6

Ezequiel y Sartenes se habían refugiado en la habitación de Teresa para poder hablar en privado. El niño dormía, después de una mala noche en la que no había hecho otra cosa que llorar, y Teresa, al fin, podía reposar sentada en la cama mientras ellos permanecían junto a la ventana. Por eso les pidió que hablasen lo más bajo que pudieran, no fuese a ser que el pequeño Manuel despertase de nuevo y a ella no le quedase otro recurso que acompañarle en el llanto.

—Creo que esto se nos está empezando a ir de las manos… —susurró el maestro.

—Ya lo veo —aceptó Teresa—. Porque, ¿se puede saber qué hacen todos esos ahí fuera?

Sartenes miró a la puerta, en la dirección que señalaba la mujer con la mano. En efecto, al otro lado, en la sala, el judío Gabriel estaba rodeado de sus seis amigos y no se dejaban hablar los unos a los otros, montando sus palabras unas sobre otras como naipes en una partida de descartes.

—Le confiamos a Gabriel la razón de nuestra presencia en Madrid y él…

—¿Cómo dices? —se escandalizó Teresa—. ¿Que le habéis confiado qué…?

—Tranquilízate, mujer —Ezequiel le rogó silencio con las palmas de las manos—. Sartenes y yo decidimos que solos no podíamos hacerlo, que Gabriel era de confianza y que…

—¿Y a mí? ¿Cuándo pensabais consultármelo a mí?

—En tu estado… —se excusó Sartenes y miró al bebé.

—Pero…, ¡no lo entiendo! —Teresa se recostó en la cama, indignada—. Si el capitán estuviese aquí no os hubierais atrevido a…

—No es eso, Teresa. —El maestro se acercó hasta ella y puso una mano en su antebrazo—. En ningún momento hemos prescindido de ti. Pero estabas demasiado ocupada para aumentar tus preocupaciones. De todos modos te aseguro que Gabriel no sabe por nosotros nada que no supiera ya. Al decirle que teníamos una misión de la Junta Central, consistente en buscar unos documentos importantes de nuestro señor el rey don Fernando, él mismo dijo que ya se lo figuraba y que lo que queremos está en Madrid. Dice que no sabe más, ni la calle, ni el lugar exacto; pero no le creemos. Ese judío es muy listo…

—¿Muy listo? —Teresa no daba crédito a la ingenuidad del maestro—. ¡Desde luego! Porque, ¿me quieres explicar qué hacen todos esos ahí, como bucaneros a la espera de repartirse el botín?

—Dicen que son españoles patriotas y que desean ayudarnos… —terció Sartenes.

—¿Judíos patriotas? —rió forzadamente Teresa—. ¿En dónde has visto tú unos judíos que tengan otra patria distinta que el dinero?

—¡Estos, Teresa! —afirmó severo Ezequiel—. ¡Y otros muchos también…! Déjalos y lo demostrarán.

Quedaron en silencio, mirándose unos a otros, con el deseo de recobrar la serenidad porque comprendían que entre ellos no debía caber la disputa. Ezequiel mostraba aplomo en su expresión, Teresa incredulidad y Sartenes confianza en que nada pudiera romper el afecto que los unía a los tres. El niño dormía entre aquel bisbiseo cercano y el murmullo de voces que crecía al otro lado de la puerta. Ezequiel miró en aquella dirección y volvió a afirmar con la cabeza.

—Pero, aun así, creo que se nos empieza a ir de las manos.

—El capitán… —musitó Teresa—. Cuánto daría porque estuviese aquí el capitán.

—Todos, Teresa —aceptó Ezequiel—. Todos le necesitamos…

Cuando el maestro y Sartenes entraron en la sala, los judíos guardaron un respetuoso silencio mientras les seguían con la mirada. Y cuando apareció Teresa en el quicio de la puerta, con el pelo recogido en un moño alto, las mangas remangadas y una cinta al cuello de la que colgaba unas tijeras, todos se pusieron de pie y le ofrecieron el mejor asiento. Teresa, sin inmutarse, lo tomó y sin alterar el rictus de seriedad, lo que la convertía en una mujer hierática y desafiante, repasó con los ojos uno a uno, deteniéndose en cada uno de ellos hasta que apartasen la vista, intimidados. Luego carraspeó, impasible, y se volvió hacia el maestro.

—Habla, Ezequiel.

El maestro se removió en la silla y se acarició la garganta, pensando en cómo empezar. La expectación que causaba no le menguó el ánimo, ni el peso de tantos ojos doblegó su espalda. Pero meditó qué podía decirles y cuánto podía confiar en ellos y optó por ser cauto.

—Os agradezco a todos vuestros deseos de participar en una acción tan arriesgada al servicio de su majestad el rey don Fernando, sobre todo a ti, Gabriel, buen amigo, tan presto a poner la vida en tan noble causa. Desconozco lo que has podido decir a tus amigos y qué les ha llevado a correr este alto riesgo, pero os aseguro que la causa merece la pena.

—Pero ¿de qué se trata exactamente? —quiso saber Ismael.

—Porque si se trata de un asesinato, nosotros, señor… —anunció otro, llamado Benjamín.

—Depende, depende… —cabeceó David—. Hay muertes y muertes…

—¡No! —se alzó una voz—. ¡Una muerte nunca!

—¿Cómo que no? —otra voz interrumpió el diálogo y a partir de entonces no se pudo entender nada. Todos los judíos querían expresar hasta dónde llegaban los límites de su patriotismo y, por lo que parecía, reproducían la discusión que les había ocupado en la sala durante horas.

—¡Basta! —gritó Ezequiel, imponiendo su voz sobre las de los demás—. ¡No estamos aquí para pelearnos entre nosotros! El enemigo está ahí fuera, usurpando el trono de nuestro rey.

—Así es —le secundó Gabriel—. Pero mis amigos desearían saber…

—¡Sabes de sobra que no se trata de asesinar! —afirmó Ezequiel, enojado—. Pero si se tratase de matar, no sería asesinato sino legítima defensa, os lo recuerdo. Somos una nación invadida, señores; un país en guerra. Y en la guerra se debilitan las fuerzas enemigas, no se asesina. Pero calmaos, calmaos… —el maestro recobró el aliento—. Nuestra misión consiste en averiguar el paradero de unos documentos reales y llevarlos a lugar seguro. Ignoramos el contenido de ese material, pero tampoco debe importarnos porque, aunque lo recuperemos, no nos corresponde a nosotros sino a nuestro rey. Lo que necesitamos es descubrir dónde se encuentra y, cuando lo sepamos, planear la ejecución de nuestros objetivos y cumplirlos. Así es que hay dos asuntos esenciales: que encontremos los documentos y que corramos los menores riesgos posibles para recuperarlos.

—Pues tú dirás —se removió satisfecho Gabriel en su asiento, deseoso de entrar en acción.

—Os avisaremos cuando llegue el día. Por ahora, nada más. Y, de todo esto, ni una palabra a nadie, ¿entendido?

—Entendido —afirmaron todos.

Aquella misma tarde Ezequiel y Sartenes entraron como dos afligidos pecadores en la iglesia de San Sebastián y permanecieron al fondo de la nave central rezando devotamente hasta que nadie más quedó en la capilla. Sartenes llevaba disimulado un punzón de pequeñas dimensiones y un martillo de regular tamaño, sujeto a la faja como era costumbre entre los oficiales pedreros. Los cuchillos de sol que entraban por los ventanales de la iglesia que daban a la calle de los Vientos, así como los que se dejaban caer desde los altos de la torre, componían sobre el sagrario y el cáliz posado en el altar un mosaico refulgente que cegaba, agrandando la magia del sagrado lugar. Sartenes, atemorizado, se santiguó varias veces para ahuyentar el pecado de profanación que se disponían a realizar. Ezequiel, más decidido, apresuró a su compañero para bajar a la cripta mientras no hubiera testigos. Alguien tosió tras una puerta, que quizá diese a la sacristía, lo que les paralizó un instante. Sin duda se trataba de un fraile con males de pecho o el anciano párroco de la iglesia, dormitando a aquella hora del descanso tras la comida. Quedaron unos momentos en suspenso, por ver si se repetían las toses o quienquiera que fuera se aproximase, pero nada oyeron y de inmediato continuaron su camino.

Sartenes entregó el punzón y el martillo al maestro y, siguiendo sus instrucciones, se quedó junto a la escalera para dar aviso si surgía algún contratiempo. Temblaba, pero el miedo que se agarró a sus piernas no le permitió salir huyendo ni el que se quedó en sus labios representaba otra cosa distinta a que estuviese rezando. Sobre el coro refulgía ahora una gran espada de sol y devolvía su luz de oro, oscureciendo las velas encendidas junto al altar. Sartenes se volvió a santiguar y encomendó su alma al Sagrado Corazón de Jesús alzado sobre una peana junto a él.

El maestro Ezequiel se alumbró con las velas que permanecían encendidas en la cripta hasta llegar junto al nicho mortuorio donde estaba enterrado el Fénix de los Ingenios. Luego acercó un candelabro de tres velas prendidas hasta el azulejo escrito con el título de Fuenteovejuna y lo dejó en reposo en el suelo, de tal modo que llegase hasta él suficiente luz. Golpeó un par de veces el ladrillo para comprobar si se movía y, al verlo firme, miró hacia atrás, como asegurándose de que nadie oiría los golpes. Fijó el punzón en uno de los vértices de su juntura y entonces, con el martillo, golpeó el puntal suave y repetidamente hasta que cedió. No fue difícil. El fondo estaba hueco, por lo que a buen seguro contenía una cámara de aire que podía albergar cualquier cosa, como había previsto. Ezequiel sintió la emoción recorrerle las tripas y la espalda, un frío desconocido pero muy agradable que le hizo detenerse como si necesitara creer en la suerte que le acompañaba. Sonrió para sí y volvió a mirar en dirección a la escalera. Nada se oía. Por eso, a continuación fue astillando el yeso de la sujeción a lo largo de los cuatro lados del azulejo hasta que quedó libre.

Con esmero cuidó de que no cayera ni se quebrase. Lo extrajo haciendo palanca con el mismo punzón y, tal y como deseaba, tras él encontró un papiro doblado en cuatro partes sin rastros de humedad ni amarilleo, lo que demostraba que no hacía mucho tiempo que había sido escondido allí.

Con un temblor visible en las manos desdobló el papel y lo leyó. En él había escritas cuatro palabras, sin duda una dirección: Calle del Lobo, dos. Ezequiel se guardó el papel en la faja, colocó de nuevo el azulejo en su sitio y, confiando en que se sujetase por sí mismo el tiempo necesario para huir, apagó las velas del candelabro con un soplido prolongado y corrió escaleras arriba.

—¡Andando! —dijo a Sartenes sin detenerse—. ¡Salgamos de aquí cuanto antes!

—¿Ya? —preguntó su amigo—. Pero…

—¡Corre y calla!

Sartenes vio salir al maestro apresurado, como si le persiguiese un espectro, y se santiguó otras tres veces con una rodilla doblada antes de seguir su estela. Luego se encontró en la calle con la luz del día y la espalda de su amigo, calle de las Huertas abajo, cerca ya de la confluencia con la calle del Príncipe.

—¡Eh, maestro! —gritó—. ¡Espera! ¡Espera! ¡Creo que en la cripta…!

Ezequiel se paró en medio de la calle y se volvió con la cara envuelta en un enojo aterrador. Sartenes, que corría en pos, se detuvo al contemplar semejante rostro agriado y luego caminó despacio hasta él, aproximándose precavidamente.

—¿Te ocurre algo, maestro? —titubeó.

—¿Por qué no gritas más, zopenco? ¿Eh? —se cuadró con los brazos en jarras—. ¿Por qué no lo haces público en un bando? ¿Quieres decirle a todo el mundo que somos unos profanadores de tumbas? ¡Pues adelante, no te cohíbas!

—Yo… —se excusó Sartenes, avergonzado.

—¿Quieres gritarlo, eh? ¿Quieres?

—No… —Sartenes se amedrentó, ruborizado—. Yo…, en realidad sólo quería avisarte de que… No sé: me parece que te has dejado el martillo y el punzón en la cripta…

Ezequiel se buscó sorprendido en la faja y en las manos y luego miró a las de Sartenes. Sacudió con rabia la cabeza.

—¿No te las di al salir?

—No…

—Vamos, alejémonos de aquí cuantos antes… —ordenó.

Calle abajo, por la del Prado, cruzaron la del Lobo, la del Baño, la del León, la de Santa Catalina y la de San Agustín antes de detenerse a reposar. Ezequiel estaba enfurecido consigo mismo por el descuido y Sartenes, entre tanto, lo miraba con las cejas arqueadas y las manos escondidas en los bolsillos, alzados los hombros, sin decir palabra. El maestro sacó el papel doblado de la faja y volvió a leerlo: Calle del Lobo, dos. Y se lo dio a Sartenes.

—Ya tenemos la dirección que buscábamos. —Ezequiel palmeó la espalda de Sartenes, sin sonreír—. Lo más seguro es que hayamos dado con el paradero del secreto real y espero que ahora carezca de importancia el descubrimiento del punzón y el martillo. Sabrán que hemos sustraído algo, pero nadie tendrá idea de qué se trata. Así es que lo mejor es deshacerse de este papel. ¿Te importa comértelo?

—Quiá —respondió Sartenes, y lo masticó despacio hasta engullirlo por completo.

Al día siguiente Ezequiel ordenó a Gabriel llamar a la partida de los judíos e hizo que Teresa presidiera la reunión. A todos ellos se les veía ilusionados, predispuestos a lo que se les pidiera, sin objeciones. Parlanchines y de un humor excelente. Inquietos.

Cuando, tras varias peticiones de Sartenes y de Ezequiel, finalmente se callaron dispuestos a escuchar, el maestro les habló:

—Necesitaremos dos carretas tiradas por mulas de carga.

—Mejor tres —señaló Sartenes.

—Sí, quizá tengas razón —aceptó Ezequiel—. Tres.

—Pero ¿tantos documentos son? —se extrañó Ismael.

—Muchos, sí —zanjó la cuestión el maestro, sin más explicaciones—. Y también será preciso contar con un lugar discreto a las afueras de la ciudad para trasladarlos hasta que se decida su paradero definitivo. Una casa, o un granero…, no sé. Pero en todo caso una estancia que pase lo más inadvertida posible. Lo que se pueda conseguir.

—Yo dispongo de un pequeño molino en el camino de Aranjuez —se apresuró a ofrecer Jeremías, un pelirrojo de edad avanzada, grueso de cara, abultado de abdomen y con unos ojos pequeños y vivos, curiosos—. A veces guardaba allí algunos tejidos, ¿os acordáis? —preguntó a los demás.

—Y cómo no, viejo avaro —rió Gabriel—. Bien que los escondías hasta que subían los precios…

—Eran otros tiempos… —cabeceó exagerando su pesadumbre el comerciante—. Ahora gano lo justo para mantener a mi familia…

—Está bien, utilizaremos tu molino. —Ezequiel se volvió hacia Teresa hasta obtener su consentimiento, a lo que accedió con un ligero movimiento de cabeza mientras cerraba los ojos—. ¿Y los carros?

—No habrá dificultades —aseguró Gabriel, señalando con la barbilla a Marcos, un joven moreno con lentes sin montura ni patillas, de nariz curvada y labios finos que no sonreían nunca—. ¿Verdad?

—Dispongo de cinco carros en magnífico estado —confirmó Marcos, sin apenas mover los labios—. Pero no encuentro entre vosotros carreteros capaces de dominar a los tiros: mis mulas son tan fuertes como atravesadas.

—Sartenes y yo lo haremos —afirmó Ezequiel.

—La tercera la llevaré yo —habló por primera vez Teresa, y todos se volvieron con sorpresa al oír su voz. La mujer, extrañada por los rostros de asombro de los allí reunidos, se incorporó despacio en su silla y preguntó desafiante—: ¿Alguien duda de que soy capaz de hacerlo?

Nadie contestó. Teresa, tras esperar unos segundos a que se liberasen de la impresión, volvió a recostarse en la silla. Ezequiel, conteniendo una sonrisa, carraspeó antes de concluir:

—Sea. Tenemos carros, carreteros y un destino al que transportar la mercancía. Sólo os ruego que lo tengáis todo dispuesto para dentro de tres días. En ese tiempo Gabriel os informará de lo que sea menester. Y os recuerdo que sólo la máxima discreción permitirá llevar a cabo esta misión sin riesgos ni contratiempos. Cualquier imprudencia o confidencia, por leve que se os antoje, incluso cualquier murmuración a destiempo, dará con todos nosotros en la cárcel, y probablemente en el patíbulo. Tenedlo muy presente. Ahora salid con cautela y no volváis por esta casa salvo que os reclame Gabriel. Muchas gracias, amigos.

Los judíos, emocionados como si se dispusieran a iniciar un viaje de placer largamente deseado, se congregaron en un racimo de felicitaciones y parabienes, y sin dejar de intercambiarse gestos de contento y palabras de buena fortuna salieron en tropel de la casa sin disimulo, para desesperación de Ezequiel, que temía que tanta algarabía despertase sospecha si se topaban con la guardia, y regocijo de Sartenes, que los veía partir recordando emocionado el alboroto de los presos cuando aquella mañana del 2 de mayo, hacía casi dos años ya, salió con sus compañeros de la cárcel de Casa y Corte para enseñar a los franceses de qué materiales están construidos los anhelos de libertad.

Era día de nevada en Madrid, terminando febrero. A pesar del lodazal en que estaban convertidas las calles, Ezequiel y Sartenes habían llegado hasta la calle del Lobo y se quedaron parados ante la casa número 2. Ezequiel se acarició la mandíbula repetidas veces, sumido en cavilaciones fáciles de imaginar. Sartenes, a su lado, con las manos resguardadas bajo los brazos y golpeando el suelo con los pies, por ver si entraban en calor, parecía distraído e impaciente contando las ventanas del edificio y repasando sus desconchones y grietas, de tan alto como miraba. Y en ocasiones daba dos pasos atrás y otros dos hacia delante, como si desease iniciar cuanto antes el camino de regreso al cobijo resguardado de la casa o estuviese a punto de entumecérsele el cuerpo por el frío y necesitase agitarlo.

—No lo sé —musitó finalmente Ezequiel.

—¿Qué es lo que no sabes? —se interesó Sartenes, dando dos nuevos pisotones fuertes al suelo.

—En dónde pueda estar. —El maestro señaló con la barbilla el edificio—. Es lo único que nos falta, y no sé cómo descubrirlo.

—A saber… —se desentendió Sartenes.

Ezequiel giró la cara hacia él y lo miró irritado. Su compañero resoplaba y se frotaba los costados, como si estuviese al borde de la congelación, despreocupado, y daba saltitos de vez en cuando; y al maestro le indignó que no pareciera estar dispuesto a usar la sesera salvo para decidir qué patata se llevaría antes a la boca, sentado ante un buen guiso.

—¿Es que habré de hacerlo yo todo? ¡Sartenes, por lo que más quieras! ¡Piensa un poco!

—Es que yo, maestro, para esas cosas…

—¡Pues bien que adivinaste lo de la sepultura de Lope! ¡Si te diese la gana de ayudar un poco!

—No, si pensar ya pienso, ya…

Ezequiel lo crucificó con la mirada. No sabía si el truhán se burlaba o se evadía del esfuerzo por pura vagancia. Sartenes, comprendiendo la furia que brotaba de aquellos ojos airados, apartó la cara y se puso a mirar para otro lado, a la espera de que pasase el frente del huracán; pero como al volver a mirar al maestro continuaba inalterable su expresión colérica, hiriéndolo con su violencia y enojo, se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros intimidado y resopló un par de veces antes de decir:

—Que digo yo que tratándose de cosa de peso, no va a estar en las alturas, en el caso de estar ahí adentro…

Ezequiel no aflojaba la tensión de la ira que escupían sus pupilas, incendiada por la exasperación.

—O sea, que bien visto, el oro, la plata y todas esas zarandajas estarán abajo…

Ezequiel, sorprendido al oír aquello, se volvió hacia la casa y midió mentalmente la distancia entre el portón y el final de la fachada de la finca. La suficiente para albergar una estancia. Al instante olvidó su irritación y puso su mano sobre el hombro de Sartenes, que inició un movimiento de encogimiento al verla llegar hasta él.

—¿Lo ves, Sartenes? ¡Cuando piensas eres un genio! ¡Está abajo, enfrente de ti! ¡Ahí lo tienes!

—¿En dónde?

—¡Pues ahí! ¡Bien claro está! ¿Acaso no es esta la casa número 2 de la calle del Lobo? ¡Míralo! ¡Ahí está escrito!

—Puede… —Sartenes giró la cara y se puso a mirar otra vez a la lejanía, visiblemente azorado.

—¿Cómo que puede?

—Es que…, es que… yo no sé leer, maestro…

Ezequiel se quedó estupefacto y de repente le invadió una ternura tan enorme como el sentimiento de culpa por haber forzado de tal modo la indefensión de aquel buen hombre que, desde que lo conocía, nunca le había confesado algo así. Y comprendió que no lo había hecho porque le avergonzaba reconocerlo. Los ojos del maestro se derramaban en un afecto humedecido por la compasión mientras permanecían fijos en Sartenes, que ahora deseaba quitarse de encima esa mirada de piedad como antes quería arrancarse la huracanada, tan pesada la una como la otra.

—No sé, no… Nunca me enseñaron… —se excusó Sartenes sin necesitarlo.

—Pero…, ¿por qué no me lo dijiste nunca? —Ezequiel le abrazó con la ternura que lo haría con un niño desvalido—. Perdóname, perdóname… No sabía… Pero si me lo hubieras dicho, o me hubiese dado cuenta…, yo mismo te habría enseñado. Hemos tenido tanto tiempo…

—Bueno…, creí que lo sabías, maestro.

—No. Ni lo imaginaba… —Ezequiel se apartó de él—. Pero, eso sí, te prometo que esto lo vamos a remediar muy pronto. Ya verás lo fácil que será aprender, ya verás…

Sartenes aceptó las palabras del maestro sin sonreír, acompañándose de un movimiento afirmativo con la cabeza. Y luego dijo con un hilo de voz:

—Pero con lo bruto que soy…

Ezequiel sonrió abiertamente y le palmeó la espalda.

—¿Bruto? Vamos, hombre. ¡No conozco a nadie más listo que tú! En un abrir y cerrar de ojos te has dado cuenta de que el equipaje del rey no puede estar en una planta alta, sino abajo, en el suelo, quizás a la entrada o en un sótano. ¿Ves? Es algo que a mí no se me había ocurrido. El genio eres tú.

—Bueno, yo… —sonrió, fingiendo ahora desdén, como apartando de él todo el relumbre de la importancia para que el envanecimiento resaltara más.

—Vamos —ordenó Ezequiel—, alejémonos un poco.

Los dos hombres retrocedieron un paso, adoptaron una actitud exagerada de disimulo y caminaron despacio hasta la calle del Prado, sin mirar a nadie para pasar por completo inadvertidos. Desde el final de la calle se aproximaba la ronda. No era cuestión de levantar sospechas y verse obligados a dar explicaciones de qué hacían allí, ni mucho menos justificarse sobre quiénes eran, cuál su oficio y de qué naturaleza su filiación y registro.

—Tenemos que entrar ahí para ver qué descubrimos —susurró Ezequiel—. Pero volveremos esta noche, Sartenes. A la luz del día todos los pecados son delito.

Como ladronzuelos de lance o garduños de ventaja, al amparo de capas anchas y alumbrados a la luz de un farol, encogidos y en alerta, las siluetas espectrales de Ezequiel, Sartenes y Gabriel se deslizaron por las calles confundiéndose con las otras sombras de la noche. El último tramo hasta la casa lo anduvieron pegados a las paredes de las fachadas, con la cabeza vuelta hacia atrás y el estómago invadido por torrenteras de ruidos o por un enjambre de avispas. Los pasos medidos, sobre la nieve sucia, eran sordos como la ciudad, que permanecía muda, espantosamente silenciosa. Ahora no nevaba, pero el mutismo del aire y la blancura del cielo predecían una nueva cellisca. Los tres hombres avanzaron despacio entre sentimientos de temor y de impaciencia, mordidos por la curiosidad y el deseo de huida, un laberinto de sensaciones del que no lograban desembarazarse. La luz de las farolas de algunas calles les aterrorizaba, eludiéndola como rufianes perseguidos, y el eco de un quejido, un llanto infantil o un ataque de tos tras una ventana les sobresaltaba hasta cortarles la respiración. Aquellos bravos soldados se habían convertido, en el atlas enrevesado de la ciudad, en inseguros colegiales empujándose para culminar una travesura nocturna.

No era noche de ronda. Por las callejuelas desiertas de Madrid no encontraron ningún obstáculo que los importunara. El frío se dejaba sentir dolorosamente en las orejas, pero ninguno de los tres trató de evitarlo salvo arremangándose la capa en torno al cuello. Eran horas de medianoche suspendidas en la nada, sin gatos en celo ni aleteo de murciélago sobre los tejados. Noche de quietud extrema como si el mundo se hubiese detenido para que ellos pudiesen desentrañar su enigma.

Se detuvieron frente a la casa número 2 de la calle del Lobo y permanecieron allí inmóviles, calculando el siguiente paso, observando la puerta, imaginando la violación de su cerradura. Ezequiel preguntó con las cejas a Sartenes cómo resolvería el impedimento de la puerta cerrada y Sartenes apretó los labios como pidiendo excusas por no entender lo que le pedía. Gabriel, viéndolos dialogar por gestos, les preguntó con un movimiento de la cabeza a qué esperaban y el maestro, señalando a Sartenes, trató de indicarle que el experto en abrir puertas era él. Pero Gabriel, sin comprender nada de lo que decía, se encogió de hombros, cruzó la calle, puso sus manos sobre la puerta y la empujó sin esfuerzo, abriéndola con un leve quejido de goznes heridos que no alteró en absoluto el sosiego del mundo.

—Estas puertas están siempre abiertas —susurró al oído del maestro cuando cruzó la calle corriendo y se resguardó de la intemperie en las sombras del portal—. Estamos en Madrid…

—Las suponía atrancadas —se excusó Ezequiel.

Gabriel abrió las manos, como excusándose por haber demostrado lo contrario, y esperó a que tomase la siguiente iniciativa. Ezequiel se alumbró con el farol, llevándolo a lo alto, y recorrió los límites del zaguán y el camino de la galería. Al frente se iniciaban unos tramos de escaleras que conducían a las distintas plantas del edificio. A la derecha, un arco que se sostenía en gruesas vigas daba paso a lo que debió de ser alguna vez el establo, en donde sólo había ahora unas balas de paja y herramientas herrumbrosas amontonadas en un rincón. Ya la izquierda, una pared corrida y encalada en alguno de sus tramos se mostraba ahora descuidada, desconchada y leprosa. No se veía ninguna puerta de acceso.

—Ahí detrás hay una estancia —señaló Sartenes—. El tramo de fachada que queda a la izquierda, hasta la casa contigua, indica que debe de tener, por lo menos, doce pasos de ancha.

—No hay entrada —indicó Ezequiel, tras recorrer la pared alumbrado por el farol.

—Miremos ahí dentro —Sartenes le arrebató el candil y se adentró por la galería.

—Voy contigo —dijo el maestro. Y luego, volviéndose hacia Gabriel, ordenó—: Tú quédate aquí, vigilando. Si viene alguien o se aproxima la ronda corres a avisarnos.

—¿No querrás dejarme al margen de todo esto, verdad? —preguntó el hombre, amoscado.

—También —afirmó Ezequiel, sin dar ninguna inflexión a su voz.

—Entonces, de acuerdo —se conformó el judío.

—Pues vamos.

Sartenes avanzó seguido por el maestro, rompiendo la oscuridad con el mecido farolillo que oscilaba en su mano alzada como la lámpara de un barco a merced del oleaje. La pared se acababa sin nada que ofrecer y al fondo, junto al lugar donde empezaban los peldaños de la escalera y su hueco, sólo estaba la puerta de entrada a lo que sería, sin duda, una vivienda situada en los bajos del edificio. Allí no había indicio de lo que andaban buscando. Ni siquiera era posible entrar en aquella estancia habitada para husmear sus límites, mucho menos en la medianoche. Coincidieron, con los ojos, en que allí no quedaba nada por hacer y que había llegado el momento de poner fin a la aventura. Con el fracaso cargado sobre las espaldas.

Sin embargo, al regresar a la entrada del zaguán para reunirse con Gabriel y darle cuenta de que era hora de regresar a casa, se encontraron al judío arrodillado, doblado sobre la pared y esparciendo golpes leves por la superficie encalada que se elevaba hasta el techo. Su postura atravesada y postrada resultaba cómica, pero su seriedad era de médico y su concentración de relojero. Ezequiel y Sartenes se sorprendieron al verlo así y acercaron la luz a su cara. El judío les pidió calma con la palma de la mano, moviéndola de arriba abajo, sin mirarlos, y continuó la exploración. Y cuando terminó, poniéndose en pie, se sacudió el polvillo pegado a sus pantalones y se acercó a ellos, hasta pegar la boca a sus orejas.

—Aquí hay una puerta, oíd. —Y golpeando con la palma de la mano dos sitios distintos del tabique puso en evidencia que por una de sus partes sonaba a hueco—. ¿Lo oís?

Ezequiel alzó la mano y repitió la operación. Sartenes hizo lo mismo. Y después de reiterar la operación un par de veces más, Ezequiel indicó a sus acompañantes que salieran con él. Cerraron la hoja del portón tras ellos, se deslizaron junto a la fachada, alejándose de la casa, y doblaron la esquina. Después se detuvieron bajo la nevada que había empezado a caer de nuevo y respiraron hondo.

—Sea lo que sea, está ahí —dijo Ezequiel—. Pero no hay forma de forzar esa puerta y rescatarlo.

—Lo único que hay que hacer es descubrir el contorno de la puerta, bajo la cal, y derribarla, pero estoy de acuerdo en que de noche no es posible —aceptó Gabriel—. Acudiría la guardia de inmediato.

—Pues de día será todavía peor —negó el maestro con la cabeza—. ¿Os imagináis robando tal cantidad de mercancías ante las narices de todo el mundo?

—Si no hay otro remedio… —Gabriel alzó los hombros, desdeñoso.

—No —concluyó Ezequiel—. Tendremos que pensar en otra solución. Ahora alejémonos de aquí.

Subían despacio las escaleras de la casa, extremando el cuidado para no hacer ningún ruido ni despertar a tan altas horas de la madrugada a los vecinos, que parecían serpientes deslizándose por los peldaños, con la levedad de los fantasmas. Pero antes de llegar a la puerta, que habían dejado sin cerrar para no molestar a Teresa ni despabilar al niño a su regreso, se sobresaltaron: unos ruidos sordos, de reyerta, se oían dentro de la casa, al fondo. Ezequiel, Sartenes y Gabriel se quedaron paralizados y se miraron asustados por un instante, sin lograr identificar aquellos pleitos y resuellos. Pero el maestro, encorajinado por el ataque a la casa y en defensa de Teresa, invitó a sus amigos a que lo siguieran y entró raudo en la vivienda, armándose de un cuchillo de la cocina y abriendo de una patada la puerta de la habitación de Teresa, de donde provenía el alboroto.

Sartenes alumbró con el farolillo la estancia mientras sus compañeros entraban gritando; pero, al encontrarse con ellos también gritando del susto, sobresaltados por la brutal irrupción de los hombres y turbados de inmediato por el pudor de hallarse desnudos y pillados en tan incómoda situación, todos se quedaron paralizados y en suspenso, como estatuas, con la única música de fondo del llanto del niño que, por el estrépito, se había despertado.

—¡Capitán! —gritó Sartenes.

—¿Tú?, ¿Zamorano? —Ezequiel no podía creerlo.

—¿Y este quién es? —se oyó la voz de Gabriel al fondo, desconcertada.

El capitán relajó al momento la crispación de su cara, esbozó una gran sonrisa ante sus amigos, cubrió púdicamente el cuerpo de Teresa con la sábana y, fingiendo de nuevo seriedad, espetó:

—¡Pero, bueno! ¿Es que un hombre no puede abrazar a la mujer que ama sin ser molestado, después de tanto tiempo sin verla?