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Aquel miércoles, primer día de marzo de 1810, el rey José paseaba a solas por los jardines de Palacio con el mentón altivo y las manos enlazadas a la espalda, sin duda pensando en que los asuntos del Reino cada vez le importaban menos. No es que alguna vez hubiesen supuesto una gran preocupación para él, salvo por complacer a su hermano, asegurar la vida o eludir peligros, pero ahora, una vez comprendido que jamás sería del agrado de los españoles y que su hermano Napoleón lo ignoraba en sus derechos, arrebatándole las provincias del norte con la intención de anexionarlas a Francia, ya le quedaba poco por lo que luchar. Terminaría su trabajo, desde luego: siempre lo había hecho. Y ponerse al frente de sus ejércitos para culminar con la rendición de la ciudad de Cádiz la conquista de España, asegurar la paz en el reino que le habían confiado y dejar algunas mejoras en las leyes civiles y en el urbanismo madrileño eran asuntos con los que cumpliría de largo el encargo imperial. Del resto de sus obligaciones con el Emperador y con España no tenía orden expresa. Además, más le valía a su hermano imponer su poder en la lejana Rusia, ahogar en el mar a la insolente Inglaterra y abrir bien los ojos en la disimulada Austria si no quería que lo que terminase ocurriendo en la península Ibérica careciese por completo de relevancia en el conjunto de sus ambiciones políticas.
Inglaterra: un gran país lleno de leyendas absurdas y casi siempre mal gobernado. Tal vez por eso podía sobrevivir en las islas y en ultramar sin necesidad de reyes sabios ni ministros brillantes: a los ingleses, impasibles y astutos, les bastaba pedir las cosas por favor para terminar siempre cumpliendo sus deseos, diestros en la habilidad de dictar órdenes seguidas de una cortesía irreprochable. En algunos de esos aspectos se parecía a Italia, donde nunca los gobernantes estuvieron a la altura de los italianos. La prueba más evidente de ello era que Napoleón, por ser tan gran político, descartó desde el principio tratar de imponerse a Italia. Nadie supo nunca hacerlo desde la caída del Imperio Romano. Y tal vez eso era lo que tendría que hacer él con España: dominarla, someterla, envolverla bien como para un obsequio de cumpleaños y, adornada con un llamativo lazo azul, entregársela a los españoles para que hicieran con ella lo que quisieran: quemar judíos en la hoguera, decapitar viejas desdentadas, pasar por las armas a los clérigos, tirar cabras desde los campanarios de las iglesias o jugar con los toros para medirse el valor en cicatrices o en entierros prematuros.
Cuanto más la conocía, menos le gustaba España. Era arrogante, ignorante, rebelde, indisciplinada y trasnochadora. El exceso de sol calentaba su sangre hasta entrar en ebullición y las interminables horas de luz derretían las cabezas, poblándolas luego en la noche de lujuria y de crueldad. No era un pueblo de súbditos apasionados, sino fanatizados. Bailaban desafiando, cantaban amenazando, hablaban vociferando y lloraban disimulando. Nunca era hora de empezar el trabajo y de inmediato llegaba la hora de descansar; nunca era hora de retirarse a dormir y al hacerlo soñaban con que seguían despiertos, decididos a retar a cualquiera por ver quién aguantaba más. Si iban a la guerra, parecían acudir a una fiesta; si se trataba de fiesta, acudían como si empezase una guerra. Obligarles era inútil; perdonar no lo entendían; y las culpas propias siempre eran de los otros. Extraño país: gobernarlo era como dar leyes a un panal confiando en que las abejas las acatarían. Lo curioso era que, aun así, en España nunca faltaban la abeja reina, los zánganos y las obreras, el panal crecía, la miel se fabricaba y la cera sobraba; todo parecía que no podía acabar bien y luego nunca terminaba mal. Extraño país.
Pero no se trataba sólo de España: cuanto más la conocía, menos le gustaba Francia. Creía estar en el centro del mundo y siempre fue una orilla a la que llegar. Julio César lo entendió muy pronto, como también lo había comprendido Napoleón: desde los márgenes es más fácil observar toda la laguna que sentado en la proa de una barca en medio del estanque. A Francia se acudía para refugiarse, para huir de la opresión, para dibujar la realidad y pensar que se han descubierto los enigmas de la naturaleza. Por eso Francia siempre necesitó hacer franceses a cuantos llegasen a ella: no le bastaban los suyos. Ni siquiera Napoleón lo era: era corso. Pero ante el mundo era un francés al servicio de la República, inventada como el foi y la grandeza para arrancar a los demás lo que hiciese falta: cabezas a los aristócratas, hígados a las ocas y envidias a los extranjeros. Grandeza y encanto poseía para enmascarar lo que anhelaba tener de los demás países, de lo que se había apropiado a lo largo de los siglos y de lo que ahora, el Emperador, se iba a apropiar con la grosera sutileza de las armas.
Y si no le gustaba España ni Francia, ¿qué decir de Córcega, una mocosa malcriada, perdida en el mar Mediterráneo como un accidente de la naturaleza incapaz de parir reyes, gobernantes o sabios y siempre prendida a las faldas de España o de Francia como una huérfana en busca de una madrastra? Una isla a trasmano, aventada por los cuatro vientos y enloquecida por…
—Majestad. —El mariscal Sebastiani le sacó de sus pensamientos con una reverencia. Venía acompañado de un soldado de la guardia, un cabo de edad con bigotes de ruso y barriga de tabernero suizo.
—¿Qué hay, mariscal? —El rey se detuvo a mirar a su acompañante.
—Traigo noticias, señor. —Y volviéndose al cabo, le ordenó—: Repita a su majestad lo que me ha dicho.
El cabo se puso aún más firme, levantó los ojos al frente y carraspeó:
—Yo…, majestad —titubeó.
—¡Vamos, cabo! —le urgió Sebastiani—. Su majestad no tiene todo el día.
El cabo volvió a carraspear y recitó de carrerilla:
—En fecha aproximada al mes de abril del año del Señor de 1808 su majestad el rey don Fernando ordenó el traslado de una importante cantidad de baúles y cajas de madera más allá de las verjas de Palacio. Yo, como soldado de la guarnición, ayudé a cargar cuatro carretas tiradas por mulas con toda clase de bultos de diferentes tamaños, baúles, maletas, cajas y bolsas de cuero, todos ellos de peso, a mi entender desproporcionado para el volumen que ocupaban. Su pesadez me hizo pensar que se trataría de oro o plata, por eso lo recuerdo muy bien. Además…
—Siga, cabo. —Sebastiani miraba al cabo y al rey alternativamente, afirmando de continuo con la cabeza.
—Pues…, que entonces pensé que sería el equipaje real para trasladar a Francia, porque se rumoreaba en Palacio que el rey, el otro, no su majestad, partiría pronto hacia aquel país; pero mi sorpresa fue mayúscula cuando supe por uno de los conductores de las carretas, a la sazón pariente de mi mujer, que la carga había sido trasladada a una calle de Madrid, pero que no podía decir nada más porque había jurado guardar el secreto a cambio de una buena bolsa. Cumplió su palabra, lo juro, majestad; pero aun así una noche, al regresar a casa, unos asesinos lo esperaban en el portal y lo asestaron varias puñaladas, dos de ellas mortales. Esto ocurrió dos días después de realizado el encargo, señor…
—Bien pudo ser el azar… —cabeceó el rey José, incrédulo.
—Pudo serlo, majestad —al cabo se le encendió la cara—. ¿Pero qué azar es tan caprichoso y certero para que los otros tres conductores de carretas fueran igualmente asesinados en un plazo de tres días desde que se procedió al traslado de aquel equipaje?
—Comprendo —musitó el rey.
—¿Lo veis, majestad? —Sebastiani tenía los ojos chispeantes y humedecidos—. ¡Es la prueba que necesitábamos para explicar las faltas del inventario!
—Pero… —el rey quiso conocer más detalles—, ¡alguien más acompañaría a las carretas! Una guarnición, unos oficiales…
—Todos viajaron con el rey don Fernando a Francia, majestad —informó el cabo—. Eran ocho guardias reales y…
—¿Los oficiales también?
—Dos, majestad: un capitán y un teniente. El teniente murió en un duelo por una dama al amanecer del día siguiente y el capitán acompañó a don Fernando en su viaje al país francés.
—Está bien, cabo. —Bonaparte se acarició el mentón pensativo—. ¿Por qué haces esto, soldado?
—Se lo debo a mi mujer y a la memoria de su pariente, majestad.
—Está bien —concluyó el rey—. Serás recompensado.
—Hay más, majestad —dijo Sebastiani.
—¿Y, pues?
—Que después de todo el muerto no era tan discreto… ¿Verdad, cabo Fulgencio? —Sebastiani exhibió una horrible mueca ante el azorado cabo.
—No… —susurró el guardia, acobardado.
—¡No! —gritó el mariscal—. ¡Porque no tardó ni una noche en revelarle a su esposa que el equipaje real estaba depositado en la calle del Lobo! ¡Todo un prodigio de formalidad y cautela! ¿Creéis acaso que un soldado con lengua tan desmedida no encontró el destino que merecía, cabo? ¿Tú mismo actuarías así con un encargo de tu rey don José Bonaparte si te encontrases en las mismas circunstancias?
—Por supuesto que no, mariscal —el cabo se alteró notablemente.
—Pues da gracias a Dios de que lo crea, cabo Fulgencio, pues de no ser así hoy mismo serías ajusticiado por traición. ¡Y toma buena nota porque como alguien más sepa de esta conversación serás arcabuceado! ¡Aunque jures tu silencio! ¡Puedes retirarte!
—¡A sus órdenes!
Y cuadrándose con firmeza, y sin volverse, el cabo se alejó de allí dejando al rey sombrío y al mariscal satisfecho.
—¿Se puede saber por qué has actuado así, Sebastiani? —el rey arrugó la frente en cuanto se hubo alejado el soldado.
—Porque es el único lenguaje que conocen, majestad —respondió solemne—. Sin estas amenazas, al anochecer todo Palacio sabría que algo se oculta en esa calle de Madrid. Y sería como llamar a un regimiento hambriento al reparto del rancho…
—De todos modos —siguió Bonaparte—, si lo supo la esposa, alguien más lo sabe ya. Los españoles son incapaces de guardar un secreto.
—Sí, sí —aceptó el mariscal—. Lo sabía alguien más: un judío amigo de la familia, de nombre Gabriel. Pero tenemos que agradecerle a vuestro ministro Ansorena un último acto de lealtad: cuando terminó de interrogarle estaba medio muerto y, por mis averiguaciones, ya no sigue en este mundo. Nadie sabe de él, su casa está abandonada. No hay duda: no sobrevivió.
—Bien —respiró confiado Bonaparte—. Y ahora, ¿qué harás, mariscal?
—Devolver a mi rey lo que le fue arrebatado, majestad.
Aquel miércoles, primer día de marzo de 1810, el rey José siguió paseando a solas por los jardines de Palacio con el mentón altivo y las manos enlazadas a la espalda. Y de pronto se descubrió a sí mismo pensando en algo que no esperaba: no lo hacía en el tesoro, ni en los problemas del reino, ni siquiera en lo odiosos que le resultaban sus mariscales. Pensaba que hasta entonces nunca había adoptado esa postura de viejo, la de caminar con las manos a la espalda. De joven nunca lo hizo; y nunca observó en los jóvenes que caminasen así. Lo hacían los viejos, sólo los viejos. Y la única explicación que encontró al fenómeno fue que, poniendo los brazos de tal forma, ensanchaban los pulmones, y los ancianos de vida gastada y pulmones rancios lo necesitaban. O sea que se estaba haciendo viejo. Una pena más que añadir a las que nunca escaseaban…
Aquella misma noche y durante todo el día siguiente se prepararon los planes para ir en busca del equipaje real. La acción se llevaría a cabo al amanecer del tercer día. Sebastiani, por mandato de Bonaparte, se encargó de buscar la guardia más apropiada, los carros necesarios y los porteadores más fornidos, así como de establecer la estrategia para desarrollar la operación con rapidez, discreción y eficacia.
La guardia la formarían soldados marselleses de la escolta personal del rey, armados para el combate y con instrucciones precisas de salvaguardar el orden público y la mercancía, poniendo en prenda sus propias vidas. Los carros se sacarían de las cocheras reales, tirados por mulos de intendencia, y sus conductores serían soldados polacos experimentados y silenciosos. Los porteadores serían asimismo soldados marselleses del regimiento de Madrid, de artillería, por su hábito en mover la cañonería y otras piezas pesadas. Y todos debían estar dispuestos para el inicio de la operación a las siete en punto de la mañana. Él mismo, a caballo, abriría el desfile, flanqueado por uno de sus contables y su ayudante de campo, el capitán Luccini; y seguidos por dos ingenieros militares expertos en edificaciones de defensa y en descubrimiento de alojamientos ocultos.
El plan debía seguirse con la precisión de un rito masónico para que obtuviese su fruto: a las ocho se pondría en marcha el cortejo siguiendo la calle Mayor, la Puerta del Sol, la Carrera de San Jerónimo y la calle del Príncipe hasta la del Prado, girando a la izquierda para llegar hasta la del Lobo; antes de las nueve quedaría cerrada al paso y sellada la calle elegida, con la guardia apostada en sus extremos y cubriendo toda su longitud; a continuación los ingenieros iniciarían la inspección casa por casa hasta encontrar el escondite del equipaje y, una vez descubierto, se iría extrayendo y cargando en los carros con orden, disciplina y meticulosidad. Finalmente la caravana regresaría a Palacio, siguiendo el mismo itinerario del viaje de ida, para poner a los pies de su majestad los bienes que le correspondían.
Así las cosas, no era descabellado calcular las primeras horas de la tarde como momento de quedar cumplido el designio real. Así lo pensó Sebastiani y así se lo informó al rey.
—Bien, mariscal —aceptó Bonaparte. Y añadió—: Procura que el servicio cause los menos estragos posibles y, dentro de lo que sea factible, que la misión concluya sin incidentes.
—Será como vos decís, majestad.
—Pero si es necesario herir, hiere —añadió Bonaparte, tajante—. Y si es preciso matar, mata.