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La paz es aburrida, pensó aquella tarde José Bonaparte sentado frente a un balcón de Palacio mientras veía caer la mansa lluvia de febrero sobre Madrid. Desde su llegada a España, hacía ya casi tres años, no habían cesado las batallas ni las escaramuzas, con desigual fortuna; pero la realidad era que no había tenido un solo día de respiro para sentirse el verdadero rey de los españoles y demostrar que iba a hacer por ellos lo que ningún otro monarca había sido capaz. Tal vez había llegado el momento, en el suave invierno español, de dedicarse por completo al bienestar de sus súbditos. Era su deber y, además, la calma le parecía aburrida. Y es que la excitación de la guerra termina por convertir la paz en algo parecido a una rutina insoportable: la reiteración viste cualquier novedad de monotonía y hastío, tanto sea una caricia de amor como un sublime movimiento sinfónico eternamente repetido.
El mariscal Soult había acabado en los campos de Ocaña con las últimas esperanzas de la Junta Central rebelde, venciendo al único ejército leal al depuesto rey don Fernando que quedaba en España. Cincuenta mil hombres quedaron muertos o heridos sobre las secas tierras toledanas, hechos prisioneros o dispersados sin rumbo en esa voluntariosa batalla que había sido planeada ingenuamente por la Junta Central para caer sobre Madrid y expulsarle a él del trono; cincuenta mil hombres derrotados por la fuerza de los ejércitos franceses a las órdenes del único y legítimo rey de España, él. Bonaparte pensó en esa batalla y en la fortaleza de sus tropas y añoró, sin saber por qué, repetir acciones como aquella. Sí; admiraba a Soult: quién iba a pensar que ese mariscal de aspecto bondadoso y civil, de palabras medidas, mirada ansiosa, de cachorro, y difícil de tratar, como todos los hombres de pequeña estatura, fuese a tener la sabiduría de un estratega experimentado y el carácter recio e implacable de un emperador. Y de pronto sus pensamientos le llevaron a su hermano Napoleón.
Estaría orgulloso de él, sin duda. Napoleón tendría que estarlo. El ejército español rebelde había sido aniquilado por completo y poco después toda Andalucía, el último reducto, había cedido a la dominación de sus ejércitos. Apenas quedaban unos cuantos focos rebeldes por sofocar: la minúscula Cádiz, la resistencia insolente del general Álvarez de Castro en Gerona, la rebeldía de Tarragona, la tozudez de Valencia… Pero se trataba de asuntos menores que no daban lugar a cualquier inquietud. Bonaparte sabía que las preocupaciones son como la pegajosa miel reseca, un engrudo que no permite arrancar de los pensamientos algo que todavía no ha sucedido; y no era eso: a él no le ocurría así con las noticias que llegaban de tarde en tarde provenientes de la España rebelde. La Junta Central, o lo que quedara de ella, había huido de Sevilla el día 30 de enero y se había refugiado en Cádiz, y si hasta ahora aquella ciudad continuaba sin gobierno francés sólo se debía a su peculiaridad geográfica y a que los refuerzos militares portugueses, amparados por la armada inglesa que protegía sus costas, le estaba permitiendo resistir los tímidos intentos de sus ejércitos para conquistarla. Algo que, de repente, se prometió completar en cuanto llegase la primavera. Sí, así lo haría, se dijo; y suspiró dejándose hundir un poco más en el sillón en que estaba sentado, frente a un balcón de Palacio.
Ahora todo estaba en calma. Demasiado tranquilo, puro tedio. Afuera seguía lloviendo y en el despacho no había mucho que hacer. Ni siquiera le apeteció saber en qué andaba su esposa, a la que no veía desde la hora del desayuno; ni tampoco si sus ministros y consejeros estarían preparando las leyes y ordenanzas que les había encargado para convertir el reino en un país moderno, muy distinto al que le había dejado… Al que le había dejado… ¿Cómo se llamaba?
Ah, sí. Al que le había dejado el joven don Fernando. ¿Qué sería de don Fernando, ese rey destronado en Bayona para que le entregasen a él la corona? De repente sintió curiosidad por saber en qué ocupa su tiempo un rey depuesto. Pero, por un instante, sintió miedo de conocer la respuesta: a lo mejor, en aquellos momentos, don Fernando estaba sentado en un sillón, frente a un ventanal, viendo caer la lluvia, cualquiera que fuera la ciudad en la que estuviera. ¿Qué diferencia existía, pues, entre un rey que reina y otro destronado? ¿No eran acaso dos hombres, como tantos otros, comidos por el paso del tiempo y sin comprender que eran un mero producto de la casualidad, del destino, de la fortuna o de lo que sea que rige la vida de los hombres? José Bonaparte tuvo de pronto miedo de aquella soledad, de la infinita soledad en que se encontraba. Rodeado de guardias que servirían igual a cualquier otro amo por idéntico salario; de ministros que no le comprendían ni le respetaban; de mariscales que se mofaban abiertamente de él; de una esposa preocupada más por el vestuario de su armario que por la despensa de sus súbditos; y de unos ciudadanos que aborrecían su existencia, como si él hubiese sido creado por Dios en venganza contra un pueblo satánico.
El mariscal Sebastiani, después de exigírselo de diversas formas, le había dejado leer días atrás un largo informe elaborado por los espías del Gobierno acerca de las cuadrillas de bandoleros que se movían libremente por el Reino, atacando las guarniciones de soldados con crueldad y a traición, cobardemente; interceptando correos y desmoralizando a sus hombres; robando armas y víveres para subsistir en el campo, como alimañas, en muchas ocasiones protegidas por los vecinos de los pueblos… Esos canallas eran muchos y, además, tenía que reconocerlo, irritantemente eficaces… Los informadores calculaban que componían, en total, una fuerza de unos treinta mil hombres diseminados por todo el reino, armados y en lucha permanente: habían escrito que sólo uno de ellos, llamado Espoz y Mina, contaba con más de ocho mil bandidos bajo su mando. Muchos jefes de partida habían sido descubiertos e identificados, aunque para ello se había necesitado utilizar métodos de tortura repugnantes contra los bandoleros hechos prisioneros. Así, se sabía que en Aragón, en torno a los Pirineos, un tal Mariano Renovales se consideraba el jefe de El Rocal y gozaba de un gran prestigio entre la población; la situación en Cataluña, por otra parte, era cada vez más insostenible: los somatenes se habían convertido en una fuerza rebelde que no dejaba de llamar a la resistencia popular a los vecinos de todos los pueblos por los que pasaba, incitados por guerrilleros como el canónigo Rovira, el barón de Eroles, Miláns del Bosch, Narciso Cay y Joan Clarós. Bandidos que decían moverse por impulsos patrióticos o religiosos y, en ocasiones, por venganza ante el pillaje de ciertos elementos de las tropas francesas; pero que en realidad no eran más que delincuentes a los que era preciso detener y ahorcar para mantener la paz en el reino. Aunque no era sencillo dar con ellos, ciertamente: desde el Empecinado al cura Merino, desde Díaz Porlier a Manso, sostenían sus tropas con armas y ropajes robados a las guarniciones francesas, sabían combatir en tierras que conocían con una precisión imposible de igualar, mantenían a la población en el principio de la resistencia con proclamas patrióticas y recibían su ayuda cuando les acechaba el peligro. Era costoso, demasiado costoso y casi siempre imposible, acabar con ellos. Si los ejércitos del rey se desplegaban por grandes extensiones de terreno para capturarles, entonces se debilitaban en unidades pequeñas que eran sometidas a emboscadas que aterrorizaban a los soldados y las reducían a presas fáciles; y si por el contrario se concentraban en un lugar, los grandes territorios quedaban en poder de los rebeldes y allá campaban a su antojo, imponiendo las leyes de piratería. En el informe se señalaba, por último, que la Junta Central de Sevilla había publicado un Reglamento de Partidas que organizaba su estructura y marcaba los objetivos de las cuadrillas, reconociendo su labor y premiando su crueldad; e, incluso, poco después, se había atrevido a dictar un Decreto que, con toda insolencia, regulaba detalladamente las funciones y modos de actuar del Corso Terrestre, lo que demostraba que, para el enemigo rebelde, los guerrilleros formaban parte del ejército sublevado y, por lo tanto, había que considerarlos enemigos peligrosos con los que no cabía la piedad.
José Bonaparte no concebía tanta oposición y tanto odio de los españoles hacia su persona. ¿Por qué no lo aceptaban si era un rey legítimo, tan legítimo como don Fernando y como su padre, el viejo rey don Carlos? Las Cortes reunidas en Bayona en 1808, convocadas y constituidas legalmente, habían recibido la renuncia voluntaria de don Fernando, habían aprobado la nueva Constitución del Reino de España y habían coronado un rey en su persona. Todo ello fue absolutamente legal y legítimo. ¿Y entonces? ¿Cómo era posible ese enconamiento contra él, precisamente contra él, que sólo pretendía implantar los principios de la República, los derechos del hombre, la dignidad ciudadana y proceder, bajo su imperio, a la modernización de un país esclavizado por la Inquisición y atrasado en siglos con respecto a las demás naciones de Europa? Tal vez se hubiesen cometido algunos errores, algunos excesos, no iba a negarlo, pero ellos mismos se lo habían buscado. Como sucedió cuando fue informado de una reunión de bandoleros que se estaba celebrando en una venta de Ciudad Rodrigo y ordenó arrasarla y pasar a degüello a todos los allí presentes. Resultaron ciento once muertos, entre ellos niños, mujeres y ancianos; y todo porque lo que creyeron que era un cónclave de bandidos resultó ser la celebración de una boda. Bien, un error. Un error fatal. Él era el primero en lamentarlo. Pero si no hubiese mantenido la guerrilla tan extraordinaria tensión contra la autoridad militar, nada de aquello hubiese ocurrido. Él no podía sentirse culpable de todo lo que les sucedía a sus súbditos: gobernar es ser injusto, lo aprendió de su hermano; porque ser injusto, en muchas ocasiones, refuerza la eficacia del poder y, a la larga, engrandece a los pueblos. Un poder que no es injusto y cruel acaba siendo derrocado, lo mostraba la historia con un millar de ejemplos. Y a él no le sucedería algo así, se dijo.
Aunque era posible que él no hubiese nacido para ser el amo del poder, pensó. Muchas veces se lo había preguntado y ahora, ante esa visión calmada de la lluvia parsimoniosa cayendo sobre Madrid, se lo preguntó una vez más. ¿Qué le había empujado a aceptar el peso de la corona española? Quizá lo hizo para no defraudar a su hermano; o porque la vanidad le había cegado cuando soñó ocupar el sillar que había calentado el Rey católico, Carlos I y Felipe II. Pero lo cierto era que, en realidad, nadie había invitado a los franceses a invadir España; sólo la buena voluntad del emperador y sus loables propósitos explicaban que los franceses se asentaran en el país y él estuviera ahora acomodado en aquel trono. Unos propósitos que disgustaban a los ciudadanos, además. ¿Por qué? ¿Sería él capaz, con mano firme, de convencerles de que era lo mejor para ellos? O, por lo menos, ¿sabría justificarles que lo sucedido en Bayona no fue ninguna farsa? Y, en todo caso…, ¿por qué tenía que preocuparse de ello? Un rey no da explicaciones, se convenció. Sólo las pide.
Aunque aquellas preguntas y respuestas enmascaraban una cuestión mucho más importante. En la soledad de aquella tarde no podía engañarse. La verdadera pregunta era si él, el rey José, de la estirpe de los Bonaparte, deseaba ser el monarca de los españoles. No, se contestó de inmediato. Y luego pensó, como para pasar una mano acariciadora sobre su conciencia: yo obedezco, sólo obedezco. Y si mi hermano, el emperador, el invencible Napoleón lo ha querido así…
Aunque, ahora que lo pensaba, ¿tenía que aceptar cualquier capricho de su hermano? ¿Debía consentirlo? Bien estaba que lo hubiese hecho rey, que él dictase las normas, que él velase para que recibiese regimientos de apoyo cuando los necesitase, como los cuarenta mil hombres que venían de camino para terminar de pacificar Andalucía… Pero ¿y esa idea absurda de extender la frontera de Francia hasta el cauce del río Ebro para aumentar la extensión del país galo y menguar la del hispano, empequeñeciendo otro Reino, el suyo? ¿Debía callar y aceptarlo u oponerse y velar por la integridad de España? El emperador ya lo había insinuado (y una insinuación de Napoleón era casi siempre el anuncio de una decisión tomada), pero cuando se lo propusiera abiertamente mostraría su disconformidad con la mayor firmeza. Si no conseguía ser respetado por Napoleón, se dijo, tampoco lo sería jamás por los españoles.
Sus súbditos tenían que conocerle mejor. Ya que sus ministros no eran capaces de convertirlo en un rey popular, ni siquiera conseguían atraer simpatías hacia su persona, él se encargaría de hacerlo. Y, para empezar, se dijo, compartiría con ellos la alegría por la sumisión de la buena gente de Andalucía. Decretaría una amnistía, eso es lo que haría. Una amnistía que liberase a una buena cantidad de presos de las cárceles de todo el reino y que demostrara a los españoles su clemencia y bonhomía. La clemencia de un buen monarca y la bonhomía de un gobernante que merecía ser querido por su pueblo.
Aunque continuase lloviendo sobre la ciudad como sólo lo hace cuando se avecina una noche de duelo.