Hacía casi ocho años que conocía a Evan Black, aunque en realidad no sabía cómo era.
Acababa de cumplir dieciséis años cuando lo vi por primera vez, durante el sofocante verano que marcó tantas primeras veces en mi vida. Fue el primer verano que pasé entero en Chicago. El primero sin mis padres. La primera vez que me tiré a un tío. Porque así fue: me lo tiré. No fue un tierno amor adolescente. Fue por puro desahogo, simple y llanamente. Desahogo, evasión y necesidad de olvidar.
Y vaya si necesitaba olvidar, porque además ese era el primer verano sin mi hermana, que yacía a dos metros bajo tierra en la soleada California.
Me sentí perdida tras su muerte. Mis padres —abatidos por el luto— habían intentado arroparme, ayudarme y consolarme. Pero yo me mostraba reacia, la pérdida me pesaba como una losa y no podía acudir a ellos como me hubiera gustado. Me sentía tan culpable que creía no tener derecho a recibir su ayuda o su afecto.
Fue Jahn quien me rescató de ese pequeño rincón del infierno. Se presentó en la puerta de nuestra casa en La Jolla el primer viernes de las vacaciones de verano, y enseguida se llevó a mi madre al despacho con revestimiento de madera oscura al que yo tenía prohibida la entrada. Cuando salieron de allí veinte minutos más tarde, mi madre volvía a tener lágrimas en los ojos, aunque consiguió dedicarme una animosa sonrisa.
—Ve a hacer la maleta —me ordenó—. Te vas a Chicago con el tío Jahn.
Metí tres camisetas de tirantes, el bañador, un vestido, unos tejanos y los pantalones cortos que me puse para el viaje en avión. Esperaba pasar allí el fin de semana, pero me quedé todo el verano.
En esa época, Jahn vivía gran parte del año en su casa con vistas al lago en Kenilworth, una adinerada urbanización de Chicago. Durante dos semanas enteras no hice otra cosa que sentarme bajo la pérgola y contemplar el lago Michigan. No parecía yo. En visitas anteriores había salido con la moto de agua o a practicar con el monopatín, o bajaba a toda pastilla por Sheridan Road con una bici prestada en compañía de Flynn, el chico que me tiraría más tarde y que vivía dos puertas más allá, y que era tan salvaje como yo. A los doce años llegué incluso a instalar una tirolina que iba desde la habitación del ático hasta el extremo más apartado de la piscina. La probé toda ilusionada, para gran consternación de mi madre, que empezó a gritar y a blasfemar en cuanto me vio cruzar por los aires, disparada como una bala, para acabar en el agua.
Desde su tumbona de reina, Grace empezó a chillarme acusándome de que le había fastidiado la edición de Orgullo y prejuicio.
Mi madre me castigó sin salir de mi habitación el resto del día. Y el tío Jahn no había dicho ni mu, pero al pasar por su lado me pareció ver un brillo cómplice en su mirada, además de una expresión de respeto.
No vi nada semejante durante el verano de mis dieciséis años. Solo percibí lástima.
—Todos la echamos de menos —me confesó una tarde—. Pero no puedes llorar su pérdida eternamente. Ella no hubiera querido. Sal con la bici. Vete al pueblo. Ve al parque. Arrastra a Flynn a ver una peli. —Me sujetó la barbilla entre las manos y me levantó la cabeza para que lo mirara—. He perdido una sobrina, Lina. No dos.
—Angie —corregí, y decidí en ese mismo instante deshacerme para siempre de Lina. Lina era la chica de antes. La que exprimía la vida al máximo y necesitaba emociones fuertes constantemente. La que tenía demasiada vitalidad para estar tranquila o ser cautelosa. La que era una verdadera inconsciente, la que fumaba en la parte trasera del colegio y la que se colaba en las discotecas. Una mocosa estúpida que se lo montaba con los tíos por lo emocionante que resultaba y que viajaba de paquete en sus motos por la misma razón. Lina era la chica a la que habían estado a punto de expulsar del instituto solo una semana antes de graduarse.
También había sido ella la causante de la muerte de mi hermana.
Viviría en la piel de Lina toda la vida, pero ya no quería seguir siendo esa chica.
—Angie —repetí, y puse la primera piedra del muro que estaba levantando a mi alrededor. Entré en casa.
El tío Jahn no volvió a molestarme en todo el día ni tampoco al día siguiente, aunque yo sabía que estaba preocupado y confuso. El sábado por la mañana me dijo que unos estudiantes del máster en economía que impartía en calidad de adjunto vendrían a hacer una barbacoa en la piscina, y que yo estaba invitada si quería. Era decisión mía.
No estoy segura de qué me empujó a salir de la oscura cueva de mi habitación esa tarde, lo único que sé es que me presenté con mis viejos pantalones cortados y una raída camiseta de los Rolling Stones de mi tío Jahn sobre la parte de arriba del biquini. Comí una hamburguesa. Me contuve para no robar una cerveza, pues era la típica gamberrada de Lina, impropia de Angie.
Sin embargo, cuando llegué junto a la piscina dejé de pensar en la cerveza y las hamburguesas, que fueron reemplazadas por la pura y decadente lujuria. Y no fue un flechazo de adolescente. No, vi a Evan Black con el torso desnudo y ese bañador tipo bóxer que le iba como un guante, y se me revolucionaron las hormonas. Llevaba el pelo mojado peinado hacia atrás y agitaba una espátula metálica mientras permanecía de pie junto a la parrilla, riendo con otros dos chicos, Cole August y Tyler Sharp, quienes, según sabría más tarde, eran sus dos mejores amigos.
Los tres parecían más jóvenes que los otros cuatro estudiantes que ocupaban el frondoso jardín trasero. Más adelante se confirmaron mis sospechas. Los demás estaban en su último año de licenciatura, mientras que Evan todavía estaba cursando la diplomatura y le habían concedido un permiso especial para asistir a esas clases. Tyler y Cole ni siquiera estaban matriculados en Northwestern. Tyler era estudiante de primer año en Loyola. Cole era un año mayor que Tyler, y acababa de regresar de Roma tras una especie de período de prácticas relacionado con las bellas artes. Habían ido a la barbacoa con Evan, quien, junto con los demás, formaban el alumnado de ese seminario de verano sobre economía.
Los tres, Cole, Tyler y Evan, componían un variado menú de tíos buenos, que incluso mis ojos lógicamente inexpertos eran capaces de apreciar. Aunque Evan era el único al que quería hincar el diente.
Mi tío me llamó, y los tres se volvieron hacia mí. Se me cortó la respiración en cuanto vi que Evan me daba un buen repaso con la mirada sin cambiar de expresión, para volver luego a su cometido de dar la vuelta a las hamburguesas.
No estoy segura de qué película me monté yo sola. Algo salvaje y romántico, supongo, porque en cuanto me dio la espalda, me invadió una oleada de decepción. Y esa sensación, cómo no, fue seguida por la mortificación. ¿Sabría él lo que estaba pensando? ¿Pensaría en mí, a partir de ese momento, como en la sobrina de Jahn que lo había mirado embobada? ¿La que se había colado por él como una colegiala?
Mierda, la simple idea resultaba aterradora.
—Oye, Angie —dijo Jahn, y sus palabras hicieron que me enderezase de golpe con la misma rapidez que un títere al que le tensan las cuerdas—. ¿Te apetece comer unas hamburguesas con nosotros?
—Yo… —Se me atascaron las palabras en la garganta y supe que no podía quedarme allí. Necesitaba espacio. Maldita sea, necesitaba aire—. Creo… creo que me estoy pillando algo. —Lo solté del sopetón, di media vuelta y salí corriendo para volver a entrar en casa, tan colorada que mis mejillas podían provocar un incendio.
Intenté concentrarme viendo la televisión. Leyendo un libro. Navegando por internet. Pero no había nada que lograra captar mi atención. Estaba demasiado obsesionada con Evan, y al final me fui pronto a la cama. No porque me estuviera pillando algo, sino porque quería sentir el placer de la oscuridad. La excitación de deslizarme la mano por el vientre y meterla por debajo de las bragas para tocarme con los ojos cerrados mientras imaginaba que eran los dedos de Evan acariciándome. Sus dedos, su lengua y hasta el último y decadente centímetro de su ser.
Se convirtió en mi fantasía nocturna favorita, que evoqué muchas noches durante los años siguientes. Por suerte, no se repitieron ni los grititos ni el hecho de salir corriendo como una imbécil cada vez que Evan se presentaba. Digo que fue una suerte porque Jahn les tomó un cariño paternal a los tres, y se convirtieron en visitantes habituales de la casa. Y como no tenía la intención de pasarme el verano escondida, empecé a atreverme a salir. En agosto ya veía a Tyler y a Cole como hermanos mayores. En cuanto a Evan… era imposible que lo quisiera como a un hermano, aunque al menos era capaz de hablar con él sin imaginarme sus labios sobre los míos.
Jahn los llamaba los Tres Caballeros Guardianes, porque los Tres Mosqueteros no era lo bastante original para unos chicos tan especiales.
—Además —comentó una noche bromeando mientras me rodeaba por el hombro y sonreía a los chicos—, así tengo a mis caballeros y a la princesa.
Evan clavó sus hipnóticos ojos grises en mí; supe que estaba calibrando el comentario.
—¿Eso es lo que eres?
Me quedé helada, paralizada por la pregunta. Grace siempre había sido la princesa y yo el bufón. Pero ahora que había muerto, yo adquiría un incómodo protagonismo.
Él seguía mirándome a los ojos mientras yo buscaba torpemente una respuesta en vano, y durante un instante creí que era capaz de ver a la chica oculta en mi interior y tras el apellido familiar. Creí que podía ver mi auténtico yo.
Entonces esbozó una sonrisa despreocupada y falsa, y el hechizo se rompió.
—En esos cuentos, la princesa siempre es el cebo para el dragón.
No supe cómo responder, y el bochorno recrudeció mi malhumor. Acabé explotando cuando Tyler y Cole soltaron una carcajada al unísono, y Evan les dedicó una arrogante sonrisa como diciendo: «He ganado este asalto».
—No te preocupes por mí —respondí con frialdad—. Nunca seré el cebo para el dragón.
—¿No? —Me miró de arriba abajo, y me costó hasta la última partícula de autocontrol permanecer quieta mientras me daba el repaso—. Supongo que ya lo veremos —concluyó. Luego, sin añadir nada más, dio media vuelta y se marchó.
Me quedé mirando cómo se alejaba, ansiosa e insatisfecha. Deseaba algo, algo grande y salvaje. Algo como el explosivo chisporroteo que la lenta y ardiente mirada de Evan me había hecho sentir.
¿Algo? ¡Venga ya! No me lo creía ni yo. Sabía exactamente qué deseaba, o, mejor dicho, a quién deseaba. Y él acababa de marcharse sin más, tan desinteresado en mí como yo obsesionada con él.
Mientras evitaba poner mala cara, me di cuenta de que mi tío me miraba de forma extraña, y por primera vez temí que hubiera descubierto mi secreto: que Evan Black era algo más que un amor platónico de colegiala. Y que no pensaba rendirme hasta que lo consiguiera.
Emití un largo suspiro de lamento, con los ojos aún clavados en la imagen casi hipnótica de Evan con su esmoquin. No sabía si me invadía un tierno optimismo o una tristeza patética. De lo único que estaba segura era de que, a pesar de los años que habían transcurrido —y a pesar de la absoluta falta de interés por parte de él—, mi fascinación por Evan Black no había disminuido ni un ápice.
Durante unos segundos me permití el lujo de tener una fantasía. Su dedo doblado por debajo de mi barbilla. La ligera presión mientras me levantaba la cara para que lo mirase a los ojos. Su tacto sería delicado pero firme. Su perfume, masculino y embriagador. «Angie —diría—. ¿Por qué demonios no lo hemos hecho antes?»
Yo abriría la boca para responder, pero Evan me acallaría con un beso, fogoso e intenso, y tan desesperadamente exigente que me fundiría con él, nuestros cuerpos se convertirían en uno por la electricidad que descargaría en mí, toda concentrada entre mis muslos, haciendo que me retorciera. Consumiéndome de deseo.
—Y aquí está ella.
Me encogí de dolor, arrancada de golpe de mi fantasía por un timbre de voz acaramelado y masculino. Me volví para sonreír a un hombre de poco más de noventa quilos y proporciones perfectas: Cole August. Al primer golpe de vista asustaba, a pesar de ser sencillamente maravilloso. Era todo musculatura y fuerza, tenía los rasgos marcados y ese aire de estar advirtiendo a cualquiera que quisiera tocarle las narices. Había nacido y crecido en el temible South Side de Chicago, y la crudeza de su herencia no se disimulaba ni con el traje hecho a medida ni con todo el boato del éxito.
Su origen multirracial lo había dotado de una piel mulata con tenues reflejos dorados, y sus ojos eran de un profundo color avellana. En esos ojos se veía al auténtico hombre. Imponente e intenso, y tan solo un poco amenazador. Aunque, al mismo tiempo, leal hasta la muerte.
Tendió los brazos y yo me lancé encantada a ellos.
—¿Cómo llevas todo esto, cebo para el dragón?
—No muy bien. —Suspiré, su fragancia me recordaba al tío Jahn, un perfume almizclado y masculino que podía comprar cualquiera, pero que a mí me parecía propiedad exclusiva de los hombres que adoraba—. Me alegro de verte. Creía que estabas fuera de la ciudad.
—Hemos vuelto, por supuesto. —Con ese «hemos» supe que incluía a Tyler Sharp—. Teníamos que estar aquí por Jahn —añadió. Me plantó un casto beso en la frente—. Y por ti.
—Y Tyler, ¿está escondido entre la multitud? —No mencioné que ya había localizado a Evan.
—Estaba justo a mi lado. Pero se lo ha llevado una rubia calientabraguetas con cara de querer comérselo.
Tuve que reírme. Incluso en un funeral, Tyler era un imán para las chicas.
Cole sonrió de oreja a oreja.
—Sí, bueno, ella no tiene la culpa. Creo que se había medicado para soportar el dolor de la pérdida.
—Sé cómo se siente.
Me miró con intensidad: no quedaba ni rastro de humor en su rostro.
—Si necesitas cualquier cosa, pídela.
Asentí con la cabeza, pero permanecí callada. Lo único que necesitaba era un momento de locura. Sacudirme el peso de la pena, liberarme y perderme en una bruma de adrenalina.
Funcionaría, sabía muy bien que era la mejor forma de ahuyentar el dolor y la sensación de pérdida que me invadían. Aunque daba igual, no pensaba hacerlo.
Sin separarse de mí, Cole llamó a Tyler a voces. Me aparté un poco de Cole y me quedé mirando cómo se acercaba el tercero de los caballeros de Jahn.
Mientras que Cole era corpulento, Tyler era delgado y atlético. Poseía una belleza impactante y era tan encantador que la gente hacía lo que él quería, convencida de que lo había hecho por iniciativa propia.
Alargó la mano y me dio un apretón.
—Dinos qué necesitas.
—Nada —mentí—. Solo a vosotros dos. —Levanté un hombro—. De verdad. Es mejor que solo estéis aquí vosotros.
—¿Dónde está Evan? —preguntó Tyler, y aunque la pregunta iba dirigida a Cole, yo también me volví para mirar. Pero Evan había desaparecido.
—Hay que joderse. Estaba justo a mi lado hace un minuto. —Cole echó un vistazo a su alrededor—. Debería ser bastante fácil de localizar. Sigue vestido de monigote.
—No ha querido perder tiempo yendo a cambiarse. —Tyler se volvió hacia mí—. Pero tú lo has visto, ¿no?
—Yo… no —respondí—. Quiero decir que lo he visto cruzando la sala, pero no he hablado con él. Todavía no.
—¿No? —Tyler torció el gesto—. Pues me envió un mensaje diciendo que se marchaba del homenaje y que venía directamente hacia aquí para asegurarse de que estabas bien.
—¿Ah, sí? —Una suave oleada de placer me recorrió la espalda.
—Sí, él… Espera. Ahí está. ¡Evan! —Su voz recorrió la sala, y varias personas se volvieron para mirarnos. Yo, sin embargo, solo veía su cara. Sus ojos. Y hubiera jurado que estaban mirándome con esa fogosidad maliciosa con la que yo no dejaba de fantasear.
Inspiré presa del nerviosismo, esa agradable oleada de placer estaba desplazándose hacia partes más interesantes de mi cuerpo. Miré al suelo, obligándome a no perder los papeles.
Cuando levanté la vista, Evan estaba dirigiéndose hacia nosotros en respuesta al insistente gesto de Tyler. Sin embargo, esta vez no vi nada en sus ojos, lo que me hizo pensar que las oleadas de placer eran fruto de mi imaginación. Se acercó a nosotros pisando con firmeza. La multitud se apartaba de forma automática al verlo, con la misma naturalidad con la que se reverencia a un miembro de la realeza.
Cuando llegó hasta nosotros no me miró. Ni siquiera me dedicó un vistazo rápido. Se dirigió a Tyler y Cole. Su actitud fue brusca, y su tono, muy profesional.
—¿Todo bien por California?
—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Tyler—, pero todo va bien, tío.
—Perfecto —respondió Evan. Cambió de postura, como si estuviera a punto de alejarse de nuestro grupo.
—He oído que los actores devoran vuestros burritos —solté. Desconocía cuántos negocios tenían entre manos los tres, pero me había enterado de que habían comprado una cadena de restaurantes de comida rápida con sede en California, que yo frecuentaba cuando iba al instituto. El lugar había incumplido tantas normas sanitarias que yo había sobrevivido a la adolescencia sin sufrir una hepatitis de milagro, pero los chicos consiguieron no solo sanear los locales, sino abrir sucursales en otra media docena de estados.
Me importaban un bledo los burritos o California, solo deseaba que Evan me mirase con calidez. Maldita sea, me habría conformado con el destello fugaz de una sonrisa, era lo mínimo. Además, tanto Cole como Tyler me habían dedicado una. Pero yo no deseaba sus gestos, sino los de Evan. Y lo único que había recibido era su fría indiferencia.
No tenía sentido. A pesar de guardar en secreto mi atracción por él, habíamos mantenido el contacto, y la conversación entre nosotros siempre había sido fluida. Al fin y al cabo, yo tenía mucha práctica en ocultar secretos.
Intenté convencerme de que estaba obsesionado con el trabajo, aunque no lo creía. Su silencio fue como una falta de respeto. Como si estuviera evitando mirarme de forma intencionada. Y, sinceramente, justo ese día, eso me cabreó de verdad.
Estaba tan ofuscada con Evan que no me enteré de que Kevin se había acercado hasta que se puso a mi lado y me abrazó con fuerza.
—¡Eh! —Esbocé una rápida sonrisa con la esperanza de no parecer decepcionada al verlo.
—¡Lo mismo digo!
Me incliné para recibir su dulce beso. Y sé que estuvo muy mal, pero en lo único que pensaba mientras sus labios se posaban sobre los míos era en si Evan estaría mirando.
Me aparté y me obligué a concentrarme en el hombre al que acababa de besar.
—¿Todo bien? ¿Tienes que irte?
—No ha estallado la crisis —respondió—. La verdad, la justicia y el sistema de la nación pueden seguir imperando sin mí.
Me besó en la sien con ternura, y mientras yo lo miraba a él y luego a Evan, me pregunté qué narices me pasaba con él. Era un hombre increíble y considerado que había dejado muy claro que quería formalizar nuestra relación, en lugar de salir de vez en cuando, pero yo seguía con mis fantasías de adolescente. ¿De verdad había hombres que fueran mejor partido y más de fiar que un agente del FBI? Además, teniendo en cuenta que nos había presentado mi padre, Kevin ya contaba con la aprobación familiar.
Con toda la intención, me acerqué más a él y lo rodeé por la cintura con los brazos, luego levanté la vista y lo miré a la cara. Llevaba el pelo rubio y ondulado perfectamente cortado casi al cero, y sus ojos azules desprendían encanto y simpatía. En definitiva, era el típico buen chico de cara bonita, como el quarterback, que es mono aunque no tan sexy como el tío vestido de cuero y con el coche tuneado.
—Te agradezco de corazón que estés aquí conmigo.
—Le he dicho a Burnett que hoy necesitaba estar aquí por ti —dijo refiriéndose a su jefe en el departamento de agentes especiales del FBI.
Miró, uno a uno, a Cole, Tyler y Evan.
—Ya volveré a la caza del delincuente mañana.
—¿A quién está persiguiendo, agente Warner? —preguntó Evan.
Percibí cierto tono socarrón en su voz, además de un punto de tensión al estar conteniéndose. Tanto Tyler como Cole debieron de notarlo también, porque ambos miraron de forma cortante a Evan. Tuve la impresión de que Cole iba a decir algo, pero se lo pensó mejor.
—A quien señalen las pruebas —respondió Kevin—. Si uno sigue la pista el tiempo suficiente, encuentra al mamón al final del camino.
—Pruebas —repitió Evan con tono reflexivo—. Creía que las pruebas habían dejado de importar hace años. ¿El método de ahora no consiste en tirar mierda y ver cuánta se pega?
—Si insinúas que hacemos lo que haga falta para reunir las pruebas necesarias —respondió Kevin muy sereno—, estás en lo cierto.
A esas alturas, la conversación había perdido el tono de humor. Torcí el gesto al recordar demasiado tarde que el FBI había investigado a fondo al trío hacía cinco años. Leí la noticia en los periódicos y pregunté a Jahn al respecto. Él me dijo que no me preocupara, que una empresa de la competencia había vertido desagradables acusaciones, pero que sus caballeros no tardarían en limpiar su buen nombre. En ese momento yo estaba volcada en los exámenes finales, así que había confiado en las palabras de mi tío. Y como no volvió a salir nada en las noticias, olvidé el tema por completo.
Estaba claro que Evan no lo había olvidado, y era tal la tensión que había en el ambiente que podía cortarse con un cuchillo.
Carraspeé, decidida a cambiar de tema.
—¿Qué tal la ceremonia inaugural del hospital?
—Inapropiada —espetó Evan. Se metió las manos en los bolsillos e inspiró con fuerza; no hacía falta ser adivina para comprender que estaba esforzándose por contener el malhumor—. Lo siento —añadió con tono amable.
Se volvió ligeramente y, por primera vez desde que se había unido a nuestro grupo, me miró.
—Es que esa ceremonia y la inauguración de esa planta significan mucho para mí, y más todavía los niños a los que vamos a ayudar, pero necesitaba estar aquí. —Por un breve instante me miró directamente a los ojos y sentí que me costaba respirar—. Era un buen hombre —añadió Evan, y el dolor que percibí en su voz fue un reflejo del mío—. Se le echará de menos.
—Sí que se le echará de menos —admitió Kevin. Lo dijo de un modo tan poco natural que yo tuve que reprimir el impulso de soltarme de sus brazos, porque él no tenía ni idea. ¿Cómo era posible que no lo entendiera? En realidad, no conocía a mi tío; él no entendía lo que yo había perdido.
Intenté tragar saliva, pero tenía un nudo en la garganta de tanto contener el llanto. Apreté los puños, como si pudiera mantener a raya la tristeza a base de fuerza.
No funcionó. De pronto me sentí perdida. No había lugar al que ir, ni anclaje posible, y sabía que estaba a punto de perder el control.
«Maldita sea».
Lo había hecho tan bien hasta entonces… Echaba de menos a Jahn, sí, pero no había caído en la autocompasión. Había sobrevivido, y el hecho de estar aguantando el tipo me llenaba de orgullo.
Pero ya no aguantaba más. La frialdad de Evan me había dejado fuera de juego, y sin poder evitarlo, me moría de ansiedad y estaba hecha polvo. Quería salir de ese extraño triángulo formado por Evan, Kevin y yo, pero estaba paralizada.
Solo sabía que el tío Jahn siempre había estado a mi lado. Siempre me había entendido.
Siempre había acudido al rescate.
Pero ya no estaba, y las lágrimas empezaron a brotarme sin remedio.
—Angie —murmuró Evan—. Venga, nena, tranquila.
No tengo ni idea de cómo ocurrió, pero de pronto tenía la cara pegada al pecho de Evan, que me abrazaba y me acariciaba la espalda con una mano, y su voz me apaciguaba diciéndome que me desahogara. Que todo iría bien. Que a mí me iría bien.
Me aferré a él y me entregué a su consuelo. Su cuerpo era fuerte, firme y sólido, y no quería soltarlo. Deseaba sumergirme en su fuerza y reclamarla como si fuera mía. Pero empecé a moquear, así que me aparté por miedo a estropearle el esmoquin, que le habría costado un ojo de la cara.
—Gracias —murmuré, o al menos lo intenté. No creo que llegara a pronunciar la palabra, porque al levantar la vista no percibí la mirada comprensiva de un amigo.
No, fue una mirada fogosa, de deseo. Palpitante, auténtica e inconfundible.
Y tan encendida que me quemó por dentro.
Lancé un suspiro ahogado y el sonido activó algo en él. A continuación, con la misma rapidez con la que había aparecido, el fuego se consumió y yo me quedé helada, vacía y más confundida que nunca.
—Te necesita —dijo Evan poniéndome en brazos de Kevin, quien me acogió, aunque con cierto recelo.
—¿No quieres dirigir unas palabras a los asistentes? —preguntó Cole, y su voz me recordó que Tyler y él estaban ahí al lado, presenciándolo todo.
—Sí que quería —respondió Evan con una expresión tediosa y un tono profesional, como si así pudiera borrar lo que acababa de ocurrir. Pero era demasiado tarde, todo había cambiado.
Yo lo había visto. ¡Maldita sea!, lo que había visto en su mirada había estado a punto de tumbarme.
Sin embargo, en ese momento estaba alejándose de mí y, mientras lo observaba marcharse —a la vez que apretaba con fuerza la mano de Kevin—, supe que iba a tener que ir detrás de él. Porque Evan Black siempre era el que se alejaba de mí.
De pronto lo vi claro y supe cuál era el motivo.