18

«No estás siendo sincera contigo misma».

Durante el resto de la noche y todo el día siguiente, sus palabras me martirizaron una y otra vez, como una cantinela horrible convertida en una molesta melodía pegadiza e irritante.

«No estás siendo sincera contigo misma».

Al principio estaba muy cabreada. Me paseé arriba y abajo por la casa, estuve bebiendo y logré reprimirme y no tirar cosas al suelo y romperlas, pero solo porque me gustaban todas las que había en el apartamento de Jahn, y porque ya había sacrificado una taza de café por culpa de Evan Black.

Así que mitigué la ira quemando calorías, andando a grandes zancadas por todo el piso, enfurecida, hablando sola como una loca psicótica y soltando algún que otro taco muy ocurrente.

«No estás siendo sincera contigo misma».

Entonces me senté e intenté ver la televisión con el propósito de sofocar aquella incordiante vocecilla que seguía resonando en mi cabeza y que me decía que Evan tenía toda la razón.

Pero la voz era demasiado fuerte y no podía concentrarme, ni en las noticias de la CNN ni en los episodios de Buffy, cazavampiros. Ni siquiera en la fascinante figura de Gordon Ramsay vociferando y echando pestes de los pobres aspirantes a chef.

«No estás siendo sincera contigo misma».

Maldito Evan Black.

Tenía toda la razón.

Tenía toda la razón, pero a mí me daba miedo cambiar: llevaba tantísimo tiempo viviendo la vida que otros querían que viviera que temía no saber hacer otra cosa. De hecho, ni siquiera sabía del todo cómo ser yo.

Dios santo… Cómo había llegado a complicarlo todo… Mis padres no habían perdido a una hija, sino a dos. Porque ni siquiera conocían a Angelina, ya no. Me había esforzado tanto por ser Gracie para ellos que había enterrado por completo a su hija menor.

«No estás siendo sincera contigo misma».

Desde luego, eso era quedarse muy corto. Y había necesitado nada menos que enamorarme para darme cuenta al fin.

—¿Señorita Raine?

Estaba en la terraza, de pie frente a la pared de cristal, mirando el lago, aunque en realidad no lo veía. Me volví al oír la voz de Peterson.

—¿Sí?

—¿Puedo traerle alguna cosa? Debería comer algo.

—No tengo hambre.

—No ha desayunado. —Hizo una pausa—. ¿Puedo hacer algo por ayudarla, tal vez?

—No. —Él no podía ayudarme. A mí misma me estaba costando un mundo ayudarme. En realidad, me estaba costando un mundo ordenar mis pensamientos.

Sabía lo que quería: quería quedarme en Chicago. Quería a Evan. Quería trabajar para la fundación.

Quería ser sincera conmigo misma, pero tenía miedo de apartarme del camino que yo misma me había trazado. Y me aterrorizaba la idea de decepcionar a mis padres.

Tan solo podía ayudarme una persona. Tan solo había una persona que podía abrazarme con fuerza y lograr que me sintiese segura mientras me lanzaba a correr el riesgo que me disponía a correr.

Necesitaba saltar, y sabía con absoluta certeza que solo podría hacerlo si tenía a Evan a mi lado.

—Peterson —lo llamé, volviéndome antes de que desapareciera con su discreción característica en el interior del apartamento—. Espere. Hay algo que sí puede hacer por mí.

—Lo que usted diga, señorita Raine.

—Necesito un coche.

El chófer me llevó primero al despacho de Evan, en el centro de la ciudad, pero a menos que su secretaria me mintiera para encubrirlo, él no estaba allí.

Luego fui al barco, pero tampoco lo encontré.

—¿Quiere que la lleve de vuelta a casa, señorita?

—No —contesté bruscamente. Saqué el móvil y estuve a punto de marcar, pero no quería darle la opción de que me dijera que no quería verme—. Vamos al Destiny —dije, y miré pacientemente por la ventanilla el resto del trayecto.

Esperaba con toda mi alma que estuviese allí, porque de lo contrario me quedaría sin alternativas. Y aunque ya había recurrido a la ayuda de Cole, no quería volver a hacerlo a menos que fuese estrictamente necesario.

No vi el coche de Evan cuando nos detuvimos frente al local, pero tampoco veía todo el aparcamiento trasero. Di las gracias al conductor e, imbuida de un repentino espíritu positivo, le dije que no me esperara. Luego entré, pagué la entrada, esta vez a una morena más bien menuda, y accedí por una de las puertas a la sala principal.

Parecía exactamente igual que la otra vez: las chicas seguían bailando y los hombres seguían mirándolas. Todo parecía igual que la última vez que había estado allí. Lo único que había cambiado era yo.

—Yo te conozco.

Cuando levanté la vista vi el rostro de una mujer rubia que me resultaba familiar, vestida con una minifalda diminuta y nada más.

Tardé un segundo, pero la reconocí: era la chica que estaba en la entrada la vez anterior.

—Hola —le dije—. Estoy buscando a Evan.

—¿Otra vez?

—¿Cómo dices?

Se encogió de hombros.

—Ahora mismo está en una reunión —dijo la chica, y di un salto de alegría para mis adentros. Al menos estaba allí, en alguna parte.

—Lo esperaré en la barra. —Eché a andar en esa dirección y luego me senté. La chica me siguió y se desplomó sobre un taburete a mi lado—. Mmm… ¿Pasa algo?

En lugar de responderme, me repasó de arriba abajo.

—Así que tú eres la de este mes.

La miré con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué has dicho?

—Es que folla con un montón de tías, ¿sabes? Con ninguna de nosotras, por supuesto. Son las reglas y todo ese rollo, pero las trae por aquí. Para ponerlas cachondas, ¿sabes?

No dije ni una palabra.

—Total, que la cosa nunca dura mucho tiempo. A ver, no te estoy diciendo nada que tú no sepas, ¿a que no? Ha sido sincero contigo, ¿verdad? Te ha dicho que lo vuestro solo es un rollo pasajero, ¿no?

Muy a mi pesar, noté que se me hacía un nudo enorme en el estómago.

—¿Hay alguna razón por la que estemos manteniendo esta conversación?

La escena era surrealista: estaba sentada en un taburete hablando de mis relaciones sexuales con Evan con una mujer con las tetas a escasos centímetros de mi cara. ¿Cómo coño era posible?

Se encogió de hombros.

—Considérame una especie de servicio de avisos ambulante y parlante, porque si él no te lo ha dicho, entonces deberías saberlo. Deberías saber que para Evan solo existe una mujer.

Puede que se folle todos los coños del mundo, pero al final siempre vuelve con ella, todas las putas veces. Joder, si hasta la lleva tatuada en el brazo.

—¿Que la lleva…? Espera un momento. ¿Qué?

—Ivy —dijo la rubia—. El tatuaje de la hiedra que lleva en el brazo: es por el nombre de su chica: Ivy. ¿Qué pasa? ¿No lo sabías?

—Sí, ya lo sabía —le dije, bajándome del taburete—. Y también sé que tengo que hablar con él ahora mismo.

No intentó detenerme cuando crucé por la misma puerta por la que Evan me había llevado la última vez que estuve allí. Recordaba que había visto algunos despachos allí dentro, y como no se me ocurría nada mejor, supuse que estaría en uno de ellos.

Eché a andar y, como no encontré a nadie al otro lado que me detuviera, seguí adelante.

«Ivy». ¿Qué demonios…? Me imaginé el esqueje de hiedra del tatuaje. Ivy. Incluso le había preguntado al respecto, y él no me había dicho que tuviese nada que ver con un nombre de mujer.

«Mierda».

¿Significaba eso que Evan me estaba mintiendo, o la mentirosa era aquella rubia de mierda?

Yo ya sabía qué respuesta quería. Incluso sabía qué respuesta creía.

De lo que no estaba segura era de si lo que yo creía era cierto.

Oí voces al otro lado de la puerta cerrada de la sala de reuniones y me detuve, ladeando la cabeza mientras trataba de reconocer la voz de Evan.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Evan estaba allí delante, y di un salto tan repentino que por poco me golpeé la cabeza en el techo.

—¿Lina?

—¡Hostia puta, Evan! —grité, más por la vergüenza de que me hubiesen pillado in fraganti que porque estuviese realmente asustada.

Detrás de él pude ver a Tyler y a Cole sentados a una mesa de reuniones repleta de planos, dibujos técnicos y toda clase de bocetos.

Los tres parecían agotados, y ninguno demasiado contento de verme.

—¿Qué haces aquí? —dijo Evan.

Tragué saliva, como si me hubieran soltado en mitad de la obra de fin de curso del colegio sin que nadie me hubiese dicho qué tenía que decir. No era así como me había imaginado la escena. En mis fantasías, yo iba a buscar a Evan, le confesaba que él tenía razón y luego me arrojaba en sus brazos.

En ese momento, en cambio, me estaba preguntando si me habría echado de menos siquiera.

En ese momento, en cambio, me estaba preguntando quién sería Ivy.

—He cometido un error —le dije, arrancándome a duras penas las palabras de la garganta atenazada por las lágrimas—. Lo siento. No debería haber venido.

Percibí un destello de inquietud en sus ojos, pero no tenía tiempo para analizarlo. Me di media vuelta y eché a correr hacia la puerta de la parte trasera, la empujé y salí al sol radiante de la tarde.

Supe de inmediato que había metido la pata hasta el fondo. El edificio era enorme, y si quería llegar a la calle, tendría que rodearlo por completo.

—Mierda —solté, a pesar de que estaba sola.

Rebusqué en mi bolso para sacar el móvil mientras empezaba a rodear el edificio. Llamaría a un taxi. Llamaría a Peterson. Haría lo que hiciese falta para largarme de allí de una puta vez, porque no podía quedarme. Y, sin embargo, tampoco podía moverme, porque las lágrimas habían empezado a resbalarme por las mejillas y el mundo era borroso a mi alrededor, y lo único que quería era sentarme en el asfalto y llorar hasta que todo dejase de herirme tanto.

—Nena…

Evan me rodeó con los brazos, fuertes y firmes, y aunque quise quitármelos de encima, dejé que me abrazara mientras me hundía en el bordillo, donde la acera daba acceso a la entrada del aparcamiento.

—Cielo, ¿qué haces aquí fuera?

Me zafé de él, pero luego tuve que abrazarme a mí misma, porque en cuanto sus brazos dejaban de rodearme, me sentía perdida de nuevo.

—¿Lina? Joder, Angie, dime algo. Estás empezando a asustarme.

Aspiré aire con fuerza, pues tenía la respiración entrecortada; me aparté el pelo de la cara y me volví hacia él.

—¿Quién es ella? —pregunté, forzando la voz para que no me temblara—. ¿Quién es Ivy?

Abrió los ojos como platos y habló muy despacio y con mucho cuidado, como si fuera una bomba que pudiese estallar en cualquier momento.

—¿Por qué quieres saberlo?

Me dije a mí misma que no iba a gritar. Que iba a comportarme como un ser racional. Que confiaba en él y no iba a ser una de esas mujeres que perdían los estribos por un ataque de celos.

Me dije todo eso a mí misma, pero me costaba horrores seguir mis propios dictados.

Alargué la mano y le toqué el brazo. La manga de la camisa lo ocultaba, pero casi sentía el calor del tatuaje quemándome por dentro.

—Necesito saber que no estabas jugando conmigo, Evan. Quiero decir, supongo que si era eso lo que estabas haciendo, entonces es culpa mía, maldita sea. Fui yo quien dijo que no quería que fuera una relación seria, que sería algo temporal, ¿verdad? Fui yo quien dijo tres semanas.

Me levanté del bordillo y me volví para mirarlo. Sentí las lágrimas resbalándome por la cara, aunque ya no lloraba. Estaba hecha un desastre, pero al menos era un desastre con cierta apariencia de control.

—Pero luego me preguntaste si me iba a quedar en Chicago y supongo que pensé… a lo mejor esperaba…

—¿Qué? —preguntó.

Era solo una palabra, pero lo dijo con un sentimiento de esperanza tan tenue que me infundió valor.

—He venido aquí porque tenías razón. Porque no estoy siendo sincera conmigo misma.

Quiero dedicarme al arte, no a la política. A la belleza, no a los proyectos de ley ni a las negociaciones. Y por eso he venido aquí, para decírtelo. Porque, porque… —Sacudí la cabeza, sin estar preparada todavía para expresarlo todo en palabras—. Pero a lo mejor he dado demasiadas cosas por sentado. Porque yo no sabía nada de ella. Yo no sabía nada de…

—Ivy —dijo, y tuve que cerrar los ojos para acallar el dolor que me causaba escuchar ese simple nombre.

Me sujetó los hombros con las manos.

—Mírame —dijo.

Vacilé y luego abrí los ojos, muy despacio. Vi una expresión de afecto en su rostro. Afecto y deseo, y algo extraordinariamente parecido a la felicidad. Creo que tal vez incluso vi amor.

Y entonces, sin previo aviso, se inclinó y me besó con tanta ternura que casi me hizo llorar de nuevo.

—Vamos —dijo cuando se apartó. Entrelazó los dedos con los míos y echó a andar hacia su coche.

—¿Adónde vamos?

—Tengo que decirte unas cuantas cosas —dijo—. Creo que empezaremos por Ivy.

El trayecto en coche fue tranquilo, en especial porque Evan no dijo absolutamente nada, ni yo tampoco. Parecía contentarse con esperar. A mí me daba miedo romper el silencio por si estaba equivocada y no era felicidad lo que había visto en sus ojos. Y si me estaba llevando a presentarme a la novia que tenía escondida en una torre, no quería saberlo hasta el último momento.

Sin embargo, en realidad, simplemente estaba dispuesta a rendirme. Yo misma había entrado en una dinámica delirante por algo que empezaba a creer que era un malentendido, y había boicoteado mi propia vida y mi futuro por los remordimientos y por miedo. Tenía que aprender a dar un paso atrás… y Evan era la única persona del mundo en quien confiaba.

Esperaba con toda mi alma no equivocarme.

Sin embargo, cuando llegamos a Evanston, ya no pude más.

—¿Cuánto falta?

—Cinco minutos.

Tragué saliva y asentí.

—Está bien —dije, y me enfadé conmigo misma al ver que se me quebraba la voz. Lo miré de reojo—. No me rompas el corazón.

—Eso nunca —dijo con tanta seguridad que una lágrima solitaria me resbaló por la mejilla.

Me la sequé, rabiosa por estar tan sumamente sensible.

Habíamos llegado a un barrio cerca de la universidad de Northwestern. Evan enfiló hacia una calle más estrecha y luego avanzó hacia la verja de entrada de una mansión impresionante con una hermosa parcela de césped bien cuidado.

—Ya hemos llegado —dijo mientras tecleaba un código en la puerta de acceso. La puerta se abrió y él siguió avanzando hacia la casa, y cuando el camino de entrada se hizo más amplio, vi una piscina, una pista de tenis y una casa para invitados.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En mi casa —dijo, y luego apagó el motor.

—¿Esto es tuyo? —Aquello no me lo esperaba—. Pero ¿y el barco…?

—Prefiero vivir allí. —Abrió la puerta y se bajó del coche—. Vamos.

Respiré hondo y lo seguí, sin saber muy bien qué debía esperar, pero segura de algo: si intentaba hacer conjeturas, sin duda me equivocaría.

La puerta principal disponía de su propio teclado de acceso y Evan introdujo el código y entró. Lo seguí y miré alrededor con mudo asombro al ver aquel interior tan magnífico y espectacular. Yo me había criado en una casa preciosa, y el ático donde vivía era impresionante, pero el interior de la mansión de Evan era una mezcla absolutamente perfecta de belleza y confort. Irradiaba dinero y buen gusto, además de una agradable sensación de ambiente hogareño. Era una casa acogedora y bonita, lo que hacía que me resultara aún más chocante que no quisiera vivir allí todo el tiempo.

—¡Soy yo! —gritó, y el volumen de su voz me sorprendió—. ¿Hay alguien en casa?

Al cabo de un momento, una mujer gruesa vestida con unos pantalones negros holgados y una camiseta de trabajo salió de una habitación contigua con un paño de cocina en las manos.

—¡Señor Evan! ¿Por qué no ha llamado para avisar de que venía? Le habría preparado la cena.

—No te preocupes, Ava. Ya nos espabilaremos y prepararemos algo nosotros más tarde. —Me señaló con la cabeza—. Te presento a Angelina Raine. Se quedará a pasar la noche.

Antes de que pudiera reaccionar a esa novedad, Ava me agarró la mano y me la estrechó con sumo entusiasmo.

—¡Qué maravilla! Hemos oído hablar tanto de usted…

Miré a Evan asombrada.

—Gracias. Le agradezco que pueda acogernos después de presentarnos así, sin avisar.

Hizo un gesto con la mano para restar importancia a mis palabras y creí que iba a decir algo más, pero el ruido de unos pasos correteando en el piso de arriba captó toda nuestra atención.

Al correteo le siguió la voz de una mujer que gritaba:

—¡Evan! ¡Evan!

Imaginé que sería Ivy, pero había algo extraño en aquella voz, algo que no supe identificar.

Y entonces apareció precipitándose escaleras abajo con la ilusión de una niña pequeña corriendo a abrir un regalo. Tenía el pelo largo y despeinado, y lo llevaba de tal manera que le cubría la cara. Llevaba una sudadera de color rosa con el estampado de un corazón púrpura gigante y unas zapatillas de deporte Converse. Se detuvo en seco delante de nosotros y se apartó el pelo de la cara… y entonces tuve que hacer un gran esfuerzo por contener un grito ahogado.

El rostro de la chica tenía tantas cicatrices que casi no parecía el de una mujer. Solo conservaba la mitad de la nariz, no había ni rastro de las cejas y tenía la boca torcida en una especie de mueca risueña. Sin embargo, la mueca irradiaba tanta alegría de ver a Evan que parecía iluminarla desde dentro, lo que me emocionó e hizo que se me humedecieran los ojos.

Se quedó inmóvil un segundo y luego se arrojó a sus brazos, gritando:

—¡Te he echado de menos! ¿Qué me has traído? ¿Qué me has traído?

—Algo muy chulo —dijo Evan, metiéndose la mano en el bolsillo. Sacó su cartera, la abrió y sacó un billete de dos dólares—. ¿Sabes qué es esto? —preguntó mientras se lo daba.

La chica lo examinó con atención.

—¿Dinero?

Evan se echó a reír.

—Bueno, sí, claro. Pero ¿cuánto?

Sus ojos llenos de marcas se abrieron un poco más.

—¡Es un billete de dos! ¡Vaya! ¡Nunca lo había visto! ¿Es de verdad? ¿Podré comprarme una bolsa de tiras de regaliz?

—Exacto, y claro que podrás comprar regaliz.

—¡Gracias! —Le echó los brazos al cuello—. ¡Te quiero! ¡Te echo de menos!

—Yo también te quiero y te echo de menos. Y adivina qué más te he traído —dijo, soltándola. Me señaló con la cabeza—. Una nueva amiga.

Se volvió hacia mí y me dedicó una sonrisa radiante, revelando unos dientes perfectos.

—¡Hola! ¡Eres muy guapa!

Se me escapó la risa.

—Gracias —le dije—. Y tú también —añadí, y me recompensó con su deslumbrante sonrisa—. Y a mí también me encantan las tiras de regaliz.

—¿De verdad? ¡Uau! ¿Cuántos años tienes? —me preguntó.

—Casi veinticuatro —contesté.

—¿En serio? —exclamó, como si fuera la cosa más increíble del mundo—. ¡Yo tengo veinte! Eso es un dos y un cero porque son dos decenas, ¿a que sí, Evan?

—Exactamente. Se llama Angelina —añadió, señalándome—. Lina, te presento a mi hermana, Melissa Ivy Black.