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Durante el resto de aquella noche el capitán Zamorano relató a sus amigos las peripecias que le ocuparon los meses de ausencia, incluyendo el secuestro sufrido a manos de la marquesa de Laguardia, las dificultades de la huida y las precauciones que se vio obligado a tomar para lograr llegar a Madrid. Habló risueño unas veces y emocionado otras; aliviado en ocasiones y entristecido al recordar algunos pasajes. Y todo ello sin soltar ni por un momento a su hijo, que dormía plácidamente al cobijo de sus brazos con el runrún de sus confesiones, expresadas en un tono tan bajo y pausado que parecía recitar una canción de cuna.
Después que hubo narrado el penoso viaje de regreso desde algún lugar de las provincias de Segovia o de Ávila, no lo sabía con precisión, fue puesto al corriente por sus amigos de las pesquisas realizadas paso a paso en busca del equipaje del rey cautivo. Ezequiel le presentó a Gabriel y le informó de la ayuda que esperaban de él y de sus amigos, a quienes habían acudido a causa de la imposibilidad de llevar a cabo por propios medios el plan propuesto.
—Déjame hablar contigo, maestro —dijo el capitán—. Ven al cuarto.
Ambos salieron de la sala y se encerraron en el dormitorio que compartían el maestro y Sartenes. Una vez allí, los dos solos, Ezequiel se dirigió a Zamorano.
—Dime, capitán.
—No. Dime tú. —Zamorano adoptó un gesto de disgusto.
—No comprendo…
—Menos comprendo yo que hayas puesto nuestra misión en manos de…, esos…
—¿Gabriel? ¿Te refieres a Gabriel? —se sorprendió Ezequiel.
—A Gabriel y a sus amigos, sí. Pero ¿cómo puedes fiarte de un grupo de judíos?
El maestro guiñó los ojos, intentando percibir con la máxima nitidez los perfiles del capitán y, de paso, los de sus palabras, tan inesperadas. No alcanzaba a comprender su actitud. ¿Fiarse de un grupo de judíos? ¿Era necesario explicarlo? Decididamente no entendía a dónde quería llegar el capitán con aquellas palabras.
—¿De confiar en unos judíos? ¿De eso te escandalizas?
—Así es —se reafirmó Zamorano—. No entiendo cómo has podido…
—Tal vez porque yo también soy judío, capitán —respiró hondo Ezequiel y alzó el mentón, mostrando su rostro y la limpieza de su mirada.
—¿Judío? ¿Tú eres judío, maestro? —Zamorano quedó perplejo.
—Lo soy —afirmó el maestro. Y añadió—: ¿Crees que eso cambia en algo mi lealtad hacia ti? ¿O tu confianza en mí?
—No, no, claro… —Zamorano intentó recobrarse de la noticia. Y de pronto no supo a dónde mirar—. Naturalmente que no… Pero comprende que yo no…, en fin, que nada indicaba que tú…
—No solemos llevarlo inscrito en la frente, no…
—Lo siento —musitó el capitán—. De verdad que lo siento. Tenía que haber confiado más en ti. No volverá a ocurrir. —Zamorano lo estaba pasando mal, visiblemente avergonzado. Hasta que decidió acabar con aquella situación tan enojosa para él—. Bien, bien… Ahora volvamos a la sala y continuemos nuestro trabajo. ¿Olvidado?
—Olvidado. —El maestro palmeó la espalda del capitán, con una sonrisa, y juntos regresaron a reunirse con los demás.
De nuevo juntos todos, Ezequiel le explicó que había conocido la ubicación del equipaje y la existencia de una puerta excusada en la pared del edificio. Y de inmediato coincidieron en la dificultad de recuperarlo y en la necesidad de hallar una estrategia que les permitiera alcanzar el objetivo.
—No sé cómo lo haremos —Zamorano paseó la sala con su hijo en los brazos, a quien volvió a abrazar—, pero una cosa tengo clara: lo haremos mañana mismo por la noche, antes del alba. Si podemos contar con los carros a medianoche de mañana, antes del amanecer nos dispondremos a conducirlos a ese molino del camino de Aranjuez propiedad de vuestro amigo… ¿Cómo has dicho que se llama?
—Jeremías —respondió Ezequiel.
—Jeremías, eso es. ¡Y el 4 de marzo será un día que recordará la Historia!
—¡Así será! —se encandiló Sartenes.
Ezequiel reafirmó con un golpe de cabeza. Y, tras unos segundos de silencio, añadió:
—Sin duda… Pero hay algo que me preocupa, capitán. Me temo que con el trasiego de tanta carreta y tal algarabía en plena noche se despertarán sospechas.
—A quien despertaremos será a los vecinos, sin duda —sonrió Sartenes.
—No será así si lo hacemos con extremo cuidado —Zamorano se mostró inflexible—. Ya hemos corrido bastantes peligros para acobardarnos a estas alturas por uno más; además, no sé lo que tardará esa mujer en denunciarme a los franceses, pero sé que lo hará en cuanto pueda y entonces volverán a buscarme, de inmediato. Y yo no puedo ni quiero volver a prisión —miró al pequeño Manuel dormido, con un hilo de baba corriéndole por la barbilla—. Mi hijo me necesita…
—¿Denunciarte a ti? Pero ¿por qué va a hacer eso? —preguntó Teresa, sin comprenderlo—. ¿Cómo puede odiarte tanto…? No me lo explico…
—Dejémoslo así —replicó el capitán sin apartar los ojos de su hijo—. Esa mujer está loca; y no de amor sino de soberbia.
Durante todo el día siguiente Zamorano y Ezequiel estuvieron dándole vueltas y descartando los más diversos planes para rescatar el equipaje real. Gabriel, junto a ellos, permanecía en silencio, con la mirada perdida y la expresión concentrada, abstraída. Ligeros movimientos de los labios, como bisbiseos, delataban que algo tramaba y que buscaba, sin terminar de encontrarla, la forma de ayudarlos. Cuando a un hombre se le oye pensar se está delante de un ser humano que sufre.
Sartenes se dio cuenta y no dejó de observarlo, apenado por sus esfuerzos. Entre tanto, el capitán o el maestro exponían en alta voz propuestas que iban siendo desestimadas, una tras otra, por complicadas, estrepitosas o arriesgadas en exceso. Sólo coincidieron en señalar las cinco de la madrugada como la hora de llegar a la casa e iniciar el desvalijamiento, pero en todo lo demás no había manera de ponerse de acuerdo. Finalmente, ya cerca del anochecer, con los carros avisados y dispuestos, todos los hombres citados a las cuatro de la madrugada y el molino preparado para acoger la mercancía el día siguiente, Gabriel resopló y se puso en pie, solemne.
—Amigos, esto no está nada claro —dijo en un tono que no evidenciaba pesimismo sino desconfianza—. Permitidme que os diga que le he dado muchas vueltas a todo este asunto, he atado muchos cabos que andaban sueltos por ahí y…
—¿Qué quieres decir, Gabriel? —preguntó el maestro.
—Muy sencillo —replicó el judío—: que desde el principio supe que no buscáis documentos reales sino el mismo tesoro que hace un par de años el rey nuestro señor hizo esconder por si se le impedía el regreso después de ausentarse de España. Un equipaje, como todos sabéis, formado por muchos cofres, baúles, maletas y cajas conteniendo prendas de valor que no puedo calcular.
—¡Está bien! —se puso en pie el capitán, enfrentándose a sus ojos—. En todo caso se trata de un servicio al rey. No importa lo que encontremos sino cómo lo pondremos a disposición de su legítimo dueño. ¿O es que tú no lo crees así?
—¡Por supuesto! —el judío se irritó—. ¡Y no me gusta nada ese tono de desconfianza! ¿Por quién me ha tomado usted, señor? ¡Soy tan patriota como usted, capitán, y no le consiento la menor duda al respecto!
—¡Yo no he dicho…!
—Déjale hablar, capitán —interrumpió Ezequiel.
—De acuerdo —Zamorano se volvió, zanjando la discusión—. Siento haberte ofendido.
—Está bien. Lo que quería decir —continuó Gabriel, más tranquilo—, es que estamos ante el deber de recuperar el patrimonio de nuestro rey y por eso hay que pensar en todo. He llegado a la conclusión de que no hay ninguna posibilidad de hacer las cosas por las buenas y, como tampoco podemos dudar en estos momentos ante la adversidad, si hay que tomarlo por las malas, se toma.
—Fácil es decirlo… —suspiró el maestro.
—Tan fácil como hacerlo —insistió el judío—. Llegamos, vencemos la puerta a martillazos, cargamos con los enseres y nos vamos de allí. Tal vez se despierten algunos vecinos; bien, que se despierten: ¿qué pueden hacer? Y tal vez nos sorprenda la ronda: en ese caso serán dos guardias tan solo y malo será que no les reduzcamos antes de que haya lugar a que den aviso.
—Podría correr la sangre —advirtió Zamorano.
—Lavaremos las heridas —replicó Gabriel.
—Bravo te veo —apuntó Ezequiel.
—Nunca dejé de serlo —se ufanó el judío.
—Sea —decidió el capitán—. En todo caso tienes razón. Ninguno de nosotros ve otro camino y ese es tan bueno como cualquier otro. A las cuatro nos ponemos en marcha.
—Caramba con el judío —rezongó Sartenes—. Ni en la cárcel los conocí tan tiesos…
Procurando hacer el menor ruido posible, tres carros se detuvieron en la medianoche ante el número 2 de la calle del Lobo conducidos respectivamente por Zamorano, Ezequiel y Sartenes. Teresa montaba en el pescante, junto al capitán, con su hijo en los brazos; y los seis judíos se repartían en los carros, dos en cada uno de ellos.
Al llegar, Gabriel se bajó a toda prisa con un pico de cavar en las manos y, sin dudarlo, entró en el portal y se puso a golpear allí donde había descubierto la puerta. No tardó en desvencijarla. Algunas sonoras protestas de vecinos se oyeron en los balcones, luces de vela iluminaron unas ventanas y el llanto de un niño rompió la noche como maullido de gato. Pero nada de ello fue visto ni oído por el capitán y los suyos ante la visión estremecedora de un centenar de cofres, baúles y cajas apilados ordenadamente en aquel escondite, a la espera de ser devueltos al rey don Fernando.
Sin perder tiempo, Zamorano dio la orden de traslado. Y los nueve hombres, con la diligencia de una partida de guerrilleros y el tesón de descubridores de nuevas tierras iniciaron el transporte de bultos hasta llenar los carros.
El primero fue cargado muy pronto. Ezequiel y Teresa tomaron las riendas y, deseando buena suerte a sus compañeros, lo condujeron fuera de la calle del Lobo, en dirección al principio del camino de Aranjuez en donde quedaron en esperar al resto de la caravana.
El segundo carro costó más trabajo completarlo. Los hombres empezaban a estar cansados y algunos vecinos habían bajado a la calle en ropas de dormir para preguntar de qué se trataba todo aquello, a lo que hubo que responder construyendo excusas que sólo a Sartenes le resultaban ingeniosas.
—Son uniformes de Napoleón que han de llevarse a Francia con urgencia —inventó en una ocasión.
Zamorano le ordenó callar y continuar la carga, pero Sartenes no se amilanó ante un nuevo vecino que volvió con otra inquisitoria.
—¿Uniformes? No, amigo, no lo creo… Por lo que pesan esas cajas se diría que no puede ser. Dime de qué se trata.
—Bueno, no son uniformes, tienes razón —Sartenes se detuvo a recuperar el aliento y a secarse el sudor de la frente con la bocamanga—. En realidad son frascas de vino que oculta aquí Pepe Botella para las grandes ocasiones.
—¿Callarás, Sartenes? —el capitán se enfureció—. Como sigas hablando te pego un tiro.
Pero un nuevo vecino se plantó ante Sartenes agitado.
—Creo que estáis mintiendo. ¿Tendremos que llamar a la guardia para saber qué estáis sacando de aquí?
—Muy bien —dijo Sartenes sin detenerse en el trasvase de mercancías hasta la carreta—. Ya que nos has descubierto te lo diré: se trata de munición para el regimiento Manuela Malasaña a las órdenes del alcalde de Móstoles. ¿Por qué no nos ayudas a cargarla?
—¿Para Andrés Torrejón? —abrió los ojos desmesuradamente el vecino—. ¡Pues no se hable más! ¡Eh, vecinos! ¡Ayudad a estos patriotas! ¡Son amigos de Manuela Malasaña!
Y antes de que Zamorano pudiera volver a gritar a Sartenes para que se callara e incapaz de detener el desbordamiento popular que se le venía encima, dos docenas de vecinos al grito de «¡Viva el rey!» y «¡Muera el extranjero!» estaban acarreando bultos desde la estancia escondida a los carros, mientras el alba iluminaba las primeras horas del día y por el fondo de la calle del Prado, como un desfile militar, una caravana francesa dirigida por un mariscal con la guerrera cuajada de entorchados, orlas y condecoraciones se aproximaba al son de un redoble de tambores.
Al ser vistos, Zamorano ordenó a sus hombres apresurarse y escapar de allí, dejando lo que fuese preciso. Y el mariscal Sebastiani, al descubrir aquel movimiento de gentes en la calle que se disponía a tomar, ordenó a sus alabarderos formar filas y abrir fuego contra ellos, para que se dispersaran.
Los primeros disparos de fusilería sacaron esquirlas de la pared cercana y enmudecieron la calle. Los vecinos salieron corriendo en todas las direcciones, yendo a guarecerse dentro de las casas. Los judíos, desprevenidos y paralizados por el miedo, dejaron caer algunos bultos a tierra y corrieron a esconderse bajo las carretas mientras Zamorano, comprendiendo de inmediato la situación, alzó la voz para repetir sus órdenes.
—¡A los carros! ¡Deprisa! ¡Salgamos de aquí!
—¡Aún quedan cofres y cajas, capitán! —gritó Sartenes.
—¡Déjalas!
Y saltando a los pescantes, Zamorano en uno y Sartenes en el otro, con los judíos Gabriel y Jeremías escondidos entre baúles como buenamente pudieron, azotaron a los caballos hasta que los carros se perdieron por la calle del Prado abajo, dejando en su estampida una estela de polvo que no hubiese sido difícil seguir.
Una nueva andanada reventó el portón de la casa y con ello creció el pánico de los cuatro judíos que no habían tenido tiempo de subirse a los carros. Desconcertados, dudando si escapar en dirección a la calle de las Huertas o ir tras de los carros, al fin los cuatro huyeron por donde se habían ido las carretas, implorando a voces el auxilio del cielo y remangándose los pantalones para no tropezar y dar de bruces en tierra.
Pero el mariscal Sebastiani, altivo y envarado en su montura, no tuvo a bien detenerse a pensar en lo que allí estaba ocurriendo. Ni por lo más remoto pensó en las verdaderas causas de la algarabía sino que, ufano por haber logrado mantener el orden público, creyó que ahuyentaba a unos simples contrabandistas de aceites o de vino, unos pobres parias. Así, desentendiéndose de los malhechores para seguir escrupulosamente con su plan, ordenó con calma cerrar al paso y sellar la calle, desplegar guardias por toda ella y mandar a sus ingenieros buscar, casa por casa, desde la número uno, un escondite en donde se pudiese guardar el equipaje real. Casi dos horas más tarde, cuando los ingenieros acudieron a él, tan avergonzados como aterrados, para informarle de que habían descubierto la estancia pero que ya había sido desvalijada prácticamente en su totalidad, Zamorano y los suyos estaban, sanos y salvos, ante el molino del judío Jeremías, dispuestos a ordenar el equipaje del cautivo en algún lugar apartado, lejos del riesgo y de la curiosidad.
Al anochecer, reunidos en torno a la lumbre, los hombres descansaban del día más largo que recordaban haber vivido. Teresa, transpuesta, acunaba por inercia al niño que desde hacía rato se había quedado dormido. Sartenes intentaba hacer la digestión del atracón de pan y queso engullido, Ezequiel conservaba en la mano un cuadernillo donde había anotado e inventariado todo el equipaje real recuperado, Gabriel leía un librillo con la devoción de quien está rezando sus oraciones y Jeremías, el propietario del molino, pensaba en el modo de dar un cobijo lo más confortable posible durante la noche a sus huéspedes. Zamorano, ensimismado, contemplaba a su hijo con veneración, en un estado muy parecido al éxtasis.
La noche era fría. Y, sin embargo, en el interior del molino crecía un ambiente cálido, como de hogar. En aquel silencio denso, picoteado tan solo por el crepitar de la leña en el fuego de la hoguera prendida, todos se sentían contentos por cuanto habían conseguido, con la satisfacción añadida de comprobar que los vecinos de Madrid no habían dudado en dejarse ver en cuanto supieron que el rey don Fernando precisaba de su ayuda. Con un pueblo así los franceses nunca conseguirían la victoria, pensó Ezequiel.
La verdad era que, con todo, las calamidades pasadas y los riesgos vividos habían merecido la pena, se decía a sí mismo Zamorano; añadiendo para sí que, en lo que él pudiera, jamás legaría a su hijo un país dominado por el terror de las armas ni el gobierno de la tiranía.
A veces se oía la llamada de la lechuza en la medianoche; otras, el pausado remover de alguno de ellos buscando una posición aún más abandonada en su descanso.
Pronto se quedarían todos dormidos arrullados por la nana de la serenidad que cada cual componía en su espíritu.
Pero, de pronto, en aquel océano de placidez, algo les sobresaltó. No; no eran anuncios de tormenta la irrupción de aquellos ruidos acercándose. Sin duda eran los cascos de un caballo al galope rasgando la noche, cada vez más cercanos. Alguien les había descubierto.
Zamorano se incorporó deprisa y prestó atención para comprobar si el jinete pasaba de largo. Junto a él, Ezequiel y Sartenes se unieron en la escucha. Pero no fue así: el caballo, poco a poco, menguó su carrera y terminó deteniéndose delante del molino, bufando por el esfuerzo.
En efecto, alguien había llegado en su busca, conociendo su paradero. El capitán decidió salir para ver de quién se trataba.
Con el pistolón en la faja, cargado.
—Guardad silencio —ordenó—. Y permaneced atentos.
—¿A dónde vas? —le preguntó Teresa, asustada.
—Tranquila, mujer —respondió—. Se tratará de un viajero en reclamo de posada, seguro.
—¡No vayas! —le suplicó.
El capitán, sin atender el ruego, se dispuso a salir. Sartenes lo siguió y Teresa, dejando apresuradamente al niño en brazos de Ezequiel, corrió a su lado.
—¡Voy contigo!
Zamorano abrió la puerta y miró al exterior. No se veía con claridad. La luna de marzo se había rodeado de nubes y apenas alumbraba; pero allí en el centro, delante de la casa, la silueta de un caballo inquieto que alguien sujetaba por las bridas se perfilaba a su luz tenue. Fuera quien fuese el jinete desmontó, soltó las bridas y avanzó dos pasos hacia él.
—Sabía que te encontraría aquí —una voz de mujer, de pie junto a su montura, resonó en la noche como un latigazo al aire.
—¡Cayetana! —exclamó el capitán, desconcertado—. ¿Tú? Pero…, ¿cómo has sabido…?
Una risa forzada se extendió por todas partes con la reverberación del aullido de una alimaña en la noche. Zamorano se adelantó para comprobar que era ella y se detuvo frente a sus ojos desorbitados, enfermos de locura.
—Yo lo sé todo, capitán —volvió a reír. En ese momento Zamorano se dio cuenta de que en la mano derecha llevaba un arma con el que le apuntaba—. ¡Parece mentira que todavía no me conozcas!
El capitán se detuvo en seco y abrió los brazos, protegiendo a Teresa y a sus amigos. Tardó en contestar, calculando las posibilidades de desarmar a la marquesa.
—Te conozco lo suficiente para saber que estás loca… —El capitán volvió a observar el arma y comprobó que la mano de la mujer temblaba—. Lo mejor que podrías hacer es irte de aquí.
—¿Irme yo? —la marquesa rió como una demente—. Sí, claro que me iré. Pero tú vendrás conmigo.
—¿Ir con ella? —Teresa se aferró al brazo de Zamorano—. ¿Pero quién se ha creído…?
—Tú cállate. —Cayetana frunció los ojos hasta escupir veneno—. ¿Cómo te atreves a hablar a una señora?
Zamorano puso su mano sobre la boca de Teresa, para que no replicara, agravando la situación, y trató de engatusar a la marquesa.
—De acuerdo. Me iré contigo. Pero antes dime cómo nos has encontrado.
—En Madrid no se habla de otra cosa que de tu hazaña de hoy. Así que de repente he comprendido que lo habías hecho tú y que para eso buscabas al judío. No ha sido difícil encontrar a uno de sus amigos, muy temeroso por cierto, que me ha confiado dónde estabas. Ha bastado decirle que traía un recado urgente de Juan Díaz Porlier y me ha facilitado hasta el último detalle.
Zamorano volvió a mirar su mano inquieta. La pistola se movía arriba y abajo, con el cañón apuntándole. Sartenes, junto al capitán, también lo había observado y buscaba la manera de evitar que disparase, pero no encontraba el momento. Teresa sólo miraba a Zamorano y a la mujer, sin comprender qué se proponía hacer el capitán.
A la puerta habían salido Ezequiel y los judíos Gabriel y Jeremías. A la marquesa le provocó una sonrisa de suficiencia el auditorio que se había formado para escucharla y se sintió aún más firme. Por eso alzó la voz, para que todos la oyesen:
—Juro que no vas a volver a burlarte de nadie, capitán Zamorano. Te lo aseguro… —Cayetana volvió sus ojos hacia Teresa y rió de nuevo—. ¿Así que es ella? ¿Ella es la ramera por la que has roto dos veces tu compromiso de boda?
—¡Cayetana! —se enfureció Zamorano. Y, después de respirar hondo, respondió—: Sí, es ella. Pero aunque no fuese así, tampoco me hubiese casado contigo. Jamás. Ya lo sabes. Así que ahora puedes marcharte. Aquí no eres bienvenida.
A Cayetana se le irritaron los ojos.
—¿Pero de verdad crees que puedes tratarme así? ¡Tú eres un traidor, Manuel! ¡Nunca te saldrás con la tuya! ¿Me oyes?
Y trastornada, levantó el arma y disparó contra Zamorano. La estampida rompió la noche en un estruendo de gritos y de astillas, de pólvora y cristales rotos.
Pero la bala no alcanzó el corazón del capitán porque Sartenes, que había permanecido a su lado todo el tiempo, se abalanzó sobre Zamorano para recibir en su lugar la bala del odio. La herida le brotó en el cuello como se abre un volcán, vomitando borbotones de sangre por el que se le empezó a escapar la vida. Sartenes cayó como un fardo al suelo, levantando en el estupor de la noche una nube de polvo que se perdió entre su gemido de dolor, la sorpresa de Zamorano, el desconcierto de los demás y la ciega irritación de la marquesa.
—¡Pero, pero…! —gritó Cayetana, aterrada, con los ojos desorbitados. Y de inmediato dejó caer el arma al suelo, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar—. ¡No! ¡Yo no…! ¡Yo no quería, no quería…! ¡A ese hombre no!
La luna se desembarazó de las nubes para contemplar el destino que se estaba cumpliendo.
A Zamorano se le llenaron de agua los ojos. Sacó el pistolón de la faja y apuntó a la marquesa a la cabeza.
—¡Márchate! ¡Vete de aquí o…! ¡Estás loca!
Cayetana vio la furia desatada en la mirada del capitán y se le cortó la respiración. Y moviendo rápida la cabeza de arriba abajo, asintiendo, corrió a montar su caballo, volvió la grupa y salió al galope, seguida por el eco de la voz desgarrada de Zamorano, que gritaba:
—¡Si te vuelvo a ver, te mataré! Juro que te mataré!
Teresa abrazó a Zamorano, intentando sosegarle, y lo sostuvo junto a ella, apretándolo contra su pecho. Pero enseguida ambos se volvieron para contemplar la agonía de Sartenes. El capitán fue a arrodillarse junto a él, recostándolo en sus brazos. Su amigo se moría. Tenía los ojos cerrados y respiraba con gran dificultad. Por la herida manaba la sangre de un modo imparable. Teresa se echó a llorar y Ezequiel, aún con el niño en los brazos, se acercó corriendo, horrorizado.
—Amigo mío. —Zamorano lo estrechó más fuerte—. ¿Por qué has hecho esa tontería?
—¡No te puedes morir, Sartenes! —sollozó Teresa.
—Dejadme —pidió Gabriel, que se llegó hasta donde agonizaba, inconsciente ya—. Dejadme a mí.
El capitán lo miró extrañado. Pero Gabriel, sin mover al moribundo, introdujo un dedo en la herida, para comprobar la profundidad y la trayectoria de la bala, y luego sacó un pañuelo de su chaleco y taponó la entrada, presionando con la palma de la mano con la intención de cortar la hemorragia.
—Llevémoslo dentro —dijo—. No está seccionada ninguna vena del cuello, por suerte para él. Me parece que no; que de esta no se va a morir.
Cuando una hora después Sartenes abrió los ojos, se encontró rodeado por todos, esperándole para conducirle de nuevo a la vida. Esbozó una leve sonrisa y volvió a cerrarlos, complacido.
—Bueno —sonrió Zamorano—. Después de todo no ha llegado tu hora, bribón.
—Yo…, ¡ay! —la voz de Sartenes se ahogó en la afonía y se llevó la mano al cuello, dolorido.
—Y eso que hemos salido ganando —siguió el capitán, sin perder la sonrisa—. Por lo menos tendrás que mantenerte callado unos días…
Sartenes quiso sonreír pero tampoco pudo. Dejó caer su cabeza hacia un lado y se quedó dormido.
Y a los cinco días, con Sartenes notablemente recuperado, Zamorano acordó con Gabriel y Jeremías la compra de los carros con sus tiros, pagándolos con dos lingotes de oro del equipaje real. Aparte le entregó a Gabriel catorce lingotes de plata para que los repartiera con sus hombres; y, aunque el judío se negó al principio a recibirlos, finalmente los tomó como recompensa por las consecuencias que sufrirían si eran reconocidos y castigados por ayudar en la recuperación del tesoro.
Al amanecer del sexto día, el 10 de marzo de 1810, con Teresa, Ezequiel y él mismo a los pescantes de las carretas, y Sartenes acomodado en una de ellas, plácidamente tendido y canturreando una coplilla casi olvidada, iniciaron la marcha hacia algún lugar en el norte, al abrigo de las sierras de Madrid.
—Gracias, amigo. —Zamorano estrechó los brazos a Gabriel—. El rey tendrá noticia puntual de vuestro servicio.
—Basta con que lo sepamos nosotros —respondió el judío—. Recuperar la libertad será nuestro premio. Consíguela, capitán. Son los hombres como tú quienes únicamente pueden lograrlo.
—Con hombres como vosotros, judío —replicó Zamorano—. Como vosotros… La libertad sólo puede obtenerla el pueblo. Los guerrilleros hacemos con la guerra lo que a vosotros no os dejan hacer con la palabra.
Después se abrazó a Jeremías y lo mismo hizo Ezequiel con ellos. Teresa les besó en la mejilla.
—Buen viaje —gritaron los judíos mientras se alejaban—. ¡Y suerte!
—¡La tendremos! —respondió Zamorano, azuzando más a los caballos—. ¡Ahora sé que la tendremos…!