Pasé la hora siguiente dando vueltas por el ático, charlando con los invitados y recordando a Jahn. Vi de pasada a Cole dos veces y a Tyler, una. No vi a Evan ni una sola vez, y no sabía si eso era bueno o malo. Por una parte, me gustaba la forma en que me había mirado. Me gustaba el escalofrío que me provocaba el simple hecho de tenerlo cerca.
Por otra parte, nuestra conversación en la cocina había sido tan surrealista que necesitaba evitarlo hasta que hubiera asimilado lo ocurrido. Además tenía muy claro que no pensaba escuchar otro sermón sobre Kevin. ¡Maldita sea!, Evan tenía toda la razón.
Kevin me había acompañado desde el momento en que salí de la cocina. Se había entregado de tal forma al papel de novio compasivo que apenas tuve un instante para mí. Al final recurrí a la excusa de ir al servicio para poder escapar, pero solo quería estar a solas y respirar con calma.
En lugar de ocultarme en algún dormitorio, subí corriendo a la terraza de la azotea. Es mi sitio favorito del ático, al que se accede por una impresionante escalera de caracol situada en el extremo norte del salón. Jahn había decorado la terraza con tanto detalle como el interior del piso: las zonas cubiertas y las descubiertas estaban llenas de cómodas sillas y tumbonas, rincones para entregarse a la conversación, y hermosas plantas que daban aspecto de parque a aquel oasis en las alturas. O, cuando menos, de elegante salón de lujo de algún hotel europeo de cinco estrellas.
Mientras la mayoría de invitados estaban descansando en las butacas y tomando una copa en la cocina al aire libre, yo me alejé de la multitud. Me quedé sola entre los diminutos abetos de las macetas situados alrededor de toda la terraza, con las manos pegadas al cristal, ya que eso me protegía un poco contra el impulso de extender los brazos y saltar al vacío, lo cual confirmaba que aunque pudiera parecer humana, en realidad no lo era. Era solo aire y respiración, y deseo de acción, y nada malo podía ocurrirme en el cielo nocturno porque el viento me ayudaría a planear.
—Espero que no estés pensando en saltar.
Irónicamente, eso fue justo lo que hice, porque di un respingo mientras me llevaba una mano a la garganta. Tenía el corazón desbocado, aunque no sabía si era por el sobresalto o por el hombre que se había acercado a mí de forma tan sigilosa.
Cogí aire para tranquilizarme, me recompuse y me volví para mirar de frente a Evan.
—Lo estaba pensando —reconocí—. Pero no te preocupes. No tengo tendencias suicidas.
—No —se limitó a responder con una mirada inexpresiva mientras me evaluaba—. Eres demasiado fuerte para eso.
—¡Eso es mentira, joder! —Solté la respuesta sin pensarlo, y me enfadé por haber perdido el control. Todos dijeron lo mismo cuando Gracie murió, y sus palabras me rechinaban como uñas arañando una pizarra. «Eres tan fuerte, estás llevándolo todo tan bien…»
Era todo mentira, porque yo no estaba llevándolo bien para nada. Vivía en plan zombi y no lograba reaccionar. Los días eran horribles. Pero las noches eran lo peor; estaba hecha una puta mierda.
Me estremecí.
—Sobrevivir no quiere decir que seas fuerte —añadí—. Lo único que significa es que, una vez más, la muerte no te ha escogido a ti.
Torcí el gesto porque, en cuanto pronuncié esas palabras, supe que había hablado demasiado. «Mierda». Me volví hacia el cristal, en dirección al mundo. Permanecí en la misma posición cuando noté que se acercaba para situarse a mi lado frente a la barrera cristalina. Por primera vez, que yo recordara, deseé que Evan Black se largase.
—Lo siento —dijo. Habló con una voz grave y pausada, y me deleité con su eco en mi cabeza. Pero no me volví. No estaba segura de si lo sentía por mi pérdida o se disculpaba por lo que había dicho; además, si era por lo primero, en realidad no quería saberlo.
—Entonces ¿qué haces aquí? —pregunté al final, todavía dándole la espalda—. ¿Me has seguido para continuar dándome la brasa por el tío con el que salgo?
—Lo creas o no, no paso tanto tiempo pensando en Kevin Warner.
Me volví con un gesto interrogativo.
—¿Ah, no? Porque en la cocina ha quedado claro que estabas pensando en él.
—No pensaba en Kevin —se limitó a decir—. Estaba pensando en ti.
—¡Vaya! —Tragué saliva mientras saboreaba esa frase pronunciada por sus labios: «Estaba pensando en ti».
Se hizo un breve silencio entre los dos. Yo no sabía qué decir. Ni tampoco sabía lo que él quería. No sabía qué estaba haciendo allí, ni qué estaba ocurriendo entre nosotros, ni si iba ocurrir algo. Esperé a que él hablara, pero parecía cómodo con el silencio. Se limitaba a estar allí de pie, pero yo me sentía atrapada, como si él me hubiera capturado con su mirada firme y decidida.
Presa de la impaciencia, logré componer una frase.
—Te equivocas —afirmé mirándome las uñas para no tener que mirarlo a la cara—. No soy para nada fuerte. —Pensé en las ganas que tenía de olvidar ese día. De las ganas que tenía de que mi tío volviera. De las ganas que tenía de llorar como una loca y de lo mucho que tenía que esforzarme para mantener toda esa tristeza a raya.
Sobre todo pensé en la certeza de que no lo lograría. De que no importaba lo mucho que lo intentara, al final explotaría y todo lo que había reprimido acabaría saltando por los aires.
—Sí que lo eres. Te he observado —respondió con total seguridad—. A lo largo de estos años, quiero decir. Siempre te controlas muchísimo, Angie. Y para eso hace falta tener mucha fuerza.
Deseé de todo corazón que sus palabras fueran ciertas. Sin embargo no lo eran. Durante años había intentado controlarme, pero cuanto más empeño ponía, más piezas se desencajaban.
Ahogando un suspiro, me volví de nuevo para mirar el lago Michigan y las barcas, que en ese momento no eran más que diminutos puntos de luz en la distancia.
—Pues a mí me parece que no has observado con mucha atención —respondí.
—Todo lo contrario —replicó con esa voz grave, pausada y tan intensa que acallaba mis reproches incluso antes de expresarlos—. Te he observado muy de cerca. Siempre lo hago cuando algo me importa.
—¡Vaya! —exclamé con un hilillo de voz.
Sin moverse de donde estaba, posó un dedo bajo mi barbilla y me levantó la cabeza para que lo mirase a los ojos. Con el contacto visual, el calor me recorrió el cuerpo y me pregunté si vería el rastro de una quemadura la próxima vez que me mirase al espejo.
Volvió a retirar la mano y sentí ganas de protestar a gritos.
—Confía en lo que te digo, Lina. Lo sé todo sobre el autocontrol.
Tragué saliva. No tenía muy claro de qué estábamos hablando. No sabía por qué narices me había llamado por mi antiguo nombre, aunque, para mi sorpresa, me gustó. Pero me gustó aún más la forma en que me miraba. Podría haberme quedado allí para siempre, con la ciudad y el lago a mis pies, bajo el cielo estrellado y con ese hombre misterioso a tan solo unos centímetros de mi cuerpo.
Sus labios empezaron a moverse, y quedé prendada por su preciosa boca.
—Querer liberarse no es una debilidad —afirmó—. El deseo de correr algún riesgo. El placer de sentir la adrenalina corriendo por tus venas.
Parpadeé, incrédula.
—¿Cómo lo has…?
—No digas nada. —Su sonrisa fue parsimoniosa y pausada, e hizo aflorar un hoyuelo en la mejilla que raras veces era visible—. Lo necesitas. Te has estado reprimiendo toda la noche, volviéndote loca. Clausurada en tu dolor. Adelante. Cierra los ojos y da media vuelta.
—Pero yo…
Levantó un poco el dedo y lo posó con delicadeza sobre mis labios.
—No discutas. Solo hazlo.
No me gusta actuar de forma sumisa, pero obedecí. Cerré los ojos, dejé que la oscuridad me envolviera y volví a situarme de cara al cristal.
De haber estado mirando, habría visto el cielo nocturno abierto ante mí. Pero solo veía a Evan, que para mí era más real que la vida misma.
—Buena chica.
La melena me llegaba hasta los hombros. Contuve la respiración mientras él me apartaba con delicadeza los espesos rizos y me posaba una mano en la nuca. Su tacto me hizo estremecer y me encogí de vergüenza porque supe que él se había dado cuenta. Movió ligeramente el pulgar y me acarició la piel con suavidad. No pude saber si lo hacía a propósito o si era un movimiento reflejo. En cualquier caso, estaba volviéndome loca, y me mordí el labio inferior dando gracias de que estuviera detrás de mí y no viera esa señal inequívoca de que empezaba a perder la compostura.
Cuando volvió a hablar lo hizo con voz ronca.
—Ahora, apoya las manos en el cristal.
Me sentía confusa y un poco nerviosa. Pero también estaba muy caliente, y esperaba que él no intuyera que tenía los pezones erectos ni que percibiera el rubor de mis mejillas en la oscuridad.
Antes de poder hacer lo que me había pedido, se colocó detrás de mí, me agarró las manos con las suyas y las puso sobre la mampara. La conexión fue como una potente descarga eléctrica, y me recorrió un calor creciente cuando me entregué al placer de esa sensación de sometimiento.
—¿La sientes, Angie? ¿La contención del cristal? Te detiene. Te contiene. Te mantiene aquí a salvo, a mi lado.
Apenas escuchaba sus palabras. Lo único que percibía era la forma en que su voz me acariciaba, como una lluvia de besos sobre mi cuerpo. Lo único que sentía era la presión de sus manos sobre las mías y el susurro de su aliento sobre mi piel, tan cálido como un rayo de sol en verano.
—¿Y si el cristal cediese? —preguntó con tersura y amabilidad, como si fuera la idea más natural del mundo—. No caerías al vacío, Angie. Planearías.
Cerré los ojos con más fuerza. Evan había logrado captar la atención de mi cuerpo, pero también se había apoderado de mi imaginación.
—Quizá no empujes a propósito el cristal para que ceda, pero si esa barrera se esfumara, lo experimentarías a fondo. Extenderías los brazos, te entregarías a la caída. Inspirarías el aire y sentirías el abrazo del viento, y te elevarías. Porque era eso en lo que estabas pensando, ¿verdad? No en saltar. Ni tampoco en caer…
Lancé un suspiro y me apoyé contra él, con el culo pegado a su entrepierna. La tenía dura, y, Dios mío, yo estaba mojada.
—Deseas volar, Angie —susurró y me rozó con los labios el contorno de la oreja.
Me estremecí; ¡Dios!, si volvía a tocarme, me correría, estallaría en mil pedazos y me fundiría con las estrellas.
Lo único que podía hacer era quedarme tal y como estaba, con el calor generado por nuestra conexión incendiándome por dentro, y suplicar en silencio que él jamás se marchara. Que ese momento no acabara jamás.
Colocó las manos sobre mis hombros y fue bajándolas hasta rodear mis costillas. Sus pulgares descansaban sobre mi espalda y las puntas de los otros dedos me rozaron el contorno de los pechos. Me mordí el labio inferior, decidida a no gritar, a no moverme. A no hacer nada que pudiese detenerle, ya que por nada del mundo quería que pusiera fin a aquella maravillosa fantasía.
Evan bajó un poco más las manos y me rodeó por la cintura. No soy especialmente menuda, pero en ese instante me sentí pequeña y frágil, porque supe que él podía partirme en dos.
Destruirme hasta lo más profundo y además con suavidad.
—Angie —dijo, y empezó a darme la vuelta.
Cerré los ojos para saborear el momento. Pero antes de poder moverme, antes de poder asimilar la posibilidad de que fuera a besarme, el agudo timbre de mi móvil rompió la magia.
Evan apartó las manos, y entonces se escuchó algo más: un gemido.
No me cabe duda de que fue mío.
Abrí los ojos justo a tiempo para ver cómo a Evan se le demudaba el rostro y adoptaba una expresión gélida e ilegible. Ignoraba cómo habría sido hasta entonces, aunque imaginaba la lujuria en su mirada.
Me dio un vuelco el corazón; acabábamos de perder nuestro momento. ¡Maldita sea!, sabía muy bien que jamás lo recuperaríamos.
—Deberías contestar —sugirió él.
—¿Qué?
Miró el diminuto bolso que yo llevaba esa noche porque no tenía bolsillos para guardar el teléfono.
—¡Ah! —Yo ya lo había olvidado—. Es un mensaje. —Busqué el móvil a tientas y miré la pantalla.
—¿Kevin?
—Flynn —respondí a toda prisa, pues no quería que Kevin estuviera presente de ningún modo en aquella conversación—. ¿Te acuerdas? Ese chico que era vecino de mi tío Jahn en Kenilworth.
—Seguramente ya no es tan chico —comentó Evan con un tono cargado de celos que hizo estremecer de placer a mi lado más cursi.
—No —respondí como si nada—. Ya no es tan chico.
Seguía concentrada en su expresión, y durante un instante pensé que iba a alargar la mano para tocarme. Que iba a abrazarme contra su cuerpo y pegar sus labios a los míos, y que ese beso nos haría alzar el vuelo por encima del maldito cristal protector.
Pero el instante se desvaneció, y él se volvió a mirar el oscuro lago.
Permanecimos en silencio durante un rato. Al final, él habló con voz grave y firme.
—Yo también pienso en saltar.
—¿Eres un suicida? —bromeé.
—No. —Se volvió hacia mí y lo que vi en su rostro no fue ardor ni lujuria, sino plena convicción—. Soy un arrogante.
Enarqué las cejas, confundida.
—Soy lo bastante arrogante como para creer que puedo controlar mi propia caída —se explicó.
—Pero no puedes —le advertí, pensando en mi hermana. En mi vida. En mi tío—. Nadie puede.
Su sonrisa era amplia, sexy a rabiar e impregnada de una tristeza infinita. Alargó una mano y me acarició con suavidad la mejilla.
—Mírame.
Lo miré, pero solo le vi alejarse. Me quedé sola en la terraza. Sola, confundida y mortificada. Y rodeada por una veintena de personas que apenas conocía. Todos juntos en aquella azotea de Chicago, precipitándonos al espacio, el tiempo y el universo. Permanecí inmóvil mirando cómo se alejaba Evan. Sin tan siquiera pensar.
A mis espaldas, empezó el espectáculo pirotécnico en el antiguo muelle, y de pronto el cielo nocturno cobró vida gracias al color. Apenas presté atención. El único color que veía era Evan: su tez era lo único que destacaba sobre el fondo gris que me consumía.
Tardé cinco minutos de reloj en darme cuenta de que aún tenía el móvil en la mano.
Leí el mensaje y, pese a estar sumida en la más absoluta confusión, sonreí.
«Acabo de aterrizar. ¿Estás bien?»
Tecleé la respuesta:
«Sobreviviendo, creo…»
Entonces dudé. Quise añadir algo más antes de enviarlo. Quería contarle a Flynn lo que acababa de ocurrirme con Evan, de quien me había oído hablar hasta la saciedad desde que teníamos dieciséis años. Quería contarle que veía al fantasma de Jahn al doblar todas las esquinas. Hablarle de lo mucho que odiaba la muerte y los funerales, y de cuánto me habría gustado tener la costumbre de salir a correr para calzarme unas Nike y salir pitando.
No escribí nada de todo eso, claro. Me limité a darle al botón de enviar.
«Tardo 10 minutos».
No pude evitar sonreír. Él sí que me conocía bien.
«Todo bien. La gente se marcha».
«No quiero que estés sola».
«Kevin me lleva a su casa».
Pasó un rato antes de que entrara el siguiente mensaje, y entendí por qué. Había pasado demasiadas noches dándole la brasa con mi idea de que Kevin era perfecto en la práctica, y de que yo era una imbécil por plantearme la idea de dejarlo.
«¿Es eso lo que quieres?»
No, claro está. Lo que yo quería era estar con Evan. Su voz en mi oreja. Su mano en mi espalda. Quería regresar a ese lugar en el cielo, y de pronto me asaltó el temor de que Evan fuera el único que podía llevarme hasta allí.
Enfadada, aporreé el teclado con un solo dedo. No pensaba enviar mensajitos psicoanalíticos. Ni hablar.
«Tengo que irme. Ya hablamos».
Puse el teléfono en modo «Silencio» y volví a guardarlo dentro del bolso. Si Flynn me respondía con otro mensaje, prefería no enterarme. Alcé la vista justo a tiempo para ver que Kevin había llegado a la terraza y que estaba mirándome con una expresión de perplejidad. No me sorprendió mucho. Estaba destrozada, por no hablar de lo confundida, insatisfecha y culpable que me sentía por mi placentero, extraño y del todo inesperado encuentro con Evan.
Lamentablemente, no me dio tiempo a cambiar de cara antes de que Kevin se fijase bien en mí.
—Pareces cansada —me dijo, sonriendo con amabilidad al tiempo que me tomaba de la mano—. Vámonos.
—¿«Cansada» es un eufemismo para «destrozada»?
—¿Qué puedo decir? No soy de letras.
Reí de corazón.
—Eres un buen hombre, agente Warner —dije—. Te mereces algo más que una ruina como yo.
—¿Y si me gustan las reformas? —Levantó nuestras manos entrelazadas y me besó la punta de los dedos—. Necesitas alejarte de todo esto. Vamos. Ya le he dicho a Peterson que iba a sacarte de tapadillo —añadió refiriéndose al mayordomo del tío Jahn, omnipresente, aunque rara vez visible—. Él se encargará de despedir al resto de invitados.
Dejé que me arrastrara hasta la salida. Los invitados ya estaban marchándose, y un par de ellos me detuvieron para darme un abrazo y decirme palabras de aliento. Kat se acercó a toda prisa cuando llegábamos al recibidor.
—¿Te vas?
—Por esta noche ya ha tenido bastante —respondió Kevin—. La llevo a mi casa.
—Genial —comentó Kat con un tono insulso, aunque mirándome con una expresión interrogativa. Deseé poder contestarle. Quizá fuese un cliché, pero me habría sentado bien una noche de chicas; pasarla pintándonos las uñas, comiendo helado y hablando de hombres.
—El tiempo lo cura todo —dijo Kat, y luego me dio un fuerte abrazo.
—Eso dicen.
—Nos vemos mañana —añadió—. Iremos a comer cupcakes, ¿vale?
—No lo dudes —respondí, porque ¿quién podría rechazar unos cupcakes acompañados de la compasión de su mejor amiga?
No localicé ni a Tyler ni a Cole, pero como había accedido a que me sacaran de allí cuanto antes, seguí caminando hacia la puerta, suponiendo que los vería en un par de días en el despacho del albacea de mi tío. Todavía me quedaba pasar el trance de la lectura del testamento. Quizá después podría empezar a recuperarme.
Oí a Evan antes de verlo: su inconfundible voz grave, vibrante y tersa como una pluma. Me asaltó el deseo de desviarme del camino.
Por desgracia, él estaba justo en la salida.
—Lo entiendo —estaba diciendo—. Pero este no es el lugar apropiado.
—Es que sin la puta licencia para vender bebidas alcohólicas, no conseguiré suficientes beneficios, y no me darán la licencia sin…
En ese momento sí que lo vi y lo miré mientras atajaba a un hombre robusto y con cara de comadreja poniéndole una mano en el hombro.
—Este no es el momento. Pero te prometo que me encargaré de ello.
—¿De veras?
Percibí un ligero tic muscular en la mejilla de Evan.
—¿Estás dudando de mi palabra?
El tipo con cara de comadreja se mostró aterrorizado ante la posibilidad de haber ofendido a Evan.
—Claro que no. No quería decir que estuvieras…
—No hay problema. —El tono sereno de Evan contrastaba de forma rotunda con el nerviosismo de su interlocutor—. Me deben un par de favores. Ya lo arreglaremos.
La comadreja asintió con la cabeza.
—Te lo agradeceré. Sé que lo harás.
Percibí el momento en que Evan fue consciente de mi presencia. Apenas un leve desvío de su mirada, que pasó de la comadreja a mi cara, y luego volvió al punto de partida.
—Mañana —añadió Evan—. Ya hablaremos. —Luego se volvió hacia mí, y así se despidió de forma definitiva de la comadreja, que salió escabulléndose por la puerta, dejando caer los hombros con un gesto de aparente alivio.
—Angie. —Su voz me acarició como una mano fuerte y firme, y sentí que el cuerpo me ardía por el recuerdo de su tacto. Desplazó la mirada con gesto rápido hacia Kevin—. Agente Warner.
—Bonito discurso —comentó Kevin. Tendió la mano para estrechársela—. Eres un hombre muy elocuente.
—En mi profesión es conveniente saber convencer a las personas —respondió Evan.
Por un instante creí que iba a ignorar la mano tendida de Kevin. Pero él también la tendió, y entonces descubrí que tenía los nudillos rojos y en carne viva. Me pareció increíble no haberme dado cuenta antes, y lo achaqué a la falta de visibilidad en la oscuridad. Y al hecho de que solo me había fijado en la proximidad de su cuerpo, en su tacto y en la revolución de mis hormonas.
—¡Evan! ¿Qué te ha pasado?
—¿Un enfrentamiento callejero, señor Black? —preguntó Kevin con la intención de bromear, aunque a mí me pareció fuera de lugar.
—De haber sido así —respondió Evan sin inmutarse—, el otro tío estaría bastante jodido. —Levantó la mano para que la viéramos—. Yo diría que me he defendido bien.
Evan y Kevin se miraron durante un rato; la tensión en el ambiente resultaba de lo más incómoda. La histórica guerra de las Dos Rosas se quedaba en nada comparada con la guerra de los dos machos alfa, y yo tenía la desagradable sensación de ser la causante del conflicto.
—No tiene gracia —espeté—. En serio, Evan, deberías limpiarte la herida. Y, por el amor de Dios, Kevin, ¿se puede ser más idiota?
Me miró de reojo.
—Lo siento.
—No pasa nada —dijo Evan—. De verdad. He ayudado a una amiga con una avería en el coche. Se me ha resbalado la mano y el motor todavía estaba muy caliente. Me duele, pero creo sobreviviré.
—Deberías tener más cuidado —aconsejó Kevin.
—Siempre tengo cuidado —replicó Evan—. Pero las putadas pasan, y ya está.
Tenía razón. La muerte de Jahn había sido una de esas putadas. Durante un instante se hizo un incómodo silencio entre los tres. Entonces Kevin me rodeó los hombros con un brazo.
—Angie ha tenido un día horrible. Nos largamos de aquí.
Esperé a que Evan se despidiera, una diminuta parte de mí deseaba que diera un paso al frente e insistiera en que me quedara en el ático, porque ¿cómo iba a dejarme marchar con Kevin? Pero se quedó ahí plantado.
No quedaba ni rastro —ni una pizca— del hombre tan sensual de la terraza. El hombre cuya voz me había invitado a volar y cuyo tacto había hecho estallar en mi interior tantos colores y destellos como los fuegos artificiales de esa noche.
Me sentía demasiado cansada y desgarrada para intentar entenderlo o pensar siquiera en ello. Me invadía una enorme tristeza.
—¿Te despedirás por mí de Tyler y Cole?
—Claro —respondió, y aunque fue más amable de lo que esperaba, no dijo que hablaríamos pronto ni que vería a los chicos dentro de unos días. Una vez más, recibí el impacto de la horrible realidad. Jahn era nuestro punto de encuentro y, tras su muerte, estaba yendo a la deriva.
Tomé de la mano a Kevin y salí corriendo del ático antes de que las lágrimas que había estado conteniendo toda la noche empezaran a brotar.
En cuanto estuvimos en el ascensor, Kevin presionó varias veces el botón de la planta baja como si toda prisa para salir de allí fuera poca.
—Al menos la muerte de tu tío tiene eso de positivo —afirmó con un tono enigmático.
—¿Cómo?
—Me refería a que ya no verás más a esos tres.
—Pero ¿qué demonios…? —Mi voz restalló como un látigo, pero me daba igual. En mi opinión, no había nada bueno, repito, nada bueno, derivado de la muerte de Jahn, y eso incluía, sobre todo, el hecho de perder a tres hombres que consideraba mis amigos.
—Lo siento —se limitó a decir.
—Bien. Porque deberías sentirlo. Y ahora explícame por qué lo has dicho.
—¡Maldita sea, Angie!, no puedo. No debería haber dicho nada.
—No, no deberías haberlo dicho. Pero ya lo has hecho. Y ahora vas a darme una explicación.
—Angie… —Su voz fue apagándose.
Crucé los brazos sobre el pecho. De ninguna manera iba a dejar que se saliera con la suya.
—¿Tiene algo que ver con esa investigación de mierda de hace unos años? Sinceramente, Kevin, has sido muy grosero con ellos al principio de la noche.
—¿Investigación de mierda? ¿Sabes siquiera de qué estamos hablando?
—¿Lo sabes tú? —rebatí. Llevaba solo cuatro años en el FBI. Aquel fiasco del que me había hablado Jahn relacionado con sus caballeros tuvo lugar un año antes de que Kevin entrara.
—Burnett sí que lo sabe y me ha contado lo suficiente. Sé que creciste con ellos, pero eso no los convierte en buenos tipos. Se estaban dedicando al contrabando de objetos robados, Angie.
Me quedé mirándolo boquiabierta.
—Eso es una locura. Son hombres de negocios, como lo era mi tío.
—Están metidos en un montón de negocios, eso no voy a discutirlo.
Entrecerré los ojos, irritada por su tono de suficiencia.
—Si lo que dices fuera cierto, estarían entre rejas en lugar de ser las estrellas de Chicago.
¡Venga ya, Kevin! Son tres de los hombres más importantes de la ciudad, por no decir que son los que tienen mayor proyección pública. No están trapicheando en una tienda de empeño de mala muerte vendiendo equipos de música robados.
De verdad, ¿a qué estaba jugando Kevin, joder?
—¿Dices que son hombres de negocios? —me preguntó—. No digo que no. Pero no todos sus negocios son legales, y tú lo sabes muy bien, maldita sea.
Iba a responder, pero me mordí la lengua, porque aunque no quisiera reconocer nada de lo que decía Kevin, debía admitir que lo que decía era cierto. Mi padre había participado en la redacción de docenas de proyectos de ley para luchar contra la corrupción y había supervisado casi el mismo número de cuerpos especiales del Estado. Y como no era el típico hombre que desconectara del trabajo al llegar a casa, a mí no se me escapaba algún que otro cometario jugoso. Y algo que sí sabía es que había negocios legales que servían de tapadera para empresas corruptas. Pero ¿los negocios de Evan? ¿Los de Tyler y Cole?
Quise poner punto y final dando un taconazo, y replicar a Kevin que lo que decía era una ridiculez. Que los negocios de mis tres amigos no tenían nada por lo que el gobierno pudiera inspeccionarlos. Pero seguí con el pie plantado con firmeza en el suelo. Porque una vez que él había arrojado luz sobre ese hecho, percibí señales de alarma.
La más llamativa era el Destiny, por supuesto, el club masculino de lujo que tenían entre los tres, y que había sido la manzana de la discordia entre ellos y mi tío, que opinaba que estaban despilfarrando el dinero y mancillando su buen nombre. Por lo visto, los chicos no estaban de acuerdo o les daba exactamente igual.
Aparte de la excentricidad del club, los chicos tenían el negocio perfecto. Habían creado Paladin Enterprises, una corporación dedicada a la compraventa de otras empresas, cuyo excepcional rendimiento los había catapultado a la condición de multimillonarios.
Tiempo atrás le pedí a Jahn que me explicara a qué se dedicaban, y él me hizo un resumen de lo esencial. Básicamente compraban todo tipo de negocios, desde túneles de lavado hasta licorerías, empresas de trabajo temporal y un montón de cosas más. Algunas, como el restaurante de burritos, se las quedaban, contrataban a gestores para los asuntos cotidianos y llevaban el negocio bajo el ala de su corporación.
Otras las vendían y obtenían beneficios de los diversos activos y el capital inmobiliario.
En otras palabras, se jugaban el dinero apostando su fortuna a las empresas más prósperas.
Y, por lo visto, habían hecho un montón de buenas apuestas.
Hasta hacía unos minutos, todo aquello parecía del todo legal. Pero las sospechas de Kevin me habían hecho escuchar expresiones como «objetos robados», «contrabando» y «blanqueo de dinero». ¿Habría estado ciega hasta ese momento? ¿O Kevin estaba portándose como un gilipollas?
Las dos posibilidades me cabreaban, y hablé con más brusquedad de la que pretendía.
—Si existiera alguna prueba, no habrían desestimado el caso. Fue hace cinco años, Kevin.
Estás alteradísimo por una tontería.
—No es una tontería —replicó—. Y no he dicho que sea la única razón por la que quiero que te mantengas alejada de ellos. Maldita sea, Angie, me preocupo por ti. No quiero que te relaciones con hombres como esos.
El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y salimos. Kevin se dirigió hacia la salida, pero yo no había acabado de hablar, ni mucho menos. Lo agarré por la manga y tiré de él hasta llevarlo a un pequeño hueco que había junto a la pared donde estaban los buzones.
—No me vas a dejar con la duda —le espeté—. Has dicho que tenías malas noticias, pues explícate.
—Ya sabes que no puedo entrar en detalles, Angie.
—Mierda. —Solté el taco porque leí entre líneas lo que acababa de decir. Las acusaciones de hacía cinco años tal vez hubieran prescrito, pero los caballeros guardianes de Jahn seguían en el punto de mira del FBI—. Si son tan corruptos, ¿por qué el FBI o la poli o quien coño sea no les ha echado el guante?
Kevin se limitó a mirarme como si yo fuera demasiado ingenua. En ese sentido, seguramente no se equivocaba.
—Por las pruebas —aclaró—. Por la planificación. Y no pienso seguir hablando más de esto. Ya he hablado más de lo que se puede considerar prudente, pero es porque tú me importas, Angie.
—Pero ¿qué es lo que te pasa? ¿No te gusta que tenga amistad con otros hombres? ¿Te cabrea que estuviera hablando con Evan?
—¿Hablando con él? He visto cómo llorabas en su hombro, Angie.
Intenté replicar que Evan era solo un amigo, pero me pudo la tristeza y no logré pronunciar la frase.
Kevin se acercó a mí, acortando la distancia entre los dos, y por primera vez me di cuenta de que a pesar de su físico desgarbado, poseía una fuerza innata.
—No, no me ha gustado. Tampoco me gusta la forma en que te mira. No me fío de él.
Además, no quiero que te relaciones ni con él ni con sus amigos. Y, sinceramente, Angie, no creo que a tu tío le gustara.
Sus últimas palabras me dejaron sin respiración. Tenía razón, por supuesto. Jahn no quería que estuviera con Evan. ¿Sería ese el motivo?
¿Era Evan peligroso? ¿Lo serían los tres? ¿De verdad eran una panda de delincuentes?
Mierda, jamás me había planteado la posibilidad de que esas acusaciones de hacía cinco años fueran ciertas. En tal caso, ¿lo sabía Jahn? ¿Se había limitado a obviar el hecho de que los hombres a los que quería como si fueran hijos suyos, sus tres caballeros, dirigieran un negocio fraudulento?
¿O quizá mi tío admirase la ingenua temeridad necesaria para saltarse la ley? ¿Envidiaba la descarga de adrenalina que esos tres recibirían cada vez que sobrepasaban los límites de la legalidad y se salían con la suya?
¿Peligroso? Sí. ¿Crispante? Desde luego.
Pero emocionante de la hostia.
Me estremecí y me di cuenta de que Kevin había adoptado una expresión paternalista.
—Ya lo sé —dijo—. Esos tíos dan miedo. Mantente alejada de ellos. De todos ellos.
Asentí en silencio, pero solo porque era la reacción que él esperaba.
Mi estremecimiento no había sido provocado por el miedo, sino por la excitación. Por la posibilidad de sentir la anhelada inyección de adrenalina personificada en el hombre que deseaba en mi cama. Un hombre que ya había encendido la mecha de mis sentidos.
No supe analizar ese sentimiento, pero la verdad es que no estaba como para sumergirme en un mar de introspección. Al fin y al cabo, la conclusión seguía siendo la misma. Deseaba a Evan Black. Deseaba que me tocara, que me besara. Deseaba que me poseyera entera, que arrasara conmigo.
Joder, deseaba volar.
Sin embargo, eso jamás ocurriría. Quizá no conociera todos los secretos de Evan, aunque estaba segura de su lealtad. Había hecho una promesa al tío Jahn, y por nada del mundo la incumpliría. Tal vez yo no entendiera a qué había jugado conmigo en la azotea, pero tenía la absoluta certeza de que no terminaría con Evan Black en la cama.
Odiaba tener que admitirlo, aunque seguramente era lo mejor. Quizá deseara entregarme a ese arrebato, pero sabía mejor que nadie que mis salvajes instintos tenían afiladas fauces y ya me habían mordido demasiadas veces.