Cinco años hacía que el capitán Zamorano y los suyos habían rescatado un tesoro que, a la postre, y como era de honor, fue reintegrado a las arcas privadas del rey don Fernando.

Al terminar la Guerra de la Independencia el monarca recobró el trono del que un día abdicó legalmente y, en consecuencia, le fue devuelto el equipaje real. Lo que ninguno de sus más leales defensores podía esperar es que aquel por quien habían sacrificado buena parte de su vida se revelase como un mal rey y un mal hombre, convirtiéndose pronto la alegría por su regreso en una desgracia que muchos sufrieron y que tan sólo unos pocos supieron ver y se atrevieron a combatir.

La continuación del reinado de don Fernando resultó finalmente algo más que una decepción: fue una grave equivocación. Y lo que aun se antojaba más grave para los liberales que se habían sacrificado por él, una daga clavada a traición en la espalda de un país que ya había decidido, en Cádiz, instalarse en la modernidad. Pronto fue calificado con adjetivos de injusto, indigno, absolutista, ignorante e incapaz. Sus partidarios creyeron obrar con lealtad con quien luego no les fue leal y entregaron un inmenso amor a quien jamás amó a nadie que no fuera él mismo.

El Deseado había sido recibido con las esperanzas puestas en el constitucionalismo nacido de las Cortes de Cádiz y con la ilusión colectiva de haber liberado a España de la dominación extranjera, pero no pasó mucho tiempo hasta que su presencia terminó levantando un edificio de desazón, abortando todas las ilusiones de un pueblo honrado que le era fiel. El general Díaz Porlier se lo dijo muy pronto a Zamorano y sus hombres: don Fernando había cerrado los ojos y los oídos a la nación y no había dudado, cual alimaña, en volver sus fauces contra la mano que le había dado de comer.

Cinco años largos habían pasado cuando, al atardecer de aquel día negro que jamás podrían olvidar, el capitán Manuel Zamorano, acompañado por Teresa y el hijo de ambos, por Sartenes y por Ezequiel, permanecía sentado frente al mar de La Coruña, abatido y atormentado, siguiendo con los ojos al sol que se adentraba en un océano infinito que mostraba un camino a seguir, o por el que escapar. El pequeño Manuel correteaba sin preocupaciones por los alrededores de su madre, sin alejarse demasiado; Sartenes callaba, lo que evidenciaba que estaba dándole vueltas a algún pensamiento sombrío, seguramente acunado por el temor; y Ezequiel, alejado del grupo, de pie junto a la cortante rocosa, se arrancaba a duras penas las lágrimas que, disimuladas, se desbordaban de sus ojos, fingiendo que el viento los hería llevando el salitre del mar.

Zamorano, en aquel silencio azotado por el ulular de los aires fríos y el ronquido de la rompiente, abrazaba la cintura de Teresa para protegerse de la sensación de soledad que tanto dolía y buscaba en el horizonte un sepulcro para enterrar la rabia que le empezaba a arder en el interior, impidiéndole respirar.

Cerca de allí, atracado en el puerto, un barco aguardaba la medianoche para poner rumbo a América. Una larga travesía con la que el capitán dejaría atrás los recuerdos más amargos y, junto a los suyos, empezaría una nueva vida.

Porque al amanecer de aquel fatídico 3 de octubre de 1815 habían asistido al ajusticiamiento de su gran amigo el mariscal de campo don Juan Díaz Porlier. ¡Con qué rapidez se habían sucedido los acontecimientos desde aquella primavera, cuando Zamorano y los suyos le hicieron entrega del equipaje del rey!

El reencuentro entre ambos se produjo a los pies de la sierra de Guadarrama el 15 de mayo de 1810, después de dejar aviso Ezequiel en la salmantina casa del conde de Toreno de que Zamorano lo esperaba para abrazarlo, para narrarle los sucesos tal y como se habían producido y para poner a disposición de la Junta Central la mayor parte del equipaje del rey cautivo, lo que habían conseguido rescatar con ayuda de sus buenos amigos judíos en la madrileña calle del Lobo.

También le narró lo sucedido con Cayetana, la marquesa de Laguardia. Porlier, seriamente preocupado, tomó el asunto como propio y amenazó a la prima de su mujer con denunciarla ante el rey y la justicia por intento de asesinato si volvía a acercarse al capitán o a alguno de sus hombres. La altiva marquesa terminó por aceptarlo y se retiró a su casa de campo, aislada y sola, de donde nunca volvió a salir. Murió joven, y lo poco que vivió lo hizo atormentada por sus recuerdos.

Después de su encuentro, Zamorano y Díaz Porlier reagruparon una gran partida de guerrilleros que protegió y conservó las riquezas del equipaje real hasta que finalmente se produjo el regreso del rey a Madrid, el 22 de marzo de 1814, cuando don Fernando entró en Palacio para empezar a urdir una traición dirigida finalmente contra la Constitución y contra los españoles.

Días antes había huido José Bonaparte de España, el pusilánime, bienintencionado, incomprendido y mediocre Pepe Botella.

Pero a la postre no tan digno como para no llevarse entre sus fardos un buen número de joyas y obras de arte, a buen seguro las mismas que quedaron abandonadas por el capitán y los judíos en la calle del Lobo aquella mañana; y probablemente consintiendo arramblar con algunas otras pertenecientes al Estado de las que algunos miembros de su séquito hicieron rapiña en Palacio.

Cuando un decadente Napoleón firmó el Tratado de Valengay, en diciembre de 1813, devolviendo la Corona de España al rey don Fernando, nadie podía imaginar que el joven rey cautivo aboliría la Constitución liberal de Cádiz de 1812 y se revelaría como un monarca absolutista y despreciable. Nadie lo pensó, porque para los españoles fue una fiesta de esperanza y futuro, de victoria y orgullo; aunque después durara bien poco.

Tan leales como confiados, también Díaz Porlier y sus hombres cumplieron con su deber. Permanecieron en la resistencia popular hasta el final de la guerra y de inmediato pusieron el equipaje real a los pies de don Fernando. Pero cuando en mayo de 1814 el monarca suprimió la Constitución de Cádiz, llamada la Pepa por aprobarse un 19 de marzo, festividad de San José, e implantó el régimen absolutista «de las cadenas», algo se les rompió en el interior de sí mismos, desgarrando sus principios y creencias. Porlier habló con Zamorano de la gravedad de la traición real y juntos decidieron alzarse contra la tiranía, considerando de nuevo la necesidad de cumplir con su deber.

El mariscal de campo Juan Díaz Porlier calculó que tardaría alrededor de un mes en reunir los elementos humanos y armamentísticos necesarios para preparar un pronunciamiento con garantías de lograr el gran objetivo de poner remedio a la traición del rey. Demasiadas muertes había contemplado Porlier por su causa en los tiempos de la guerra y demasiadas estaba conociendo ahora entre sus compañeros liberales, que también habían ofrecido generosamente su pecho a las bayonetas francesas, para ser pagados con la pérdida del honor y la negación del agradecimiento regio. Un mes calculaba Porlier que necesitaba para reponer el orden constitucional, seguro de que, de inmediato, se le uniría buena parte del generalato y de la oficialidad, o al menos todos los militares heridos por el capricho de un rey envejecido a fuerza de comer mucho, gobernar poco y pensar todavía menos.

Y en su preparación estaba, escribiendo cartas, dibujando planos y estudiando estrategias, cuando uno de sus amanuenses, Agapito Alconero, le delató. Se trataba de un hombre desleal, cínico, ambicioso y dicharachero que se había ganado la confianza de Porlier por su habilidad en la escritura rápida y por sus amplios conocimientos de la gramática; pero cuando Alconero descubrió las intrigas que urdía el general se le llenó el cerebro de imágenes de riqueza fácil y, sin otro abrigo que el que proporciona la ceguera, corrió a dar cuenta de cuánto sabía a los más serviles militares de la Corte, aquellos que engordaban a costa de los despojos que concedía su graciosa majestad para comprar indignidades y ambiciones putrefactas.

Como cabía esperar, Porlier fue hecho preso de inmediato en su casa de Madrid, a la una de la madrugada del 29 de mayo de 1814, una madrugada que el gran militar no olvidó nunca, herido más por la traición que por el mismo arresto.

Una noche tan crispada como el resto de los días que la siguieron, en efecto. Los liberales susurraban sus quejas en salones y embajadas, en palacetes y fincas, en los soportales de la Plaza Mayor y en los cuartos de banderas de oficiales y somatenes. Hasta el propio don Francisco de Goya, el genio más grande de la pintura de su tiempo, perdió los estribos aquellos días. Anciano y mermado, pero partidario de los ideales que surgieron de la Revolución, sufrió tal cambio de humor que se irritaba por cualquier cosa y su carácter se tornó huraño y agresivo; renunció a marchar al exilio cuando el rey don Fernando implantó el absolutismo, y de mala gana accedió a pintar algunos cuadros que le solicitaron. Y así ocurrió que a punto estuvo de asesinar al mismo lord Wellington cuando posaba para él.

Los hechos sucedieron rápidamente: Wellington, después de entrar triunfalmente en Madrid, quiso ser retratado por Goya y el pintor, escaso de recursos, aceptó el encargo. Pero en mala hora se le ocurrió al inglés hacer al maestro algunas observaciones sobre los primeros trazos del retrato, unos comentarios reprobatorios tal vez ingenuos, pero en todo caso improcedentes. Goya, con el humor aperreado que gastaba, no dudó en mirarlo primero con odio, extraer un sable de su funda después y abalanzarse finalmente sobre el militar, con tanto brío que de no ser por la intermediación de algunos presentes y la sensatez del propio pintor aragonés hubiese conseguido lo que no lograron todos los ejércitos de Napoleón: dar muerte al más audaz mariscal británico. Desde entonces Goya cargó con la fama de poseer «carácter de diablo y corazón de ángel», tal vez sin que nadie comprendiera que su ira no iba dirigida contra aquel inglés en particular sino contra el fin de las esperanzas que había puesto el maestro en una España libre y sin ataduras.

Aquel 29 de mayo Porlier fue detenido, juzgado por rebelión y condenado. Pero en consideración a su hoja de servicios, tan extensa como impecable, el tribunal no se atrevió a condenarle a morir sino que, atendiendo a su honor, a su pasado heroico y a su bonhomía, fue enviado a destierro, concretamente al castillo militar de San Antón, a las afueras de la ciudad gallega de La Coruña.

La prisión resultó ser un calvario para el general. Encerrado en una estancia acosada por el frío y la humedad y en un presidio tan deficiente en asuntos de alimentación e higiene, a pesar de ser tratado con los miramientos propios de su rango y fama fue inevitable que pronto cayera enfermo. De constitución nerviosa y fuerte, pero debilitada por los largos años pasados en la incomodidad del campo, a la intemperie y entre las garras de la lucha de guerrillas, Porlier se había convertido en un joven al que la salud se le había gastado demasiado pronto.

Enfermó de cierta importancia y los médicos temieron por su vida. No era para menos: vómitos y dolores abdominales se sucedieron sin hallar medicina para su mejoría. Los doctores concluyeron que los nervios estaban jugando sin tregua con su organismo, rompiendo una naturaleza que se rebelaba contra lo que sabía, contra lo que sus amigos le contaban por carta y contra lo que imaginaba que sucedería si alguien no ponía freno a los caprichos reales.

Los nervios son males del alma, repitieron los médicos; sólo el aislamiento y el sosiego pueden calmarlos. Y así fue como, de inmediato, se dio parte al alto mando de su situación y, sin consultar al rey, se le concedió permiso para curarse de sus dolencias graves en el balneario de Arteijo, un refugio en el que trató de obtener una paz que mermara su ira y en donde, por fortuna para él y para la recuperación que necesitaba, le esperaba su esposa doña Josefa Quiepo de Llano y Ruiz de Saravia, así como sus leales amigos el capitán Zamorano, Teresa, Ezequiel y Sartenes.

—Olvida ahora los pleitos, general —le recomendó Zamorano—. Nada importa más que tu salud.

—¡Pero tengo razón, Manuel! —respondió agrio Porlier—. ¡La tenemos! ¡Y no me detendré hasta convencer a todos de que ha llegado la hora de la dignidad!

—Sí, tienes razón —Ezequiel se frotó los lacrimales, lentamente—. Tenemos razón y podríamos hacérselo comprender incluso al mismísimo rey. Pero acepta un consejo, general: nunca discutas con alguien a quien puedas convencer. Jamás te lo perdonará…

Poco después, en el mismo balneario de Arteijo, la tozudez del marquesito convenció a sus hombres para retomar la idea de un nuevo pronunciamiento, y, entusiasmado, les aseguró que esta vez alcanzarían el éxito. En las noches sin luna hablaba de ello a media voz; en las más oscuras susurraba sus planes y echaba cuentas para calcular con cuánta fuerza contaba y cuáles debían ser los pasos a seguir. Y durante el día, paseando por los jardines húmedos que rodeaban el caserón o sentados en los bancos de piedra, Zamorano afirmaba con un leve movimiento de cabeza las arengas románticas de aquel general que nunca tuvo un hueco en el corazón para que se instalase en él la resignación.

No estaba Zamorano convencido de la oportunidad de levantarse en armas contra el rey, pero jamás hubiese contrariado a su amigo. Por eso afirmaba y callaba, mientras el alma se le iba cubriendo de una escarcha ácida que luego, en la soledad de su cuarto, tenía sabor a tierra de cementerio.

Un día, sin cita previa, se presentó en el balneario Andrés Rojo del Cañizal, hombre de cabeza grande y abultado abdomen que palmeó muchas veces la espalda de Portier mientras sonreía como si en aquella boca no cupiesen dudas. Sus visitas se repitieron hasta cinco veces en una misma semana y, cuando Zamorano preguntó a Porlier de quién se trataba y qué le llevaba a visitar el balneario con tanta frecuencia, el mariscal de campo no dudó en informarle de su identidad: era un acaudalado comerciante liberal dispuesto a financiar el pronunciamiento, costase lo que costase, y sin pedir nada a cambio. Un patriota, así lo definió Porlier, sin conocer que el dinero nunca se entrega a cambio de los colores de una bandera o de un ideal que no produzca un rápido interés.

El caso fue que, en la hacienda del mismo don Andrés, durante las siguientes semanas, se acordaron los pasos a seguir y el momento de hacerlo. En concreto, Porlier contaba con un total de ochocientos sesenta y cuatro hombres y el apoyo incondicional del comerciante. En aquella casa se preparó la toma de la ciudad de La Coruña, lo que, en efecto, se llevó a cabo en menos de dos horas durante la noche del 18 al 19 de septiembre de 1815. Pero luego empezaron las dificultades: el plan consistía en avanzar a continuación sobre Santiago de Compostela, una vez consolidada la primera plaza y asentada allí la central de avisos; y luego no detenerse hasta Madrid. Sin embargo, quizá por las facilidades encontradas en La Coruña, por la ansiedad de acabar cuanto antes con el régimen del rey don Fernando o porque les fallasen los cálculos, el caso fue que aquella decisión se convirtió en demasiado apresurada.

O a causa de otra nueva traición; aquello era algo imposible de saber. Porque lo cierto fue que, mientras Porlier y sus oficiales cenaban despreocupadamente en el mesón de Viqueira, fueron sorprendidos y detenidos por la escuadra de sargentos de Marina del coronel Antonio Chacón, siguiendo instrucciones del ministro de la Guerra. Aquella noche Zamorano y su partida no habían acudido a la cita, cumpliendo el encargo personal de Porlier de permanecer en La Coruña para velar por el mantenimiento del orden, y de este modo no cayeron en la trampa tendida a su jefe. Y fue allí, en su puesto de mando, donde Zamorano fue informado del arresto de Porlier y de que se les había conducido a prisión a la espera de juicio por alta traición a la patria. Curioso concepto el de traición, pensó Zamorano, que sólo existe en caso de derrota.

Con la máxima celeridad se llevó a cabo un proceso sumarísimo. Y el 26 de septiembre de 1815 se dictó sentencia por la que se ordenaba que el mariscal de campo don Juan Díaz Porlier, precediendo la degradación, sufra la pena de Horca que señala el art. 26, artículo 8.º tít.º 10.º de las Reales Ordenanzas.

En la siguiente madrugada del día 3 de octubre, antes de que cantara el gallo y el sol fuese testigo de que moría el último héroe de la Guerra de la Independencia, se cumplió su destino, muriendo por ahorcamiento en el patíbulo que se había elevado para él en la prisión de La Coruña.

Tenía veintisiete años de edad.

Doce más de los que contaba Manuela Malasaña al morir.

Ahora, al atardecer, Zamorano, Teresa, Ezequiel y Sartenes miraban el horizonte sanguinolento dibujado por las nubes cromadas al sol. El día había sido largo y luctuoso, seco como un camino de piedras atravesando la garganta.

Ezequiel lo había dicho, en un susurro:

—Hablar puede aliviar los dolores del alma…

Pero no le oyeron ni él quiso repetirlo. Ninguno sabía qué decir y, aunque rebuscaban entre sus pensamientos remedio para la congoja que los mantenía inmóviles, sumidos en el dolor por la pérdida del amigo, ensimismados en la propia tragedia, no encontraron palabras de consuelo para compartir.

Teresa miraba a Zamorano con los ojos húmedos. El capitán, vuelta la cabeza, los cerraba para sujetar las lágrimas. Ella no quiso verlo así y se aferró a su mano, besándole la mejilla. Al cabo, le susurró al oído:

—Deja ya de sufrir, amor mío. Oí decir una vez a Ezequiel que no importa en cuantos pedazos se rompe el corazón, el mundo no se detiene para que lo arregles.

Zamorano forzó una mueca sonriente y se volvió a Ezequiel.

—¿Eso dijiste, maestro?

Ezequiel alzó los hombros y se alejó hasta el borde del acantilado, a enterrar su mirada en los perfiles del mar. O quizá para que no le viesen llorar.

—Un filósofo, ya lo conoces… —Teresa apoyó la cabeza en el hombro de Zamorano.

—Dame la mano… —le pidió el capitán.

—Ojalá pudiera socorrerte el alma…

El silencio se volvió a adueñar de todos ellos. Esperaban la hora de embarcar para salir de España y el tiempo se eternizaba mientras repasaban la vida que habían consumido con tan escaso provecho. Demasiados años de lealtad a un rey que no la merecía. Y excesivos sacrificios por un pueblo que, engañado o confundido, gritaba «¡Vivan las cadenas!» cuando se le había puesto a sus pies el sagrado bien de la libertad.

Corría el aire frío de la noche, precediendo las peores horas.

Dolía la soledad.

—Deberíamos apresurarnos —indicó Teresa, rompiendo el silencio y señalando en dirección al puerto—. ¿No es hora ya de embarcar?

Zamorano se arrancó una lágrima de la cara y la miró.

—Sí —afirmó—. Cuanto antes, mejor. ¿Las llevas?

—¿El qué? —lo miró Teresa, intrigada.

—Las tijeras.

—¿Estas? ¿Las de Manuela? —Teresa palmeó el bolso que colgaba de su hombro—. Por supuesto. Nunca me separaré de ellas.

—Consérvalas —afirmó el capitán—. Creo que nos traerán suerte…

Se pusieron en pie. Teresa tomó al pequeño Manuel en los brazos y se quedó junto a él, mirando la inmensidad del Atlántico. El capitán le pasó la mano por la cintura.

—Mira, capitán, allí está nuestro futuro —Teresa volvió a apoyar la cabeza en su hombro—. Empezaremos de nuevo…

—Vayamos, pues —dijo Zamorano. Pero de repente se detuvo y dejó los ojos en la mirada cálida de Teresa—. Tal vez prefieras quedarte… A mí me persiguen, pero nada tienen contra ti ni contra nuestro hijo… Si lo deseas…

—Te lo juré el día de nuestra boda, capitán: estaremos juntos siempre, allá donde tenga que ser.

Zamorano la besó despacio y así permanecieron un rato, abrazados. Luego, volviéndose hacia Sartenes, que regresaba del poyete en donde había estado sentado, en silencio, le pasó un brazo por el hombro.

—¡Ese ánimo, Sartenes, que no se diga! Hay que aceptar las derrotas con la cabeza alta.

—Sí, capitán —balbució Sartenes, con la barbilla temblorosa—. Como tú ordenes.

También Ezequiel se reunió con sus amigos.

—Ya no ordeno, Sartenes: eso pasó. Y tú, Ezequiel, no me mires con esa cara que tú mismo lo dijiste: no importa a dónde llegaste, sino a dónde te diriges.

—Lo sé, capitán. Lo sé.

—Pues bien, amigos. Hasta aquí hemos llegado. Sólo puedo decir que los buenos amigos son la familia que nos permitimos elegir, y, mirándoos, yo ya sé quién es mi familia.

Ezequiel y Sartenes bajaron la cabeza. Luego el maestro estrechó los brazos del capitán.

—Si alguna vez me necesitas, sea para lo que sea y estés donde estés, llámame —dijo sin quitar los ojos de los suyos—. Lo dejaré todo para acudir a tu lado, Manuel.

—Lo sé, maestro.

—Ahora vuelvo a casa —añadió Ezequiel, forzando una sonrisa y pugnando para que el agua no se desbordase de sus ojos—. Han pasado demasiados años y necesito volver a respirar el olor de mi tierra. Y, ¿sabes, Teresa?: tal vez me case y, quién sabe: puede que me instale con ella en Madrid.

—¿De veras? —sonrió Teresa—. ¿Y quién será la afortunada? Porque si te rechaza, muy capaz soy de…

—Me alegra oírte decir eso —interrumpió el capitán, sonriendo también—. Porque te he estado guardando esto desde aquel molino del camino de Aranjuez. —Zamorano extrajo de su chaleco un pequeño paquete envuelto en papel—. No es mucho, tú te mereces mucho más por tantos años de sacrificios, pero creo que nadie mejor para conservarlo.

El maestro tomó el obsequio, sorprendido, y desenvolvió el paquete con premura. Era una pequeña caja de madera que contenía un anillo de oro con un diamante.

—¡Capitán!

—Estoy segura de que tu esposa lo llevará con gusto —dijo Teresa, acercándose—, y así tú, cuando lo veas en su mano, no nos olvidarás.

—Yo nunca podría olvidaros… —Ezequiel abrazó y besó a Teresa.

—Y el caso es que —interrumpió Sartenes el abrazo—, si no mandas más, capitán, yo también tendré que irme… ¿Verdad?

Zamorano ladeó la cabeza, sin pronunciar palabra.

—Comprendo… —Sartenes bajó los ojos y se guardó las manos en los bolsillos. Y al momento sacó la derecha y revolvió los cabellos del pequeño Manuel, que permanecía en los brazos de su madre—. Por casualidad, ¿no habría nada para mí, capitán?

Zamorano lo miró extrañado. Teresa y Ezequiel, lo miraron, también extrañados. Y el hombre, un poco azorado, se encogió de hombros y rezongó:

—Porque ya sé que carezco de méritos. Y que ha llegado el momento de pagar mis deudas. Sí, capitán, sí… Voy a ir a Madrid y me entregaré a la justicia. Pero en cuanto acabe de cumplir la pena que me queda pendiente, voy a ser un hombre muy, pero que muy pobre. No sé, tal vez si hubiera alguna sortija para mí…

—Lo siento, Sartenes —se lamentó Zamorano y le palmeó la espalda, mientras arqueaba las cejas y apretaba los labios—. No hay más. Con esa joya se acaba todo lo que expoliamos del equipaje del rey cautivo…

—En fin, qué le vamos a hacer… —Sartenes metió la barbilla en el pecho y de nuevo las manos en los bolsillos—. Nací más pobre que una rata y como tal moriré… Y el caso es que… —Sartenes no sabía cómo seguir, lanzando miradas nerviosas al suelo y al capitán, moviendo los pies a un lado y a otro—. No sé, el caso es que estaba pensando en… Claro, que es una bobada…, en fin. Bueno, si te parece una indiscreción no me contestes, ¿eh? Pero, pero… ¿Podría saber a dónde vais, capitán? Ya sé, ya sé que no es de mi incumbencia, pero…

—Vamos al Chile, Sartenes. A Santiago de Chile.

—¿A Santiago de Chile? —A Sartenes se le agrandaron e iluminaron los ojos y se le dibujó una gran sonrisa que interpretó como si fuese el más grande de los cómicos que jamás hubiese existido—. ¿Te puedes creer, capitán, que durante toda mi perra vida he deseado conocer esa ciudad? ¡No he pensado en otra cosa en todos estos años! Me decía: «En cuanto acabe todo esto, Sartenes, te vas al Chile. En cuanto acabe todo esto…» Y ahora, que después de toda una vida haciendo tales planes tengo esta oportunidad, como tú comprenderás no voy a… Porque podré ir con vosotros, ¿verdad capitán? ¿Puedo?

Zamorano, Teresa y Ezequiel soltaron una gran carcajada.

—No creo que… —negó el capitán, sin dejar de reír.

—Yo, yo… ¡Capitán! ¡Por favor! Yo cuidaré del pequeño Manuel como una madre, ¿verdad pequeñín? Haré la comida cuando Teresa esté fatigada, labraré el huerto, llevaré tu montura, cabalgaré a tu lado siempre que… Y yo te prometo que…

—¿Que callarás alguna vez, charlatán?

—Mudo, capitán. Llegarás a preguntarte si acaso he enfermado y me he quedado mudo…

Aquella noche sin luna del 3 de octubre de 1815 el capitán Manuel Zamorano, su esposa Teresa, el pequeño Manuel y el fiel Sartenes embarcaron, rumbo a Chile, en un navío transoceánico que tardaría aún muchos días en divisar las costas de América.

Un barco que, quizá por casualidad, se llamaba Manuela Malasaña.

Madrid, enero de 2005.