómetros de aquí. Prepárate para recibir a los primeros heridos.

Su serenidad contrastaba con la tensión imperante. La acción parecía volverlo eufórico. Grangier silbó al perro, que salió pegado a sus botas.

—¿Cuál es el papel de Tatar? —preguntó Nicolas alineando sus instrumentos bajo la mirada burlona de Ribes de Jouan.

—Lo comprenderás cuando tengas el placer de dirigirte al campo de batalla. No cargues con tantos trastos, no tendrás ocasión de utilizarlos —añadió al tiempo que sostenía una cureta entre el pulgar y el índice y la agitaba ante sus ojos.

—Sierra y aguja, ¿verdad? —respondió Nicolas mientras seguía preparando su material.

—A fin de cuentas, si tienes tiempo que perder… —dijo, y la depositó junto a los otros instrumentos—. Yo voy a beberme una copita antes de tener las manos demasiado ocupadas.

Nicolas apiló varios montones de compresas que impregnó de esencias líquidas contenidas en frascos de vidrio. Uno de los camilleros se acercó a observarlo y le preguntó acerca de aquellas mezclas tras intentar olisquear uno de los paños humedecidos y cuyos vapores le provocaron tos.

—Utilizo una mezcla de ácido sulfúrico, quinquina y alcanfor para desbridar las heridas —explicó Nicolas—. Y otra, que utilizo como apósito, que solo contiene alcanfor diluido en vino. Pero no se lo digáis al comandante Ribes, ¡pues lo he cogido de su provisión de alcohol!

El hombre, un tal Philippe que antes de alistarse en el batallón lorenés había sido grabador en una imprenta de Toul, se ofreció a ayudarlo a confeccionar sus remedios.

El olor a azufre de la pólvora llegó desde el exterior, traído por el viento del oeste, así como notas de música militar que Germain Ribes tarareó hasta la llegada de los primeros heridos. Los camilleros los apearon de los carros utilizados como ambulancia y partieron de nuevo al terreno de los combates.

La mayoría procedía de las primeras líneas del regimiento alemán de infantería Sahn-Salm, caídos bajo la metralla enemiga, balas y proyectiles de cañón. Tras una clasificación somera, los dos cirujanos decidieron amputar a la mitad de los heridos. El único enfermero del equipo médico que hablaba y entendía el alemán fue reclutado para comunicar a los soldados la gravedad de sus heridas y prepararlos para la operación. A los gritos de dolor sucedían los de rechazo ante el diagnóstico y, tras un rato más o menos largo, se oyeron palabras de aceptación y de desesperación.

Nicolas jamás había visto semejantes lesiones: los miembros no estaban seccionados, sino que en la mayoría de las ocasiones habían sido aplastados, con los huesos desplazados y triturados y las articulaciones desgarradas. Comprendió de inmediato lo que Ribes de Jouan había tratado de decirle: la cirugía clásica no podía aplicarse en los campos de batalla, donde los traumatismos eran específicos. Debería aprender.

—Las armas de fuego lo han cambiado todo —le explicó Germain mientras se inclinaba hacia un montón de instrumentos apilados sobre un paño en el suelo.

Su rostro y su camisa blanca estaban maculados de sangre coagulada. Dudó entre una y otra sierra y escogió la de dientes más finos.

—En una herida de arma blanca, la piel, los músculos y los tejidos son perforados netamente. En cuanto a los nervios y los vasos, incluso pueden salir ilesos —le explicó a Nicolas, que operaba en la mesa contigua a la suya—. Al final, si el paciente no se desangra, tiene muchas posibilidades de salir con vida sin que su integridad física se vea afectada.

Germain se aproximó a un herido cuyo brazo ya no se sostenía del hombro más que por algunos ligamentos. El hombre gemía y temblaba de pies a cabeza.

—Philippe —gritó para imponerse a la algarabía de aullidos y lamentos que llenaba la estancia—, ¡necesito láudano y aguardiente! ¡Tengo que amputarlo de inmediato!

Dos soldados se situaron a la altura de las piernas del herido y un tercero detrás de su cabeza, dispuestos a inmovilizar al desventurado. Germain suspiró y prosiguió su demostración dirigida a Nicolas.

—Las balas y otros proyectiles, por su parte, destrozan la anatomía de un cuerpo, como puedes ver. Es imposible repararlo. Demasiadas migajas. Por ello hay que recurrir a la mutilación. Las guerras modernas ya no respetan a los combatientes.

El enfermero había logrado que el herido bebiera algunas gotas de láudano antes de que este se atragantara y tosiera hasta quedarse sin resuello.

—Lástima de aguardiente —dijo el cirujano a la vez que tendía la mano—. Ya hemos esperado demasiado, hay que hacerlo ahora.

Philippe le dio la botella de alcohol, de la que bebió un trago antes de devolvérsela. Germain cortó los músculos a la altura del hombro.

—¡Mira esto! ¡La cabeza del húmero está hecha trizas y el plexo braquial completamente desgarrado! —masculló.

El hombre, que había gritado bajo el efecto del escalpelo, se desvaneció. Germain aserró el hueso y no pudo evitar seccionar una arteria que salpicó de sangre a los ayudantes presentes. La ligó rápidamente y aplicó un tampón de compresas sobre el muñón, que le costó vendar. Luego se acercó a Nicolas para observar el trabajo de este. El herido había recibido una bala en el rostro que le había arrancado el ojo y la mejilla derecha, así como parte de la oreja.

—Este muchacho ha tenido suerte —comentó Germain—. ¡Ha recibido un balazo, no tiene ninguna herida que ponga su vida en peligro y dispone del cirujano más capacitado del ejército para coserlo!

Nicolas no respondió a la chanza, a la que ni siquiera prestó atención. Le había practicado al desventurado buen número de suturas en el rostro y había extraído todas las astillas de hueso de la zona del impacto. Tras la cicatrización, las partes blandas de la boca recuperarían su funcionalidad y solo habría perdido irremediablemente el ojo.

—Demasiado tiempo, señor Déruet —dijo aparentando sostener un reloj de bolsillo en la mano—. Oigo el rugido de los cañones que nos traerán una numerosa clientela. ¡No somos encajeras!

Su voz burlona se dejaba oír por encima de los gritos de dolor de los soldados. Nicolas cosió el párpado para preservar lo que quedaba de la órbita ocular. A su lado, Germain seguía soltando sin cesar una retahíla de palabras. Cuando el cirujano calló, Nicolas comprendió que acababa de llegar una segunda ola de heridos. Loreneses del regimiento de la Sainte-Croix. Ribes de Jouan ya estaba clasificando las urgencias. Nicolas se incorporó: estaba extenuado y le dolía la espalda.

***

La primera pausa, tras cinco horas de actividad desenfrenada, tuvo lugar hacia mediodía. Los cocineros habían matado un buey y asaron la carne para los enfermos y el personal del hospital de campaña. Cada uno de ellos recibió también una ración doble de vino. Germain hacía gala de una energía inagotable, ayudado por el nivel de su adrenalina y el alcohol que ingería entre un paciente y otro. Nicolas salió de la granja, en la que los loreneses constituían en aquel momento la mayor parte de los heridos. «Los gemidos y los gritos son nuestra única lengua común», pensó mientras rodeaba el edificio para dirigirse a la orilla del Danubio. Estiró los músculos de su espalda antes de sentarse. Más lejos, Grangier y dos de los enfermeros de la ambulancia se habían quitado la camisa y se lavaban el rostro y el torso, cuya piel estaba manchada de salpicaduras de sangre. El olor del tabaco de pipa de Ribes de Jouan llegó a su olfato antes de que el cirujano se dirigiera a él.

—¡Qué lugar tan hermoso! —dijo, y se dejó caer a su lado—. Tiene el encanto de la Hungría salvaje y la magia de este río. ¿Sabes qué significa la palabra Danubio? Es el nombre del dios romano de los ríos: Danubius… Cuenta la leyenda que en algún lugar de este caudal hay una mujer pez que atrae a los hombres con su gran belleza.

Rebuscó entre la hierba un guijarro que hizo rebotar sobre el agua.

—Las leyendas son invenciones, ¿no es así? Eso no es óbice para que cada vez que me acerco al agua no pueda evitar pensar en ello, no pueda reprimir la loca esperanza de una súbita aparición. En cualquier caso, si algún día se me ocurriera escribir mis memorias, solo contaré los viajes y los encuentros en las regiones que la guerra me ha permitido visitar, porque el resto sería de lo más aburrido. ¡Y la mitad me la inventaría!

Nicolas observó su físico mientras hablaba. Parecía contar unos cuarenta años y tenía un rostro cuadrado de poderosa mandíbula, cabello castaño cuya longitud quedaba disimulada por su pelo rizado, cejas espesas así como unas anchas y espesas patillas que le cubrían las mejillas hasta el mentón. «Macizo», pensó para sí.

Germain dio una calada a su pipa de brezo y emitió un borborigmo de satisfacción.

—¡Ah… con un poco de suerte pronto levantaremos el campamento! La marcha es una actividad beneficiosa para todos nuestros heridos. Cuando el cuerpo no tiene más remedio que avanzar, la mente se ve obligada a seguirlo y no le queda tiempo para lamentaciones. Y he comprobado que la actividad física ayuda a la supuración de las heridas. De cualquier forma, ¡no hay suficientes asientos para todo el mundo! —concluyó, satisfecho de su argumento.

Más lejos, los tres suboficiales habían entrado en el agua, a pesar de lo fría que estaba, y jugaban a salpicarse ruidosamente. Germain se quedó observando a Nicolas con su mirada de antracita.

—Pero ¡mira que asesinar al gobernador de Nancy!

—¡Soy cirujano, no un asesino!

Ribes de Jouan miró hacia la granja.

—Sí… bueno… la diferencia a veces es muy tenue, ¿no crees?

Ambos hombres rieron al unísono. Los hechos de Nancy, que Nicolas había relegado a lo más profundo de sí mismo, volvieron a la superficie de su memoria.

—Soy cirujano —repitió.

—Lo sé. El mejor en tiempos de paz y pronto mi igual en los campos de batalla. Te he observado y aprendes deprisa, Nicolas.

Tatar salió correteando de entre las altas hierbas que delimitaban la orilla y nadó ladrando hasta los soldados que se bañaban.

—También él tiene ganas de jugar —comentó Germain antes de silbar sonoramente.

Le hizo una señal para que volviera junto a él.

—Lo voy a necesitar —añadió— y no quiero que se tuerza una pata.

El animal resopló alegremente ante ellos y se sentó entre ambos hombres.

—¿Qué hace en un campo de batalla? —preguntó Nicolas al constatar las cicatrices en los costados de Tatar.

—Da con los heridos que hemos olvidado, con aquellos que ya no tienen fuerzas para pedir ayuda pero que aún pueden ser atendidos. No somos lo bastante numerosos como para rastrear el terreno de manera sistemática. Y, al anochecer, nos vemos obligados a ceder el terreno a los carroñeros.

Nicolas sintió que un frío helado se adueñaba de él. Germain acarició al animal tras la cabeza.

—Y nuestro pequeño camillero tiene un olfato infalible para dar con los vivos en un osario a la intemperie. ¿Verdad, Tatar?

El animal miró a uno y luego al otro y acto seguido se lamió la pata.

—Tiene otro don: hallar y recuperar los miembros arrancados —dijo Germain, pendiente del efecto producido en su interlocutor.

—¿Recuperar los miembros? Pero ¿por qué razón…? ¡Nadie puede coser un brazo o una pierna! —exclamó Nicolas mientras observaba al animal y se lo imaginaba en el momento de depositar un brazo a los pies del cirujano jefe como si se tratara de un palo cualquiera—. ¡Eso no tiene pies ni cabeza!

—¡Por supuesto, mi querido amigo! —respondió, satisfecho con el resultado—. ¡Una razón puramente sentimental!

Agitó los dedos de su mano derecha y le mostró las falanges.

—¡Los anillos! ¡No sabes el apego que los soldados tienen a sus anillos! Perder una mano puede llegar a ser aceptable, pero si con la misma se pierden los anillos, ¡eso sí que no! Un tipo al que hay que hacerle un muñón en la parte superior del brazo o del antebrazo será mucho más dócil si sabe que se han encontrado sus alhajas. Y ahí está Tatar para traérselas.

El perro se había erguido y miraba un punto en la lejanía. Los dos hombres se volvieron hacia la colina desde la que se avistaban las orillas del río, allí donde Nicolas había distinguido la víspera las dos siluetas. Allí estaban otra vez, acompañadas de otras formas idénticas, todas alineadas en la cima del montículo, inmóviles cual estatuas ofrecidas a un dios pagano. Vieron de nuevo los destellos del catalejo bajo el sol.

—¿Quiénes son? ¿Es el Estado Mayor?

—Nicolas, te presento a nuestro duque Leopoldo I, hijo del difunto Carlos V, y a su guardia personal, con el conde de Carlingford a la cabeza de la misma —declaró Germain poniéndose en pie y llevándose la mano a la frente a modo de visera.

—¿Cuál es de entre ellos? ¡Solo veo siluetas!

Un clamor resonó de repente en el río: los tres soldados salieron precipitadamente del agua, cuya corriente arrastraba cadáveres.

—El juego continúa —dijo Germain, flemático.

***

Las ambulancias, dos grandes carros conducidos por caballos de tiro, arrojaron una primera ola de soldados víctimas de un ataque sorpresa de los otomanos contra el flanco derecho de la coalición. Los camilleros, entre los que Nicolas reconoció a Philippe de Toul, rodearon a Germain Ribes de Jouan para informarlo de la situación. Uno de ellos, nervioso y visiblemente traumatizado por lo que había visto, hablaba en voz alta para que todos lo oyeran.

—Pero ¡si están ahí, ahí al lado, mi comandante! Han roto nuestras líneas con su caballería atacándolas por el flanco. Eran como una ola inmensa que nos ha ahogado. ¡Es una auténtica carnicería!

—Tranquilízate, Alban —respondió Germain—. Ten, bebe un trago —dijo, y le ofreció una botella de vino.

Lo asió del brazo para llevarlo a un aparte y tratar de hacerle entrar en razón. El alcohol sin embargo no hizo más que acentuar el estado del hombre, que se negó a seguirlo y se volvió hacia los heridos.

—¡Tenemos que huir! ¡Tenemos que marcharnos de inmediato! ¡Están a punto de llegar!

Algunos, entre aquellos que podían valerse por sí mismos, se habían puesto en pie, titubeando, y se aproximaron a los testigos del ataque.

—¡No tenéis más que oler y oír! —prosiguió Alban.

Un olor a humo llegaba desde el exterior, así como el retumbar de los cañonazos. El frente parecía muy próximo.

—¡Nos van a exterminar! —exclamó un soldado con el rostro tumefacto.

Germain tomó la palabra cuando ya varios heridos se dirigían al exterior del edificio.

—¡De aquí no sale nadie! —les gritó.

La autoridad de su tono de voz inmovilizó a los prófugos.

—Estáis todos bajo mi responsabilidad y os prohíbo que echéis a perder todos nuestros esfuerzos para manteneros con vida —añadió mientras se dirigía hacia la puerta.

A su paso, cogió un mosquete que estaba apoyado contra una pared y apuntó con el mismo a los presentes.

—No solo no voy a curar a nadie que huya, ¡en persona daré la puntilla a quien se atreva!

—¿Cuál es la situación? —preguntó Nicolas a Grangier, que acababa de reunirse con él, con Tatar a sus talones.

—Al marcharnos, el general De Rabutin había lanzado una contraofensiva. Sabe dónde estamos y nunca nos dejará a merced de los turcos. Se dice que nuestro duque Leopoldo ha ordenado que el regimiento de Mercy se quede junto a nuestra posición.

Una decena de heridos se habían reunido alrededor de Ribes de Jouan.

—¿Sabéis qué harán si dan con nuestro refugio? —preguntó uno de ellos, un hombre con uniforme de infantería blanco y azul del regimiento de Lorena-Vaudémont, que llevaba la frente vendada—. ¡Nos van a matar a cuchillo! ¡Los jenízaros luchan sin cuartel!

Nicolas se situó junto a Germain.

—Estamos más seguros aquí —afirmó al grupo—. Mucho más que ahí fuera.

Una treintena de soldados habían permanecido tendidos en sus jergones. Algunos seguían la discusión con miradas atemorizadas; otros, con la conciencia alterada, seguían gimiendo o gritando de dolor, indiferentes ante cuanto acontecía fuera.

—¡Curadme, os lo suplico, me duele mucho! —gritó un hombre de voz silbante.

Su caja torácica estaba hundida a la altura de su pecho derecho. El aire entraba y salía de la misma directamente a cada respiración con un ruido de fuelle roto.

—Vais a ayudarme —dijo Nicolas al conductor al que había curado aquella misma mañana de varios golpes de sable en la frente y en la parte superior del cráneo—. A cada cerdo le llega su San Martín, ¿verdad? Necesitamos a todos para echar una mano a los camaradas, y nuestro duque nos protege.

El hombre pareció dubitativo, pero asintió con el mentón. El último argumento había sido decisivo en su decisión. Ribes alzó su fusil.

—¡A buena hora! ¡Abrimos de nuevo el hospital!

Le lanzó el arma a Grangier, que la asió con una mano. A su vez, este le lanzó por los aires una botella al cirujano, que bebió tres tragos de la misma.

—¡Todo el mundo a sus puestos! Necesitamos diez hombres capaces de transportar a aquellos que ya no pueden hacerlo. ¡Y dos más para ir a por cubos de esa agua milagrosa que fluye por las venas del Danubio! ¡Vamos, ya hemos perdido demasiado tiempo! —exclamó.

Todos se pusieron en marcha con un ardor que no era fingido. Germain y Nicolas operaron codo a codo, intercambiando consejos y opiniones, apoyando mutuamente sus decisiones, en una danza tan bien coreografiada que pronto los enfermeros estuvieron convencidos de que aquellos dos se conocían desde hacía mucho tiempo.

—Mi apreciado asistente, ¿cuál es tu diagnóstico para esta herida de metralla en la rodilla?

Nicolas acabó de vendar el brazo del soldado al que acababa de evitarle ser amputado y se volcó sobre el paciente de Germain, un suboficial de la caballería alemana al que una bala le había destrozado el fémur izquierdo a la altura de la articulación superior. Philippe, el camillero, le había cortado la bota alta de arriba abajo para liberar la extremidad entera. A pesar de estar acribillada de fragmentos de hueso, la arteria parecía intacta aunque la parte inferior de la pierna se sostuviera ya solo por la carne y los tendones. El hombre se hallaba transido, principalmente debido a la absorción de una botella entera de aguardiente, y no manifestaba sufrimiento alguno de forma visible. Se había negado a despojarse del gorro alto característico de su regimiento de húsares, cosa que había hecho refunfuñar a Germain. Su uniforme azul de múltiples botones dorados estaba incólume y parecía en orden de revista.

—Creo que seccionaría a la altura de la cabeza del hueso y le ligaría la femoral —respondió Nicolas tras su examen—. Pero ante todo hay que extraerle el vizcaíno[5] que se le ha alojado en el cóndilo, ahí —añadió a la vez que señalaba un punto negro que contrastaba con la blancura del hueso—. El principal riesgo es que se rompa la arteria, a la vista de su lamentable estado.

—¿En conclusión?

—¡Necesitaréis tiempo y suerte!

—Llevas razón. Y hoy no dispongo ni de una ni de otra cosa en mis alforjas —observó mientras se restregaba el mentón.

Ribes de Jouan había perdido ocho pacientes en el curso de las amputaciones de la tarde, y eso le había agriado el humor.

—Lo vas a operar tú —ordenó, y se apartó de la mesa—. Gracias a tu destreza, igual esta noche sigue con vida. ¡Manos a la obra! —añadió ante el titubeo de Nicolas.

—Hay un problema —los interrumpió Philippe, y señaló el gorro del soldado.

Por la piel del mismo corría sangre espesa, a la altura de la sien derecha, desde una pequeña cavidad que ninguno de ellos había descubierto al examinarlo.

—¡Sanseacabó! —murmuró Germain—. Ha recibido una bala en el cráneo. Aisladlo y cubridlo para que tenga unos últimos instantes decentes. ¡A por el siguiente!

—Esperad —exclamó Nicolas al tiempo que asía un escalpelo.

Seccionó la correa del gorro y lo apartó para descubrir la cabeza del herido. Se aproximó a este para observar el lugar del impacto.

—¡Mirad la obertura! Es ovalada. La bala ha debido de rebotar en su pierna y luego le ha entrado verticalmente en el cráneo. Respira y su corazón aún late. Si le hubiera atravesado el cerebro de un lado a otro, habríamos descubierto un agujero al otro lado. Pero no hay ni rastro —añadió mientras examinaba el lado izquierdo de la cabeza—. Y si se hubiera quedado dentro, el daño causado habría sido inmenso y ya estaría muerto.

Ribes de Jouan observó a sus ayudantes, que parecían tan perplejos como él mismo.

—Brillante demostración, querido amigo… ¿Podemos retirarlo? Para verificar vuestra hipótesis, aguardaremos a que haya fallecido, si no tienes inconveniente.

Nicolas sumergió ambas manos entre los cabellos del húsar. Germain se encogió de hombros.

—Si hay que lavarle el pelo, avisad al barbero… No creo que…

—¡Mirad! —lo interrumpió—. ¡Ahí, en la parte superior del cráneo!

Todos se inclinaron sobre la zona que Nicolas había descubierto. Había un pequeño orificio visible, medio taponado por sangre coagulada.

—¡La bala ha salido por ahí! Quizá no haya causado desperfectos irremediables en el cerebro. ¡Hay que curarlo!

—Olvidas la pierna, o lo que queda de la misma, sin contar con lo que aún no hemos descubierto. ¡Este soldado es una caja de sorpresas!

—Me ocuparé de su fémur si os ocupáis de curarle la herida del cráneo.

—Nicolas… —comenzó antes de interrumpirse.

No se había percatado de la juventud del soldado. «Dieciséis o diecisiete años, como mucho», pensó el cirujano. Se volvió hacia su enfermero.

—Grangier, ¿cuántos heridos quedan por operar?

—Tres, todos de nuestra tierra —respondió el enfermero insistiendo en las últimas palabras.

Ribes de Jouan lo miró muy serio.

—Los loreneses son robustos, haz que esperen. ¡Manos a la obra! Nicolas, tienes diez minutos para hacer un milagro.

Germain sacó de una caja una corona de trepanación, una cuchilla de afeitar y una sonda de goma. Se inclinó sobre el joven soldado, se rascó el pecho y recitó para sus adentros la primera plegaria que le vino a la cabeza para concentrarse. Observó que el insistente olor a humo había desaparecido así como el retronar de los cañones, y se sintió decepcionado ante aquella súbita calma. Nada le era más útil a la hora de operar que la inminencia del peligro. Tras haber rasurado la parte del cráneo donde se hallaban los dos orificios, los drenó con la ayuda de la sonda. Las heridas parecían limpias y no se apreciaba que hubiera ninguna hemorragia. Temía, sin embargo, que se hubiera podido coagular una gran cantidad de sangre en el interior desde que se había producido la herida. Antes de que tuviera tiempo de volverse, Nicolas respondió a su titubeo:

—Yo también pasaría el trépano para exudar ahora cuanto haya que evacuar.

Germain sonrió, satisfecho de verse ratificado en su decisión. Una vez soldados los huesos, sería imposible reducir el hematoma que ambos sospechaban que existía.

—¿Y su pierna? —preguntó aplicando el trépano junto al orificio de la bala y apretándolo para presionar sobre el cráneo—. ¿Cómo lo ves? ¿Necesitas ayuda?

—Gracias, pero no hace falta. Ya he acabado.

Germain no pudo evitar volverse. Nicolas se lavaba las manos en uno de los cubos de agua.

—He ligado la arteria, extraído el vizcaíno y amputado como he podido —comentó Nicolas.

—¡Dios! —exclamó Germain al ver el resultado.

No solo su asistente había logrado conservar intacta la articulación, sino que había preservado un muñón de pierna de más de diez centímetros, que había vendado con un paño impregnado de un cicatrizante fabricado por él mismo.

—Pero ¿cómo has podido…?

—He tenido suerte. Es tan robusto como un lorenés. ¿Os echo una mano?

Cinco minutos más tarde Ribes de Jouan había aplicado rodomiel en los orificios de entrada y de salida de la bala y le dejaba a Grangier la tarea de vendarle la cabeza al herido con paños limpios. Tenía la impresión de haber hecho cuanto la cirugía podía ofrecer a un paciente. En el momento en que el joven coracero alemán salía de su coma etílico entre gemidos, dos exploradores del regimiento de infantería de Bassompierre trajeron noticias tranquilizadoras. Las tropas del khan de Crimea, tras una penetración que las había llevado a menos de quinientos metros del edificio donde se hallaban, habían sido rechazadas a la otra orilla del río por una carga de caballería de la coalición. Una hora después de que callaran los cañones, los otomanos se habían batido en retirada, jaleados por los gritos de alegría de los combatientes. Los heridos y los sanitarios se felicitaron, y Germain pudo encenderse una pipa a la que dio unas caladas con deleite, a pesar de la pésima calidad del tabaco. Los soldados que habían tratado de huir fueron a pedirle perdón y a que les concediera la gracia de no informar del incidente a sus superiores.

—Curiosa petición —dijo a Nicolas, una vez sentado y mientras acariciaba el pelo de Tatar, tendido junto a él—. ¡Nunca se me hubiera ocurrido! ¡No hay nada tan natural como el instinto de supervivencia! En este caso, sin embargo, se equivocaban. El peligro para ellos habría sido salir.

—¿Y habríais disparado?

Una enorme sonrisa invadió su rostro.

—¡Soy cirujano, no un asesino!

***

Al día siguiente, tras solo una breve noche de descanso, las tropas levantaron el campamento. En medio de la larga hilera en movimiento, la columna de las ambulancias, formada por una decena de carros, transportaba a los heridos más graves. Los otros, en mejores condiciones, seguían a pie o a caballo. Una lluvia fría y penetrante de primavera los acompañó a lo largo de todo el camino hasta que escampó al aproximarse a Peterwardein. Nicolas se había instalado junto a Germain en la ambulancia volante, que conducía con destreza por el camino embarrado donde los grandes carros avanzaban con dificultad resbalando en el lodazal. El cirujano jefe de los ejércitos loreneses había hecho cargar la parte posterior de la carreta de víveres y de botellas de vino y había recorrido la columna a lo largo del trayecto para distribuir comida a los enfermos con los que se encontraban. Nicolas pudo constatar su gran popularidad, tanto por los litros de alcohol que repartía como por la calidad de los cuidados que prodigaba.

Germain tenía una sed que nada parecía saciar, e hizo honor a parte de sus provisiones. El flujo de sus palabras incrementó a medida que avanzaba el día y a la par que la concisión y la claridad de su razonamiento disminuían bajo el peso de las botellas vaciadas. Tras haber estado a punto de volcar la ambulancia en una zanja por no medir bien la distancia, detuvo el vehículo en mitad del camino, alivió la vejiga contra una de las ruedas, volvió a subirse con dificultad al asiento y le dejó las riendas a Nicolas antes de tumbarse y quedarse dormido de inmediato. Lo despertó una hora más tarde un lametón de Tatar, que había subido al carro aprovechando un alto del convoy. Se desperezó, encendió su pipa y refunfuñó quejándose de la espera provocada. Señaló las manos vendadas de Nicolas como si las viera por primera vez.

—¿Por qué siempre las llevas así? ¿Las proteges del frío o de un ladrón que te las pudiera robar? —bromeó mientras mostraba las suyas, de dedos gruesos, articulaciones huesudas y la piel cubierta de una mata de pelo en el dorso.

—No lo sé —respondió Nicolas, y se apretó las vendas—. Tal vez sea por costumbre.

—Mientes muy mal, hay otra razón —dijo Germain seguro de sí mismo—. Y la descubriré.

Nicolas contempló el paisaje sin responder. El llano, salpicado de montículos cubiertos de vegetación, le recordaba el relieve de su Lorena.

—¡Siempre lo descubro! —prosiguió Ribes de Jouan—. Nos estamos rezagando, pásame las riendas.

Salió de la hilera e hizo que el caballo se pusiera al trote. Al cabo de una hora, el camino se hizo más ancho junto a un meandro del río. A lo lejos pudieron distinguir unas construcciones humanas.

—Hemos llegado —dijo sin más.

La fortaleza, en la cima de una pequeña colina a orillas del Danubio, parecía flotar treinta metros por encima de la niebla que se elevaba desde el río, en un cuadro irreal e inquietante.

—El olor de los turcos aún flota sobre la ciudad —dijo Germain a modo de explicación—. Solo se la reconquistamos hace siete años —añadió, y chasqueó la lengua para dar ánimos al caballo que daba muestras de fatiga.

Entraron en la ciudadela por la puerta del sur, donde todas las murallas estaban ocupadas por soldados armados y centinelas dispuestos a dar la alarma ante cualquier movimiento sospechoso en la llanura circundante. El volumen interior parecía sorprendentemente espacioso comparado con la visión que se tenía desde el exterior. Las calles centrales, amplias y pavimentadas, permitían que los carros se cruzaran, y los edificios ofrecían imponentes superficies de paredes nuevas o restauradas. Quedaban pocos rastros de los ciento cincuenta años de dominación otomana. La ambulancia volante se dirigió hacia el monasterio de Belakut, edificado cinco siglos antes por monjes cistercienses franceses, donde los emisarios de Ribes de Jouan habían decidido instalar el hospital de campaña. Se habían dispuesto camas en la gran capilla de la abadía, y algunas ya estaban ocupadas por los primeros en llegar.

—Al menos no tendréis la tentación de romper las ventanas —comentó Nicolas observando los vitrales multicolores, fuera de alcance, que decoraban la parte superior de las paredes.

—¡Por fin un sitio donde se respira! —asintió Germain—. ¡Grangier! —gritó, al ver a su asistente.

La acústica lo sorprendió por la potencia del eco. Todos los presentes se volvieron hacia los recién llegados.

—Grangier —repitió sin alzar el tono de voz.

El enfermero atravesó el altar para reunirse con ellos.

—Encuentra una cincuentena de mantas, aquí no hay bastantes —le ordenó—. De noche hará frío. ¿Qué has hallado como dormitorio?

—Puedes elegir: un palacete requisado para los oficiales…

Germain hizo una mueca como respuesta.

—… con camas de verdad, un cocinero de verdad y la élite de nuestro ejército como vecinos —prosiguió el enfermero.

Germain añadió a su mueca un gesto de asco.

—¿No tienes más que seda para ofrecerme? ¿No habrá una buena y vieja tela de yute?

—Philippe y yo hemos dispuesto unos jergones de paja en la sacristía. Queda espacio para nuestros dos cirujanos, casualmente…

—Mira que llegas a ser bobo, y no me lo ibas a decir… ¡Claro que nos alojaremos ahí! Y si no hay suficiente espacio, os castigaré enviándoos a dormir con la flor y nata de la oficialidad.

—También hemos reforzado las provisiones de vino. Para macerar las hierbas, por supuesto —ironizó Grangier.

—¡Ya sabía yo que al lado de una iglesia encontraríamos el paraíso! —retronó la voz de Germain.

Varios heridos se quejaron de dolores.

—Yo me ocuparé de ellos —dijo Nicolas.

Dispensó los cuidados habituales y se detuvo junto al joven alemán al que habían salvado la vida. Le cambió las vendas de la cabeza y vio que las heridas lucían sanas, y también el muñón de su pierna izquierda. El soldado estaba despierto y observaba cómo lo curaba, en silencio. Nicolas cogió una lanceta para practicarle una sangría. Detestaba aquella terapia, que juzgaba más nefasta que útil en la mayoría de los casos, pero el miembro del herido había sido aplastado en parte y temía que hubieran podido introducirse sustancias tóxicas en su sangre. Cambió de opinión. El hombre le susurró una palabra que no conocía pero de la que comprendió el sentido.

—Volveré mañana —respondió en voz queda y articulando de manera exagerada.

El húsar asintió.

Al salir de la capilla se cruzó en el claustro con un grupo de cuatro monjes vestidos con hábito blanco y la cabeza completamente cubierta por una capucha negra. No se veía ninguno de los rostros. Sus pies, descalzos en unas sandalias gastadas, sobresalían a cada paso silencioso, antes de desaparecer de nuevo cubiertos por la marea de tela que los recubría. Nicolas los siguió con la mirada hasta que entraron en una sala con una puerta amplia, en la que juraría haber visto a una familia.

El aire exterior, batido por el viento y saturado de humedad, arrastraba el olor de los rebaños por la fortaleza. Era de noche y una lluvia fina como una puntilla barría Peterwardein. Tomó las calles más anchas y llegó rápidamente a los límites de la fortificación, erizados de bastiones que formaban las ramas de una estrella gigantesca. Nicolas recorrió parte de las murallas en las que centinelas y cañones se sucedían cada diez metros. Jamás había visto una defensa tan colosal. Sus ropas de civil, que había conservado desde su llegada al campamento y que Germain también vestía, le valieron rápidamente el recelo de los soldados de guardia, que lo interrogaban sobre su presencia allí en alemán, en polaco o en húngaro, a lo que respondía con gestos poco convincentes. El ejército del Sacro Imperio Germánico era una Babel.

Abandonó las fortificaciones y regresó con paso rápido al interior de la ciudad. La ciudadela englobaba, además de la parte superior que dominaba el río desde un acantilado de impresionante verticalidad, un conjunto de barrios apenas a la misma altura que el Danubio, en su mayoría compuestos de campos o huertas. Vio un grupo de casas situado en el extremo norte de la ciudad, cuyas calles y callejuelas contrastaban con el resto de la ciudad por su estrechez y por la aparente ausencia de hombres de las tropas imperiales. Nicolas tenía la sensación de que lo seguían desde que había salido de la abadía y se había vuelto varias veces sin alcanzar a ver a nadie. Intuitivamente, no pensaba que hubiese peligro inminente. Los braseros situados en las esquinas de las calles procuraban una luz suficiente para no tropezar con los adoquines desiguales. En el interior de las casas, algunas chispas fugaces atestiguaban la presencia de chimeneas reconfortantes. Se perdió tras atajar por una callejuela oscura y le preguntó a un hombre que fumaba una pipa apoyado contra la pared. El quídam, de piel mate, cabello moreno largo y ondulado, llevaba un sombrero de astracán, de alas alzadas, rematado por una pluma de ave ancha y corta. Vestía un amplio chaquetón de piel vuelta cuyo bajo arrastraba por el suelo. Pareció comprender la pregunta de Nicolas al oírle pronunciar el nombre del monasterio y le hizo señal de que lo siguiera, cosa que hizo con dificultad. El hombre tenía unos andares felinos y caminaba tan deprisa que Nicolas creyó haberlo perdido en varias ocasiones. El húngaro, sin embargo, lo esperaba en cada esquina, con una sonrisa burlona en los labios. Incapaz de reconocer el camino de la ida, Nicolas preguntó varias veces a su guía:

—¿Belakut? ¿Belakut?

El individuo de la pipa respondió con invariables gestos afirmativos. Había que seguir hacia delante. Dotado de un sólido instinto de orientación, Nicolas estaba convencido de que el fulano lo conducía en la buena dirección, aunque no hubiera vuelto a ver ni un solo uniforme desde que se había adentrado en la parte baja de la ciudad. Sin embargo, la actitud de su guía y el camino que habían tomado lo incitaban a la prudencia. Nicolas, empero, había distinguido la sombra alargada de su perseguidor deslizándose por las fachadas. De repente, a la salida de una calle empinada, la vio: la abadía se alzaba ante ellos, imponente, como si dominara los edificios contiguos con su poderío sereno. El betyar[6] se volvió y le dijo en húngaro:

—¡Tienes suerte, extranjero, de estar protegido, de lo contrario te habría desplumado!

Nicolas le tendió la mano para darle las gracias, sin comprender de qué había escapado. El otro se la estrechó mientras echaba un vistazo a la callejuela: en la oscuridad, distinguió el contorno de unas ropas amplias y un débil reflejo metálico a la altura del rostro.

***

Al día siguiente, el hospital improvisado acogió a diez nuevos heridos. Un grupo de soldados que trabajaban en la construcción de un puente sobre el Danubio, frente a la ciudadela, habían sido víctimas de la caída de dos pilares de madera de varios metros de altura. Los más graves sufrían diversas fracturas y conmociones, que Germain calificó de heridas «civiles» y dejó en manos de Nicolas. Por la tarde, recibieron la visita del equipo médico del regimiento alemán al que pertenecía el joven coracero. La noticia de su salvación milagrosa había corrido por todos los acuartelamientos y la popularidad del equipo de Germain había aumentado aún más. El rumor les atribuía el poder de curar cualquier herida y de evitar a buen seguro las amputaciones, de tal manera que incluso había soldados que habían pedido ser destinados a uno de los regimientos loreneses a pesar de que estos estuvieran muy expuestos al entrar en combate. El coronel Von Humboldt, uno de los cirujanos personales del elector de Sajonia, también se acercó hasta allí para contemplar el trabajo de sus colegas y los invitó a su mesa aquella misma noche. Nicolas declinó la invitación con cortesía y se excusó diciendo que tenía que ocuparse de las curas.

—Yo sí iré, eso es parte del juego —le dijo Germain como si se excusara—. Aprovecharé para pedir más material y una carreta suplementaria. ¡Parece que tiene alcoholes de extraordinaria calidad!

Nicolas aprovechó la velada para escribir a Marianne. Su primera carta desde su precipitada salida de Nancy. «Desde mi huida», pensó esperando que los franceses no hubieran llevado a cabo represalias contra sus allegados. Le contó su viaje y su primera campaña, describió el ambiente y cómo la añoraba. Germain le había explicado que se habían dispuesto transportes regulares con el ducado para establecer lazos entre los soldados y sus familias. La mayoría no sabía leer ni escribir, y el capellán castrense, ayudado por algunos oficiales caballerosos, se encargaba de redactar mensajes, a menudo una simple lista de nombres asociada al estado de salud, que se distribuían por pueblos y ciudades dos o tres veces al año por voluntarios que elegían quedarse en su tierra. Ese lazo había tranquilizado a Nicolas, y se había decidido a disciplinarse y escribirle semanalmente, aunque las cartas solo fueran a ser enviadas meses después.

Una vez seca la tinta, enroscó los papeles, los depositó en su bolsa más grande, la que contenía todos sus libros, y decidió salir. Tatar, tumbado junto al brasero de hierro fundido de la estancia, se incorporó como una esfinge y lo examinó con una mirada en la que se mezclaban la fatiga y su deseo de acompañarlo, hasta que se tendió de nuevo en el suelo.

La noche había caído y en la iglesia ya solo resonaban algunos gemidos quejumbrosos. El claustro formaba un rectángulo y se abría a un jardín, impecable, a través de unas ojivas de trabajados arabescos. El edificio de mayor tamaño se hallaba en el extremo opuesto a la capilla, en el lado que daba a la calle principal. Estaba constituido por el refectorio en la planta baja y las celdas de los monjes en la planta superior. Una veintena de religiosos vivían allí permanentemente, pero solo se había cruzado con ellos de forma casual. Los hombres de Dios parecían rehuir su presencia. Recorrió el ala izquierda que unía la capilla a la cantina y sus estancias lo sorprendieron por la riqueza de los ornamentos. Tomó una escalera estrecha que llevaba a un sótano, cuyo acceso estaba cerrado por una puerta de madera maciza protegida por una reja.

Volvió sobre sus pasos hasta el claustro desierto. Una de las campanas dio diez campanadas, único signo de actividad humana en la abadía. Nicolas recordó el lugar donde había visto a una familia de civiles y se dirigió hacia allí. Aquella puerta también estaba cerrada con llave. Era hora de volver a su jergón. Cuando dio media vuelta, vio a un chaval de unos diez años que lo observaba, agazapado en la sombra de la fuente del claustro. Lo llamó mientras este huía corriendo hacia la sala capitular vecina. Nicolas aceleró el paso y entró. No tuvo tiempo ni de buscarlo, pues se halló inmovilizado contra el suelo por un adulto del que sintió el aliento en el cogote. El hombre pronunció unas palabras en una lengua que no conocía. Nicolas logró liberar su brazo izquierdo de la presa de su agresor y le asestó un primer codazo en el rostro que lo dejó indiferente y luego un segundo que provocó su ira. El hombre agarró la cabeza de Nicolas por los cabellos y la golpeó contra el suelo de mármol. Aturdido, y mientras esperaba un nuevo ataque, el otro soltó la presa. Le llegó la voz de Germain, ensordecida por unos murmullos.

Abbahagy! ¡Suéltalo! —gritó varias veces.

Nicolas logró volverse y vio al cirujano, que apuntaba al desconocido con una pistola. Apoyaba el cañón contra el pecho del hombre. Este llevaba una máscara de hierro que le cubría todo el rostro.

***

El cura encendió con cuidado las doce velas del candelabro que sostenía en la mano.

—Les pido disculpas de todo corazón —dijo con voz monocorde.

El padre Étienne era el superior del convento. Alertado por los gritos del cirujano, había ido a la sala capitular y había apaciguado los ánimos.

—Si no hubiera regresado tan pronto de mi cena —se enojó Germain—, en estos momentos mi asistente no tendría cabeza y yo no tendría asistente. Acepto vuestras excusas, pero sobre todo nos debéis una explicación, a Nicolas y a mí.

El hombre de la máscara de hierro estaba sentado en un rincón y balanceaba la cabeza adelante y atrás refunfuñando. El padre Étienne lo observó y luego se dirigió a Nicolas.

—¿Cómo os sentís? —preguntó al tiempo que aproximaba la fuente de luz a su rostro.

—Como alguien que hubiera besado el suelo con demasiada pasión —respondió al punto mientras se masajeaba la frente dolorida—. Pero estoy intacto. Y por mi parte, el incidente está zanjado.

—Lo lamento profundamente —insistió—. Nosotros… poseemos algunas familias de robs gitanos en el monasterio.

—¿Robs? —preguntó Germain, incrédulo.

—¿Qué significa que las «poseen»? —intervino Nicolas.

—Quiere decir que las compró —respondió Germain—. Los robs son esclavos.

—¿Esclavos?

—No exactamente —rectificó el padre Étienne, incómodo—. Es una servidumbre de tipo feudal. Un rob puede comprar su libertad. Es libre de ir y venir.

—Contra pago de una suma —rectificó Germain—. Pueden liberarse, pero son esclavos.

El cura manifestó cierto nerviosismo.

—El voivoda[7] Basareb donó cuatro familias gitanas a nuestro monasterio, ¿por qué tendríamos que haberlas rechazado? Ofrecemos la caridad cristiana a todo el mundo sin distinción, vos mismos sois testigos de ello. A esta gente aquí se la trata bien, mucho mejor que en otros sitios.

Nicolas se acercó al hombre y se acuclilló junto a él.

—¿Cómo se llama?

—Babik. Es el padre del muchacho al que seguisteis. Tuvo miedo por él y fue presa del pánico.

—¿Qué lengua habla?

—Gitano y húngaro. Pero comprende nuestra lengua. Su clan viajó por Francia durante dos años.

Los ojos negros del gitano miraban a los presentes con determinación.

—¿Por qué motivo lleva esa máscara?

—Babik se ha comportado mal y ha sido castigado —dijo el cura, y unió las manos en señal de oración.

—¿Un castigo? ¡Una tortura! —intervino Germain—. Aquí es habitual. Solo les quitan ese aparato para comer.

—La naturaleza de este pueblo exige a veces cierta autoridad. No tienen entre sus costumbres el respeto de la obediencia y del bien.

Nicolas se aproximó lentamente a Babik y puso las manos sobre el casco de metal. Estaba cerrado por detrás con un candado.

—Desearía examinarlo, padre, ¿me permitís quitárselo?

El cura retiró una de las llaves que colgaban de su cinturón de cuerda y se la tendió, en silencio, a Germain. El cirujano abrió el candado y la máscara. No pudo evitar un sobresalto al ver el estado de la piel del desventurado. Babik aspiró una gran bocanada de aire como si se dispusiera a sumergirse en el Danubio, y luego varias más, tomándose su tiempo, con los ojos cerrados, concentrado en su respiración recobrada. Su piel resplandecía por el sudor y sus cabellos de jade estaban aplastados en mechones sobre su frente. Varias zonas de su rostro estaban descamadas y enrojecidas. Germain entregó el casco, abierto en dos como un molde de fundición, a Nicolas, y este interrogó al cura con la mirada. El hombre comprendió su petición.

—Le levanto ahora mismo el castigo —indicó mientras depositaba el candelabro sobre la mesa del consejo, cuya superficie circular, de piedra, destacaba ante una hilera de majestuosos sillones de madera labrada.

«El mismo lugar donde se le debió de dictar sentencia al desgraciado», pensó Germain, que agradeció al monje su clemencia.

—Voy a por mis ungüentos —intervino Nicolas, y dejó caer la máscara, que rodó a los pies del padre Étienne.

Rebuscó en sus cajas, apiladas en la sacristía, y despertó con el ruido a los enfermeros. Grangier, creyendo que se trataba de una urgencia, se levantó soñoliento y, antes de que Nicolas se lo pudiera impedir, entró en la capilla contigua donde acabó por tropezar con uno de los heridos allí tendidos. El hombre no reaccionó, pero el vecino de este, un húsar con el brazo amputado, soltó un grito al ver que el enfermero estaba a punto de abalanzarse sobre él en su caída. Algunos gemidos respondieron como un eco, mientras Grangier, aún bajo los efectos de su velada regada con vino húngaro, volvía a dormirse, tumbado boca abajo.

Cuando Nicolas regresó a la sala capitular, el superior ya se había marchado. La familia de Babik lo rodeaba. Sus padres, su esposa, sus tres hijos y sus dos hermanas lo mimaban como a un recién nacido bajo la mirada divertida de Germain, que se había encendido una pipa bien cargada de tabaco.

—Un regalo de nuestros amigos —dijo orgulloso, y le mostró el objeto labrado en madera de roble.

Babik, que permanecía sentado en la misma posición en una esquina, sonrió al verlo y articuló un «gracias» pronunciado con fuerte acento eslavo. Hizo una señal a su familia, que se marchó tras haberle dado las gracias a Nicolas con palmoteos amistosos. Solo su hijo permanecía junto a él y sacaba pecho con aspecto protector. Babik le alborotó el cabello.

Nicolas mostró el ungüento preparado por él y detalló la composición del mismo, a base de llantén y malva, antes de proponerle que se lo aplicara sobre la piel. La carne estaba cortada en algunos lugares debido al frotamiento con el metal. Babik escuchó con interés y pronunció una frase en gitano.

—Mi padre comprender —respondió el muchacho en un francés chapurreado—. Él decir gracias. Yo también. Mucho.

—¡A buenas horas! —exclamó Germain—. ¡Si tenemos aquí un traductor! ¿Cómo te llamas, chaval?

—Azlan —dijo con orgullo.

Babik permaneció estoico cuando Nicolas aplicó el ungüento grasiento sobre las úlceras. Llevaba varios collares de oro al cuello, así como anillos en los dedos. Nicolas se sintió intrigado ante tanta ostentación.

—Es cuestión de orgullo —respondió Germain, que había recogido la máscara de hierro y la lanzaba al aire como una pelota—. Al hacer gala de su fortuna muestra que un día podrá comprar su libertad y la de su familia.

—Ahora que habláis de dinero, ¿cuál es nuestra paga? —preguntó Nicolas a la vez que se vendaba las manos.

—¡Por fin una pregunta importante! Empezaba a tener dudas de que fueses a preguntarlo alguna vez… Como cirujano, tienes derecho a dos francos diarios, alimentado y albergado en los palacios que ya conoces.

Aspiró una nueva calada de su pipa antes de proseguir.

—Al oficial pagador siempre hay que tirarle de una oreja, pero ya tienes derecho a un mes de soldada que guarda en su cofre. Si quieres disfrutarla aquí, ¡no lo dudes! Te indicaré posadas y tabernas de buena frecuentación. Y si quieres atender a la población local durante tus horas de permiso, como ahora, tú mismo fija tus honorarios.

Grangier entró con aspecto sombrío.

—¿Por fin se te ha pasado la borrachera? —preguntó Germain—. No has sido capaz de aguantar ante los oficiales. ¡Te estás haciendo viejo, compadre!

—Nuestro herido alemán, vuestro milagro…

—¿Qué le sucede?

—He tropezado con él hace un momento…

—Espero que no le hayas roto las costillas, eso ya sería el colmo —bromeó Germain.

—¡Ay… quizá! No me he dado cuenta. En todo caso, eso no sería grave.

—¡Cómo se nota que no eres tú quien los tiene que curar!

—Ya no tiene importancia. Ha muerto. Mientras dormía.

Ribes de Jouan arrojó la máscara contra la pared con tal fuerza que esta se partió en dos debido al impacto.

—¿Por qué? ¿Por qué me ha hecho eso? —gritó mientras Azlan se refugiaba en brazos de su padre—. ¡Era nuestro mayor éxito! Todo el ejército imperial nos admiraba… ¡Ahora seremos el hazmerreír!

Se alejó de los demás, echando pestes, y se volvió.

—¡Quiero hacerle la autopsia! ¡Ahora mismo!

—Es inútil —respondió Nicolas—. Ve a avisar al cura —le dijo a Grangier.

Se quedaron un instante en silencio.

—¿Por qué? —murmuró Germain dirigiendo su mirada interrogadora a Nicolas.

—Porque no somos Dios, solo cirujanos. Solo hombres.