16

—¿Aquí? ¿En serio? —Me asomé por la ventanilla del Lexus que había enviado Evan para recogerme. Acabábamos de entrar en el puerto de Burnham y estábamos dejando atrás los embarcaderos—. Creía que iba a llevarme a casa del señor Black.

El chófer, que se había presentado como Red, me miró a los ojos a través del espejo retrovisor.

—Y es lo que hago, señorita Raine.

—¿En serio? ¿Vive en un barco? —Tuve que admitir que le pegaba bastante a Evan. A ver, ese hombre era una caja de sorpresas. Y la verdad, eso era alucinante. Aún alimentaba más mi fantasía de que era capaz de echar a volar en cualquier momento… y de que podría llevarme con él a donde fuese.

Me recosté en el asiento, sonriendo, y seguí observando por la ventanilla un atracadero tras otro. Me inventé un juego, tratando de adivinar cuál de aquellos barcos sería el suyo, pero cada vez que llegábamos a uno que parecía verdaderamente espectacular, Red seguía adelante y pasaba de largo. Ya empezaba a pensar que Red se había equivocado de muelle y era demasiado orgulloso para admitirlo cuando, por fin, llegamos a nuestro destino.

El barco de Evan estaba anclado en el último atracadero de todos, y cuando salí del Lexus le vi en la cubierta, con unos pantalones cortos y una camisa estilo polo. Tenía el pelo alborotado por el viento y parecía como si hubiese pasado la mayor parte del día en el agua. Aunque tal vez eso fuese lo que había estado haciendo todo el día; de todos modos, me resultaba imposible saberlo.

—¡Vaya barco! —exclamé, y me sonrió como un niño, lleno de vida y entusiasmo—. ¡Tienes una casa flotante!

—Tu capacidad de observación es realmente espectacular. —Se precipitó hacia la rampa instalada para facilitar el acceso y acudió a mi encuentro a mitad de camino.

Había tenido la audacia de llevarme una mochila con unas cuantas cosas: una muda de ropa, un cepillo de dientes y un poco de maquillaje, y me la quité del hombro para dársela. Y aunque podían ser imaginaciones mías, creo que no solo adivinó lo que había traído, sino que le parecía una iniciativa magnífica.

Fue un milagro que no me tropezara al subir la rampa, de tan absorta como estaba maravillándome ante lo que veían mis ojos. Era un barco enorme, todo blanco, de elegantes líneas que le daban un toque futurista. Yo no sabía gran cosa de barcos, pero sí sabía que era gigantesco. Y que debía de haber costado una fortuna.

—Bueno, ¿y por qué te decidiste a vivir en un barco? —le pregunté cuando llegué a la cubierta. Tuve que admitir que, con lo poco que había visto hasta el momento, la cosa tenía su atractivo. La cubierta era amplia y estaba bien equipada, con muebles diseñados para comer o descansar, pescar o nadar. Joder, si hasta tenía una bañera de hidromasaje…

—Fue un impulso —dijo—. Por lo general, no soy una persona impulsiva, sino que suelo planificar todos mis movimientos, tanto en mi negocio como en mi vida personal.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tienes planeado para mí?

—Muchísimas cosas —dijo—. Te prometo que vas a quedar muy satisfecha.

—Ah. —De repente sentí un calor abrasador.

—Aunque para ser sincero —continuó, volviendo al tema de la embarcación—, a pesar de que técnicamente esto es una casa flotante puesto que vivo en ella, la mayoría de la gente diría que es un yate. —Se encogió de hombros—. Aunque yo tampoco lo llamo así: para mí, este barco se llama Luna nueva, como la película.

Me eché a reír, maravillada.

—¡Me encanta!

Inclinó la cabeza.

—Me alegro de que te guste.

—Pero todavía no me has dicho por qué.

—Supongo que la idea de vivir en un barco apelaba a mis fantasías de ser un pirata. De soltar amarras y largarme en el momento que me apetezca. Y, por supuesto, tiene todos los compartimentos esenciales para esconder mis riquezas acumuladas por medios fraudulentos.

—Claro, claro —exclamé con un tono frívolo, a pesar de que me preguntaba si lo decía en serio—. ¿Por qué molestarse en comprar una casa flotante si no está bien equipada?

—Sabía que lo entenderías.

Ladeó la cabeza hacia la popa. ¿O era a estribor? Nunca se me había dado bien la terminología náutica. El caso es que lo seguí a través de una puerta de madera hacia un salón impresionante que parecía la sala de estar de un ático de lujo. Daba a una zona de comedor, y supuse que más allá, al fondo, estaría el puente de mando, pero no lo comprobé porque Evan me condujo por una pequeña escalera al nivel superior, que consistía en un único camarote gigante. Aquello no me sentó muy bien, sobre todo porque mi mente empezó a evocar la imagen de todas las mujeres que sin duda habían estado allí antes, mujeres que no habían ido con propósitos platónicos y luego se habían quedado a dormir en su propio camarote. Porque, vamos a ver, «Sube un momento, que te enseño mi casa» es una frase para ligar que está ya muy trillada, pero ¿y si la frase es «Ven, que te enseño mi barco»?

—¿Qué te pasa? —preguntó—. Pareces pensativa.

—Eso solo es una observación sin fundamento —contesté—. Nunca pienso si puedo evitarlo.

Me besó en la nariz.

—O tal vez piensas demasiado.

Arrugué la frente porque, en el fondo, Evan tenía toda la razón.

Por suerte, el móvil le sonó en ese preciso momento, así que no pudo seguir preguntándose en qué pensaba. Echó un vistazo a la pantalla y luego me miró.

—Lo siento, pero tengo que contestar esta llamada sin falta. Hay algunos bañadores en aquel armario, en el cajón superior de la izquierda. ¿Por qué no te pones uno y subes conmigo a la cubierta?

—Claro —le dije, aunque por dentro se me encendía la sangre. Por lo visto, tenía razón: no solo había llevado allí a multitud de mujeres, sino que eran tantas que incluso les proporcionaba la ropa.

—Hola —dijo mientras contestaba la llamada y salía de la habitación—. Cuéntame.

Y luego desapareció y me quedé a solas en el camarote con el bañador de otra mujer, pero cuando empecé a hurgar en el cajón descubrí que todos los bañadores aún llevaban la etiqueta.

Miré hacia la puerta, como si Evan siguiera allí, como si, de algún modo, pudiese invocar su presencia y desvelar todos sus misterios.

Como el cajón era muy espacioso, me tomé la libertad de sacar mi ropa de la bolsa y colocarla dentro. Cogí un biquini verde esmeralda, me cambié y me dirigí escaleras arriba hacia el salón. No encontré a Evan, así que continué andando hacia la cubierta en su busca.

Todavía estaba hablando por teléfono cuando llegué, de pie, de espaldas a mí y frente a la extensión del lago.

—Vamos, hombre. Tú sabes que yo no soy así, y joder, desde luego que no voy a dejarte colgado. Sí, estoy pensando en dos años, en líneas generales. Pero primero tenemos que ocuparnos de esa historia de California. Sé que es un desastre, pero va a ser aún peor si se confirman los rumores y vienen a por nosotros. Sí, bueno, tenemos que estar seguros. —Se echó a reír—. Eres un capullo. Está bien, está bien. De acuerdo, cuéntame el resto.

Lo oí lanzar un silbido.

—Neely es un gilipollas, pero tienes razón, podría convertirse en un problema. Cole es bueno, pero sí, ya lo sé. No debería bromear con esas cosas. Deja que piense algunas opciones y te llamo, ¿vale? En cuanto a lo otro… ¿qué? No, tío, no. Sabes perfectamente que cuanto más volátil, antes querré deshacerme de ello. Pues sí, joder, parece que con los años me está entrando cada vez más aversión al riesgo. En cuanto rondas los treinta, te cambia toda la perspectiva.

Se rió y luego siguió hablando en voz baja.

—Vete a la mierda, no me vengas ahora con esas… Ya te he dicho cuáles son mis motivos.

No puedo arriesgarme a joderlo todo por ella.

Arrugué la frente, sintiéndome como una voyeur mientras trataba de encontrarle el sentido a aquella especie de monólogo. No creo que hubiese reparado en que yo ya estaba en la cubierta, y desde luego no tenía ni la más remota de a quién se refería con lo de «ella». Era como si viera la palabra suspendida encima de su cabeza, parpadeando en rojo en una especie de bocadillo gigante, como en los cómics. No quería ponerme celosa, porque lo nuestro, por definición, era algo pasajero, pero aunque racionalmente yo era consciente de ello, el resto de mi ser se estaba poniendo muy, muy nervioso.

Bueno, a la mierda.

Me perdí parte de la conversación, ocupada como estaba en sentirme celosa en mi cabeza, así que al cabo de un momento vi que lo tenía a mi lado.

—No te he oído subir.

—Es que tengo los pies muy ligeros —bromeé.

—¿De verdad? —exclamó, y luego me arrimó a él, situando la mano izquierda sobre mi mano derecha y apoyándome la otra en la espalda, como si fuésemos a bailar un vals.

Todas mis preocupaciones se desvanecieron de un plumazo.

—¡Evan!

Se desplazó por la cubierta, guiándome, y teniendo en cuenta que soy incapaz de seguir los pasos de baile con música —conque mucho menos sin música—, no tuve más remedio que admirar su capacidad para ir sorteando mis pies, que eran cualquier cosa menos ligeros.

—No era mi intención espiar tu conversación —le dije—, pero ¿qué pasa con Neely?

—¿Neely?

Me reí.

—Sí, ¿te acuerdas de él? Era el tipo que tenía el Bestiario auténtico. Acabas de mencionar su nombre por teléfono. Como he dicho, no pretendía espiarte, pero he reconocido su nombre, claro. ¿Es por el Da Vinci?

—¿Qué relación podría tener eso con el Da Vinci? —preguntó, y tenía parte de razón. Sin embargo, antes de darme tiempo a reconocerlo, me hizo dar un giro y luego me inclinó completamente hacia atrás con una floritura. Me eché a reír, disfrutando de aquel lado alegre y frívolo de su personalidad. Entonces me levantó y me besó, y mi estado de ánimo efervescente se transformó en algo mucho más intenso. Abrí la boca y mi cuerpo se incendió de inmediato, igual que siempre que estaba cerca de Evan. Los juegos preliminares nunca estaban de más, pero, desde luego, a mí no me hacían ninguna falta en ese momento. Bastaba con un roce o una caricia para que me excitase. Como si fuera una cerradura y él fuese la única llave capaz de encajar en ella. Como si fuéramos dos mitades de un mismo mapa del tesoro.

Como si llevara esperándolo toda mi vida.

Me aparté, confundida de pronto.

—¿Lina?

Oí la preocupación en su voz y me obligué a sonreírle.

—Lo siento. Creo que me he mareado un poco cuando me has echado hacia atrás.

—Siéntate —dijo, llevándome a una tumbona—. Te traeré un poco de agua.

Se fue antes de que pudiera protestar y me quedé en la cubierta, sintiéndome culpable por mi mentira, porque la verdad era que cuanto más conocía a Evan, la fantasía que yo misma me había forjado de adolescente, alimentada por aquel hombre, se acercaba cada vez más a la realidad.

La realidad.

Esa sí que era una palabra curiosa.

Me acordé de los secretos que Jahn había dicho que guardaba Evan. Pensé en las acusaciones de Kevin, en los fogonazos oscuros que había visto en el callejón y en los comentarios crípticos del propio Evan diciendo que no era un buen partido. Todo eso había alimentado mi fantasía del chico malo y peligroso que siempre va un paso por delante de la ley.

Y, sin embargo, de pronto… yo quería algo más que la fantasía. Quería ver la realidad de aquel hombre.

Yo había sacado a la luz los aspectos más oscuros de mi pasado, que yo misma había mantenido ocultos hasta entonces, y de pronto esperaba que él hiciera lo mismo.

—Hola —dijo, regresando a toda prisa a cubierta. Llevaba un vaso de agua con gas y una rodaja de lima y cuando me lo dio, se arrodilló a mi lado y me apoyó la mano que le quedaba libre en la frente.

No pude contener la risa.

—Que solo me he mareado —protesté—. No por eso voy a tener fiebre.

—A lo mejor solo busco una excusa para tocarte —dijo.

Mis labios dibujaron una sonrisa.

—No te hace falta ninguna excusa.

—¿Ah, no? Pues me alegro mucho de oírlo. —Miró hacia atrás, a las escaleras que conducían al piso inferior—. ¿Puedo tentarte con un poco de brie al horno?

—Mmm, sí. Me encanta el brie —le dije, y así era.

—Lo sé. Jahn siempre se empeñaba en comprar brie cada verano, para cuando vinieras.

—¿Y te acuerdas de eso? —Estaba sonriendo como una idiota.

—Me acuerdo de un montón de cosas. Bocaditos de beicon rellenos con judías verdes.

Patatas al horno sin mantequilla, pero con toneladas de crema agria. Y filetes al punto.

Entrecerré los ojos.

—Creía que no sabías cocinar.

—Por ti, soy capaz de hacer el esfuerzo.

Extendí las manos y dejé que me ayudara a levantarme. Lo sorprendí con un beso, lento, húmedo y sensual.

—¿Debo sentirme especial o cocinas para todas las mujeres que te traes al barco?

Se lo decía medio en broma, bueno, solo en parte, pero me respondió con un gesto absolutamente serio.

—Nunca he traído a una mujer a este barco.

—Ah. —Me estremecí levemente entre sus brazos, enfebrecida por la forma en que me miraba, como si nunca fuera a apartar la mirada. Y de pronto, estaba perdida. No acababa de entender el efecto que ejercía sobre mí, sobre mi cuerpo. Lo único que sabía era que nunca iba a cansarme de él—. Evan. —Su nombre me electrizó todo el cuerpo—. Dios, Evan, me apetece mucho el brie, de verdad… pero en este preciso instante lo único que quiero es que me folles.

Sus labios esbozaron una sonrisa lenta y sexy, y entonces pensé que esa sonrisa era solo para mí. En ese momento, durase el tiempo que durase, aquel hombre era todo mío. Cada centímetro de su cuerpo duro y delicioso.

Muy despacio, recorrió con el dedo la parte superior de la braga del biquini. Me mordí el labio inferior, sintiendo cómo se me endurecía la parte baja del vientre y experimentando un cosquilleo en toda la piel, anhelando el momento en que ese dedo se hundiría dentro del elástico, y luego se deslizaría más y más allá hasta…

Apartó la mano, sonriendo cuando se lo recriminé con la mirada.

—La paciencia es una virtud, Lina. Y la expectación es un afrodisíaco de la hostia.

—Tal vez —repuse de mala gana—, pero por si no te habías dado cuenta, contigo no me hacen falta afrodisíacos.

—Es bueno saberlo. —Se acercó a mí y luego me recorrió todo el cuerpo con la mirada. Intenté no reaccionar, pero, joder, tenía los pechos cada vez más turgentes, y los pezones, erectos. Y cuando demoró la mirada sobre el vértice de mis muslos, mi sexo empezó a palpitar en respuesta a un deseo insatisfecho, porque el muy cabrón no pensaba tocarme—. Debería tenerte siempre así —dijo en voz baja y suave—. Toda cachonda y húmeda y ardiendo en deseo.

Tragué saliva, y tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no deslizar los dedos por el interior del maldito biquini.

—Así estoy siempre contigo —dije, porque él ya lo sabía, y porque no había ninguna razón para ocultarle nada a aquel hombre.

—Me alegra mucho oírlo —dijo—. Sobre todo porque a mí me ocurre lo mismo. Me tienes siempre ardiendo, Lina.

Me rozó la parte superior del hombro con la punta de los dedos y luego fue deslizándolos perezosamente por mi brazo, produciéndome un escalofrío. Y entonces, justo cuando yo empezaba a entornar los ojos, apartó la mano.

Lo miré, pestañeando, ávida de más caricias, pero él negó con la cabeza.

—Creo que es suficiente por ahora —comentó con un tono de voz arrogante.

—Eres un cabrón, Evan Black. Aunque supongo que eso ya lo sabes, ¿verdad?

—Créeme, nena, me han llamado cosas peores. —Me dio un suave empujón—. Vamos.

Tengo que empezar a preparar la cena.

—A lo mejor debería esperar aquí. Esta tumbona es muy cómoda. Podría terminar lo que has empezado.

—Ah, no, eso sí que no… —Me tomó de la mano y tiró de mí—. Quiero dejarte con las ganas, nena. Nada de masturbarte. Tu coño me pertenece. Tu orgasmo me pertenece. Quiero que cada oleada de placer que te recorra el cuerpo sea obra mía. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza, sintiendo un leve mareo repentino, y no por el balanceo del barco. Y tuve que admitir que, aunque me hubiese dejado frustrada sexualmente en ese momento, no podía negar que la promesa que encerraban sus palabras hacía que mereciera la pena.

Cogí un albornoz de rizo del brazo de una tumbona y lo seguí a la cocina. Fiel a su palabra, había un buen trozo de brie, y lo sirvió junto con un surtido de tostaditas y fruta del que estuvimos picoteando un poco mientras él se enfrascaba en la preparación de la cena, cortando las puntas de las judías verdes, metiendo las patatas en el horno y sazonando los filetes.

Yo lo observaba en silencio, preguntándome por las distintas facetas de la personalidad de Evan Black, las visibles y las ocultas.

Quería saberlo todo y, antes de poder contenerme, le formulé la pregunta que más a menudo me rondaba.

—Evan —le dije—. ¿Por qué dices que no eres un buen partido?

Levantó la vista de la botella de vino, que estaba descorchando en ese momento.

—Hay muchas razones —respondió, y capté el deje de cautela en su voz.

—Me gustaría conocerlas.

—¿Te estás replanteando la idea de mudarte a Washington?

—¿Qué? —Negué con la cabeza, confusa—. No. ¿Por qué lo dices?

Me sostuvo la mirada durante largo rato y, aunque traté de adivinar qué estaba pensando, su expresión no me dio ninguna pista.

—No importa —dijo—. No importa.

Cogí la copa de vino que me ofrecía y bebí un sorbo. Pensé en dejarlo correr y olvidar el asunto. En el fondo, Evan tenía razón. Yo no iba a quedarme allí: me iría al cabo de tres semanas. Entonces ¿qué más daba si nunca llegaba a rascar bajo la superficie brillante y jamás descubría al hombre oculto en el interior?

Solo que sí importaba. No sabía decir por qué, pero importaba mucho.

—¿Es por el tipo de negocio al que te dedicas?

—¿Te refieres al club de striptease?

—Me refiero a lo que sea que hagas que no te convierte en un buen partido.

Se apoyó en la encimera y tomó un sorbo de su copa de vino, sin apartar los ojos de los míos en ningún momento.

—Me parece que cierto agente del FBI te ha metido algunas ideas en la cabeza.

Me humedecí los labios, convencida de pronto de que no debería haber abierto aquella puerta.

—Oye, no importa. No quiero estropear la cena.

—Todavía no he puesto los filetes en el fuego. Tenemos tiempo. —Soltó la copa y atravesó la cocina para situarse frente a mí, al otro lado de la barra—. ¿Qué te dijo Kevin?

Pensé en la posibilidad de responder con alguna evasiva, pero conocía suficiente a Evan para saber que seguiría insistiendo.

—Me comentó algo de que el FBI te vigila. Que estás metido en un montón de líos y mierdas así. No fue muy específico, la verdad.

—Y tú le crees, ¿no? —No había rastro de emoción en su voz. Ni ira. Nada. Solo una pregunta, formulada en un tono inexpresivo.

—Yo no he dicho eso. Lo único que quiero saber es por qué dices que eres un mal partido.

—Porque es la verdad —dijo.

—Evan…

—¿Qué? —Su tono de voz apenas había cambiado pero, en cierto modo, se había vuelto más duro—. ¿Quieres que te llene la copa de vino y te cuente un cuento antes de irte a la cama?

¿Algo que te excite? ¿Algo que evoque la clase de hombre que es capaz de convertirte en una fiera salvaje?

Aparté la vista, porque eso había sido el comienzo de todo, pero yo quería mucho más.

—Algo con mucha acción, ¿verdad? ¿Tal vez la historia de un chaval cuya familia se fue a la mierda cuando él aún estaba en secundaria? Alguien que se dedicó a hacer lo que fuese para ganar algo de pasta y mantener a su familia para que no tuvieran que vivir en la calle. Drogas.

Objetos robados. Coches robados. Lo que fuese. Y tal vez esa historia sea una tragedia, ¿qué te parece?

Hablaba rápido, pero medía cada una de sus palabras. Yo contenía la respiración, absorbiendo cada palabra, consciente de que Evan Black me permitía que me asomara a su interior, mientras yo hacía lo imposible por distinguir la verdad de la historia que me relataba.

—A lo mejor lo detienen y lo envían a uno de esos correccionales para menores. Uno con todas esas mierdas para cagarse de miedo. Pero ¿y si el final de la historia no es un final típico? ¿Y si no pasa lo que pasa siempre? ¿Y si le añadimos un poco de gracia al asunto?

Supongamos que el chico conoce a otros chicos. Supongamos que se hace muy amigo de otros dos, y que se convierten en uña y carne. ¿Los reformó el reformatorio? Nada de eso.

«Cole. Tyler».

Recordé que Jahn me contó que los tres se habían conocido en algún campamento cuando eran adolescentes. Joder…

—Y cuando los tres se hicieron mayores y más listos —dijo, alejándose de la zona de la cocina y rodeando la barra—, aprendieron a burlar el sistema. A correr riesgos. A hacer lo que tuviesen que hacer para salir adelante, porque los tres sabían que el universo no juega limpio. —Lo tenía justo delante de mí, todo ardiente, todo poder y control—. Y si el universo no juega según las reglas, entonces ¿por qué diablos iban a hacerlo ellos?

—No deberían —dije, con el pulso latiéndome en los oídos.

Me acarició los brazos desnudos, y me sentí vulnerable y expuesta a pesar de que llevaba el albornoz de manga corta encima del diminuto biquini.

—Tú no quieres un buen partido, Lina —dijo en voz baja—. ¿A que no?

—No.

—Tú quieres un hombre que viva al límite. Esa es la clase de cosas que te ponen caliente, ¿verdad? —Toqueteó con los dedos la cremallera del albornoz, que arrancaba en la base de mi garganta.

—Sí —admití mientras me deslizaba el albornoz por los hombros. La prenda cayó al suelo hecha un fardo. Las palmas de Evan empezaron a acariciarme los brazos, deslizándose hacia arriba y hacia abajo, y no era la simple fricción la que me quemaba la piel y alimentaba el fuego que me recorría todo el cuerpo.

—Quieres a un hombre al que le guste volar —dijo, recorriendo con la yema del dedo la curva de mis pechos, por el contorno de la parte superior del biquini.

Me costaba trabajo respirar. Tenía la piel completamente erizada. Y detrás del minúsculo trozo de tela, tenía los pezones tan duros que me dolían.

—Quieres experimentar un poco de peligro. —Deslizó el dedo por debajo de la tela para pellizcarme el pezón, arrancándome un jadeo—. Quieres saber que el hombre que está en tu cama no sigue las reglas. —Ese mismo dedo descendió por mi vientre hacia el elástico de la parte inferior del biquini.

Cambié de postura, separando un poco más las piernas y sintiendo que me ardían las mejillas cuando oí su risa suave y maliciosa.

—Dime que tengo razón —exigió, aunque ya sabía que era verdad.

—Tienes razón —le dije.

—Dime que quieres que te folle.

—Quiero que me folles. —Sentí la descarga a través de todo mi cuerpo, como si estuviera tocando un cable de alta tensión. Cerré los ojos—. Te deseo, Evan. Quiero que me folles.

—Quítate la parte de arriba —me ordenó.

Abrí los ojos y descubrí que no me miraba los pechos, sino la cara. Nuestros ojos se encontraron y tragué saliva, debilitada por la fuerza de la emoción que vi en sus ojos. Alargué los brazos hacia la espalda y me desaté el nudo de la tira del biquini, entre los omóplatos.

Luego los subí y me aparté el pelo a un lado antes de tirar del lazo de la nuca, que era lo único que sostenía la parte superior del biquini. La dejé caer y me quedé allí inmóvil, frente a él, con los pechos desnudos y turgentes, los pezones duros y erectos y prácticamente suplicándole que me tocase.

Se acercó y se pasó el pulgar por la lengua para humedecerlo antes de frotarlo despacio sobre uno de mis pezones, que estaba muy sensible. Sentí la sacudida eléctrica de sus dedos recorriéndome todo el cuerpo, obligándome a retorcerme mientras el placer húmedo se me acumulaba entre las piernas, como una llamarada de lava líquida y abrasadora.

Extendió las manos, me sujetó los pechos con las palmas y luego se inclinó para succionarlos con avidez, tan lenta y meticulosamente que tuve que agarrarme a la parte de atrás de un taburete por miedo a desplomarme en el suelo.

Cuando se incorporó, sentí el frío del aire en mis pechos húmedos y vi su tierna sonrisa de satisfacción. Me mordisqueé el labio inferior, preguntándome dónde me tocaría a continuación.

No me sorprendió cuando me dijo que me quitara la parte inferior del biquini. Le obedecí enseguida y vi el destello del fuego en sus ojos. También descubrí la protuberancia que le tiraba de la parte delantera de los pantalones cortos.

Se arrodilló frente a mí y luego me pasó la yema de los dedos por el pubis. Yo estaba desnuda, con cada pliegue visible e hinchado por el deseo. Estaba muy sensible, increíblemente sensible, y cuando se agachó y me sopló en el clítoris, pensé que iba a correrme en ese preciso instante.

—Esa es mi chica —dijo—. Me encanta mirarte.

Se acercó aún más y luego me lamió despacio por toda la hendidura, desde abajo hasta alcanzarme el ombligo; la sensación fue tan sorprendente y erótica que solté un grito, incapaz ya de contener los gemidos ni los temblores de placer que me estremecían el cuerpo.

Entonces se detuvo. Se puso de pie y quise gritar a modo de protesta. Yo quería más. Quería su lengua encima de mí, sus dedos acariciándome, su polla dentro de mi cuerpo. Lo quería todo y lo quería ya, todo a la vez. Quería sentirme desbordada por las sensaciones hasta abandonarme y perderme por completo, y alejarme flotando a la deriva en una nube formada únicamente por Evan.

Pero él no tenía ninguna prisa. Estaba dosificándome el placer, y pese a las ganas que tenía de culminarlo, debía reconocer que aquello también estaba muy bien.

Me tendió la mano y luego me condujo hacia la escalera.

—¿Adónde vamos?

—A la cubierta —dijo, y aunque pensé en protestar, temiendo que hubiese otras personas allí arriba, me mordí la lengua. Estaba convencida de que estábamos solos. Y en caso de que no lo estuviésemos, no podía negar la excitación que me producía la posibilidad de que nos vieran—. Es la hora del postre.

—Ah. —Decidí no preguntar qué había pasado con la cena—. ¿Y qué hay de postre?

—Tú eres el postre —dijo, con una sonrisa enigmática.

Llegamos a la cubierta y me acompañó a una de las tumbonas acolchadas, una de las de mayor tamaño. El sol se había puesto y el lago estaba sumido en la oscuridad.

—Túmbate —dijo, y le obedecí, con la mirada fija en el cielo de la noche y las estrellas ocultas tras el brillo gris del resplandor de la ciudad.

Me recorrió el cuerpo entero con el dedo, demorándose al deslizarlo entre mis piernas, hundiéndose en mi río de lava líquida e hincando luego dos dedos dentro de mí. Separé aún más las piernas, ávida de él, consciente de que estaba tan húmeda que podía adentrarse mucho más, que podía ahondar en mí todo lo que quisiera.

Pero no lo hizo, sino que retiró el dedo, me sonrió y regresó abajo.

Yo me quedé en la tumbona, frustrada.

Y entonces, como no regresó de inmediato, deslicé la mano entre las piernas y empecé a masajearme lentamente el clítoris, ansiosa por aliviar la tensión creciente que se acumulaba dentro de mí.

—Has sido muy traviesa —dijo Evan, hablando en voz baja desde donde estaba sentado, al otro lado de la cubierta—. Eso solo lo puedo tocar yo y solo yo.

—Es que…

—Soy muy posesivo con mis cosas —dijo—. Pero ya nos encargaremos de tu castigo más tarde. Ahora mismo, tengo un regalo.

Se acercó más y vi que sostenía un tazón lleno de fresas. También llevaba un bote debajo del brazo y enseguida reconocí la nata montada.

Me eché a reír, pero me callé cuando me presionó un dedo sobre los labios. A continuación cogió una fresa y me la metió en la boca para que me la comiera. Estaba madura y deliciosa, y lancé un suspiro de satisfacción.

—Ahora cierra los ojos —dijo—. Y a lo mejor te doy un poco más.

Reprimí una sonrisa, pero le obedecí. Entonces oí cómo agitaba el bote y a continuación, que presionaba el tapón.

Y en ese preciso instante sentí el escalofrío fresco, suave y mojado en mi pecho, luego por mi vientre y, por último, deslizándose hasta mi sexo.

—Ay, Evan. Joder, qué gusto… Extraño. Pero bueno.

—Me alegro de oírlo. Ahora abre los ojos pero no te muevas.

Le obedecí y percibí un mundo entero de sensaciones mientras él cogía una sola fresa, la frotaba sobre uno de mis pechos recubiertos de nata y luego se la metía en la boca. Cogió otra, y luego otra. Y durante todo ese tiempo tuve que hacer un esfuerzo enorme por quedarme quieta.

—Te he puesto toda perdida de nata —dijo con una sonrisa diabólica—. Será mejor que te la limpie. —Acercó la boca a mi pecho y yo lancé un grito ahogado y me retorcí mientras me limpiaba hasta el último resto de nata a lametones, haciéndome enloquecer, pero no del todo.

Y entonces utilizó una fresa para recorrer el camino que iba del pecho a la parte baja de mi vientre. Se me contrajeron los músculos del estómago mientras Evan seguía avanzando, cada vez más y más abajo. Me palpitaba el sexo. Estaba tan caliente que tenía la certeza de que la nata se había fundido y se había transformado en un líquido gelatinoso, pero él no parecía dispuesto a darse ninguna prisa. Me lamía entera con la lengua, devorando la nata, haciéndome gemir de placer a la vez que él tragaba y saboreaba la nata, sin dejar de mordisquear y succionar.

Ante mí se expandía la línea del horizonte de la ciudad y los edificios iluminados como piedras preciosas en el cielo nocturno. Me sentía igual que los edificios, como si estuviera iluminada desde dentro y solo unos destellos de luz lograran alcanzar el exterior, allí donde su lengua había querido retozar conmigo y provocarme.

Evan continuaba jugando con mi cuerpo y la nata, cada vez más y más abajo, hasta que al final solo quedaba el vértice de mi sexo. Y luego los pliegues húmedos, por la mezcla de mi propia excitación y la espuma de la nata.

Su lengua me acarició de manera profunda y precisa, como si se hubiera propuesto limpiarme hasta la última gota de nata. Y con cada lametón, sentía que el orgasmo iba creciendo dentro de mí, cada vez más y más intenso, hasta que al final superó incluso los límites del horizonte y me incendió con el mismo fuego que prendía las luces del cielo.

—¡Uau! —exclamé cuando regresé a la tierra de nuevo—. Me ha encantado el postre.

Lo miré con ansia renovada y advertí la erección bajo sus pantalones cortos antes de ladear la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Tienes más nata? —le pregunté, y luego me humedecí los labios con la lengua con un gesto exagerado—. Porque si tienes más, sé exactamente la clase de postre que quiero tomar yo ahora.

Su risa retumbó por todo mi cuerpo.

—Cariño —dijo mientras se desabrochaba los pantalones—, puedes comer todo el postre que quieras.