Acabé poniéndome una blusa blanca transparente de manga corta con un sujetador rojo sangre. Lo combiné con una falda de vuelo negra, coqueta y muy sexy, y, si se me permite decirlo, supererótica.
La guinda del atuendo eran unas sandalias negras con tacón de aguja de diez centímetros y un bolsito rojo de complemento.
Pasé más tiempo del que hubiera querido peleándome con mi melena salvaje y espesa —mi eterna enemiga—, y acabé haciéndome un moño alto sobre la cabeza, dejando unos cuantos mechones sueltos para darme un toque supuestamente provocativo.
Al final opté por un maquillaje sencillo: me resalté los labios con carmín rojo y los ojos con una sombra gris ahumado.
Me planté delante del espejo de cuerpo entero y evalué el resultado de mis esfuerzos. Debía sentirme preparada. Segura. Sexy.
Quería que él me mirase y se pusiera cachondo. Quería que me mirase y se arrepintiera de haberme dado plantón.
Sobre todo, quería que me mirase como si no viera mi ropa, y quería que aquella ropa, escogida con tanto cuidado, quedara hecha un guiñapo en el suelo, lanzada a lo loco por los aires, cuando Evan me tirase sobre la cama.
Inspiré con fuerza, ensayé una pose y decidí que con ese modelito lo conseguiría.
Pensé en pedir a Peterson que llamara al chófer de Jahn —a pesar de lo mucho que me costaba recordar que esos servicios estaban a mi disposición—, pero decidí que debía confiar más en mis posibilidades. Siempre podía contar con que me recogieran, pero solo quería volver a casa en el coche de Evan.
Cogí un taxi y me acomodé para el trayecto en dirección al aeropuerto de Midway para llegar hasta el club. Estuve absorta en mis pensamientos gran parte del recorrido, pero cuando entramos en la Stevenson Expressway volví a la realidad. Tardamos un rato en salir de la autopista de peaje, y fuimos pasando por varios barrios antes de llegar a un polígono industrial.
No sé qué había imaginado —¿chabacanas luces de neón y mujeres desnudas, quizá?—, pero cuando el conductor por fin se detuvo delante de un gigantesco edificio, tuve que admitir que estaba impresionada. Tenía el tamaño de un enorme almacén. La fachada estaba desprovista de ventanas, y toda la edificación estaba rodeada por un amplio aparcamiento.
Aunque eran las tres y media de la tarde de un sábado, casi todas las plazas estaban ocupadas.
El letrero era sencillo y elegante. Un oscuro monolito con el nombre de local —Destiny— escrito con llamativas letras rojas que destacaban sobre el fondo negro. Aunque el cartel parecía de piedra, enseguida vi que no lo era, pues en la parte inferior había una pantalla luminosa por la que iban anunciándose las diversas especialidades de la semana.
Ese día indicaba: ESPECIAL DE SEIS DÓLARES, y supuse que se trataba del precio de la consumición. En general, el lugar parecía modesto y encajaba a la perfección con la zona, que albergaba un par de edificios de oficinas, una empresa de repartos, un parque de bomberos y un hipermercado.
El conductor paró delante de la puerta y se volvió para mirarme.
—¿Es aquí?
—Y que lo diga —respondí.
Le pagué, bajé de un salto y me dirigí con paso enérgico hacia la entrada. No me detuve porque habría sido una muestra de debilidad. Por el contrario, puse la mano en la barra de bronce y empujé la puerta para abrirla. Entonces, a pesar de que en el exterior lucía un sol de justicia, entré en un interior sumido en la penumbra con aspecto de casino, tan asombrada como si acabara de entrar en una dimensión desconocida.
Mis ojos tardaron un rato en adaptarse al cambio de iluminación.
Lo único que lograba distinguir era la zona oscura del vestíbulo y las intensas luces que se filtraban a través de las puertas de cristal esmerilado, junto con los cordones retorcidos de neón de colores que cubrían la parte superior de las paredes negras, unas luces que perfilaban con sutileza la exuberancia de las formas femeninas. A mi derecha había una reluciente mesa de recepción muy similar a la de un hotel de lujo. Una mujer de impresionante melena rubia se encontraba detrás del mostrador, con una camiseta ajustada, sin sujetador, que le resaltaba tanto los senos como la palabra impresa sobre el pecho: DESTINY.
Dos videocámaras ocupaban un lugar destacado en la recepción, con el piloto rojo siempre iluminado como para subrayar el mensaje impreso en un letrero situado sobre la puerta que conducía a la zona principal del club: «Para velar por la seguridad de nuestros empleados, este local cuenta con videovigilancia las 24 horas».
La música amortiguada se filtraba desde el interior, pero, en general, esa pequeña sala era la zona de transición entre el mundanal ruido del exterior y la promesa de lo que había tras esas puertas.
—Seis dólares por consumición —anunció la rubia—. A menos que quieras participar en el concurso de camisetas mojadas. —Miró el reloj—. Se celebrará en la sala del champán dentro de una hora.
Me miré las tetas, apenas llegaba a una noventa.
—¿Qué es la sala del champán?
—Es alucinante. Se paga algo más por la consumición, pero mientras estés dentro puedes beber todo el champán que quieras. Y, por supuesto, para el concurso de camisetas mojadas no vamos a rociar a las chicas con agua. ¿Qué tendría eso de divertido? —Se echó a reír, a todas luces encantada con la idea. Yo también me reí, dejándome contagiar por su alegría.
—Creo que paso —respondí, aunque sonaba tentador—. La verdad es que estoy buscando a alguien.
—Vaya.
El ambiente se enfrió de pronto y me apresuré a dar explicaciones.
—No, no. No soy una novia cabreada que intenta localizar a su novio. Nada de eso. Estoy buscando a Evan Black.
Se agachó y sacó un fajo de documentos de detrás del mostrador.
—¿Quieres un formulario de solicitud de empleo?
Me reí.
—No.
—Vaya. —Enarcó las cejas y me echó un vistazo de pies a cabeza, analizándome, y percibí su curiosidad—. ¿Te espera? —Su educado tono profesional adoptó un deje de frialdad.
—No —respondí—. Pasaba por aquí. —Estuve a punto de soltarle que era amiga suya, pero al final me mordí la lengua. ¿No había ido a aquel lugar con la intención de convertirme exactamente en lo que ella imaginaba que era?
Carraspeé.
—Entonces ¿está por aquí?
Su sonrisa falsa se volvió tan tensa que oí cómo estuvieron a punto de crujirle las mejillas.
—No está en el local en este momento, pero…
Se calló al abrirse la puerta de cristal esmerilado, y Cole entró con decisión, todo poder y elegancia, fuego y energía.
—¿Qué narices haces aquí?
Me enfurecí.
—¿Perdona?
Miró de soslayo hacia la rubia.
—Tómate un descanso.
Ella asintió en silencio, con los ojos abiertos como platos, y salió a toda prisa por una puerta camuflada en la negrura aterciopelada de la pared que tenía detrás.
—Este sitio no es para ti —dijo Cole mirándome con detenimiento.
—¿Ah, no? —Crucé los brazos sobre el pecho y, mentalmente, clavé los tacones en el suelo—. Porque yo me siento como en casa.
Se acercó más a mí, hecho una furia.
—Maldita sea, Angelina.
Me obligué a no acobardarme. En lugar de eso, me mantuve en mis trece y me recordé que conocía bien a ese hombre. Que aunque se hubiera criado entre bandas callejeras —aunque pudiera acabar conmigo sin derramar una gota de sudor—, no pensaba permitir que me intimidara. Todo lo contrario, sabía que Cole siempre velaría por mí.
—Lo digo en serio —advertí—. No pienso marcharme hasta obtener algunas respuestas.
—¿Respuestas? —Ladeó la cabeza, entrecerrando los ojos mientras me miraba fijamente—. ¿Y cuál es la pregunta exacta?
—Evan —me limité a responder.
—¿Qué le pasa?
Suspiré, exasperada. Aquello era demasiado parecido a una pelea de adolescentes.
—Para empezar, quiero saber cómo localizarlo. Y como no tenía ninguna otra dirección, esta era la mejor alternativa.
—¿Y para qué quieres localizarlo exactamente?
Estuve a punto de contestarle que no era asunto suyo, pero ya me había hartado de tanta discusión.
—¡Venga ya, Cole! —dije con poca energía—. Me debe algo. Y Evan no es la clase de tío que se escaquea a la hora de saldar sus deudas.
—¿Algo? —preguntó Cole, y agradecí que la luz tenue disimulara el rubor de mis mejillas.
Pasado un rato asentí en silencio y él sonrió de oreja a oreja. Tuve la sensación de que sabía muy bien cuál era la clase de deuda que Evan tenía conmigo.
—¡Quién te ha visto y quién te ve, cebo para el dragón! Ya estás hecha toda una mujer. Tú ganas. Vamos, entra.
Ladeó la cabeza en dirección a las puertas de cristal. Respiré aliviada; ¡lo había conseguido!
Teniendo en cuenta la sencillez de la entrada, esperaba que la zona principal estuviera bien, pero no que fuera tan espaciosa y espectacular. La sala era gigantesca, con el mismo ambiente cavernoso de los casinos que había visitado con los amigos de la universidad, en nuestras escapadas tanto a Las Vegas como a Atlantic City. En lugar de mesas de blackjack, había plataformas de baile individuales, elevadas del suelo y con una iluminación sugerente —conté hasta seis—, repartidas por toda la sala. Todas ellas tenían una barra vertical colocada en el centro, y en cada barra había una chica bailando agarrada a ella. También había una barra de bar alrededor de la plataforma, y hombres sentados en los taburetes; algunos de ellos el tiempo suficiente como para meter un billete en la diminuta prenda interior con lentejuelas que llevaban las bailarinas. Aunque diminuta era mucho decir. Algunas llevaban biquini y otras tanga, mientras que otras iban desnudas por completo, salvo por un portaligas alrededor del muslo, con el claro objetivo de ser usado para recaudar propinas.
Los clientes que no querían ver el espectáculo tan de cerca se sentaban en mesas redondas rodeadas por cuatro cómodas butacas y distribuidas por toda la sala. Una larga barra con tres camareras de exigua vestimenta se encargaban de la zona del fondo, donde vi las puertas de los reservados. Supuse que una de ellas debía de conducir a la sala del champán, y no pude evitar imaginar cuál sería la temática de las demás.
La zona central estaba iluminada por los potentes focos dirigidos hacia las bailarinas, de ahí que las esquinas fueran mucho más oscuras. Seguro que si me hubiera quedado espiando en la oscuridad, habría visto uno de esos bailes privados por los que sentía tanta curiosidad.
Sinceramente, sentí la tentación de hacerlo.
En general, me pareció un lugar agradable. No era el Palm Court, pero resultaba elegante a su manera. Y las chicas eran guapas. Ni demasiado delgadas ni demasiado estropeadas. Tenían curvas y sabían moverse, y daba la impresión de que disfrutaban de su trabajo. Mientras seguía a Cole hasta el otro extremo de la sala principal, no vi ningún sobeteo que no fuera consentido. Sí que vi a un tío pasándose de la raya, pero un gorila que parecía un jugador de fútbol profesional se abalanzó sobre él como una bala y, con educación aunque con mano dura, lo acompañó hasta la puerta.
Al final, Cole se detuvo junto a una de las mesas, hizo una señal a una camarera y retiró una silla para que me sentara.
—Bueno, ¿qué te parece?
—Es un lugar agradable —respondí con sinceridad—. Tiene más clase de lo que habría imaginado.
—¿Creías que habríamos optado por algo más cutre?
—No, yo… —Me callé al ver que sonreía con suficiencia—. Maldita sea, Cole. No me tomes el pelo. No estoy exactamente en mi elemento.
Soltó una carcajada.
—Pues claro que estás en tu elemento, pequeña.
Me senté mientras seguía adaptándome al lugar y pensando en cómo había mentido. Porque, aunque nunca había estado en un lugar como ese, la verdad es que el ambiente me parecía bastante embriagador. Observaba a las chicas contoneándose en la barra y me imaginaba a mí misma ahí arriba. Todas las miradas puestas en mí. Con la pierna alrededor de la alargada barra de acero, y mientras estuviera bailando agarrada a la barra, sería Evan a quien imaginaría estar acariciando.
Tragué saliva y me quedé mirando el mantel hasta que logré poner cara de póquer. No levanté la vista hasta que llegó la camarera. Llevaba un top hecho con pañuelos de gasa cruzados sobre los pechos. En la cintura tenía anudado un fular igual de transparente con forma de pareo, que no cubría bañador alguno. Puso una copa delante de Cole y una copa de vino tinto delante de mí.
—Shiraz —dijo—. ¿Está bien?
—Perfecto. ¿Cómo lo has…?
—Beth lo sabe todo —informó Cole.
Beth sonrió.
—Incluso sé que ha llegado el del reparto de licores. Como el señor Sharp ya se ha ido…
—Sí, sí. Que Frankie se encargue de comprobar el albarán. Dile que iré dentro de nada.
La chica asintió con la cabeza señalando el fondo de la sala.
Yo me recosté en el asiento.
—Bueno, ¿y cómo lo hacéis? ¿Trabajáis los tres en vuestro despacho del centro durante la semana y luego venís aquí para las relaciones públicas los fines de semana?
—Y una mierda —respondió Cole—. Solo a Evan le va eso de matarse por ganar dinero.
Tyler y yo solo vamos al despacho cuando es necesario, pero la mayoría del tiempo nos quedamos entre bastidores.
Ladeé la cabeza.
—Entonces ¿a Evan no le va este lugar?
Cole entrecerró los ojos, pero yo sonreí con inocencia.
—Yo no he dicho eso, pequeña. Nuestro Evan tiene muchos vicios y muchas virtudes.
Supongo que eso lo convierte en un hombre polifacético.
—Supongo que sí.
Cole bebió de un trago el resto de la copa, estiró las piernas y se recostó en el asiento.
—¿Vas a contarme qué haces aquí? ¿Qué es lo que te debe Evan exactamente?
—Cole, te quiero a rabiar, pero lo llevas claro si crees que te voy a contar algo tan personal.
Se echó a reír.
—Te pareces más a tu tío de lo que ninguno de nosotros creía.
—Te lo digo en serio. Lo único que quiero es ver a Evan. ¿Cuándo llegará?
—Yo solo quiero ayudar, pequeña. Y creo que entre Evan y tú estáis liándola. Me ha contado lo que ocurrió.
—¿Sobre el Da Vinci? —pregunté, porque no podía imaginar que Evan hubiera hablado con su amigo de lo que habíamos hecho en el callejón.
Quizá fueran imaginaciones mías, pero creí ver que Cole se incorporaba en el asiento.
—¿El Da Vinci? ¿Te refieres al Bestiario? ¿Qué pasa con él?
Fruncí el ceño, preguntándome por qué Cole se había puesto tan nervioso con lo del cuaderno. Además, Evan también se había alterado con el tema.
—Jahn me lo dejó a mí, y a Evan no le gustó mucho. —Lo fulminé con la mirada—. Y supongo que a ti tampoco. Pero pareces sorprendido, así que Evan te ha contado otra cosa.
¿Qué te ha dicho?
Durante un instante tuve la impresión de que Cole seguiría insistiendo en el tema del manuscrito antiguo. Pero entonces entendí que había cambiado de idea. Encogió los hombros con despreocupación.
—El callejón. —No sé qué clase de expresión vio en mi cara, pero le hizo reír—. El miércoles fuiste al Poodle y hoy estás en mi refinado local. Sin duda, estás ampliando horizontes, cebo para el dragón.
Nunca había entendido realmente la expresión «buscar las cosquillas a alguien». Pero Cole estaba a punto de encontrármelas.
—Está bien —espeté con un tono cortante—. Tú ganas. Estoy ampliando horizontes y quiero que Evan los expanda todavía más. Quiero que termine lo que empezó. Y he venido para convencerlo de que lo haga.
Puse punto final a mi discurso, bebí de un trago el resto de la copa y me quedé mirándolo, retándolo a que dijera algo que pudiera volver a provocarme.
Si le impresionaron mis palabras, lo cierto es que no lo demostró. Se echó hacia atrás en su asiento y me miró de arriba abajo. Fue una escena interesante. Cole con la mirada puesta en mí y una expresión de curiosidad. Las mujeres medio desnudas sirviendo copas a sus espaldas. Y mujeres más desnudas aún bailando en las plataformas a nuestro alrededor.
Había caído en el País de las Maravillas, y lo único que necesitaba era que alguien me pasara la botella con la etiqueta de «Bébeme».
Cuando ya creía que él no tenía intención de responder, habló.
—Es una batalla perdida, cariño. Es imposible que Evan incumpla la promesa que hizo a tu tío. Sobre todo porque los tres sabemos que Jahn tenía razón.
—No lo sé.
Por primera vez me miró como un hermano.
—Acabarías sufriendo, Angie. Y eso es lo último que desea cualquiera de nosotros. Mierda. —Se pasó una mano por el pelo cortado casi al cero—. Sinceramente, menos mal que es Evan el que quiere echarte un polvo —dijo, mientras yo empezaba a derretirme con la confirmación de que Evan no solo se sentía atraído por mí, sino que se lo había contado a sus amigos—. No es que no seas adorable —añadió Cole con una amplia sonrisa—. Pero no eres mi tipo.
—¿Qué quieres decir con eso de menos mal? —pregunté con tiento.
—Evan es el que tiene más autocontrol de los tres, y mayor capacidad para contenerse. Tú eres una chica tierna, Angie, y a Evan no le va la ternura. Y si cree que algo de lo que va a hacer herirá a alguien que le importa, sencillamente no lo hace. Y eso es todo. Confía en mí, Angie. Sea cual sea la deuda que crees que tiene contigo por lo que ocurrió en ese callejón, seguirá sin ser saldada.
—Tierna —repetí—. ¿Él cree que soy tierna?
La cabeza me daba vueltas. ¿Después de todo lo que me había dicho sobre alzar el vuelo?
¿Después de quererme atada para matarme a polvos?
¿Después de la forma en que su lengua había jugueteado con mi clítoris? ¿Después de cómo había conseguido que me corriera?
Y después de todo eso, ¿Evan creía que yo era tierna?
—¿No lo eres? —preguntó Cole, y percibí que lo decía con sorna.
En lugar de responder, le hice un gesto a Beth para que nos trajera una ronda de chupitos de tequila. Llegó con tres vasitos, y yo me los bebí de un trago mientras Cole miraba.
—¿Intentas demostrar algo? —me preguntó.
—Nada, joder. Es que prefiero el tequila al vino. ¿Qué pasa? —pregunté con inocencia—. ¿No lo sabías? —Me llevé un dedo a la barbilla—. Mmm… A lo mejor vosotros tres no me conocéis tan bien como creíais.
—Angie…
Percibí un tono de censura en su voz, pero lo corté.
—No. Ya te dije una vez que no era cebo para el dragón, y lo decía en serio. No tienes ni idea de lo que me hará daño y lo que no, así que no te quedes ahí sentado con cara de petulante y fingiendo que de verdad crees que estáis conchabados con Jahn para mantenerme a salvo.
Porque eso es una puta mentira. —Me quedé mirándolo—. Y no presupongas lo que quiero o necesito.
«Tierna».
La palabra me rechinaba, lo que resultaba irónico porque había interpretado ese papel durante casi ocho años. Pero no era ternura lo que quería que viera Evan. Es más, creía que él había sabido ver más allá de mi cobertura azucarada para llegar al relleno más empalagoso.
Intenso y sabroso, y con muchas calorías.
Al parecer, me había equivocado.
Al parecer, tendría que arreglarlo.
Por desgracia, no sabía cómo.
Cole se acercó a la mesa y puso una mano encima de la mía.
—Voy a encargarme de esa entrega de licores y luego te llevaré a casa. Podemos hablar por el camino.
—No voy a ir a ninguna parte. Estoy esperando a Evan y no estoy de humor para hablar.
—Está bien. De todas formas, voy a encargarme de la entrega. Y puede que quieras esperar aquí, pero, de momento, yo soy el dueño del local y tú no. Así que te llevaré a casa y ya podrás cabrearte si quieres.
—Cole…
—Nada de Cole. En cuanto a la conversación, podemos hablar de música o de cine. Joder, podemos hablar del maldito cuaderno de Da Vinci. Pero voy a asegurarme de que llegas a casa sana y salva. Tú espérame aquí, ¿vale?
Asentí en silencio, demasiado abatida para discutir. Evan aún no había llegado y era difícil mantenerme en mis trece cuando Cole estaba decidido a sacarme de allí.
En otras palabras, estaba jodida. Y en ese momento no tenía un plan alternativo.
Cole se dirigió hacia la parte trasera, donde un tipo, supuestamente Frankie, sostenía una carpeta con un papel sujeto por un clip.
Me quedé ahí sentada, inquieta y mirando a mi alrededor. Algunos de los hombres que tenía cerca me miraban, pero ninguno se acercó, y supuse que era porque había estado sentada con uno de los propietarios. Y me parecía bien; no tenía ningún interés en esos tipos. Ni verdadero interés en lo que pasaba en la sala.
Se respiraba lujuria en el ambiente. Lujuria, calor y atracción.
Pero sin chispa. Ni electricidad. Era un entorno de sexo y excitación, y aunque no me incomodaba, no era lo que yo deseaba.
Lo que yo deseaba era a Evan. La fuerza. El estallido. Deseaba experimentar lo que había sentido entre sus brazos, y deseaba que me llevara a donde había prometido.
Maldita sea, estaba cabreada por no conseguirlo.
Entonces, como en un sueño, apareció. Evan.
Tuve que mirar dos veces para comprobar que era cierto, por miedo a haberlo imaginado.
¿Cómo era posible que mis intensos deseos lo hubieran hecho aparecer?
Pero era real. Él era real y estaba ahí en carne y hueso y, pese a la tenue luz, veía los marcados ángulos de su rostro y el oscuro fuego de sus ojos. Me miraba a mí y no parecía muy contento.
Vaya mierda.
Fui a levantarme, pero volví a sentarme cuando se alejó, avanzó hacia uno de los rincones oscuros y llamó con un dedo doblado a una pelirroja menuda que lo siguió con esa clase de confianza sensual que yo intentaba rezumar.
Supe que no debía hacerlo, pero no pude evitarlo. Me levanté, crucé la sala y me senté en la mesa más próxima a ese rincón.
Lo miraba de soslayo, no podía ver la expresión de su cara, aunque en realidad no lo necesitaba. Veía muy bien a la pelirroja: su mirada seductora mientras se movía lentamente para sentarse a horcajadas sobre él; la forma en que se mordió el labio cuando él le puso la mano en las caderas. Ella descendió sobre el cuerpo de Evan para ponerlo cachondo, frotándose contra su paquete con el diminuto retal de tela que le cubría el sexo. Luego se levantó y se echó hacia delante, le rozó el torso con los pechos y puso cara de estar a punto de alcanzar el clímax.
Yo estaba mirando y hervía de rabia.
Al mismo tiempo, sentía una extraña fascinación. Deseaba ser esa mujer. Quería contonearme sobre el cuerpo de Evan, ponerlo cachondo, sentir cómo se le ponía dura.
Deseaba ser yo quien lo volviera loco. Yo y nadie más.
Desde luego, no esa pelirroja bobalicona.
Me levanté sin estar muy segura de lo que pretendía, pero con la certeza de que no tenía nada que perder. Saqué un billete de cincuenta dólares de la cartera y me dirigí con paso decidido hacia ellos. Evan ni siquiera levantó la vista cuando la chica se volvió a mirarme.
Le di el billete.
—Largo.
Ella se quedó mirando a Evan, quien hizo enseguida un gesto de asentimiento.
La pelirroja se fue corriendo y yo me regodeé con mi pequeña victoria. Rodeé la silla hasta situarme justo delante de él.
—No deberías estar aquí —soltó, pero yo me limité a inclinarme hacia delante y a posar un dedo en sus labios.
—No —dije.
—¿No qué?
Negué con la cabeza, agradecí que mi falda de vuelo tuviera suficiente tela como para ocultar varios pecados, y me senté en su regazo. O, para ser más exacta, me senté por encima de su regazo, porque aunque tenía las rodillas apoyadas sobre el mullido asiento de cuero de la butaca, no había contacto real entre nosotros, salvo por el leve roce de mis rodillas contra la cara exterior de sus muslos.
Daba igual. Yo ya estaba mojada, tenía el sexo caliente y las bragas pegadas a la piel. La pequeña corriente de aire fresco que se colaba por los pliegues de la falda no contribuía mucho a apagar el fuego de mi interior.
Me eché hacia delante y usé la mano que tenía apoyada en el respaldo de la butaca por encima de su hombro para lograr cierta estabilidad. Tenía los ojos clavados en su mirada, y él también me miraba de forma directa.
—¿Que no qué? —repitió. Hablaba en voz baja y no dejaba de mirarme a los ojos.
—No me hagas el numerito de que no me deseas.
No se revolvió, no se movió.
—Tal vez no te desee.
Me acerqué aún más. Poco a poco. De forma seductora.
—Y una mierda.
Evan permaneció impertérrito. Con todo, podía percibir la sonrisa que se le dibujaba en rostro.
Y mientras yo también sonreía, me dejé caer hasta que no hubo más separación entre nosotros que el raso de mis bragas y el algodón de sus pantalones. Me agarré a la butaca y empecé a mover las caderas hacia delante y hacia atrás, dejando que la fricción me enloqueciera.
—¿Creías que saldría corriendo? —pregunté en voz baja—. ¿Creías que me quedaría paralizada al ver a esa mujer metiéndote mano? —Me incliné hacia delante y le pasé la lengua por el contorno de la oreja—. Pues no lo he hecho. Ni siquiera la he visto. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué? —preguntó, y las sílabas sonaron más a un gruñido que a palabras inteligibles.
—Porque para mí no había otra mujer. Era yo la que estaba sobre tu regazo —dije mientras movía las caderas—. Era yo la que te tocaba. Yo la que te la ponía dura.
Deslicé una mano por debajo de nuestros cuerpos y la usé para apretarle el sexo erecto.
Y mientras contemplaba cómo se le encendía la mirada, me deleitaba con satisfacción.
Porque sabía que, pasara lo que pasase, yo ganaría el combate.