14

Me desperté en la oscuridad más absoluta, del todo saciada y plácidamente relajada. Evan había hecho que me corriera dos veces más con la boca y las manos, concentrándose en mí por completo, en mi placer, de tal forma que perdí de vista todo lo demás. Perdí la razón. Perdí el juicio. Perdí de vista el puto mundo entero.

Sin embargo, se había mantenido fiel a su palabra: no me había follado. Se había centrado en mí por completo, esforzándose para que yo fuera exquisitamente consciente de lo que sentía mi cuerpo, de la sensibilidad de cada centímetro de mi piel, de cada terminación nerviosa capaz de enviar dulces señales de goce que me estremecían y hacían que me retorciese de gusto. Me había dejado exhausta de placer, y cuando por fin me quedé inerte e inmóvil, sudorosa y medio dormida, me desató con cuidado, me atrajo hacia sí y me abrazó mientras yo me dejaba vencer por el sueño.

Y ahora, en cambio…

Bueno, ahora estaba despierta. Y quería darme el placer de ver cómo se corría. Quería sentirlo moviéndose dentro de mí, así que cuando me deslicé entre las sábanas para buscarlo, tuve que reprimir la punzada de miedo que sentí al darme cuenta de que no estaba allí.

—¿Evan? —Me incorporé de golpe, diciéndome que el hecho de que no estuviera allí no significaba que se hubiese marchado. Podía estar en el cuarto de baño; podía estar hablando por teléfono; podía estar en cualquier sitio.

Pero yo quería que estuviera a mi lado.

Me levanté y fui al baño. No estaba allí, así que agarré el albornoz de detrás de la puerta, me ceñí el tejido de rizo alrededor del cuerpo y me dirigí al pasillo en su busca.

Lo encontré en la sala de estar, a oscuras. Se había puesto los pantalones, pero seguía sin camisa. La única iluminación de la sala procedía de la vitrina de cristal y cromo que contenía el manuscrito del Bestiario de Leonardo da Vinci. Me quedé al fondo del salón, oculta entre las sombras, y lo observé situarse de pie junto a la vitrina, con la mirada absorta en las páginas del libro, mientras la suave luz inferior hacía que su rostro y el intrincado tatuaje de la enredadera resplandeciesen con un brillo casi mágico.

Me quedé del todo inmóvil. El momento parecía extrañamente íntimo. Después de todo, hasta hacía muy poco Evan había creído que el facsímil sería suyo, y yo no podía dejar de preguntarme si, en cierto modo, no estaría enfadado conmigo. La posibilidad me preocupó lo suficiente para dar un paso hacia él.

—¿Evan?

Levantó la vista para mirarme, pero no tuve la certeza de que me viera. Parecía estar lejos, muy lejos, ensimismado en sus pensamientos. Entonces su expresión se despejó y sonrió, tendiéndome la mano en una invitación que acepté con entusiasmo.

—Hola, preciosa. Pareces descansada.

Ladeé la cabeza para recibir un beso.

—Me has dejado agotada, ¿sabes? Pero en el mejor sentido de la palabra.

Su hoyuelo cobró vida, y su encanto contrastaba con la malévola marca de la cicatriz que le atravesaba la ceja.

—Me alegro mucho de oírlo. ¿Tienes hambre?

—Sobre todo de ti —dije. Esperaba que se echase a reír, y me llevé una decepción cuando vi que la sonrisa que le afloró a los labios parecía forzada y no le alcanzó los ojos.

Me aclaré la garganta.

—La verdad es que estoy muerta de hambre.

En cuanto lo dije, tuve que reconocer que era la pura verdad. No me acordaba de la última vez que había comido.

—Pues como no haya una barbacoa, soy un pésimo cocinero —confesó—. ¿Qué tal tus dotes culinarias?

—Peores que las tuyas —admití—. Tengo prohibido acercarme a una parrilla a menos que llame antes a la estación de bomberos más próxima para avisarles.

—Vaya, parece que esta noche no vamos a tomar suflé como tentempié.

—¿Qué me dices de un bagel congelado con queso para untar?

—¿Sabes manejar la tostadora? —preguntó.

—No solo sé manejar la tostadora —dije con fanfarronería—, incluso sé cómo preparar una cafetera. Con café molido —añadí—. Es tu favorito, ¿verdad?

—Cariño —dijo con una sonrisa que borró de un plumazo todas mis preocupaciones—, acabas de hacerme el hombre más feliz del mundo.

Me las arreglé para preparar un verdadero festín a base de bagels tostados, queso en crema, mermelada de fresa y arándanos frescos con nata montada. Nos sentamos a la mesita de la zona de desayuno y mientras comíamos sumidos en un agradable silencio, miré a mi alrededor la cocina que ahora era mía. Incluso allí, auténticas obras de arte decoraban las paredes. Alan me había dicho que pronto enviaría un equipo para que lo metieran todo en cajas y lo trasladasen al almacén de la fundación, y no pude evitar que me embargase un sentimiento de tristeza al saber que aquellos hermosos lienzos se quedarían escondidos, perdidos en alguna nave industrial hasta que quienquiera que dirigiese la fundación encontrase un hogar para ellos.

—¿Qué pasa? —dijo Evan, y al levantar la vista vi que me observaba por encima del borde de su taza, arrugando la frente, como reflexionando sobre algún problema complejo.

Traté de recobrar la alegría y empleé el cuchillo para untar un poco de mermelada encima de la crema de queso.

—Nada. Solo estaba pensando.

—En cosas muy serias, parece.

Me eché a reír.

—No tan serias —dije—. Solo estaba un poco melancólica.

Alargó el brazo y me acarició con los dedos la mano que aún sostenía el cuchillo.

—Estaba pensando en todo esto —dije, lanzando una mirada elocuente a las obras de arte que inundaban la sala—. Jahn siempre me hablaba de sus planes para la fundación, que de momento funcionaba con muy poco dinero, pero que cuando muriera, quería verla florecer. —Hablaba con toda naturalidad, pero por dentro estaba deshecha. Había compartido con mi tío, más que cualquier otra cosa, la pasión por el arte, y saber que todos aquellos maravillosos cuadros iban a desaparecer solo hacía que el dolor por la pérdida de Jahn fuese mucho más insoportable. Aspiré una bocanada de aire y lo dejé escapar lentamente, obligándome a no llorar—. Ya sabía que esto iba a suceder, lo del traspaso a la fundación, quiero decir, pero no creía que fuera tan pronto.

—Lo sé. —Las palabras eran simples, pero tenían un gran significado. Sí, lo sabía. Él también quería a Jahn. Habían conectado igual de bien que Jahn y yo, y me pregunté si ellos también habían compartido el amor por el arte o algo completamente distinto.

Tomé un sorbo de café.

—¿Por qué te quedaste? Cuando acabaste las clases con Jahn, quiero decir.

Se recostó hacia atrás en la silla.

—¿Por qué? ¿Tienes alguna queja?

—Al revés… No, estaba pensando en las conexiones. Jahn era mi tío, así que en principio solo nos relacionábamos por razones de parentesco, pero en realidad fue el arte lo que nos unió. Supongo que me preguntaba qué era lo que os unía a vosotros dos.

—Me gusta el arte —dijo—, pero no, no me apasiona. No como a Cole. Y el arte tampoco era la única pasión de tu tío.

—Ah, ¿tú crees que no? ¿Y cuál era? ¿Los negocios?

No respondió de inmediato. En vez de eso, se levantó y se acercó a la encimera para servirse otro café recién hecho. No había nada raro en sus movimientos, pero tuve la impresión de que estaba midiendo sus palabras.

Al final, se volvió hacia mí con una sonrisa enigmática.

—A tu tío le gustaba ganar.

—Lo sé. Porque, por ejemplo, se cabreó tantísimo cuando Neely se quedó con el Bestiario, que se tomó un montón de molestias para encargar una copia.

—Ah, es verdad —convino Evan, pero había algo en su voz que me hizo pensar que no me lo decía a mí directamente, sino que más bien parecía que estuviese confirmando algún chiste que solo entendía él. O tal vez solo trataba de ocultar su irritación. Dadas las circunstancias, no había sido muy considerado por mi parte sacar a relucir el Bestiario, supuse.

—Lo siento —le dije.

Como siempre, entendió lo que quería decir.

—¿Por qué crees que cambió el testamento? Él sabía que yo lo quería. Y la vez que hablamos de ello, me dejó muy claro que él quería que me lo quedara yo.

—No lo sé —contesté con sinceridad—. Nunca me dijo nada al respecto. Ni que fuera a heredarlo, desde luego. Pero sabía que me encantaba y que era mi pieza favorita de toda su colección. Y creo… —añadí, vacilando un poco antes de continuar precipitadamente y de forma un tanto temeraria—. Creo que él quería que yo supiera que confiaba en mí y que me quería.

Evan me miraba fijamente.

—Pasó algo. Pasó algo en la época en que cambió el testamento. ¿Qué pasó?

Bajé la mirada a la mesa.

—Pasó que metí la pata. Cometí un error y Jahn me ayudó. —Levanté la cabeza para mirar a Evan y me di cuenta de que lo veía un poco borroso. Pestañeé y sentí vergüenza al notar que una lágrima me serpenteaba por la mejilla—. Mierda… —exclamé, limpiándomela—. Estaba… Me sentía fatal. Creo que el cuaderno fue la manera que tuvo Jahn de decirme que no importaba, que no pasaba nada.

—Angie…

Se dirigió hacia mí, pero me aparté de la mesa y me levanté, decidida a devolver la conversación a su cauce inicial, es decir, no a hablar de mí ni de mis secretos.

—Bueno, ¿y a ti? —dije alegremente.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué iba a dejártelo a ti? ¿No tendría más sentido dejárselo a Cole? —Me había acercado a la cafetera mientras hablaba, pero capté un movimiento brusco en mi visión periférica, como si mis palabras lo hubiesen descolocado.

—¿Por qué lo dices? —Hablaba en voz baja y pausada, y yo no tenía la menor idea de qué tecla acababa de tocar para que reaccionara de esa manera.

—Pues porque el arte es la especialidad de Cole. Quiero decir, se fue a Roma a hacer aquellas prácticas y ahora da clases en un centro universitario. —Me encogí de hombros—. No sé. Me parecía lógico.

—Supongo que sí, que sería lo lógico —dijo Evan.

—Entonces ¿por qué lo quieres?

Se concentró en seguir untando el queso en crema en la segunda mitad de su bagel y por un momento dudé que fuese a responderme. A continuación dijo:

—Porque ese cuaderno es importante. Representa algo muy importante.

—¿Por el emblema de dragón que falta, quieres decir? ¿O hay algo más? —Según la leyenda que había detrás del Bestiario, en su juventud Da Vinci había pintado un dragón fantástico en un emblema. Era tan increíble que su padre no se lo había vendido al comprador original y había acabado desapareciendo en los anales de la historia. Sin embargo, no creía que Evan se refiriera al emblema perdido.

—Es un reflejo de cómo veía el mundo Leonardo. Veía cosas que no estaban allí. Miraba bajo la superficie. Veía el mundo tal como era en realidad, y no le asustaba.

Lo miré con cara de asombro absoluto.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada, es que no me puedo creer que hayas dicho eso. Eso es precisamente lo que me encanta de ese cuaderno. Bueno, de casi toda la obra de Da Vinci, en realidad.

Enarcó las comisuras de la boca, pero solo fue un momento, justo antes de que sus facciones volviesen a adoptar una expresión de pura indiferencia.

Arrugué la frente.

—¿Evan?

—Quiero comprarte el cuaderno, Angie.

—¿Qué? —Era imposible que lo hubiese oído bien.

—Quiero el cuaderno. Lo necesito. Para ser sincero, yo lo necesito más que tú. —Hablaba en tono tranquilo, como un ejecutivo negociando, a punto de cerrar un trato.

Yo no estaba para nada tranquila.

—Lo dices de coña, ¿no? Acabo de decirte lo mucho que significa para mí.

—Y ha cumplido su propósito. Sea cual fuese el mensaje que Jahn quería transmitirte, está claro que lo has recibido. No va a cambiar nada porque me des el cuaderno.

—Eso lo cambia todo —dije. Y entonces, con el mismo impacto como si acabasen de darme una bofetada en plena cara, lo entendí—. ¡Mierda! —Me levanté de la mesa de un salto, y el chirrido de la silla contra las baldosas del suelo no hizo más que subrayar el horror que sentía—. Eres un hijo de puta —le grité—. ¡Maldito cabrón de mierda! ¿Por eso cambiaste de opinión? ¿Por eso acabaste cediendo en el Destiny? ¿Por eso has venido aquí esta noche?

¿Para seducirme y conseguir que te diera el puto cuaderno?

Su rostro reflejaba estupor, pero ignoraba si era su manera de reaccionar a mi acusación o al hecho de haberlo descubierto, y yo estaba demasiado enfurecida para callarme.

—Bueno, pues vete a la mierda, Evan Black, porque el cuaderno es mío, ¿te enteras? —Me dieron ganas de darle una bofetada, pero en lugar de eso cogí la taza de café y la lancé al otro extremo de la habitación. Se hizo añicos en el suelo y los posos del café llenaron las baldosas grises y las paredes de color beis de salpicaduras.

Di un grito ahogado y luego me volví con la intención de salir corriendo de allí. Quería tirarme en la cama y llorar. Quería darle una patada a Evan Black en las pelotas. Quería salir corriendo de aquel edificio que de pronto me parecía asquerosamente claustrofóbico y perderme sin más.

Quería escapar de mí misma, pero no tenía ningún otro sitio adonde ir ni nadie más con quien estar.

Y de todos modos no pude hacer nada de eso, porque Evan me agarró violentamente del brazo y me atrajo de nuevo hacia él. Luego me agarró también del otro brazo y me retuvo así, sujetándome con fuerza, mientras yo luchaba contra el impulso de escupirle en la cara.

—No —dijo. Y luego, más fuerte, insistió—: ¡Joder, Angie! Maldita sea, ¡no!

Traté de zafarme de él, pero me sujetaba con mucha fuerza. Por la mañana tendría los brazos llenos de moretones, de eso estaba segura.

—No estoy aquí por eso. —La ferocidad de su voz cortaba el aire—. Estoy aquí porque te deseo, maldita sea. No porque quiera algo de ti.

Quería creerle, quería creerle desesperadamente, y, sin embargo, ¿cómo iba a creerle ahora?

Negué con la cabeza.

—Y una mierda, Evan. Eso es mentira. Le prometiste a mi tío que no harías esto. Y joder, estabas más que dispuesto a mantener la promesa… hasta que descubriste que yo había heredado el cuaderno. —Lo vi estremecerse y supe que había puesto el dedo en la llaga—. Kevin tenía razón —le dije—. Solo piensas en ti mismo.

—No… Ni se te ocurra mencionar a ese cabrón en esta conversación.

—Es que ni siquiera voy a mantener esta conversación —repuse agotada—. Lárgate de una puta vez.

—No.

—¿Qué?

—No pienso ir a ninguna parte. No hasta que me escuches.

—He dicho que te largues. No estoy bromeando. ¿Sabes cuántos botones del pánico hay escondidos en este apartamento? Si crees que no voy a ser capaz de pulsar uno…

Me apretó los brazos con más fuerza y me acordé del hombre al que había visto en el callejón. El hombre que con tanta eficiencia y tan despiadadamente había presionado un cuchillo contra la garganta de otro hombre.

Lo cierto era que, a menos que él me dejase, yo no podía pulsar ningún botón. No podía correr. No podía pedir ayuda. No podía hacer otra cosa que someterme a él. Y aunque sabía que lo más natural hubiera sido tener miedo, no estaba asustada. Estaba cabreada, desde luego, pero no tenía miedo de aquel hombre. Ni siquiera un poco.

—Púlsalos todos —dijo en voz baja—. Échame de aquí a patadas, llama a Peterson. Haz lo que tengas que hacer, pero escúchame primero.

Lo fulminé con la mirada.

—Por favor —dijo, pero fue su tono de voz más que la súplica lo que hizo que me derritiera.

—Está bien —contesté en un susurro—. Habla.

Me soltó los brazos y luego dio un paso hacia atrás.

—Tengo que enseñarte algo. Acompáñame.

Lo seguí, sintiéndome perdida y derrotada y con ganas de terminar con aquello de una vez.

En el salón, se dirigió al maletín que había dejado junto al sofá. Se agachó, lo abrió y sacó una carta.

—¿La reconoces?

Negué con la cabeza.

—¿Debería?

—Me la dio Alan. Es la carta que me dejó Jahn.

—Ah. —Quería preguntarle qué demonios tenía que ver esa carta con todo lo demás, pero me callé. Era evidente que íbamos a hablar de eso enseguida, pero Evan pensaba tomarse el tiempo necesario.

Me la dio.

—Léela.

La cogí con aire vacilante, sintiéndome extrañamente vulnerable.

Apenas tardé un segundo en sacar la carta del sobre. Hasta me temblaban las manos. Aún no sabía qué había dicho Jahn en aquella nota, pero sabía que era importante. Y, de algún modo, tenía que ver conmigo.

Desdoblé el papel y leí las palabras escritas de su puño y letra, la letra familiar de Jahn:

«Tenía mis razones».

Las leí de nuevo y luego miré a Evan.

—¿Qué significa esto?

Se pasó una mano por el pelo.

—Significa que no me obliga a mantener mi promesa de continuar alejado de ti. Lo que no entiendo es por qué.

Era como si sus palabras me retumbaran en la cabeza.

—Pero… espera. ¿Dónde lo dice? ¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —contestó.

—¿Cómo lo sabes? —insistí.

Se volvió, dándome la espalda, y se dirigió hacia la hilera de ventanales y el gris del lago y el cielo.

—Porque solo puede querer decir eso.

Sacudí la cabeza, confundida.

—No entiendo nada.

Se volvió hacia mí, atrapándome en el gris salvaje de sus ojos.

—Solo puede querer decir eso porque todo lo demás es inaceptable. Yo estaba bien hasta que te toqué, Angie. Estaba bien hasta que cruzamos esa línea. Pero ahora que he sentido tu piel pegada a la mía… ahora que he probado… es imposible que pueda cumplir esa promesa.

Así que eso es lo que tiene que significar la carta de Jahn. Es como esa tarjeta para salir libre de la cárcel en el juego del Monopoly, cariño. Y la escogí, te escogí a ti, porque te deseaba. No tiene nada que ver con el puto cuaderno.

—Ah.

Me desplomé en el sofá mientras trataba de poner en orden mis pensamientos. En ese momento no era un ser racional, sino pura emoción, y esa emoción era felicidad absoluta.

Felicidad, sí. Pero también cierta confusión.

—Pero en el Destiny… me despreciaste. Bueno, no solo me despreciaste sino que montaste todo aquel numerito con la pelirroja.

Oí los celos en mi voz, y por la forma en que le tembló la comisura del labio, supe que él también los había oído.

—No mantengo relaciones con las chicas del club —dijo, y una oleada de alivio me recorrió todo el cuerpo.

—¿Nunca?

—Me parece que ya te he dicho alguna vez que tengo un código de conducta. Y no acostarme con mis empleadas está muy arriba en esa lista.

—¿Y lo sabe esa pelirroja? —pregunté maliciosamente, y al instante me arrepentí y deseé retirar esas palabras, en cuanto vi la cara que ponía Evan.

—Ten cuidado —dijo—. Los celos no te sientan bien.

—Maldita sea, Evan, es que…

—Calla. —Se acercó para sentarse a mi lado y luego me acarició la mejilla con ternura antes de meterme un mechón de pelo por detrás de la oreja—. Era todo una farsa. Christy estaba actuando. Lo hizo por tu bien, en realidad, aunque ya lo ha hecho otras veces. En ocasiones me parece útil que mis colegas tengan cierta impresión sobre mí.

—¿Y ella sabe que todo es una farsa?

—Claro que lo sabe —contestó, y me besó la punta de la nariz—. Igual que María.

—¿Y quién es María?

—Su novia.

—Ah. —Sonreí—. Ah —repetí cuando asimilé el significado de sus palabras. Sin embargo, seguí dándole vueltas y no tuve más remedio que presionarle—. Sigo sin entender por qué lo hiciste. Por qué montaste todo ese numerito solo para que se me quitaran las ganas. Tanto jaleo para alejarme de ti. Para entonces ya habías leído la carta de Jahn. Y tenías tu tarjeta para «Salir libre de la cárcel».

—Lo sé —dijo. Me agarró de la mano y me acarició los dedos despacio, demorándose en ellos—. Sigo siendo un mal partido, Angie, y por las mismas razones.

—No me has dicho todavía cuáles son esas razones.

—No. No te las he dicho. Ni tengo intención de decírtelas.

Lo miré fijamente, convencida de que sabía cuáles eran. Todo aquello estaba relacionado con las acusaciones de Kevin. Estaba metido en algo turbio, seguramente algo ilegal, y mentiría si no reconociese que sentía curiosidad, que estaba muy intrigada incluso. Todo lo que rodeaba al peligro era para mí una dulce tentación, y me humedecí los labios, preguntándome si debía seguir insistiendo. Si podía preguntarle en qué estaba metido. Si debería presionarlo para que me contase detalles sobre sus delitos, tanto de ahora como de hacía cinco años. Pero mantuve la boca cerrada. Si le hablaba de eso, tal vez lo ahuyentaría, y era lo bastante egoísta para no querer que eso sucediera. Quería conservar a aquel hombre en la cama, y la fantasía de que tuviese un lado oscuro, peligroso y salvaje solo era otro incentivo adicional.

—Si eres tan mal partido —dije, en cambio—, ¿por qué te has rendido al final?

Me rozó los labios con los suyos.

—Tú misma lo dijiste. Sexo sin compromiso, sin futuro. Solo tú y yo este fin de semana.

Maldita sea, Angie, ¿tienes idea de cuánto tiempo llevo luchando contra la necesidad de tocarte? Y ya que hablamos de eso, ¿tienes idea de lo cerca que estuve de faltar a mi palabra después de aquel maldito callejón? Lo que dije iba en serio. Joder, eres mi criptonita y has destruido por completo mis defensas.

El impacto de sus palabras reverberó por todo mi cuerpo, tentándome con ellas y atándome a ellas a la vez. ¿Acaso no sabía ya que aquel era un hombre por el que podía llegar a perder la cabeza, un hombre que despertaba mi lado más salvaje, un hombre con quien poder vivir emociones fuertes que nada tenían que ver con los coches deportivos ni con pequeños robos sin importancia? Con Evan me sentía libre de volver a ser Lina, a pesar de que Angie era la mujer que necesitaba ser. La mujer que iba a tener que empezar a ser al cabo de tres semanas escasas. Una vez que entrase en el mundo de la política, necesitaba ser una mujer impecable, porque cualquier otra cosa podría costarle la carrera a mi padre, por no hablar de la reputación.

Aquella era mi última oportunidad. De soltarme. De volar. De poseer al hombre al que tanto deseaba.

«Solo tú y yo este fin de semana».

Sonaba perfecto, absolutamente tentador.

Y demasiado corto, joder.

Respiré hondo, tratando de poner en orden mis pensamientos, porque la verdad era que quería algo más que una sola noche con Evan. Quería que lo nuestro fuese una conexión auténtica. Quería que el tiempo que nos quedaba fuese algo real, sólido y luminoso.

Lo necesitaba, confiaba en él, pero tenía miedo de que mi reproche de antes, cuando lo había acusado como una histérica de intentar robarme el Bestiario, hubiese dejado una sombra planeando sobre nosotros. Y la única forma que se me ocurría de despejar esa sombra era explicándole exactamente por qué Jahn me había dado el cuaderno a mí, para empezar.

—A principios de este año —empecé a decirle—, cuando operaron a Jahn de urgencia, no se despertó cuando esperaban los médicos… todo salió mal. Fue horrible.

—Lo recuerdo.

—Yo estaba hecha polvo.

—Eso también lo recuerdo —dijo, y asentí. Evan, Tyler y Cole habían pasado como mínimo tanto tiempo en el hospital como yo, y estaba agradecida cada vez que coincidíamos allí, porque su fortaleza me había salvado.

—No recuerdo ninguno de los detalles de esos días. Son como una nebulosa, pero cuando los médicos dijeron que había atravesado la línea, que Jahn estaba fuera de peligro, tuve que salir de allí. Tuve que salir, ¿comprendes? Porque todo el miedo y la ansiedad que llevaba acumulando mientras me paseaba arriba y abajo por el hospital, todas esas horas de espera me estaban envenenando por dentro. Tenía que sacarlo fuera, como fuese. Y… bueno, creo que lo conseguí robando una pulsera de diamantes.

Arrugó la frente.

—Está bien —dijo—. Te escucho.

—Nadie me vio, o eso creía yo, pero resulta que había cámaras de seguridad. Tardaron más de un mes, pero al final me pillaron.

Me estremecí, recordando la vergüenza que pasé cuando la policía me detuvo en el vestíbulo del ático el día de los Santos Inocentes. Jahn había salido del hospital hacía una semana, pero los médicos aún no le habían dado permiso para volver al trabajo. Yo volvía de bajar a la calle a por un helado y me llevaron a comisaría.

—Pasé la noche en el calabozo y al día siguiente se lo conté todo a Jahn… incluido por qué lo había hecho.

—¿Por qué lo hiciste?

—Para sentir la inyección de adrenalina —dije, mirándolo directamente a los ojos—. A veces, cuando ya no podía más, cuando todo era demasiado duro para mí y necesitaba una válvula de escape… bueno, a veces hacía eso.

—Lo entiendo —dijo Evan, y supe que no necesitaba darle más explicaciones—. Así que estuviste en la cárcel —continuó—. ¿Y qué hizo Jahn?

—Movió todos los hilos habidos y por haber sin salir siquiera de su apartamento. Creo que hasta podrías interrogar a los agentes que se encargaron de detenerme y te jurarían que no me han visto en la vida. Este año es muy importante para mi padre, con los rumores que circulan sobre su posible candidatura al cargo de vicepresidente. Un escándalo de este tipo habría sido muy perjudicial para él.

—Y entonces Jahn cambió el testamento —dijo Evan, viendo exactamente adónde iba a ir a parar yo con todo aquello.

—Pues sí —contesté—. Me dejó el cuaderno. A mí, y no a ti. Y creo que fue su forma de decirme que no importaba si metía la pata hasta el fondo, porque él seguía creyendo en mí.

Que seguía confiando en mí y respetándome. —Me encogí de hombros—. Me encantaba el cuaderno, y él lo sabía. Supongo que, en realidad, la herencia fue su forma de decirme que me quería.

Evan asintió despacio.

—¿Por qué me lo cuentas ahora?

Vacilé un momento antes de responder, armándome de valor.

—Porque quiero que entiendas por qué razón no voy a dártelo. Y porque…

—¿Por qué?

—Porque quiero tres semanas —anuncié con audacia—. Y pensaba que merecías saber la verdad antes de decírtelo.

—¿De qué estás hablando? —Me miraba fijamente, y vi asomar por encima de su nariz una fina arruga vertical, como si estuviese concentrado pensando en un problema muy, muy complicado. Por lo visto, ese problema era yo.

Inspiré hondo.

—Voy a irme a vivir a Washington. Mi padre me ha conseguido un trabajo como ayudante. Por eso fui al Destiny. —Me ardían las mejillas, lo que era absurdo teniendo en cuenta todo lo que habíamos hecho las horas anteriores—. Quería acostarme contigo. Solo una vez, como te dije. Quería terminar lo que habíamos empezado. Es más, quería sentir lo que tú me haces sentir.

—¿Pero? —En su tono de voz había algo que no supe identificar.

—Pero una vez no ha sido suficiente. Ahora quiero más —dije con firmeza—. Me preguntaste si quería volar alto, hasta dónde quería volar. Bueno, pues esta es mi respuesta.

Tan alto como tú puedas llevarme antes de que me vaya a Washington. Y quién sabe… a lo mejor así nos olvidamos el uno del otro.

Respiraba con dificultad, observándolo. Maldita sea, solo de pensar en lo que yo misma le estaba proponiendo me había puesto cachonda. Tenía los pezones erectos bajo el rizo de algodón del albornoz y de pronto advertí el calor abrasador en el vértice de mis muslos.

—No —dijo.

Levanté la vista bruscamente, dispuesta a protestar, pero no tuve ocasión porque él me lo impidió al seguir hablando.

—No —repitió—. No creo que pueda olvidarte nunca, pero en cuanto hasta dónde puedo llevarte…

Contuve la respiración mientras él extendía el brazo, recorriendo con el dedo el escote del albornoz.

—Ya hemos llegado muy, muy lejos, ¿no te parece? —murmuró. Despacio, alargó el brazo, aflojó el nudo del cinturón del albornoz y tiró hacia atrás la parte superior, dejando al descubierto mis hombros y mis pechos—. Pero ¿hemos ido lo bastante lejos? —preguntó. Acarició con la yema del pulgar la punta de mi pezón erecto—. Tienes razón, nena. Puedo llevarte muchísimo más lejos. —Apartó el pulgar de mi pecho y lo pasó por mi labio inferior antes de metérmelo con delicadeza en la boca. La abrí, chupándolo y saboreándolo, con los ojos cerrados mientras lo disfrutaba, sin más.

Ardía de deseo. Dios, me moría de ganas de hacerlo… De lanzarme con él al sexo más salvaje y brutal que hubiese experimentado jamás. Y, sin embargo, al mismo tiempo sentía una presión cada vez mayor en el pecho. Un miedo que me llegaba hasta los huesos. Porque cuanto más segura estaba de que aquello era real, más afloraban mis viejos temores.

Una parte de mí me decía a gritos que yo misma había empezado todo aquello, así que más me valía callarme de una puta vez. Pero no podía evitarlo. Todas mis dudas, todos mis miedos, estaban resurgiendo una vez más a la superficie.

—Evan… —Se me apagó la voz, decidida a no llegar a decirlo.

—¿Qué?

—Nada. No importa. Tonterías mías. —Pero no lo miraba a los ojos.

—Oye —dijo—. Dímelo.

—Es solo… Es solo que a veces pierdo la cabeza y hago cosas y… —dije despacio, sintiéndome como una idiota porque era yo la que había dicho que quería esas tres semanas, así que ¿por qué coño me echaba atrás?—. Quiero decir, tengo ganas, tengo muchas ganas de estar contigo, pero… —Me quedé en silencio, pensando en Grace, que había muerto porque una noche me dio por salir a hacer una de mis locuras. Pensando en mi noche en el calabozo, que había estado a punto de destrozar el buen nombre de mi padre. Joder, pensando incluso en Evan, que había sufrido aquella agresión en el callejón. Porque eso también tenía que ver con mis ganas de hacer locuras—. Mierda. Supongo que tengo miedo de que estemos tentando al destino —dije, sin convicción—. Además, tú no me convienes: no eres un buen partido, ¿no?

—No —dijo.

—¿No? —repetí, confusa.

—No. Nada de pensar, nada de racionalizar y, desde luego, no acepto un no por respuesta.

Soy un hombre que siempre consigue lo que quiere, cielo, aunque a veces tenga que ser por las malas. Así que eso es precisamente lo que voy a hacer. Considéralo mi regalo. Joder, considéralo un regalo de despedida.

—Un regalo —repetí como una idiota.

—Un regalo de puta madre —dijo con firmeza—. Porque soy yo quien va a cargar con toda la responsabilidad. No eres tú la que se va a lanzar de cabeza a la piscina, soy yo quien te va a arrastrar a ella. Tú no vas a hacer ninguna locura, soy yo el que te va a subir a la montaña rusa.

No —repitió cuando abrí la boca para protestar. Me cerró los labios apretándomelos con el dedo con suavidad—. No es un tema abierto al debate. No es una pregunta. Durante estas próximas tres semanas, nos lanzaremos juntos… Lo único que tienes que hacer es rendirte.

—Eso es solo una cuestión semántica —dije, pero no pude contener el calambre de felicidad que me crecía en el vientre. «Un regalo». Tal vez…

—No es solo una cuestión semántica —dijo con firmeza—. Es un cambio en nuestra manera de mirar el mundo.

Me humedecí los labios, era tan tentador…

—Vamos, Angie. Lánzate conmigo.

Contuve la respiración, le sostuve la mirada y di el salto.

—El otro día me llamaste Lina en la terraza —dije en voz baja. De pronto me sentí irrazonablemente expuesta y me crucé de brazos sobre el pecho.

—¿Ah, sí? Supongo que pensé que te sentaba bien. —Me acarició los hombros desnudos con las palmas de las manos—. ¿Te gusta?

Vacilé un momento. Lo sensato sería echarme atrás. Decir no. Debería ser Angie.

—Sí —susurré cuando cerró los dedos en torno a los míos—. Me ha gustado.

—A mí también. —Se levantó y luego me tendió una mano—. Ven aquí, Lina —dijo, ayudándome a levantarme. El albornoz se abrió del todo y me lo deslizó por los brazos, dejándome completamente desnuda.

Vencí el impulso de agacharme a recoger el albornoz del suelo, pero lo cierto es que no tuve que hacer un gran esfuerzo para resistirme. Quería estar desnuda delante de aquel hombre.

Quería hacerlo en plan salvaje con él. Quería ser Lina.

Lo conseguiría, podría aguantar aquellas tres semanas. Porque estaba segura de que si Evan se encargaba de mantenerme a raya, de contenerme, nada podía salir del todo mal.

—Acompáñame —dijo, y me guió hasta el dormitorio. Se sentó al borde de la cama y me hizo una seña para que me acercara a él.

Me arrodillé encima del colchón, apoyándome sobre los tobillos. Lugo ladeé la cabeza y lo miré con aire travieso.

—Me parece que Lina no es tan obediente como Angie.

Sus labios dibujaron una sonrisa lenta, con un amago de victoria.

—¿Tú crees?

—Mmm.

—Bueno, ¿y qué haría Lina? —preguntó.

—Sería muy lanzada —dije aproximándome a él—. Si quisiera algo de un hombre, lo cogería y ya está. —Bajé la mano y le acaricié el pene por encima de los pantalones, y di un respingo al percibir que se ponía duro como el acero al contacto con mi mano—. O a lo mejor lo volvería loco, sin más —dije, deslizando la mano arriba y abajo—. Lo llevaría al límite y luego lo empujaría por el precipicio, sabiendo en todo momento que ha sido ella quien lo ha hecho caer.

—Lina… —exclamó Evan jadeante. Alargó el brazo, pero sacudí la cabeza.

—No. Túmbate. Lina puede ser muy mandona.

Su hoyuelo relumbró mientras se recostaba hacia atrás para tumbarse en la cama.

—Así, muy bien —dije mientras le desabrochaba el botón con los dedos y le bajaba luego la cremallera—. Levanta el culo —le ordené, y luego le bajé los pantalones y los calzoncillos, todo a la vez. En cuanto lo hube liberado de la ropa, volví a subirme a la cama y a concentrarme en su pene mientras maniobraba para sentarme a horcajadas sobre él.

Tenía los ojos turbios de placer, y cuando agaché la cabeza y le recorrí con la lengua la punta de la polla, sentí cómo se estremecía debajo de mi cuerpo. Me regodeé en un luminoso sentimiento de orgullo femenino, sabiendo que eran mis manos las que lo estaban volviendo loco. Que era yo quien se la ponía dura.

No dejé de prestar atención a su pene en ningún momento, pero sí relajé la presión de mis muslos, de forma que estaba sentada en su pierna en lugar de encaramada en ella, y serpenteé con el cuerpo, adaptándolo al ritmo del masaje con las manos sobre su pene, restregándome el clítoris con cada delicioso movimiento y avivando el fuego que ya estaba ardiendo en mi interior.

—Joder, nena… —exclamó mientras le lamía la polla hasta el fondo, hasta llegar a la parte inferior, donde le acaricié las pelotas y luego regresé despacio hasta la punta. Evan tenía el cuerpo rígido y tirante, como si se preparara para la explosión que estaba decidida a provocarle.

Abrí la boca y lo engullí. Solo la punta al principio, porque quería verlo desesperado. Joder, quería que me suplicara. Luego fui engulléndole la polla cada vez más profundamente, saboreando la forma en que su cuerpo se tensaba y dejando que sus gemidos de placer me sobrecogiesen. Nunca me he considerado una experta en el arte de la felación, pero en ese momento me sentía poderosa. Qué coño… me sentía perfecta.

—Lina —gimió—. Joder, Lina, eres una pasada.

Estaba increíblemente a punto… pero yo tenía otros planes para aquella polla tan magnífica, y poco a poco fui retirando la boca e incorporándome. Hice algo más que sentarme a horcajadas encima de su muslo. Me acomodé encima de sus caderas, y con movimientos lentos y precisos, con la única intención de volvernos locos a los dos, dejé que su glande acariciara la hendidura húmeda y resbaladiza de mi sexo.

Estaba más que lista, y aquello era una tortura tanto para mí como para él, pero mientras me movía, mientras me negaba a mí misma el placer de hincar mi cuerpo en él con fuerza y traspasarme con su polla, de hacer que me llenase por completo con una embestida gloriosa y brutal, comprendí cómo Evan había sobrevivido hasta entonces sin llegar a follarme: porque aquella ansia, aquella expectación era tan excitante como el acto en sí, y si hubiese sido una persona más fuerte podría haber seguido atormentándolo para siempre, y con el mayor placer.

Pero yo no era tan fuerte como Evan.

¿Qué había dicho Cole? ¿Que Evan tenía mucho autocontrol, una gran capacidad para contenerse? Bueno, pues yo no. Yo lo deseaba. Lo necesitaba. Tenía que follármelo ya, no podía aguantar ni un minuto más, porque mis sentidos estaban desbordados y lo único que podía evitar que todo mi ser sufriese una implosión era la sensación de tener a aquel hombre dentro de mí.

«A la mierda». No podía esperar ni un segundo más, así que empujé hacia abajo y lancé un intenso gemido mientras mi cuerpo se abría para acomodarlo a él. Me elevé de nuevo y luego bajé de golpe otra vez, inclinándome hacia atrás para poder aferrarme a sus piernas al tiempo que él extendía las manos y me sujetaba las caderas, obligándome a hundirme con movimientos aún más profundos, más bruscos, más rápidos.

Él estaba a punto. Lo supe por cómo se iba acumulando la tensión en su cuerpo mientras nos movíamos al unísono, y arqueé la espalda hacia atrás, gimiendo de placer por cómo me colmaba… hasta que lancé un grito de sorpresa y gozo cuando me sujetó con fuerza y nos empujó a ambos, rodando sobre la cama, de modo que acabé de espaldas con nuestros cuerpos todavía unidos.

—¡Evan!

Me besó con fuerza y brusquedad, un beso exigente y muy eficaz que hizo que me callara.

—No has esperado a que me pusiera un condón.

—Tomo la píldora —le dije—. Y he dado por sentado que estás sano.

—Lo estoy —dijo.

—Así que ¿por eso has parado?

Se echó a reír.

—Cariño, todavía estoy dentro de ti. ¿Eso es parar?

—No, pero…

Presionó un dedo sobre mis labios.

—Me parece recordar que ya te dije que me gusta ser el que tiene el control.

—Ah, sí. Es verdad. Es posible que lo dijeras en algún momento… —admití, retorciéndome bajo su cuerpo—. Pero creo que también te ha gustado que fuese yo la que llevase las riendas durante un rato.

—Ten cuidado. Esa es la clase de cosas por las que una mujer puede acabar sufriendo un castigo.

—¿Tú crees? —pregunté con aire travieso.

—Joder, ya lo creo —dijo, devolviéndome la sonrisa con una de las suyas y quedándose luego completamente inmóvil.

Mantenía su erección dentro de mí y, sin embargo, no se movía. Gemí en señal de protesta y traté de mover las caderas con una súplica muda, pero no podía hacer gran cosa: Evan me tenía completa y firmemente atrapada.

Estaba empezando a entender qué había querido decir con lo del castigo.

Sonrió con una expresión cómplice.

—¿Frustrada, Lina?

—Aunque lo estuviera, no lo admitiría.

Se echó a reír de una manera que me cautivó.

—¿Cómo lo haces? —pregunté.

—¿Cómo hago el qué? —replicó moviéndose despacio dentro de mí.

—¡Gracias a Dios! Por fin… —exclamé para urgirle a que empujara más adentro—. Pero lo que quería decir es ¿cómo lo haces para conseguir que esta mezcla de emociones me recorra todo el cuerpo? —Tuve que concentrarme para articular las palabras—. Me llevas al límite, me haces sentir como si yo fuera la personificación del placer sensual más puro. Y entonces le das la vuelta por completo y me haces reír a carcajadas. —Hice una pausa, pero apenas fue un instante—. No recuerdo haberme divertido tanto en la cama.

Reptó por mi cuerpo y me besó con delicadeza.

—Yo tampoco. Por supuesto —añadió, en un tono un poco cortante, mientras recorría con el dedo el contorno de mis pechos desnudos—, como creo que ya hemos dejado claro, apenas hemos rozado la superficie de lo que puedo llegar a hacerte sentir. —Mientras hablaba, me frotaba un pezón entre el pulgar y el índice, y la fricción hacía que se me endureciera más aún.

Apretó los dedos con más firmeza, intensificando el placer y el dolor.

—¿Ah, sí? —Me concentré en aquellos dedos, en ese pellizco que, pese a resultar un tanto doloroso, me hacía experimentar sensaciones realmente increíbles, como si todo cuanto había querido sentir lo tuviera ahí delante, listo para vivirlo en carne propia. Me acordé de sus palabras en el callejón, de cuando me había dicho que quería pellizcarme los pezones. Que quería darme unos azotes en el culo.

Sentí que los músculos de mi sexo le atenazaban el pene, anticipando la nueva avalancha de sensaciones que estaba por venir.

Por la forma en que me sonrió, me di cuenta de que había percibido la respuesta de mi cuerpo y entendía exactamente lo que significaba.

—Mi Lina quiere algo —dijo.

Me humedecí los labios con la lengua y volví la cabeza ligeramente para no mirarlo de frente.

—Estaba pensando en lo que has dicho. En eso de que, por querer llevar yo las riendas, podía merecerme un castigo por tu parte.

—Ah, ¿en eso pensabas? Pues es una línea de pensamiento muy interesante. ¿Quieres entrar en detalles? ¿Tal vez ser más específica?

Lo miré a los ojos.

—Me hiciste unas promesas.

—¿De verdad? Puede que tengas que refrescarme la memoria.

Me soltó el pezón y luego fue deslizando el dedo hacia abajo, cada vez más, hasta el punto donde se unían nuestros cuerpos. Él se movió dentro de mí a un ritmo lánguido y, entretanto, deslizó los dedos sobre mi clítoris, obligándome a morderme el labio inferior, con la respiración maravillosamente entrecortada y jadeante.

Apartó el dedo, detuvo las embestidas y me miró con una expresión de suficiencia.

—Serás cabrón… —murmuré.

—¿Qué quieres, Lina?

—Quiero… Bueno, yo nunca… Mierda. Quiero que me des unos azotes.

—¿Por qué?

—Porque he sido mala —murmuré, porque estaba segura de que eso era lo que esperaba que dijera—. Porque debo ser castigada —añadí, volviendo la cabeza hacia el otro lado, porque sabía que era cierto.

—Buena chica —dijo mientras reanudaba el lento movimiento dentro de mí. Sentí cómo se acumulaba la presión y cerré los ojos, ávida de perderme entre el embate de las olas, cada vez más furibundo—. No. Mírame.

Abrí los ojos de mala gana.

—Ha sido una buena respuesta, pero no la correcta. —Mantuvo el movimiento, aumentando la maravillosa fricción con un ritmo tan lento que tuve que hacer un esfuerzo colosal para concentrarme en sus palabras—. No sé qué crees que has hecho, pero no es importante. Porque no se trata de un castigo, al menos por mi parte. El control, la sumisión, los azotes, incluso el dolor… todo eso es un camino, Lina. Un camino que conduce al placer. Es la aceleración antes de remontar el vuelo. El cebado de la bomba. La intensidad cada vez mayor hasta alcanzar el clímax.

Me acarició el pezón con la yema del dedo, luego me recorrió los labios y luego lo deslizó suavemente dentro de mi boca, mientras yo succionaba con avidez, replicando el ritmo de las embestidas de su polla.

—Llámalo como te dé la gana —continuó—, pero te prometo que el placer es el objetivo. No tengo ningún interés en hacerte daño. No tengo ningún interés en castigarte. Solo me interesa complacerte.

Retiró el dedo de mi boca y aproveché ese instante para hablar.

—Y lo haces —susurré.

—Va a ser un poco bruto, cariño, pero te prometo que te gustará. Es que no puedo tenerte de ninguna otra manera. No después del tiempo que llevo deseándote, joder. Y menos ahora que sé que vas a marcharte. Necesito saber que te has entregado completamente a mí.

—Lo he hecho. Lo haré. —Maldita sea, en ese momento habría dicho o hecho cualquier cosa solo con tal de sentirlo moviéndose dentro de mí un poco más.

Solo que no lo hizo, sino que salió deslizándose de dentro de mí y empecé a gimotear de desesperación.

Se echó a reír y extendió las manos para ayudarme a incorporarme hasta que me quedé de rodillas en la cama frente a él.

—Quiero saber que hasta el día en que te vayas de esta ciudad, serás mía y solo mía. Ahora dime que eso es lo que quieres tú también.

—Sí, quiero —contesté—. Es lo que quiero.

Se levantó de la cama y se puso frente a mí. Luego hizo un movimiento circular con el dedo.

—Date la vuelta. Inclínate hacia delante. Coloca las palmas de las manos encima de la cama.

Abrí la boca para preguntar por qué, pero me di cuenta de que era una pregunta estúpida e hice lo que me decía. Lo oí tomar aire y emitir luego una suave exclamación:

—Oh, nena…

Y entonces sentí el dolor agudo de su palma al impactar contra mi culo, seguido por la presión de su mano que apaciguaba con un masaje las chispas de calor que habían saltado con el contacto.

—Dilo como si te saliera del corazón —me ordenó, y esta vez no había rastro de dulzura en su voz.

—Lo quiero —repetí, y cerré los ojos con fuerza cuando me descargó otro azote en todo el culo. Sus golpes eran duros, y aunque me escocían, e incluso podía llegar a admitir que me dolían de verdad, entendí lo que quería decir sobre el placer. Sentí que se me hinchaban los pechos, que tenía los pezones erectos, y el hormigueo en mi sexo húmedo. Quería más… Joder, lo quería todo.

Me masajeó el culo trazando círculos lentos y firmes mientras se agachaba a mi lado.

—¿Qué quieres, Lina? ¿Quieres que pare? ¿O quieres que siga?

—Sigue —dije, a punto de ponerme a gimotear con la sola idea de que pudiera detenerse—. Por favor, sigue.

Respondió con otro golpe agudo.

—Dime otra vez qué es lo que quieres.

—Quiero que me des unos azotes.

«Quiero que me folles».

—Dime lo que quieres. —Otro azote. Me estremecí y separé las piernas solo un poco. Tenía el culo ardiendo y… oh, Dios… también el resto del cuerpo. Lo quería dentro de mí y estaba llegando al extremo de tener que suplicar—. Dímelo —repitió, y sus palabras estuvieron seguidas por otro azote.

—Te quiero a ti. Te deseo, Evan. Siempre te he deseado. —Apreté los ojos con fuerza, temiendo haber hablado demasiado, pero Evan se limitó a lanzar un gemido de satisfacción, como si mis palabras en ese momento hubiesen sido tan dulces para él como mi boca sobre su pene unos minutos antes.

—Tengo que poseerte ahora mismo, Lina. No soporto otro segundo más sin estar dentro de ti.

Traté de decir que sí, pero no era necesario. Traté de darme la vuelta, pero él no me dejó.

Tenía las manos en mis caderas y tiró de mí hacia atrás de forma que mis rodillas estuvieran más cerca del borde de la cama. Sentí el roce de su polla contra mí, deslizándose por la hendidura de mi sexo líquido. Me abrí de piernas con silenciosa urgencia y apremio, arqueándome a modo de invitación y exigencia a la vez. Un segundo más y habría recobrado la voz y le habría suplicado, pero no hizo falta, porque utilizó su control sobre mis caderas para tirar de mí hacia él mientras se impulsaba con fuerza hacia delante.

Me penetró con una embestida larga y profunda, y yo lancé un grito, mezcla de placer y dolor. Me desgarraba con cada embestida, rompiéndome, destrozándome. Me estaba destruyendo por completo, y, sin embargo, nunca había sentido algo tan perfecto como la sensación de tener a aquel hombre dentro de mí. Con cada arremetida me llevaba más alto.

Con cada suave gemido nos uníamos más.

Se inclinó sobre mí, moviendo las caderas a un ritmo constante. Yo me acoplé por completo a su ritmo y cuando nuestros cuerpos se sincronizaron, me soltó las caderas. Al principio lamenté la pérdida de contacto, pero entonces me di cuenta de que había alargado el brazo hacia abajo y se disponía a acariciarme el clítoris con una mano y a estrujarme el pecho con la otra mientras arremetía contra mí una y otra vez, cada vez más adentro, hasta que al final creí tocar el cielo con Evan aferrado a mi cuerpo.

Seguía remontando aún más arriba, surcando el cielo, sin recobrar la vista del todo, cuando su orgasmo nos sacudió a los dos. Explotó dentro de mí, sujetándome con fuerza mientras daba rienda suelta a su éxtasis interior.

—Evan. —Pronuncié su nombre como si entonara una oración.

Me retuvo así un momento, cubriéndome con su cuerpo, con un brazo alrededor de mí y sosteniéndose con el otro. Sentí cómo se iba perdiendo la erección dentro de mí y luego el reguero de delicados besos con los que me recorrió la espina dorsal.

—Lina —murmuró, pero era un sonido tan suave que no estaba del todo segura de que quisiera que lo oyese.

Al final se retiró y me tomó en brazos como si no pesara más que un pequeño cachorro.

Luego me dio un beso en los labios.

Tenía sueño, estaba completamente agotada, y me abracé a él mientras me llevaba al baño y nos lavaba a los dos. Después me llevó de vuelta a la cama, se acostó a mi lado y me abrazó.

Cerré los ojos, y lo último que oí antes de caer en un sueño profundo fueron sus palabras en voz baja: «Eres maravillosa».