6

Su mirada se ensombreció, y temí haberlo presionado demasiado. Temí que todo cambiara de golpe y que de pronto solo fuéramos dos personas en la pista de baile de un antro de mala muerte, sin ese calor ni ese deseo que nos unía.

Entonces me agarró con las dos manos por la nuca y me pegó más a su cuerpo. Lancé un suspiro ahogado, inspirando el perfume de la excitación, tanto la suya como la mía. Inclinó la cabeza y se me puso la piel de gallina cuando me mordió el lóbulo de la oreja.

—Te lo juro por Dios, Angie, eres como la criptonita: destruyes todas mis defensas. —Se echó hacia atrás y me agarró la cabeza con las manos, al tiempo que deslizaba los dedos entre mi pelo mientras me sujetaba con fuerza para mantenerme inmóvil.

Empecé a jadear, presa de la impaciencia. Separé los labios de forma casi imperceptible e intenté inclinarme, atraída como un imán por la energía de ese hombre. Me agarraba con firmeza, y supe que cualquier ventaja que tuviera sobre Evan Black era insignificante. Él podía girar las tornas en cuanto quisiera. Joder, sí que era peligroso. Y en ese momento era mío.

—He hecho un montón de tonterías —confesó—. Pero esta puede ser la peor de todas.

Intenté negar con la cabeza, pero él seguía agarrándome con fuerza.

—No me lo creo —dije.

—Sí que lo es. —Deslizó una mano hasta la base de mi cuello y me mantuvo inmóvil mientras me acariciaba con suavidad el labio inferior con el pulgar de la otra mano. De forma automática, abrí la boca y empecé a jadear, estremecida de pies a cabeza. Ya no le ocultaba nada, no quería esconderme. El aire que corría entre nosotros estaba cargado de calor y lujuria, y aunque llevaba un vestido y tacones, jamás me había sentido tan desnuda.

La punta de su dedo pulgar seguía atormentándome el labio. Me metió el dedo en la boca, solo un poco, y aunque una parte de mí, mi rebeldía, quiso actuar como si nada ocurriera, fue imposible no reaccionar. Cerré los labios alrededor del dedo, saboreándolo con la lengua, chupándolo con los labios.

Cerré los ojos, solo sentía el peso de los senos y el deseo de mi sexo palpitante. Gemí, me parecía increíble estar tan excitada cuando el único contacto físico que teníamos era su dedo pulgar en mi boca y su mano en mi pelo.

—Si supieras lo que deseo hacerte ahora mismo, saldrías corriendo. —Habló con una voz grave y cortante como un cuchillo; me desgarró por dentro y me dejó abierta en canal.

Intenté responder, pero no logré articular ni una palabra. Con una increíble fuerza de voluntad, volví a intentarlo y, no sé cómo, conseguí hablar.

—No he salido corriendo.

Su mirada era sombría, apasionada. Sus emociones se debatían en combate. Las sombras se cernían sobre su rostro, lo que le daba una apariencia incluso más peligrosa. Por un momento, no estuve segura de si quería que ganara o perdiera esa batalla contra los sentimientos.

Aunque daba igual, porque me agarró con más fuerza por el pelo y me obligó a pegarme a él una milésima de segundo antes de que su boca me devorase los labios. Nos rodeaba una algarabía de gente bailando, riendo y chillando, pero la sangre palpitándome en los oídos me impedía oírlos.

Separé los labios, y su lengua penetró en mi boca, reclamándome. Evan sabía a lujuria, como el más refinado de los chocolates o el más intenso de los licores. Me agarré con fuerza a él y hundí los dedos entre las sedosas ondas de su pelo, con mi cuerpo apretado contra el suyo.

Me sentía más ligera que el aire y me alegré de que él me sujetara con tanta firmeza porque, de haberme soltado, habría salido flotando hasta el techo.

Nuestro beso fue intenso y salvaje, ansioso y provocador. Noté sabor a sangre y no me importó. Quería sentirlo todo, darlo todo. Tomarlo todo. Yo estaba desatada, lo necesitaba todo, hasta el último roce de sus caricias, sus emociones y su ser, porque si paraba o retrocedía, podría acabarse. Aquello podría ser un sueño. Un error. Una fantasía.

No lo habría soportado. Él era como una droga, y ahora que lo había probado, sabía que estaría enganchada a él para siempre.

Entonces se apartó de mí, resollando y respirando con dificultad. Lancé un gimoteo de protesta, temiendo que fuera el fin. Pero mi miedo se disipó cuando lo miré a los ojos. No íbamos a parar.

A juzgar por el fuego que vi arder en sus ojos, supe que nunca pararíamos. Durante una sobrecogedora eternidad nos limitamos a mirarnos el uno al otro, y yo me imaginé ahogándome en él, perdida en sus pupilas. Nos uniríamos y nos fundiríamos para siempre, sin esa sensación no podría seguir viviendo. Me latía el corazón con tanta fuerza que estaba segura de que todos percibían cómo me temblaba el vestido al ritmo de las pulsaciones. Quería suplicarle que volviera a tocarme, que volviera a besarme, aunque al mismo tiempo no quería que dejara de mirarme porque, ante su mirada, me sentía más viva, real y fuerte de lo que me había sentido en años.

No sé si estuvimos así durante horas o segundos. No oía la música, ni veía a la multitud.

Solo sentía la mirada de Evan, que me deseaba con fervor.

Fue él quien puso fin a ese instante; me tomó de la mano y tiró de mí con impaciencia por la pista de baile. Yo lo seguí de buena gana, y recorrimos un oscuro almacén hasta la salida de emergencia, que estaba entreabierta. Él abrió la puerta de una patada, y me arrastró a un callejón de iluminación tenue. Me asaltó el hedor a cerveza rancia y a patatas fritas, pero me dio igual. Lo mismo me daba que fuera un callejón como un hotel de cinco estrellas. Lo único que deseaba era estar con ese hombre. En ese momento. Lo único que quería era entregarme a él.

Recordé mi frustración con Kevin, pero eso no era problema con Evan. Él tomaba lo que deseaba y me daba lo que yo necesitaba. Poder, control, intensidad.

Con un solo movimiento me puso contra la pared del callejón y me encerró entre sus brazos.

—¡Dios, Angie! ¡Eres preciosa!

—Evan. —Fue la única palabra que pude pronunciar. El único sonido que logré emitir y rescatar de entre el nudo de emociones que se me formaba en la garganta.

—¿Tienes idea del tiempo que hace que yo…?

—¿Cómo? —pregunté cuando dejó la frase a medias. Mi pregunta fue un susurro, una súplica. Maldita sea, fue una plegaria.

—Lo siento —respondió, y entonces el miedo se apoderó de mí y me paralizó—. Dios mío, lo siento muchísimo.

Alargué una mano y lo agarré por la camiseta, pues me negaba a dejar que se marchase.

Pero me di cuenta de que no iba a marcharse y de que la disculpa no iba dirigida a mí. O tal vez sí.

Me dio igual, porque tanto daba lo que hubiera dicho o lo que estuviera pensando, pues no tenía ninguna relación con que fuese a marcharse. Lo deduje por la forma tan rápida e intensa en que su boca buscó la mía, por la forma en que me clavó la rodilla entre las piernas. Por la forma en que su proximidad condensaba el aire que nos separaba, calentándolo y licuándolo, cargándolo de sensualidad y seguridad.

Dejó de besarme el tiempo suficiente para mirarme a los ojos. La pasión se los oscurecía.

Los míos estaban abiertos de par en par de asombro y emoción.

Pensé en decir algo, aunque no sabía qué.

Él negó con la cabeza y me acarició los labios con un suave beso.

—No hables. Ni siquiera pienses.

Sacudí la cabeza, luego asentí y volví a negar en silencio. ¿Que no pensara? ¡Si no podía pensar! Ni mucho menos cuando sus labios me rozaban la sien y su mano se acercaba a mi pecho.

Lo único que hice fue lanzar un suspiro ahogado.

Su pulgar me acarició el pezón, que estaba erecto por debajo del sujetador. ¿En qué narices estaría pensando? Debería haberlo quemado. Tendría que haberme puesto uno de raso. O no habérmelo puesto.

—Llevas demasiada ropa —murmuró, y estuve a punto de soltar una carcajada por la sintonía de nuestros pensamientos. Pero ese estallido cómico se esfumó enseguida tras la estela de las palabras que pronunció a continuación.

Su tersa voz masculina me dijo que quería tocarme, que quería clavarme los dientes en los pezones, levantarme la falda y bajarme las bragas para poder meterme los dedos y acariciarme el clítoris.

En mi interior ya no bullía la risa, sino lava fundida. Caliente. Espesa. Quería sumergirme en ella. Fundirme en sus caricias. Dejar que me llevara a donde quisiera.

Suspiré de placer y contoneé las caderas en respuesta a sus palabras. Arqueé la espalda para exigir más caricias. Más de él.

—Evan —repetí, pero esta vez no dije su nombre, sino que era una súplica. Mejor dicho, una exigencia.

Me enredó los dedos en el pelo y me tiró del cabello, obligándome a inclinar la cabeza hacia atrás y mirarlo a la cara. Me sentía embriagada y aturdida, sobre todo cuando vi el fondo de sus intensos ojos grises, empañados por la lujuria.

—Angie —dijo con un tono inexpresivo y casi triste. Observé que la pasión desaparecía de su mirada y era sustituida por ferocidad y dureza. Antes de tener tiempo de procesar su cambio de actitud, me soltó el pelo y dio un palmetazo contra la pared de ladrillo que estaba justo detrás de mí. Di un respingo, sorprendida y confusa por esa transformación—. ¡Por el amor de Dios! —exclamó. Luego añadió con más amabilidad—: ¡Dios, soy un gilipollas!

Sacudí la cabeza, negando sus palabras y sus actos. No quería que parase y no entendía por qué lo había hecho.

No, no era cierto. Sí que lo entendía, pero no quería admitirlo. El mundo que nos rodeaba.

Las promesas. Las lealtades. No tenían cabida entre nosotros. No en ese momento. ¿Cómo iban a existir si el fuego que ardía entre ambos lo reduciría a cenizas?

—Cuéntame. —Hablé con una voz grave. Entre resuellos, aunque decidida—. Has dicho que, si supiera lo que deseas, saldría corriendo. Bien, pues cuéntamelo, porque todavía no he salido corriendo.

—¿Que te lo cuente? —repitió con la voz quebrada y temblorosa, como si quisiera reprimirse pero no pudiera—. ¿Que te cuente cómo deseo desnudarte? ¿Cómo deseo que tus pechos me llenen las manos y pellizcarte los pezones hasta que grites de placer y de dolor?

Me estremecí, tenía los pezones erectos por la promesa de sus palabras.

—¿O debería contarte que me gustaría azotarte el culo con la mano abierta hasta que tengas los cachetes rojos y el sexo húmedo y resbaladizo? —Se inclinó para acercarse más, su voz susurrante me hacía cosquillas en la oreja—. Te deseo desnuda, Angie. Desnuda, atada y mojada para mí. Te quiero con las piernas abiertas y tu cuerpo a mi disposición. Quiero verte.

Maldita sea, quiero darme un banquete contigo. Quiero lamerte todo el cuerpo y volverte loca.

Quiero que para ti solo existamos yo y el placer que te dé. Y quiero ver cómo te brillan los ojos cuando consiga que te corras.

Yo no paraba de jadear, tenía las bragas empapadas, los muslos húmedos y temblorosos. Sus palabras me impactaron, desde luego. Pero también me pusieron cachonda.

Me eché hacia atrás y me separé apenas unos centímetros de Evan, aunque no tenía otra opción. O encontraba apoyo contra la tosca pared de ladrillo o caía desplomada al suelo, porque mi cuerpo no respondía.

En cuanto me eché hacia atrás, no obstante, su expresión se entristeció.

—Ya te lo he dicho, soy gilipollas.

A pesar de que me había dejado fuera de combate, y de que todos los huesos, los músculos y los tendones de mi cuerpo se habían vuelto como de gelatina, conseguí sacudir mínimamente la cabeza y articular una sola palabra.

—No. —Inspiré para coger fuerzas y repetí con más firmeza—: No. No voy a salir corriendo. No voy a irme a ninguna parte. —Me humedecí los labios, que se me habían secado de pronto, y bajé la vista al suelo, porque me moría de vergüenza. Pero no lo bastante como para paralizarme. Ni en broma.

Pasaban muchísimos coches al final del callejón y el ritmo de la música se filtraba por las gruesas paredes del club. Pero no nos llegaba ninguno de esos ruidos. El callejón parecía tranquilo y en silencio, como si el mundo hubiera dejado de girar y todo lo demás —mi existencia, la de Evan, la de todo el maldito universo— estuviera atascado en el limbo hasta que yo volviera a hablar. Enderecé los hombros.

—Todo lo que acabas de decir… yo también… Yo también lo deseo.

Sentí las mejillas tan encendidas que imaginé que estarían reluciendo como neón rojo, y mantuve la mirada gacha, por miedo a que, si la levantaba y lo veía, pudiera arder por combustión espontánea.

—Angie. ¡Oh, Dios, Angie! —Tomó mi cabeza entre las manos, deslizando los dedos entre mi espesa mata de pelo mientras me levantaba la cara para que lo mirase—. Me haces perder el norte. —Había tanta intensidad en su voz que sonó casi dolorosa, y su tono de deseo me hizo estremecer—. Dime que me deseas. Dime que deseas esto. —Sus palabras eran contundentes y apremiantes—. Necesito oír cómo lo dices.

—Te deseo —dije, y me quedé corta en comparación con la complejidad de las emociones que me embargaban.

Durante un instante me sostuvo la mirada, como si estuviera buscando en mi rostro cierta decepción. No me amedrenté. Sabía que en lo que veía en mí, se veía a sí mismo reflejado.

Me acarició la mejilla con la yema del pulgar, la dulzura de su gesto contrastaba con la crudeza de lo que me había dicho que deseaba hacerme. Aunque ese simple gesto hizo que me derritiera por dentro.

Él era todo lo que siempre había deseado. Todo lo que necesitaba. Maldita sea, era más de lo que podría haber imaginado. Y en ese instante supe que haría cualquier cosa por retenerlo a mi lado.

—Te deseo —repetí—. Deseo esto.

—¿Esto? —repitió, y entonces se inclinó para dibujar una hilera de besos suaves como plumas por mi cuello, para ir bajando hasta la clavícula.

Su tacto era más ligero que el aire, y, aun así, retumbaba en mi interior como un constante y rítmico martilleo, cuyo volumen iba in crescendo.

—¿O esto? —Deslizó las manos por mis brazos y luego entrelazó sus dedos con los míos.

Presionó su cuerpo con fuerza contra el mío mientras su boca buscaba mis labios, su lengua exigía entrar mientras extendía nuestros brazos a ambos lados como si estuviera preparándonos para alzar el vuelo.

Me penetró con su beso, explorándome con la lengua, devorándome con los dientes, mordisqueándome los labios. Y mientras tanto iba moviendo con lentitud nuestros brazos hasta colocar los míos justo encima de mi cabeza y desenlazar con suavidad sus dedos de entre mis manos.

—¿O quizá deseas esto? —preguntó mientras me manipulaba para que fuera yo misma la que me agarrara la muñeca por encima de la cabeza.

—Evan, yo…

—No. —Me rozó la oreja con los labios, y habló en voz tan baja que tuve que hacer un esfuerzo para oírlo—. No digas ni una palabra. No hagas ningún movimiento. Los brazos arriba, las manos juntas. Asiente con la cabeza si me has entendido. —Me humedecí los labios—. Asiente con la cabeza —repitió.

Asentí en silencio, tan hipnotizada por su hechizo que si me hubiera pedido que me desnudara y me abriera de piernas en ese mismo instante, lo habría hecho de buena gana. Así de subyugada me tenía.

Sí, vale, era peligroso; pero ese era el peligro que yo deseaba.

—Buena chica —dijo, y acto seguido me acarició los labios con el más terso de sus besos—. Y creo que ya hemos dado con lo que quieres —añadió, y cerró su mano sobre la mía.

Inspiré jadeante porque tenía razón. Me tenía atrapada; tal vez no en la realidad, sino por la promesa de mi propia obediencia. El resultado era el mismo. Estaba muy caliente, muerta de deseo.

—Esto te gusta —afirmó—. Te has abierto a mí, te has abierto al mundo. Te comportas como una guarra en un callejón donde podría pasar cualquier cosa. —Una vez más se inclinó para susurrarme. Una vez más me impresionó lo bien que me conocía—. Esto te excita, ¿verdad? No saber qué vamos a hacer a continuación. Qué va a pasar. Quién podría aparecer doblando la esquina. No saber si voy a besarte o a follarte. —Hizo una pausa, y las palabras que pronunció a continuación me hicieron gemir—. Te daré una pista, Angie. Voy a hacer las dos cosas.

No me había dado cuenta de cuándo había retirado una mano y había dejado de agarrar la mía, pero sí noté que me pasaba los dedos por el muslo y levantaba poco a poco el dobladillo de la falda mientras subía cada vez más.

Gimoteé un poco, pero la mano que todavía me sujetaba lo hacía con fuerza, y él negó con la cabeza. Fue un movimiento casi imperceptible. «No».

Cerré los ojos y obedecí tanto a esa orden no pronunciada como a mi sobrecogedora necesidad de deleitarme con el éxtasis de ese instante. Me tenía sujeta contra la pared, paralizada con su enorme mano rodeándome ambas muñecas. Su cuerpo estaba tan pegado al mío que sentía el calor que desprendía. Y su mano iba subiendo cada vez más hasta mis bragas ya empapadas por completo, hasta mi clítoris palpitante y hasta mi sexo, suave y resbaladizo por la excitación.

La razón me gritaba que debía abrir los ojos y decirle que no. Que debía largarme de allí.

Que aquello era una mala idea y que yo era una chica sensata; que me había dicho miles de veces que no debía dejarme llevar y ponerme en plan salvaje.

Que aquello no podía acabar bien.

Que lo lamentaría por la mañana. Pero entonces no lo lamentaba. Ni muchísimo menos.

Cambié de postura y separé más las piernas; recibí la recompensa de su grave y sensual rugido de aprobación. Poco a poco, su dedo fue recorriendo las costuras de mis bragas, bajándolas por la parte que me cubría el pubis. Gimoteaba mientras él jugaba conmigo sin piedad, su dedo acariciando la seda y la gomita de mi prenda interior, su piel rozando la sensible piel de la cara interior de mis muslos.

—¿Impaciente, cariño? —murmuró.

Yo tenía la cabeza inclinada hacia atrás y respiraba de forma entrecortada.

«¿Estás loco?» Grité mentalmente. En realidad, apenas pude decir:

—¡Dios, Evan! ¡Por favor!

Separó los dedos para juguetear con la hendidura entre la unión de mis muslos, con caricias ligeras aunque firmes.

No llegaba a tocarme la tierna carne oculta bajo la seda ni a acariciarme el clítoris, tenso y deseoso.

Me removí para que me soltase las manos, desesperada por acabar lo que él había empezado. Pero él me sujetaba con fuerza, y yo deseé soltar algún taco, exigir que me poseyera, arrodillarme y suplicar. Sin embargo, lo único que podía hacer era seguir jadeando mientras el cuerpo me temblaba; cada nervio, cada sensación sumergida entre las piernas era el anticipo de una caricia que parecía decidido a no concederme.

—Por favor, ¿qué? —preguntó mientras yo me mordía el labio inferior.

—Por favor —repetí—. Por favor, lo quiero todo.

Su carcajada grave y satisfecha me inundó, y me hizo cosquillas en la piel con la misma sensualidad que si me hubiera acariciado todo el cuerpo con una pluma.

—Tócame —exigí.

Se inclinó para acercarse más y su aliento me hizo cosquillas en la mejilla.

—Ya te estoy tocando.

Contoneé las caderas para exigírselo en silencio.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Lo sé —respondió—. Pero quiero escuchar cómo lo dices. —Me pasó la lengua por el borde de la oreja, y yo me mordí el labio por miedo a gritar tanto de placer como de frustración.

—Te deseo… —Tragué saliva y volví a intentarlo—. Te deseo dentro de mis bragas.

En honor a la verdad, debo decir que obedeció, y yo suspiré cuando sus dedos me acariciaron la carne tersa, húmeda e hinchada. Tenía el pubis completamente desnudo, pues había descubierto recientemente la depilación brasileña, y la forma en que su dedo se deslizó por mis labios mojados me enloquecía.

Sin embargo, no me tocó el clítoris, y mi deseo ardiente, palpitante y creciente no obtuvo el alivio necesario.

Volví a contonearme, intentando expresar sin palabras lo que en realidad deseaba.

—Eres de las exigentes, ¿verdad? —preguntó para provocarme.

—Maldita sea, Evan, estás siendo muy malo.

—Quizá. —Pasó el dedo de forma fugaz sobre mi clítoris, y todo mi cuerpo se encendió—. Pero te aseguro que lo estoy disfrutando. —Me penetró con los dedos y yo lancé un suspiro ahogado cuando mis músculos se tensaron a su alrededor, forzándolo a meterlos hasta el fondo—. Eso es, nena. Eso es lo que quieres, ¿verdad? Quieres que te follen.

Cerré las manos en un puño y conseguí decir:

—¿Me lo dices o me lo cuentas?

Se rió en voz baja, y aunque a mí también me pareció divertido, ese momento cómico se esfumó por las lentas y rítmicas acometidas de sus manos, que iban penetrándome cada vez más y me dejaban sin respiración, ansiosa y a punto de llegar al clímax.

Cuando retiró la mano, llegué a gemir en voz alta, y cuando me metió entre los labios la punta de un dedo, humedecida por mi flujo, solté un gruñido y me lo tragué entero, cerrando los ojos mientras succionaba y jugueteaba con la lengua, imaginando que tenía su polla en la boca.

—Dios mío, me pones a cien —susurró. Se acercó más y sentí la presión de su erección contra mi vientre, tensa y dura por debajo de la tela vaquera de los pantalones—. Te deseo, Angie. Quiero levantarte la falda y arrancarte esas malditas bragas. Quiero hundirme dentro de ti y mirarte a la cara mientras te corres.

No dije nada, solo lo acerqué más a mí y me regodeé con el tenue sonido de su receptivo gruñido.

—Pero aquí no, no en un callejón. —Me sacó el dedo de la boca y yo abrí los ojos de golpe—. Voy a llevarte a casa. Voy a follarte, Angie, pero voy a hacerlo en condiciones. Di que sí, nena.

Asentí en silencio.

—Quiero oírlo.

Como una tonta, volví a asentir en silencio.

—Sí —respondí después de esforzarme por volver a pensar.

—Buena chica. —Me dio un momento para recuperar la habilidad de caminar y luego me llevó hacia la calle donde supuse que había aparcado.

Habíamos dado solo dos pasos hacia la intersección del callejón con la calle principal cuando una sombra se proyectó sobre la acera, seguida por una rápida silueta que reconocí enseguida. Era el matón.

Había otro tipo a su lado, alto y delgado, con unos andares tranquilos que indicaban al resto del mundo que podía dar una buena hostia a cualquiera.

Una punzada de pánico —intensa, rápida y gélida— me impactó de pleno. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Jamás bajaba la guardia cuando salía, y menos estando en un callejón oscuro. Pero no me había percatado de nada. No había visto nada, no había oído nada, no había percibido nada. Desde el instante en que habíamos salido del club, solo había tenido ojos para Evan. Me había dejado llevar por él, había echado a volar a su lado, y todo se había ido a la mierda. ¡Joder!

—¿Este es el que te ha levantado a tu chica? —preguntó el tío delgado.

—¿Mi chica? Más bien mi putita. —El matón se dirigió a mí—. ¿Qué diría tu madre si supiera que estás haciendo guarrerías en un callejón oscuro con este hijo de puta?

—Que te jodan —espeté. O, al menos, lo intenté. Pero las palabras se me quedaron atascadas en la garganta, atrapadas allí al ver de soslayo el brillo de la navaja que el matón llevaba en la mano. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, como si unos dedos helados ascendieran por mi columna. Inspiré con fuerza y el aire me supo a agua salada. Cerré los ojos y vi sangre.

«Esto no está ocurriendo. Esto no puede estar ocurriendo».

No me di cuenta de que había retrocedido un paso hasta que sentí la mano de Evan apretando la mía con fuerza, para que no me moviera. Me quedé paralizada, resollando, intentando concentrarme solo en la reconfortante sensación de que me tenía sujeta.

Él era el orden de mi caos, la calma de mi tormenta. El miedo podía retenerme con fuerza, pero Evan escapaba de su férreo puño como el aire.

Evan dominaba la situación en aquel callejón.

—Creo que le debes una disculpa a la señorita —dijo sin inmutarse.

—Que te den.

—Ni lo sueñes —respondió Evan—. Ahora vete cagando leches de aquí. —Habló con un tono implacable, en consonancia con su actitud. Dio un solo paso hacia ellos, lo que me obligó a hacer lo propio. Me mordí el labio inferior y probé la sangre. Vi que el matón abría la boca, pero no logré entender lo que decía. Aunque sabía que estaba en un callejón oscuro de Chicago, solo veía los pilares de sujeción cubiertos de percebes del muelle. Oía el romper de las olas contra la playa. Sentí que había entrado en una de mis pesadillas y ya no tenía fuerzas para huir de ella.

Entonces el matón arremetió contra nosotros, navaja en ristre, y un grito desgarrador me devolvió a la realidad de golpe. Tardé unos segundos en darme cuenta de que había sido yo la que había gritado y de que, en esa brevísima fracción de tiempo, Evan me había soltado la mano, había levantado el brazo y había conseguido desviar la trayectoria de la navaja que se aproximaba.

—¡Mierda, Chris! —gritó el tío delgado mientras Evan le retorcía el brazo a su colega, el matón, hasta colocárselo en la espalda y lograr que soltara el arma blanca.

—¡Hijo de puta! —gritó Chris, pero no se resistió, y desde donde yo estaba vi por qué: teniendo en cuenta cómo lo tenía agarrado Evan, a Chris le hubiera bastado con respirar para acabar con el brazo roto.

—La has cagado de lo lindo, niño bonito —espetó el tío delgado mientras avanzaba con su propia navaja bien sujeta en la mano.

Con uno de esos movimientos dignos de una coreografía de Hollywood, Evan empujó a Chris a un lado, se volvió hacia el tío delgado, apartó el brazo que sostenía la navaja con una patada y posó la punta del arma en la base del cogote del tío delgado. Chris blasfemó, se largó corriendo por el callejón y dejó a su colega a merced de Evan.

Evan no le dedicó siquiera una mirada, sino que se concentró en el tipo delgado con la navaja que todavía empuñaba en la mano.

—Dame un motivo —dijo Evan—. Dame solo un motivo y te clavo la punta como si fueras mantequilla.

—Que te den.

—Motivo equivocado. —Con un movimiento demasiado rápido para que yo viera cómo se producía, Evan tiró del tipo agarrándolo con un puño, con el rostro consumido por la rabia. La hoja de la navaja quedó presionada sobre el cogote del tío delgado. Vi una sola gota de sangre deslizándose por su cuello—. Lo único que tengo que hacer es girar la mano —susurró Evan con un tono tan pausado y amenazante que me daba la sensación de estar oyéndolo dentro de mi cabeza en lugar de pronunciado por sus labios.

El tipo delgado cerró bien los ojos, y la navaja que todavía empuñaba cayó al suelo. Percibí el penetrante hedor a orina y supe que se había meado encima.

Oí un ruido sordo, como el gemido de un niño. Al principio pensé que lo emitía el hombre que Evan tenía retenido. Pero me di cuenta de que era yo.

A Evan se le tensaron los músculos, percibí el cambio de expresión en su rostro, la forma en que apaciguó su furia. El modo en que su pecho se elevaba y se hundía mientras me miraba y se tranquilizaba. Poco a poco, muy poco a poco, retiró la navaja, y no pude evitar preguntarme qué habría pasado si me hubiera quedado callada. Esa posibilidad debería haberme aterrorizado, pero no fue así. Se trataba de Evan y, al igual que Jahn, habría hecho cualquier cosa para protegerme.

—Vete cagando leches de aquí —ordenó Evan con una voz atronadora.

El tipo no perdió ni un segundo. Se fue corriendo por el callejón, y estuvo a punto de tropezarse y caer.

Con parsimonia, Evan se acercó al contenedor de basura y tiró la navaja dentro. Luego se dirigió hacia donde yo estaba, con paso cauteloso, como si yo fuera un animal herido. No entendí la razón de ese acercamiento vacilante hasta que se acuclilló delante de mí. Solo entonces me di cuenta de que me había dejado caer hasta el suelo y estaba abrazándome las rodillas, que tenía pegadas al pecho.

—Oye —me dijo con el tono más amable que hubiera escuchado jamás—. Todo va bien.

Estás bien. —Alargó una mano y me acarició el pelo—. Se han ido. No van a hacerme daño, y los mataría antes de dejar que te pusieran las manos encima.

Asentí en silencio, agradecida por su caricia. Las punzadas de miedo empezaron a suavizarse y transformarse en suaves oleadas de alivio.

Alargué una mano para que me ayudara a levantarme, pero él negó con la cabeza.

—No. Te llevaré.

Antes de que pudiera protestar, ya me había colocado los brazos por debajo de las piernas y por detrás de la espalda. Creí que debía oponerme, pero no conseguí expresarlo. En lugar de quejarme, me acurruqué sobre su pecho y permití que su fuerza inmutable aliviara la crudeza de mis recuerdos.

No tengo ni idea de dónde salió, pero en cuanto emergimos del callejón a la calle principal, el ya conocido Lexus negro aparcó junto a la acera. Un hombre corpulento de brazos tan gruesos como mis muslos bajó a toda prisa y abrió la puerta trasera para Evan, quien se movió con cautela mientras me colocaba sobre el terso cuero de la tapicería.

—No te vayas —susurré cuando empezaron a regresar las gélidas punzadas de miedo.

—Nunca —respondió al tiempo que se situaba a mi lado. Entonces volví a estar entre sus brazos, a salvo y arropada. Me acurruqué junto a él con los ojos cerrados. Oí que la puerta se cerraba de golpe, luego oí el sonido de la palma de la mano de Evan contra el respaldo del asiento del conductor. Supe que era la señal para marcharnos porque a continuación sentí el movimiento y la potencia del Lexus incorporándose al tráfico.

Evan no decía nada, y yo se lo agradecía. No quería hablar. No quería dar explicaciones. Ni siquiera quería que me consolaran. Lo único que quería era que me abrazara, y eso hizo, acariciándome el brazo con los dedos de forma despreocupada, y aunque noté el roce de sus labios besándome el pelo, no podía estar segura, porque no tenía fuerzas para levantar la cabeza y mirarlo.

Estaba cansada. Tenía el cuerpo abatido, los músculos laxos. Maldita sea, todo iba demasiado deprisa. Lo único que quería era sentir los brazos de Evan a mi alrededor, y si hubiera sido posible, me habría quedado ahí, cobijada en su abrazo, para siempre.