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—En efecto, majestad. En Madrid permanece escondido un tesoro.
La expresión de Sebastiani era grave; el tono, contundente; su suspiro final, de consternación. Parecía lamentar haberlo descubierto, y ello por muchas razones: a partir de entonces le supondría un nuevo e inesperado esfuerzo buscar, encontrar y rescatar esas riquezas para ponerlas al servicio del rey; implicaba que la administración real había pasado por alto, durante dos años, la existencia de un expolio tan considerable, con la impericia que ello delataba y la responsabilidad que acarreaba para él mismo; y finalmente ponía en evidencia la injusticia cometida con el ministro Ansorena, una indignidad que lo había conducido, o inducido, a la muerte. El mariscal Sebastiani se sentó extremadamente fatigado, abatido, ante el rey José y de repente pareció haber envejecido diez años.
A su declaración le siguió un largo silencio. En la gran sala real, adornada con grandes y hermosos tapices por las paredes, frescos policromados en los techos y mobiliario de esmerado refinamiento pensado para la belleza y la comodidad de sus visitantes, donde todo invitaba al recogimiento y al silencio, o en todo caso al hablar pausado, se podía oír su respiración agitada recobrándose poco a poco. El rey José lo observó detenidamente: no sabía si debía reprenderlo por haberse tomado la libertad de sentarse sin su permiso o pedirle disculpas por haber dudado de él, como antes lo había hecho de su ministro Ansorena. Pero de pronto decidió unirse al silencio de su edecán y se puso a pensar cómo hubiese actuado su hermano Napoleón en aquellas circunstancias. No lo supo con precisión, pero concluyó que lo único seguro era que el Emperador habría demostrado que, ante sus súbditos, un rey no se equivoca nunca y cualquier actitud que no fuese la firmeza sería inconcebible. Así pues se incorporó en su sillar, apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las palmas de sus manos y fijó los ojos en el mariscal. Aun así, tardó un buen rato en hablar, el necesario para que Sebastiani volviese a abrir los ojos y cerrase la boca, cesando en su boquear, que imitaba al de un pez que se asfixia.
—¿Un tesoro? ¿Es que… es que me estás hablando de un tesoro, mariscal? —Bonaparte no movió un músculo de la cara pero su mirada se había encendido como un faro en la noche—. ¡No me lo puedo creer! ¡Mi hermano acaba de dictar los decretos por los que proclama independientes de mi administración a las provincias al norte del Ebro y tú vienes aquí a hablarme de un vulgar tesoro! ¿Es que no te das cuenta de lo que eso significa, Sebastiani?
—Claro que lo entiendo, majestad…
—¡No! —Ahora sí que se crisparon todos los músculos de su cara y gritó furioso—. ¡Ninguno entendéis nada! —El rey dio una palmada sobre el escritorio y algunos papeles quedaron desordenados y confusos, como se alborotaron los pensamientos del mariscal—. ¡Me he quejado ante él y ni siquiera ha respondido a mi correo! ¡El Emperador está convirtiendo mi reino en un juego de quita y pon!
—Tan sólo se trata de un nuevo ordenamiento territorial militar, majestad. —El mariscal pretendió tranquilizar al monarca—. Sólo es eso. En mi opinión, señor, no deberíais preocuparos por ello. De esta manera…
—¡De esta manera media España será francesa, mariscal! ¡Casi todo Aragón, Cataluña, Navarra…! —El rey apoyó la frente en su mano y respiró profundamente—. Esto es inaceptable, Sebastiani… Francia crece mientras mi reino se queda en los huesos. Maldito Napoleón… Lo ha decidido y ni siquiera me ha consultado… Creo que debí darle una buena paliza mientras aún éramos pequeños…
Bonaparte cerró los ojos y volvió a inspirar hondo. Tenía que haberlo previsto y contar con ello porque comprendía que, a la vista de lo que estaba sucediendo en España, no quedaba más remedio que aceptar que su hermano había actuado correctamente, que lo había hecho bien: lo más probable era que él, en su caso, hubiese tomado la misma decisión. Tarragona y Gerona seguían resistiendo, como la ciudad de Zaragoza. Si él no había sido capaz de doblegar a los españoles, era comprensible que otro tomase la iniciativa. Y en el fondo, por qué no reconocerlo, le hacía un gran favor: buena parte de las arcas de la Corona se estaban dilapidando en asedios infructuosos, en ataques inútiles, en aprovisionamientos de tropas que se mostraban inoperantes frente a la terquedad de los españoles. Los somatenes catalanes se mostraban irreductibles y los ciudadanos aragoneses indomables.
—Pero fíjate bien, mariscal —el rey José le apuntó con el dedo—. Fíjate bien: el emperador actúa porque nosotros no lo hemos sabido hacer. Sois unos inútiles. ¡Todos! ¡He tenido que ponerme yo mismo al frente de los ejércitos para conquistar Andalucía!
—Una gran misión, majestad.
—¡Una misión pacificadora que me está dejando en la ruina! ¡Y todo para que ni siquiera hayamos sido capaces de culminarla con la rendición de Cádiz! ¡Qué desastre…!
—Será cuestión de semanas, majestad. Después…
—Después tendré que vender estos tapices a los belgas, a ver si logramos unas cuantas monedas para comer… ¿Y tú me vienes a hablar de un tesoro? Bien. —El rey cabeceó—. Háblame de ese tesoro…
Sebastiani cerró y abrió los párpados despacio, como para hacer visible su hartazgo por los continuos cambios de humor de quien no podía dejar de considerar un pelele, menospreciado hasta por su propio hermano. Contempló a José Bonaparte con curiosidad primero y desdén después y, al fin, volvió a cerrarlos. Respiró fatigado, se puso de pie e inclinó la cabeza con parsimonia teatral.
—Majestad: el otro día os informé de las carencias observadas en el inventario real y os solicité permiso para estudiar y averiguar las deficiencias contables. Una vez analizadas, os di razón de los pormenores de mi investigación y me concedisteis permiso para intentar encontrar un patrimonio que os pertenece como rey de España. Pues bien: vuestro patrimonio asciende a más de mil lingotes de oro, mil doscientos de plata, más de doscientos veinte millones de reales, setenta y nueve obras pictóricas, decenas de collares y brazaletes de oro, centenares de marcos de oro y plata, pulseras, broches de oro y brillantes…
—¡Basta, mariscal! —El rey José se levantó irritado y salió de detrás de su escritorio—. ¡Basta he dicho! ¡Te advertí que con nada vine a España y nada de eso es mío! ¡Si ese inventario es una trampa que me tendéis para corromperme, os advierto a quienes andéis detrás de esta conspiración que…!
—No lo entendéis, majestad —Sebastiani volvió a acompañarse de una reverencia exagerada—. Todo ello es propiedad privada del rey de España. Lo fue de don Fernando, antes de don Carlos y ahora os pertenece. Si lográsemos encontrarlo, naturalmente…
—Dudo de que el rey Carlos, si hubiese poseído esas riquezas, no las conservase todavía hoy —negó con la cabeza Bonaparte.
—Puede que sea así, majestad. Y puede que nunca perteneciesen a don Carlos y fuesen fruto de la rapiña de don Fernando en los días de su reinado. Pero en todo caso ahora son de vuestra pertenencia y se nos antoja de vital importancia recuperarlas.
—¿Se nos antoja? —El rey guiñó los ojos—. ¿A quiénes se os antoja?
—Lo he hablado con otros mariscales, majestad. Y con algunos miembros de vuestro gobierno. Y pensamos…
—¿Qué pensáis, Sebastiani?
—Nosotros pensamos… —titubeó el mariscal—, pensamos que si toda esa fortuna cayese en manos inapropiadas…
—No te entiendo.
—Sinceramente, majestad: con esos bienes los ingleses podrían instruir y armar a todos los españoles con el mejor armamento y, de ser así, vuestra permanencia en el trono se vería muy comprometida.
Bonaparte no necesitó oír más. Las palabras del mariscal expresaban con claridad los pensamientos que tantas veces habían cruzado por su cabeza y él, unas veces engañado y otras ensalzado, había desechado por obsesivas o erróneas. Pasar la vida rodeado de sabios hace olvidar que existen necios; pasarla rodeado de cristianos impide pensar que haya otras confesiones y muchos adeptos a ellas; vivir entre músicas hace olvidar el silencio; y rodearse de parabienes termina por confundir la realidad y por creer que siempre se actúa correctamente. Un rey no debería vivir en palacio, entre aplausos y felicitaciones. Encerrarse en una jaula con amigos permite desconocer que existen enemigos; pero no por ello desaparecen. Los gobernantes deberían embozarse la cara y salir por las calles del reino para escuchar las voces de su pueblo, que son las que gritan la única verdad. Y la única verdad de España era que si los españoles no lo asesinaban era porque no encontraban armas ni ocasión propicia para hacerlo.
Un rey es el menos libre de los ciudadanos de una nación. Y no porque carezca de libertad, sino porque no le dejan usarla o la que tiene es una libertad engañosa. Empieza su reinado dando muestras de comprensión, deseando usar el poder recibido para complacer a sus súbditos, buscando legislar con equidad para remediar las injusticias, proponiéndose satisfacer las demandas de quienes le llevaron a tan alta magistratura y le encomendaron administrar el Estado pensando en el bien común. Pero poco a poco se le amontonan los papeles sobre el escritorio, se le multiplican las visitas, se suceden los actos protocolarios y se le va reduciendo la toma de decisiones para que no le abrume el trabajo y, cuando quiere darse cuenta, la ley la hacen otros, las decisiones no son las deseadas y la libertad no puede usarse porque no hay horas donde disfrutarla.
El rey no cesa de leer y firmar decretos, cada uno de ellos avalado por un miembro de la corte que le felicita por la decisión que ha tomado, aun sabiendo los dos que ni uno lo ha dictado por el bien de los ciudadanos ni el otro ha tenido ocasión de comprobar si era realmente justa su promulgación. Pero allá donde va se prepara todo para que se le aplauda, se le felicite, se le idolatre. Nadie se atreve a decirle, como en el viejo cuento, que va desnudo; nadie levanta la voz para decir que es injusto, que su pueblo desconfía, que cada vez hay más súbditos que lo aborrecen. Y el rey, como sólo recibe pláceme, cumplidos y elogios, se acaba por convencer de que no hay gobernante como él y no existe mal que no erradique ni acción que no sea benéfica.
Los gobernantes dejan de ser útiles para el pueblo cuando confunden a los ciudadanos con los cortesanos y ministros; cuando la voz falsa de quienes cobran sus haberes gracias a él acalla la voz verdadera de los que sufren su gobierno. José Bonaparte empezaba a vivir encerrado en su palacio cada vez más convencido de que era respetado por el pueblo que lo tenía por su rey, desechando los pensamientos frecuentes, y a la postre fugaces, que le indicaban que tal vez vivía en el seno de una gran farsa, la escenificada por sus enriquecidos zalameros y aduladores, y que en realidad era sólo un rey títere en las manos lejanas de Napoleón y en las más cercanas de su Consejo.
No pudo soportarlo más. Abrió los ojos llenos de ira, se volvió hacia Sebastiani y murmuró algo que no le oyó, tal vez en italiano. Luego se pasó la mano por la cara, desolado, y caminando lentamente se dirigió al escritorio, se dejó caer en su sillar y, con un hilo de voz, pronunció unas palabras ahogadas por el abatimiento:
—Luego todos pensáis que soy un rey impuesto.
—Majestad…
—Pensáis que reino contra los españoles y que bastaría ponerles un arma en las manos para que se levantasen contra mí.
—Señor, yo no he dicho…
—Lo piensan mis mariscales, lo piensan mis ministros, lo piensan mis enemigos… ¿Quién no lo piensa, Sebastiani?
—Yo, majestad…
—Tú también, Sebastiani. Lo pensáis todos menos yo. Mucho hablar de la legitimidad de las Cortes de Bayona, del aprecio de mi pueblo, de la simpatía que despierto en la corte… ¡Me tenéis engañado! ¡Si por ellos fuera, los españoles no dejarían intacto ni un pedazo de mármol para sellar con una lápida mi sepultura! ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto daría por saber qué opina el Emperador de mí! Sólo las bayonetas francesas me sostienen en el trono. Márchate, Sebastiani. Apártate de mi vista. Ya no tengo en quién confiar…
—Os aseguro, majestad…
—¡Sal!
Sebastiani hizo una reverencia y se dirigió a las puertas de salida. Pero antes de cerrarlas tras de sí, volvió la cabeza y preguntó:
—¿Y con el patrimonio real perdido? ¿Qué hacemos con el patrimonio real, majestad?
Bonaparte levantó los ojos de la mesa, lo buscó en la distancia y silabeó:
—Recupéralo, mariscal; recupéralo. Convertiré el oro en balas de fusil para dar a los españoles una muerte digna.
Y una vez cerrada la puerta, ya solo en su despacho, añadió en un susurro:
—Y a ti también, Sebastiani. A ti también…