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La marquesa de Laguardia poseía una casa con tierras de labor y pinares que se perdían en el horizonte, campesinos a su servicio y rebaños de ovejas. El edificio, de dos plantas, era de piedra; y lo atendían una docena de empleados entre mayordomos, doncellas, cocineras, cocheros y guardeses. En el interior de aquel caserón no se sentía el frío en invierno ni el calor en verano y desde sus ventanales podían verse las extensiones de pinos y las laderas de las montañas de las sierras que la circundaban, como almenas.
Lo primero que vio Zamorano cuando se despertó al alba fue un gran manto verde formado por las copas de los árboles. Se levantó con gran esfuerzo de la cama y se llegó hasta el balcón para saber en dónde se encontraba. Descorrió el cortinaje, apartó las cortinas, abrió las hojas del ventanal y empujó las persianas de listas de madera barnizada. Y aquella inmensa mancha de pinares a sus pies, extendiéndose hasta donde se perdía la vista, le desconcertó aún más, dejándolo tan inquieto como puede pernoctar un fraile novicio en una casa de mujeres recogidas.
El aire gélido de la mañana, golpeándole la cara, le trajo vagos recuerdos de su salida de la prisión, de un viaje en coche cubierto y de un médico atendiéndole. Y de otro viaje más que realizó entre pesadillas y sobresaltos. Del resto, no recordaba nada. Había sido liberado del presidio, de eso se acordaba, pero no sabía a dónde había sido llevado. Tal vez estaría con su partida en algún escondite a las afueras de Madrid y pronto se reencontraría con Teresa, con Ezequiel y con el pobre Sartenes. Era lo más probable.
Más calmado, cerrando apresuradamente las hojas del ventanal para que la estancia no se enfriase más, volvió a la cama. Estaba exhausto. Le sorprendió no extrañar su barba descuidada y larga, su cabellera sobre los hombros ni los ropajes repugnantes que durante meses le habían cubierto las vergüenzas. Lo que le causó gran turbación fue sentir que tenía fiebre, que se encontraba con una debilidad desconocida para él, que le costaba un gran esfuerzo moverse y que le apetecía beber continuamente, incluso después de vaciar dos vasos de agua que se sirvió de la jarra que alguien había dejado en la mesilla de noche: una sed inextinguible, como nunca había sentido, ni siquiera en las largas jornadas de estancia en el monte ni en las horas previas a la batalla, cuando la garganta se seca y no queda saliva para tragar.
Debía de ser muy temprano: seguramente aún no habían dado las siete de la mañana. A lo lejos oyó el canto de un gallo, que de inmediato fue respondido por otro más cercano. Y luego unos pasos menudos, de mujer, por la tierra que rodeaba a la casa y que se introdujeron en la planta baja sin hacer ruido. Zamorano dobló la almohada, se recostó en ella y recorrió con los ojos nublados los enseres de la habitación y las vigas de madera del techo hasta que, sin darse cuenta, volvió a adormilarse.
Le despertó una doncella que entró en la estancia con una bandeja en las manos, portando frutas, panecillos, mantequilla y un gran vaso de leche que humeaba. Y tras ella Cayetana, con una sonrisa más luminosa que el nuevo día y apresurada para sentarse junto a él, en el borde de la cama, y tomarle una mano.
—Estás mucho mejor —dijo—. No hay nada más que verte la cara.
El capitán no tardó en reconocer a la mujer. Tampoco intentó disimular la sorpresa que le causaba su presencia. Se incorporó en el lecho, mientras colocaban ante él la bandeja del desayuno, y se la quedó mirando fijamente.
—¿Tú? —acertó de decir.
—Ya estás en casa… —exclamó Cayetana sin atender la sorpresa del capitán.
—¿En casa? —Zamorano se mostró incrédulo y desconcertado, sin lograr comprender a la mujer—. ¿En qué casa?
—No creas que ha sido fácil —continuó ella, ajena a su estupor—. Pero, ya lo ves: una vez conseguido que te dejasen libre, como te prometí, me ha parecido lo más conveniente que viniésemos aquí para que te recuperes lo antes posible de los malos tiempos que te han hecho pasar. Pobrecito. Debes de estar agotado.
Zamorano la observó con inquietud. Estaba en la casa de Cayetana en una habitación que no conocía y rodeado de un monte que no existía en Madrid, o al menos él nunca lo había visto. No era posible que junto a la casa de la marquesa se extendiesen aquellos pinares. Por eso, cada vez más turbado mientras la oía hablar, gritó:
—Pero ¿dónde estoy?
—En mi casa —replicó extrañada Cayetana.
—¡No es verdad! —Zamorano apartó la bandeja con brusquedad, derramando la leche y desordenando los panecillos; y, en vano, intentó levantarse.
—Calma, amor mío —quiso tranquilizarle ella mientras le impedía salir de la cama—. Estás en mi casa de campo, lejos de Madrid y de tus enemigos. ¿No recuerdas que la tarde de ayer hiciste un largo viaje acompañado por Terencio? Vamos, vamos…, tranquilízate. Ahora tienes que comer algo y descansar. El médico lo ha prescrito con mucha claridad…
El capitán notó que se mareaba al intentar salir tan bruscamente del lecho y volvió a tenderse, esforzándose para controlar el baile de su cabeza y cerrando los ojos para entender las razones de su presencia allí y, sobre todo, la de aquella mujer. Una mujer a la que hacía meses que no veía y a quien sólo recordaba gritando, insultándole y, quizá, reclamando su ejecución, aunque de esto último no estaba completamente seguro. Pero ¿por qué estuvo enfadada con él? No podía acordarse. Ni tampoco de qué misteriosa fuerza había obrado contra él en la sucesión de los acontecimientos para tener que estar ahora junto a ella en lugar de estar con Teresa, con quien se había prometido para… ¡Casarse! ¡Qué horror! ¡Él había prometido casarse con la marquesa! ¡Ahora, ahora lo recordaba! Abrió los ojos con desmesura, miró a aquella mujer y el terror se adueñó de su rostro.
—Tranquilo —repitió ella, acariciándole una mano—. Descansa, amor mío… Soy yo…
Sí, era ella, Cayetana. La mujer con la que había consentido casarse para ser liberado de presidio; así recordaba habérselo dicho al oficial de mando. Y ahora ella estaba allí, cobrándose la deuda.
Zamorano respiró hondo y se dejó caer en la almohada, desolado.
¿En dónde estaría Teresa? ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? ¿Qué estaría haciendo en Madrid?
¿Habría nacido ya su hijo?
Y sus hombres…, ¿en dónde estarían sus hombres…?
Ezequiel y Sartenes estaban sentados junto a la ventana de la sala, inmóviles, viendo crecer el día con la parsimonia con que se extiende una gotera después de una noche de tormenta. El rostro del maestro era grave y su ceño se había fruncido sobre su mirada preocupada. Sartenes, a su lado, permanecía callado, pero a cada instante afirmaba dos veces con la cabeza y se rascaba una parte de ella, ahora la coronilla, ahora el mentón, ahora el cogote, como si estuviera repasando una hazaña imposible o un plan carcelario de fuga. La puerta de la alcoba de Teresa estaba cerrada y los espaciados gemidos del bebé, incluso sus llantos intermitentes, resonaban apagados en la distancia. El judío Gabriel, en su cuarto, dormía aún.
—¿Y tú qué le has dicho? —preguntó de repente Sartenes, llevándose las uñas a la nuca.
Ezequiel no contestó. Lo miró y encogió los hombros, como si fuese obvia la respuesta. Sartenes volvió a afirmar dos veces con la cabeza y de nuevo se rascó el mentón. Hacía frío, pero no lo sentían. Es difícil sentir la caricia del sol en la cara cuando el corazón está siendo arrasado por un huracán. Al cabo, como para sí mismo, el maestro dijo:
—Creo que habrá que decir que sí…
Sartenes asintió, sin apartar los ojos del horizonte que contemplaba a través del ventanal.
—Al fin y a la postre, ya hay confianza…
—Claro —admitió Sartenes.
—Y es que es mucho tiempo de convivencia… —añadió el maestro.
—Y tanto…
—Entonces, ¿das tu aprobación?
A Sartenes le sorprendió la pregunta. No estaba acostumbrado a esa clase de deferencias. Se volvió a Ezequiel con los ojos arrugados y la cabeza ladeada.
—¿Mi aprobación? ¡Pero si no la necesitas! Sabes que yo, no estando el capitán, te sigo a ti, maestro. Bueno será lo que dispongas. Además, qué diablos, no se me da muy bien eso de tomar decisiones. Yo soy…, un romántico…
—Está bien —concluyó el maestro—. Entonces, de acuerdo: la propuesta es suya y, por lo tanto, no vamos a ocultarle por más tiempo lo que tramamos. Además creo que Gabriel se ha ganado nuestra confianza y lo que está claro es que nosotros solos no podemos hacerlo. Y, aunque no sea por otra cosa, lleva demasiado tiempo aquí y ya me ha insinuado varias veces que urdimos algo y que, sea lo que sea, quiere que le dejemos participar. No podemos permitir que vaya por ahí contando quiénes somos ni que se invente a qué hemos venido. Pronto nos convertiríamos en hombres sospechosos y peligrosos. O sea que, si te parece, le contamos el plan.
—¿Todo? —Sartenes se extrañó—. No sé… Tal vez, por ahora…
—Sí, sí, por supuesto —el maestro opinó lo mismo—. Sólo le contaremos que buscamos algo por encargo de su majestad. Al fin y al cabo él ya se está imaginando algo así; de lo contrario no nos hubiese dicho que contemos con él: está seguro de que lo hacemos por el rey y por España. Me ha preguntado en concreto si puede unirse a nosotros.
—Bien —Sartenes afirmó una vez más con la cabeza—. Hasta que vuelva el capitán hay que seguir y Gabriel nos puede ser de gran ayuda. Por cierto, ¿qué le vas a decir a Teresa?
—Pues que Gabriel se une a…
—¡No! —Sartenes movió la cabeza y se rascó la coronilla—. ¡De lo de casarte con ella!
—Ah, ya se lo he dicho… Que sí. Y que si no regresa antes Zamorano, nos casaremos en cuanto termine la misión que nos ha traído a Madrid. Pero no hay cuidado: estoy seguro de que el capitán volverá antes con nosotros y Teresa no me reclamará la palabra dada.
Sartenes sonrió con las cejas alzadas; y Ezequiel no supo interpretar si de ese modo alababa su ingenio o se mofaba de su ingenuidad. Nunca se sabía qué vientos movían las velas del bergantín desmañado del cerebro de aquel hombre que tantas veces se hacía el tonto con maestría de cardenal.
—Al fin y al cabo, Sartenes, no hay motivo para la extrañeza —se alzó de hombros el maestro—. El amor es como la luna, ya lo dicen los portugueses: si no crece, decrece. Pudiera ser que acabase olvidando al capitán y se enamorase de mí. Quién sabe…
Y Sartenes sonrió de nuevo antes de darle la espalda…
Al cobijo de las sombras húmedas del pinar, que se confundían con la hojarasca de los arenales, el capitán Zamorano jugaba con las agujas esparcidas a sus pies, separándolas y después quebrándolas, cuidando de no pincharse. El día iba apagándose despacio y a lomos de un viento suave del sur iban alejándose las nubes que habían ido levantando una tormenta que decidió finalmente estallar más al norte, lejos de sus pensamientos heridos. A espaldas de donde estaba sentado, ahora eclipsada por un manojo de troncos del pinar, quedaba la casa de Cayetana. Delante de él, en la pequeña vaguada que ondulaba el arenal hacia arriba, otro ejército de pinos impedía levantar un vuelo de miradas alejadas. Sólo el cielo, esquivando la estatura de los árboles, se mostraba a retazos azules en continuo movimiento, unas veces manchado de jirones blancos, otras cubierto por completo de nubes. Cuando caía una piña, el golpe sordo atraía por un momento su atención con la llamada torpe de un cepo al saltar. Y cuando dos golondrinas se perseguían, buscando pasar la noche juntas, su chillido le obligaba a levantar la cabeza. Durante el tiempo restante Zamorano sólo se miraba a sí mismo y se debatía entre consideraciones contradictorias.
Había recobrado las fuerzas para caminar, incluso para cabalgar, pero no encontraba las necesarias para negar de nuevo la palabra dada a la marquesa y romper por segunda vez el compromiso. Por su parte, Cayetana estaba disponiendo todo lo relacionado con la boda que iba a celebrar con meticuloso cuidado, elaborando la relación de invitados, confeccionando la lista de los manjares para el banquete nupcial y asegurándose las prendas que habrían de componer su ajuar. Y entre medias no hacía otra cosa que desvivirse para que Zamorano estuviese lo mejor posible, para que ningún cuidado le faltase ni echase de menos nada de lo que no tuviese allí, a su lado.
Pero ella no llegaba a comprender que algunas personas, como los gorriones enjaulados, mueren sin remedio cuando les falta la libertad, aunque tengan el plato rebosante de alpiste, el vaso colmado de agua, los barrotes sin suciedad y la luz del amanecer bañando puntual la jaula. No lo podía comprender porque ignoraba que su presencia no lo satisfacía todo, que su entrega y amor no bastaban para procurarle una felicidad completa. La marquesa de Laguardia estaba tan segura de su amor y tenía una voluntad tan generosa, y tan ingenua, que no concebía que, amando ella, no fuese correspondida de idéntica manera ni que, atendiendo a todos los detalles para que nada le faltase al capitán, hubiera algo fuera que pudiese tentarlo o distraer su atención. Se sentía feliz con lo que hacía y con cómo lo hacía y no dejaba ningún espacio en su felicidad para cobijar la menor sombra de duda con respecto a la indudable dicha del capitán. Era una mujer que, amando tanto, creía no necesitar un instante de su vida para preguntar a su amado si algo de lo que le daba le hastiaba o si algo de lo que le faltaba le llegaba a producir turbación. Si ella era hermosa, si estaba en la mejor edad, si no le faltaba fortuna propia ni tampoco ciencia para complacerle con su amor, y si todo ello se lo entregaba al capitán sin requerir otra cosa que ser amada, le resultaba imposible concebir otra realidad distinta a que, en efecto, él estaba enamorado de ella. Como nadie amó nunca. Porque era una mujer que lo merecía y así lo sentía en lo más profundo de su corazón.
Pero las nieves de enero no siempre aseguran grandes cosechas en mayo. Por la cordillera de pensamientos del capitán no cruzaban los ríos del amor hacia Cayetana sino los caminos serpenteantes que, dibujados como laberintos imposibles de resolver, le dirigían a alejarse de ella lo antes posible. El honor es una cualidad moral que conduce a cumplir el deber con uno mismo y con los demás y el honor de Zamorano exigía cumplir la palabra dada aunque para ello hubiese de torcer sus deseos, ofrendar la vida y traicionar su amor. Pero, aun estando dispuesto a todo ello para preservar su honorabilidad, había algo más importante que él mismo y que sus cualidades morales, fuesen las que fueran: su deber era con la patria, un cumplimiento ineludible que reclamaba cualquier sacrificio, incluida la ofrenda de la vida y del honor de sus servidores. Él era un soldado y su país estaba en guerra; él tenía una misión al servicio de su majestad el rey don Fernando y sólo él podía cumplirla para poner a recaudo el patrimonio real y, llegado el caso, administrarlo para cambiar el curso de la guerra.
No era cuestión de elegir entre su deber como hombre y su deber como soldado. Un hombre que no es soldado cuando la nación ha sido humillada por sus enemigos nunca más será digno de tener nombre ni filiación. Cayetana tenía que comprenderlo: si se lo explicaba así, si era sincero con ella, sin duda entendería que por encima de él, de ella y de ambos estaban los intereses de su majestad y la independencia de la patria, ahora en peligro. Ella era una aristócrata española: tenía que sentirse orgullosa de él. Debía estarlo.
Y luego, acabada la guerra, si no había entregado la vida en cumplimiento del deber, si conservaba la integridad de hombre sin menoscabo de sus atributos, sería el momento de hacer realidad el compromiso. Aunque sólo le restase un suspiro de vida se lo daría a ella. Ni como capitán de Granaderos ni como ciudadano Manuel Zamorano subastaría su honor. Le ofrecería su palabra en prenda y a buen seguro Cayetana confeccionaría con ella un sobretodo de esperanza y de confianza en él.
Y así, con ese ánimo, Zamorano se levantó del suelo, cruzó los pinares, desanduvo el camino de la casa y llegó hasta ella, en el preciso momento en que Cayetana recogía unas pequeñas flores de invierno que crecían en los parterres del porche para adornar la mesa de la cena. Cortaba los tallos con mimo e iba engrosando un ramo de varios colores, amarillo, rojo, blanco y rosa. Zamorano la vio desde lejos: el vestido de ligeros tejidos blancos, ceñido a la cintura, amplio de vuelo en la falda, escote de barco y mangas de farolillo sobre los hombros le componía una figura esbelta y deslumbrante, como la de un hada, esplendorosa por los pálidos rayos del sol mortecino que se escondía en el crepúsculo. Hermosa y femenina, como un boceto de ángel. Zamorano se detuvo un instante para verla mover sus ágiles manos y su cintura sobre el parterre, sin que descubriese su presencia. Y pensó que con aquella mujer se podría pasar la vida si se la llegase a amar.
—¿Quién de vosotros es el padre?
La inesperada pregunta del cura provocó un instante de desconcierto en todos ellos y un silencio expectante que nadie se atrevió a rasgar. Teresa tenía a su hijo en los brazos y levantó los ojos buscando un padre. Ezequiel, Sartenes y Gabriel cruzaron sus miradas invitándose a ofrecerse, pero ninguno de los tres asumió el encargo. El cura estaba trajinando con los preparativos del bautizo y no se inmutó. Pero después de unos segundos de silencio arrugó la frente, levantó la cabeza y se dirigió a ellos.
—El padre. Que quién es el padre.
—Verá, señor cura —carraspeó Ezequiel—. No está…
—¿Cómo que no está?
—Murió —soltó Sartenes, de forma impetuosa—. Eso es, ha muerto.
—¿Muerto? —El cura volvió a ir y venir con el agua bendita, la sal y algunos óleos, como si la noticia careciese de interés—. ¡Vaya por Dios! El Señor lo tenga en su seno. Estos tiempos son terribles, hijos míos… Guerras y más guerras… Lucifer se está dando un festín con nuestros pecados…
—¡Pero no sabemos si está muerto! —Teresa irrumpió de pronto en el monólogo del cura con voz fuerte y los ojos enrojecidos—. ¡No lo sabemos!
—Teresa… —susurró Ezequiel poniendo la mano en su antebrazo.
—¡Sí! —gritó aún más fuerte Teresa—. ¡Fue preso de los franceses y nada sabemos de él! ¡Quizá esté vivo!
—Es cierto. —Sartenes miró a Ezequiel, conciliador—. Así es, señor cura: nadie nos ha dado razón de su paradero. Pero el caso es que ahí la tiene usted, pobrecilla… Sin un padre que dar a su hijo.
—Mientras no sea hijo del pecado… —rezongó el cura.
—Que también… —susurró Sartenes.
Ezequiel lo miró, indignado. No sólo se había empeñado en avisar a un cura para bautizar a la criatura, sin estar convencidos Teresa ni él mismo de la oportunidad, sino que ahora se dedicaba a pregonar la soltería de la mujer, a ver si podía estropear un poco más la ceremonia.
—¿Cómo que también?
—En realidad —farfulló Sartenes mientras se rascaba la nuca con exageración—, iban a casarse justo cuando vino la guardia y lo arrestó, por culpa de una amiga del capitán que…
—¿Otra mujer? ¿Una amiga del capitán? —El cura empezaba, ahora sí, a interesarse por aquella historia—. ¿Ese capitán tenía una amante?
—¿Callarás, Sartenes? —El maestro negó con la cabeza con los ojos llenos de ira, rojos de sangre.
—Bueno, bueno… Una amante, una amante… —Sartenes intentó reconducir el relato con su proverbial tosquedad—. ¡Qué va a ser una amante! ¡Eso hubiese querido ella! ¡Si creía que por tenerlo todo el día al retortero…!
—¡Sartenes! —chilló, desesperada, Teresa.
—Esto es más interesante de lo que pensaba. —El cura depositó muy despacio todo el aparato bautismal sobre la mesa y luego, más lentamente aún, fue a tomar asiento junto al ventanal—. A ver, hijos míos, veamos poco a poco todo este asunto que me parece a mí un poco…
Una lágrima asomó a los ojos de Teresa.
—El caso es que… —intentó buscar una salida Ezequiel.
—El caso… —le reprimió el cura elevando el tono de voz y dispensándole una mirada recriminatoria por atreverse a interrumpirle—. El caso es que me habéis llamado para bautizar a un hijo del pecado, nacido de madre soltera, cuyo padre no se sabe si está vivo o no y que mantuvo amancebada hasta su desaparición a otra mujer con la que…
—Vistas así las cosas… —resopló Sartenes.
—¡No, no! —Ezequiel no sabía qué decir—. El capitán es un hombre de honor, señor cura.
Teresa empezó a llorar.
—¡Y tanto! —Sartenes adoptó un gesto desafiante, sintiéndose obligado a salir en defensa de su amigo ausente—. ¿Pues acaso no vinimos para robar a esos franceses…?
—¡Sartenes! —Ezequiel lo agarró de un brazo y tiró de él con todas las fuerzas que pudo reunir—. ¡Cállate, por los clavos de Cristo!
—¡Hijo mío! —se azoró el cura—. ¡Blasfemias no!
—Perdone, señor cura. —Ezequiel se pasó la mano por la cara, exasperado y abatido—. Y tú, Sartenes, como vuelvas a abrir la boca, te retuerzo el pescuezo… Mire, cura, mi amigo no sabe lo que dice. Haga el favor de no tomar en cuenta…
—Robar es pecado, hijo mío…
—Lo sé, lo sé.
—Incluso tratándose de esos malnacidos extranjeros que son causa de toda nuestra reprobación y desprecio.
—Lo sé…
Gabriel, que había permanecido en silencio observando la escena entre incrédulo y divertido, creyó que había llegado el momento de dar una salida a aquel galimatías que se enredaba cada vez más. Teresa lloraba, Sartenes gesticulaba en silencio como si no comprendiera qué había hecho él para ser tratado de aquella manera y Ezequiel sudaba mientras buscaba con las manos la forma de detener las palabras de recriminación del cura y ordenar todo lo que allí se había oído para que el escándalo no llegase a ponerles a todos en peligro. El sacerdote remiraba a unos y otros, confundido, intentando asimismo recomponer los párrafos de una conversación que estaba yendo demasiado lejos. Pero observando el abatimiento general y el drama dibujado en aquellas caras se apenó de aquellos fieles y se limitó a mover la cabeza con pesar.
—El caso es que yo sólo venía a suministrar el sacramento del bautismo… —musitó.
—Es cierto, cura. —Gabriel se adelantó, se acercó hasta él y se sentó a su lado—. La madre de este niño no desea otra cosa que bautizar a su hijo para que entre cuanto antes a formar parte de la Iglesia. Convertirlo en hijo de Dios en el seno de su Iglesia. Todo lo demás no importa. Desea que el niño se llame… ¿Cómo quieres que se llame, Teresa?
—Manuel.
—Eso, Manuel… Como su padre. —Gabriel tomó al cura por el brazo y lo invitó a levantarse—. Ahora vamos a lo que vamos. El padrino del niño es…, es… ¿Quién es, Teresa?
La mujer titubeó un instante. Pero finalmente pronunció su nombre:
—Ezequiel.
—Sea. ¿Vamos, cura?
—Sí, sí… —El cura se dejó conducir hasta los menesteres de su oficio—. Vamos a ello. Pero después me tendrás que explicar qué es lo que pretendéis contra los franceses. Porque yo, como patriota…
Zamorano se encontró con una dulce sonrisa en los labios de Cayetana cuando se aproximó hasta ella. Los reflejos del sol crepuscular de febrero doraban su cabello y le obligaban a guiñar los ojos, con lo que acrecentaba su belleza. La visión de la mujer al trasluz le trajo recuerdos de aquella hermosa joven que conoció tiempo atrás en casa de la prometida de su amigo Juan Díaz Porlier, memoria de aquella muchacha desinhibida y locuaz que al poco de conocerla le invitó a visitarla en Madrid y puso su casa y su afecto a su completa disposición. Ahora parecía mayor, más madura y más segura de sí misma. Hablaba poco, pero no se desprendía de los labios el regalo de su sonrisa. De repente, a Zamorano le pareció que poseía la serenidad de un roble viejo en la turbulencia de la tormenta y perdió cuidado de hablar con ella. Ahora ya estaba seguro de que le comprendería.
—¿Estás mejor?
—Sí, gracias —respondió él, complacido—. Pero, entremos en la casa, que ya hace frío…
Entraron juntos. A través de los visillos y de los cortinajes se filtraba una luz tenue que envolvía en oro las paredes y los suelos, el mobiliario y los libros de la biblioteca. Zamorano la invitó con un gesto de la mano a pasar al salón delante de él.
—Tengo que hablarte —dijo.
—Sentémonos —replicó ella, tomando asiento y palmeando con suavidad un lugar a su lado, en el diván.
El capitán se acomodó en donde le indicó Cayetana y, con voz pausada y eligiendo con meticulosidad las palabras, le expresó unos deseos que, como argumentó, respondían a su concepción del deber como militar y del honor como súbdito de un rey secuestrado. Usó con esmero las lecciones aprendidas en el ejército; habló de principios, de su juramento a la bandera, de sus obligaciones con la patria; salpicó su discurso de altos conceptos, como la moral, el honor, el deber, la patria y España, sin evitar poner el énfasis en la palabra dada de servir al rey y de entregar la vida en defensa de la nación. Y cuando, pasada casi media hora, agotó su disertación y creyó expuestas con claridad todas y cada una de sus razones, concluyó con un aldabonazo:
—La sangre de Manuela Malasaña y los demás mártires me llama a gritos. Ha llegado mi hora.
Cayetana escuchó las palabras del capitán sin perderse una ni moverse del sitio. Apenas pestañeó durante el tiempo que empleó en pronunciarlas y, de vez en cuando, en los momentos álgidos, afirmaba con la cabeza, sonreía levemente o suspiraba, conmovida. Al terminar, Zamorano guardó silencio a la espera de su respuesta, que a buen seguro sería de beneplácito, pero ella no dijo nada. Le rozó una mano con ternura, se levantó del diván y estiró dos veces el tirador, llamando al servicio.
—¿Señora?
—Cenaremos ahora.
—Enseguida, señora marquesa.
Cayetana se volvió hacia el capitán con su sonrisa habitual y le miró con compasión. Sin alterar el gesto ni perder la dulzura, dijo:
—Tú eres un traidor, amor mío. Traicionaste a tu amigo el coronel Díaz Porlier incumpliendo sus órdenes y después te burlaste una vez de mí, rompiendo tu promesa de matrimonio. Has traicionado a España y al rey José, por eso fuiste preso, no porque yo lo decidiera, pobre de mí, no tengo ningún poder para eso. Y ahora, que has jurado de nuevo casarte conmigo, no vas a volver a traicionarme. A mí no me importa lo que hayas sido ni cuántas veces hayas engañado a los que confiaban en ti porque cuando seas mi esposo, todos adorarán al señor marqués de Laguardia. Yo la primera… Pero de irte de mi lado, no. Eso sí que no. Ni hablar. Bien se ve que aún no estás recuperado del todo, de lo contrario no dirías esas cosas. Lo comprendo…
Zamorano se quedó perplejo, sin saber qué responder. Aquellos ojos eran compasivos, pero no mentían. Y la serenidad de Cayetana le hacía comprender que sus palabras no estaban huecas. Tal y como imaginaba, ella también lo pensó. Y leyó sus pensamientos:
—Y por cierto… He dado instrucciones para que vigilen día y noche todos los caminos. Los franceses han sabido que merodean bandidos por los alrededores y los buscan con rabia. Te informo de ello para que evites caer en la tentación de salir a caballo con la intención de pasear demasiado lejos… Tengo que cuidarte mucho, amor mío, compréndelo: no me perdonaría una recaída…
El capitán Zamorano no durmió aquella noche. En la penumbra de su alcoba estuvo pensando en el modo de escapar. Una noche eterna que, sin embargo, no le bastó para encontrar una respuesta.
Dio vueltas y más vueltas en la cama, repasando cuanto le había sucedido hasta entonces. Lo único que alcanzó a comprender con claridad fue que a aquella mujer tanto le daba comprometerse con los leales a su majestad que con el ejército invasor con tal de conseguir sus fines. Detrás de su rostro afable, de su sonrisa cálida y de sus maneras refinadas se escondía la más torturada de las mujeres. Sospechaba que no era amada, intuía sus deseos de huir, comprendía que no era bueno tener a su lado un hombre si lo forzaba a quedarse y, no obstante, había empeñado su orgullo en conquistar una fortaleza inaccesible y no pararía hasta lograrlo. Concluyó que estaba enferma, o loca, pero en ningún momento sintió compasión por ella. Sólo sabía que tenía que escapar y que habría de hallar el modo de hacerlo. Por eso no pudo dormir en toda la noche.
Una tormenta seguida de un fuerte aguacero sosegó su inquietud antes de la alborada.
Y al amanecer descartó la más sencilla de las opciones: llegarse al establo, ensillar un caballo y huir campo a través amparado por la oscuridad. De ser cierta la noticia dada por la marquesa, los franceses no tardarían en toparse con él porque desconocía dónde estaba con precisión y no estaría seguro de qué dirección tomar ni los caminos a seguir. Y apresar por la fuerza un rehén entre los servidores de la casa para que le indicara el rumbo de la población más próxima, desde donde seguir camino a Madrid, se le antojaba un reto que, en la debilidad de su convalecencia, no estaba seguro de superar. Sólo quedaba emplear la astucia, pero aún no sabía cómo. Tal vez tardase algún tiempo en dar con la respuesta.
Se levantó como cualquier otro día, con el rostro sin crispación y la indumentaria impecable. Desayunó junto a Cayetana, que le facilitó noticias de la rendición de algunas ciudades andaluzas, y después salió a dar un paseo por los alrededores. Los pinares estaban relucientes por la lluvia nocturna, el sol resplandecía en lo más alto en una atmósfera límpida y el aire fresco y húmedo le ayudó a despejar la mente después de la vela. Se alejó de la casa lo suficiente para observar los movimientos que se producían allí sin ser visto, se sentó a la sombra de un pino sobre un tronco caído e intentó descansar para enseguida volver a pensar en la fuga.
Lo primero que vio fue la llegada del mielero, que proveía de queso y miel a la despensa: un hombre de edad, de paso cansino y andares torpes, que no podía ayudarle. Pero su presencia significaba que la casa no podía encontrarse en lugar muy apartado, puesto que llegaba a pie hasta ella, y supuso que en los alrededores se levantaría alguna población. Acarreaba un hato o fardel con viandas atado al hombro en bandolera y de sus brazos colgaban varios jarros de miel que a simple vista parecían muy pesados. No; no podía venir de muy lejos con semejante carga.
Zamorano se puso de pie para otear el horizonte y ver si descubría algún pueblo en las cercanías; pero la planicie que se extendía hasta donde se perdía la vista, combada tan solo por pequeñas ondulaciones cubiertas también de pinares, imposibilitaba descubrir edificaciones en la distancia, o un campanario que pudiese orientarle.
Todo se convierte en fealdad e incomodidad cuando se espera ver algo y no se ve. De repente ya no le pareció soportable el frío, ni bello el paisaje ni confortable el lugar en que se encontraba. Malhumorado, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la casa para elegir un libro de la biblioteca y echarse un rato a descansar en su alcoba.
Pero mientras pisaba el camino de grava que marcaba la entrada de la finca vio llegar un carro conducido por un hombre de aspecto gigantesco, cara aplastada, ojos hundidos y orejas desmesuradas. Zamorano se detuvo para verlo pasar. El hombre, al verlo, se echó la mano al sombrero, se descubrió y saludó:
—Buen día nos dé Dios. —Y añadió—: Las provisiones.
—¿Las provisiones? —respondió el capitán sin entender a qué se refería, admirado aún por su corpulencia.
—Las provisiones —confirmó—. ¿Las dejo donde siempre?
—Sí, sí…, adelante. —Zamorano se movió para dejarlo pasar.
El hombre sacudió el látigo junto al lomo de la mula y volvió las riendas para entrar a la casa. Zamorano caminó unos metros tras él y, de pronto, sin pensarlo, avivó el paso hasta ponerse a su altura.
—¿Mucho frío? —trató de iniciar una conversación.
—El justo.
El capitán no encontraba el modo de continuar. No se le ocurrían nada más que banalidades. Pero se acercaban a la casa y no había mucho tiempo que perder.
—Largo viaje, ¿no? —dijo.
—¿Largo? —el hombre se recompuso el sombrero—. ¡Quiá! El mismo de siempre.
Zamorano buscó con los ojos la presencia de Cayetana en el porche, las ventanas de la casa y el huerto, sin encontrarla. Más confiado, se puso de nuevo a la altura del gigante.
—¿De dónde vienes?
—Donde siempre —rezongó.
—¿De Madrid? —aventuró Zamorano.
—¡Que el diablo me…! —Rió groseramente el mastodonte dejando ver una dentadura mellada y sucia en la que había menos piezas que las que faltaban—. ¿Pero cómo voy a venir de Madrid?
—¿Y entonces…?
—Bien se ve que el caballero es nuevo en estas tierras. Un pariente de la señora marquesa, se me figura.
—Eso es. —El capitán empezó a perder la esperanza de sacar algo en claro de aquella conversación—. Entonces vienes de más cerca…
—De aquí mismo, sí señor.
Zamorano detuvo sus pasos, rendido, y le dejó seguir.
—Pues ve con Dios, hombre.
—Lo mismo digo —respondió, volviendo la cabeza—. Y si alguna vez el señor me necesita, ya lo sabe: pregunte por el Vicente. En Navalperal me conocen todos.
Navalperal: el descubrimiento de un pueblo cercano con ese nombre no le aportaba nada para alumbrar su desorientación. Dedujo que estaría al norte de Madrid, por la abundancia de pinares y la fría temperatura, a una distancia no mayor de tres o cuatro horas a caballo, a un par de millas del pueblo más cercano. Así era que, dirigiéndose hacia el sur, empezaría pronto a reconocer el terreno. El capitán Zamorano, sin duda, tenía tomada la decisión: lo único que faltaba era buscar la ocasión propicia.
Sabía que la irritación de la marquesa sería grande y sus consecuencias impredecibles. Ya le había denunciado una vez a los franceses; otra no tendría sentido porque sería ella la única en ponerse en evidencia, ridiculizada ante los mismos soldados y sus oficiales. Así pues, lo más seguro era que optase por tomarse la justicia por propia mano, ensuciando su honor ante Porlier o, si era incapaz de contenerse, como suponía, persiguiéndolo hasta dar con él. Pero no podían retenerle semejantes amenazas: era imposible temer a una mujer después de haber provocado a todos los ejércitos de Napoleón y haberse enfrentado a tropas muy superiores en número y armamento. Después de haber combatido hasta la extenuación; después de haber desafiado… Pero ¡qué demonios! Enfrentarse a una mujer era algo muy diferente. Si las armas comunes de las partidas de guerrilleros eran la sorpresa y la rapidez en la embestida y el repliegue, las de una mujer despechada eran la astucia, la perseverancia, la malevolencia y el odio, infinitamente más dañinas y devastadoras que el cañón, el arcabuz, el sable y la pistola. Temer a una mujer enojada, se dijo, no es cobardía sino sensatez. No es posible ni recomendable pretender ignorar el silbido de una cobra que acecha en la medianoche mientras se duerme.
Aun así, el deber estaba por encima de la resignación y del avenimiento, sobre todo después de esas acusaciones de traición que, aunque prometiera enterrarlas para los demás, siempre las vería reflejadas en sus ojos, por mucho que fuese el tiempo que pasara. Para la marquesa, para esa mujer que pretendía ser su esposa, era reo de traición y culpable de delitos que no había cometido, y si a pesar de ello quería emparentar con él no era por amor sino por sanar su orgullo herido. Él no era así. Ni permitiría que lo consiguiera. Porque no consideraba que hubiese traicionado a su país ni concebía que su deber fuera dejar de combatir a Bonaparte en defensa del rey cautivo, su único señor. Y si era cierto que había reiterado las promesas de matrimonio, en ambos casos voluntarias, no era menos verdad que las dos habían nacido mal, mutiladas: la primera por los efectos del vino, que reblandece la sesera; y la segunda por imperativo de la propia libertad.
Una ocasión propicia para huir; eso era lo único que buscaría desde aquel momento.
Una gran nevada cubrió el paisaje con ropas de Navidad durante los días siguientes, convirtiéndolo todo en un hermoso cuadro del que no era difícil cansarse. Los pinares se ocultaron al abrigo de un manto blanco firmemente tejido y todos los caminos desaparecieron, como quedó cubierto el mobiliario de piedra del jardín situado delante de la casa: los maceteros, las estatuas y los adornos. Salir en aquellas condiciones era una temeridad. Sólo el fuego de las chimeneas y el silencio que lo envolvía todo proporcionaban apacibilidad al pausado y desesperante deslizamiento de las horas. La serena compañía de un libro en la cercanía del hogar y la quietud de Cayetana, bordando en silencio sus iniciales en las ropas del ajuar, daban una cierta placidez a la estancia. Zamorano miraba de soslayo por la ventana, esperando que dejase de nevar, pero febrero se había empeñado en cubrirse con blancos cielos bajos e inmóviles y todo parecía indicar que allí se quedarían para siempre, regando el mundo infatigablemente y anegando en su persistencia la impaciencia del capitán.
A pesar de todo, la carreta del descomunal Vicente cargada con las provisiones para la cocina apareció puntual el miércoles siguiente por el horizonte, abriéndose paso con gran dificultad entre la nieve. Su envergadura fue lo primero que se divisó en la lejanía, acrecentada por venir envuelto en una manta de color rojo que le daba dos vueltas al cuerpo y que resaltaba aún más su gigantismo. El resignado mulo de carga parecía un enclenque burrillo comparándolo con él, y más milagroso parecía que semejante animal pudiese acarrear al conductor que a la misma carreta. Pero, fuera como fuese, lo cierto era que aquel hombre había logrado abrirse paso en la ventisca y, por lo tanto, podría hacerlo en el regreso, lo que de pronto iluminó la idea de la huida con tal nitidez que la sola posibilidad excitó al capitán hasta que le provocó un ligero y desconocido temblor en las manos.
Zamorano tomó la decisión sin pensarlo. Subió a su habitación pretextando la necesidad de descansar un rato, esperó la llegada del carro en la ventana, observó dónde se detenía, buscó el momento en que el gigante descargó las provisiones y las llevó a la cocina por la puerta de atrás. Bien abrigado, eligiendo la ocasión adecuada, salió de la casa y se introdujo con agilidad en el carro, entre cestos y sacos de legumbres; cubriéndose con unos trapos descuidados, aguardó inmóvil a que Vicente acabase su menester y, arreando al burdégano, se pusiera en marcha. Cuando Cayetana descubriese su ausencia habría pasado el tiempo suficiente para que él ya se encontrase lejos de la casa. Y en aquellas circunstancias, con los caminos cerrados y en el apogeo de la nevada, se dijo, no osaría cabalgar en su busca. Por primera vez desde su estancia en aquella casa creyó posible la huida.
Y lo fue. Una hora después, cuando abandonó su escondite en una calleja empedrada de nieve y barro en las afueras de Navalperal, no abrigó ninguna duda de que el camino de Madrid estaba abierto de nuevo para él.