El resto de la noche pasó volando, y me desperté tan fresca y renovada que solté una carcajada. Jamás había dormido sin tener pesadillas. Ni una sola vez. Ni siquiera cuando se colaban sin que las localizara mi radar, tan fugaces y sigilosas que no las recordaba por la mañana; sabía que habían estado ahí, acechándome como alimañas en la frontera de mi inconsciente.
A pesar de todo, estando entre los brazos de Evan, se mantenían alejadas, como si él fuera el centinela que me protegía contra los dragones, cazándolos como hubiera hecho un caballero de brillante armadura.
Poco a poco fui dándome la vuelta, con cuidado de no despertar a Evan, quien aún tenía un brazo por encima de mí. Su expresión era serena y pacífica, pero todavía se apreciaban los sombríos rasgos del hombre que me había protegido en el callejón. Las marcadas facciones de su rostro. La sombra de la barba sin afeitar. La cicatriz que destacaba como un recordatorio de lo que era capaz de hacer. Yo lo había visto, ¿verdad? Si esos hombres hubieran ido más allá —si hubieran intentado hacerme daño—, Evan los habría matado sin pensarlo y sin remordimientos. Para mí era un ángel vengador.
Mi ángel vengador.
Y lo único que deseaba en ese momento era acabar lo que había empezado.
Darle el placer que él me había dado.
Con sumo cuidado, me acerqué a él y le puse una pierna encima para montarlo a horcajadas con las rodillas apoyadas en el colchón. Las mantas cayeron por mi cuerpo y el aire fresco me acarició la espalda y los pechos desnudos. Estaba completamente en cueros, las bragas habían salido volando por la noche como una idea desechada en el último momento.
Me quedé en esa postura un rato, mirándolo a la cara. Sentía todo el volumen de los pechos, tenía los pezones erectos. Respiraba de forma entrecortada y jadeante; deslicé una mano hacia el vientre, luego cerré los ojos y mis dedos se toparon con mi sexo, cálido y húmedo. Inspiré con fuerza al evocar unas escenas del sueño que había tenido. Él había hecho que se desvanecieran las pesadillas, sí. Y los sueños que las habían sustituido eran de un erotismo desenfrenado.
Retiré la mano. Quizá mi cuerpo estuviera al borde de la locura, pero no quería lanzarme sola al vacío.
Deseaba a Evan y solo a Evan. Me eché hacia delante doblándome por la cintura y bajé las caderas hasta rozarle la entrepierna. Solo existía ese punto de conexión, pero todos los átomos de mi cuerpo empezaron a reaccionar, girando en espiral, botando y danzando por la gloriosa anticipación.
Tenía las manos apoyadas sobre la cama, a ambos lados de su cabeza. En ese momento estaba tan cerca de él que mis pechos le rozaban la camiseta de algodón, y era tal su dureza que la fricción resultaba casi dolorosa. Jadeaba, y mi cuerpo se consumía de deseo.
Posé un tierno beso sobre sus labios y observé cómo parpadeaba. Contuve la respiración y solo exhalé cuando abrió los ojos y me dejó ver la enigmática profundidad nublada de sus ojos grises.
—Angie —murmuró, y eso me bastó. Salí disparada hacia delante para atraparlo con un beso intenso, rápido y exigente.
Su boca se abrió a la mía, y yo lo saboreé, asimilándolo, paladeándolo. Él interrumpió el beso de pronto, jadeante, y yo me arqueé hacia atrás para mirarlo a la cara. Su mirada se encontró con la mía y me vi reflejada en sus pupilas.
Mi anhelo y mi deseo. Vi los años de pasión contenida, y en ese instante me sentí totalmente resarcida, al menos hasta que se interpuso una nube negra entre nosotros.
—¡Oh, Dios, Angie! —exclamó y luego apartó la mirada. Entonces mi mundo se hizo añicos.
—Evan —dije, aunque quise suplicar: «Por favor».
Daba igual. Había estado conmigo, ahí mismo, pero se batía en retirada. Presa del pánico, alargué una mano y lo agarré por el cuello de la camiseta para retenerlo.
—Lo deseo —afirmé—. Quiero acabar lo que empezamos anoche. ¿Es que no te das cuenta? Todavía no he salido corriendo.
Cruzamos una nueva mirada, pero ya no había pasión. Solo arrepentimiento y resolución.
—Ya sé que no has salido corriendo. —Cerró con suavidad una mano sobre la mía y luego me la soltó—. Pero deberías.
Inspiró con fuerza y se apartó de mí. Me quedé ahí tumbada, como una tonta, mientras él se sentaba al borde de la cama con la espalda recta como una tabla. Tenía los hombros erguidos. Era como un soldado a punto de entrar en combate. Reticente, aunque decidido.
Entendía lo que hacía, pero no comprendía el porqué.
—Evan. —Mi voz fue apenas un susurro, por miedo a que un tono más alto pudiera empujarlo hacia la puerta—. Los dos lo deseamos. Yo lo deseo y sé que tú también.
Se levantó y se volvió para mirarme. Yo tiré de la manta para taparme hasta el cuello, pues necesitaba ocultar aunque fuera una parte de mí. Ya le había enseñado demasiado.
—¿No lo deseas? —quise saber, ya que no decía nada. Mi voz tenía un tinte de inseguridad y me maldije por ello. Observé el cambio de expresiones en su rostro como nubes arrastradas por el viento, y el pavor se apoderó de mí—. No me creo que vayas a quedarte ahí de pie y a decirme que me equivoco. Lo he sentido, Evan. Te he sentido.
Su expresión era inmutable, pero sus ojos me parecieron como una tormenta cuando se clavaron en mí.
—He hecho y haré muchas cosas que te parecerían reprochables. Pero jamás, nunca jamás, te mentiré.
Negué con la cabeza, confusa y recelosa.
—Anoche… lo que ocurrió en el callejón. —Sacudió la cabeza—. Fue un error —añadió, y con esa única palabra lo entendí todo. Al margen de lo que él viera en mí, al margen de lo que deseara, yo había conseguido destruirlo. Quizá él hubiera perdido el control la noche anterior, pero al final yo me había convertido en el cebo para el dragón: en una damisela que necesitaba ser rescatada. Pero Evan Black no deseaba una princesa. Nunca la había deseado.
—Un error —repetí, aturdida. Evoqué la sensación de estar entre sus brazos. Cómo había conseguido mantener a raya las pesadillas. Sí, tal vez fuera un error. Porque me sentía más tranquila y estaba segura de no merecerlo.
—Eres una idiota. Ya lo sabes, ¿verdad?
Me quedé boquiabierta mirando a Flynn mientras me bebía el café a sorbos para intentar amainar la creciente jaqueca.
—Pero ¿qué narices…?
Primero llamé a Kat para compartir unos cupcakes y algo de comprensión, pero ella tenía que sustituir a alguien en la cafetería. Acabé en casa de Flynn, pues supuse que si alguien podía ayudarme era él. Hasta ese momento, no estaba muy impresionada con su técnica.
—Cuando me has dicho que viniera, creía que lo decías para animarme.
—Eso ha sido antes de conocer toda la historia. Y de saber que has dejado que ese tío se largara sin más. Ya te lo he dicho. Eres una idiota.
—¿Que he dejado que se largarse? Pero ¡si ha salido casi corriendo! —Me pasé los dedos por el pelo—. No me desea. Y yo no debería desearlo.
Añadió Tabasco al bloody mary que estaba removiendo y lo deslizó sobre la barra hasta plantármelo delante.
Levanté mi taza de café.
—Jaqueca.
—Confía en mí. Esto acabará con ella mucho más rápido que el café.
Puse cara de exasperación. Flynn tenía una fe ciega en los poderes curativos del vodka. Sin embargo, y pese a mis dudas, di un sorbo a la bebida y tuve que reconocer que estaba buenísima.
Estaba sentada junto a la barra de desayuno que había en la isla central de la cocina. Durante los ocho meses que habíamos vivido juntos, ese había sido mi refugio habitual de los fines de semana. No es que se le dé muy bien la cocina, pero Flynn sabe conseguir que cualquier cosa tenga buen sabor. En ese momento estaba revolviendo unos huevos, preparando tortitas de patata rayada y friendo hamburguesas hechas con carne de salchichas de cerdo, y la cocina tenía un olor celestial.
Se movía entre la isla y los fogones con despreocupada eficiencia, vestido con pantalones grises de chándal y una camiseta con el logo del bar John Barleycorn. Estaba guapísimo con esos ojos de mirada profunda y un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, aunque no paraba de apartárselo. Su obsesión con salir a correr y montar en bici lo mantenía en forma, y tenía el culo firme y unos bíceps que empequeñecían incluso a la mujer más alta. Sabía cocinar —que para mí es un punto extra en un hombre—, y me constaba que era muy divertido en la cama.
Giró en el aire las dos hamburguesas, luego se volvió hacia mí y entrecerró los ojos.
—¿Qué?
Levanté las manos con gesto de inocencia.
—Es que tienes esa mirada. ¿Qué estás pensando?
—No tengo ninguna mirada —protesté.
—Te conozco desde hace siglos. Créeme cuando te digo que sí tienes esa mirada.
—No hay mirada que valga. Pero si la hubiera, sería de confusión.
—¿Y estás confusa por…?
—Me preguntaba cómo te atreves a darme consejos sobre relaciones. Estoy bastante segura de que has salido con todas las mujeres de Chicago, pero, por algún motivo, nunca hay segunda cita.
—Soy muy selectivo —respondió. Dio un salto para sentarse sobre la repisa de granito—. Esto no será uno de esos ejercicios de psicodrama, ¿no? ¿No irás a soltarme que después de estar colada por Evan todos estos años ahora te das cuenta de que en realidad era a mí a quien habías deseado todo este tiempo?
—No te lo tengas tan creído —respondí—. Y me parece que se te están quemando las patatas.
—De eso nada, no se me queman —replicó, pero saltó de la encimera, bajó el fuego y empezó a servir un plato para cada uno.
Quería con locura a Flynn, pero no estaba enamorada de él, ni él tampoco de mí, y nunca lo había estado. Claro que eso no había sido impedimento para que me acostara con él en una ocasión. Él estaba enfadado con su padre. Yo estaba enfadada con el mundo. Le robó las llaves de la Harley a su viejo y salimos disparados por Sheridan Road hasta llegar a Wisconsin.
No recordaba cuál de los dos había tomado la iniciativa. Solo sabía que quería echar un polvo, y que necesitaba sentir esa liberación. Es más, quería olvidar a alguien por primera vez.
Quería que Evan fuera el primero al que tuviera que olvidar. Porque si lograba poner fin a esa obsesión, quizá lograra poner fin a todo.
No funcionó. Por suerte, nuestro experimento de sexo curativo no había estropeado nuestra amistad. Nos habíamos sentidos violentos durante una semana, más o menos. Una noche nos emborrachamos en la playa y nos confesamos que, aunque había sido divertido y agradable, ninguno de los dos quería repetirlo, y seguimos de la forma en que estábamos antes. Solo que, desde entonces, yo tenía la suerte de poder hablar con él abiertamente de sexo. Teniendo en cuenta su experiencia con las citas y con las chicas desde el punto de vista de un hombre hetero, era una gran ventaja.
—Volvamos a lo de que soy una idiota —dije mientras él colocaba un plato delante de mí—. Supón que eres un tío…
Ladeó la cabeza, se colocó el paquete y enarcó una ceja.
Puse cara de circunstancias.
—Finge que eres un tío que acaba de plantar a una mujer que le atrae.
—No pienso jugar a eso, Angie. Él no se largó porque tú te murieras de miedo cuando unos gilipollas navajeros os amenazaban. Se largó porque tu puñetero tío lo obligó a hacer una puñetera promesa.
—Pues, ¡joder!, no le importó incumplirla antes de que aparecieran esos gilipollas.
—Estaba pensando con la polla.
—¿Y no estaba pensando igual cuando me lo comió?
Abrió la boca para contestar, pero luego se encogió de hombros.
—Un punto para la señorita.
Me deleité con mi victoria, aunque sabía que era pírrica. Y, para ser sincera, el motivo no importaba mucho. Durante un instante de gloria creí haber conseguido al hombre con el que siempre había fantaseado, y luego todo se fue a la mierda.
Sinceramente, debí de haberlo imaginado.
—¿Y sabes una cosa? —preguntó Flynn agitando una espátula en mi dirección—. Si se toma tan en serio lo de cumplir promesas, debería cumplir la que te hizo.
No tenía ni idea de a qué se refería, lo que debió de reflejarse en mi cara, porque Flynn sacudió la cabeza con un gesto de desesperación.
—¿Qué piensas que pasó en la pista de baile? ¿Y en el callejón? Por no hablar de lo que pasó en la cama.
—No basta —murmuré malhumorada.
Levantó su bloody mary como brindando.
—Es verdad, pero lo que iba a decir es que todo eso también era una promesa, ¿no? Estaba prometiéndote pasar un rato de puta madre, y luego va y te deja con las ganas. ¿A las tías os duelen los huevos?
—Sí —me limité a responder.
Él soltó una carcajada.
—Bueno, pues yo sé que a los tíos sí, y Evan los debe de tener a reventar. Venga ya, ese tío te puso a cien, te tenía ahí, desnuda, y no quiso follarte. ¿Sabes cuánto autocontrol hace falta para soportarlo? Ese tío es el puto Hércules.
Al escuchar eso, me partí de risa. Sabía que ir a su casa era una buena idea. Ya me sentía mejor.
—A lo mejor es que no le atraigo —dije, obligándome a no sonreír de oreja a oreja.
—Quieres darme pena para que te haga un cumplido.
La sonrisa que intentaba reprimir afloró.
—Te creerás muy listo… No pienso acostarme contigo, ¿lo recuerdas? ¿De qué me sirves si no me cubres de halagos?
—Bien visto. —Engulló el último huevo y bajó de un salto del taburete para rascar lo que quedaba en la sartén y ponérselo en el plato—. Eres una mujer increíble con impresionantes habilidades acrobáticas en la cama. Tienes buen gusto para el cine, un gusto terrible para las golosinas, y preparas unos manhattan deliciosos, gracias a mis maravillosas enseñanzas, por supuesto.
—Gracias —respondí con gentileza—. Y te equivocas en lo de las tiras de regaliz. Pero te quiero de todas formas.
—Es lo que toca. Pero, en cuanto a Evan Black… —Se quedó callado, negando con la cabeza y con un gesto de reproche—. Es un gilipollas que no cumple sus promesas.
—No, no lo es —repuse.
Flynn se partió de risa.
—Vaya, hombre. Estás coladita por él.
Suspiré. Porque sí que lo estaba. Totalmente colada por Evan.
Flynn dio el último mordisco a su hamburguesa y luego echó un vistazo a mi plato, que casi no había tocado.
—Ya como —dije, y a continuación levanté el tenedor lleno de tortitas de patata y me lo metí en la boca—. ¿Adónde vamos esta semana? —pregunté, pasando de los buenos modales y hablando con la boca llena.
Nuestras escapadas semanales a los museos se habían iniciado en el mes de mayo, el mismo día en que empezamos a vivir juntos, cuando me gradué en Northwestern. Antes de eso, yo vivía en el campus y Flynn había conservado su diminuto cuartucho en la caseta del encargado de jardinería, gracias al trabajo de su padre en la gigantesca urbanización de Kenilworth, a solo unas manzanas del ático de mi tío Jahn.
El padre de Flynn, que rara vez abandonaba su mundo de flores, árboles y arbustos, había llegado en tren a la ciudad el día en que nos mudamos al piso. Echó un vistazo a la habitación, asintió en silencio y le dio un abrazo de oso a su hijo. Me consta que se le humedecieron los ojos.
Sentí verdaderos celos. El barrio era seguro y lo bastante pudiente como para acallar las preocupaciones de mis padres, pero habíamos alquilado el piso de una sola habitación más barato que pudimos encontrar. Los dos queríamos pagarlo de nuestro bolsillo, y mi sueldo de principiante en HJH&A no era precisamente para tirar cohetes. El panorama laboral de Flynn no era mucho mejor: era barman y asistente de vuelo. Pero imaginamos que nos las arreglaríamos si yo me quedaba la habitación y Flynn el comedor. Además, la playa de Oak Street estaba a unos minutos en bici.
Mientras que nuestro trato había llenado de orgullo al padre de Flynn, mi padre se mostró muy decepcionado, y me dejó muy claro que me bastaba con pedirlo para que me comprara un ático.
Yo no pedí nada.
Pops, como al padre de Flynn le gustaba que lo llamaran, nos llevó a desayunar y luego a la línea roja del metro. No hicimos preguntas, nos limitamos a seguirlo hasta llegar a la parada de Roosevelt. Entonces nos acompañó andando hasta el enorme parque del Museum Campus, nos compró un perrito caliente en un puesto ambulante y señaló el Museo de Historia Natural.
—Venid siempre que tengáis el día libre —dijo—. Allí y allí —añadió señalando el acuario—. También al Instituto de Arte, o dad uno de esos paseos en barca en los que ves todos los edificios. Explorad el terreno. Aprended. Veréis el mundo del que formáis parte y en el que vivís. ¿Me habéis entendido? —Golpeteó a Flynn con un dedo en el pecho—. Y eso va por ti por partida doble. Por esa oportunidad que tienes de viajar por todo el país. Por todo el mundo. —Se sorbió la nariz, luego sacó un pañuelo de tela y se sonó ruidosamente—. Ojalá tu madre pudiera verte.
Flynn me echó una mirada de soslayo; aquello le hacía gracia y le avergonzaba a partes iguales. Pero a mí me gustaba la idea de experimentar el mundo. Sobre todo porque a veces temía haber olvidado cómo se hacía.
En ese momento, Flynn empezó a poner el lavavajillas antes de dirigirse hacia la puerta.
—Vamos al acuario.
—¿Y si vamos al Instituto de Arte?
—Ya fuimos la semana pasada.
Me encogí de hombros.
Me miró con impaciencia.
—Si ya sabías adónde querías ir, ¿para qué me lo preguntas?
—¿Porque soy muy educada?
—Déjame adivinarlo. Es por las vidrieras.
Lo tomé de la mano y sonreí de felicidad.
—¿Ves lo bien que me conoces?
Sentía por las vidrieras de Chagall lo mismo que sienten algunas personas al ver Notre Dame o la abadía de Westminster. Hay algo en la experiencia de contemplar ese cristal pintado, con esas peculiares imágenes fragmentadas por la separación entre los ventanales, tantas de ellas retratadas en pleno vuelo, que da alas a mi alma.
Las descubrí por casualidad un día que me había perdido intentando encontrar la cafetería, y me había quedado ahí plantada, sin hambre ya, contemplando cómo la luz incidía sobre el azul vibrante e intenso.
Sabía que Flynn no entendía mi fascinación. A él le cautivaban los cuadros de Monet, Rembrandt e incluso las imágenes oscuras y melancólicas de Ivan Albright. En su favor debo decir que en esta visita se quedó a mi lado, observándome con la misma intensidad con la que yo observaba las vidrieras.
—Ya sabes que no vas a encontrar una respuesta en el cristal, ¿no? —dijo después de permanecer más de media hora ahí de pie.
—Podría encontrarla —repuse. Me volví para mirarlo—. A lo mejor ya la he encontrado.
—¿Sí? ¿Qué vas a hacer?
Me encogí de hombros, pues no estaba segura de cómo expresar con palabras los pensamientos que me habían rondado mientras estaba ensimismada con mis cavilaciones. El cielo azul. Las imágenes que flotaban surcando la eternidad, elevándose sin caer jamás. La voz de Evan diciéndome que me liberase. Que volara.
Y mi propio miedo reteniéndome.
Sin embargo, sí que había dado con la respuesta: ¿qué tenía que perder?
—Voy a ir a por todas —dije al final, reduciendo todos mis pensamientos a su más profunda simplicidad.
—Bueno, mírate. Angelina vuelve a ser la que era.
—No seas imbécil.
—No lo soy. De verdad. Me siento orgulloso de ti. El tío te desea. Tú lo deseas desde hace siglos. Así que mueve ficha. Dile que es un idiota por mantener la promesa que le hizo a un muerto. Lo único que hace es castigarte y conseguir que le duelan los huevos. Y si se mantiene en sus trece, es que es un idiota y no te merece en ningún sentido.
—Exacto.
Me agarró por el brazo.
—Vamos. Pasaremos por la sala de arte moderno estadounidense cuando subamos a la tercera planta, y luego te invitaré a una copa de vino en el Terzo Piano.
—Si acabamos de desayunar.
—¿Y qué?
Tuve que darle la razón. Al fin y al cabo, ya era pasado el mediodía y, aunque era jueves, ninguno de nosotros tenía que ir a trabajar.
Además, achisparme un poco por la tarde quizá me diera el valor que necesitaba.