3

Entré en la Universidad de Northwestern justo cuando Evan la dejaba, pues tenía tanto éxito en sus diversos negocios que ni se planteó cursar un máster.

Ese otoño se respiraba el perfume de las violetas en el ambiente, y Jahn celebró una de sus populares fiestas. Evan asistió, por supuesto, flanqueado como siempre por Tyler y Cole. Me senté con ellos al borde de la piscina y, mientras balanceaba los pies descalzos sobre el agua, les pregunté cómo sobrevivir a las primeras semanas de clase.

La conversación era despreocupada y fluida, y yo estaba orgullosa de sentirme tan relajada.

O al menos así fue hasta que Jahn me pidió que lo acompañara dentro para escoger una botella de vino.

—Ya sabes que eres como una hija para mí —me recordó en cuanto estuvimos en la luminosa y espaciosa cocina, mirando la piscina a través del enorme ventanal.

—Claro —respondí muy risueña. Pero capté algo en su mirada y fruncí el ceño—. ¿Qué pasa?

Él negó con la cabeza, fue un movimiento casi imperceptible. Sin embargo, la repentina seriedad de su mirada sugería algo bien distinto.

—Solo espero que sepas que haría cualquier cosa por ti. Que te protegeré de lo que sea y de quien sea.

Sentí una opresión en el pecho y el labio superior se me cubrió de gotas de sudor.

—¿Qué pasa? —Me invadieron temibles imágenes de navajas, visualicé un fuerte ataque que acababa en violación. ¡Oh, Dios, no! Seguro que…

—No. —Jahn habló con la misma fuerza con la que me apretaba la muñeca—. No —repitió, esta vez más tranquilo—. No me refiero a eso. No tiene nada que ver.

Poco a poco, mi miedo fue mitigándose.

—Entonces ¿qué pasa?

—He visto cómo los miras, Angie.

—¿Cómo los miro? —No entendía nada, de verdad.

Pasado un rato caí en la cuenta y me puse colorada.

—Esos chicos siempre te cuidarán —afirmó, sin dar importancia a mi bochorno—. Te cuidarán aunque les vaya la vida en ello porque eres importante para mí. Pero nunca habrá nada más entre vosotros. Con ninguno de ellos. —Hablaba con más firmeza, había adoptado un tono imperativo y rígido poco habitual en él—. He dicho que te protegería —añadió—, aunque eso suponga protegerte de ti misma.

—No entiendo qué quieres… —empecé a decir, pero él me cortó en seco.

—Esos hombres no te convienen —sentenció con rotundidad. Me miró a los ojos con una expresión muy seria—. Y ellos saben que tú estás fuera de su alcance.

Fui a decir algo, pero me callé; ¿qué narices se suponía que podía responder? La situación era surrealista.

Mi primera reacción fue negar lo que estaba ocurriendo, pero me venció la curiosidad.

—¿Qué problema hay con ellos? —pregunté.

—Ninguno, ¡maldita sea!

—Entonces ¿a qué ha venido esta conversación?

Dio la espalda al ventanal, se apoyó contra la encimera de granito y cruzó los brazos sobre el pecho. Entrecerró los ojos, y yo me enderecé de forma automática ante su expresión de censura.

Apartó la mirada enseguida.

—Son demasiado mayores para ti.

Estuve a punto de echarme a reír.

—¿En serio? ¿Ese es el problema? Papá es trece años mayor que mamá, y nadie dice nada.

Me miró casi con melancolía.

—Sarah es especial —respondió.

—¿Y yo no? —Lo preguntaba en broma, claro, aunque también un poco en serio—. Evan solo tiene seis años más que yo, y es el mayor de los tres. Venga ya, tío Jahn. ¿Qué pasa de verdad?

En lugar de responder, agarró un sacacorchos de la encimera y fue a abrir las botellas que había escogido para la velada. Me quedé mirándolo en silencio, con impaciencia y curiosidad, mientras él llenaba una copa, daba un sorbo y servía vino en otra. Al ofrecérmela, tuve que reprimir una sonrisa de suficiencia. Teóricamente, aún no tenía edad para beber.

Cuando por fin habló, lo hizo con una voz serena y un tanto arrepentido.

—¿Cuándo fue la última vez que me viste con mi mujer?

La pregunta me pilló tan de sopetón que respondí sin pensarlo.

—Hace años que no te veo con ella. —No había visto ni a su última esposa, ni a ninguna de las otras muchas mujeres que había tenido desde hacía varios años. Me constaba que todas lo habían dejado, pero nunca supe por qué. Y como no tuve relación con ellas, ni siquiera había preguntado.

—Demasiados secretos destruyen una relación —afirmó.

—Yo no tengo secretos. —Aunque sí que tenía.

Jahn hizo una pausa, y temí que me hubiera descubierto. Pero entonces asintió con la cabeza como si aprobara lo que yo había dicho.

—Puede que tú no tengas. Pero él sí que tiene. Tiene sus propios secretos y oculta los de otros.

«Él».

Esa sencilla palabra resonó en mi interior y llegué a marearme un poco. Porque sabía qué significaba. Significaba que no estábamos hablando del trío, sino de Evan. De que yo lo deseaba y Jahn lo sabía.

Tragué saliva, avergonzada pero también aliviada, por extraño que pudiera parecer. Jahn sí que me conocía, seguramente mejor que nadie, tanto en ese momento como en el futuro.

Pero se equivocaba en algo: los secretos no me molestaban. ¿Cómo iban a molestarme si yo misma tenía tantos?

Y así, mientras ahora estaba en el diáfano salón del ático de Jahn escuchando a Evan hablar con los asistentes, el fantasma de Jahn me llevó, como el señor Scrooge, de regreso al pasado para revivir aquella tarde en su casa. Hasta ese momento no había estado segura de si Evan, al igual que sus mejores amigos, me consideraba una hermana.

Ya no tenía ninguna duda.

Con aquel sermón, Jahn no solo pretendía advertirme que me alejara. También había dicho a Evan, Tyler y Cole que se mantuvieran apartados de mí. Y mientras que a Cole y a Tyler no les pesaba esa orden, yo había visto el ardor en la mirada de Evan.

Evan me deseaba.

Maldita sea. Evan me deseaba y era demasiado leal a mi tío para romper su promesa.

—Howard Jahn era un hombre que amaba a su esposa. —La voz grave y nítida de Evan se extendía por la sala de forma hipnótica—. Durante el breve tiempo que estuvo entre nosotros, no solo aprovechó la vida al máximo, sino que enseñó a otros a hacer lo mismo. Cambió la existencia de muchas personas, muchas de las cuales están aquí esta noche. Y yo lo sé de buena tinta. Soy uno de los afortunados a los que acogió bajo su ala.

Aparté la vista de Evan el tiempo suficiente para observar a los presentes. Estaban tan absortos como yo, hipnotizados tanto por el carisma de Evan como por las palabras que estaba pronunciando. Lo miré —ese hombre que había conseguido una fortuna por sus propios medios siendo tan joven— y comprendí cómo había medrado hasta convertirse en uno de los hombres más influyentes de Chicago. ¡Por el amor de Dios! De haber sido predicador, habría engatusado a millones de fieles.

El único que no parecía impresionado era Kevin. No estaba segura de si seguía molesto por su encontronazo con Evan o si empezaba a darse cuenta de cuánto me atraía el orador. Como en cierto modo esto último me hacía sentir culpable, me acerqué a Kevin y lo tomé de la mano. Pero mi hipocresía me hizo sentir más culpable aún.

—Howard Jahn me enseñó a ver el mundo de otra manera. En muchos sentidos me rescató y jamás me dejó tirado. —Evan había mirado a los presentes mientras hablaba, pero en ese momento su mirada se cruzó con la mía—. Estamos hoy aquí para honrar su memoria —prosiguió con un tono de extraña ferocidad—. Su memoria. Su voluntad. Su herencia.

Hizo una pausa y percibí una corriente entre ambos que me dejó sin respiración. Me sorprendió que todas las miradas no se dirigieran hacia nosotros, pues el fuego que ardía entre los dos era evidente. Ahí estaba. Lo sentía y deseaba arder en él.

No sé qué diría Evan a continuación. Debió de seguir hablando, porque antes de que pudiera darme cuenta, los presentes alzaron las copas para brindar mientras se enjugaban las lágrimas.

El hechizo que me había cautivado se desvaneció, y me quedé boquiabierta mirando cómo Evan se confundía entre la multitud. Iba estrechando la mano de los asistentes y aceptaba palmaditas de consuelo en el hombro. Era el rey de la sala, sereno y con un dominio absoluto de la situación. Una presencia inalterable en la que los dolientes podían apoyarse.

Y no me quitaba los ojos de encima.

Entonces se acercó con la mirada firme y tranquila, y una expresión decidida. Yo era consciente solo a medias de la presencia de Kevin, quien aún tenía los dedos entrelazados con los míos. En ese preciso instante, Evan Black era todo mi mundo. Deseaba volver a sentir su tacto. Deseaba que me tomase entre sus brazos. Que me murmurase que entendía lo que yo había perdido con la muerte de Jahn.

Deseaba el suave roce de sus labios sobre los míos para consolarme, y que olvidara luego el decoro y me besara de forma tan salvaje e intensa que la tristeza y el lamento quedaran sofocados por la fogosidad de la pasión.

Me cabreaba muchísimo que eso no fuera a ocurrir por la promesa que Evan había hecho a un muerto.

No sé muy bien qué intentaba demostrar, pero me volví de golpe y me lancé a los brazos de Kevin.

—Pero ¿qué…?

Lo acallé con un beso que al principio fue algo torpe, pero Kevin debió de creer que yo lo necesitaba. Que la pena me había impulsado a saltarme la etiqueta para entregarme a una desenfrenada demostración de afecto en público.

Me posó la mano en la nuca y me devoró la boca. En lo que a besos se refería, Kevin era un maestro. Desde el punto de vista empírico, era el beso perfecto, pero yo no estaba satisfecha.

Ni de lejos. No sentía pasión, ni un fuego abrasador. Ni mariposas en el estómago, ni deseo de entregarme. Por el contrario, lo único que consiguió el beso de Kevin fue hacerme más consciente de mi vacío interior. De esa avidez —ese deseo— que no podía saciar por mucho que me esforzara.

«Evan», pensé, y me impresionó la desesperante nostalgia que me evocaban esas dos breves sílabas. Sin saber cómo, todo lo que había reprimido durante esos años se había liberado. La tristeza que me embargaba me había empujado por el precipicio y, por primera vez en la vida, deseé dejar de pensar en Evan Black. Estaba fuera de mí. Enloquecida y temeraria.

A una chica como yo no le convenía ese estado de ánimo.

Cuando Kevin puso fin al beso y se apartó de mí, yo solo deseaba volver a fundirme en otro beso. Besarlo hasta que yo decidiese terminar. Hasta provocar un fuego, aunque fuese por pura fricción. Porque eso era lo que necesitaba. Necesitaba liberarme. Necesitaba perderme en él hasta que el fuego de Evan Black quedara reducido a cenizas, a una insignificante quemadura en mi corazón.

Pero sabía que eso jamás iba a ocurrir.

Kevin me posó una mano en la mejilla y sonrió con amabilidad.

—Cariño, pareces destrozada.

Asentí en silencio. Sí que lo estaba. Sin embargo, no por el motivo que él creía.

Eché un vistazo a la sala en busca de Evan. Quería saber qué había visto. Quería que se sintiera tan atrapado y confuso como yo.

Pero ni siquiera estaba allí.

—Angelina, querida, esa joven camarera me ha dicho que te encontraría por aquí. Me alegro tanto de volver a verte, a pesar de las circunstancias…

La dulce voz con acento sureño me hizo estremecer y torcí el gesto. Me había refugiado en la cocina —que teóricamente quedaba fuera de los límites para los invitados— con la esperanza de estar al menos un segundo a solas. Por lo visto, no iba a ser posible.

Forzando mi sonrisa de hija con padre senador, me aparté de la encimera y saludé a Edwin Mulberry, congresista de Alabama o de Mississippi o de algún otro estado que, a juzgar por su acento, no era del Medio Oeste.

—Congresista Mulberry. ¡Qué alegría! —mentí. Amplié más la sonrisa—. No sabía que conociera a mi tío.

Tenía el pelo cano y una sonrisa tan falsa que no llegué a creérmela del todo.

—Tu tío era un hombre asombroso —afirmó—. Muy bien relacionado. Cuando ayer hablé con tu padre y me dijo que no podía venir hoy, decidí acercarme.

—Se lo agradezco —respondí. Mulberry era miembro de la Cámara de Representantes y tenía aspiraciones de llegar al Senado, y aunque mi padre acababa de iniciar su período de seis años en el cargo, había establecido importantes alianzas, incluso con varios políticos que empezaban a barajar su nombre como posible candidato a la vicepresidencia. No hacía falta estudiar ciencias políticas para darse cuenta de que Mulberry estaba más interesado en quedar bien con mi padre que en presentar sus respetos a mi tío.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco años desde la última vez que te vi? Debo decir que te has convertido en una mujercita encantadora.

—Gracias —respondí, tratando de mantener la luminosa sonrisa, aunque se hubiera tensado bastante—. Hace ya casi ocho años —añadí, incapaz de contenerme. La última vez que había visto a Mulberry fue en el funeral de mi hermana, y el recuerdo de ese día impactó de tal forma contra el que estaba viviendo que me sentí helada y vacía.

Intenté con todas mis fuerzas no perder el decoro, pero me sentía demasiado confusa para seguir de cháchara.

—Bueno… —dije, pero dejé la frase inacabada porque no se me ocurría nada más.

Entonces Evan llegó al rescate.

—¿Congresista Mulberry? —El político se volvió hacia Evan, que estaba en la puerta con una expresión tan oscura, misteriosa y serena como el agua a medianoche—. Hay una joven ahí fuera que lo busca. Parece muy impaciente por hablar con usted.

—¿Ah, sí? —El congresista se animó y se alisó la corbata mientras yo reprimía una sonrisa.

—Melena rubia y larga, vestido negro y corto. —Evan entró en la cocina para situarse a nuestra altura—. Se dirigía a la biblioteca cuando la he dejado.

—Bueno —dijo Mulberry. Se volvió hacia mí—. Querida, ha sido un placer, pero si esa joven es una votante, debo ir a ver qué desea.

—Desde luego —respondí—. Ha sido un placer volver a verle. Gracias por venir.

En cuanto salió por la puerta, me volví hacia Evan.

—Se te da muy bien mentir.

—Por lo visto, no tan bien como yo creía si tú me has descubierto tan fácilmente.

—Será que te conozco demasiado bien —bromeé.

Se quedó mirándome un rato y luego se acercó un solo paso. Me quedé sin respiración y se me aceleró el pulso, y cuando alargó un brazo hacia mí, me sentí paralizada, anticipando una caricia que jamás llegó. El gesto no se dirigía a mí, sino a una botella de vino.

«Idiota, idiota, idiota». Aunque logré recuperar el aliento.

—¿Demasiado bien? —preguntó mientras llenaba una copa de pinot noir y me la pasaba—. ¿Significa eso que has descubierto todos mis secretos?

Nuestros dedos se rozaron cuando tomé la copa de sus manos, y me estremecí por el chispazo que saltó y que me recorrió todo el cuerpo, desde la punta de los dedos de las manos hasta la de los pies.

Percibí en el brillo de su mirada que se había dado cuenta de mi reacción y quise morirme.

Porque no era yo la que conocía sus secretos, sino al contrario. ¡Maldita sea!, me sentía confundida, expuesta y vulnerable.

—¿Secretos? —repetí. Me erguí aún más, decidida a recuperar como fuera el control de la situación—. ¿Como el misterio de por qué casi no me has hablado en toda la noche? ¿De por qué no has querido ni mirarme?

Echó la cabeza hacia atrás como analizando mis palabras, luego se sirvió una copa y dio un largo, larguísimo sorbo.

—Ahora te estoy mirando.

Tragué saliva. Sí que estaba mirándome, y cómo me miraba. Sus brumosos ojos grises estaban clavados en los míos, y percibí la tensión de su cuerpo, como si estuviera conteniendo la inminente descarga de una tormenta.

A pesar de que quería conservar la lucidez, bebí un sorbo de mi copa. Sí, necesitaba tener la cabeza despejada esa noche, pero en ese instante necesitaba más el valor.

—Sí que me estás mirando —reconocí—. ¿Qué ves?

—Una mujer hermosa —respondió, y me palpitó el corazón tanto por sus palabras como por el tono con que las dijo—. Una mujer hermosa —repitió— que necesita retroceder y pensar qué narices está haciendo y por qué lo está haciendo.

—¿Perdona? —Su tono había variado solo un poco, pero fue suficiente para acabar con las palpitaciones—. ¿Perdona? —repetí, porque me había desconcertado tanto que no lograba dar con otra palabra.

—Lo has pasado muy mal, Angie —prosiguió—. Te mereces ser feliz.

Empecé a juguetear con la copa entre los dedos mientras intentaba descifrar cuál era el mensaje. ¿Estaba a punto de decirme que él podía hacerme feliz? La idea me provocó un breve escalofrío de esperanza, aunque no me convencía. Pasaba de la calidez a la frialdad y resultaba demasiado confuso. Además, no iba a lograr adivinar de qué estaba hablando a menos que se lo preguntara sin rodeos.

—¿Qué te hace pensar que no soy feliz?

Hizo un pequeño gesto de indiferencia levantando un poco el hombro.

—Entiendo por qué sales con Warner —comentó—. Padre político. Novio agente del FBI.

Es todo muy lógico. Todo tiene sentido. Eres la hija ideal, esa pieza que encaja en el rompecabezas de la imagen perfecta que compone tu vida.

Me puse muy nerviosa, tenía la garganta seca y me dolía el pecho. Me sentía como un pato en movimiento contra el que Evan había dado en el blanco.

—No es asunto tuyo, pero Kevin es estupendo —respondí con brusquedad, decidida a que no supiera que había dado de lleno con su dura crítica.

—No —respondió Evan. Seguíamos junto a la encimera de la cocina, los dos solos salvo el par de camareros que entraba a rellenar las bandejas. Entonces Evan se me acercó y juraría que oí el crepitar de las moléculas de aire que nos separaban—. Puede que sea estupendo para otra persona. Pero no para ti.

—¿Y tú qué sabrás? —Pretendía parecer indignada, pero no lo conseguí ni de lejos.

—Sé lo suficiente —replicó, acortando aún más la distancia entre los dos—. Sé que necesitas un hombre lo bastante fuerte como para darte seguridad. Un hombre que entienda qué necesitas, en la cama y fuera de ella. —Una sonrisa deliciosamente sexy afloró en sus labios—. Necesitas un hombre que con solo mirarte te ponga cachonda. Y, Angie, también sé que Kevin Warner no es ese hombre.

«Dios mío». El sudor empezaba a correrme por el cuello. Respiraba con dificultad y se me aceleró el pulso. Tenía plena conciencia de mi cuerpo. Del vello erizado de los brazos. De la sensación irrefrenable y anhelante entre las piernas. Estaba mojada, no me cabía duda. Y lo único que deseaba en ese momento era que Evan me metiera mano.

Me hizo falta una enorme fuerza de voluntad para poder articular palabra, e incluso más para mirarlo a los ojos.

—Y si no es Kevin, entonces ¿quién es? —pregunté, aunque la verdadera pregunta era:

«¿Eres tú?».

Alargó una mano y me colocó un mechón de pelo por detrás de la oreja; el suave roce de su dedo sobre la piel estuvo a punto de derretirme por dentro.

—Supongo que es algo que tendrás que averiguar.