Antes de mis escapadas semanales a los museos con Flynn tenía la costumbre de visitar el Instituto de Arte con Jahn. A él le encantaba ese lugar tanto como a mí, le gustaba de tal forma que había donado al museo tanto obras de arte como dinero a través de la Fundación Jahn, una organización sin ánimo de lucro que había fundado y que dirigía en persona. Esa era su pasión: encontrar a artistas que necesitaban financiación o instituciones que requerían liquidez para la adquisición y la posterior restauración de alguna obra maestra o algún manuscrito antiguo. En más de una ocasión había acabado en el despacho de Jahn hasta altas horas de la noche escuchándole contarme sus planes y decisiones. Oficialmente, eso no formaba parte de mi trabajo, pero esas horas eran siempre las más interesantes de mi jornada laboral.
Aunque Flynn y yo paseamos por todas nuestras salas favoritas, no pude evitar la oleada de melancolía que me invadió al pensar que jamás volvería a recorrerlas en compañía de mi tío.
Sin embargo, en esa ocasión, la nostalgia llegó mezclada con una pizca de orgullo, porque sabía que la generosidad de Jahn había hecho posible la presencia de algunas de aquellas exposiciones, y de otras similares en todo el mundo. Pensándolo bien, era una pasada.
Habíamos visto el icónico Gótico estadounidense y habíamos avanzado hasta La puerta, la estremecedora obra de Ivan Albright, cuando mi móvil empezó a tocar «I’m Just a Bill», una de las canciones del programa infantil Schoolhouse Rock. Torcí el gesto mirando a Flynn, luego agarré el teléfono y di la espalda a la extraña y desconcertante imagen que tenía delante.
—¡Papá! —dije en voz baja y me alejé del cuadro—. ¿Ya has vuelto a Estados Unidos?
—No solo he vuelto a Estados Unidos, sino que estamos en Chicago.
—¿De verdad? ¿Dónde? ¿Estáis en el ático?
—¿Están aquí? —me preguntó Flynn moviendo los labios.
—No, no estamos en el ático —respondió mi padre. Asentí en silencio mirando a mi amigo—. Tu madre ha insistido en que nos quedáramos en un hotel. Demasiados recuerdos.
—¿En qué hotel?
—En el Drake. Pero solo nos quedaremos esta noche. Tengo que estar de vuelta en la capital mañana al mediodía.
—¿Mañana? —Fruncí el ceño, preguntándome si había confundido las fechas—. Si mañana vamos a reunirnos con el albacea para la lectura del testamento del tío Jahn. ¿No vas a ir?
—No soy beneficiario.
—Vaya. —No podía imaginar por qué Jahn no habría incluido a su hermano en el testamento. En realidad, eran hermanastros, pero mi padre tenía tres años cuando nació Jahn, y siempre habían mantenido una relación muy estrecha—. Vaya —repetí como una tonta.
—Tu madre ha hecho una reserva en Palm Court para tomar el té. ¿Te vemos allí a las tres?
—Allí estaré. —Me encantaba merendar en plan elegante, y el Drake era uno de mis lugares favoritos en Chicago. Pero, sobre todo, quería ver a mis padres.
Guardé el móvil y alcancé a Flynn. Se hallaba frente a otro cuadro igual de inquietante. Era el retrato de una mujer, Ida, vestida de manera harapienta, con la piel cubierta de bultos y descolorida, el rostro demacrado y triste. Me quedé mirándolo y eché un vistazo a los cuadros de alrededor, todos ellos pintados con ese mismo estilo que revelaba los horribles andamiajes de la vida. Toda la bajeza.
Eso era lo que no me gustaba de las imágenes de Albright, claro está. Me hacían recordar que, tarde o temprano, cuando menos lo esperase, alguien vería más allá de mis capas de despreciables secretos.
Me encogí de hombros con gesto de resignación.
—Vamos —dije a Flynn—. Salgamos de aquí.
Pasamos de la copa; yo no tenía tiempo si tenía que estar en el Drake a las tres.
—¿Quieres venir? —pregunté, segura de que a mis padres no les importaría.
—¿Té, minibocadillos y esa remilgada música de arpa? Por no hablar de tus padres sometiéndome al interrogatorio de por qué no voy a la universidad. No, gracias. Además, si estás ocupada durante el resto del día, intentaré hacer el turno de tarde en el pub.
Asentí en silencio sintiéndome un poco culpable. Ahora que vivía solo, me constaba que iba justo de dinero.
—¿Has encontrado compañera de piso? Sé que Kat está pensando en trasladarse a la ciudad.
—Tú eres la única persona con la que compartiría un piso de una sola habitación —respondió.
—¿De verdad vas a tener que mudarte? —Entonces sí que me sentí culpable.
—No. Ya lo he arreglado todo.
Me detuve cuando llegamos a la entrada.
—¿De veras?
—¿Cómo? ¿Es que no tengo pinta de saber ganarme la vida?
—¿Te han concedido un aumento?
Sonrió de oreja a oreja.
—Estás viendo a un hombre que pronto va a forrarse.
—Bien por ti —respondí, y supuse que era un sí.
Salimos a toda prisa, deslumbrados por la luz del sol, y Flynn paró un taxi para mí. Le di un abrazo, y volví a preguntarle si no quería venir conmigo al menos hasta el hotel. Luego indiqué la dirección al conductor.
Fue abriéndose paso entre el tráfico de Michigan Avenue y yo me acomodé en el asiento. La Magnificent Mile se extendía ante nosotros. Lancé un suspiro, deseando en parte poder decirle al taxista que condujera sin parar hasta dejar de dar tumbos con todos los baches de mi vida.
Me encantaba el Drake y quería a mis padres, pero estaba segura de que al verlos evocaría todos mis recuerdos.
La muerte de Jahn resultaba más fácil de asimilar con cada día que pasaba. Pero entonces doblaría una esquina y todo volvería a ser difícil. Percibiría el olor de su colonia. Oiría su nombre de forma inesperada.
O quizá viera a mi madre llorar.
Cerré los ojos e inspiré para relajarme. Esa era una de aquellas esquinas, y necesitaba prepararme para doblarla.
Ser fuerte por mis padres, que siempre habían sido fuertes por mí. La entrada del Drake tiene cierto aire art déco que me encanta. Me hace imaginar a las chicas con sus vestidos de charlestón saliendo por ahí durante los locos años veinte, para deleite de los estirados hombres de negocios a quienes excitaba en secreto ver tanta pierna al aire y tanto escote.
Sin embargo, aunque la fachada del Drake hacía volar mi imaginación, su interior me dejaba boquiabierta. No era de un lujo exagerado, sino sencillamente elegante. Una escalinata gigantesca llevaba hasta un hermoso arreglo floral flanqueado por impresionantes lámparas de araña. Eso era lo único que se veía hasta subir los escalones y entrar en un mundo de ensueño.
Eso hice en ese momento, y me detuve al final de la escalera para volverme y contemplar la magnificencia de Palm Court. Mis padres nos habían llevado a ese lugar por primera vez cuando Grace tenía diez años y yo siete, y yo creí que pertenecíamos en secreto a la realeza.
Toda la sala relucía por su blancura, desde las cortinas hasta las columnas, desde las sillas tapizadas hasta el impresionante arreglo floral, que parecía manar de la fuente que era la pieza central de la sala.
Tardé un rato en aparcar los recuerdos, y luego me dirigí hacia el atril del jefe de restaurante.
—He quedado con mis padres —dije, aunque mi madre se había levantado de la mesa situada detrás de la fuente y estaba saludándome con la mano.
—La mesa del senador. Desde luego. La acompañaré.
Lo seguí sonriendo por el comentario. Mi padre había sido elegido por los votantes de California, pero incluso en Illinois era «el senador».
—Cariño, tienes cara de cansada. —Mi madre me acogió con un fuerte abrazo, retrocedió y me inspeccionó de cabo a rabo.
Me encogí de hombros. Sentí que volvía a tener siete años y que estaba alisándome el vestido sin mangas y estirándome el jersey de punto que llevaba para protegerme del aire fresco del museo.
—Estoy bien —respondí—. Pero me cuesta dormir por las noches. Por el funeral y todo lo demás.
Todavía recordaba la aterrorizada impotencia en la mirada de mi madre cuando le hablé de mis pesadillas tras la muerte de Gracie. Yo no podía soportar la certeza de añadir algo más a lo que ya era una terrible carga de por sí. Cuando volvió a preguntarme al respecto, le mentí diciéndole que lo de las pesadillas ya era agua pasada. Su alivio fue palpable, y sacrificar el bienestar de los abrazos de mi madre y sus palabras de consuelo fue un precio mínimo a cambio de librarla de esa angustia.
—¿Dónde está papá? —pregunté haciendo un esfuerzo por cambiar de tema.
—Nos hemos encontrado con el presidente de Trycor Transportation. —Hizo un gesto de cabeza para señalar al otro extremo de la sala, donde estaba mi padre, sentado a una mesa, charlando amigablemente con un hombre de pelo cano y dos chicas jóvenes que sin duda eran sus hijas—. Volverá enseguida. Mientras tanto, tú y yo podemos ir pidiendo.
Nuestra mesa estaba lo bastante lejos de la fuente y del arpista como para escucharnos sin problemas al hablar. Pedimos una merienda completa y Earl Grey para los tres, y a reglón seguido mi madre empezó a hablar de cuestiones mundanas. Me acomodé en la silla, encantada con la calidez de la conversación desenfadada.
—¿Cómo está Flynn? —me preguntó. Le hice un resumen de su horario como asistente de vuelo y como barman, y ella emitió esos chasquidos de lengua tan maternales de desaprobación—. Dile que tiene que plantearse en serio lo de ir a la universidad. Es demasiado inteligente para descuidar su educación. —Reprimí una sonrisa, al recordar la razón por la que Flynn había decidido no acompañarme al Drake.
—Ya se lo diré.
—¿Y por qué tú y yo no hacemos un viaje a casa? Nos tomaremos unos días para relajarnos un poco. Incluso podríamos ir en coche hasta la costa y salir de compras.
—¿A La Jolla? —pregunté, pues sabía que se refería a ese lugar cuando hablaba de volver a casa. Aunque el estilo de vida de Washington encajaba a la perfección con mis padres, no se habían mudado a la capital de forma definitiva.
—Me encantaría —respondí con el corazón en la mano—. Pero hace más de una semana que no voy al trabajo, y cuando vuelva será una verdadera locura.
—Estoy segura de que podemos arreglarlo —comentó quitando hierro al asunto, como si cualquier problema laboral que pudiera surgirme no tuviera la más mínima importancia. Levantó un brazo y me sonrió de oreja a oreja—. Ya viene tu padre.
Me levanté y me acurruqué entre los brazos de mi padre; el bienestar que encontré en ellos me bastó para olvidar lo rara que estaba mi madre.
En honor a mis padres, debo aclarar que no hablamos ni del tío Jahn, ni de su funeral, ni del testamento. Ambos intuían que necesitaba espacio. Que los necesitaba solo a ellos, y conversamos sobre la recaudación de fondos que llevaba a cabo mi madre, sobre las diversas organizaciones de beneficencia con las que colaboraba y sobre la última propuesta de ley que mi padre esperaba que aprobaran, además de comentar lo diligente que era su nuevo asesor personal.
Mientras hablábamos, los camareros habían traído el té y la merienda, y en ese momento estaba sirviéndome el último panecillo y untando abundante nata cuajada en la costra cubierta de azúcar, antes de dar un mordisco no muy propio de una señorita.
Mientras lo hacía, mis padres intercambiaron una mirada.
—¿Qué pasa? —pregunté con miedo a estar a punto de recibir una reprimenda por mis malos modales—. ¿He hecho algo?
—Hablando de mi nuevo asesor… —empezó a decir mi padre—. Eso me recuerda algo de lo que quería hablarte.
—Y lo has recordado por casualidad —apostillé. Me limpié la boca con la servilleta y tomé un sorbo de té, luego me recosté sobre el respaldo y me quedé mirando a mi padre. No solía recordar las cosas «por casualidad», y tuve el repentino presentimiento de que lo que iba a decir era la verdadera razón por la que habían ido a Chicago—. Vale. Te escucho.
—¿Recuerdas al congresista Winslow?
Negué con la cabeza lentamente.
—No.
Por un brevísimo instante, mi padre pareció molesto.
—Bueno, pues él sí que te recuerda. Ahora ya está en su segundo año de mandato en Washington, pero antes ocupaba un cargo en Sacramento, conmigo. Todos los veranos ejercía como profesor del seminario de derecho al que asistía tu hermana. Incluso fue su tutor de proyecto en el programa para embajadores de la juventud.
—Vaya. —Asentí con la cabeza como si todo fuera muy lógico. Pero, por lo que podía deducir hasta ese momento, el congresista recordaba a mi hermana, no a mí—. ¿Y qué es lo que quiere el congresista?
—Algo bastante importante, en realidad. Sin duda alguna, sus aspiraciones están puestas en la Casa Blanca. Hace poco ha contratado una asesora legal.
Me miró sonriendo, pero yo sacudí la cabeza, confusa.
—Eres tú, Angie. —Se inclinó hacia a mí y me abrazó, luego me soltó para que mi madre pudiera emular el gesto desde el otro lado de la mesa.
—Un momento… ¿Yo? —pregunté cuando acabaron los besos y los abrazos—. ¿Cómo voy a ser su asesora legal? Si ni siquiera lo conozco.
—He tenido que mover algunos hilos —comentó mi padre—. Pero él también se graduó en Northwestern, y sabe lo competitiva que es la carrera de ciencias políticas. Además, hay que tener en cuenta que tu media de notas supera la suya por unas décimas.
—Es justo el tipo de cargo que te conviene, cariño —añadió mi madre.
Asentí como una autómata. La verdad es que no tenía ni idea de lo que quería; jamás me había tomado el tiempo de pensarlo con calma. Pero mis padres estaban en lo cierto. Para eso estaba trabajando. Era la razón por la que había ido a la universidad.
Y, más importante aún: era lo que Gracie habría deseado.
—Es el cargo perfecto para una joven que empieza —aseguró mi padre.
—Suena genial, papá. Pero no sé si es correcto que me marche de Chicago con la muerte del tío Jahn tan reciente.
Se le tensó el gesto.
—Tú haz lo que debas, por supuesto. Pero sabes que es una oportunidad ideal para ir medrando. Winslow no solo está bien considerado por la opinión pública, sino que, además, cuenta con la atención de la Casa Blanca. Te lo prometo, cariño, te ayudará a prosperar, y tu madre y yo te acompañaremos a lo largo del proceso.
Mi padre alargó una mano para agarrar la mía, y, de no haberlo conocido mejor, habría jurado que tenía los ojos empañados.
—Te quiero, Angelina —afirmó, y el corazón me dio un vuelco porque estaba siendo sincero y porque yo sabía qué estaba callándose: «Tú eres lo único que me queda».
Rechacé el ofrecimiento de que el chófer de mi padre me llevara a casa. Me excusé diciendo que iba a ir de compras, aunque en realidad quería estar sola. Caminar y pensar.
Deseaba decirle a mi padre que no estaba preparada para trasladarme a Washington. Que aunque las relaciones públicas no fueran lo mío, mi trabajo tenía cosas fascinantes. ¿No eran para eso los veinte años? ¿Para explorar todas las opciones?
Sin embargo, pensé en Gracie, quien, con seguridad, sabía desde antes de nacer que la política era su vocación. Todavía recordaba las largas conversaciones que mantenía con nuestro padre en la cocina, mientras yo asentía en silencio y con seriedad, fingiendo que lo entendía, intentando a toda costa tener alguna ocurrencia inteligente para que mi padre me mirase con el mismo orgullo que a Grace.
Pero ella había muerto, y se me partió el corazón al pensar que la llama interior de mi padre se apagaría con su muerte. No obstante, esa luz seguía refulgiendo, porque yo la había protegido. Quizá no lograse salvar a Gracie. Quizá no consiguiera hacerla regresar. Pero me apunté al consejo de estudiantes. Me uní al equipo de debate. Realicé una estancia de prácticas de verano en Sacramento. Fui a la universidad de Northwestern para licenciarme en ciencias políticas.
Y había mantenido viva la llama interior de mi padre.
Era un precio muy bajo a cambio de renunciar a mis sueños. Sobre todo porque ignoraba cuáles eran exactamente.
Iba caminando deprisa por Michigan Avenue, moviendo los pies al ritmo de mis agitados pensamientos. Esquivaba a los turistas y los músicos callejeros, y me obligaba a concentrarme en las caras de los desconocidos y en la ropa demasiado cara que abarrotaba los escaparates de las tiendas. Cualquier cosa que me distrajera de mi ensimismamiento.
La cosa no funcionaba, así que apreté el paso con la intención de que toda mi energía mental se volcara en la velocidad y en la necesidad de mirar hacia delante para no atropellar a nadie.
Necesitaba escapar de mi propia cabeza. Borrar todos los pensamientos relacionados con el plantón de Evan y con el hecho de que mi padre marcara el rumbo de mi vida.
Una conocida sensación de ansiedad —tensa y brutal— me oprimía el pecho con fuerza. Me convencí de que podía arreglármelas sola. No necesitaba una inyección de adrenalina; solo necesitaba llegar a casa. Evitar las tiendas, mantenerme centrada y no hacer ninguna estupidez.
Cuando por fin llegué al vestíbulo del ático tenía el pelo encrespado y hecho un desastre, me dolían los músculos, me sentía pegajosa por el sudor y me rugían las tripas. ¡Pues sí que duraba poco la energía de los panecillos y los minibocadillos! Aunque al menos conseguí, no sé cómo, recobrar la calma.
Peterson estaba en el recibidor cuando salí del ascensor y entré en el ático.
—El señor Warner la está esperando en la terraza. ¿Les preparo una merienda cena?
Negué con la cabeza, pues me sentía desorientada. Tenía el estómago vacío y solo pensaba en comer.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Una hora aproximadamente. Le he dicho que no estaba seguro de cuándo volvería, pero él me ha preguntado si podía esperarla. Ha dicho que tenía lectura atrasada y que disfrutaría sentado en la terraza. Espero que no sea un problema.
—No pasa nada —mentí. Y, aunque solo tenía ganas de dar media vuelta y volver a irme, me armé de valor y subí a la terraza por la escalera de caracol. Empujé la puerta de cristal y me detuve un instante. Acababa de llegar a casa, sabía que fuera hacía fresco. Pero allí arriba la sensación de frescor era aún más intensa. Desde donde yo estaba, veía parte del lago a través del cristal: el sol hacía que los barcos blancos relucieran y que la superficie del agua cabrilleara. ¿No había sido la noche anterior cuando contemplaba un campo de estrellas mientras Evan me prometía con susurros que me llevaría volando hasta allí?
Cerré los ojos, inspiré con fuerza y me obligué a olvidarlo antes de girar a la izquierda y caminar hacia la zona cubierta. Encontré a Kevin en un confidente con armazón de hierro forjado junto a la cocina al aire libre de la terraza. Tenía un documento en la mano, una carpeta abierta al lado y el ordenador portátil sobre la mesa del café. Había una copa de vino tinto junto al ordenador, cosa que me hizo fruncir el ceño: Kevin no acostumbraba a beber en horas de trabajo.
—¡Qué tal! —exclamé al tiempo que me dirigía hacia la pequeña nevera y cogía una Coca-Cola Zero antes de sentarme en la butaca situada frente a él.
Kevin no apartó la vista del documento que estaba leyendo. Crucé las piernas y me recosté en el asiento mientras desenroscaba el tapón de la botella. El sonido de la efervescencia liberada fue como una pequeña explosión y me sobresaltó. Me bastó con eso para perder la calma. Estaba tensa e incómoda y, teniendo en cuenta que yo vivía allí y él no, me molestaba aún más esa sensación de estar fuera de lugar.
—¿Kevin? —pregunté haciendo grandes esfuerzos por hablar con calma—. ¿Qué haces aquí?
Dejó el documento a un lado y poco a poco se volvió hacia mí. Era como un padre a punto de echar una reprimenda; me costó no empezar a removerme en el asiento cuando recordé mi escapada de la noche anterior.
—He venido hace un par de horas. Quería saber cómo estabas.
—Ah. —Bebí un sorbo de refresco—. Podrías haberte limitado a llamar.
—Lo he hecho. En realidad, te he llamado dos veces. Como anoche estabas tan hecha polvo, me he preocupado al ver que no contestabas.
—¿Dos veces? —Por primera vez se me ocurrió mirar el móvil, y lo saqué a tientas del bolso. El modo «Silencio» que había activado la noche anterior solo acepta llamadas de mis padres y del trabajo, y había olvidado desactivarlo.
Miré la pantalla y vi que tenía tres llamadas perdidas. Dos de Kevin y una de Kat. Ninguna de Evan.
—Esta mañana he estado en el Instituto de Arte —le conté a Kevin—. Con Flynn. Luego he quedado con mis padres para merendar en el Drake. —Me encogí de hombros como si todo aquello no tuviera mucha importancia. Pero es que no era para tanto. No estábamos casados.
No estábamos prometidos. Ni siquiera habíamos decidido no salir con otras personas. Y yo no le había hecho ninguna promesa al marcharme la noche anterior.
Esas justificaciones no apaciguaban el sentimiento de culpa que se retorcía como una serpiente en mis entrañas.
Kevin se quedó mirándome en silencio.
—Ya veo —dijo por fin, y a pesar de aquella culpa perturbadora, me cabreé aún más.
—¿Qué ves exactamente? ¿Es que he cometido algún delito terrible yendo al Instituto de Arte? ¿O quizá por ir a merendar al Drake?
—¿Hay algo que debería saber? —me preguntó. Su tono pausado estaba poniéndome de los nervios—. ¿Quizá algo que hay entre Flynn y tú?
—Claro que no —respondí sin pensar, y en cuanto pronuncié esas palabras caí en la cuenta de que debería haber mentido. Si quería romper con Kevin, fingir una relación con Flynn habría sido la forma perfecta de hacerlo.
Me enfadé por haber sido tan estúpida. ¿Dónde estaba, en el instituto?
—Entonces, a lo mejor hay algo entre Evan Black y tú —prosiguió. El cambio de tono fue casi imperceptible, pero percibí la brusquedad de su voz. Y, al mirarlo a la cara, vi tanta rabia como dolor.
—Pero ¿qué dices? —pregunté, aunque la indignación que intenté imprimir en mi voz no hizo que dejara de sentirme culpable.
—Maldita sea, Angie. Si de verdad querías salir, yo podría haberte llevado. Pero ¿ir al Poodle Dog Lounge?
—Un momento. ¿No me digas que me seguiste? —El cabreo me hizo levantarme de golpe.
—Si quieres que alguien mienta a un agente federal, tienes que pagarle más de cuarenta pavos.
—¡Hijo de puta! —Empecé a caminar de un lado para otro, como un torbellino en movimiento—. ¡Maldito hijo de puta!
No se inmutó ante mi arranque de ira.
—Estaba preocupado por ti. Por lo visto, tenía razones para estarlo. —Levantó la copa y bebió lo que quedaba; fue la única señal de que no estaba tan tranquilo como aparentaba—. Evan Black no es de fiar, Angie. Anoche te dejé bastante claro que un tío así solo piensa en sí mismo.
Había estado caminando entre la zona de la cocina y la mesa del café. En ese momento me detuve delante de él.
—¿De veras? —pregunté con el máximo sarcasmo posible—. Porque anoche necesitaba desconectar un poco, y Evan me acompañó. Es curioso que a ti no llegara a verte.
Se inclinó hacia delante y se puso la cabeza entre las manos; luego empezó a pasarse los dedos por el pelo cortado al cero.
—Maldita sea, Angie —exclamó. Levantó la cabeza para mirarme, y mi rabia se disipó al contemplar el dolor sincero que vi en sus ojos—. ¿Cómo crees que me siento cuando me dejas para conseguir lo que necesitas?
Me hundí en la butaca, exhausta. La rabia había remitido, pero en ese momento solo me sentía vacía, sobre todo porque estábamos hablando de lo que yo necesitaba la noche anterior, y él insistía en hablar de sí mismo. Me reprochaba que le hiciera sentirse mal por no ser la persona que había estado ahí para apaciguar mi tristeza.
—No me apetece seguir discutiendo sobre esto.
—Nos va tan bien en tantos sentidos… —prosiguió, desoyendo mi protesta—. Dios, Angie.
Solo quiero que hables conmigo. Solo quiero que me digas lo que necesitas.
—Creía que ya te lo había dicho.
Inspiró con lentitud y soltó el aire con calma.
—Está bien. Tienes razón. —Se levantó y rodeó la mesa para situarse detrás de mi silla, y acto seguido me apoyó las manos sobre los hombros—. Debería haberte escuchado. Debería haber salido contigo. La próxima vez lo haré mejor, lo intentaré con más ganas.
Se agachó y me besó en la coronilla.
—Quiero que lo nuestro funcione.
Estaba ejerciendo una ligera presión sobre mis hombros y, aun así, me daba la sensación de que estaba intentando meterme a la fuerza en un conducto en el que realmente no encajaba. De pronto supe que, si no hacía algo, él conseguiría derrotarme por agotamiento. Caería por ese conducto y la chica que saldría por el otro extremo se parecería a mí, pero ya no sería yo.
—Kevin —dije muy serena—. Tenemos que hablar.
—Está bien. —Rodeó la silla para ponerse delante de mí.
—Deberías sentarte.
Entrecerró un poco los ojos, pero no puso pegas, y mientras volvía a sentarse en el confidente tomé aire para armarme de valor.
Debería haberle dicho que lo nuestro se había terminado. Que él quería que funcionara, pero yo no. Pero escogí el camino de la cobardía. Hice lo que hacen todas las princesas y corrí a los brazos de mi papi.
—Me voy —dije—. Me voy a vivir a Washington.
—Washington —repitió.
—He conseguido un trabajo de asesora legal —le expliqué—. Y no voy a tener ni un segundo para pensar en una relación. Lo siento, Kevin —me disculpé mientras me levantaba para dar dramatismo a mis palabras—. Lo siento, pero esto no puede funcionar.