13

—Esto no está pasando, Angie —dijo, y borró de un soplo mi sensación de victoria, como si fuera la pelusa de un diente de león.

—Te equivocas —respondí.

—Pocas veces me equivoco.

—Pero también eres un engreído. Eso me gusta en un hombre. —Me incliné hacia delante para rozarle la oreja con los labios mientras hablaba—. Solo quiero follar —aclaré, y sentí que mis labios se curvaban para dibujar una sonrisa cuando se le puso la polla dura en respuesta a mis crudas, aunque muy sinceras, palabras—. No te pido un anillo de casada. No te pido la eternidad. No te pido ningún compromiso. Joder, ni siquiera te pido una cita. Solo deseo esto —dije mientras lo acariciaba—. Solo quiero terminar lo que empezamos.

—No es una buena idea —respondió, y percibí en su voz la tensión de su esfuerzo por controlarse.

—Creo que es una de las mejores ideas que he tenido jamás —murmuré—. ¿Qué fue lo que dijiste cuando saliste corriendo del ático? ¿Sobre esa promesa que habías hecho a mi tío? Te preocupa demasiado cumplir tus promesas. Bueno, pues ¿sabes qué, Evan? A mí también me has hecho una. A lo mejor no con palabras, pero… —Dejé la frase inacabada para que mi lenguaje corporal la terminara mientras me contoneaba sobre su regazo, sintiéndome salvaje.

Sintiéndome indomable. Tenía razón, no debíamos hacerlo.

Y, sin embargo, ¿cómo iba a parar si eso era lo que deseaba desde hacía tanto tiempo?

¿Cuando lo deseaba de forma tan desesperada?

Le rocé los labios con la boca. Me sentía poderosa, estaba segura de que la victoria era inminente y no pensaba retroceder ni un ápice.

Me eché hacia atrás con los ojos clavados en su mirada.

—Deseo lo que me prometiste.

—Maldita sea, Angie…

—¿Dices que no eres un buen partido, que no apueste por ti? —Seguí presionando, decidida a rebatir todas las protestas—. Me da igual. Nadie va a Las Vegas a ganar. Algunos solo van a divertirse.

—A mí me gusta ganar. —Su voz ronca me hizo estremecer.

—Entonces yo soy tu premio. No —rectifiqué, presionándole los labios con un dedo antes de que pudiera decir otra palabra—. Quiero volverme loca contigo, Evan. Quiero volar contigo. Una vez. ¿No podemos arriesgarnos una vez?

—Es una locura —sentenció, mientras me deslizaba la mano por la espalda para agarrarme por el cuello.

—A lo mejor.

—Te arrepentirás —murmuró mientras que con la otra mano me acariciaba el muslo desnudo.

Yo jadeaba.

—No.

—No seré amable. Si me suelto, no pienso contenerme.

—No te pido que lo hagas. —La sensación de triunfo se acrecentaba en mi interior mientras tragaba saliva. Tenía los pechos tan erguidos que me dolían, y me palpitaba el sexo, exigiendo todo lo que Evan prometía—. ¿No lo entiendes? Lo quiero todo. Quiero volar.

—¿Volar? —preguntó mientras su mano subía cada vez más, y cada centímetro que iba recorriendo disparaba una ráfaga de chispas por todo mi cuerpo.

Ya no había vacilación en sus palabras, solo pasión y una fuerza tan vibrante que no me cabía ninguna duda de que cualquier control que yo creyera estar ejerciendo había quedado sepultado bajo el dominio de ese hombre.

—¿Y hasta dónde quieres subir? —Acercó un dedo para meterlo por la cinturilla de mis bragas—. ¿Hasta aquí arriba? —me preguntó mientras metía el dedo y me acariciaba la tersa piel depilada.

No pude evitar que se me escapara un gemido entre los labios cuando me entregué al placer de sus caricias.

—¡Ay, nena! —murmuró mientras me acariciaba, torturándome y explorándome con los dedos—. Pero no me has respondido. Quieres volar. —Me metió un dedo hasta el fondo, y yo reprimí un chillido mordiéndome el labio mientras mi cuerpo se tensaba a su alrededor, suplicando más en silencio—. Tienes que decirme hasta dónde quieres subir.

Pero ya no le podía decir nada. Solo podía sentir, solo podía experimentar ese momento. La fuerza que tenía unos minutos atrás había desaparecido por completo. Estaba indefensa como un cachorro y a su merced.

Me moví y subí un poco para que él pudiera penetrarme mejor y, en silencio, le pedí que continuara.

Afloró una sonrisa de satisfacción en su rostro y me metió otro dedo.

Estaba muy dentro de mí, me rozaba el clítoris con la yema del pulgar mientras me penetraba con los demás dedos. Yo estaba empapada y movía las caderas al ritmo de sus acometidas. Era la personificación del anhelo y del deseo. Él me tenía completamente reducida.

—Te voy a llevar al cielo, Angie. Y voy a ser tu altar en la tierra cuando desciendas tras la explosión.

Gemí y me moví sobre su regazo. La razón me gritaba que huyese cuanto antes, pero al mismo tiempo no quería que aquello terminase jamás.

Se inclinó hacia delante y atrapó mi boca con un beso, me sujetaba por el cuello con una mano para que no me moviera a medida que iba metiéndome más la lengua, imitando el movimiento de sus dedos en mi sexo. Estaba perdida, flotando, estremeciéndome con la sensación. Y cuando se retiró, lancé un gemido de protesta.

Volví a la realidad en cuestión de segundos, miré a mi alrededor y me di cuenta de lo expuestos que estábamos a las miradas ajenas. El rincón era oscuro y no se veía a nadie más, pero las camareras iban pasando por allí y había bailarinas sobre las plataformas cercanas.

Además, en algún lugar, aunque yo no lo viera, estaba Cole.

—Evan —empecé a decir, pero su dulce «no» me cortó.

—Tú has empezado esto —dijo con una sonrisa que expresaba al mismo tiempo malicia y maestría—. Quédate quieta y nadie se enterará. —Iba acariciándome mientras hablaba, sacando los dedos de mi sexo para rozar mi erecto y sensible clítoris. Cerré los ojos con fuerza; estaba tan excitada que casi me dolía. Ardía por dentro, hasta el último poro de mi piel echaba chispas. Pero entonces todo cambió: esas sensaciones, esa electricidad, ese placer se fusionaron para provocar una tormenta.

Evan se había apoderado de mi cuerpo, de mis sentidos. Yo no sentía placer si Evan no me tocaba, no sentía pasión si no me acariciaba. Todo culminaba en ese único punto, todas las sensaciones en mi interior iban en aumento, estaban a punto de salir propulsadas de mi cuerpo.

A punto de explotar.

Estuve a punto de soltar un grito al recibir el impacto del orgasmo, pero conseguí reprimirlo mordiéndome la lengua. Él me tenía agarrada mientras yo me bañaba bajo una lluvia de estrellas, hasta que caí desplomada sobre su cuerpo, temblando por la intensidad del placer que me había provocado.

Estaba jadeando y, aunque quería verle la cara, no deseaba moverme. Tenía la cabeza apoyada en su pecho, y su mano en mi espalda. Había acabado conmigo.

Durante un breve instante de gloria, yo había tenido la carta ganadora. Pero él había jugado las suyas con destreza, y nunca me había alegrado más ser derrotada de forma tan rotunda y demoledora.

—Te lo he dicho —afirmó, acercándose para susurrarme al oído—, me gusta el control. ¿Quieres volar conmigo esta noche, Angie? Estas son las condiciones.

Levanté la cabeza para mirarlo a los ojos y vi mi pasión reflejada en su mirada.

—¿Esta noche? —pregunté provocativa—. ¿Quieres más?

Lo pillé por sorpresa, y se echó a reír de forma alegre y sincera.

—Nena, ni siquiera hemos empezado.

—Yo… Ah.

—Larguémonos de aquí.

Asentí mecánicamente. Solo sabía que deseaba más. Deseaba a Evan y deseaba ver adónde me llevaría.

Con mucho cuidado, me colocó bien las bragas y la falda; esos movimientos tan atentos me causaron descargas de placer por todo el cuerpo. Sentí una punzada de satisfacción cuando él también se arregló la ropa. Supuse que no sería muy cómodo caminar con una erección, y me sentí orgullosa de haber sido la causante de su curiosa forma de andar.

Me agarró de la mano y me llevó hacia la parte trasera, parándose de vez en cuando a hablar con alguno de los camareros, las bailarinas y los bármanes.

Todo muy normal. Todo muy profesional. Y yo pensaba que iba a empezar a gritar de impaciencia cada vez que se retrasaba aunque fuera un segundo…

Cruzamos la zona de empleados, pasando por los vestuarios, varios despachos y la cocina, de camino a la puerta trasera. La empujó para abrirla y entró una ráfaga de luz solar que me cegó por un instante. Cuando íbamos a salir, vi a Cole asomándose por uno de los despachos.

No me cabía duda de que él también nos había visto. Su ceño fruncido tampoco daba lugar a confusión.

No me preocupaba mucho la desaprobación de Cole. El reluciente sol de la tarde sofocó todos mis pensamientos, salvo el placer que estaba experimentando, y cuando llegamos al coche de Evan reí de pura alegría.

—Tienes un descapotable.

Puso cara de ofendido.

—No es un simple descapotable. Es un Thunderbird de 1962. Este coche es un clásico.

—Es fabuloso —exclamé, y lo dije en serio. La carrocería era de un azul intenso y de líneas elegantes. Y lo más importante, la capota estaba bajada. Me abrió la puerta, y tuve que sonreír ante su caballerosidad, en marcado contraste con lo que me había hecho hacía un instante y en público, al meterme los dedos por dentro de las bragas.

Evan Black era un mar de contradicciones, incluso más de lo que yo creía. Aunque yo era igual.

Me deslicé al interior del coche y me acomodé en la cálida tapicería de cuero.

Incluso antes de que le diera al contacto, imaginé el rugido del motor a todo gas y el viento despeinándome.

—Tiene que haber un pañuelo en la guantera, por si quieres ponértelo —me informó, como si me hubiera leído el pensamiento. Había encendido el motor y estaba esperando para poder girar a la izquierda y salir del aparcamiento.

—Ni lo sueñes —repliqué, aunque sí que abrí la guantera y eché un vistazo a su interior. Descubrí varios pañuelos de colores—. ¿Son para tu harén? —bromeé, intentando contener un fugaz arranque de celos. Aunque debía reconocerlo: el hombre que estaba a mi lado era espectacular, un buen partido, y estaba soltero.

El hecho de que nunca hubiera ido acompañado a las fiestas en casa de Jahn no significaba que no tuviera una cola de mujeres esperándolo. Al menos esa pelirroja parecía estar muy a gusto sobre su regazo.

Al recordarlo no me sentí muy cómoda que digamos.

—Tengo muchas cosas —aclaró Evan mientras aceleraba—. Pero no un harén.

No respondí, sino que me recosté para disfrutar del viaje, sonriente.

Había muchísimo tráfico, y tardamos casi cuarenta y cinco minutos en recorrer Lake Shore Drive y llegar al ático del tío Jahn o, mejor dicho, a mi ático.

Evan conducía con la misma firmeza con la que me manejaba a mí, y el Thunderbird respondía con la misma presteza. Tenía una mano apoyada con despreocupación en el volante y la otra en mi muslo, donde había permanecido durante casi todo el recorrido. Se limitó a dejarla ahí posada, describiendo juguetones movimientos con el pulgar, hacia delante y hacia atrás, que parecían inconscientes, pero con los que pretendía hacerme enloquecer.

La verdad es que ya no me importaba lo más mínimo el viento que me despeinaba ni el sol que me abrasaba los hombros. Con cada kilómetro, cada metro y cada centímetro que nos acercábamos al apartamento, lo único que deseaba era bajarme del maldito coche y lanzarme a los brazos de Evan. Me mataba la impaciencia y, a pesar de que durante el viaje solo me había tocado de forma despreocupada, mi cuerpo anticipaba lo que ocurriría: el bramido del motor, las vibraciones de la carretera y la presencia de ese hombre me tenían al borde de la locura.

Cuando solo quedaba una manzana para llegar al ático, que se elevaba en la distancia como un mitológico monolito fálico, Evan se volvió hacia mí.

—¿Quieres que despeguemos? —preguntó—. ¿Vamos hasta Sheridan Road, seguimos por Wisconsin y no paramos hasta Canadá?

«Joder, no», quise gritar. Casi me puse a despotricar contra él por haber pensado siquiera en provocarme de aquella manera tan tonta. Pero ya había perdido demasiados puntos en ese juego, así que eché la cabeza hacia atrás, cerré los ojos con despreocupación y encogí un hombro restando importancia a su propuesta.

—Como tú quieras —respondí. Abrí los ojos el tiempo justo para mirarlo—. Tú tienes el control, ¿verdad?

Soltó una carcajada, pisó el acelerador y pasamos de largo el ático. Reprimí un insulto, sin llegar a creer que se hubiera tragado mi farol. Luego se volvió para mirarme y pisó el freno.

—¡Evan!

—Olvídate de Canadá —dijo, dio un brusco volantazo a la izquierda y regresó a toda pastilla hacia el edificio. Tenía fuego en la mirada mientras estacionaba frente al puesto del aparcacoches—. Te quiero desnuda.

—¡Oh!

Mientras el aparcacoches me abría la puerta, Evan abrió el maletero y sacó un maletín de piel. Le lanzó las llaves al muchacho, me tomó por el codo y me llevó dentro. Yo conocía muy bien el edificio, vivía allí, pero en ese momento todo me parecía brillante, luminoso y nuevo.

El portero, más ceremonioso. El conserje, más amigable. Las relucientes paredes de piedra refulgían, y las puertas de acero del ascensor nos invitaban a entrar con su brillo metálico.

Veía el mundo con otros ojos, pues anticipaba algo maravilloso. Anticipaba a Evan.

No había nadie más frente a la hilera de ascensores, y teníamos la cabina para nosotros solos. En cuanto entramos, él se acercó más a mí, apoyando las palmas sobre la madera que forraba las paredes, mientras me estrechaba contra su cuerpo.

—¿Te acuerdas del callejón?

La estudiada sensualidad de su voz fue lo único que me impidió reírme. ¿Que si me acordaba? ¿Cómo iba a olvidarlo? Pero no se lo dije. Me limité a asentir en silencio.

—¿Recuerdas lo que dije que deseaba hacerte?

La timidez me sobrevino de pronto y no lo miré a los ojos. Pero volví a asentir con la cabeza. Cada una de esas palabras estaba grabada a fuego en mi memoria.

—Dímelo.

Tenía el estómago hecho un manojo de nervios, pero el resto de mi cuerpo se estremecía por la promesa de lo que iba a ocurrir.

—¿Qué?

Se inclinó sobre mí, y sentí que sus labios me rozaban la oreja mientras hablaba; ese roce me provocó un estremecimiento que se proyectó hasta mi entrepierna.

—Repíteme lo que te dije en el callejón. Dime lo que deseo hacerte.

—Yo… Yo. —Quise negarme, pero me bastó con mirarle a la cara para cambiar de parecer. Aparté la mirada enseguida. Cuando por fin hablé fue en voz tan baja que no sabía si Evan podía escucharme—. Dijiste que deseabas desnudarme. Que deseabas tener mis pechos en las manos y mis pezones erectos entre los dedos. —Como en respuesta a mis palabras, se me endurecieron los pezones y mis pechos ardieron de deseo de forma repentina.

Él levantó una mano y me soltó la horquilla del pelo. La melena me cayó sobre los hombros y él pasó los dedos entre mis cabellos, me los levantó y luego se acercó más para acariciarme con los labios el cuello desnudo. Me estremecí, pues estaba segura de que iba a correrme, sin poder evitarlo, de un momento a otro.

—Estoy impresionado —murmuró—. ¿Qué más?

—Di… dijiste que deseabas azotarme. Y atarme. —Tomé aire, me armé de valor y me aparté para ver en su mirada cada pulsión del ardor que me recorría el cuerpo—. Dijiste que deseabas que me corriera.

Sus ojos parecieron oscurecerse aún más con mis palabras, pero su rostro permaneció inmutable, como si cualquier reacción pudiera detonar una explosión. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos, y el espacio que había entre nosotros estaba cargado de tensión sexual, toda mi existencia dependía del anhelo de sus caricias.

Su voz era áspera cuando por fin habló.

—Sí que lo dije. Y deseo muchas más cosas que no te dije. —Me recorrió el contorno de la mandíbula con un dedo—. Tú respondiste que también lo deseabas. —Hizo una pausa, y ese silencio se impuso entre los dos—. ¿Todavía lo deseas? —Asentí con la cabeza justo en el momento en que el ascensor se detuvo—. Dilo.

Abrí la boca para hablar, pero la tenía demasiado seca. Tragué saliva y lo intenté de nuevo.

—Sí —respondí al tiempo que se abrían las puertas—. ¡Por Dios, claro que sí!

Me tomó de la mano y me sacó del ascensor, aunque se detuvo antes de abrir la puerta del apartamento. Se quedó mirándome un instante. En realidad, lo hizo durante tanto tiempo que empecé a sentirme incómoda.

—¿Qué?

—Todo este tiempo… —empezó a decir, pero por algún motivo no continuó.

Negué con la cabeza porque no lo entendía.

—Todo este tiempo, todos estos años… —Frunció el ceño mientras me miraba con detenimiento a la cara, como si fuera un acertijo sin resolver—, siempre he creído que tenías algo. Algo que yo no podía alcanzar.

—Tú me ves —respondí simplemente—. Creo que siempre me has visto.

Su sonrisa fue parsimoniosa, amable y tan tierna que resultaba sexy.

—¿Por qué iba a querer ver otra cosa que no fueras tú?

Sentí que me sonrojaba por el cumplido. Luego entré tras él en el ático y me sentí rara de pronto. Como una adolescente en su primera cita.

A Evan no le ocurría lo mismo. Cruzó el recibidor hacia el interfono como si fuera el dueño de la casa y pulsó el botón para llamar a Peterson.

—La señorita Raine y yo querríamos estar solos en el ático durante un rato, Peterson.

Tómate libre el resto de la noche y todo el día de mañana.

—Por supuesto, señor.

Miré boquiabierta a Evan, no muy segura de si tenía que enfadarme por dar órdenes a mi mayordomo o emocionada ante la perspectiva de tener otras veinticuatro horas con él.

Opté por el bochorno cuando caí en la cuenta de que Evan había dado bastantes pistas a Peterson de lo que iba a ocurrir en el ático.

—Qué sutil eres, ¿no? —protesté.

Él soltó una carcajada.

—Créeme, puedo ser muy discreto cuando la ocasión lo requiere. Pero en este momento eres mía. Y me da igual quién lo sepa.

—Ah. —Tragué saliva, pues los nervios de la primera cita volvían a intensificarse—. Bueno, ¿te apetece tomar una copa de vino?

—No —respondió enseguida—. Ya te he dicho lo que quiero. Te quiero desnuda.

Se me erizaron los pezones por debajo del encaje rojo del sujetador.

—Yo… Ah.

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza señalando el dormitorio.

—Sobre la cama. Boca arriba. Iré pronto. Si no lo haces, me voy —añadió al ver que yo no me movía. Poco a poco negué con la cabeza. Y luego, en completo silencio, me volví y empecé a caminar hacia el dormitorio.

Avanzaba muy despacio, y una parte de mí se preguntaba por qué estaba actuando con tanta vacilación. Aquello era exactamente lo que había deseado, y más. Un hombre que se hiciera con el control. Que no preguntara, sino que afirmara. Que no dudara, sino que actuara.

«No —me corregí—. Un hombre, no. Evan».

Siempre había soñado con Evan y solo con él. Aún no podía creer que estuviera allí, y como no quería que se marchara de ningún modo, hice lo que me había ordenado: me armé de valor y me bajé la cremallera de la falda. Pensé en doblarla, pero me encantó la sensación de desenfreno que sentí al dejarla hecha un guiñapo en el suelo, coronada por mis bragas empapadísimas.

Tiré los zapatos a un lado y me dirigí a la cama, todavía con la blusa y el sujetador. El aire acondicionado estaba encendido; la brisa de la ventilación me puso la piel de gallina y entonces me di cuenta de lo caliente que estaba.

Fui desabrochándome los botones de la blusa con lentitud, dejando que mis dedos rozaran el contorno de mis pechos. Localicé el broche del sujetador y lo solté. Cerré los ojos para gozar del momento.

Tantas locuras, tantas aventuras, y todavía no había hecho nada así. Lo deseaba —Dios mío que si lo deseaba—, pero no podía ignorar los escalofríos nerviosos ni las diminutas gotas de sudor que me brotaban en el cuello y las axilas.

Inspiré con fuerza, contoneé los hombros para quitarme la blusa y la tiré con despreocupación hacia un lado de la cama. Luego, antes de poder arrepentirme, me quité el sujetador de un tirón y lo dejé colgado sobre el cabecero, como si hubiera aterrizado allí por casualidad mientras me desnudaba con impaciencia.

Había obedecido las órdenes de Evan. Ya estaba desnuda.

Desnuda y sola. Y al borde de un ataque de nervios. Me senté de rodillas sobre la cama, ya que se me antojó la postura más modesta. Entonces recordé que él quería que yo estuviera boca arriba. Pensé en no cambiar de postura, pero no quise desoír su advertencia de que se marcharía si no le hacía caso.

Fui obediente. Me puse boca arriba.

Me tendí sobre el colchón, con las piernas tan juntas que parecían pegadas con pegamento extrafuerte. Intenté mantener los brazos a ambos lados del cuerpo, pero solo lo conseguí durante dieciséis segundos antes de tenerlos cruzados sobre el pecho.

Deseaba comportarme como una gata en celo. Deseaba estirarme y disfrutar del roce del edredón de satén sobre mi piel desnuda. Deseaba abrirme de piernas. Incorporarme cuando él entrara a la habitación, incitarlo con una señal con el dedo y sonreír de manera seductora.

Por desgracia, mis fantasías no se correspondían con la realidad. La realidad era que estaba hecha un manojo de nervios.

—Eres espectacular —comentó desde la puerta.

Levanté la cabeza y lo vi apoyado contra el marco sin inmutarse, sujetando una copa de vino tinto. No sonreía. Me miraba con un deseo tan intenso que dejé de estar nerviosa al sentirme excitada. Me humedecí los labios y conseguí esbozar una sonrisa.

—Creía que no querías vino.

No respondió. Dio un paso para entrar en el dormitorio y, con ese gesto, se apoderó de mi habitación. Por el simple hecho de estar allí, ya la controlaba. La dominaba. Me asaltó la idea de que Evan lograría lo que quisiera cuando quisiera. Pero esa noche estaba allí, conmigo.

Sonrió con picardía e imaginé, encantada, que me leía la mente. Aunque era más probable que le deleitara ver que había seguido sus instrucciones.

—Sí que me apetecía el vino —replicó—. Pero tú me apeteces más. —Tomó un sorbo mientras me recorría todo el cuerpo con la mirada. Si su visión hubiera sido una caricia, no habría quedado ni una sola parte de mí que no tocara con esa larga y lenta inspección. Estaba caliente. Anhelante. Y sí, estaba preparada.

—Echa la cabeza hacia atrás —me ordenó con amabilidad— y cierra los ojos. —Aunque no me gustaba nada dejar de verlo, obedecí—. Tienes unos pechos perfectos —murmuró—. No los escondas. Pon las manos sobre la cama.

Aún tenía los brazos cruzados sobre el pecho y, en ese momento, los retiré muy despacio para ponerlos a los lados. Mientras lo hacía, me recordé que lo deseaba con toda mi alma. Pero al mismo tiempo hubiera querido que no fuera por la tarde, y que el sol no se colara por los enormes ventanales del dormitorio. Me sentía expuesta, y eso era justo lo que Evan quería.

—Ábrete de piernas, nena.

—Evan. —No dije nada más, aunque mi intención era negarme a obedecer.

—Ábrete de piernas.

Cerré los ojos con fuerza y obedecí su orden. Al principio, el aire me refrescó el sexo, que estaba a punto de arder. Pero la sensación desapareció enseguida.

La cara interior de mis muslos era puro fuego, y de pronto fui consciente de lo abierta que estaba. De lo mojada que estaba. De lo expuesta que estaba, de forma deliciosa y embriagadora. Se me tensaron los músculos por la anticipación, y mi clítoris era una protuberancia dura y anhelante.

—¡Ay, nena! —exclamó—. Estás tan buena que te comería de arriba abajo.

—¿Y por qué no lo haces? —susurré, impresionada conmigo misma no solo por haber logrado pronunciar esas palabras, sino por el hecho de que fueran tan provocativas e incitadoras.

Soltó una carcajada.

—Paciencia.

Emití un gemido, pues si no hacía algo para liberar la presión que aumentaba en mi interior, explotaría.

—¿Quieres que te toquen? —preguntó. Oí su voz más próxima y me di cuenta de que se había acercado unos pasos.

—Sí.

—¿Quieres que un dedo te acaricie? ¿Que juegue con tu clítoris cuando estés a punto de llegar al orgasmo? ¿Que te acaricie los pezones hasta ponértelos como piedras?

Los músculos de mi sexo palpitaban como respuesta a sus palabras, y percibí su tono pícaro cuando dijo:

—Eso creía, nena. Pues, adelante. Tócate.

—¿Qué? —Era imposible que hubiera dicho eso.

—Acaríciate los muslos y métete los dedos hasta llegar al fondo. —Su desenvoltura al hablar no lograba disimular el tono imperativo.

Vacilé un instante y fui haciendo poco a poco lo que me había ordenado. Sentí mi propio tacto suave como una pluma e igual de tentador, y me acaricié una pierna mientras iba descendiendo lentamente hasta la cara interior del muslo. Mis caricias dejaban una estela de chisporroteos eléctricos, como una hilera de luciérnagas. Mantuve los ojos cerrados. No porque él me lo hubiera ordenado, ni por timidez, sino porque así imaginaba las manos de Evan acariciándome.

—¡Oh, Angie! —exclamó, mientras yo me pasaba la punta de un dedo sobre la tersa piel que separa el muslo del sexo. Habló con la voz rota, incluso percibí dolor en su tono, y no pude evitar una sonrisa al imaginar que tendría la entrepierna a punto de explotar—. Acaríciate —ordenó—. Juega con tu sexo. ¿Sientes lo mojada que estás?

—Sí —respondí gimiendo.

—Imagina que esos dedos son los míos…

—Ya lo hago.

Soltó un gruñido antes de seguir hablando.

—Imagina que estoy jugando contigo. Que te estoy metiendo el dedo hasta el fondo. Que te torturo tocándote el clítoris. Acariciándolo, buscando el ritmo perfecto.

Mi mano se movía en sintonía con sus palabras, y separé aún más las piernas mientras la presión interior aumentaba. Me imaginaba que él me tocaba, sí, pero al mismo tiempo me excitaba que no fuera él en realidad. Y que se limitara a mirar. Y que le ponía cachondo ver cómo me tocaba.

—Por favor —dije, porque estaba a punto de correrme—. Por favor, deseo que me toques.

—Yo también lo deseo —afirmó—. Pero ahora disfruto mirándote. Y por la forma en que brilla tu sexo precioso y rosado, creo que tú también estás disfrutando.

Me mordí el labio inferior, tanto para protestar en silencio como para admitir que era cierto.

—Dime, Angie, ¿estás disfrutando? —Su voz aterciopelada me sedujo. Asentí con la cabeza. En ese momento no podía pronunciar ni una palabra.

—¿Te gusta que te mire?

—Sí —respondí, aunque no sé si logré decirlo en voz alta.

—¿Te pone caliente saber que veo lo cachonda que estás?

—Sí —admití mientras mis dedos proseguían su danza.

—Córrete para mí, nena. —Fue una orden pronunciada con una voz grave y encendida, y mientras sus palabras me recorrían, el creciente orgasmo de mi interior desplegó sus velas, me hizo zozobrar y fue intensificándose hasta que me obligó a soltar amarras—. Quiero ver cómo explotas y saber que te he llevado al clímax sin ni siquiera tocarte.

Como si se lo hubiera ordenado, mi cuerpo dejó de estremecerse y luego se rompió en pedazos.

El orgasmo me desgarró por dentro al mismo tiempo que sus palabras, y me destruyó de tal forma que me pregunté si conseguiría recomponerme.

Cuando por fin me quedé ahí tendida, plácida aunque jadeante, Evan estaba sentado a mi lado, acariciándome con un gesto más de veneración que de exploración.

—Eres maravillosa —afirmó, y luego cerró sus labios sobre mi boca y me besó de forma tan profunda e incontenible que estuve a punto de volver a correrme.

Intenté en vano acallar el martilleo de mi corazón palpitante para poder hablar cuando su boca se separó de la mía y volvió a incorporarse. Pero mi sangre seguía bombeando con fuerza. Jamás había experimentado nada parecido a lo que Evan me había hecho sentir y solo deseaba más. Lo deseaba todo.

—Por favor —conseguí decir.

—Por favor ¿qué?

—Quiero… Lo quiero todo. Deseo todo lo que me prometiste.

—¿Lo deseas?

Fui a incorporarme, pero él negó con la cabeza y me puso una mano encima con delicadeza para obligarme a seguir tumbada boca arriba.

—Necesito saber algo —dijo—. ¿Usas pantis o medias? ¿Tienes leotardos?

La pregunta me desconcertó.

—Eh… sí.

—¿Dónde?

—En la cómoda. A la izquierda, en el cajón central.

Solo cuando bajó de la cama y abrió el cajón, me di cuenta de lo que pretendía.

—Evan, no estoy segura de que algo así…

—Yo sí que estoy seguro —afirmó, y no me quedó otra que asentir en silencio. Hasta entonces me había ido bien así.

Tenía dos pares de leotardos en las manos cuando se situó a los pies de la cama. Con suma delicadeza, me levantó la pierna izquierda. Cerré los ojos mientras lo hacía, entregándome a la sensualidad del momento. Sintiendo cómo colocaba la pierna al borde de la cama, para dejarme abierta en posición de tijera e incluso más expuesta. Me deleité con el tacto del grueso algodón cuando me rodeó el tobillo con uno de los pies de los leotardos. Tiró con fuerza de ellos y comprobó la resistencia del nudo metiendo un dedo entre la tela y mi piel.

—¿Así está bien?

Abrí los ojos, y me sobrecogió tanto la forma en que estaba mirándome que solo pude asentir con la cabeza.

Se le arrugó el contorno de los ojos al sonreír y tiró de la tela para tensarla, dejándome el pie casi al borde de la cama. Luego se arrodilló y desapareció de mi vista. De no haber sido por los constantes tirones de la pierna, no habría ni imaginado qué estaba haciendo. Me di cuenta de que estaba usando los leotardos como cuerda y estaba atándome a la estructura de la cama.

Repitió el proceso desde el otro lado hasta que me tuvo bien atada y abierta de piernas.

Abierta del todo. A su merced.

Me mordí el labio inferior, agradecida de tener las manos libres. Confiaba de verdad en Evan, pero la idea de estar tan expuesta, de ser tan vulnerable…

Resultaba a un tiempo estimulante y desconcertante.

Luego volvió a la cómoda y sacó otro par de leotardos.

No me hizo falta preguntar.

—Las manos —dijo—. Por encima de la cabeza —especificó.

Obedecí, tomándome el tiempo justo para inspirar con dificultad antes de hacerlo. Me ató las dos muñecas juntas para impedirme que bajara los brazos y me tapara el cuerpo.

—Deseo tocarte —protesté con dulzura.

—Yo también lo deseo. Pero más tarde. Ahora, a callar —dijo cuando abrí la boca para responder y me impuso silencio con un beso.

Más tarde supe que ese beso me había puesto en órbita. Porque inició una reacción en cadena. Fue largo y profundo, y tuvo el efecto de derretirme, de reblandecerme y volverme maleable; convirtió mi cuerpo en un simple receptor de sensaciones. Él se aprovechó de ese estado para trazar una hilera de besos desde mi cuello hasta mi clavícula, con tanta lentitud que llegó a dolerme.

Al alcanzar la altura de mis senos, cerró los labios sobre uno de ellos y lo succionó; me mordisqueaba el pezón con cuidado y usaba la lengua para enloquecerme mientras sus dedos dibujaban variadas formas sobre mi otro pecho.

Cada roce parecía más intenso que el anterior. Cada lametón, más íntimo; cada caricia, más sensual. Era como si al haberme atado, hubiera encendido un interruptor en mí, y como yo no podía mover el cuerpo para asimilar o evitar esas sensaciones, tenía que adaptarme a ellas y experimentarlas en toda su plenitud.

Gemí tanto de placer como de expectación cuando su boca se apartó de mis pechos y empezó a cubrirme el vientre de cálidos besos.

—¡Oh, Dios, Evan! —susurré, retorciéndome tanto como podía a pesar de las ataduras.

Murmuró una respuesta ininteligible sobre mi piel y sus labios rozaron mi monte de Venus cuando empezó a descender. No me excitó de forma gradual, ni jugueteó con la cara interior de mis muslos, sino que arremetió de golpe al pasarme la lengua sobre el clítoris para ir bajando más y más.

Arqueé el cuerpo, pues el placer se había apoderado de mí mientras él me penetraba con la lengua con la misma fuerza y destreza con la que me habían tocado sus dedos. Tenía las manos sobre mis caderas para retenerme sobre la cama e iba saboreándome y atormentándome, mojándome con la lengua. Sus gruñidos de placer aumentaban la intensidad del orgasmo que empezaba a gestarse en mi interior.

—¿Tienes idea de lo increíblemente delicioso que es tu sabor? ¿De lo mucho que has superado cualquier fantasía, cualquier expectativa?

En ese momento me traían sin cuidado sus tiernas palabras.

—Por favor —supliqué, dando insistentes sacudidas con las caderas—. Por favor, no pares.

—Jamás —respondió, y volvió a presionar los labios sobre mi sexo húmedo y resbaladizo.

Jugaba conmigo, mordisqueándome, lamiéndome y chupándome. Y con cada caricia sentía que el orgasmo inminente crecía como las olas previas a la tormenta. Unas olas que se volvieron imparables hasta alcanzar su tope y empezaron a ascender hasta el cielo estrellado, para ir a romper contra la orilla coronadas de espuma.

—¡Dios! —exclamé porque no podía pronunciar ninguna otra palabra—. ¡Dios! ¡Oh, Dios!

Me incorporó y me abrazó, aunque mantuvo una mano posada sobre mi sexo para seguir acariciándome lentamente con el dedo. No sabía si intentaba volverme loca a propósito, aunque me daba igual.

En ese instante podía hacer conmigo lo que quisiera.

—Ha sido maravilloso —dije, y volví la cabeza para recibir su amable beso—. Pero tú no te has… Para mí ha sido absolutamente flipante, pero ¿tú no estás un poco…?

—¿Frustrado?

—Sí.

—Mucho —respondió. Retiró la mano de mi sexo y me hizo estremecer cuando empezó a pasear un dedo por la cara interior de mi muslo, donde habría estado el elástico de las bragas—. Pero esto ha sido para ti.

—Oh. —Pensé en lo que me había prometido—. Me gusta tu forma de pensar.

Evan se echó a reír.

—¿Ahora me desatas?

—Cariño —dijo en un tono tan seductor que estuve a punto de volver a correrme—, esto no ha hecho más que empezar.