—No tengo pesadillas cuando estás conmigo —murmuré al despertarme en brazos de Evan, bajo el tenue resplandor de la madrugada que inundaba el cielo, al otro lado de las ventanas.
—Me alegro. —Se desperezó, del todo despierto. Sus dedos me acariciaron el pelo—. No me gusta nada que las hayas sufrido antes. Ojalá pudiera borrarlas. No son reales, ¿sabes? Son los remordimientos que sientes por haber sobrevivido, cariño. Entiendo que eches de menos a tu hermana, y también entiendo que la forma en que te la arrebataron fue jodidamente horrible, pero no debes sentirte culpable por estar viva.
—No —le dije, con voz ronca—. No es por estar viva. —Aspiré aire—. Es porque ella no debería haber salido de casa esa noche.
Hablé en voz baja, tan baja que ni siquiera estaba segura de que hubiese salido algún sonido de mi garganta. Nunca le había contado aquello a nadie, solo a Jahn. Y aunque una parte de mí me decía a gritos que debía seguir guardando el secreto, que no debía tender puentes cuando yo misma iba a quemarlos al cabo de tres semanas, la verdad era que con Evan me sentía segura y cómoda. Y aún más importante: sabía que era lo bastante fuerte para soportar cualquier carga que le echase encima.
—Yo había estado saliendo de noche por ahí sin que nadie se enterase —continué—. Quedaba con los amigos para emborracharme, fumar y hacer todas esas mierdas y gilipolleces, ¿sabes? Y Grace me había estado encubriendo al mismo tiempo que intentaba convencerme para que dejara de hacer esas cosas. Pero no le hice caso. Ella siempre tan perfecta: la hija mayor guapa y brillante, mientras que yo… yo era una puta mierda, y le decía que lo que tenía que hacer era ocuparse de sus propios asuntos.
—Pero esa noche te siguió, ¿verdad?
—Y fue la noche que se la llevaron. —Mi voz se quebró con un sollozo—. Yo ni siquiera me enteré. Ni siquiera supe que me había seguido hasta la mañana siguiente, cuando descubrimos que no estaba en su dormitorio y luego encontraron su cuerpo y nadie entendía por qué se había escabullido así de casa, de noche, sin avisar. Excepto yo. Yo lo entendí. —Lo miré a los ojos, segura de que los míos estaban llenos de culpa y vergüenza—. Nunca dije nada a nadie.
—Eso no habría cambiado las cosas. —Me acarició el pelo—. No fue culpa tuya —dijo en voz baja—. El universo es una puta mierda y no juega según las reglas.
—Dejé de salir, ¿sabes? Ese mismo día dejé de salir de noche a escondidas y de hacer locuras y corté por lo sano con aquella vida salvaje. Cambié por completo. Un cambio radical.
—¿De veras? —exclamó—. ¿Cambiaste tú… o solo tu comportamiento?
No respondí, pero había dado en el clavo y creo que Evan lo sabía. Mi verdadero yo no había cambiado realmente, nada había cambiado. Solo lo había encerrado a cal y canto muy adentro.
Se incorporó y luego me sentó en su regazo. Me incliné para abrazarlo y suspiré. No me gustaba jugar a las confesiones, pero al mismo tiempo me sentí bien al compartir mis secretos.
O mejor dicho, me sentí bien al compartirlos con Evan.
—Soy una mierda de persona, lo sabes, ¿verdad? —le dije—. Debes de ser un santo por aguantarme.
Su risa desganada me retumbó por el pecho.
—No soy ningún santo, no. Y tú tampoco eres ninguna mierda.
—Sí, claro que sí. —Suspiré y cerré los ojos—. Dices que hace mucho tiempo que me deseas, pero me parece que no estás viendo a la persona que crees que estás viendo.
—¿Ah, no? Pues tú misma me has dicho antes que sé verte tal como eres.
—Habrá sido en un arrebato de optimismo, tal vez —dije.
—No. —Era una palabra fuerte y simple, y encerraba todo un mundo de comprensión—. Tenías razón. Te veo tal como eres. Así es. Veo cómo eres.
—¿Y cómo soy? —pregunté, sin soportar apenas lo pequeña e insegura que sonaba mi voz, pero tenía que saberlo. Tenía que oírlo de sus labios.
—Hermosa, vital, inteligente. Eres una persona desinteresada. Tienes empatía con los demás, y aunque no siempre tengas razón, siempre haces lo que consideras correcto. Y además —añadió con una sonrisa maliciosa—, resulta que eres muy buena en la cama.
Al oír aquello, estallé en carcajadas.
—Te veo —repitió—. Veo tu esencia, Lina. El corazón. Y joder, desde luego espero que sea eso lo que ves tú de mí también, porque puede que la capa que recubre mi superficie sea luminosa y brillante, pero debajo de esa capa vas a encontrar un montón de mugre.
—¿Y debajo de la mugre?
—Algo muchísimo más brillante —contestó—, pero es muy difícil llegar hasta allí. Sin contar a Tyler y Cole, Jahn es probablemente la única persona que lo ha logrado.
Me senté con la espalda recta para poder verle mejor la cara.
—Eso es muy triste —le dije, pero mientras pronunciaba esas palabras me di cuenta de que eso se podría aplicar a mí también. En realidad, ¿a cuántas personas había dejado entrar en mi vida? Sinceramente, a excepción de Jahn, no se me ocurría ninguna. Ni siquiera a Kat. Ni siquiera a Flynn—. ¿Y tu madre y tu hermana?
Asintió lentamente.
—Sí. Hasta cierto punto. Pero no las tengo cerca. Se fueron de aquí hace años. Casi nunca las veo.
—Vaya.
Lamenté haberlas mencionado. Recordé que los artículos que había leído hablaban sobre lo mucho que se había esforzado Evan para sacarlas de Chicago y que así pudieran vivir mejor en otro lugar. Él se había quedado allí, dirigiendo las empresas que generaban el dinero para financiar su traslado.
—Tuvo que ser duro para ti —comenté—, todos esos años. La muerte de su padre primero y luego tener que asumir tanta responsabilidad siendo tan joven.
Sonreía sin humor.
—¿Se puede saber cuántos artículos has leído sobre mí?
Me encogí de hombros.
—Todos, creo.
Tal como esperaba, se echó a reír.
—Los escritores de ficción no son los únicos que se inventan historias, Lina.
—¿No es verdad? Eso que dicen de que te hiciste cargo de tu madre y tu hermana…
Su expresión era dura y melancólica a la vez.
—Hice y siempre haré todo lo que esté en mi mano para proteger a mi familia. Correré cualquier riesgo, haré cualquier sacrificio, haré todo lo que sea necesario para cambiar las tornas a mi favor. Y nunca me arrepentiré de ninguna de las decisiones que tomé en lo que respecta a esas dos mujeres.
La pasión de sus palabras reverberó por todas las fibras de mi cuerpo y no pude evitar imaginarme a un joven Evan soportando semejante carga. El hecho de que no solo hubiese sobrevivido a aquello sino que además hubiese prosperado era para mí una prueba más de que Evan era un hombre excepcional.
—El universo es una puta mierda —le susurré, recordando las palabras que me había dicho y preguntándome qué riesgos habría corrido, qué sacrificios habría hecho y, exactamente, cómo había cambiado las tornas a su favor.
—Sí —dijo con hosquedad—. Lo es. —Me miró a los ojos—. No seas ingenua, Lina. Al margen de lo que hayas leído sobre mí o lo que creas saber sobre mí, no olvides que lo que dicen los periódicos ni siquiera se acerca a la verdad.
Arrugué la frente, sabiendo reconocer la oportunidad. Yo le había contado lo de Gracie, y si se lo preguntaba, tal vez me diría la verdad sobre lo que había pasado tras la muerte de su padre, sobre todos los secretos que Jahn había mencionado, sobre todas las cosas que Kevin había insinuado.
Y, sin embargo, no le pregunté nada. No le dije ni una sola palabra.
No sé muy bien por qué me contuve. Lo único que sabía era que el hombre sexy, oscuro y peligroso con el que tanto había fantaseado estaba al fin en mi cama, y seguiría conmigo durante las tres semanas siguientes. ¿Quería arriesgar todo eso aportando un poco de realidad a la situación?
La respuesta era no, así que me quedé en silencio, acariciándole la mano con suavidad. Ya tenía los nudillos bastante mejor, pero aún estaban enrojecidos, pues la piel aún tenía que cicatrizar.
—Hubo problemas con una de las chicas que trabajan en el Destiny —dijo, a pesar de que yo ni siquiera había arqueado una ceja inquisitiva—. Tuve una pequeña charla con el hombre que causó el problema… Y se acabó el problema.
Me acordé de lo que pasó en el callejón y no me costó nada imaginármelo defendiendo a las chicas del club. Esperaba que la cara del hombre tuviese mucho peor aspecto que los nudillos de Evan.
Lo besé en la comisura de la boca.
—Me alegro.
Me miró a los ojos y sostuvo la mirada, y pareció que me hiciese una reverencia, como si no solo aprobase mis palabras, sino que además acabase de superar algún tipo de prueba. Sonrió un poco, y luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Me recosté en él. A pesar de que aún era asombrosamente temprano, sabía que no lograría conciliar el sueño otra vez. No es que ya estuviese del todo despierta, pero al mismo tiempo me sentía llena de energía.
Dejé que mis dedos exploraran su cuerpo, acariciándole el pecho, remontándole el brazo. El verde vivo del tatuaje de la enredadera se iluminó en la penumbra y seguí el trazo de su contorno con el dedo, sintiéndome relajada y perezosa y muy, muy a gusto con aquel hombre.
—¿Quiere decir algo?
Volvió la cabeza hacia mí, con los ojos entreabiertos.
—Es algo así como un recordatorio —dijo—. Digamos que me mantiene centrado en lo importante.
Esperé a que dijera algo más, pero él se limitó a recostar la cabeza hacia atrás y cerró los ojos de nuevo.
Me vino a la memoria algo que dijo Jahn mucho tiempo atrás sobre los secretos que guardaba Evan. Los suyos, y también los que les guardaba a los demás.
Podría haber adivinado algunos de sus secretos, pero mientras miraba a Evan, descansando plácidamente a mi lado, tuve que reconocer que, en el fondo, no conocía a aquel hombre en absoluto.
Y lo cierto es que quería conocerlo, maldita sea. No había nada en el mundo que deseara tan desesperadamente.
Me desperté de nuevo unas horas más tarde, con el increíble aroma a café y la sonrisa de aquel hombre aún más increíble junto a mí.
—Hola —dijo, pasándome la taza—. Bébete el café. Vístete. Tenemos que irnos.
Lo miré y pestañeé varias veces.
—¿Irnos? ¿Adónde?
—¿Confías en mí?
—Sí —dije sin dudarlo.
—Entonces ya lo verás cuando lleguemos.
Tomé un largo sorbo de café y sentí que volvía a la vida.
—¿Tengo tiempo para darme una ducha?
—Una rápida —contestó.
—¿Tengo tiempo para ducharme contigo?
Se echó a reír.
—Entonces no sería rápida. —Se inclinó y me besó, un beso prolongado e intenso y tan delicioso que fue serpenteando por todo mi cuerpo, prendiendo las primeras llamas de un fuego incipiente.
«Tiene razón —pensé—. No sería rápida en absoluto».
—Venga, ve a ducharte —dijo, cogiéndome la taza y retirándome luego las sábanas mientras yo chillaba y me levantaba de mala gana de la cama.
Me dio unas palmaditas en el culo cuando pasé por su lado a toda prisa y me detuve el tiempo suficiente para lanzarle una sonrisa descarada.
—Desnuda y enjabonada de la cabeza a los pies —le dije—. Pero supongo que te lo vas a perder todo.
—Eres muy mala —dijo, y luego se echó a reír.
Cuando el tío Jahn había remodelado el ático, quería que todos los huéspedes se sintieran tan a gusto como él mismo, como si estuvieran en su propia casa, de modo que se había empeñado en hacer que las cuatro suites de invitados fuesen lo más impresionantes posible.
Cada una contaba con un dormitorio algo más que gigantesco, con una pared llena de ventanales con vistas al lago o al centro de la ciudad. El dormitorio daba a una sala de estar contigua, decorada con muebles de época, un mueble bar, y el electrodoméstico más importante e imprescindible de todos: la máquina automática de café exprés.
Sin embargo, era en el cuarto de baño donde la generosidad de Jahn brillaba en todo su esplendor. A diferencia de la mayoría de las casas, donde solo el dormitorio principal contaba con un cuarto de baño de lo más completo, en el ático de Jahn todos los invitados recibían un trato propio de la realeza. Y el cuarto de baño que se había convertido en el mío cuando fui a vivir allí y escogí mi suite era mi estancia favorita de toda la casa.
Las paredes eran una combinación de teca oscura y mármol blanco con vetas rosadas que conferían a la habitación un ambiente clásico pero ligeramente desenfadado a la vez. La ducha era más grande que todo el baño del apartamento que había compartido con Flynn, y tenía una columna de hidromasaje que iba del suelo al techo y otras dos columnas que cubrían todo el espacio, casi trescientos sesenta grados. Unos bancos de teca flanqueaban las paredes de la cabina de la ducha, y con excepción de la puerta y la pared de cristal de la mampara, las paredes estaban hechas del mármol que tanto me gustaba.
La pared de cristal daba a la sauna situada junto a la ducha, y al lado de una sala de vapor.
Contribuyendo aún más a la temática spa, había una bañera gigante de hidromasaje, un centro de entretenimiento con la televisión oculta detrás del inmenso espejo, y un lugar para las bebidas, con su dispensador de agua con gas y una vinoteca.
Si se tenía en cuenta además el vestidor estilo camerino —que podía albergar cómodamente a una familia entera de cinco miembros—, el baño no era solo increíblemente impresionante, sino fantástico.
Lo único que habría mejorado la experiencia hubiera sido compartirlo con Evan, pero si íbamos cortos de tiempo, tenía que admitir que lo más sensato era que hubiese rechazado mi propuesta.
Aun así, no lograba quitármelo de la cabeza mientras accionaba el chorro de la alcachofa de la ducha, instalada en el techo, y a continuación me lavaba los dientes, esperando a que el agua alcanzase la temperatura idónea. Seguía aún más presente en mi pensamiento cuando entré y me situé bajo el chorro húmedo y tibio.
Incliné la cara, dejando que el agua me resbalara sobre la piel y me empapara el pelo. Había un dosificador de champú en la pared y me puse un poco en la mano para frotármelo sobre la cabeza. Tenía tanta cantidad de pelo que el champú tardó lo suyo en hacer espuma, y yo tardé aún más en aclarármelo a conciencia. Cerré los ojos y dejé que el agua me cayera por la cara y luego me resbalase trazando cálidos senderos por mi cuerpo.
No lo oí entrar, pero incluso antes de que me tocase, yo ya sabía que estaba allí. Tal vez fuese por la variación en el ruido de fondo, tal vez hubo un cambio en la luz… O tal vez estaba predispuesta a percibir su presencia, en sintonía con él, unidos por una conexión que nunca había experimentado con nadie en toda mi vida.
Lo único que sé es que no fue ninguna sorpresa cuando percibí que me presionaba por detrás, su erección apuntalándome el culo mientras sus manos me agarraban los pechos.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra, pero me recosté hacia atrás mientras él me acariciaba, sus poderosas manos jugueteaban con mis pechos y sus dedos retozaban con mis pezones. Me deslizó una mano por el vientre y me encontró húmeda, resbaladiza y dispuesta.
Sus dedos se hundieron en mí, llenándome, y me palparon el clítoris sensible, y me quedé sin aliento cuando pasó el dedo sobre él, desencadenando unas ondas expansivas de calor que hicieron que mi cuerpo entero se estremeciera.
Sus dedos juguetearon conmigo, desplazándose lenta y sensualmente con movimientos sinuosos diseñados para volverme loca, y continuó deslizándolos con minuciosa parsimonia hasta que me alegré al descubrir que Evan me sostenía en pie, porque me flaqueaban tanto las piernas que sabía que me caería redonda al suelo si se le ocurría soltarme.
Estaba tan cerca del clímax que lancé un gemido de protesta cuando retiró la mano, pero en realidad aún no había acabado. Me empujó hacia delante, haciendo que me doblase sobre mi estómago y apoyase las manos en la pared. Evan seguía sin decir nada, y sonreí, de cara a la pared de la ducha, con las manos sobre la piedra caliente y el culo apretado contra él. Me acarició la espalda y sus manos se deslizaron por los costados de mi cuerpo hasta alcanzar mis caderas. Empleó la rodilla para separarme un poco más las piernas y luego, cuando cerré los ojos deleitándome con la anticipación del momento, deslizó su polla dentro de mí.
Estaba tan húmeda, tan increíblemente dispuesta, que me penetró sin dificultad alguna; yo tenía los músculos contraídos para atraerlo más adentro, como si fuera una parte de mí. Como si en el breve espacio de tiempo desde la última vez que había estado allí dentro hubiese perdido una parte de mí misma. Sus embestidas eran profundas, prolongadas, ávidas, y sentí que se le tensaba el cuerpo a medida que se acercaba más y más a la culminación del encuentro.
Aparté la mano de la pared y la deslicé entre mis piernas, ansiosa por palparme el clítoris y acariciármelo cada vez más rápido, al ritmo de sus embestidas. El agua caía a raudales sobre nosotros, pero yo no la notaba. Lo único que sentía era mi mano sobre mi clítoris y el pene de Evan dentro de mí. Yo no era más que un cúmulo de sensaciones sexuales, de la sensación de liberación inminente, de la corriente de la electricidad que se concentraba en el vértice de mis piernas con un único punto vibrante que iba creciendo y palpitando cada vez más, amenazando con estallar, como si fuese imposible que tanto placer pudiese estar encerrado en algo más pequeño que el universo.
Y entonces Evan se corrió, sujetándome con fuerza por las caderas con las manos mientras tiraba de mí, acercándome más a él, nuestros cuerpos entrechocando con violentas sacudidas mientras se vaciaba dentro de mí, llevándome a mi propia liberación cuando el punto vibrante explotó al fin, de forma que un estremecimiento y un hormigueo salvajes me recorrieron todo el cuerpo, hasta los dedos de las manos y los pies.
Apoyé de nuevo las palmas de las manos contra la pared, jadeando, exhausta. No sabía si podría volver a moverme alguna vez. Entonces Evan se retiró de mi interior, me obligó a volverme y yo me moví obediente, arrojándole los brazos alrededor del cuello y enterrando la cabeza en su pecho mientras empleaba una esponja para enjabonarme el cuerpo con delicadeza y ajustaba luego el resto de los surtidores de la ducha para aclararnos bien.
—Creía que habías dicho que llegaríamos tarde —murmuré cuando acabó de asearme.
—Y me imagino que llegaremos tarde —dijo. Me dio un beso tan intenso que mi cuerpo ardió en llamas de nuevo—. Pero ha valido la pena.
«Sí, desde luego que ha valido la pena», pensé mientras me aferraba a él.
Aún me sentía débil y sin fuerzas cuando salimos de la ducha poco después. Me dejé caer a su lado en el banco tapizado, con la cabeza apoyada en su hombro.
—Por tu culpa estoy destrozada —dije, aunque no había ni un atisbo de queja en mi voz.
—Pues tú tampoco te has quedado corta conmigo —repuso él—. ¿Quieres que te desvele la sorpresa?
—¿Es una buena sorpresa?
—La mejor —contestó.
—Entonces, prefiero que no. —Haciendo un enorme esfuerzo me obligué a ponerme de pie y luego le tendí una mano para ayudarlo a levantarse—. Pero te lo advierto: el listón está muy alto. Si no es la mejor, habrá consecuencias.
—Procuraré no olvidarlo —dijo con un gesto serio.
Como no quiso decirme adónde íbamos, vestirse suponía todo un desafío, pero me aseguró que tanto el vestido sugerente como las sandalias que había elegido eran perfectos. Me recogí el pelo en una cola de caballo con unos cuantos mechones sueltos que me caían con aire desenfadado sobre la cara, y luego me puse un poco de rímel y brillo de labios y anuncié que ya estaba lista.
—Perfecto —dijo, volviendo a mi dormitorio después de salir para cambiarse de ropa él también. Llevaba unos tejanos y unos mocasines, con una chaqueta informal encima de una sencilla camiseta blanca.
—No me creo que llevaras una muda completa dentro del maletín.
—No, estaba en mi suite.
—¿Tienes una suite? Si lo hubiera sabido, no te habría dejado compartir la mía anoche.
—Eso no lo digas ni en broma, lo de echarme de tu cama. Y sí, Cole, Tyler y yo dormíamos aquí de vez en cuando. Jahn nos dio un cajón a cada uno.
—Un cajón —bromeé—. Eso es algo serio.
—Lo era —dijo—. Ya sabes que ese hombre era como un padre para mí.
Puede que yo hablase en broma, pero capté de inmediato que Evan lo decía en serio.
—¿Y tu padre? Quiero decir, tú ya eras mayor cuando murió. Seguro que te acuerdas de él.
—Me acuerdo de él —dijo con gran frialdad—. Era un cabrón hijo de puta.
—Vaya, lo siento —dije, consciente de que mis palabras eran absurdas. La prensa había pintado un retrato muy convincente de una familia feliz golpeada por la tragedia. En ese momento traté de reajustar la imagen que me había formado y transformarla en la de una familia rota que había quedado aún más destruida con la muerte del padre de Evan. Un hombre que, por lo que estaba averiguando, no había sido exactamente un gran padre ni un buen marido.
Intenté imaginarme qué hubiera sido de mí de no haber contado con mi padre, y la sola idea me dejó un enorme hueco en el estómago.
Me acerqué a él y lo agarré de la mano, luego me puse de puntillas para rozarle los labios con un beso.
—En ese caso —le dije—, me alegro más aún de que tuvieras a Jahn.
Salimos del piso y, para mi sorpresa, Evan detuvo el ascensor en la planta baja del edificio en lugar de bajar hasta el aparcamiento.
—¿No vamos en coche?
—Está razonablemente cerca. Tomaremos un taxi.
—Cerca —repetí, barajando distintas posibilidades en mi cabeza.
—Ni lo intentes siquiera. Me llevaría un buen chasco si adivinaras adónde vamos.
Me reí complacida.
—Vale —dije mientras un taxi se detenía a recogernos. Evan bajó de la acera para abrirme la puerta y luego rodeó el vehículo y subió por el lado opuesto.
—Una cosa que se me ha olvidado decirte —dijo, acomodándose a mi lado—. Me gustaría que te pusieras esto.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un antifaz para dormir negro con una cinta elástica.
Lo examiné con cierta reticencia.
—¿En serio?
Se limitó a mirarme con más intensidad, sin contestar.
—¡Evan!
—Oye, que si no quieres… —Se calló, luego se inclinó hacia delante y le dijo al taxista que nos llevara de vuelta al apartamento.
Lo miré con los ojos desorbitados.
—¿Qué haces?
—Las reglas son las reglas.
—Está bien —dije, arrebatándole el antifaz de las manos.
Me lo coloqué sobre los ojos y, justo un segundo antes de que el mundo desapareciese de mi vista, juraría haber visto sonreír al taxista por el espejo retrovisor.
—¿Así está mejor? —pregunté.
—Mucho mejor —respondió Evan.
—¿Y no vas a darme ni siquiera una pista?
—Ni siquiera una —contestó.
—Conozco esta zona bastante bien. Hasta podría contar las veces que paramos y las esquinas que doblamos. He visto suficientes películas de espías y de suspense para saber cómo orientarme.
Se echó a reír.
—Tienes razón. —Se quedó en silencio un momento y luego sentí que me colocaba algo sobre el regazo—. Parece como si tuvieras un poco de frío —señaló—. Deja que te ayude a entrar en calor.
Empecé a decirle que no tenía frío en las piernas, pero en ese instante sentí que su mano se posaba en mi muslo. Mientras me acariciaba suavemente la piel e iba ascendiendo con el trazo de los dedos hacia la costura a medio muslo de mi vestido, me di cuenta de que no había puesto la chaqueta allí para que no tuviera frío, sino para procurarnos un poco de intimidad.
Subió aún más el dobladillo y casi me sentí incapaz de reprimir un gemido. Ardía en llamas, mis muslos estaban ansiosos por sentir sus caricias, mi sexo tan sensible que el más leve roce de las bragas sobre mi sexo, combinado con el movimiento del coche, bastaba para ponerme a cien. Además, pobre de mí, tenía que confesar que el hecho de llevar los ojos vendados y estar en la parte trasera de un taxi, a menos de dos metros de distancia de un taxista anónimo, lo hacía todo mucho más excitante.
—Evan —dije, porque teníamos que parar a pesar de que yo no quería hacerlo, a pesar de que quería seguir experimentando aquel frenesí, aquel calor asfixiante.
—¿Mmm?
—¿Qué haces?
—Distrayéndote para que no puedas contar las veces que giramos —contestó mientras deslizaba el dedo bajo la delgadísima franja de tela que componía la parte del tanga de mis bragas minúsculas.
—Ah. —Tenía la respiración jadeante y me costó un gran esfuerzo articular las palabras mientras deslizaba el dedo dentro de mí—. Ah, bueno, sí, vale, está bien.
Soltó una carcajada.
—Relájate, cariño. Ya estamos a punto de llegar.
—Sí —dije, porque tenía razón. Yo estaba a punto, tan jodidamente a punto… a pesar de que él me mantenía ahí, al borde, deslizando el dedo dentro y fuera, poniéndome cada vez más y más húmeda, jugando, atormentándome y arrastrando el dedo con firme delicadeza por todo mi sexo, entre las piernas, por el suave vértice de terciopelo entre mi coño y mis muslos. Pero a pesar de que el roce de sus dedos me embriagaba los sentidos y me hacía desear aún más, lo que me negaba era lo que de verdad me ponía a cien.
Evan rehuía a propósito mi clítoris, y yo no tenía forma humana de protestar. No podía decir una sola palabra, ni siquiera podía cambiar las caderas de posición y retorcerme en silencio por la avidez y la urgencia a menos que quisiese pregonar a los cuatro vientos lo que estaba ocurriendo y que se enterase el taxista. Y, sí, puede que este ya lo sospechase, desde luego, pero desde que Evan me había vendado los ojos me sentía feliz viviendo en mi fantasía de que era completamente ajeno.
Lo que significaba que debía permanecer allí sentada, inmóvil, mientras los dedos de Evan me palpaban con la pericia de un músico tocando hábilmente un instrumento. Mientras mi cuerpo se iba calentando. Mientras cada centímetro de mi piel se volvía tan sensible que hasta el vello más fino parecía electrizarse y soltar chispas que me recorrían el cuerpo.
Cuando el taxi se detuvo al fin delante de nuestro destino misterioso, estaba tensa, dispuesta y completamente lista.
No sabía adónde íbamos, pero, desde luego, esperaba que desnudarse estuviese incluido en el siguiente punto del orden del día.
—Me parece que no se ha tragado tu excusa del frío —le dije, mientras me quedaba de pie, con los ojos vendados, en lo que suponía que sería una acera—. Esta mañana estamos a veinte grados y ni siquiera tenía el aire acondicionado encendido.
Evan me sujetó del brazo mientras me guiaba hacia adelante.
—Puede que tengas razón. Pero yo quería lo que quería, y te quería a ti.
—Mmm… —dije, con un leve tono de censura.
—No me digas que no has disfrutado.
Fruncí el ceño.
—Me acojo a la quinta enmienda.
Estalló en risas.
—Me parece justo, pero yo sé la verdad. Me lo dijiste tú misma, ¿recuerdas? Eres una mujer a quien le gusta hacer locuras. A quien le gusta la adrenalina. Una mujer que lo necesita.
Sentí unas ganas irrefrenables de quitarme el antifaz y mirarlo.
—Sí, así es —contesté—. Pero también me asusta.
—Esa era la gracia precisamente, Lina. Estabas conmigo. Puedes hacer cualquier cosa conmigo. —Se acercó un poco más, rozándome la oreja con los labios—. Cualquier cosa.
Porque yo siempre estaré ahí. Yo siempre estaré a tu lado para recogerte si te caes.
No sabía qué decir. Se las había arreglado para darle la vuelta por completo a aquel momento. Había convertido un encuentro sexual sin trascendencia en el interior de un taxi en un momento de intimidad pura y absoluta.
—Evan —dije, volviéndome a ciegas hacia él tratando de encontrar su rostro. Lo atraje hacia mí para darle un beso, dulce, largo y profundo.
Cuando me aparté, me acarició la mejilla con ternura.
—¿A qué ha venido eso?
—Adondequiera que me lleves, hagamos lo que hagamos, sé que va a ser increíble. Y por si acaso luego me tienes tan distraída que se me olvida decirlo, quería darte las gracias por adelantado.
—De nada. —Me agarró de la mano—. ¿Estás lista para entrar?
Asentí y dejé que me guiara.
—Conque distraída, ¿eh? —exclamó cuando pasamos a una habitación con el aire acondicionado a tope—. No me imagino cómo crees que podría tenerte distraída…
Sonreí de oreja a oreja, absolutamente encantada con aquel hombre, con aquella mañana, con el puto mundo entero.
Yo ya sabía que no debía preguntar dónde estábamos. Bajo los pies percibí un suelo de piedra, no de moqueta, y en el espacio había eco cuando entramos. También parecía vacío, y supuse que sería alguna clase de vestíbulo. Mi hipótesis quedó confirmada cuando oí la campanilla de un ascensor. Al cabo de un momento, penetramos en la cabina y empezamos a subir, cada vez más arriba.
—Con respecto a eso de volar —dije—: si estás pensando en que nos tiremos en ala delta desde el tejado de algún rascacielos, entonces creo que voy a tener que ejercer mi derecho a veto.
—Ese es el plan para mañana —contestó—. Hoy es domingo. He pensado que sería más apropiado optar por algo un poco más tranquilo.
Me dieron ganas de gritar de frustración porque no tenía ni idea de lo que se llevaba entre manos, pero tampoco quería darle esa satisfacción, así que me quedé callada, aparentando estar la mar de tranquila e indiferente, disimulando mi curiosidad al máximo.
El ascensor se detuvo al fin, deslizándose suavemente. Las puertas se abrieron y oí el ruido de gente moviéndose, aunque no demasiada. Oí el estrépito de unos platos y sentí una gran alegría al percibir el aroma a café.
—¿Sabes dónde estamos?
—¿En alguno de los clubes de la ciudad? ¿En un bufet de desayuno?
El tío Jahn era miembro del club Metropolitan y nos había llevado allí a Flynn y a mí para celebrar el primer viaje de Flynn como asistente de vuelo tomando unas copas y un aperitivo.
—No vas muy desencaminada —dijo—, pero no.
—Vale, me rindo.
—Está bien. Ya no tendrás que esperar mucho.
Hasta entonces había caminado con cuidado, con su mano sujetándome del codo, y de pronto me hizo desviarme solo un poco. El suelo cambió de textura bajo nuestros pies y oí el chirrido de una silla.
—Ya estamos —dijo, ayudándome a sentarme. Se puso de pie detrás de mí, apoyando las manos sobre mis hombros. Se agachó y su aliento dibujó unas ondulaciones en mi pelo cuando me preguntó, en voz muy baja—: ¿Estás lista?
—Creo que sí. —Yo no tenía ni idea de qué era para lo que se suponía que debía estar lista, y era evidente que él esperaba que me quedase de piedra al ver dónde estaba. Por un momento temí que mi reacción pudiera decepcionarle, pero el miedo se desvaneció enseguida. Si había alguien capaz de impresionarme, ese era Evan—. Sí —le dije con más firmeza—. Estoy lista.
—Cierra los ojos.
Eso hice, cerrando aún más los ojos para no ver las pequeñas rendijas de luz que se habían colado por debajo del antifaz. Sus dedos me rozaron el pelo mientras sujetaba el elástico y me quitaba el antifaz de la cara.
—Muy bien —dijo en voz baja—. Ahora ábrelos.
Lo obedecí y lancé un grito ahogado de asombro y estupor.
—Evan… ¡Dios mío…!
No conservo el recuerdo de haber hecho ningún movimiento, pero debí de hacerlo, porque de pronto estaba de pie y tenía toda Chicago alrededor, extendiéndose bajo mis pies, y el corazón me latía con fuerza porque estábamos suspendidos justo encima de la ciudad y lo único que pensaba era que no habría podido llevarme a un lugar más perfecto.
—Es el Skydeck —le dije—. ¡Me has traído al Ledge!
—Exactamente —dijo, situándose a mi lado. Yo me había acercado al borde y apretaba las manos contra el cristal, pero no miraba hacia fuera, sino hacia abajo, viendo el mundo desplegarse bajo nuestros pies mientras estábamos de pie en aquella caja transparente colgada del lateral de la Torre Willis.
—¿Estás lista para desayunar?
—¿Qué? —le pregunté como una tonta.
Me tomó del hombro y me hizo volverme despacio. Vi la silla donde había estado sentada antes junto a una mesa cubierta por un mantel blanco con vajilla y una cafetera de plata brillante.
Arrugué la frente un momento.
—¿Desayuno? He querido venir a desayunar aquí desde que me enteré de que servían desayunos, pero creía que cerraban los domingos.
—Y cierran —dijo Evan—. He organizado un catering para un grupo privado.
—¿Un grupo? —pregunté, enarcando una ceja.
—Un grupo muy reducido —contestó—. ¿Quiere acompañarme a desayunar en esta hermosa mañana de domingo, señorita Raine? —preguntó, extendiendo la mano y atrayéndome hacia él.
—Sí, señor Black. Será un placer.
Me apartó la silla y cuando me senté, miré de nuevo a la ciudad. El mundo parecía girar a mi alrededor, provocándome una mezcla de mareo y de entusiasmo vertiginosos, haciendo que el corazón se me hinchase de pura excitación. Pero pasara lo que pasase, sabía que no iba a estrellarme contra el suelo. Allí estaba a salvo. A salvo en aquella cornisa, y a salvo en compañía de Evan.
—Gracias —le dije—. Es increíble. Bueno, más que increíble. ¡Es perfecto!
—Ya te dije que te haría volar —remarcó.
—Sí —convine—. Es verdad.
Esther Martin se precipitó sobre mi cubículo, con una sonrisa radiante pero con una tristeza inmensa en la mirada. Cruzó el reducido espacio de una sola zancada, extendiendo los brazos, y me envolvió en la clase de abrazo verdaderamente emocionado que la mayoría de las mujeres de la clase social y el dinero de Esther solían evitar.
—Te hemos echado de menos —dijo al soltarme—. ¿Estás bien?
Asentí.
—Sí, lo echo mucho en falta. Pero estoy bien.
—Ay, cielo… Todos lo echamos mucho de menos. —Dio un paso atrás para observarme de pies a cabeza—. Tienes muy buen aspecto. Has tomado el sol.
Asentí.
—Ayer pasé casi todo el día al aire libre. —Me encogí de hombros—. Fue agradable.
Agradable era quedarse muy, muy corta. Después de desayunar entre las nubes, Evan y yo pasamos el día como pétalos al viento, indolentes y perezosos, sin ningún otro propósito que caminar y explorar la ciudad. Tras el desayuno en el Ledge, fuimos andando desde la Torre Willis, bajando por el prestigioso barrio de la Magnificent Mile, hasta la playa de Oak Street, a orillas del lago. Pensaba que Evan protestaría cuando se lo sugiriese, porque la mayoría de la gente no comparte mi pasión por pasear por las grandes ciudades, empapándome del ambiente y absorbiendo la energía. Sin embargo, Evan no se quejó, a pesar de que caminamos unos cinco kilómetros antes de que empezara la aventura de verdad.
Por el camino le mostré mis lugares favoritos, incluida la pintoresca Torre del Agua. La auténtica estación de bombeo, no el centro comercial del mismo nombre, aunque en lo que a ir de compras se refiere, el complejo comercial de varias plantas cuenta con mi aprobación absoluta.
—Es como un castillo en el centro de la ciudad —comenté, obligando a Evan a detenerse, mientras señalaba el edificio que había sobrevivido milagrosamente al famoso incendio de Chicago. Lo arrastré al interior, haciendo caso omiso de sus protestas fingidas, y nos detuvimos con las manos contra el plexiglás mientras mirábamos hacia abajo, los tubos y la instalación, antes de entrar en la oficina de información turística contigua.
—¿Puedo ayudarlos o responder alguna pregunta? —se ofreció el recepcionista cuando entramos, y Evan, muy serio, le dijo que éramos turistas y solo disponíamos de treinta y seis horas para visitar la ciudad, y que deseábamos verlo todo.
Resultó que el empleado, muy servicial, tenía algunas sugerencias fantásticas, y salimos de allí con un puñado de folletos y un plan que empezaba con el alquiler de bicicletas en las distintas estaciones que jalonaban la ciudad. Luego continuamos hacia la playa y dejamos las bicis aparcadas mientras caminábamos descalzos por la arena.
—No sabría decir qué parte de Chicago es mi favorita —dije—, pero probablemente sea esta. ¿No te parece genial que estemos en el centro de un continente y podamos andar por una playa de arena?
Habíamos reunido unas piedrecillas para arrojarlas de nuevo al agua, tomamos una cerveza en una especie de chiringuito y vimos a un hombre mayor buscando un tesoro con un detector de metales. Luego regresamos sobre nuestros pasos hasta el hotel Drake y compramos dos mochilas baratas en la tienda de regalos del vestíbulo. A continuación, montamos en las bicicletas alquiladas y pedaleamos hasta la orilla del lago, zigzagueando por los parques, hasta que al fin llegamos a la escultura de la famosa alubia, llamada The Bean, que se encuentra en el parque Millennium. Hicimos muecas frente a la superficie curva de espejo y nos agarramos de la mano mientras caminábamos por debajo, escudriñando el interior, que me pareció el vórtice de un agujero negro.
—¿Adónde vamos ahora? —me preguntó luego—. Espera, a ver si lo adivino. ¿Al Instituto de Arte?
Me detuve al lado de la bicicleta alquilada y sonreí, encantada de que me conociese tan bien.
—¿Adónde si no? Al fin y al cabo, es para seguir con la temática de hoy.
—¿Es que tenemos una temática?
Me acerqué a él y le agarré las manos con las mías; y, acto seguido, me puse de puntillas y le estampé un beso.
—El arte me hace sentir como si volara… y así me he sentido hoy todo el día contigo.
Surcando el cielo de la ciudad durante el desayuno y caminando agarrados de la mano. Y ahora, con tan solo mirarte a los ojos.
—Ten cuidado —dijo Evan con un tono burlón—. Me vas a sacar los colores.
Me eché a reír.
—Ya me gustaría.
Dejamos las bicis en la estación y seguimos paseando por el parque Millennium hacia el Instituto de Arte.
—¿Has estado alguna vez en Europa? —pregunté.
—Varias veces —contestó.
—Pues yo no, aunque siempre he querido ir. Quiero ver el Louvre y la Capilla Sixtina. Quiero estar allí y sentir la fuerza de lo que esos hombres dejaron para la posteridad, porque es importante y duradero, y además… —Me interrumpí, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué? —preguntó él.
—Nada. No importa.
Me agarró una mano y me dio un pequeño tirón.
—Nada, de verdad… Tonterías mías, pensamientos sin ton ni son.
—Ideal para un paseo de una tarde de domingo.
—Tienes razón —dije, sacudiendo la cabeza con fingida exasperación—. Estaba pensando en mi padre. Lo quiero, lo quiero mucho, pero no siento pasión por la política. Nunca la he sentido. Hice lo que tenía que hacer y conseguí el título, pero nunca lo he llevado dentro, ¿sabes? Porque no tiene nada que ver con crear, sino con consumir. La política solo se ocupa de apoderarse de lo que han creado otros y dar su tajada a quien corresponda.
—Y, sin embargo, te marchas a Washington.
Aparté la mirada, encogiéndome de hombros.
—Es una oportunidad magnífica.
—Lo es —comentó.
Lo miré inmediatamente.
—Pero…
—Bueno, solo me pregunto si es una oportunidad magnífica para ti.
No respondí. Una vez le había dicho a Evan que me veía tal y como era realmente, pero hasta ese momento no me di cuenta de lo que eso significaba, y no sabía si de verdad me gustaba. Una cosa era que supiera lo que yo quería en la cama, pero era completamente distinto que supiese comprender con tanta clarividencia lo que sentía en mi interior.
En ese momento hice un aparatoso gesto para ahuyentar sus palabras, como quien espanta a un ejército de mosquitos. Aquello era algo trivial y no tenía sentido. No tenía ninguna importancia, en absoluto.
Y como no me apetecía hablar de arte ni de política, o de cualquier cosa que pudiese sugerir lo que me gustaría hacer con mi vida, le propuse que nos olvidáramos del museo y tomáramos un taxi hasta el zoológico del parque Lincoln. Me pareció la solución perfecta. Aparcamos el tema de mi trabajo y mis pasiones, y pasamos el resto del día caminando de la mano, comprando helados y refrescos para mitigar el calor, y luego sacando fotos de los animales con los móviles y enviándonoslas mutuamente.
Fue una tarde tonta. Y muy divertida. Justo lo que yo necesitaba.
Y después de cenar en la terraza de un pequeño restaurante italiano, volvimos al ático.
Durante el trayecto de vuelta fantaseé con aventuras salvajes en la cama; con lazos que me ataban las muñecas, azotes y toda clase de nuevos y maravillosos experimentos forjados en la imaginación erótica de Evan. La idea me había puesto a cien, y sentía un cosquilleo de expectación por todo el cuerpo. Sin embargo, cuando llegamos al ático, el resto de la velada no salió en absoluto como yo había imaginado. En vez de poner en práctica mis fantasías, hicimos el amor perezosamente en la ducha, y luego sacamos una botella de vino a la terraza.
Nos sentamos en el confidente, yo con la cabeza en su regazo y él acariciándome el pelo con los dedos, y nos pusimos a charlar sobre el día y nuestras vidas, de todo y de nada a la vez.
Creo que fue el día más romántico y sensual de mi vida, y aunque en un principio me había sentido atraída por el lado salvaje de Evan, no podía evitar temer que en cierto modo, sin saber muy bien cómo, aquel dulce romanticismo fuese la parte de él que más me atraía.
Y ahí estaba, sentada en mi pequeño cubículo con el recuerdo muy vívido en la cabeza. No quería olvidarlo, y mucho menos compartirlo con Esther, por temor a que al hablar de él le restase vivacidad.
Así que en lugar de contárselo, me limité a sonreír, le dije que volvía con energías renovadas y le pregunté por dónde quería empezar.
—Lo siento, es que he estado fuera mucho tiempo. Supongo que las cosas se habrán ido acumulando.
—No digas bobadas. Jahn te necesitaba y nos las hemos arreglado para salir del paso. —Retiró mi silla y se sentó en ella, dejándome a mí la superficie del escritorio para apoyarme—. Para serte sincera, bajamos el ritmo mientras él estaba enfermo. Aunque suene un poco crudo, queríamos mantener un perfil bajo. Era contraproducente aparecer demasiado en los medios, por ejemplo; al recordar la situación a la opinión pública, los inversores podían ponerse nerviosos y…
—Y ahora ha llegado el momento de volver a salir en las portadas —dije, sobre todo para darle a entender que me hacía cargo de la situación. Howard Jahn Holdings & Acquisitions se dedicaba al negocio de comprar y vender empresas, y pese a que mi tío había contratado a algunos de los profesionales más brillantes para que evaluaran todo tipo de oportunidades, Jahn seguía siendo la imagen de la empresa. Su muerte iba a cambiar las cosas, de eso no cabía ninguna duda. Y no culpaba al departamento de relaciones públicas por querer restar importancia a su enfermedad de cara a la galería. Sin embargo, una vez muerto, era imposible evitar la cruda realidad.
—Pues sí —dijo—, pero creo que lo tenemos controlado. En realidad, quería hablarte sobre la posibilidad de que concentres tus responsabilidades profesionales en la fundación. Las cosas se están complicando un poco allí.
—¿Por las transferencias?
Asintió y luego se dispuso a explicármelo con más detalle.
—Nuestro objetivo es aumentar los activos y los ingresos de la Fundación Jahn —dijo Esther—, y utilizar ese aumento de los ingresos para poner en marcha un programa coherente de redistribuciones. Educación, conservación y restauración. Los intereses de tu tío se centraban en la juventud, el arte y la historia. Hay demasiados niños que no tienen acceso a la educación que se merecen, y demasiados documentos y cuadros excepcionales que no sobrevivirán a esta década, y mucho menos otro milenio.
—Estoy de acuerdo —dije, aunque supongo que captó la cautela en mi tono de voz. Si la había entendido bien, me estaba pidiendo que trabajase para la fundación. Y ese, sencillamente, era el trabajo de mis sueños.
Y entonces la realidad cayó como un mazo sobre mí. De hecho, fue un golpe tan duro que hasta me tambaleé un poco, y agradecí estar apoyada en el escritorio.
—Esther —dije con un tono de voz monocorde—. Estoy segura de que sea lo que sea lo que tengas en mente, sería maravilloso. Pero me marcho de Chicago. Me voy a ir a vivir a Washington —le dije, y me miró boquiabierta, incrédula—. Me voy a trabajar a Capitol Hill.
—Ah. —Por un momento se quedó perpleja, pero entonces se le iluminó el rostro—. Pero, cariño… ¡eso es maravilloso! Tu tío se sentiría muy orgulloso de ti.
—¿Tú crees? —exclamé, deseando que mi voz no dejase traslucir la desesperación que sentía.
Si advirtió algo extraño en mi tono de voz, lo disimuló muy bien.
—¡Por Dios! ¡Claro que sí! Sentía casi tanta adoración por su hermano como admiración por lo que hacía. Saber que vas a seguir los pasos de tu padre en política le habría hecho muy feliz.
—Me alegro —dije de corazón.
—Claro que yo esperaba… pero no importa. Son cosas mías. Y esto no es asunto mío. Estoy muy orgullosa de ti, Angelina.
—Gracias.
—Bueno, esto cambia las cosas. —Abrió su portafolios en mi espacio de trabajo y se puso a hojear sus papeles—. Pues entonces te mantendremos en relaciones públicas hasta que te marches. ¿Por qué no vamos a la sala de reuniones y comentamos algunas ideas sobre la confianza del consumidor?
La seguí y pasamos las dos horas siguientes hablando de la manera de conseguir que HJH&A siguiese muy presente en la mente de los accionistas sin asustar a nadie con el hecho inevitable de que Howard Jahn no volvería a ponerse al timón. A decir verdad, no recuerdo del todo los detalles que discutimos, pues estaba demasiado ocupada pensando en las oportunidades perdidas.
No volví a conectar por completo con lo que sucedía a mi alrededor hasta que Esther suspiró, cerró su portafolios y dijo:
—Creo que por hoy ya es suficiente. Aunque quisiera pedirte que hagas otra cosa. Tiene que ver con la fundación, así que si prefieres no hacerlo, lo entenderé perfectamente, pero teniendo en cuenta que ya conoces a muchos de los amigos de Jahn…
—¿De qué se trata?
Me explicó que el único acto oficial de la fundación desde la muerte de Jahn se limitaba al anuncio de un futuro evento para recaudar fondos y señalar el comienzo de la nueva etapa.
—Queremos empezar la nueva etapa de la fundación con un acto por todo lo alto.
Relacionarlo de forma elegante con el fallecimiento de Jahn. A fin de cuentas, se trata de su legado.
—¿Cómo puedo ayudar?
—Tenemos que encontrar un lugar para celebrar el acto. La verdad es que ya se han puesto en contacto con nosotros varias empresas y filántropos locales interesados en participar y ofrecernos sus instalaciones. Va a ser complicado. En cuanto escojamos el lugar de la celebración, corremos el riesgo de ofender a los que hayamos rechazado…
—Y probablemente de perder sus futuras contribuciones benéficas —dije—. Lo entiendo.
—Es una labor que requiere grandes dotes de diplomacia —dijo Esther, con una sonrisa apenas contenida—. Tengo la impresión de que una mujer joven con una prometedora carrera política por delante sería muy capaz de sortear esa clase de escollos de forma eficiente.
—¿O fracasar estrepitosamente y luego huir a Washington?
Se echó a reír.
—Eso también.
No tuve más remedio que reírme yo también. Por lo menos era sincera. Y, francamente, a pesar de la política que regía los actos de sociedad, sonaba más divertido que escribir comunicados de prensa en clave optimista para los inversores.
—De acuerdo —dije—. Cuenta conmigo.
—Estupendo. —Recogió sus papeles cuando empezó a sonarme el móvil—. Y ahora me voy para que puedas contestar tranquilamente. Y también —añadió, apuntándome con un dedo con la uña pintada de rojo— para estar muy lejos de aquí cuando cambies de opinión.
Puse cara de resignación y contesté la llamada. El corazón empezó a latirme más deprisa cuando vi que era el número que Evan me había dado el fin de semana.
—Hola —dije—. Llamas en el momento perfecto.
—Ya lo tenía planeado, por supuesto.
—¿Parecería muy desesperada si te dijera que cualquier momento sería perfecto?
—Si es por mí por quien estás tan desesperada, no tengo ninguna objeción.
Me puse a reír como una tonta, con una risa muy, muy tonta. Dios…
—Bueno, vale. Me has descubierto. Dime, ¿qué pasa?
—Esta noche. En mi casa. A las siete.
—Está bien —dije—, pero no tengo ni idea de dónde vives.
—Enviaré un coche a recogerte. ¿Al ático o a tu despacho?
—Al ático —contesté—. Una chica siempre necesita acicalarse un poco antes de una cita amorosa.
—¿De verdad? Bueno, en ese caso esperaré ansioso los resultados.
—Sí —dije—. Estoy segura.
Cuando colgué, estaba sonriendo. Tal vez fuese a abandonar la ciudad para aceptar un trabajo que en realidad no deseaba, pero al menos, por el momento, tenía una vida de puta madre.