—
—¡Sartenes!
—¿Otra vez?
Era la cuarta o quinta vez que, en el transcurso de aquella mañana, el judío Gabriel llamaba para pedir algo. Estaba en la cama, restablecido por completo en opinión de todos los demás, pero él había encontrado acomodo y servidumbre a lo largo de toda su convalecencia y, fuera por el hábito adquirido o por un insuperable miedo a recaer, lo cierto era que le costaba un esfuerzo indescriptible poner fin a semejante canonjía. Sartenes se levantó de la silla, bufó, se dirigió a su cuarto y se plantó bajo el quicio de la puerta.
—¿Y ahora, qué?
—Lamento incomodarte, pero estaba pensando que…, podrías traerme uno de esos libros de Ezequiel. —El judío adoptó una mirada de súplica, acompañado de un semblante de inválido—. Es tan triste mi situación…
—¡Pero qué tristeza ni qué ocho cuartos! —se enfureció Sartenes, aburrido ya de tanta comedia—. Si quieres un libro, prueba tú mismo a ir en su busca…
—Qué más quisiera yo… —El retrato de la agonía se instaló en su rostro—. Pero esta debilidad…
Sartenes se adentró en el cuarto y se situó frente a él con los brazos en jarras, a un lado de la cama.
—Escucha, Gabriel —resopló e intentó extremar la prudencia sin llegar a conseguirlo—. Llevas más de seis meses ahí tumbado, viviendo como un marqués. No digo yo que al principio no tuviese que ser así: viniste medio muerto y hasta la Navidad nadie daba un real por tu vida. Pero aquello ya pasó. Ahora estás más sano que todos nosotros juntos y si te encuentras débil es porque no te da la gana de levantarte de ese camastro y por eso tienes las piernas más volanderas que la camisola de una barragana. O sea que se acabaron las contemplaciones. ¡Ahora mismo te levantas de ahí y te vienes a sentar con nosotros en la sala!
Gabriel entrecerró los ojos y suspiró, como una vieja plañidera en un velatorio.
—¡Cuánta crueldad! —musitó, con un hilo de voz—. Me ves al borde mismo de la muerte y tú…
—¿Al borde mismo de la muerte? —Sartenes soltó una carcajada estruendosa. Y a continuación recobró la seriedad y gritó—: ¡No estarás tan cerca del funeral cuando engulles tus buenos cuartos de pollo, truhán! ¡Ni cuando vacías el cuenco de natillas, como hiciste hoy en el desayuno!
—Sartenes, por favor —suplicó el judío, redoblando el fingimiento—. Me haces sentir tan culpable… Sé que soy una carga para vosotros, lo sé… Y más en el estado en que se encuentra la pobre Teresa, a punto de parir… Creo que lo mejor será que me ayudes a bajar a la calle y que me dejes allí en una esquina, tendido en el suelo, a la intemperie. Alguna limosna obtendré o, si no, al menos moriré de frío en paz, sin molestar a nadie… Nunca podré olvidar todo lo que habéis hecho por mí; nunca sabré cómo pagarlo…
Sartenes cabeceó sin saber qué hacer. Dudó por un momento si levantarlo a empellones o ponerle una vela ante tanta santidad. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Respiró hondo, se llenó los pulmones de paciencia y habló pausadamente:
—Basta ya de tonterías, Gabriel. Estás curado de los huesos, las heridas han cicatrizado y has vencido la pulmonía, bien sabe Dios que gracias a uno de sus milagros. Ni rastro queda ya de tanto mal como sufriste. Y ahora lo que corresponde es que te levantes cada día un rato, hasta que recobres las fuerzas de tus piernas. Así es que vamos, yo te ayudo. —Sartenes lo destapó y le tiró de un brazo.
—Por piedad, amigo… —se resistió el judío.
—Ni piedad, ni nada —Sartenes tiró de él aún con más fuerza—. Un rato sentado, con un libro, y dentro de una hora a la cama, a reposar otra vez.
Gabriel se negó cuanto pudo pero al fin no le quedó más remedio que ceder y levantarse del lecho, exagerando el esfuerzo, y fue tambaleándose a sentarse en un sillón de la sala, en donde Ezequiel leía y Teresa terminaba de tejer unos zapatitos de lana con las agujas de hacer punto. Ambos levantaron la cabeza al verlo y sonrieron, a modo de bienvenida. Por fin el judío se prestaba a compartir con sus salvadores algo más que fiebres, quejas y demandas de ayuda.
Teresa estaba muy guapa allí sentada, al contraluz, con el pelo recogido en una trenza gruesa que le caía por delante del hombro izquierdo y los ojos fruncidos sobre la labor. Muy guapa, aunque ya le costaba conciliar el sueño por las noches y el peso del vientre, a punto de estallar, la obligaba a desplazarse con grandes dificultades. Cada poco tiempo tenía que esconderse en el dormitorio para orinar; y desde hacía varios días sufría algunos pequeños dolores que le alertaban de la cercanía del acontecimiento. Ezequiel, en aquellas circunstancias, se limitaba a esperar. Leía y reflexionaba, pero nada más hacía. Y Sartenes, durante los últimos meses, se había convertido en una pieza esencial a la hora de salir a la compra, limpiar la casa, atender al enfermo y vigilar para que Teresa no cometiera excesos, sin perder en ningún momento el buen humor ni dejar de hablar, infatigable, ya fuese para contar sucesos que recordaba, comentarios que oía, cosas que imaginaba o hazañas que inventaba. Sin él, durante aquellos meses difíciles, todo hubiese sido mucho peor.
Porque desde agosto no habían vuelto a tener noticias de Zamorano: no consiguieron saber si permanecía preso en Madrid o si había sido trasladado a otro lugar; si estaba sano o había enfermado; ni siquiera si seguía con vida. Todos los intentos por averiguar su destino habían resultado infructuosos y las pesquisas llevadas a cabo por los amigos judíos de Gabriel, que iban de visita con frecuencia a la casa, obtenían conclusiones contradictorias que abarcaban desde las que hablaban de su puesta en libertad, lo que resultaba imposible, hasta otras que aseguraban su ajusticiamiento, tan improbable como la anterior porque lo habrían sabido de cierto si hubiese ocurrido así. Teresa, Ezequiel y Sartenes confiaban, con todo, en que pronto llegaría la hora de su regreso. Y en esa confianza contaban los días y los tachaban del calendario, convencidos de que con cada uno que pasaba, uno menos faltaba para el reencuentro.
Tampoco habían avanzado demasiado, desde aquellas fechas de agosto, en las averiguaciones para descubrir el paradero del equipaje del cautivo. Ezequiel había comprobado, por sí mismo, la existencia de la Iglesia de San Sebastián y del sepulcro que contenía los restos de Lope de Vega en la cripta situada bajo la capilla del Sagrado Corazón de Jesús; y había realizado un hallazgo aún más importante, si bien todavía no lo había podido interpretar correctamente: a los pies de la sepultura, bajo la cruz de mármol en que estaba inscrito su nombre, se extendía un pequeño mosaico de dieciséis azulejos de cerámica, formando todos ellos un cuadrado de cuatro filas por cuatro columnas, y sobre cada uno de ellos escrito el título de una obra del insigne autor teatral. Contando de arriba abajo y de izquierda a derecha, el que hacía el número trece contenía la palabra Fuenteovejuna. Ezequiel recordó que trece era, también, el número que aparecía en los versos con que daba comienzo el segundo acto del libro. ¿Una mera casualidad o era intencionada la coincidencia? Un enigma más sobre el que había meditado sin llegar hasta ahora a ninguna conclusión. Con disimulo, en la soledad de la cripta en penumbra, había recorrido con el dedo índice los bordes enyesados del azulejo titulado Fuenteovejuna y luego los de otros dos o tres azulejos (La dama boba, Castigo sin venganza, La Dorotea…); y, sin ser experto en ello, le pareció que el primero, por su lisura y perfección en las junturas, podía haber sido manipulado en época más reciente, lo que le indujo a pensar que bajo la cerámica señalada podía encontrarse algún escrito que condujera al paradero del equipaje del cautivo. Con los nudillos golpeó el azulejo y comparó la resonancia con la del colocado a su derecha (Peribáñez o el Comendador de Ocaña) y, en efecto, tras repetir dos veces la operación concluyó que el primero resonaba más agudo, como si resguardase una oquedad tras él. Así, sin más averiguaciones pero seguro de que había dado con el buen camino, quedó la pesquisa interrumpida.
Porque, en todo caso, desde el apresamiento del capitán y con los cuidados requeridos por Gabriel y también, durante los últimos meses, por Teresa, no había habido ocasión de prosperar en la misión para la que habían llegado a Madrid. En todo caso no había prisa alguna, pensaba Ezequiel por consolarse; y también así tranquilizaba a Sartenes cuando, en un susurro para que el judío no lo oyese, preguntaba al maestro qué iban a hacer finalmente ellos al respecto.
—Esperar —replicaba el maestro y arqueaba las cejas—. ¿Qué otra cosa? Mira el panorama…
—¿Vendrán hoy tus amigos? —preguntó aquella mañana Teresa al judío, abrazándose la tripa como si le hubiese alcanzado un fuerte dolor.
—Así me lo dijeron ayer —respondió Gabriel—. ¿Necesitas algo de ellos?
—Quisiera saber si conocen alguna partera… —dijo en voz baja.
—¿Crees que ya…? —se inquietó Ezequiel, incorporándose en su silla.
—¿Cómo? ¿Ya viene? —brincó Sartenes, asustado.
—No, no, aún no… —Teresa se removió—. Pero me da a mí que ya puede ser en cualquier momento. Y entonces necesitaré ayuda porque me temo que vosotros…
Ezequiel y Sartenes se interrogaron con la mirada, buscando el uno en el otro una confianza que no encontraron. Y a continuación se volvieron hacia Gabriel, que negó con la cabeza sin ningún disimulo.
—Yo…
—Pero conocerás a alguna comadre, ¿no? —le urgió Sartenes, de pronto muy intranquilo.
—Alguna mujer con experiencia, ya sabes… —insistió Ezequiel con igual alarma e idéntica excitación.
—No sé… —se inhibió el judío, a quien los meses pasados en estado de letargo, casi inconsciente, le habían alejado demasiado de los tiempos en que sabía de toda clase de personas en Madrid—. Dejadme pensar.
—¿Y tus amigos? —se impacientó Sartenes, cercano ya a la angustia—. ¿Es que tus amigos no conocerán…?
—Habremos de preguntárselo —replicó.
El maestro volvió a mirar a Sartenes y luego a Teresa, que parecía ser la única persona que en aquella habitación conservaba la calma. Cosía y, de vez en cuando, levantaba los ojos para atender a las preguntas y a las respuestas que se daban los hombres. Pero sin alterarse en absoluto.
—Pero ¿estás segura, Teresa? —inquirió Ezequiel.
—¿Segura de qué? —sonrió la mujer, irónica—. ¿De que nacerá mi hijo? Parece encontrarse muy a gusto donde está, pero aun así es bastante probable que…
—Me refiero de forma inminente. Hoy mismo, mañana…
—Puede que esta noche, sí —dijo Teresa sin inmutarse. Y luego, después de repasar el semblante descompuesto de los tres hombres y volver a sonreír, añadió—: Pero no os preocupéis tanto. No será la primera vez que una mujer dé a luz sola en su cama, sin ayuda de nadie.
—¿Sola?
—¿Esta noche?
—¿Sin ayuda? —gritó Ezequiel, fuera de sí—. ¡Sartenes! ¡Corre de inmediato en busca de los judíos y que traigan una partera! ¡Por nada del mundo quiero pasarme la noche asistiendo un parto!
Sartenes afirmó con la cabeza repetidamente, por completo de acuerdo con las palabras del maestro, y salió a toda prisa de la casa, corriendo escaleras abajo, en busca del comercio donde se encontrara alguno de ellos. Teresa, riendo abiertamente pero sin levantar los ojos de la labor, comentó con desdén, como para sí misma:
—Vaya hombres. Tan valientes frente a un batallón de soldados armados hasta los dientes y luego huyen como conejos ante la amenaza de un recién nacido…
Como casi todas las tardes, los seis amigos judíos de Gabriel se hallaban sentados alrededor de la cama del enfermo, que ese día había pasado por primera vez un par de horas sentado en la sala y se encontraba, al atardecer, extremadamente fatigado. Afuera, junto a Teresa, una mujer de edad, que había sido avisada por Sartenes después de ser señalada por uno de los judíos, esperaba sin hablar que a Teresa le comenzasen las contracciones del parto porque, después de palparle el vientre, le había anunciado que el nacimiento se produciría de inmediato, a lo más tardar durante la noche. Ezequiel había salido a dar un paseo por los jardines del Prado y Sartenes, mucho más tranquilo por la presencia en la casa de la partera, permanecía apoyado en el quicio de la puerta de la habitación del judío, oyendo contar lo que se decía.
—El elefante es el animal con mayor memoria que se conoce —estaba narrando Ismael, afilado de mentón y de lengua, en un tono de voz pausado, profesoral y cavernoso—. ¿Os habéis fijado en que para impedir que ande libre se le encadena a un minúsculo tronco de árbol y no se mueve de allí, con lo fácil que sería para su fuerza descomunal arrastrarlo? Lo habéis tenido que ver cuando algún circo zíngaro ha venido a la ciudad… ¿Y no os sorprende? Pues no ha de extrañaros, amigos míos, porque en los primeros meses de su vida los elefantes pasan mucho tiempo atados a un tronco que no pueden mover y de mayores recuerdan, ante la mera visión del tronco, que el esfuerzo es vano. Ni siquiera intentan mover la pata trasera. Un prodigio de memoria, como se puede comprobar…
—¿Y qué quieres decir con eso? —se interesó Sartenes, irrumpiendo en la conversación de los judíos, algo que casi nunca había hecho.
—Nada que sea imposible de comprender —replicó Ismael, volviéndose hacia donde estaba y agravando aún más el tono de voz—. Que hay muchas cosas que creemos que no podemos hacer porque una vez, a lo largo de nuestra vida, las intentamos y no nos fue posible lograrlo. No nos damos cuenta de que todo cambia, de que la vida, el mundo y nosotros mismos estamos cambiando continuamente, evolucionando, y lo que ayer era inamovible como un robusto tronco hoy es liviano como una espiga de trigo. O sea: que nuestro amigo Gabriel debe volver a ser quien fue, sin temer que ello sea imposible porque ha poco, unos meses nada más, no pudiera valerse por sí mismo.
—¡Pues claro que lo comprendo! —aseguró Sartenes—. Toda esa palabrería para decir lo que Sancho Panza: que las apariencias engañan, vamos. De sobra lo sabré yo…
—Eso es, Sartenes. Hay que ser primero cautos y observadores, pero después atrevidos, no vaya a ser que por una convicción errónea nos perdamos lo mejor que puede darnos la vida.
—¿El dinero? —rió sarcástico Sartenes.
—No, amigo —negó Ismael—: la libertad. ¿Acaso buscas tú algo distinto?
—¿Yo? —Sartenes se frotó el mentón—. No sé qué decir. Me conformo con sobrevivir…
—¿Sobrevivir? —Ismael miró a sus compañeros, para dar más énfasis a sus palabras—. ¿Has dicho sobrevivir? No, amigo. Sobreviven los animales. Nosotros queremos vivir en libertad, en nuestra tierra. ¿Tú no?
—Claro, claro —se azoró Sartenes—. Yo también… Pero en estos tiempos sobrevivir a la fusilería de los franchutes no es pequeña cosa…
—Olvídate de los fusiles —replicó David, con sus ojos minúsculos, el más enjuto de aquellos judíos y también el más tímido tras sus anteojos sin montura—. Llevo más de veinte años reparando y comerciando con toda clase de armas de pólvora y te puedo asegurar que el fusil es el más inofensivo de los artilugios inventados para la guerra. No, los fusiles no son armas a temer: está comprobado que sólo cinco de cada mil disparos dan en el blanco… Al único que hay que temer es al insensato que ordena dispararlos.
—¿Disparar a quién? —En aquel momento volvía Ezequiel de su paseo y oyó las últimas palabras de David—. ¿De qué se habla hoy aquí?
—Nada —cabeceó Sartenes—. De la memoria de los elefantes…
—Ah —sonrió el maestro—. Eso me recuerda una cosa que… ¿Me permitís un juego de adivinación?
Los judíos se volvieron hacia él y movieron sus sillas, para situarse frente a él. Incluso Gabriel se incorporó en el lecho.
—Veamos… —dijo uno de ellos. Y asintieron los demás.
—Está bien —se rascó la coronilla el maestro—. Pensad un número del uno al nueve.
Lo pensaron todos, cada cual el suyo.
—Ahora sumadle uno.
Lo hicieron, en su cabeza.
—Y multiplicadlo por nueve —les pidió—. ¿Ya lo tenéis? Pues sumad los dos dígitos de ese número y a lo que os dé restadle cinco.
—Espera, espera —pidió Marcos—. Sumo los dos dígitos de mi número y da… Y ahora le quito cinco.
—Eso es —continuó Ezequiel—. Ahora asignad una letra a cada número: al uno, la A; al dos la B; al tres la C; al cuatro la D, y así sucesivamente…
—Y ahora pensad en un país que empiece por esa letra. ¿Ya?
—Ya —aceptaron todos.
—Pues muy bien, recordadlo —sonrió Ezequiel—. Y, ¿cuál es la letra siguiente? Si era una A pensad en una b, si era una B pensad en una c, si C en una d, si D en una e…
—¿Y…? —preguntó Gabriel, que ya lo había pensado.
—Pues pensad en un animal que empiece por esa letra. ¿Ya lo tenéis?
—Sí, sí —respondieron todos.
—¿Seguro? —reiteró Ezequiel.
—Seguro.
—Pues no. ¡No hay elefantes en Dinamarca!
Y todos ellos se quedaron boquiabiertos y con los ojos desorbitados antes de regocijarse con el juego y ponerse a aplaudir, como niños en un acertijo de escuela.
Fue un parto largo en el que al final todos quisieron colaborar. Teresa contuvo sus gritos cuanto pudo en medio de los espasmos, bañada en sudor; Ezequiel dejó su mano para que se aferrara a ella; Sartenes hirvió cazuelas de agua para limpiar al niño y a la madre cuando llegara el momento y Gabriel preparó con trapos limpios una pequeña cuna junto al lecho materno para que Teresa pudiese descansar con los ojos puestos en su hijo. Hermenegilda, la partera, una mujer severa y discreta que contaba las palabras como si le disgustase el dispendio, ofició su menester con experiencia y meticulosidad, ordenando la postura adecuada, el momento de empujar, la forma de resoplar para no malgastar fuerzas y la manera de extraer la criatura y la placenta, dar el corte al cordón umbilical, sellarlo sobre el vientre del niño y proceder al lavado posterior, después de mantenerlo reposando sobre el pecho de la madre durante un buen rato para que no llorase más y se confiara, oyendo los latidos de un corazón conocido.
Los primeros dolores de parto comenzaron a la hora de la cena pero el niño no nació hasta pasadas las seis y media de la madrugada, cuando el alba empezaba a enmarcar el nuevo día.
No hubo muchas palabras a lo largo de la noche. Sólo se le oyó repetir a Teresa:
—Siempre supe que mi hijo nacería sin padre…
Y a veces se oyeron algunos bisbiseos susurrados de Ezequiel, preguntando a la comadre por la salud de la madre, o jaculatorias de Sartenes en la cocina, para ahuyentar el miedo. Cuando al fin nació el hijo de Zamorano y explotó en su primer llanto, no le dejaron solo: a Ezequiel se le escapó una lágrima, a Gabriel se le humedecieron los ojos y Sartenes fue quien más se emocionó porque se puso a llorar con tal congoja que por un momento sus amigos no supieron si prestar al recién nacido la atención que merecía o correr a consolar al buen hombre, para ver si así se le pasaba el berrinche.
—Pero si es de la misma alegría —repetía Sartenes.
—Pues ríete como todo el mundo, botarate —le aconsejó el maestro—, que vaya, vaya con la nochecita que nos estás dando…
—De la misma alegría…
Al amanecer la partera se quedó dormida en una silla de la sala, Gabriel en su cama y Sartenes en la suya; y Teresa, sin quitar los ojos de su hijo, aguantó despierta hasta que no pudo más. Sólo Ezequiel se mantuvo en vela, contemplando a un bebé que, en aquellos momentos, no le hubiese importado que fuese suyo. Y sin embargo comprendió que aquella criatura iba a complicar las cosas aún más de lo que ya lo estaban: no podían prescindir de Teresa ni ella prescindir de su hijo, pero ambos constituían un obstáculo a la hora de llevar adelante los planes y, sobre todo, en el caso de ser necesaria la huida, si llegaban a ser descubiertos. Sartenes y él, solos, no se bastarían para cumplir los objetivos dispuestos pero, por ahora, no se podía contar con nadie más.
Sin el capitán, sólo había una salida a aquella situación tan delicada, pero todavía era demasiado arriesgada: contar con Gabriel, el judío; en el supuesto de que encontrase la forma en que todos llegasen a confiar en él.
Mientras contemplaba al recién nacido, que dormía con la placidez de la inocencia, pensó en qué hacer. Sabía que tenía que descubrir el lugar donde se hallaba el tesoro, si en verdad existía; después conseguir los carros y las caballerías necesarios para el transporte; también encontrar un lugar apartado y disimulado donde ponerlo a salvo y por último preparar un plan escrupuloso para que la operación no levantase sospechas y se pudiese completar con una discreción absoluta. Todo ello era prácticamente imposible sin la experiencia de Zamorano, con la torpeza de Sartenes, sin la inteligencia de Teresa y en presencia de Gabriel. Ahora, por fin, la vida lo enfrentaba a un verdadero ejercicio de ingenio. Tendría que demostrar, y demostrarse a sí mismo, que podía hacer algo grande.
—Maestro —Teresa lo sacó de sus pensamientos, llamándole con un hilo de voz.
—Dime —se volvió hacia ella.
—Es muy hermoso, ¿verdad?
—Lo es.
—Se parece a Manuel…
—Sí.
—¿Dónde estará…?
Ezequiel no contestó. Vio que unas lágrimas corrían por las mejillas de la mujer y se acercó a ella, tomándole una mano con firmeza.
—Tienes que descansar —dijo.
—¿Sabes? —susurró ella, con la frente crispada por el dolor y los ojos apretados—. Mil veces preferiría verlo casado con la marquesa que saberlo muerto… ¡Oh, Dios mío! No puedo acostumbrarme a su ausencia, no puedo… ¡Lo necesito tanto!
—Volverá, mujer…
—No, maestro. Los dos sabemos que no. Si no ha muerto, pronto lo estará. Y este niño necesita un padre… —Teresa guardó silencio unos momentos. Y dijo, abriendo mucho los ojos—: Ezequiel…, ¿te casarías conmigo?
Al alba de aquel mismo día, el capitán Manuel Zamorano fue sacado de su celda por dos guardias de la cárcel de Casa y Corte. Su aspecto era lamentable: el cabello y las barbas le cubrían casi por completo la cabeza y la cara, llegándole hasta más allá de los hombros; el rostro, sucio y cadavérico, lo tenía lleno de cicatrices y heridas producto de las picaduras de insectos, de los arañazos de rata y de los malos tratos de sus carceleros; sus ropas estaban raídas y manchadas, y todo él apestaba; y las piernas, esqueléticas, apenas podían sostener un cuerpo descarnado, seco, frágil y enjuto, como el de un tuberculoso en las horas de su agonía. Sus ojos, desorbitados, parecían no ver nada; y su mente hacía mucho tiempo que permanecía confusa, unos momentos en blanco y otras veces, en ocasiones durante días enteros, sumida en el desconcierto o en el delirio.
Una o dos veces por semana, durante los cuatro primeros meses de cautiverio, había sido sometido a tortura por los soldados a las órdenes de un oficial francés. Lograron su confesión de bandolero; obtuvieron su declaración de espía, de bandido y de rebelde, bajo mandato de la Junta Central; admitió crímenes y fechorías; reveló nombres de jefes de partidas de guerrilleros. Pero ni cuando estuvo al borde de la muerte ni cuando más insoportable fue el dolor de la tortura consiguieron arrancarle quiénes eran sus cómplices en Madrid ni en dónde se escondían.
Sumido en la debilidad y próximo a la pérdida de la razón, desistieron de buscar en él más información y jugaron varias veces a ejecutarle. Dos veces lo arcabucearon sin apuntar a su cuerpo, una vez lo subieron a un cadalso donde estaba preparada la soga que iba a ahorcarle y otras dos o tres más lo sacaron de la celda al amanecer como si lo condujeran al patíbulo para, después, devolverlo sin raciocinio a su mazmorra. Siete meses así, día tras día, lo habían convertido en un cuerpo sin vida al que ya no le importaba nada porque tampoco comprendía nada de cuanto hacían con él.
Por eso aquella mañana, cuando dos guardias lo sacaron de su celda, no le sorprendió el paseo. Ni tuvo fuerzas para preguntar adónde lo llevaban. Sólo comprendió que algo nuevo estaba sucediendo cuando le acompañaron hasta las puertas de la prisión, lo dejaron en la calle y le indicaron un carruaje que lo aguardaba ante la fachada del presidio.
—Ahí te esperan, cerdo —le dijeron mientras lo empujaban, haciéndolo caer de rodillas—. Y agradece a su majestad el indulto, que si por nosotros fuera…
En efecto. Allí, ante él, esperaba un coche enviado por la marquesa de Laguardia para recogerlo. Dos lacayos corrieron a socorrerle y lo introdujeron en el carruaje con cuidado de no lastimarlo. En su interior, otro lacayo con una jarra de zumo de naranja y algunos alimentos blandos le ofreció de beber y de comer, informándole, mientras Zamorano bebía con fruición, de que la señora marquesa estaba muy preocupada por él, que a continuación sería conducido a su palacete, donde podría asearse y descansar, vestir ropas nuevas y, de inmediato, ser atendido por un médico de la absoluta confianza de la señora que reconocería sus heridas, curaría sus males y recetaría lo necesario para un rápido restablecimiento. Y que tan pronto como fuera posible, tal vez a última hora de esa misma mañana, sería conducido a una finca alejada de Madrid, propiedad también de la señora marquesa, en donde continuaría su recuperación hasta quedar sanado por completo. Allí le aguardaba doña Cayetana y hasta allí sería conducido, siguiendo sus órdenes, con la mayor celeridad.
Zamorano oyó la retahíla del lacayo pero no prestó atención a tanta palabrería, concentrado como estaba en vaciar la jarra del zumo y en engullir las delicias que se ofrecían ante sus ojos: empanadillas de carne, pastelitos de hojaldre, bombones de chocolate, milhojas de crema, tocinos de cielo y otros bocados. El lacayo le preguntó hasta tres veces si comprendía lo que le estaba diciendo y Zamorano, sin apartarse de las bandejas, afirmaba con la cabeza con los ojos desorbitados y la misma lucidez que cuando terminaban las sesiones de tortura.
Aquella noche pernoctó en la casa de campo de la marquesa de Laguardia entre sábanas que olían a azahar, en una habitación cálida del primer piso. Cayetana lo recibió en la puerta, lo acompañó hasta la habitación y se sentó a su lado sin dejar de contemplarlo ni un instante hasta que se quedó completamente dormido.