Alan Parker había sido el abogado de mi tío desde que yo tenía memoria. Era un anciano con un despacho que hacía esquina en un prestigioso bufete de abogados que también gestionaba los asuntos administrativos de HJH&A.
Llegué al despacho agobiada, pegajosa por el sudor y diez minutos tarde porque me había roto un tacón, y subir en ascensor hasta el ático y volver a bajar me llevó mucho más tiempo del que creía. Debería haber cogido un taxi, pero me apetecía pasear y supuse que podría recuperar el tiempo perdido.
Supuse mal, y cuando la recepcionista me acompañó por los pasillos hacia la sala de reuniones, me sentía realmente sucia. Tenía la espalda de la blusa impregnada de sudor por debajo del jersey de punto y el pelo muy encrespado.
Me consolé pensando que sería solo una más entre las docenas de beneficiarios, y que en la abarrotada sala de reuniones nadie se fijaría en mí.
Sin embargo, solo había una persona en la habitación. Evan.
Se levantó cuando entré, aseado y elegante, en contraste con mi aspecto desaliñado y lamentable.
Hizo un educado gesto de asentimiento con la cabeza y volvió a sentarse. No vi ni rastro del hombre de la pista de baile. Ni tampoco del hombre que me había preparado el chocolate caliente y me había abrazado con fuerza. Ni siquiera veía al hombre que me había dado plantón.
No conocía a ese Evan, y me convencí de que era lo mejor. Decir a Kevin que iba a mudarme a Washington había sido una reacción instintiva, pero, por lo visto, había sido la correcta. Y me impactó la premura que sentí de anunciar a Evan que me marchaba y que estaba como loca de contenta por ello. Y de darle las gracias.
Antes de tener la oportunidad de hacerlo, entró Alan flanqueado por dos abogados más jóvenes, de cara, peinado y pose tan refinados como sus trajes.
Ocupé una silla enfrente de Evan mientras Alan y sus socios presidían la mesa.
Mantuve la mirada fija en los abogados, decidida a no mirar a Evan.
—¿Seguimos esperando a los demás?
—No —respondió él—. Todos los beneficiarios están presentes.
—Ah.
La única abogada garabateó algo en un papel, y luego me sonrió con una dentadura de blancura artificial.
—Gran parte de las propiedades de su tío estaban en fideicomiso y no pasan por manos del albacea.
Asentí con la cabeza como si hubiera entendido lo que significaba.
Alan se aclaró la garganta.
—Como saben, Howard Jahn reunió una importante colección de obras de arte y objetos de artesanía, además de su fortuna en metálico, las acciones y su patrimonio inmobiliario.
Como yo vivía en su ático, que prácticamente era un museo, tenía constancia de esos detalles.
—No mucho antes de morir, el señor Jahn realizó una importante revisión del testamento en lo referente a sus propiedades. Aumentó de forma considerable la cantidad del fideicomiso en beneficio de la Fundación Jahn. Me refiero a todas sus posesiones, desde el dinero en efectivo hasta la moneda más pequeña de su colección. La cantidad del fideicomiso para la fundación ha aumentado de forma tan considerable que, de hecho, solo quedan tres legados pendientes de herencia. Estamos hoy aquí para asignar esos elementos a sus herederos.
Alan volvió a aclararse la garganta, abrió la carpeta que tenía delante y empezó a leer:
—«A mi buen amigo Evan Black, le dejo mi revólver Colt niquelado de seis disparos, que perteneció al mismísimo Al Capone, con la esperanza de que recuerde guardarse bien las espaldas y no bajar la guardia».
Me mordí los labios para no esbozar una sonrisa irónica. Sabía que a Evan siempre le había gustado esa arma, que Jahn tenía guardada en una caja con tapa de cristal expuesta en su despacho. Aunque, si Kevin no se equivocaba en lo relativo a las actividades extracurriculares de Evan, eso hacía que la herencia fuera mucho más apropiada.
Evan también parecía contento, aunque se puso serio cuando Alan añadió que también le había dejado una carta.
—Me la entregó el día que revisó su testamento y me pidió que se la entregara en el momento de su lectura a los herederos.
—¿Soy el único que va a recibir una carta? —preguntó Evan, y aunque no lo dijo, supe que estaba pensando en Cole y Tyler, cuya ausencia resultaba sospechosa.
Alan negó con la cabeza.
—No. Me entregó varias. ¿Podemos continuar?
Evan asintió con la cabeza.
—«A mi querida sobrina…»
—Un momento.
Ambos miramos a Evan.
—¿Podría acabar de leer mi parte del testamento?
Alan se subió la montura de las gafas.
—Ya he acabado, señor Black. Como he dicho, el señor Jahn aumentó de forma significativa su fideicomiso, y modificó su testamento y sus legados hace solo un par de semanas.
—Entiendo —respondió Evan, aunque estaba claro que no lo entendía.
Alan se quedó mirándolo un instante, asintió en silencio como si estuviera satisfecho y se volvió hacia mí.
—«A mi querida sobrina, Angelina Raine, también llamada Angie o Lina, le dejo mi ático de lujo, que incluye el piso anexo para el servicio, así como todo el mobiliario y las propiedades contenidas en mi hogar». —Alan levantó la vista para mirarme—. Debería entender que la mayoría de objetos de valor del apartamento están incluidos en el fideicomiso.
En esta carta se refiere a los enseres domésticos más sencillos, como los muebles, la vajilla, la batería de cocina y las toallas de baño. También abrió un fondo para pagar el salario de Peterson, una bonificación, el impuesto anual de la propiedad y los gastos de mantenimiento mensuales de la misma. Trabajaré para usted como administrador de ese fondo, pero el ático estará a su nombre. Si decide alquilarlo o venderlo, tiene todo el derecho, aunque, si se desprende de la propiedad, el fondo destinado al mantenimiento pasará a las arcas de la fundación, salvo la cantidad destinada a la indemnización para Peterson por prescindir de sus servicios.
—Ah. —La cabeza me daba vueltas—. Vale.
—Además de la propiedad y su contenido, su tío le ha dejado un legado especial de su colección privada. Aunque el objeto se encuentra en el ático y no es parte del fideicomiso, especificó su deseo de que no se discutiera que le corresponde heredarlo a usted. —Volvió a ordenar los documentos sobre la mesa y carraspeó de nuevo—. «A mi querida sobrina Lina, le dejo el facsímil del Bestiario de Leonardo da Vinci, puesto que he llegado a la conclusión de que ella entenderá y apreciará el auténtico valor de ese objeto y de mi legado».
—¿Lina? —murmuré. ¿Por qué narices se habría referido a mí con el nombre de Lina?
Sin embargo, nadie oyó mi pregunta en voz baja, ya que quedó silenciada por el estruendoso arrebato de Evan.
—¡Venga ya, joder! ¿Me está tomando el pelo? —Estaba de pie, más enérgico de lo que lo había visto en toda la mañana—. ¿Le ha dejado el Bestiario de Da Vinci a Angie?
—¿Y a ti qué te importa? —espeté—. Él sabía que me encantaba esa pieza. ¿Por qué no iba a dejármelo en herencia?
Evan me ignoró por completo y volcó toda su atención en Alan, con una expresión tan hosca que me pregunté por qué el albacea no tiraba la carpeta y salía corriendo para intentar salvar la vida.
—¿Cuándo? —gruñó Evan.
—¿Perdón?
Me quedé mirando a Evan mientras él inspiraba tres veces seguidas, tratando de recobrar la calma.
—¿Cuándo revisó Howard su testamento?
Me di cuenta, atónita, de que era la que menos cosas sabía de todos los presentes. Evan no estaba molesto por el hecho de que yo me quedara con el cuaderno, sino porque, como Jahn había modificado el testamento, debía ser él quien lo recibiera como herencia.
Alan se quedó mirando a sus socios, y ambos empezaron a hojear los documentos con cierto nerviosismo.
—Hace más o menos un mes —contestó al final el chico—. El 3 de abril.
—Entiendo —respondió Evan, aunque por la curiosa manera en que me miró, y era la primera vez que me miraba en todo el día, estaba segura de que no lo entendía en absoluto.
Aunque yo sí que lo entendía, e intenté relajarme. Fue el día en que el tío Jahn tuvo que sacarme de la cárcel. El día en que le confesé lo que había ocurrido de verdad con Gracie.
Me pregunté por qué mi confesión lo había impulsado a dejarme una herencia tan peculiar, a la par que maravillosa. ¿Era su forma de decirme que confiaba en mí? ¿Que no importaba lo que hubiera hecho yo, y que no me consideraba una niñata irresponsable? O tal vez…
—¡Señorita Raine!
Levanté la cabeza de golpe y me di cuenta de que Alan llevaba un rato intentando llamar mi atención.
—Lo siento —respondí—. Es que estaba pensando.
Alan asintió en silencio y continuó, pero Evan siguió con los ojos clavados en mí, con la frente arrugada mientras me observaba con detenimiento y sin disimulo. Deseé haber tenido el valor para sostenerle la mirada, pero no me veía con fuerzas. En lugar de mirarlo a los ojos, agaché la cabeza y empecé a garabatear en la libreta que el bufete había tenido el detalle de colocar delante de cada asiento de la sala de juntas.
El resto de la reunión se dedicó a firmar documentos diversos y títulos de cesión, y yo pasé por el proceso como un zombi. O, para ser más exacta, como una famosa, firmando a ciegas donde me indicaban para pasar al siguiente documento que alguien me plantaba delante.
Al final, terminamos con el procedimiento y pudimos marcharnos. Me apresuré en salir la primera, porque quería bajar en el ascensor sola, y no quería tener que caminar junto a Evan bajo la sombra de la duda.
No funcionó. Lo tenía a mi lado cuando el ascensor llegó, y cuando entré, él hizo lo mismo.
El silencio era rotundo e incómodo, pero creí que lograría no darle importancia. ¿Cuánto tiempo podía tardar el ascensor en bajar al vestíbulo? Además, él se había quedado al otro lado de la cabina, con las manos apoyadas en el pasamanos y la cabeza ligeramente agachada.
Parecía muy concentrado en sus pensamientos, y supuse que permanecería así hasta que las puertas se abrieran y yo pudiera salir disparada.
Supuse mal.
Apenas empezamos a bajar, se apartó del pasamanos y se acercó hasta mí, junto a la botonera del ascensor. Llevaba traje y se movía con decisión y confianza, y aunque yo solo quería escapar, no podía negar que me temblaron un poco las rodillas y el pulso empezó a acelerárseme.
Se inclinó hacia mí, y sentí el impacto de una descarga eléctrica por su cercanía. Apreté la mandíbula, furiosa con mi cuerpo por reaccionar así cuando la razón me decía que debía odiarlo.
Pensé que iba a tocarme, pero en lugar de eso pasó una mano por encima de mi hombro y presionó el botón para detener el ascensor.
Nos paramos de golpe, me tambaleé y alargué una mano para no caerme. Mi palma aterrizó abierta sobre su torso, y al entrar en contacto con su piel me estremecí. Retiré la mano de golpe, pero fue demasiado tarde. Ya lo había sentido. Su presencia. La necesidad de poseerlo.
Esa energía. ¡Oh, Dios mío, estaba perdida!
Me obligué a adoptar una postura más firme.
—Pero ¿qué te crees que…?
Me obligó a callar poniéndome un dedo en los labios y negando con la cabeza. Avanzó un paso hacia mí, y juro que oí unas bocinas.
Estaba tan cerca que prácticamente nos tocábamos, y el aire del espacio que nos separaba era caliente y denso. Yo tenía las manos a la espalda, apoyadas en el pasamanos, y lo agarré con más fuerza por miedo a que, si lo soltaba, pudiera caer hacia delante y tocar a Evan. Por miedo a acortar la distancia entre ambos y exigirle que me besara, que acabara lo que había empezado.
Durante un instante breve, brillante y mágico, creí que eso era lo que él planeaba. Inclinó la cabeza hacia mí y acercó los labios a mi oreja.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué narices Jahn te lo ha dejado a ti?
—¿¡Cómo!? —Retrocedí dando un respingo, avergonzada y confundida. Al mismo tiempo, me di cuenta de que no se había acercado a mí para insinuarse, sino para que lo escuchara. Las bocinas eran reales; Evan había activado la alarma al detener el ascensor.
Una vocecilla distante ocupó de pronto la cabina.
—¿Señor? ¿Señora? ¿Qué problema hay?
Evan elevó la vista hacia la rejilla de ventilación donde, supuestamente, había una cámara de seguridad grabando nuestra escenita.
—Apaga la maldita alarma —ordenó.
—Necesito saber si hay algún problema. Señora, ¿ese hombre la está molestando?
Me di cuenta de lo que debía de haber imaginado el guardia de seguridad.
—No —respondí—. Estoy bien.
Durante unos segundos, solo se oyó el sonido de la alarma. Luego volvió a hablar el guardia, con un tono tenso y autoritario.
—Señor, tiene que poner el ascensor en marcha.
—Un minuto, joder —respondió Evan—. Para la puta alarma.
—Señor… —Pero Evan alargó una mano y apagó el interfono. Pasados unos segundos, la alarma dejó de aullar. El ascensor volvió a moverse, y yo no supe si sentirme aliviada o reírme.
Escogí reírme de la situación.
—Supongo que tienen un botón para pasar a modo manual —comenté, incapaz de reprimir una amplia sonrisa.
—¡A la mierda! —espetó Evan, y aunque no podía asegurarlo, me pareció que él también estaba reprimiendo una sonrisa.
La pantalla indicó que estábamos pasando por la planta 32. Evan alargó una mano y apretó el botón de la número 30. Al cabo de unos instantes, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. No tenía ni idea de qué se proponía, hasta que me agarró por un brazo y tiró de mí para que saliera del ascensor con él.
No había nadie esperando frente a los ascensores. En el vestíbulo se veían a la izquierda unas puertas de cristal de un bufete de abogados y a la derecha otras puertas de madera con diminutas letras doradas. Todo indicaba que era una empresa pequeña. Ninguno de esos lugares parecía muy concurrido.
—Vamos a hablar —anunció Evan—. Sin que nos escuche la seguridad del edificio y sin efectos sonoros.
—Sí —respondí—. Eso ya se me había ocurrido. —Crucé los brazos sobre el pecho—. Pues, venga, habla.
—Quiero saber por qué te lo ha dejado a ti.
—No lo sé.
—Y una mierda. He visto la cara que ponías.
Puesto que eso no podía rebatirlo, cambié de tercio.
—¿Y a ti qué te importa?
—Tengo mis motivos.
—¿Ah, sí? Bueno, pues estoy segura de que Jahn también tenía los suyos. —Me pasé una mano por el pelo, lo cual fue un error, pues me recordó lo mugrienta que me sentía. Y no fue un pensamiento muy halagüeño, teniendo en cuenta que Evan estaba ahí delante con esa pinta tan sexy, como siempre—. ¿Sabes qué? —dije por fin—. Eso da igual. Él ya no está. Y, por lo que a mí respecta, tú tampoco estás. —Levanté la cabeza de golpe como si acabara de recordar algo—. ¡Oh!, ¿he dicho que ya no estabas? Pues igual no es la forma más correcta, porque, para empezar, jamás deberías haber estado en mi vida. Al fin y al cabo, no ha sido más que un gran error. ¿Verdad?
No dijo ni una palabra, pero me di cuenta de que tenía la mandíbula en tensión, plantado en sus trece, dispuesto a defender su postura.
Sentí que iba a echarme a llorar, y me odié.
—Maldito seas, Evan Black. —Me incliné hacia delante para apretar el botón del ascensor, pero él me agarró por una mano para impedírmelo.
Miré la muñeca que estaba sujetándome.
—Cuidado, podrías romperme algo. —Lo miré a los ojos—. Así crees que soy, ¿verdad?
¿Una especie de delicada princesa de porcelana? ¿Crees que me has impresionado con todas esas cosas que dijiste? ¿Que me romperías si llegábamos demasiado lejos?
—Angie. —El arrepentimiento que percibí en su voz se apoderó de mí, y me aferré con más fuerza a la rabia que sentía, recurriendo a ella para armarme de valor.
—No, ni lo intentes. Viste cómo me derretía, y cuando se te fue la mano consolándome, saliste corriendo como si te fuera la vida en ello. Bueno, pues ¿sabes qué, Evan?, eres un imbécil. Y no puedes romperme. Ya estoy rota. —Lo que no le dije es que temía que él fuera el único que podía recomponerme. Sin duda, era el único que me había hecho sentir plena.
—¿Crees que te considero frágil? ¿Crees que no te deseo? ¿Tienes idea de lo duro que ha sido estar sentado en esa sala y no tocarte? ¡Ya fue lo bastante difícil anoche! ¡Dios, estar tan cerca como estábamos para tener que recular…! Es como intentar cambiar el rumbo del maldito Titanic y sentir que me he estampado contra un puto iceberg.
Me quedé mirándolo boquiabierta, con el corazón desbocado y la piel de gallina. Estaba diciendo cosas que yo quería escuchar, pero tenía miedo de albergar esperanzas, así que no hice nada. Solo permanecí en silencio, mientras rogaba que continuara.
—¿Quieres que te diga que cuando te miro me flojea el cuerpo? ¿Que deseo saborearte y tocarte? ¿Que deseo romperte y ver cómo te haces añicos bajo mi cuerpo? Maldita sea, Angie, ¿es eso lo que quieres oír?
«Sí, Dios mío, sí». Gritaba esas palabras mentalmente, pero por fuera estaba demasiado impresionada, demasiado asombrada, demasiado excitada como para decir nada. Daba igual.
Como siempre, Evan me entendía.
Se le relajó la expresión y la intensidad, dejando paso a un fulgor apasionado.
—Te lo digo ahora, porque es evidente que los dos necesitamos escucharlo. Te deseo, Angelina. Te he deseado desde el primer momento en que te vi. Deseaba tu fuego y la mirada hechizada de tus ojos. Deseaba que me mirases como tú miras. Durante años, no he deseado otra cosa que perderme en ti. Deseaba conseguir que te abrieras a mí para descubrir la mujer que hay dentro de ti.
—Podías hacerlo —susurré, aunque no sé cómo lo logré—. Creo que eres el único que podía hacerme añicos.
—Quizá. —Alargó una mano como para tocarme, pero solo acarició el aire que rozaba mi piel, como si sintiera el calor que yo irradiaba, o como si temiera que al entrar en contacto conmigo acabáramos ardiendo los dos.
Tal vez no me tocara, pero fue como si me hubiera palpado. Cuando apartó los dedos, me oí gemir.
Con un gesto parsimonioso, Evan se metió las manos en los bolsillos.
—Asumo las consecuencias de mis actos —afirmó—. Al fin y al cabo, no puedo ser un hombre distinto al que soy; el hombre que camina por la senda que yo he marcado. Pero todos tenemos un código, nena. ¿Y cómo voy a violar mi propio código y vivir con ello?
Me di cuenta de que estaba negando con la cabeza.
—¡A la mierda con tu código! —espeté. Aunque hablé con amabilidad, mi tono contrastaba mucho con mis palabras. Y entonces, envalentonada, me incliné hacia delante y le rocé la boca con los labios.
Oí cómo gemía por la sorpresa. Sentí sus manos sobre mis hombros. Sentí el intenso nudo de pasión que se me formaba en las entrañas, la dulce sensación de cosquilleo que me crecía entre los muslos.
Y entonces, con una leve presión, noté que me apartaba un poco.
—No —me advirtió—. No me tientes.
—A lo mejor quiero tentarte.
—No soy el hombre que deseas.
—Sí que lo eres —respondí muy seria.
—Puede que sí. Pero no soy el hombre que necesitas.
Estaba muy equivocado. Tal vez fuera el único hombre que yo necesitaba.
—¿Cómo sabes lo que necesito? —exigí saber—. ¿Porque hiciste una promesa a un muerto?
Vi que torcía el gesto y me sentí débil.
—¿Crees que no entiendo por qué te apartas de mí? Yo también lo quería, pero ya no está. Y aunque estuviera, él no manda sobre nosotros.
Esperaba que Evan dijera algo. Que me tomara entre sus brazos. Que me dijera que era una idiota. Que diera media vuelta y se alejara de mí.
Pero no dijo nada. No hizo nada.
Y entonces me cabreé de verdad.
—¿Sabes qué? ¡Que te den, Evan Black!
Alargué una mano y presioné el botón del ascensor.
Esa vez no me lo impidió.
—¡Que te den! —repetí.
Permanecí quieta, reconcomida por la rabia mientras esperaba. Al final se abrieron las puertas y salí disparada para entrar al ascensor. Me detuve cuando sentí que sus dedos se posaban en mi brazo.
No me volví.
—Es lo mejor —dijo, hablando tan bajo que apenas pude oírlo—. Tu tío tenía razón. No soy un buen partido.
Esperé un segundo, luego otro. Luego me zafé de él, entré en el ascensor y no volví la vista atrás.