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Sé exactamente cuándo cambió mi vida. En aquel preciso instante en que su mirada se cruzó con la mía y dejé de ver la insulsa familiaridad en sus ojos para descubrir en ellos el peligro, la pasión, la lujuria y el deseo.

Quizá tendría que haberlo evitado. Quizá tendría que haber salido corriendo.

No lo hice. Lo deseaba. Más, lo necesitaba. Al hombre y el fuego que encendía en mi interior.

Vi en su mirada que él también me necesitaba.

Ese fue el momento en que cambió todo. Yo, sobre todo.

Pero que el cambio fuese para bien o para mal… Bueno, eso está por ver.

Incluso muerto, mi tío Jahn sabía cómo dar una fiesta por todo lo alto.

Su ático de Chicago con vistas al lago había sido invadido por un ecléctico grupo de dolientes, la mayoría de los cuales había ingerido tanto vino de la famosa bodega de Howard Jahn que su melancolía había quedado relegada a un dulce olvido, y el velatorio o la recepción, o como demonios quiera llamarse, había dejado ya de ser triste. Políticos mezclados con financieros, y estos con artistas y profesores; todo el mundo sonreía y brindaba por el difunto.

A petición suya, no se había celebrado un funeral al uso. Solo aquella reunión de amigos y familiares con comida y bebida, música y risas. Jahn —odiaba el nombre de Howard— tuvo una vida apasionante, algo muy evidente, sobre todo tras su muerte.

Lo echaba muchísimo de menos, pero no había llorado. No me había puesto a gritar ni a despotricar contra el mundo. En realidad, no había hecho nada, salvo dejar pasar los días y las noches, sumida en una bruma de emociones, con la cabeza nublada. Y el cuerpo anestesiado.

Suspiré y jugueteé con el amuleto de mi pulsera de plata. Me la había regalado él: tenía una moto en miniatura y me había hecho sonreír hacía justo un mes. Desde antes de cumplir los dieciséis no había vuelto a mencionar mis ganas de montar en moto. Y hacía años que no viajaba de paquete con un chico, agarrándolo con fuerza por la cintura mientras el viento me alborotaba la melena.

Sin embargo, el tío Jahn me conocía mejor que nadie. Vio más allá de la princesa y descubrió la chica oculta en el interior. Una chica que había levantado muros por pura necesidad, pero que seguía deseando liberarse a toda costa. Que quería meterse en unos tejanos ajustados, ponerse una vieja chupa de cuero y hacer unas cuantas locuras.

Algunas veces incluso llegó a hacerlo. Y otras, la cosa no acabó muy bien.

Apreté con más fuerza el amuleto mientras me asaltaba el recuerdo de Jahn tomándome de la mano —prometiéndome que guardaría mis secretos—, lo que acabó llenándome los ojos de lágrimas. Debería estar a mi lado, maldita sea. Además, las crecientes risas y los chismorreos que flotaban en el ambiente empezaban a ponerme enferma.

Pese a saber que Jahn lo quería así, estuve a punto de abofetear a todas las personas que me abrazaban y me susurraban que mi tío estaba en un lugar mejor y que era maravilloso que hubiera tenido una vida tan plena. Menuda mentira de mierda: ni siquiera había cumplido los sesenta. Los hombres dinámicos de cincuenta años no deberían caer fulminados víctimas de un aneurisma, y ni un millón de esas manidas frases de condolencia me harían pensar lo contrario.

Presa de la ansiedad, iba cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra. Habían instalado una barra en el otro extremo de la sala, y me situé lo más lejos posible de ella porque precisamente lo único que deseaba en ese instante era sentir el ardor del tequila en la garganta. Deseaba abandonarme, explotar y acabar con el aturdimiento que me tenía atrapada dentro de una crisálida. Salir corriendo. Sentir que estaba viva.

Pero eso no iba a ocurrir. No pensaba probar ni una gota de alcohol esa noche. Al fin y al cabo, era la sobrina de Jahn, lo que me convertía en una especie de anfitriona por defecto; no tenía escapatoria. Se trataba de un apartamento de trescientos metros cuadrados, pero juro que sentía que esas paredes cubiertas de cuadros iban cercándome.

Quería subir corriendo por la escalera de caracol hasta la azotea y saltar por la terraza al cielo del ocaso. Quería sobrevolar el lago Michigan y el mundo entero. Quería romper objetos, chillar, dar voces y despotricar contra el maldito universo por llevarse a un buen hombre.

«Mierda». Inspiré con fuerza y miré el exquisito cuaderno de aspecto antiguo, expuesto en el interior de la vitrina de cristal y cromo contra la que me había apoyado. El ejemplar encuadernado en piel era una copia perfecta de un cuaderno de Leonardo da Vinci descubierto hacía poco. Se titulaba Bestiario y constaba de dieciséis páginas con bocetos de animales. Estaba abierto por la mitad, lo que dejaba a la vista un impresionante dibujo realizado por el joven maestro: el boceto del famoso, aunque jamás localizado, emblema del dragón. Jahn había intentado comprar el cuaderno original, y recuerdo perfectamente lo mucho que se había enfadado cuando lo perdió porque lo había adquirido Victor Neely, otro empresario de Chicago con una colección privada que competía con la de mi tío.

En aquella época yo acababa de entrar en la Universidad de Northwestern para cursar una licenciatura en ciencias políticas y una diplomatura en historia del arte. No tengo especial talento artístico, pero he dibujado toda la vida y me ha fascinado la pintura —y, en especial, Leonardo da Vinci— desde la primera vez que mis padres me llevaron a un museo, a los tres años.

El Bestiario me parecía asombroso, y me puse tan furiosa como Jahn cuando, además de perder en la puja por comprarlo, la prensa echó sal en la herida haciéndose eco de la nueva y maravillosa adquisición de Neely.

Alrededor de un año después, Jahn me enseñó el facsímil, reluciente y de vivos colores, en el interior de la vitrina hecha a medida. Por norma general, mi tío jamás adquiría copias. Si podía hacerse con la obra auténtica —ya fuera un Rembrandt, un Rauschenberg o un Da Vinci—, simplemente la compraba. Cuando le pregunté por qué había hecho una excepción con el Bestiario, se encogió de hombros y me respondió que al menos las ilustraciones eran tan interesantes como su procedencia. «Además, cualquiera que sea capaz de falsificar con éxito un Da Vinci habrá creado una obra maestra por derecho propio».

A pesar de que no fuera auténtico, el cuaderno era mi favorito entre los múltiples manuscritos y obras de arte de Jahn, y en ese momento, allí de pie y con las manos apoyadas sobre el cristal, sentí que, de algún modo, él se encontraba a mi lado.

Inspiré una bocanada de aire, consciente de que debía interpretar mi papel, aunque solo fuera porque cuanto más abatida pareciera, más invitados intentarían animarme. Y no es que tuviera aspecto de estar destrozada precisamente. Cuando creces siendo Angelina Hayden Raine, con un padre en el Senado y una madre que es miembro del consejo de administración de más de una docena de ONG internacionales, aprendes desde muy pequeña la diferencia entre la cara que hay que poner en público y la que hay que poner en privado. Sobre todo, si tú misma tienes secretos que ocultar.

—¡Vaya mierda! Me dan ganas de gritar.

Sentí que una tímida sonrisa me asomaba a los labios; me volví y descubrí los ojos inyectados en sangre de Kat.

—¡Joder, Angie! —exclamó—. No debería estar muerto.

—Se habría cabreado si supiera que has estado llorando —comenté parpadeando para disimular mis propias lágrimas.

—Me importa una mierda.

Estuve a punto de echarme a reír. Katrina Laron tenía la virtud de decir lo que pensaba sin andarse con gilipolleces.

No estoy segura de quién se inclinó primero hacia la otra, pero nos fundimos en un fuerte abrazo. Sorbiéndome los mocos, fui yo quien se apartó. Quizá fuera perverso por mi parte, pero el hecho de que alguien más comprendiera lo horrenda que era aquella situación me hizo sentir un poco mejor.

—Cada vez que doblo una esquina tengo la sensación de que voy a verlo —comenté—. Casi deseo seguir viviendo en mi antigua casa.

Me había mudado con el tío Jahn cuatro meses antes, cuando le detectaron el aneurisma. Pedí vacaciones en el trabajo, algo que no supone ningún problema si trabajas para tu tío. Durante dos semanas hice de enfermera cuando él volvía a casa del hospital, y cuando los médicos le dieron el alta —sí, como si eso fuera una buena señal—, acepté su invitación de mudarme de forma permanente. ¿Por qué no? El diminuto piso que compartía con Flynn, mi amigo de toda la vida, no era lo que se dice el colmo del lujo. Y aunque quería a Flynn, no era fácil convivir con él. Me conocía demasiado bien, y siempre me había incomodado que los demás vieran lo que yo quería ocultar.

Sin embargo, en ese momento no solo anhelaba estar en mi diminuta habitación semejante a una crisálida, sino la presencia constante de Flynn. A pesar de lo que me gustaba el ático, sin mi tío resultaba frío y vacío, y el simple hecho de estar allí me hacía sentir frágil. Como si fuera a romperme en mil pedazos de un instante a otro.

La mirada de Kat era cálida y comprensiva.

—Lo sé. Pero a él le encantaba tenerte aquí. Dios sabe por qué —añadió con una estrafalaria mueca—. No das más que problemas.

Puse cara de exasperación. Katrina Laron tenía veintisiete años, apenas cuatro más que yo, pero eso no impedía que se las diera de más madura y más lista siempre que podía. Por otra parte, algo tendría que ver con esa actitud el habernos hecho amigas en circunstancias un tanto incómodas.

Ella trabajaba en una de las cafeterías de Evanston donde yo acostumbraba a chutarme cafeína durante mi primer año en Northwestern. Habíamos hablado un par de veces en plan: «Con extra de crema de leche, por favor, que he tenido un día espantoso», pero no teníamos confianza.

Eso cambió cuando coincidimos un día en que el extra de crema de leche no iba a ayudarme mucho, ni de lejos. Fue en los almacenes de lujo Neiman Marcus en Michigan Avenue, y yo había recurrido a la inyección de adrenalina como tabla de salvación para sobrevivir a un día horrible. Acababa de sucumbir a mis demonios personales, y un par de pendientes de liquidación a quince dólares cayeron en mi bolso sin que nadie se diera cuenta. Aunque, al parecer, no había sido tan discreta como creía.

—Pero bueno, ¿tú qué eres?, ¿una aprendiz de ladrona? —me preguntó Kat entre susurros mientras me conducía hacia la sección de calzado femenino—. Con esa técnica de mierda es alucinante que aún no te hayan detenido.

—¡Detenido! —chillé, como si la palabra pudiera llegar hasta Washington y a oídos de mi padre, que se entera de todo. El miedo a que me pillaran lo hacía más emocionante. Pero no me convenía—. No, yo no… Quiero decir…

Me mandó callar con un movimiento despreocupado de la mano.

—Solo te digo que seas más lista. Si vas a arriesgarte, al menos que sea por algo que valga la pena. ¿Por esos pendientes? La verdad, no son nada del otro mundo.

—No es por los pendientes —solté, pero me arrepentí enseguida. Fue una respuesta refleja, aunque sincera. Y no era por los pendientes. Era por mi padre, por las clases de la universidad, por las charlas sobre mi futuro profesional y por la certeza tácita de que, hiciera lo que hiciese, mi hermana lo habría hecho mejor.

Era por el insoportable y opresivo peso de mi vida y mi futuro, que llevaba cargado a las espaldas y que aumentaba de tal forma que estaba segura de que, si no hacía algo para aligerarlo un poco, acabaría aplastándome.

Kat clavó los ojos en mi bolso de piel Coach como si tuviera rayos X para detectar los objetos robados. Luego volvió a mirarme a la cara poco a poco. Se hizo un silencio cortante que duró una eternidad. Al final, ella asintió con la cabeza.

—Tranquila. Lo entiendo. —Hizo un gesto en dirección a la salida—. Venga.

Sentí un alivio tremendo y empecé a recuperar la movilidad de las extremidades, que se me habían paralizado por el miedo y la mortificación. Kat me llevó hasta su coche, un Mustang rojo cereza que conducía a la velocidad de la luz. Cruzó a toda pastilla Michigan Avenue, haciendo todo tipo de maniobras para incorporarse a Lake Shore Drive, y acercándose tanto a los demás coches al ir en zigzag que me sorprendió que su descapotable no tuviera ni un rayajo en la pintura. En otras palabras, fue la hostia. Llevaba la capota bajada, el viento me pegaba el pelo a la cara y me lo metía en la boca, y no tuve más remedio que echar la cabeza hacia atrás y reír.

Kat estuvo a punto de matarnos cuando me miró de soslayo.

—Sí —afirmó—. Vamos a llevarnos bien.

Desde entonces, adoraba a Kat. Y en ese momento, con la muerte de Jahn, que hacía que mi universo se tambalease, me di cuenta de que no solo la quería, sino que confiaba en ella.

—Me alegro mucho de que estés aquí —le dije.

—¿Y dónde iba a estar si no? —Miró con detenimiento la habitación—. ¿Han venido tus padres?

—No han podido. Están atrapados al otro lado del charco. —Volvió a invadirme una sensación conocida de aturdimiento cuando recordé los neuróticos sollozos de mi madre y el profundo pozo de tristeza en que se había sumido la voz de mi padre cuando se enteró de la muerte de mi tío—. Fue horrible tener que llamarlos —me lamenté entre susurros—. Fue como volver a revivir lo de Gracie.

—Lo siento. —Kat no había conocido a mi hermana, pero estaba al tanto de lo ocurrido. De la versión de la prensa, en cualquier caso, y yo sabía que su comprensión era sincera.

Conseguí esbozar una sonrisa temblorosa.

—Ya lo sé. Significa mucho para mí.

—Todo esto es una mierda —sentenció Kat—. Es tan injusto… Tu tío era demasiado increíble para morir, joder.

—Supongo que al universo le importa una mierda que seas increíble.

—El universo puede ser muy hijo de puta algunas veces —afirmó Kat. Soltó un sonoro bufido—. ¿Quieres que me quede a dormir para que no estés sola? Nos quedaremos despiertas hasta tarde y nos pondremos tan ciegas que no soñaremos ni de coña.

—Gracias, pero creo que estaré bien.

Me miró con cierta incredulidad. Era una de las pocas personas a las que le había contado lo de mis pesadillas, y aunque agradecía su comprensión, algunas veces deseaba haberme mordido la lengua.

—De verdad —insistí—. Kevin está aquí.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo te va con él? ¿Ya estáis prometidos?

—Más bien no —respondí de manera parca. Se suponía que estábamos saliendo, ya que nos habíamos acostado dos veces, pero de momento yo había evitado la conversación sobre nuestra exclusividad como pareja. No tenía muy claro por qué me mostraba tan reacia. El sexo con él no era para tirar cohetes, pero estaba bien. Y el chico me gustaba. Pero me había pasado los últimos meses dándole largas, diciéndole que debía concentrarme en la operación de Jahn y luego en su recuperación.

Evidentemente, no había planeado su muerte repentina.

¿Era muy horrible que yo pensara que, ahora que Jahn había muerto, se me habían acabado las excusas para rechazar a Kevin?

Todavía a mi lado, Kat alargó el cuello y echó un vistazo a la concurrencia.

—Bueno, ¿y dónde está?

—Ha salido a hablar por teléfono. En teoría, hoy trabaja.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó Kat.

—¿Con Kevin? —Para ser sincera, de momento mi intención era ignorar el tema.

—Con el trabajo —respondió ella—. Con tu casa. Con tu vida. ¿Has pensado qué vas a hacer?

—Ah. —Dejé caer los hombros—. No. En realidad, no.

Mi trabajo en el departamento de relaciones públicas en la empresa de Jahn me permitía pagar las facturas, pero no era para nada mi meta en la vida. Kat era una de las pocas personas a quien había confesado ese profundo y oscuro secreto. Pero precisamente en ese momento no era una conversación que me apeteciera tener. Por suerte, algo en el otro extremo de la sala había llamado la atención de Kat, e hizo que olvidara mi falta de orientación y objetivos vitales.

Se enderezó y esbozó una tímida sonrisa. Fue curioso; me volví en esa dirección, pero no vi más que trajes y vestidos formando un mar de color negro.

—¿Qué pasa? ¿Es Kevin? —pregunté, rezando para que no estuviera acercándose a nosotras.

—Cole August —respondió ella—. Al menos, eso creo.

—Ah. —Me humedecí los labios. Se me había secado la boca de pronto.

—¿Evan está con él? —Me obligué a parecer despreocupada, pero se me aceleró el pulso. Si Cole estaba allí, era bastante probable que también estuviese Evan.

Entonces recordé la fecha que era; la decepción me cayó como un jarro de agua fría y se me ralentizó el pulso.

—¿No era hoy la ceremonia inaugural, con corte de cinta incluido, del ala del hospital financiada por Evan?

Kat no se molestó en mirarme; seguía rebuscando entre la gente.

—No estoy segura. —Me fulminó con la mirada—. Sí, era hoy. Pero tu invitación me llegó antes, ¿sabes?, y ha ocurrido todo esto.

Parpadeé para contener las lágrimas.

—A Evan le cabreará no poder venir. Jahn era como un padre para él.

Kat retrocedió de forma repentina y eso me sobresaltó.

—¿Qué pasa?

Apartó la mirada de la concurrencia y me miró frunciendo el ceño.

—Yo… ¡Mierda! Tengo que hacer una llamada. Vuelvo enseguida, ¿vale?

—Mmm… Vale. —¿A quién narices necesitaba llamar justo en ese momento? Aunque no tardé en entenderlo, porque entonces vi a Cole. Y justo a su lado, mirándome como si fuera el rey del mundo y del universo, se encontraba Evan.

De inmediato noté una opresión en el pecho y una descarga eléctrica que me erizó el vello. Era algo previsible, pero esa reacción física me pilló por sorpresa. Tuve que sentir su presencia para verlo de verdad.

Y menuda visión.

Mientras que Cole rezumaba sexo por los poros, Evan Black era la ardiente e hipnótica llama del pecado que se consume con lentitud, y esa noche estaba rompedor. Debía de venir directamente del hospital, porque todavía llevaba el esmoquin, y aunque iba demasiado elegante para la ocasión, no parecía en absoluto incómodo. Ya fuera vestido de gala o con tejanos, en el caso de Evan lo que importaba era la percha.

Era de una belleza escultural que lo habría propulsado al estrellato en la época dorada de Hollywood, y poseía una confianza y un porte que lo habrían hecho arrasar en la cartelera. Tenía la ceja izquierda partida por una pequeña cicatriz, lo que daba a su cara de ángel un aire maléfico.

Tanto Cole como Evan procedían de familias adineradas y habían amasado su propia fortuna, y eso se apreciaba en su saber estar, que les permitía dominar la sala con una mirada.

Evan tenía los ojos grises de un lobo y el pelo de color madera de cerezo: castaño oscuro con reflejos rubios y rojizos cuando la luz le daba directamente. Lo llevaba un poco largo por detrás, hasta el cuello de la camisa, y las ondas naturales le daban forma de melena leonina, lo que acentuaba su aspecto salvaje.

Salvaje o no, yo quería acercarme a él. Deseaba enredar los dedos en su cabellera y sentir la tersura de sus mechones sobre la piel. Imaginaba que su pelo era suave, aunque sería lo único suave en él. Todo lo demás era duro como el acero; los afilados rasgos de su rostro y su fuerte cuerpo ocultaban un peligroso núcleo por debajo de la belleza.

Ignoraba si el peligro era real o solo una ilusión. Pero en ese preciso instante me daba igual.

Deseaba las caricias, la pasión.

¿Y esa ansia de alzar el vuelo que había sentido durante toda la noche? Era superior a mí: quería lanzarme al abismo de los brazos de Evan.

Necesitaba esa inyección de adrenalina. Deseaba sentir esa emoción.

Deseaba al hombre.

Y era una verdadera mierda que él no me deseara a mí.