Pero nada es para siempre.
El motor se había apagado y estábamos aparcados delante del edificio de Jahn. Parpadeé adormecida, vi a Tony, el portero, acercándose a toda prisa. Abrió la puerta y Evan bajó con agilidad, luego se volvió hacia mí y se agachó para tenderme la mano.
—Estoy bien. —Inspiré con dificultad y supe que iba a parecer malhumorada, pero no pude evitarlo—. Me has traído al ático.
Sus ojos grises me miraron de manera franca y comprensiva.
—He pensado que necesitarías un lugar conocido.
Asentí en silencio, aunque se equivocaba. No necesitaba ningún lugar conocido. Maldita sea, yo era conocida, ¿acaso no era ese precisamente el problema? ¿Querer alejarme lo máximo posible de mí misma? Ya no entendía nada.
Solo sabía que hacía años que me sentía perdida. Es decir, hasta esa noche. Hasta que sentí las caricias de Evan y supe que por fin había llegado a casa.
Sin embargo, no pensaba decírselo. Quizá me sintiera desgarrada, herida, vulnerable y un millón de cosas más, pero no iba a cometer la estupidez de echar la bronca a un tío que deseaba que se quedara. Así que fui lista y me quedé callada, mientras Evan me llevaba por el vestíbulo de suelo reluciente hasta la elegante hilera de ascensores.
El ascensor llegó y subimos. Empecé a rebuscar en el bolso la tarjeta para entrar en el ático, pero Evan ya tenía la suya en la mano. No estoy segura de por qué me sorprendió. Su relación con Jahn había sido tan cercana como la mía. Incluso más. Durante años, Evan lo había visitado a todas horas, mientras que yo solo había ido a verlo en verano y cuando la carga de trabajo universitario me permitía hacer escapadas a la ciudad.
El silencio fue lo único que nos recibió cuando entramos en el ático, en marcado contraste con el ruidoso murmullo que había llenado aquellas cuatro paredes horas antes, esa misma tarde. Ni siquiera estaba Peterson. Aunque era el asistente personal de Jahn, vivía en otro piso, justo una planta por debajo del ático, al que podía acceder por una escalera privada de seguridad.
En otras palabras, Evan y yo estábamos solos. Y aunque todavía recordaba con vívida y deliciosa claridad la sensación de tener su cuerpo contra el mío en el callejón, ya no deseaba esa presión de piel contra piel. Deseaba la compañía del hombre y que me dijera que todo iba a salir bien.
Como si me hubiera leído el pensamiento, me condujo hasta el cómodo sofá de piel y me tapó con una suave manta de lana.
—Zapatos fuera —me dijo—. Luego necesito que me cuentes la verdad.
Lo miré con intensidad, pues no estaba muy segura de estar dispuesta a hablar sobre el motivo por el que había perdido los nervios en el callejón.
—¿Chocolate caliente, vino o algo muchísimo más fuerte?
Sonreí de oreja a oreja, pues me sorprendió su ofrecimiento.
—Chocolate caliente, por favor. —Entrecerré los ojos—. Pero solo si es del bueno. Al fin y al cabo, tengo mis principios.
Su sonrisa fue despreocupada, aunque percibí el destello del alivio en su mirada. Si yo bromeaba, quizá no estuviera tan abatida como él temía.
—Cariño, siempre te daré lo mejor de lo mejor.
Mi sonrisa se hizo más grande y se me escapó una carcajada.
—Eso es lo que quería oír. —Alargó una mano para alcanzar la mía y me acarició los dedos antes de dirigirse a la cocina.
En cuanto lo perdí de vista, todo el peso de la habitación cayó sobre mí. Eso ya lo había vivido antes. Acurrucada bajo una manta. Chocolate caliente. Solo que no era Evan quien estaba en la cocina en esa ocasión, sino mi madre. Y mi padre se encontraba a mi lado, agarrándome una mano con fuerza. Yo tenía la espalda pegada al respaldo del sofá, pero por más que yo esperaba que ocurriera y lo deseara, los cojines se negaban a separarse y tragarme.
Los inspectores y los agentes uniformados habían sido amables, sus preguntas, respetuosas, y su tono, pausado, pero eso no había evitado que se me echaran las paredes encima ni que las lágrimas dejasen de brotar.
Y no consiguieron que mi hermana regresara.
—Angie.
La voz de Evan era suave como una pluma, pero aun así me arrancó de forma violenta de mis recuerdos. Volví la cabeza de golpe y lo vi en la puerta, con una taza humeante sujeta con fuerza entre las manos.
—Estoy bien.
Ladeó la cabeza como si estuviera sopesando mis palabras, y le di un punto positivo por no acusarme de mentirosa. Cruzó la sala hasta llegar a mi lado y me pasó la taza. La tomé acariciándole los dedos y posé las manos sobre la cálida cerámica. Nuestras miradas confluyeron, y sentí la descarga de la conexión que me recorría todo el cuerpo. Auténtica, firme e inconfundible.
Aunque en ese momento no era más que una oportunidad desaprovechada.
El fuego que había percibido en su mirada se había enfriado hasta convertirse en afecto y preocupación. Pero yo no quería afecto. Yo quería que el fuego volviera a encenderse, y quería que ardiera con la fuerza necesaria para incendiar mis recuerdos, los de esa noche y los de hacía ocho años.
—Cuéntame —dijo al tiempo que se acomodaba a mi lado en el sofá.
Estaba sentada con las piernas cruzadas, con un cojín en el regazo y tapada a medias con la manta de lana. Su muslo me rozaba la rodilla, y ese punto de contacto era la única parte de mi cuerpo de la que yo era consciente. Era difícil concentrarse en su pregunta, aunque sabía que lo necesitaba. Tenía la sensación de que, a pesar de mi reticencia habitual, a Evan le diría cosas que no debía contar a nadie. Que quisiera tirármelo no significaba que quisiera confiar en él. Al menos no del todo. No en eso.
Tomé un sorbo de chocolate y lo miré contentísima.
—Le has puesto licor de menta.
—Una vez dijiste que te gustaba.
Parpadeé, atónita. Había pasado una Navidad en casa de Jahn con mis padres. Evan, Cole y Tyler habían ido de visita una noche con los estudiantes del seminario que impartía Jahn ese año y unos cuantos vecinos. Mi tío había servido chocolate caliente con licor de menta. Fue la primera vez que yo lo probaba y pensé que si en el cielo había bebidas especiales, esa estaría en la carta, sin lugar a dudas.
—¿Te acuerdas?
No apartó la mirada de mi rostro ni un segundo.
—Me acuerdo de muchas cosas.
—¡Vaya! —Bajé la vista, cohibida de pronto, y tomé un largo sorbo, disfrutando al sentir cómo se deslizaba por mi garganta y me calentaba por dentro.
—Angie —dijo él con amabilidad—, ¿quién te hizo daño?
Volví a mirarlo cuando entendí lo que debía de suponer. Suponía que yo había sido la víctima. Que estaba reviviendo alguna agresión del pasado.
Me reí, pero no porque me divirtiera.
—Fui yo.
Si mi intención había sido impactarlo, no lo conseguí. Ni se inmutó. No percibí sorpresa alguna en su expresión. Solo compasión.
—Cuéntamelo —me suplicó—. Puedo ayudarte.
—No estoy pidiendo ayuda.
—No, no estás pidiéndola. —Se enredó un mechón de mi pelo en el dedo. Yo esperaba que dijera algo más, pero no pronunció palabra. Se limitó a permanecer sentado hasta que ya no pude soportar la pesadez del silencio.
—Tú no conociste a Gracie —respondí, y sonó casi como una acusación.
—No, pero Jahn me habló de ella.
—¿Te contó que había muerto? —pregunté, con más rabia de la que pretendía.
—Me contó que era una chica maravillosa a la que quería muchísimo. Que la echaba de menos y que tú también la añorabas.
Asentí con la cabeza, luchando contra el nudo que se me hacía en la garganta.
—La echo de menos cada día. —Inspiré para armarme de valor—. ¿Te contó cómo había muerto?
—No. Y nunca se lo preguntamos. Angie —añadió—, te lo pregunto ahora. ¿La atacaron?
¿Fue en un callejón?
Se acercó y me quitó con cuidado la taza de las manos. Solo en ese momento me di cuenta de que yo estaba temblando y que el chocolate empezaba a derramarse por los bordes para ir a parar a mi vestido de seda, que se llenó de manchitas húmedas.
—No pasa nada —me tranquilizó Evan, y supe que no se refería al vestido.
—No fue en un callejón —conseguí decir por fin—. La atacaron bajo el muelle. Eran por lo menos tres y llevaban navajas. La arrastraron hasta una furgoneta. La violaron. La apuñalaron.
Y tres días más tarde la abandonaron. —Me cayó una lágrima por la mejilla—. No la mataron.
Dejaron que muriera desangrada. Murió sola en una cuneta, cerca de Miramar.
—Malditos hijos de puta. —Me decepcionó la serenidad con la que lo dijo, aunque pude percibir la intensidad subyacente—. ¿Quién fue? ¿Averiguaron quién lo hizo?
«Fui yo. Yo lo hice». Quise gritar la respuesta, porque esa era la verdad, ¿o no? De no haber sido por mí, Grace aún estaría viva, y nada de lo que pudiera decir, desear o suplicar cambiaría ese hecho jamás.
Intenté imaginarme contándole toda la verdad. Apoyando mi cabeza sobre su pecho y sintiendo sus manos en mi espalda mientras le contaba la historia que solo había compartido con una persona. Y no era mi padre. Ni mi madre. Ni siquiera se lo había contado a la policía.
Solo a mi tío Jahn, pero él también había muerto, y mi secreto volvía a ser solo mío.
Podía imaginarlo, pero no podía contárselo.
—¿Fue una venganza política? ¿Algo contra tu padre?
—No sé quién lo hizo —respondí mirándome las manos, con las que apretujaba la manta en un puño—. Pero la policía dijo que había sido obra de una banda. En aquella época mi padre todavía trabajaba para la legislatura de California, pero no creyeron que el asunto estuviera relacionado con la política. No hubo petición de rescate. Ninguna exigencia. Jamás detuvieron a nadie. Mi padre contrató a un detective privado, pero tampoco sacó nada en limpio.
—¿Estabas con ella?
Negué con la cabeza con la esperanza de que me mirase como si estuviera loca.
—No debería haber salido esta noche —afirmé.
El cambio de tema no pareció extrañarle.
—No hay nada malo en querer desconectar de vez en cuando.
Me pasé la mano por debajo de la nariz y moqueé como si estuviera resfriada; me sentía como una niña y terriblemente perdida.
—¿Incluso cuando alguien sale mal parado?
Se bajó del sofá con lentitud y se arrodilló delante de mí, y luego posó las manos con delicadeza sobre mis rodillas.
—Nadie ha salido mal parado, Angie.
Me encogí de hombros.
—Tú has estado a punto.
Torció el gesto, y el hoyuelo de la mejilla afloró de forma fugaz.
—No sé si debo sentirme halagado por tu preocupación u ofendido porque tengas en tan baja estima mis habilidades.
—Halagado —respondí mientras esbozaba una tímida sonrisa.
Correspondió el gesto, pero él sonrió de oreja a oreja. Se inclinó, recogió mi taza del suelo y volvió a pasármela.
—Bébete el chocolate.
Logré sonreír con ganas y me sentí bien.
—¿Qué pasa?
—Te comportas como si fueras mi canguro.
Enarcó la ceja partida por la cicatriz, lo que le daba un aire sexy y arrogante al mismo tiempo. Inclinó el cuerpo hacia delante y, antes de que pudiera darme cuenta, me había atrapado con un beso intenso y profundo.
Gemí, mi cuerpo se soltó por la avidez y palpitó por el deseo. Solo nos tocábamos por dos partes, los labios y las rodillas, pero el vello de todo el cuerpo se me erizó por la electricidad estática, como si Evan fuera una tormenta eléctrica y a mí me hubiera pillado de improvisto.
Con la misma delicadeza con la que se había acercado, me soltó, se retiró y me dejó mirándolo jadeante.
—No eres una niña, Angie. No estoy seguro de que lo hayas sido alguna vez. Maldita sea, yo nunca he sido un niño.
Como no tenía ni idea de qué responder, permanecí en silencio, sujetando la taza a la altura de la boca y preguntándome si me cosquilleaban los labios por el licor o por el beso.
Al cabo de unos minutos, se puso de pie y me tendió una mano. Dejé la taza en el suelo, le di la mano y me levanté.
Me condujo hasta mi habitación sin mediar palabra. Me volvió de espaldas y, poco a poco, fue bajándome la cremallera del vestido. Cualquier sensación de escalofrío causada por lo ocurrido esa noche o por el violento ataque del pasado desapareció, sofocada por el calor de su proximidad. Me empapé con su calidez, dejando que limara mis asperezas, aunque en mi interior saltaban pequeñas chispas con efervescencia. Con todo, esa simple caricia fue suficiente, tan intensa que me llenó por completo.
Me acarició los hombros con suavidad.
—Quítatelo —dijo—. Métete debajo de las mantas.
—Yo…
—No discutas. Hazlo. —Se dirigió hacia el baño de la habitación y, aprovechando su ausencia, obedecí: dejé caer el vestido hasta el suelo y se me quedó arrugado a la altura de los tobillos. Dudé un instante, pero me desabroché el sujetador y lo dejé caer también. Todavía llevaba las bragas de seda con encaje, que eran uno de mis muchos caprichos de lencería.
Me armé de valor, levanté las mantas y me metí en la cama.
Evan regresó al cabo de un instante con un vaso de agua. Me lo pasó y yo lo tomé. Me lo bebí de un trago, preguntándome si debía entristecerme que su razón para ausentarse de la habitación mientras me desnudaba hubiera sido esa, o sentirme impresionada por su caballerosidad.
Me decanté por esto último.
—Gracias —dije.
—Solo es agua —respondió, pero sonrió comprensivo. Hizo un gesto de asentimiento en dirección a la cama—. Ahora duerme.
—Yo… —Me costaba articular palabra—. No quiero estar sola.
Se inclinó y me acarició la frente con suavidad.
—Estaré aquí mismo. —Lo miré mientras se acomodaba en la butaca con estampado floral situada junto al ventanal. Al fondo se entreveía el oscuro lago, salpicado por las luces de los barcos que brillaban como estrellas—. Duerme —repitió, y yo asentí en silencio, consciente de lo mucho que me pesaban los párpados.
Me acurruqué bajo las mantas y me quedé frita.
Me sentía arropada. Me sentía segura. Me sentía protegida.
Al menos, hasta que llegaron las sombras.
El grito fue desgarrador, tan alto, agudo y doloroso que me despertó de golpe.
Unos brazos fuertes me rodeaban, inspiré con intensidad, aterrorizada, y solo entonces me di cuenta de que había sido yo la que había gritado.
—Respira, cariño. Estoy contigo. Haz un par de inspiraciones profundas. Estás a salvo. Estás conmigo y estás segura. —La voz de Evan me inundó, cálida y firme, como si por el simple hecho de afirmar que estaba a salvo lo estuviera realmente. Estaba sentada, erguida, aferrada a él. Lo tenía abrazado con las manos cerradas en un puño, apoyadas en su espalda.
La sábana se había caído y estaba arrugada a la altura de mi cintura, y tenía los pechos pegados a su cuerpo. Sus manos, grandes y cálidas, me acariciaban con suavidad la espalda desnuda mientras yo tragaba aire, tratando de liberarme de los tentáculos del miedo, que todavía intentaban atraparme, fríos y amenazantes.
—Estás a salvo —repitió con amabilidad—. Estás bien.
Asentí en silencio, y me di cuenta de que empezaba a creerlo. Estaba despierta. Estaba a salvo. Me sentía arropada por la seguridad de los brazos de Evan.
No sabría decir cuánto tiempo me tuvo abrazada así. Pero cuando por fin me separé de él, me había transmitido la fuerza suficiente para poder capear el temporal.
—¿Ya estás mejor?
Asentí con la cabeza y me senté sobre la cama con una pierna doblada por debajo del cuerpo. Acepté el pañuelo de papel que me ofrecía y me soné.
—¿Una pesadilla sobre Gracie?
Cerré los ojos para pensarlo en silencio.
—Ha sido como si yo estuviera allí. Esos hombres. La estaban atacando. Llevaban navajas.
Se dirigían hacia ella. Pero yo no podía hacer nada. No podía moverme. No estaba allí, no eran de verdad. Pero tenía que mirar. Tenía que mirar, porque no tendría que haber sido ella.
Tendría que haber sido yo.
Una vez más empezaron a brotarme las lágrimas y él me acogió entre sus brazos. Sentí que debía apartarme, o hacerme un ovillo, o decirle que me dejara sola un rato mientras recobraba la compostura, pero no lo hice. No tenía fuerzas o, mejor dicho, no tenía ganas.
Porque hasta ese momento había combatido las pesadillas yo sola. Tener a Evan a mi lado, dándome fuerzas y consuelo, era como abrir el regalo más grande la mañana de Navidad.
Me acariciaba la espalda con lentitud, aunque percibía la tensión en su tacto.
—Debería haberme largado.
No tenía ni idea de qué estaba hablando, y me aparté lo justo para poder mirarlo con curiosidad.
—En el callejón —explicó—. Debería haberte llevado de vuelta al interior del club. Debería haberme alejado de esos gilipollas. Haber entrado. Haber llamado a un gorila. Haberme largado de allí. Cualquier cosa para desaparecer. —Me puso una mano en la mejilla—. No lo pensé. Te deseaba, maldita sea, te deseaba tanto… Y no pensé en lo que verías. En lo que pensarías de mí.
Abrí los ojos de par en par.
—No, ¡por Dios!, Evan, no. Has estado genial. Has estado perfecto.
—No me he sentido perfecto cuando te he visto acurrucada en el asfalto. Ni ahora que te has despertado gritando de una pesadilla.
Percibí la conmoción en su rostro, con un toque de frustración. A él le iba la acción, pero ¿cómo se enfrenta uno al miedo y las pesadillas? Él lo habría hecho. De haber sido posible, estaba convencida de que él habría librado esa batalla por mí, como cualquier caballero de brillante armadura que se preciara.
La simple idea hubiera bastado para hacerme sonreír. Pero no sonreí, sino que dije:
—Tengo pesadillas todas las noches. Me persiguen. Tú no has provocado las pesadillas, Evan. De ninguna manera. —Cambié de postura, reaccioné por la necesidad de que él lo entendiera—. Pero lo que has hecho en el callejón… Ojalá alguien como tú hubiera estado junto a Gracie esa noche. Alguien que la hubiera protegido. Que hubiera… —Se me hizo un nudo en la garganta y noté que me caía una lágrima por la mejilla.
Evan me la enjugó con la punta del pulgar.
—Acabaría con esos hijos de puta si pudiera. —Habló con tanta tensión que pensé que se le iba a quebrar la voz—. Por lo que le hicieron a tu hermana. Por lo que te quitaron. Y por el miedo que te provoca lo sucedido.
Tragué saliva, deshecha por la rabia que apenas lograba reprimir. Una determinación feroz que resultaba tan cruda y tan primitiva que me cortaba la respiración. Nos miramos fijamente y, por un instante, creí que caería en su abismo interior y que saldríamos dando tumbos de la realidad hasta algún mundo para nosotros.
Entonces me abrazó de golpe y supe que aquel, y no otro, era nuestro sitio. Ese universo. Esa existencia. Aunque con Evan a mi lado, tal vez pudiera soportarlo.
—Angie —dijo, y acto seguido tomó mi boca entre sus labios. Su beso fue brusco, en marcado contraste con la ternura de sus caricias. Yo le correspondí, poseída por el deseo. Intensa. Estaba desesperada por perderme en él, por ir al lugar donde la razón, el recuerdo, el miedo y el arrepentimiento se evaporarían. Por dejarlo todo atrás salvo la realidad de Evan y Angie, del calor y el deseo.
Era lo único que deseaba. Con lo que había fantaseado. Ese hombre en mi cama. Su cuerpo pegado al mío. Sus manos sobre mí, su lengua saboreándome.
Estábamos desatados. Enloquecidos. Como si hubiéramos implosionado y nos hubiéramos convertido en supernovas de la pasión. Me agarró con fuerza por la cabeza con una de sus manos para sujetarme mientras nos comíamos a besos. Iba paseando la otra mano por mi espalda, con la palma abierta, y cada centímetro de piel que acariciaba se encendía tras la estela de su tacto, hasta que estuve segura de estar brillando con la misma intensidad que el sol.
Me había entregado a él en tantos sentidos que, cuando sentí su mano bajo mi pecho, lancé un suspiro ahogado por el dulce placer de lo inevitable.
—Sí —murmuré—. ¡Oh, por favor, sí!
Sus manos se desplazaron hasta mis hombros, luego descendieron acariciándome los brazos mientras paseaba la mirada por mi cuerpo, lo que me erizó los pezones cuando sus ojos se clavaron en mis senos.
—Dios, Angie, ¿tienes idea de lo…?
No supe qué idea se suponía que debía tener, porque dejó de hablar cuando me tiró de espaldas sobre la cama y me montó a horcajadas. Quedé atrapada debajo de su entrepierna, situada justo sobre la mía. Estaba totalmente desnuda salvo por las bragas, tan mojadas en ese momento que debía de tenerlas pegadas al cuerpo como una segunda piel.
Me tenía a su merced, totalmente abierta a él.
Podría haberme hecho cualquier cosa. Haberme poseído de la forma que deseara. Yo era suya, hasta lo más hondo, y esa convicción me dejaba sin aliento y me erizaba la piel. Contuve la respiración, porque no sabía qué ocurriría a continuación, sino tan solo que lo deseaba.
Deseaba a Evan con todas mis fuerzas.
Sus labios pasaron al ras del contorno de mi oreja, luego descendieron por la tersura de mi cuello; ese contacto ligero como el de una pluma me volvía loca. Poco a poco fue siguiendo la línea de mi clavícula con la punta de la lengua antes de seguir descendiendo.
Gruñí con delicioso abandono cuando cerró los labios sobre mi pecho, usando los dientes para juguetear con el pezón mientras me lo chupaba, lanzando disparos de fuego que se proyectaban desde mis senos hasta mi sexo, deseoso y palpitante.
—Evan. —No sé si en realidad llegué a pronunciar su nombre. Fue una súplica, una plegaria. Y mientras su boca ardiente seguía bajando en dirección a mi vientre y su lengua jugueteaba con el ombligo antes de llegar a la costura de las bragas, tuve que reconocer que lo había dicho también en tono de agradecimiento. Quizá acabara de despertar de una pesadilla, pero apenas la recordaba en ese instante. Lo único que sabía era que Evan estaba allí. Lo único que entendía eran sus caricias. Lo único que deseaba era su cuerpo.
—Fuera —ordenó con un gruñido, y sus dedos tiraron del encaje de las bragas. Contoneé las caderas al tiempo que me las arrancaba. No tengo ni idea de si las tiró a un lado o de si acabaron perdidas entre las sábanas.
Estaba demasiado concentrada en la forma en que me apretujaba los muslos, rozándome con los dedos y jugueteando cerca de mi sexo. Me separó las piernas y me abrió aún más al tumbarse sobre mí para lamerme en lo más profundo, hasta el último centímetro de mi hendidura.
Era el primer hombre que me tocaba así desde que me había depilado, y la sensación de su lengua sobre mi carne desnuda estuvo a punto de hacerme enloquecer; esa gloriosa sensación solo era equiparable a la forma juguetona en que su lengua danzaba sobre mi clítoris describiendo delicados y dulces movimientos que me hacían ascender a los cielos.
Quería gritar —chillar de placer—, pero no quería que parase, así que me mordí la punta del pulgar hasta que no pude aguantar más. Hasta que esa deliciosa e intensa presión de mi interior fue excesiva para soportarla y tuve que gritar mientras mi cuerpo temblaba y estallaba, para volver a aterrizar entre los brazos de Evan, tal como él me había prometido.
—¡Evan!… ¡Oh, Dios mío, Evan!
—No digas nada. —Subió hasta situarse a mi lado y me acercó a su cuerpo abrazándome por la espalda. Él todavía llevaba los tejanos y la camiseta, pero noté su erección presionándome el culo cuando me pasó un brazo por la cintura para pegarme más a él.
—¿No quieres…?
—Quiero abrazarte. Quiero quedarme dormido con tu sabor en los labios y tu aroma en el cuerpo. Y quiero que te quedes dormida pensando solo en el placer que te acabo de dar. ¿Lo entiendes, nena?
Recordé todo lo que me había dicho en el callejón. Deseaba eso, lo deseaba con toda mi alma. Pero no lo deseaba justo entonces. Lo único que quería era sentirme segura entre sus brazos.
Asentí en silencio, y de no haber estado tan cansada, habría sonreído. Una vez más, Evan Black entendía lo que yo necesitaba.
—Buena chica. Ahora cierra los ojos. —Su voz era aterciopelada, casi como un arrullo, y obedecí. Me costaba conciliar el sueño, pero con Evan a mi lado noté cómo iba quedándome dormida. Cayendo en el abismo de aquel hombre peligroso.
Nunca, en toda mi vida, me había sentido más segura.