—Espera —dije cuando Kevin iba a bajar de su Prius—. No subamos todavía.
Estábamos en el aparcamiento del ático de Kevin, a solo un par de manzanas de Michigan Avenue. Como aparcamiento no estaba mal, aunque tampoco era un lugar acogedor, por eso Kevin me miró con tanta perplejidad.
—¿Estás bien? —Se acercó para agarrarme de la mano—. Ha sido un día horrible.
—Sí que lo ha sido —admití—. Por favor, ¿podemos salir?
—¿Fuera?
—Sí, a dar una vuelta en coche… No sé. —Aunque, para ser sincera, si íbamos a limitarnos a conducir hubiera preferido un descapotable y pisar el acelerador a fondo—. O vayamos al Ledge. ¿Sigue abierto a estas horas? —A pesar de estar siempre lleno, el Skydeck del Ledge era mi lugar favorito en la ciudad. Aunque sabía que era tan seguro como estar sobre tierra firme, seguía sintiendo la descarga de adrenalina cuando me veía a ciento tres plantas del suelo sobre una plataforma de cristal, incapaz de asimilar mentalmente cómo era posible no estar cayendo al vacío.
La expresión de Kevin reflejaba preocupación y desconcierto al mismo tiempo.
—Cielo, ¿estás bien?
—No —respondí—. Hace días que no estoy bien. —Había estado guardándomelo todo.
Interpretando el papel que se suponía que debía interpretar porque era la sobrina doliente. La hija del senador. La cara visible de mi familia en Chicago. Había hecho declaraciones a los medios en dos ocasiones, aunque con el asesoramiento de mi jefe inmediato, el director del departamento de relaciones públicas de Jahn, y había insistido en acompañar a su secretaria por los pasillos de Howard Jahn Holdings & Acquisitions sin otro propósito que transmitir a los empleados una sensación de continuidad. Un gesto del todo inútil, ya que yo no podría haber dirigido HJH&A aunque me hubiera ido la vida en ello.
Con todo, interpreté mi papel y lo bordé. Sin embargo, en ese instante solo necesitaba respirar.
—Tú dime lo que necesitas, solo eso —me pidió Kevin.
—Estoy intentando decírtelo.
Percibí la impaciencia en mi voz y traté de mitigarla. Me recordé que Kevin no me conocía, a pesar de habernos acostado dos veces y contar con la aprobación de mi padre. No sabía lo mucho que había luchado por ser la chica que era en ese momento. No sabía que era la reina del autocontrol. ¿Cómo iba a saberlo si yo nunca se lo había dicho?
No obstante, tampoco se lo había dicho jamás a Evan. Y, aun así, él me había entendido.
Recordé la sensación que me provocaron sus palabras y el calor de su cuerpo junto al mío. Me había dado cuanto necesitaba en ese único instante.
El calor, las palabras, la comprensión. Me había dejado probar un bocado, pero, joder, yo quería el menú completo.
—Oye —dijo Kevin, moviendo nuestras manos para poder entrelazar sus dedos con los míos—, te escucho.
Intenté calmarme, pues me sentí culpable. Era cierto, sí que me escuchaba. Al menos lo intentaba. Y yo estaba fantaseando con la posibilidad de que pudiera leerme la mente.
—¿Nunca has tenido la sensación de que has llegado al límite? —le pregunté—. Como si hubieras estado reprimiéndote tanto que tienes que dejar escapar algo porque, si no lo haces, explotarías y sería mucho peor.
—Una válvula de escape —puntualizó, y la opresión que sentía en el pecho empezó a aligerarse.
—Sí, exacto. —No podía creer que de verdad lo hubiera entendido.
—Cielo —dijo, y me soltó la mano para poder acariciarme la mejilla—. Tú deja que te lleve a casa.
—Es que… —empecé a protestar, pero me callé. Porque ¿no era eso lo que necesitaba? No tenía nada que ver con salir por ahí, ni con descontrolarme. Maldita sea, tenía que ver con renunciar al control.
Cerré los ojos e imaginé el momento en que entraríamos al piso. Él ni siquiera cerraría la puerta antes de poseerme contra la pared, obligándome a poner las manos por encima de la cabeza y pegando su cuerpo con fuerza al mío. Yo cerraría los ojos y dejaría que las sensaciones me recorrieran el cuerpo, mientras él me agarraría por las muñecas con una mano y con la otra me magrearía los pechos. Me arquearía cuando me tocara, pero sin liberarme. Me tendría allí retenida, y solo tomaría lo que estaba dispuesto a dar. Perdida en esas sensaciones, flotando en los decadentes brazos de la rendición, abriría los ojos, ansiosa por ver la pasión reflejada en su mirada.
Entonces, no vería la cara de Kevin sino la de Evan.
Lancé un suspiro ahogado y abrí los ojos de verdad. Vi a Kevin escudriñándome, muerto de preocupación.
—¿Angie? Oye, ¿estás bien?
Asentí en silencio.
—Estoy cansada. Solo eso.
—Pues mayor razón para ir a casa.
Volví a asentir. No quería hablar, no quería pensar. La culpa y la tristeza no dejaban de mortificarme, e ignoraba qué hacer para remediarlo.
Cogimos el ascensor en el aparcamiento hasta el estudio de la octava planta, y cuando entramos me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración; aunque no sabía si era porque deseaba que me tocara o porque lo temía.
Aunque dio igual, porque lo único que hizo fue volverse y cerrar la puerta.
—¿Qué te parece si te preparo una taza de té? —me preguntó, después de echar los dos pestillos y poner la cadena.
Me parecía horrible, pero asentí de todos modos. El té me parecía relajante. Me parecía tranquilizante. Pero yo no deseaba tranquilidad. Deseaba que alguien me pusiera las manos encima. Deseaba electricidad. Deseaba ahogarme en una tormenta de relámpagos, aniquilada por la pasión. Deseaba perderme en un placer tan intenso que lo borrara todo hasta convertirme en un lienzo en blanco, hasta hacerme olvidar el horror de los días pasados.
Pero eso… no era eso lo que deseaba.
Es más, no deseaba a Kevin.
—Lo siento —susurré.
—No seas tonta. No hay problema. —Se encaminó hacia la diminuta cocina, pero debió de ver algo en mi mirada, porque se detuvo.
—¿Angie?
¿Habría cambiado todo si me hubiera besado justo en ese momento? ¿Si hubiera detectado el fulgor en su mirada? ¿Me habría perdido en sus caricias, me habría colgado de la droga del sexo? ¿Me habría entregado a él y me habría quedado en su casa?
No lo sé. No lo creo. No dudaba de la bondad de Kevin, pero no era el hombre que deseaba, y yo merecía un campeón, no un medallista de plata. A decir verdad, Kevin también merecía algo mejor.
—Lo siento —repetí—. No debería haber venido esta noche. No debería… —Sacudí la cabeza como si intentara tirar del hilo de mis palabras—. Esta noche estoy hecha polvo. Pero solo quiero estar sola.
—No. —Mis palabras lo hicieron reaccionar y alargó la mano para agarrarme por una muñeca—. Estás desconsolada, lo entiendo. Quédate. Yo te cuidaré.
Me estremecí, porque eso era lo que quería. Alguien que cuidara de mí para liberarme y perderme en esa sensación inigualable de entrega. Pero no con té y galletas, ni con un baño caliente de espuma. Con eso no iba a calmarme.
—Ya hablaremos mañana —le prometí, al tiempo que empezaba a marcharme, intentando evitar el contacto con las paredes que amenazaban con aplastarme—. Ahora tengo que irme.
Estaba descorriendo los cerrojos de la puerta cuando me agarró por el codo.
—No pienso permitir que vuelvas allí. Esta noche no. No estando cómo estás. La tristeza lleva a la gente a hacer tonterías. Lo veo muy a menudo.
—Voy a caer rendida —mentí—. Quiero dormir en mi cama. Y no es decisión tuya —añadí cuando vi su intención de discutir—. Sé que quieres ayudarme, pero necesito espacio.
Se quedó ahí plantado, clavándome los dedos en el brazo que el vestido negro de tubo y sin mangas que todavía llevaba puesto dejaba al descubierto.
—Kevin… —percibí el tono de disculpa en mi propia voz, sumado a la súplica.
—Maldita sea… Está bien. —Me soltó y levantó las manos con los dedos separados, y en ese momento lo imaginé hablando con los sospechosos, tratándolos con condescendencia.
Diciéndoles que estuvieran tranquilos y que todo iría bien.
Tal vez fuera injusto, pero eso acabó de convencerme de que debía marcharme.
—Ahora —dije—. Me marcho ahora.
—Te llevaré en coche.
—No. —Inspiré, al tiempo que intentaba combatir la sensación de pánico que amenazaba con hacerme estallar. ¿Es que no se daba cuenta de que necesitaba correr, de que necesitaba irme?—. Es solo que… Es que quiero estar sola. Por favor.
Debería haberme gritado llamándome mentirosa, y haberme dicho que me largara de una puta vez. En lugar de eso, su mirada se volvió dulce y asintió en silencio.
—Está bien. Pero pienso llevarte hasta el taxi. Mañana —añadió mientras me acariciaba con delicadeza la mejilla—. Mañana hablamos.
El taxi tardó en llegar siete minutos de reloj. Lo sé porque miré la hora siete veces durante ese tiempo. Me movía con impaciencia. Contemplé cómo iba apagándose el barrio. Las luces del Yolk ya estaban apagadas, era uno de mis locales favoritos para desayunar, y con solo mirar en esa dirección me rugieron las tripas. Me di cuenta de que no había comido nada desde la mañana, y tuve que reconocer que el hambre podría haber contribuido a mi mal humor.
Un Lexus negro con los cristales tintados dobló por McClurg, frenó delante de Fox & Obel, un supermercado de lujo a una manzana de distancia, y se quedó allí con el motor al ralentí.
Me fijé porque cuando salgo a la calle siempre estoy muy atenta a lo que me rodea. Sin embargo, como no había nada raro en que un coche esperase junto a la acera, y como Kevin estaba a mi lado, le presté poca atención. Luego, en cuanto el reluciente taxi amarillo dobló por East Grand y se detuvo justo delante de nosotros, lo olvidé por completo.
Kevin me abrió la puerta y yo entré con la sensación de haberme quitado un peso de encima.
Se inclinó para besarme en la mejilla y cerró la puerta de manera brusca. Pensaba que ahí se había acabado todo, por eso me sorprendió que asomara por la puerta del copiloto. Contuve la respiración, porque no quería discutir, pero tenía claro que lo haría si planeaba no cumplir su palabra y acompañarme. Sin embargo, lo único que hizo fue dar al conductor la dirección y pagarle por adelantado la carrera.
—Tengo dinero —le dije.
—Ya está pagado —respondió con firmeza, y como le había rechazado el té, acepté que me pagara el taxi.
En cuanto el conductor se alejó del bordillo, respiré aliviada. Kevin era tierno, sin duda, y yo sabía que se preocupaba sinceramente por mí. Pero no me daba lo que yo necesitaba. Y aunque no tenía muy claro qué era lo que necesitaba, la posibilidad de retomar lo que Evan había empezado en la azotea estaba en mi lista de prioridades.
Coqueteé con la fantasía de plantarme en casa de Evan, echarme en sus brazos y acallar sus protestas con besos. Pero hay una gran distancia entre la fantasía y la realidad.
Además, no tenía ni idea de dónde vivía.
«Joder».
Estaba muy nerviosa y no paraba de moverme. Ya estábamos en Lake Shore Drive, acercándonos al ático, pero no era el lugar adonde quería ir. Quería estar en un lugar tan ruidoso que no me oyera ni pensar. Algún lugar donde pudiera dejar de ser Angelina Raine, la buena chica. La hija del senador. La sobrina del empresario.
«Ya basta».
Intenté relajarme; me recosté en el asiento, cerré los ojos y disfruté del recorrido. Sabía muy bien que no necesitaba ser esa chica. Necesitaba ser Angie, en lugar de ceder y ser Lina, quien dejaría que su tristeza, su frustración y sus necesidades tomaran las riendas.
En mi favor debo decir que llegué hasta el ático. Pero cuando el taxi se detuvo en la entrada, fui incapaz de bajar. No podía volver a entrar.
No mientras me sintiera tan frágil y desorientada.
—Arranque —ordené con brusquedad—. Usted siga conduciendo.
El conductor se quedó mirándome por el retrovisor.
—¿Estás segura, bonita? Porque tu novio ha sido muy insistente, y tengo el billete de cien pavos que lo demuestra.
Bufé de forma exagerada por la nariz. Debería haber imaginado que Kevin no solo le daba la dirección.
Saqué otro billete de cien y se lo pasé.
—Arranque —repetí.
Eso hizo. Volvió a incorporarse al tráfico, y entonces vi un Lexus negro junto al bordillo de la acera de enfrente. ¿Sería el mismo de antes? Me desplacé hacia la ventanilla para verlo mejor, pero la pregunta del taxista para saber adónde nos dirigíamos me distrajo.
—A algún lugar ruidoso —respondí—. Con pista de baile. Y tequila. Y ni una sola persona que conozca.
—Tendrás que ser más específica, bonita.
Saqué el móvil.
—Deme un segundo —respondí, preguntándome cómo narices habría sobrevivido la gente en la Edad Media sin el smartphone.
El Poodle Dog Lounge parecía el mejor entre una variopinta oferta de clubes. Estaba más o menos cerca, justo a las afueras de Wrigleyville, en una zona lo bastante bien iluminada como para llegar con seguridad del taxi a la puerta.
Deseaba sentir la descarga de adrenalina, sí, pero no por correr delante de unos matones por callejones oscuros o topar con camellos en esquinas sombrías.
Me metí la tarjeta del conductor en el bolso, por si el club no contaba con el servicio de llamada de taxis.
—Mi amigo también se ha quedado con su tarjeta, ¿verdad?
—Por supuesto, bonita.
Le enseñé un billete de veinte dólares.
—Esto es para pagarle un mensaje. Si le llama, dígale que me ha dejado en casa, y que la última vez que me ha visto estaba entrando en el vestíbulo.
—No sé si me parece bien, bonita.
Conseguí disimular mi desesperación y saqué otro billete de veinte.
—¿Y ahora le parece mejor?
Me arrancó el billete de los dedos.
—Cielo, ahora ya me siento bien.
Me quedé un rato en la acera para armarme de valor y me sorprendió que el corpulento gorila que dirigía la cola me hiciera un gesto con la mano indicando que me acercase. Para ser sincera, aún me sorprendió más que hubiera cola, siendo miércoles. No había escogido un club de lujo en un barrio de clase alta. Además, cualquier club que aspirase a la popularidad debía ser exclusivo. Por lo visto, ese local tenía una maravillosa oferta de consumiciones los miércoles y música en directo de algunos de los grupos emergentes del momento.
—¿Estás sola, guapa?
Enarqué una ceja.
—¿Y qué?
El gorila hizo un gesto con la mano para señalar la puerta.
—Entrada libre para las chicas con un culo tan bonito como el tuyo.
Me debatí entre molestarme o agradecérselo, y acabé no haciendo ninguna de las dos cosas.
Acepté la invitación y me dirigí al interior mientras las mujeres que seguían esperando —algunas visiblemente solteras— me fulminaban el bonito culo con la mirada.
El interior del club era exactamente lo que buscaba. Oscuro, ruidoso y algo sórdido, con una multitud reunida en torno a la barra y una masa de cuerpos en la pista de baile. Llamaba un poco la atención con mi vestido negro de tubo y los tacones de aguja, pero me daba igual.
Quería una copa. Quería música. Y quería dejarme llevar por la música en la pista de baile, con los ojos cerrados, moviendo el cuerpo y dejando volar la imaginación.
Quería escapar, joder. Y justo en ese momento, aquel lugar era mi mejor alternativa.
Metí tripa y me puse de lado para abrirme paso hacia la barra apretujándome entre la multitud, un recorrido tan traicionero como cruzar Lake Shore Drive en dirección contraria.
Cuando por fin llegué a la pulida aunque pegajosa barra de madera de roble, levanté un dedo para captar la atención del barman, y no tardé en descubrir que, aunque mi bonito culo me hubiera procurado la entrada a ese antro de perdición, las ventajas habían disminuido de forma considerable.
—¡Joder! —blasfemé después de que el barman pasara corriendo por tercera vez delante de mis narices sin dedicarme siquiera una mirada.
Teniendo en cuenta la situación, me había pasado un poco con el taco, y me di cuenta de que no solo estaba molesta por la falta de alcohol, sino furiosa con el mundo. Con mi tío por haber muerto. Con el universo por llevárselo. Con Evan por ponerme caliente, y conmigo misma por fantasear con un hombre al que no podía tener y no debía desear. Y con Kevin por no ser el hombre al que deseaba.
—¡Joder, joder, joder! —repetí, y luego me alejé de la barra. No necesitaba la copa, lo único que necesitaba era la embriaguez. Me abrí paso zigzagueando hasta la pista de baile y me quedé junto a una rubia borracha que estaba a punto de enseñarlo todo por culpa de la ropa que vestía. Estaba bailando con dos tíos, mejor dicho, ellos estaban bailando con ella. La chica tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás.
Era evidente que le daba totalmente igual que la miraran.
Dejé que mi cuerpo se empapara de música, acompasé mis agitadas emociones con su rítmico martilleo y me entregué al sonido a medida que iba adentrándome entre la multitud, hasta situarme a solo unos centímetros de un chico con aspecto de matón. Llevaba el pelo rapado y una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto uno de los tatuajes de serpiente enroscada a un puñal más impresionantes que había visto en toda mi vida. Me echó el ojo y sonrió de oreja a oreja, como si ya me conociera, y con deseo. Eso me gustó y me puse a bailar más cerca, con los brazos levantados por encima de la cabeza y contoneando las caderas. Iba acercándome, pero sin tocarlo. Provocando y jugando.
Al parecer, el chico quería algo más que una provocación, porque entró al trapo. Olía a alcohol, a tabaco y a lujuria, y aunque yo no tenía ni el más mínimo interés en enrollarme con él, disfrutaba del flirteo mientras bailaba y sentía cómo se me aceleraba el pulso. Estaba disfrutando de sentirme realmente viva. Porque estaba cansada, cansadísima del aturdimiento, joder, y cuando me puso las manos en la cintura y me pegó a su cuerpo, cerré los ojos y me puse a dar vueltas con la música.
No estaba allí con ese chico. Estaba en otro lugar. Con otra persona.
Quizá yo misma fuera otra persona.
Porque en eso consistía, ¿verdad? Cuando me liberaba, salía de mi cuerpo. Me desprendía de la culpa, del dolor y de los malditos secretos y… ¡lo mandaba todo a la mierda!
Me apretujé contra el cuerpo de mi acompañante con desenfreno.
Se le escapó un ronco gemido de placer, me agarró por el culo, me pegó con fuerza a su entrepierna y noté que estaba empalmado.
Inspiré con fuerza y eché la cabeza hacia atrás. Vi la lujuria en sus ojos. Vi cómo fruncía los labios. Estaba acercándose más, o para comerme la boca o para susurrarme que nos pirásemos de allí cuanto antes. No deseaba a ese desconocido. Deseaba todo lo que había perdido y todo lo que no podía conseguir, y solo quería salir corriendo.
Pero ¿cómo puede una huir de sí misma?
Me puse nerviosa al imaginar lo que iba a decirme el chico, convencida de que respondería que sí a lo que me propusiera y de que me arrepentiría a la mañana siguiente.
Y entonces mi mundo se vino abajo.
Me oí gritar cuando alguien apartó de un empujón al matón, y luego oí mi suspiro ahogado de sorpresa al ver quién era el hombre que había tenido la caballerosidad de apartarlo de mí.
Evan.
Me quedé paralizada mientras Evan se acercaba más a mí, hecho un basilisco. Sin embargo, bajo esa ira aparente percibí el fuego de su mirada, que me recorrió el vientre hasta instalarse entre mis muslos. Mierda. Ahí estaba: mi fantasía hecha realidad. Aunque una parte de mí daba saltos de alegría, la otra se preguntaba cuándo narices habría empezado a tener alucinaciones. Porque aquello no podía ser verdad. ¿Cómo demonios iba a ser posible?
—¿De qué coño vas, colega? —espetó el matón al tiempo que propinaba a Evan un buen empujón en el hombro y se cargaba mi teoría de que todo era un sueño—. ¿Quieres apartarte de mi chica?
Estuve a punto de decir que yo no era su chica, pero la mirada enfurecida de Evan se intensificó y opté por lo más inteligente: me quedé callada.
—Ella no es tu chica —respondió Evan con serenidad—. Y yo no soy tu colega.
El matón entrecerró los ojos y vi cómo cerraba el puño de la mano derecha.
—Tienes que aprender modales, niño bonito.
Evan se quedó mirando el puño ya cerrado y volvió a levantar la vista hacia el tipo.
—Yo de ti me lo pensaría mejor.
—Que te den —repuso el matón, y lanzó un derechazo con la misma rapidez con que pronunció las palabras.
Con un movimiento propio de James Bond, Evan se desplazó a un lado y esquivó el impacto.
—Yo no volvería a intentarlo. —Parecía tranquilo, aunque había algo en su actitud que lo convertía en el mayor hijo de puta de la sala. Y estaría dispuesto a demostrárselo a quien lo cabreara.
El matón había perdido el equilibrio y se tambaleó, mientras miraba a los que bailaban alrededor, que por fin se habían dado cuenta de la trifulca. Se humedeció los labios y percibí que se debatía entre el sentido común y la chulería. Al final, relajó un poco la expresión e hizo una rotación de hombro, como despreocupado.
—Lo que tú digas, tío. De todas formas, la zorra no vale la pena.
Más rápido de lo que yo hubiera creído posible, Evan alargó una mano, agarró al tío por el cuello y se lo acercó a la cara.
—Discúlpate con la señorita —ordenó, con palabras cortantes como el hielo—. Y a lo mejor logras salir de aquí por tu propio pie.
Mientras yo presenciaba la escena, el tipo se quedó blanco del susto, lo que le dio cierta apariencia cadavérica y de medio muerto.
—Claro. Claro. ¡Mierda! No he querido ofenderla. He sido un gilipollas. Lo siento, muñeca.
Con una expresión suplicante, se volvió hacia Evan, quien, con una mirada complacida, lo zarandeó un poco, luego lo soltó y lo obligó a dar media vuelta.
—Date el piro.
En cuanto el matón desapareció entre la maraña de cuerpos, me volví hacia Evan.
—Pero ¿qué coño…?
Él estaba tan tranquilo, como si se encontrara en un salón de actos dando una conferencia.
—Era un gilipollas.
—¿Y? —Bueno, eso no pensaba discutirlo—. Estaba bailando con él, no íbamos a casarnos.
Se acercó a mí, y a pesar de estar cabreada, se me dispararon las pulsaciones.
—Y ahora no harás ni una cosa ni la otra —añadió Evan.
—¡Ah! —Se me escapó, fue más un suspiro que una interjección. Ni siquiera quería decir eso. Lo que quería era preguntar: ¿Por qué? ¿Qué hacía él allí? ¿Por qué había empujado al chico?
Me había seguido, eso estaba claro. Era demasiado improbable que estuviera en el mismo local por coincidencia. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Se arrepentía de haberme dado plantón en la azotea? ¿Estaba celoso de Kevin? ¿Del matón?
¿O se limitaba a vigilarme? ¿A cuidarme como Jahn me había dicho que siempre lo haría?
—Ese tío era peligroso, Angie —afirmó Evan sacándome de la pista de baile—. Además, ¿qué demonios haces aquí?
Lo fulminé con la mirada y hablé sin pensar.
—A lo mejor me gustan los hombres peligrosos.
Dudó un instante antes de responder, pero aunque hubiera pensado durante un siglo lo que iba a decir, no podría haberme herido más.
—Pues a lo mejor no deberían gustarte.
Lancé un manotazo con la intención de darle una bofetada. No lo conseguí. Me agarró por la muñeca y me acercó a él hasta que estuvimos a tan solo unos milímetros de distancia. El calor de nuestros cuerpos era tan intenso que temí arder por combustión espontánea.
Me sacaba una cabeza, y estábamos tan cerca que tenía los labios casi pegados a su cuello.
Olía a pecado y, a pesar de lo cabreada que estaba, tuve que reprimir la tentación de sacar la punta de la lengua y probar a qué sabía.
Ladeó la cabeza, y su aliento me acarició el contorno de la oreja mientras me susurraba.
—Ya lo entiendo —se limitó a decir.
Me tensé por completo.
—¿Qué es lo que entiendes exactamente?
—Que todavía estás llorando su pérdida.
Me quedé helada, me costaba respirar. No sé cómo logré articular palabra.
—¿Qué quieres decir?
Algo me acarició el pelo, y aunque no podía saberlo a ciencia cierta, imaginé que habían sido sus labios. Durante un instante no respondió, se limitó a sostenerme. El martilleo de la música no podía competir con el palpitar de la sangre en mis oídos. Quería quedarme así para siempre. Perdida en un bosque de sensaciones.
Perdida en sus brazos.
Eso era lo que tanto anhelaba; la razón por la cual había salido esa noche. Ni por el club, ni por la música, ni por el alcohol, sino por aquello. Una vez derrotado el aturdimiento, mis sentidos habían puesto la directa.
Sabía que la música y el baile me llevarían hasta ese punto. Que podría meter la mano entre bastidores y atrapar aunque fuera un instante o dos de auténtica realidad, aunque gran parte de ella se me escapara entre los dedos como si hubiera agarrado un puñado de arena.
Sin embargo, jamás habría imaginado aquello. Jamás habría imaginado que podía sentir tantas emociones al mismo tiempo, para saber, con pleno convencimiento, que de verdad estaba viva.
Volví a tragar saliva. Parte de mí temía hablar por miedo a romper el hechizo. Pero otra parte de mí quería saber más.
—¿Evan? —conseguí susurrar al final, aunque no estaba del todo segura de que pudiera oírme con tanto barullo—. ¿Qué es lo que entiendes?
—A ti —respondió simplemente y, aunque no podía ser cierto, era lo mejor que podría haberme dicho.
—Lo echo de menos —respondí con la voz rota, como si eso explicase el porqué de mi presencia en ese sórdido lugar en vez de estar hecha un ovillo, tapada con una manta, bebiendo una taza de chocolate caliente y llorando.
—Ya lo sé —afirmó, y sentí que me recorría un escalofrío porque supe que era sincero. Él sí que lo entendía. No me refiero al aturdimiento. Ni a esas veces en que ya no podía más y tenía que avanzar entre la niebla. Sino a esa noche y a la pena que me embargaba por todo lo que había perdido. Él entendía que estar allí, en ese club, entre esas personas anónimas y con la música retumbándome en la cabeza, apenas mejoraba un poco la situación. Llenaba el abismo de la tristeza y la pérdida. Y lo hacía soportable.
Yo no entendía cómo Evan lo entendía, pero el caso es que lo entendía. Todo lo que Kevin no podía ver en mí, Evan sí lo veía.
Me eché hacia atrás para mirarle y me topé con esos ojos grises clavados en mí. «Ojos de lobo», había pensado antes, y la comparación era incluso más adecuada en ese momento.
Podía percibir peligro. Avidez. Como si quisiera comerme viva.
¡Oh, Dios mío, cuánto deseaba que me devorara!
—¿Qué haces aquí? —susurré.
—Querías volar. Quería asegurarme de que no te estamparas.
—¿Así que solo has venido a vigilarme? —Le sostuve la mirada, sacando valor de la necesidad que percibí en sus ojos—. ¿O quieres ayudarme a saltar?
Habló con lentitud, midiendo las palabras.
—No es inteligente que la princesa se burle del dragón.
—¿Y quién dice que me estoy burlando de ti?
—Tampoco es muy inteligente provocarlo.
—¿Por qué no? —Hablaba con la respiración entrecortada, llena de ansiedad.
—Los dragones escupen fuego. Y sus heridas dejan cicatrices.
—¿Y si no me importa?
No respondió, pero su mirada se oscureció y supe que él también me deseaba.
—Evan. —No me di cuenta de que había dicho su nombre en voz alta hasta que oí mi propia voz, tersa y grave, suplicante.
Negó con la cabeza lentamente.
—No.
La negación fue rotunda, pero no me la tragué. Esa era mi oportunidad. Mi momento de gloria.
No debía forzarlo. ¿No me había dicho a mí misma que era una línea que no debía traspasar? ¿Que debía refrenarme? ¿Que no debía jugar esa baza?
¡A la mierda con todo! Cuando lo miré a la cara, supe, sin lugar a dudas, que podría lanzarme al abismo con Evan. Si hubiera dado el salto conmigo, tenía el convencimiento de que él no permitiría que me hiciera daño. Él mismo lo había dicho: sabía cómo mantener el control. Y yo me moría de ganas de perderlo.
El miedo, el deseo y una involuntaria timidez me revolvieron las entrañas. Estaba arriesgándolo todo, pero no podía evitarlo. Tenía que poseerlo. O al menos intentarlo.
—Por favor —me limité a decir.
—Hace años que dejé de hacer tonterías —respondió Evan con un tono firme y decidido—. Siempre acababa metiéndome en líos.
Intenté tranquilizarme. La lógica me indicaba que él tenía razón, que debía recular. Que debía detenerme, irme a casa, contar hasta diez. No actuar en caliente.
Pero, en lugar de todo eso, fui un paso más allá.
—¿Y ahora solo te importa el control?
Vi su tic de la mejilla.
—Sí —respondió con parquedad, pero supe que estaba luchando por mantener el tipo.
Percibí su tensión y sentí mi feminidad reafirmada, porque tenía la absoluta certeza de que, si lo presionaba, caería en mis redes.
Alargué la mano y posé la palma con delicadeza sobre su torso. Me sentía salvaje. Joder, estaba desatada, y lo irónico era que, en realidad, no había perdido el control.
—Está bien —accedí levantando la cabeza para encontrarme con su mirada implacable y encendida—. En ese caso, contrólame.
—Joder, Angie —protestó, y supe que yo había ganado.
—Evan. —Esa única y delicada palabra fue como acercar una cerilla encendida a una mecha de dinamita, y vi cómo prendía el fuego en su interior. Su mano se deslizó hacia mi cintura y me llevó con fuerza hacia su cuerpo. Me apreté contra él, que ardía tanto que fue un milagro que yo no quedara reducida a cenizas. Noté la dureza de su erección apretada contra mí y estuve a punto de gritar por el simple hecho de saber que me deseaba tanto como yo a él.
Jamás había sentido nada parecido. Fue como si cada vena, cada cabello, cada átomo de mi cuerpo existiera con el único propósito de propagar el placer por todo mi ser. Era una sensación tan intensa que no estaba segura de poder soportar su potencia. Eso era todo cuanto deseaba.
Justo lo que había imaginado que sentiría cuando Evan al fin me tocara. Sin embargo, fue tan fugaz, tan intenso y tan abrumador que estaba a punto de explotar. O eso o me desnudaba ahí mismo y lo tiraba al suelo.
Aunque no parecía una idea muy inteligente.
Respirando con dificultad, me aparté de él para aumentar el espacio entre nuestros cuerpos.
Vi la duda dibujada en su rostro, la sombría desaprobación de nuestra unión rota, y antes de que eso pudiera convertirse en arrepentimiento, prudencia o responsabilidad, volví a acercarme a él, apreté mi cuerpo contra su torso y le puse las manos en el culo. Por primera vez me percaté de que se había cambiado de ropa. Ya no llevaba el esmoquin. El hombre que tenía delante llevaba unos sencillos Levi’s y una camiseta blanca aún más sencilla, que dejaba a la vista un tatuaje con una especie de enredadera, una rama de hiedra enroscada alrededor de su brazo.
Tenía un aspecto juvenil, de tío bueno que todas habrían querido tirarse, y una vez más me abrumó el hecho de que estuviera allí. Conmigo.
Una fantasía novelesca hecha realidad.
Sentí el latido desbocado de su corazón y supe que era real. Me contoneé pegada a su cuerpo, moviéndome al ritmo de la música, pero me di cuenta de que Evan no hacía lo mismo.
—Baila conmigo —le supliqué, tirando de él hacia la pista de baile.
Me recorrió con la mirada, y me sentí expuesta y muy deseada.
—Yo no bailo.
—¡Oh! —Sentí una opresión en el pecho y de pronto temí que todo eso, fuera lo que fuese, acabara quedándose en nada.
Entonces afloró en sus labios una sonrisa parsimoniosa y sensual, y deslizó las manos por mi cintura, justo encima de las caderas, y la fricción hizo saltar chispas de electricidad estática entre nosotros.
—Pero tú ya lo haces bastante bien por los dos.
—¿Ah, sí?
—Baila para mí, Angie. —Su voz era grave y firme, y el tono imperativo, inconfundible.
Eso era lo que había hecho hasta entonces, pero mis movimientos se volvieron más provocativos, más eróticos.
Era muy consciente de la penetrante mirada de Evan, el ardor de sus ojos me abrasaba y me daba seguridad para coquetear con él, para incitarlo, para provocarlo al ritmo de la música.
Jamás había sido tan consciente de mi cuerpo ni del efecto que provocaba en un hombre.
Que se jodieran Jahn, sus temores y sus prohibiciones. En ese preciso instante me daba todo igual. Ni el mismísimo diablo conseguiría que dejara escapar a Evan Black esa noche. Lo necesitaba. Maldita sea, lo necesitaba. Y si su forma de mirarme no me engañaba, él también me necesitaba.
Bailé más pegada a él aún, sintiendo que mis pechos le rozaban el torso, y lo rodeé con un brazo por el cuello. Me puse de puntillas y le pegué los labios al oído.
—Hay muchas formas de bailar —murmuré mientras le ponía la mano que me quedaba libre sobre la entrepierna; sentí su erección, dura como el acero, que luchaba por liberarse de sus tejanos—. Pues bien, Evan, ¿estás seguro de que no quieres bailar conmigo?