Necesitaba perderme. Necesitaba liberarme. La cabeza me daba vueltas con todo lo que ocurría en mi vida: Jahn, mis padres, Kevin. Y Evan. En el centro de todo estaba siempre Evan. Su cercanía. Su deseo. Su calor. Su rechazo.
Sentí como si mi mente —o mi existencia— intentara sintonizar una frecuencia específica y lo único que encontrara fuera ruido blanco. Como si estuviera dando tumbos por la estratosfera, sin red, sin guía, para regresar a mi lugar de origen.
Me sentía ansiosa y frenética, anhelante y confundida. Necesitaba tanto soltar cabos como encontrar un anclaje. Necesitaba apaciguar mis demonios. Necesitaba… Ay, maldita sea, no sabía qué necesitaba. Pero sabía que una inyección de adrenalina, fuera como fuese, me tranquilizaría. Si hubiera podido generar esa sensación de liberación salvaje, el ruido blanco que me atormentaba se habría silenciado. Tal vez se me aclararían las ideas; tal vez conseguiría pensar.
Porque en ese momento no podía pensar. No mientras recorría a toda velocidad las calles, dando codazos a otros transeúntes, haciendo caso omiso a las señales de cruce y dejando que mis pies fueran devorando el asfalto.
Tampoco podía pensar cuando entré dando tumbos en los grandes almacenes. Cuando pasé los dedos, ociosamente, sobre las blusas, los tejanos, los bolsos y las muestras de perfume.
Pero mientras deambulaba, y me concentraba en cómo obtener esa inyección de adrenalina que lograría devolverme la claridad y ayudarme a encontrar el equilibrio, fui consciente del entorno. Empecé a darme cuenta de dónde estaba y de qué podía hacer.
De qué necesitaba hacer si quería tranquilizarme.
«Grandes almacenes. Joyería. Hazlo».
Sentí el cosquilleo en las manos y cómo se me aceleraba el pulso.
Sería fácil. Muy rápido, muy limpio. Perfecto.
Bueno, estaba claro. Tal vez hubiera metido la pata en otras ocasiones. Lo cual no significaba que esa vez fuera a salir mal. Quizá esa vez todo encajara. Y la inyección de adrenalina me bastaría para seguir tirando. Incluso podía durar hasta mi llegada a Washington.
Y entonces… Pues tendría que aprender a mantenerme a raya. Porque entonces sería otra chica. Sería otro yo. Una nueva Angie de pies a cabeza.
«Tú hazlo y ya está».
Respiré hondo para sosegarme un poco. Era una chica cualquiera. Una compradora como otras muchas. Solo estaba mirando, dejando que mis dedos rozaran las vitrinas y los expositores. Agarré un par de pendientes y me los puse a la altura de las orejas mientras observaba mi imagen reflejada en el espejo.
Volví a colocarlos en su sitio, poco impresionada.
Tomé unas gafas de sol y también las devolví, igual de indiferente.
Estaba sola, nadie me observaba, y cuando levanté las pulseras y las dejé caer en el bolso con disimulo, habría jurado que nadie me miraba.
«No lo hagas. —La voz de mi cabeza era atrevida y agresiva, pero no estaba segura de haberla escuchado—. Maldita sea, no lo hagas».
Intenté relajarme y vi a una vendedora en la sección de zapatería que me miraba. Me quedé helada, aterrorizada, así que volví a tirar las pulseras sobre el mostrador. Había una salida a solo veinte metros, y deseé que mis pies se encaminaran en esa dirección porque necesitaba esfumarme antes de desmayarme.
Porque tenía la certeza de que el desmayo era inminente.
Creo que fue lo más difícil que había hecho jamás, pero conseguí salir de los grandes almacenes antes de que me cedieran las piernas. Sentí cómo iba cayendo al suelo, con la espalda pegada a la fría fachada de piedra y mis pantalones de pinzas hechos a medida ensuciándose con la mugre de la pared.
Los turistas y los transeúntes me metían prisa, algunos me ignoraban por completo, otros me miraban con preocupación. Apenas los veía a través de las lágrimas y la roja bruma de confusión, desorientación y arrepentimiento.
Mierda, quizá había actuado de manera sensata, pero no me parecía un triunfo. Estaba hecha polvo. Me sentía fatal, furiosa, puteada. Y en lo único que podía pensar era en cómo me había abrazado Evan. La forma en que me había tranquilizado. En cómo había mantenido a raya mis pesadillas. Es más, en cómo estaba segura de que podía mantener a raya a todos mis demonios.
Los que se me aparecían por las noches y los que me acechaban durante el día.
Lo deseaba. Es más, lo necesitaba. Pero no podía conseguirlo. Y esa única y sencilla verdad acabaría destrozándome.
Tardé un par de horas en recuperarme, y pasé el rato deambulando por la Magnificent Mile y las calles perpendiculares. Seguía sin aclararme. Necesitaba liberarme, compartir la agitación que sentía en mi interior. Necesitaba algo conocido y seguir avanzando.
Como era de imaginar, llamé a Kat.
No le confesé que había estado a punto de robar las pulseras, pero sí que le dije que estaba hecha una mierda y que había sido Evan el que me había hecho sentir así. Además de Evan, mi padre y Kevin. Y que todo ese maldito asunto bullía en mi interior como una masa de lava candente.
Como era la mejor amiga del mundo, supo exactamente qué hacer: celebrar una noche de chicas en casa.
Preparamos cupcakes, nos chupamos el dedo después de pasarlo por el recipiente de la masa, bebimos cerveza y hablamos de tonterías; y volví a sentirme como un ser humano. Y hasta incluso un poco centrada.
Estábamos repantigadas en la sala de cine de Jahn, con cerveza fría en la mano y una bandeja de cupcakes recién sacados de horno. Kat tenía el mando a distancia porque el sistema de proyección de mi tío me superaba, y había estado mirando la lista de iTunes, buscando alguna peli que alquilar. Entonces dejó el mando encajado en el sujetavasos y se volvió para mirarme de forma más directa; su actitud me indicó que íbamos a pasar de la conversación mundana a los temas serios.
—¿Que no es un buen partido? —preguntó Kat, repitiendo lo que yo le había contado que había dicho Evan al marcharse—. ¿Qué demonios se supone que significa eso?
—Ni idea —respondí muy segura. Había comparado las palabras de Evan con las acusaciones de Kevin, y había llegado a la conclusión de que Kevin tenía razón. Evan, Cole y Tyler andaban metidos en algo. Solo que yo ignoraba en qué.
—¡Venga ya! —repuso Kat—. Hace siglos que lo conoces.
—Casi no lo conozco —respondí—. Lo vi por primera vez a los dieciséis años.
—Lo que he dicho. Desde hace siglos. Debes de tener alguna idea de por qué ha dicho eso sobre sí mismo.
—Vale. Hace siglos que nos vemos. Hace siglos que lo deseo. Pero «verlo» y «desearlo» no quiere decir que conozca sus más oscuros secretos, ¿sabes? Ni siquiera sé dónde vive.
—¿De verdad? ¿Qué hay de Cole? ¿Sabes algo sobre él?
Le lancé una mirada de soslayo, pero ella se limitó a encogerse de hombros.
—En realidad, no —respondí—. No sé nada de ninguno de ellos. Eran amigos de Jahn, no míos. Yo todavía iba al instituto cuando nos conocimos, y solo estaba en Chicago un par de semanas cada verano. La mayoría de las veces me paseaba con un cuaderno en las manos y fingía dibujar mientras Evan, Cole y Tyler estaban en casa. Y si hablaba, no es que fuera precisamente una conversación llena de profundo significado emocional. Hablábamos de los estudios, de alguna peli o de lo que estuviera preparando Jahn en la barbacoa, ¿sabes?
—Sí, pero luego fuiste a la universidad y en algún momento él empezó a desearte. Lo que significa que hacía tiempo que se fijaba en ti, ¿no?
Teniendo en cuenta todo eso, debía admitir que parecía razonable. En algún momento, Evan había empezado a desearme tanto como yo a él.
—Sí, pero yo no me enteraba de nada —respondí—. Aunque vivía cerca de la ciudad, veía menos a los chicos cuando empecé a estudiar en Northwestern. Vivía con Jahn, y mi horario de clases era de locos. Los veía algunos fines de semana, pero no era algo habitual.
Kat suspiró.
—¡Es tan romántico! —exclamó, con un deje de afectación en la voz—. Eráis como dos barcos sin faro cruzándoos en la noche.
Puse cara de exasperación.
—Sé algunas cosas. Sé que le gusta el filete medio hecho porque los preparaba así cuando hacíamos alguna barbacoa. Y sé que le gusta la ópera porque fue algunas veces con Jahn. Y algún grupo finlandés de heavy metal porque Cole y él se volvían locos para conseguir entradas. Pero no tengo ni idea de qué dentífrico usa, ni cuál era su asignatura favorita en la universidad, ni cómo se llamaba su primera mascota, ni si cometió algún delito durante la semana pasada.
—¿Un delito?
Quité hierro a la afirmación haciendo un gesto de desprecio con la mano, como si no tuviera ninguna importancia. Tendría que haberle contado a Kat lo de las acusaciones de Kevin. No estoy segura de por qué era tan reticente a hacerlo, seguramente porque empezaba a creer que eran ciertas.
Evan podría haber tenido oscuros secretos del todo desconocidos para mí. Al fin y al cabo, salvo por un par de datos que había escuchado por casualidad en el comedor de Jahn o en el jardín trasero, sabía tanto de él como de cualquier otro habitante de Chicago.
Tal vez no fuera un personaje tan público como mi padre, pero su posición y sus donativos a obras de beneficencia lo habían convertido en una celebridad local, y yo leía con avidez todos los artículos que se escribían sobre él.
Todos ellos hablaban de su trágico pasado. De cómo su padre había muerto en un incendio que también había dejado herida a su hermana pequeña, Melissa. De cómo Evan se había dejado la piel trabajando cuando iba al instituto para ayudar a su madre a llegar a final de mes y pagar las facturas médicas, aceptando cualquier trabajo. Y eso había forjado su talento profesional y la tenacidad que tanto lo había ayudado a alcanzar el éxito empresarial.
Sin embargo, nada de todo eso significaba que yo entendiera qué había querido decir Evan al afirmar que no era un buen partido.
—¿De verdad importa? —preguntó Kat cuando le hube contado todo aquello—. De todas formas, tú no buscas un buen partido. ¿Qué? —preguntó de forma inocente cuando crucé los brazos y enarqué una ceja—. Yo solo digo que a ti te gustan las emociones fuertes. No hay nada malo en eso.
—De todas formas, no importa. No pienso quedarme aquí el tiempo suficiente para ver qué pasa.
Enarcó las cejas de golpe. Le conté mi plan de trasladarme a Washington, y decir que no mostró mucho entusiasmo sería quedarme corta.
—¿De verdad lo tienes claro?
—Es para lo que fui a la universidad.
—Eso no es una respuesta.
Suspiré y agarré uno de los cupcakes. Hundí un dedo en la cobertura de azúcar y me lo chupé mientras pensaba qué decir. Es el problema de tener una amiga que te entiende. Algunas veces te entiende demasiado bien.
—Sí —respondí—. Lo tengo claro. Es un buen trabajo en un sector que conozco. Me crié entre políticos. Tengo el título. —«Haré feliz a mis padres». Pero eso último no lo dije. Me encogí de hombros—. Es lógico. No todo el mundo sabe a qué quiere dedicarse en la vida.
Algunos acabamos escogiendo la profesión por defecto.
Kat dio un largo trago a su Heineken.
—Yo no tengo ningún plan profesional. Solo una meta.
—Ser rica —dijimos a la vez, y nos reímos.
—Bueno, ¿y cómo te va a ti en ese sentido? —le pregunté.
—Parece que el camino a la riqueza no está pavimentado con filtros para máquina de café.
A menos que seas el fundador de Starbucks. Pero tengo unas cuantas cosas en marcha.
—¿De veras? Cuéntame.
Hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—No hay nada de qué hablar. Es algo que está montando mi padre.
Fruncí el ceño, pero no dije nada. Por lo que me había contado sobre su padre, no era precisamente un buen ejemplo para nadie. Pero, eso sí, el tío tenía una casa en Winnetka y una propiedad en Palm Beach; algo sabría, digo yo.
—Tienes que enrollarte con él, está claro —sentenció Kat.
—¿Perdona? —arrugué la nariz y caí en la cuenta de que se refería a Evan.
—Él ha echado el freno.
—Aunque sea una vez, o te arrepentirás. Además, tu tío solo dijo que no era el chico que te convenía, ¿verdad? No que no pudieras tirártelo. No vas a casarte con él ni nada de eso.
Di un sorbo a la cerveza.
—Tienes una forma de pensar muy retorcida —le dije—. Me gusta.
Ella se echó a reír.
—Son años de práctica. Además, te conozco.
—¿Y eso qué significa?
Ella se encogió de hombros.
—Pues que a ti te gustan las emociones fuertes. ¿Que él ha echado el freno? ¡Pues menudo problema! Eso lo convierte en un reto mucho más interesante. Y algo mucho más emocionante que mangar un par de pendientes.
Me recosté en el asiento.
—Ya no hago esas cosas —respondí, fijando la vista a propósito en la pantalla de cine en blanco para no mirar a Kat, porque no quería que ella me descubriera. No quería que averiguara que había estado a punto de volver a robar hacía solo unas horas—. Te lo juro. —No le había dicho por qué. No le había contado lo de la detención. Por un lado, no quería tocar ese tema. Por otro, me había muerto de la vergüenza cuando me pillaron. Pero lo más importante es que Jahn había movido cielo y tierra para que me borraran los antecedentes, porque yo estaba preocupadísima de que mi delito pudiera manchar la prístina reputación de mi padre y echar a perder su oportunidad de optar a la vicepresidencia.
Y por eso no pensaba contárselo a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga.
Es más, el hecho de que ese mismo día hubiera estado a punto de recaer ponía de relieve lo mal que estaba.
Pensé en Evan. En la paz que sentí estando entre sus brazos. En cómo había dormido toda la noche sin tener pesadillas.
Deseaba con toda mi alma que me tranquilizaran como lo había hecho Evan. En ese momento me sentía centrada, aunque estuviera al borde de un precipicio, y habría bastado con un pequeño empujón para lanzarme al vacío.
Deseaba a ese hombre. Incluso lo necesitaba. Y eso solo hacía que el dolor provocado por su rechazo fuera mucho más intenso.
Kat ignoraba mis disquisiciones interiores, pero había llegado a una conclusión bastante parecida.
—La cuestión es que te gustaría correr el riesgo de tener a Evan Black en tu cama.
—Sí que me gustaría —reconocí, porque difícilmente podía negarlo. Pero eso no significaba que fuera a salir corriendo en su busca. Me incliné hacia ella, para susurrarle al oído, con la intención de distraerla y obtener una reacción—. Kevin dice que el FBI está detrás de Evan. Y de Tyler y Cole también.
Kat se removió en el asiento, a todas luces intrigada.
—¿De veras? ¿Crees que es verdad? Apuesto a que sí. Tienen pinta de malos de la película. —Torció una comisura—. Sobre todo Cole.
—Sabes que no eres nada sutil, ¿no?
—¿Qué pasa? Está bueno.
—Eso no lo puedo discutir. ¡Joder!, los tres están buenos.
—Pero ¿son los capos del hampa? —preguntó intrigada.
—Puede ser. No lo sé. —Me encogí de hombros—. Seguramente no.
—Pues yo apuesto a que sí —afirmó—. La mayoría de las veces, la poli tiene razón. Pero no siempre pillan a los malos. Aunque todo depende de cómo definas a los malos. —Se echó hacia atrás en el asiento y adoptó una pose casi petulante.
Fruncí el ceño; la idea de que Evan pudiera acabar entre rejas me resultaba desconcertante.
Aunque, al mismo tiempo, no podía negar que me excitara la idea de que fuera lo bastante avispado como para evitar que le echaran el guante…
Como lo de jugar a esquivar trenes en la vía o a surfear sobre la capota de un coche en marcha. O incluso como mangar un par de pendientes baratos en Neiman Marcus.
Kat se rió.
—¡Tía, pero qué mirada! Estás coladísima.
Hice una mueca de disgusto, pero no lo negué.
—En cualquier caso —prosiguió Kat—, todo esto nos desvía del tema principal.
—He olvidado por completo cuál era el tema principal.
—El tema es que tienes que ir a por todas. Debes hacerlo si vas a mudarte a Washington. Y que conste que sé que lo haces por tu padre, así que no voy a intentar convencerte para que no te marches.
—¿A por todas? —pregunté, aunque sabía muy bien a qué se refería y estuve a punto de darle la razón.
—Date una oportunidad, Angie. No tienes que estar en Washington hasta dentro de un par de semanas, ¿verdad? Pues usa tus poderes mágicos y llévate a Evan a la cama. Si no lo haces aunque sea una vez, te arrepentirás toda la vida.
Tenía razón. No solo me arrepentiría, sino que sería incapaz de soportarlo durante las semanas que me quedaban en Chicago. No estaba segura de poder recuperar la sensatez y seguir viviendo en el apartamento que me evocaba constantemente las risas de mi tío y nuestras conversaciones. Mientras hacía el equipaje para irme a una ciudad donde no quería vivir, a ocupar un puesto que no deseaba, aunque sabía que a Gracie le habría encantado.
Las pesadillas volverían a atormentarme. Maldita sea, ya podía sentir cómo me provocaban, como azuzándome entre bastidores.
¿Podría soportar tres semanas así sin la necesidad de liberarme?
Solo lo conseguiría si estaba en brazos de Evan, lo tenía muy claro.
Aunque sin él…
Sin él me daba pánico derrumbarme.
Sin embargo, esa no era la única razón por la que la propuesta de Kat me resultaba atractiva.
La verdad era que deseaba al hombre. Lo deseaba y estaba segura de que él también me deseaba.
Recordaba la forma en que me sentí al tenerlo tan cerca en el ascensor, el modo en que el aire vibraba entre nosotros. Su perfume. Su presencia.
Y entonces evoqué el modo en que me había obligado a callar. El modo en que nos había acallado a los dos. Negué con la cabeza.
—No sé…
—¿Qué es lo que no sabes? No es que vayan a detenerte, aunque podrías acabar en alguna grabación de cámaras de vigilancia.
—¿Lo dices para animarme?
Pasó por alto mi réplica poco ocurrente.
—Y como él ya se ha negado una vez, si vuelve a negarse, te quedarás como estás. Y si accede, te llevas el premio gordo, ¿no? En serio, Angie, ¿qué tienes que perder?
Recordé el tacto de sus manos sobre mi cuerpo en el callejón, la forma en que mi cuerpo se había encendido y se había abierto a él.
Recordé el olor a chocolate caliente cuando me lo trajo en la taza, y cómo el tenue fulgor de sus ojos me había confortado incluso más que el líquido. Recordé con qué ánimo me había despertado a la mañana siguiente, fresca, vital y sin haber tenido pesadillas.
¿Qué tenía que perder?
La respuesta era fácil: nada.
Nada, salvo mi corazón.
Mi plan de ir a la caza de Evan Black fue más complicado de lo que había supuesto en un principio, sobre todo porque no tenía ni idea de cómo contactar con él si no era a través de su trabajo. Eso hice y le dejé un mensaje a su secretaria en el buzón de voz. Como no recibí de inmediato una llamada de respuesta —aunque estaba convencida de que ignoraría el mensaje—, decidí registrar todo el ático con la esperanza de encontrar su número de móvil. Entonces solo tendría que esperar a que respondiera.
Por desgracia, no encontré nada de nada. Ni un solo número; ni de Evan, ni de Cole, ni de Tyler. Pero sí que encontré un filón de álbumes de fotos familiares en el último cajón de la mesita de noche de Jahn, y pasé dos horas sentada sobre su cama, hojeándolos, empapándome de recuerdos y regodeándome en la nostalgia.
La mayoría de las fotos eran de personas que reconocía, aunque no hubiera llegado a conocerlas. Abuelos que habían fallecido antes de que yo naciera y primos lejanos que solo había visto en fiestas de graduación, bodas y funerales. Sin embargo, había dos álbumes protagonizados por mi pequeño rincón en la familia. Había fotos mías con Gracie en la casa de Kenilworth. Gracie y yo en un velero en medio del lago. Gracie y yo en Disneylandia.
Mi madre y mi padre estaban en todas las fotos con nosotras, pero también había fotos más antiguas. Imágenes donde no aparecíamos ninguna de las dos, incluso de antes de que Gracie hubiera nacido. Mi madre salía en todas esas fotos; mi padre, en muy pocas. En algunas, Jahn estaba junto a mi madre, rodeándola con un brazo mientras ella se apoyaba en él, sonriente y radiante.
Me pregunté si mi padre sería el fotógrafo, pero tuve la extraña sensación de que no era así.
Empecé a sentirme como una fisgona. Quizá había encontrado algo que no debía descubrir.
Abatida por la nostalgia, cerré los álbumes, volví a meterlos en el cajón y me recordé que debía mandárselos por correo a mi madre.
Rebusqué un poco más en la habitación de Jahn y encontré una destartalada agenda que incluía el nombre de Evan, pero al marcar el número solo escuché el mensaje que informaba de que ese usuario se había dado de baja.
Habría llamado al despacho para hablar con la secretaria de Jahn, pero era sábado, y no era un tema por el que pudiera molestarla.
Estaba a punto de olvidar todo el tema y llamar a Flynn o a Kat, cuando me di cuenta de que había algo que no había consultado. Cogí el móvil y busqué el número del Destiny en internet.
Lo marqué.
—Destiny —canturreó con suavidad una voz femenina—. Realizar tu fantasía será un placer.
—Vale, sí. Hola.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con educación, aunque yo había sido muy grosera.
—Estoy buscando a Evan Black. ¿Puede decirme si está?
—Disculpe, no esperamos al señor Black hasta dentro de una hora. ¿Le digo que la llame?
—Pues… no. Gracias, ya volveré a llamar.
Apreté el botón de colgar, sintiéndome como una espía. Por fin tenía un plan.
Me di cuenta de que todavía llevaba los pantalones de yoga y la camiseta de Northwestern que había comprado en primero. No era el atuendo más apropiado para un club de striptease.
La verdad es que no tenía ni idea de lo que debía ponerme para ir a uno de esos clubes masculinos, y aunque había tenido la oportunidad de descubrirlo en la universidad, conseguí escaquearme de la experiencia.
Mi compañera de habitación de segundo pensó que sería gracioso que fuéramos en grupo a echar un vistazo a un club de striptease, y le había echado el ojo al Destiny. Había oído que era el más grande que existía, el más elegante y el menos sórdido de la zona.
Yo sentía mucha curiosidad, no solo porque sabía que los tres caballeros eran los dueños del lugar, sino porque me moría de ganas de saber lo que se cocía por dentro. ¿Iban las mujeres desnudas del todo? ¿Qué era exactamente lo del baile privado en el regazo? ¿Y de verdad había reservados donde los tíos iban a una comida de negocios para que luego se la comieran?
Aunque no llegué a confesárselo a mis amigas, deseaba conseguir más leña para alimentar el fuego de mi imaginación. Tal vez desconociera la realidad de los clubes masculinos, pero había leído bastante al respecto, y había visto muchas películas y series como para saber que habría chicas bailando en plan sexy y calentando a los tíos. Provocando y excitando al personal, y siendo premiadas con billetes metidos por el elástico del tanga y la inyección de adrenalina.
Me convencí de que solo quería ir para echar un vistazo y alimentar mis propias fantasías.
Aunque no es fácil engañarse a uno mismo: no solo deseaba ese estímulo para mi imaginación, sino la inyección de adrenalina, y temía que, con la provocación y el alcohol suficientes, mis amigas consiguieran hacerme subir al escenario para ver cómo empezaba a soltar grititos, me ponía roja como un tomate y salía pitando de allí. Podría haberlas sorprendido demostrándoles lo mucho que me gustaba moverme al ritmo de la música. Lo mucho que me excitaría que los ojos de todos esos hombres estuvieran puestos en mí, sin permiso para tocar.
La simple idea me puso caliente, y al final me rajé. Me excusé diciendo que tenía que hacer un trabajo. Sin embargo, la realidad era que no pensaba hacer nada que pusiera en peligro mi reputación de chica formal que respeta las normas.
Pero esa noche estaba incumpliéndolas todas. Y eso abría la puerta a infinidad de posibilidades interesantes. Como mínimo, si no conseguía mi objetivo, habría pasado un buen rato rebuscando en el armario y jugando a los disfraces.