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Cayetana Queipo de Llano, marquesa de Laguardia, vestía de crema y azul mientras caminaba deprisa por la calle de Fuencarral, como si fuese en busca de una carta urgente o estuviesen a punto de cerrar el comercio de telas en donde habría de escoger una pieza.
Bajo una sombrilla de seda y encajes, con zapatos de ante que se mostraban y se volvían a esconder bajo el vuelo de la falda y un vestido escotado, ceñido, distinguido y pesado que llevaba con desenvoltura a pesar de los calores del mediodía, Cayetana estaba tan hermosa como irritada. No había esperado a sus criados ni pedido compañía. Sólo su doncella Candelaria la seguía a paso vivo entre la gente con que su desbocada ama se cruzaba y a la que apartaba, en ocasiones, a golpe de sombrillazos.
Ni la doncella ni ninguno de los viandantes podría decir a qué se debía aquella agitación, esos ojos contraídos y la mirada enfurecida que iba despejando el camino. Pero su paso fue un huracán que hizo volver la cabeza a cuantos vecinos deambulaban por la calle de Fuencarral.
Llevaba dos días sin dormir y sin apenas probar bocado. Había bebido mucha agua y, entre jarra y jarra, también algunas copitas de licor. Y en su corazón se hundía un poco más, con cada trago, la daga del desprecio de Zamorano, el maldito capitán a quien había acogido entre los pliegues de sus pensamientos para erigir una idea de futuro y había huido como una rata al prenderse la luz. Jamás había osado nadie procurarle desplante tal; ni conoció tanto desagradecimiento en toda su vida de mujer, desde que a los doce años descubrió que dos girasoles empezaban a florecer en su pecho y por la noche sentía cosquillas de fuego en los bajos de su vientre. Aquel hombre la había despreciado; incluso algo peor: había incumplido una promesa de matrimonio y, con ello, hecho jirones los blasones de su nobleza y desatados los nudos del orgullo herido. Cien generaciones humilladas por un solo hombre; como si una razzia morisca hubiese pisoteado los gloriosos pendones de sus antepasados.
Uno solo; un solo hombre. Arrogante y embustero, además. Pero pronto iba a probar el guiso emponzoñado de la venganza.
Cayetana no se detuvo hasta que apareció ante sus ojos el edificio de la guardia, frente al Hospicio. A la entrada, dos soldados españoles custodiaban el portón con el desinterés de quien no tiene nada que temer. El oficial, un francés pelirrojo de mirada abúlica, con los brazos en jarras, dejaba pasar el tiempo plantado en medio de la entrada, contando las horas que faltaban para acabar la guardia y, tal vez, los días hasta regresar a su casa, en los bosques del Loira. La marquesa de Laguardia se detuvo un instante para observarlos. Candelaria, su doncella, se quedó a su lado y esperó, intrigada.
—¿Adónde vamos, señora marquesa? —preguntó, confundida.
Cayetana no se volvió para verla. Siguió contemplando la entrada del cuartel sumida en unos pensamientos del color de la cuaresma. Sólo al cabo de un rato comprendió que la criada se había dirigido a ella.
—¿A ti qué te importa, deslenguada? —replicó airada antes de continuar su camino—. ¡Vamos!
Cayetana avanzó apresurada unos pasos, ocho o diez. Pero había algo en aquella edificación, en la guardia española y en el oficial extranjero que le repelía. Un capitán, pensó; otro maldito capitán. Y volvió a detenerse. A punto estuvo la fiel Candelaria de tropezar con ella a causa de la brusquedad de la parada, tan agitada como el resto de sus movimientos. La marquesa cerró los ojos. Ante ella pasaron imágenes del capitán Zamorano a su lado, en su casa, en su jardín, sentado a su mesa. Nunca la había besado: de repente aquella ausencia la obligó a asomarse a un pozo negro y profundo, como si se le hubiera revelado de improviso un vacío inexplicable. No, nunca la había besado; ni le había acariciado una mano, ni cortejado… Se comportaba de manera cortés, amable, sin crispación ni vehemencia; pero también sin demostración alguna de amor… Sin embargo había sido ella quien hizo la proposición de casarse. Él no se hubiese atrevido…; aunque tal vez le delatasen los ojos… Pero ¿cómo puede un hombre aceptar en matrimonio a una mujer sin siquiera besarla y, al día siguiente, romper el compromiso como haría un vulgar rufián con su mantenida? Zamorano se había comportado así con ella, nada menos que con la marquesa de Laguardia. Cualquier escarmiento sería poco para él. ¡Cualquiera!
—¡Vamos! —ordenó a Candelaria echando a andar para introducirse en el cuartel.
—¡Señora! —se limitó a exclamar la doncella.
—¡Y tú a callar! —Cayetana se paró ante el oficial de guardia—. ¿Has oído? ¡A callar! Bonjour, capitain.
—Bonjour, madame. —El oficial se llevó la mano a su gorro en un saludo cercano al modo militar, desganado pero cortés.
—Soy la marquesa de Laguardia y creo mi deber de ciudadana poner en conocimiento de la autoridad ciertos hechos de interés para la seguridad del reino —habló Cayetana, con voz solemne y enérgica—. Os ruego que me anunciéis al comandante.
—En seguida, señora. —El capitán la invitó a pasar y se perdió junto a ella por las sombras de un pasillo protegido del sol amarillo y cegador del mediodía de Madrid, un Madrid que se quedaba afuera, en ebullición, dibujando perfiles geométricos de las fachadas sobre los adoquines recalentados de la calle.
Un redoble sostenido de ruidos de botas, levantando polvo en los peldaños de madera vieja, precedieron a tres golpes secos en la puerta de la casa. Era el empellón de madera contra madera, el repetido choque de la recia culata de fusil contra el pino viejo de la cancela. Ezequiel abrió los ojos en la cama, sorprendido, Sartenes siguió roncando sin oírlos, Teresa se sobresaltó y el capitán Zamorano se sentó en la cama decidido a buscar en la penumbra la silueta de su sable.
—¡En el nombre del rey, abrid! —se oyó afuera, como un trueno.
Zamorano se incorporó y se envolvió en la sábana que arrancó del lecho.
—¡No vayas! —acertó a decir Teresa con los ojos suplicantes.
—No temas —respondió él.
El capitán salió esgrimiendo el sable hasta la puerta de la calle y aplicó el oído.
—¿Quién va? —preguntó, más grave aún. Desde el interior podía ver la luz de las linternas que portaban los intempestivos visitantes, colándose por debajo de la puerta y por las heridas de los costados, junto a unos goznes demasiado usados. Y oír la agitación de pasos inquietos preparándose para vencer la resistencia de tan débil portón—. ¿Quién se atreve a escandalizar a estas horas? —repitió.
Dos nuevos culatazos sobre la madera le respondieron. Y luego una orden tajante.
—¡Abrid la puerta en nombre del rey o será derribada!
Zamorano paseó los ojos por el interior de la casa, calculando la huida, y se detuvo en la abertura del ventanal, de par en par asomado a la calle. Pero recordó la altura y comprendió que no podía vencerla; menos aún Teresa y Sartenes. No había, pues, forma de huida ni resistencia para oponer. Descorrió el cerrojo y la puerta se abrió con estrépito empujada por la soldadesca, que entró en la estancia encañonándolo con sus armas. Un oficial se adentró más despacio, hasta situarse justo frente a él.
—Capitán de Granaderos del ejército rebelde don Manuel Zamorano, daos preso —recitó.
Zamorano no lo dudó. Adoptó la posición de firmes y entregó su sable al oficial con una marcialidad aprendida.
—Reclamo ser conducido con dignidad —dijo sin esconder los ojos—. Exijo de vuestro honor que me permitáis vestir ropas adecuadas.
—¿El vuestro me asegura que no intentaréis huir? —preguntó el oficial.
—Tenéis mi palabra —afirmó.
—Sea, pues —respondió el francés, sin apartar tampoco la mirada firme que se encuentra con la de otro soldado.
Zamorano se volvió, entró en la habitación donde estaba Teresa, le hizo un gesto para que se escondiera debajo de la cama y guardara silencio y se vistió tan pulcramente como pudo, con lo primero que encontró. Antes de transcurridos unos pocos minutos salió, afirmó con la cabeza al oficial su disponibilidad y abandonó la casa camino de la prisión.
Como un ataúd en un duelo: dirigido, conducido y escoltado. Pero sin bajar en ningún momento la cabeza ni los ojos. Como un orgulloso general subiendo los peldaños del cadalso.
Después de pensarlo mucho, Teresa, Ezequiel y Sartenes concluyeron que no podían abandonar al capitán a su suerte y decidieron que, al menos, debían hacer lo posible para conocer su paradero. Habían pasado cuatro días desde su detención y el miedo, que los mantuvo inmovilizados los dos primeros, dejó paso el tercero a la rabia y el cuarto a la indignación. Al principio no sabían qué pensar. Les sorprendía no haber sido detenidos junto a él y desconocían cómo había podido ser descubierto y localizado. Pero al tercer día Teresa, a pesar de la rabia, dedujo con lucidez que algo así sólo podía ser producto de la denuncia de un enemigo y al cuarto, llena de indignación, reparó en que el peor enemigo son los celos y que sólo en una mujer, precisamente en la marquesa, podía encontrarse la causa de su desgracia. La lucidez es como un ataque de locura, pero al revés, y en ese estado se puede ver lo que de otro modo resulta invisible.
Ezequiel admitió de inmediato la conjetura. Sólo ella conocía la presencia en Madrid de Zamorano; sólo ella podía saber su domicilio y nadie con más motivos, después del abandono, para fraguar una venganza. Lo más grave de la situación, en tal caso, era que el capitán sería juzgado como rebelde y condenado a morir, de acuerdo a las leyes; y que sin saber qué cargos había denunciado la marquesa, cuál era la acusación en concreto, nada podía hacerse en su defensa.
Pero el maestro añadió un pensamiento más que esta vez se atrevió a expresar en voz alta: habían llegado a Madrid para cumplir una misión y todavía no estaba terminada, y por mucho que le doliese decirlo todos tenían que comportarse como patriotas y comprender que el curso de los acontecimientos no podía impedir lograr los objetivos perseguidos, con o sin el capitán al mando. En definitiva, si hubiese sido él quien cayera en manos del enemigo, o Sartenes, o incluso Teresa, nada le habría impedido a Zamorano continuar las pesquisas y alcanzar lo propuesto. Seguramente él, estuviese donde estuviese, estaría ahora pensando que el plan debía llevarse a término y que sus amigos lo harían. Por lo tanto, mientras no fuesen descubiertos, su deber con el rey y con España era continuar el camino emprendido.
—A mí ya no me quedan fuerzas… —Teresa se dejó caer en una silla, abatida.
—Entonces proseguiremos solos Sartenes y yo —respondió el maestro, decidido—. Basta con que tú no salgas mucho de casa y cuando lo hagas disimules cuanto puedas tu inquietud.
—Pero necesito saber… —sollozó Teresa.
—Desde luego —terció Sartenes—. Traeremos noticias del paradero del capitán y aplicaremos el oído para enterarnos qué va a ser de él.
—¡Y del paradero de esa marquesa! —Teresa se puso de pie y se agarró a la camisola de Ezequiel, encolerizada—. ¡Quiero saber dónde puedo encontrarla! ¡La voy a matar con mis propias manos!
—Vamos, vamos… —la abrazó el maestro—. Cálmate ahora. Cada cosa a su tiempo. Primero vamos a ocuparnos del capitán.
—Pero no penes —aseguró Sartenes—. A cada cerdo le llega su San Martín y a esa mujer está a punto de sonarle la hora.
Camino de la calle Mayor, Ezequiel y Sartenes anduvieron deprisa, sin hablar, cada cual sumido en sus pensamientos. Las calles de Madrid tenían la luz de una moneda de oro recién acuñada. El sol, estrellándose contra las fachadas de los edificios, dejaba un millón de triángulos negros allá donde no llegaba, bajo balcones y voladizos, tras enrejados y soportales, entre vigas y sobre chimeneas, componiendo un cuadro imposible de describir. Los madrileños caminaban siempre junto a las fachadas en sombras, como si temiesen exponerse a la luz, y sorprendía observar que, a pesar de la luminosidad de toda la villa, fuesen tan escasos los tiestos, macetas y plantas asomados a los balcones y ventanas, tal vez porque ni los geranios ni las otras flores fueran necesarios para embellecer lo que ya resultaba hermoso en sí mismo. Las calles de Madrid, tan confusas por sus requiebros, eran laberintos que poseían el don de la atracción. Y pasear por Madrid era adentrarse en ese extraño laberinto del que se aceptaba sin duelo su acogedora existencia; y por demás se descubría que lo que se deseaba no era vencerlo, ni salir de él, sino vivir en sus recovecos y esquinas porque el laberinto mismo era la ciudad y lo más sobresaliente de su grandeza era desconocer lo que esperaba al caminante cuando llegaba a vencer el siguiente recodo.
Aquí y allá, manolos y chulapas gustaban de conversar, pausadamente y en alta voz, arracimados a una farola o enquistados en medio de la calle, seguros de que no cabía la prisa ni trabajo había que no pudiera esperar a mejor ocasión. Madrid tenía, sobre todo, madrileños: quizá una vocación de casa-cuna, hospicio y orfanato, ciudad acogedora de niños y hombres sin revisar colores, orígenes ni acentos; ni falta que le hacía.
Aquellos madrileños no presumían de serlo. Ni de valerosos o temerarios. Pero cuando hubo que dar la cara, la ofrecieron para que se la partiesen, sin reservarla porque de todos modos, incluso partida, seguiría siendo guapa. Y si no era así, se disimulaba. Ni presumidos ni discretos, en apariencia. La gente no hablaba en voz baja, nada parecían esconder, pero entre sus palabras visibles se agazapaban vocablos ininteligibles, frases sin terminar, gestos vociferantes como desdenes o impertinencias, códigos de secretos, jerga, sobreentendidos, motes ingeniosos, risas y, en ocasiones, pausas desconcertantes. Los madrileños habían aprendido a dominar un idioma sin traducción, el arte de una conversación en la que sólo ellos parecían encontrar la forma de esquivar oídos inadecuados. Y así se había empedrado un camino donde encontrar la libertad por el lenguaje. Las palabras tenían un significado mágico que representaba un modo de resistencia imposible de combatir. Como lo eran las ropas y las miradas, los pensamientos y las intenciones. Claves de un secreto que Madrid, como pueblo dominado, sabía conservar y regar para que la planta de la identidad no se agostase por muchos que fuesen los tiempos del dominio y el celo de los guardianes.
En las calles, sobre todo en las callejuelas quebradas, resonaban voces imposibles de entender. Llamadas que viajaban de los balcones a los soportales y se devolvían desde los bajos a las azoteas, inexplicablemente descifradas por su música, el tono y la inflexión de la voz. Todos ellos parecían tener una larga experiencia en soportar al gobierno instalado en la ciudad, fuese de su gusto o no; que casi nunca lo era. Y cuando los forasteros les buscaban con cuitas o pleitos para convertirlos en cómplices de lo que los gobiernos hacían o dejaban de hacer por los otros lugares del reino, de inmediato invitaban socarronamente al interlocutor a llevarse la Corte a su ciudad, con la secreta esperanza de que aceptase. Pero siempre los viajeros respondían que no: era más fácil acusar que asumir. Y entonces el madrileño callaba, sonriendo para los adentros, convencido de que sólo se tragan los sapos cuando se permanece con la boca abierta, alelado.
Ciudad hermosa. Sin resentimiento ni rencores. Dueña del sosiego y lejos de la ira aunque fuese acusada de soberbia porque presentaba el silencio en bandeja de plata finamente labrada cuando respondía al insulto llegado desde la ignorancia, la incomprensión o la envidia. Y todo ello porque lo más extraordinario del prodigio, en una ciudad rebosante de verdaderos prodigios, era que casi ninguno de sus vecinos había nacido en Madrid, sino que eran forasteros que un día llegaron en busca de pan y se quedaron porque el pan no era mucho, pero la sonrisa del tahonero resultaba conmovedora.
En todo ello pensaba Ezequiel mientras pisaba unas calles que no se quejaban de las botas que arañaban su suelo, sembrado de adoquines o dispuesta la tierra para ser sepultada por la piedra y la tiranía.
Pero de pronto miró a su amigo y se dio cuenta de que tanto silencio era una extraña actitud en Sartenes. E, inquieto, lo miró sin creer que la gravedad de la situación fuera la causa que lo explicara todo.
—Muy callado te veo, amigo mío —le dijo—. ¿Estás enfermo?
—No sé, algo me pasa por aquí —se señaló la cabeza.
—Es la primera vez que te pasa algo por ahí… —sonrió el maestro.
—Pues…, qué sé yo. —Se golpeó la cabeza con la palma de la mano—. Es… como si aquí dentro algo tratase de escapar del recuerdo del capitán pero no lo consiguiera…
—Eso es nostalgia, Sartenes —le palmeó la espalda el maestro—. ¡Nostalgia!
—Pues será eso… —se conformó el hombre.
El bullicio de las calles a esa hora y la indiferencia de los vecinos al drama que vivían eran comprensibles. Nadie repara en el luto del prójimo si no conoce su dolor ni el penitente lo comunica. La soledad del huérfano es tan profunda porque la vida que lo rodea ignora su orfandad y el doliente, además, la esconde por pudor o por prudencia. O por desgana de airearlo. Y aunque la compasión es necesaria ante el aguijón de las heridas, cuesta tanto describir el dolor mientras escuece el veneno que se prefiere sobrellevarlo en soledad, cada vez mortificando más, cada vez más lacerante, pero resguardado en un secreto del corazón como si de un pecado se tratase.
—¿Y eso de la nostalgia es grave? —se rascó de pronto la coronilla Sartenes.
—Sólo si le das de comer —respondió enigmático el maestro.
—¿Ah, sí? —Sartenes no le entendió pero tampoco se atrevió a preguntar más—. Creo que tienes razón, maestro. Un poco sí he engordado, sí.
Ezequiel y su amigo no podían compartir con nadie el dolor ni sabían a dónde dirigirse ni a quién preguntar el camino. Por eso las dudas comenzaron a quemar los pensamientos del maestro. Sin poder hablar, ni tener a dónde ir, lo más prudente sería, seguramente, abandonar al capitán a su suerte y centrarse en la búsqueda del equipaje real, para cumplir la misión encomendada. Pero, por otra parte, si quedaba alguna posibilidad de salvar la vida de Zamorano, por pequeña que fuese, tenía la obligación de intentarlo, y ello sólo era posible conociendo su situación y la acusación que lo había llevado a la cárcel. Pero ¿a quién preguntar? Y sobre todo, ¿cómo presentarse ante las autoridades sin ser arrestados también en calidad de cómplices o como sospechosos de idéntica acusación?
—Creo que me he perdido. No sé por dónde empezar —confesó Ezequiel a Sartenes.
—Las señas de la marquesa las ha de conocer mucha gente, a buen seguro —replicó Sartenes.
—¿La marquesa? Pero no es a ella a quien buscamos ahora. —Ezequiel movió la cabeza a un lado y otro, apretando los labios—. Además, de nada nos serviría esa información… Si acaso para ser denunciados y arrestados también. ¿O quieres que nos presentemos en su casa y le preguntemos si es una traidora al servicio del extranjero?
—¡Pero si ya sabemos que lo es! —Sartenes afirmó con la cabeza arriba y abajo y con la boca fruncida.
—Pues entonces huelga perder el tiempo. Lo que necesitamos es recabar noticias sobre el tesoro del rey.
—Y del capitán —añadió Sartenes.
—Claro. Y del capitán —coincidió Ezequiel.
A esa misma hora, Cayetana Queipo de Llano, marquesa de Laguardia, entraba con un salvoconducto del coronel Lamarque, con quien finalmente se había entendido muy bien, en la cárcel de Casa y Corte de Fuencarral para ver al preso Manuel Zamorano.
El capitán recibió la noticia de la visita tendido en su camastro, sucio y desaliñado, con barba de cuatro días y el cabello revuelto. Al principio no quiso aceptarla y rehusó entrevistarse con ella, pero el oficial de la guardia le recordó su condición de militar y le urgió a cumplir las órdenes, escoltándolo personalmente hasta una sala contigua, en donde aguardaba la señora.
—¡Qué aspecto más horrible, Manuel! —dijo nada más verlo, llevándose el pañolito a la nariz como para sobreactuar sus condolencias y manifestar su repulsión—. ¿Qué te han hecho?
—Tú deberías saberlo —respondió el capitán, con mirada severa—. ¿Así que esta era tu venganza? No la has demorado mucho, vive Dios.
—¿Piensas que yo…? —Cayetana fingió escandalizarse y, de inmediato, entristecerse—. Pero…, ¿cómo puedes pensar…?
—No te esfuerces, mujer. —Zamorano se sentó en una silla, dándole la espalda—. Lo que no me explico…, lo que no acabo de comprender es qué haces aquí… Primero me denuncias y ahora… ¿Se puede saber a qué has venido? ¿Acaso necesitabas comprobar que sigo vivo para idear la forma de que me arcabuceen?
Cayetana exhaló un suspiro minúsculo y luego, aparentando sentirse muy afectada, se pasó el pañolito por los lagrimales, arrastrando las inexistentes lágrimas que rebuscó en sus ojos.
—Me hieres tanto, Manuel…
—¿Yo a ti? —Zamorano sonrió, con desdén.
—Sí, me hieres. —Cayetana se acercó y se abrazó a su espalda—. Ningún mal deseo para ti. Comprendo que dije muchas cosas, pero no las pensé cuando te las decía. Y que nada de aquello hubiese sucedido si no me hubieses despreciado como lo hiciste. Pero ya pasó. Ahora estamos otra vez juntos, mi amor…
—¿Juntos? —Zamorano se zafó de sus brazos poniéndose de pie y volviéndose hacia ella—. Yo estoy en esa asquerosa celda pendiente de juicio y de mi propia ejecución y tú entras y sales como si fueras uno de ellos —señaló al oficial francés, despectivamente—. ¿A eso le llamas estar juntos?
—Eso tiene solución… —Cayetana intentó volver a abrazarlo—. Si tú quieres…
—¿Solución? —Zamorano la miró intrigado—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Cayetana sonrió levemente, con los ojos risueños—. Tengo algunos amigos… Y te aseguro que el marqués de Laguardia no se hallaría en esta situación.
Zamorano tardó unos segundos en comprender sus palabras. Y, cuando lo hizo, se le inundaron los ojos de rabia.
—Pero…, ¡estás loca! —Zamorano gritó—. ¿Quieres decir que si me caso contigo obtendría la libertad?
—No creo que eso sea tan horrible… —volvió ella a sonreír.
—¡Tú o el patíbulo! ¡Eso es lo que me estás proponiendo! —Zamorano creyó que no podría contener la furia de sus manos. El oficial francés y los soldados de la guardia, observando su actitud, lo sujetaron fuertemente para impedir que se abalanzase sobre la mujer—. ¿Eso es lo que pretendes viniendo aquí? ¡Zorra! ¡Sal ahora mismo de mi vista! ¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Diez veces muerto antes que venderme a una ramera! ¡Vete! ¡Vete!
Los gritos del capitán se fueron diluyendo conforme lo fueron arrastrando, alejándolo, hasta encerrarlo otra vez en su celda. Cayetana, de nuevo herida, golpeó la silla con rabia, arrojándola al suelo, y salió de la sala a paso vivo con los ojos llenos, ahora sí, de unas lágrimas hirvientes que le quemaron las mejillas pero a las que no descubrió porque en su pecho se había incendiado una hoguera que le abrasaba el corazón, los pulmones y el estómago, como si hubiese bebido una pócima mortal.
—¡Que lo ejecuten! —gritó por los pasillos antes de abandonar el edificio, como si las paredes oyesen o el mundo estuviese expectante a la espera de su sentencia final—. ¡Que lo ejecuten de inmediato!
—Recapacitemos —dijo Ezequiel en voz alta, sin resolver si hablaba para sí mismo o compartía sus pensamientos con Sartenes—. El capitán está arrestado y, por ahora, suponemos que vivo: otra cosa la hubiésemos conocido por los murmullos de la gente. Pero no sabemos dónde encontrar noticias de él ni modo de establecer contacto. Teresa, como es natural, no está en condiciones de colaborar mucho. Quedamos tú y yo para descubrir el paradero del equipaje del cautivo y ponerlo a buen recaudo. Y no tenemos ni idea por dónde empezar.
—Pues sí que estamos buenos… —exclamó Sartenes.
—¿Se te ocurre algo? Para variar, digo…
—Pues…, ¿no sería mejor averiguar dónde está el capitán y que él nos diga lo que debemos hacer? —Sartenes se rascó otra vez la coronilla, mientras se volvía sin disimulo para seguir la estela de una moza de mejillas coloradas y cuello juncal.
—Escucha, Sartenes —el maestro se impacientó—. Del capitán no podemos esperar nada, ¿lo entiendes? Si lográsemos saber su paradero, no podríamos acercarnos a él o seríamos también arrestados. Es un rebelde, a ver si te enteras. Y sus amigos seríamos considerados de igual manera.
—Pues sí que lo pones fácil, maestro.
—Es que no lo es…
Ezequiel quedó pensativo. Siguieron adentrándose por las calles del centro de la ciudad, sin saber a ciencia cierta a dónde dirigirse, siguiendo los caminos que reconocía el maestro por haberlos cruzado con Zamorano. Empezaba a picar el sol del mediodía y buscaban las sombras de los edificios para resguardarse, mientras los vecinos con que se encontraban parecían caminar cada vez más apresurados, apurándose en acabar los menesteres del día para protegerse del sol que se envalentonaba con todo el rigor de mediados de agosto. El maestro volvió a hablar, esta vez en voz más baja aún, como para sí mismo.
—Tenemos un libro con un título: Fuenteovejuna; un autor: Lope de Vega; creemos que contiene unas claves que nos conducirán a un inventario de riquezas, y puede que el acertijo haya sido establecido por el propio rey, si hemos de fiar de lo que la marquesa narró al capitán. ¿Qué se te ocurre?
—¿A mí…? —Sartenes se señaló el pecho sorprendido y arrugó el entrecejo—. ¿Que qué se me ocurre a mí?
—¡Pues claro!
—Pero si a mí no se me ocurre nunca nada, maestro. Yo sirvo para ingeniarme cómo saciar las hambres, no para destripar adivinanzas de bachilleres.
Ezequiel lo miró, no sabría decir si irritado o divertido. Y se lo tomó al pie de la letra.
—Imagina, Sartenes, que tienes hambre…
—Que ya empiezo a tenerla, por cierto…
—Bueno, escúchame. Imagina que tienes hambre y que te enteras de que hay unas buenas sopas y un excelente guiso en algún lugar de esta ciudad. Y te dicen: búscalos y son para ti. En este libro está escrito dónde encontrarlos. ¿Por dónde empezarías?
Sartenes se quedó mirando a lo lejos, acariciándose el mentón y la papada y parado en medio de la calle, sin ver ni oír nada, como si tuviese que resolver el mayor problema de su vida.
—¿En ese libro que tenemos? —preguntó.
—Eso es —respondió Ezequiel.
—¿Por dónde empezaría? —preguntó otra vez.
—Sí. Por dónde…
—Pues empezaría por el principio —replicó pasados unos segundos.
Ezequiel lo observó con detenimiento, sin terminar de comprender lo que quería decir.
—¿El principio?
—Digo yo —Sartenes se encogió de hombros, como si hubiese resuelto el misterio con toda facilidad—. ¿Cuál es el principio?
—¿Del libro? —El maestro se masajeó el hueso de la nariz, bajo el puente de las gafas y recordó—. Dice algo así como «¿Sabe el maestre que estoy en la villa?».
—¿En la fachada? —preguntó Sartenes.
—¿En qué fachada? —replicó Ezequiel intrigado.
—Pues, ¿en cuál va a ser? En la del libro —Sartenes no entendió la cara de sorpresa del maestro.
—¡Ah! La portada. No, en la portada está el autor y el título.
—La portada, eso… ¿Y cómo empieza?
—Arriba está escrito Don Félix Lope de Vega y Carpio; y más abajo, en el centro, el título: Fuenteovejuna.
—Pues eso: intentaría saber qué es eso de don Félix Lope y eso otro que has dicho.
—Es un autor de comedias, Sartenes. Un nombre, nada más.
—¿Nada más? —cabeceó Sartenes—. ¿Es conocido?
—¿Conocido? ¡Por todos los santos, Sartenes! Junto con Shakespeare es el más grande dramaturgo de todos los tiempos… —Abrió los brazos con exageración el maestro.
—Pues si tal es, igual se sabe dónde vive. De tan famoso…
—¡Hombre de Dios! ¡Pero si murió hace doscientos años!
—¿Murió? Pobre… —se lamentó Sartenes, fingiendo consternación. Pero de inmediato resolvió—: ¿Y se sabrá en dónde descansa? Quiero decir, en dónde está enterrado… Porque de ser así…
Ezequiel se quedó perplejo. ¿Podía ser tan fácil la respuesta? No, no lo creía. Pero…, ¿y si la solución había estado tanto tiempo ante su nariz y no se le había revelado con la claridad que ahora se ponía de manifiesto por la simplicidad de Sartenes?
—Perdona, vecino —Ezequiel abordó a un hombre entrado en edad que en aquel momento pasaba por su lado—. ¿Podrías indicarme si en Madrid está enterrado algún ilustre literato? No sé… Alguno…, como el gran Lope de Vega…
—¿Pues no lo va a estar? —replicó el hombre, casi sin detenerse—. ¿Acaso crees que echaron su cuerpo a los perros? Y Dios me perdone la blasfemia…
—Claro, claro… Disculpe mi torpeza… —Ezequiel lo retuvo un instante más—. Pero no sabrá dónde está enterrado, ¿verdad?
—Por supuesto, por supuesto… En la Iglesia de San Sebastián, como merecía. Allí casóse y allí fue enterrado. Aunque no como consecuencia de ello, naturalmente…
—No, claro… Naturalmente… Gracias, gracias. Con Dios.
—Con Dios.
Lope de Vega… En Madrid había una sepultura con ese nombre, desde luego; pero que aquella fuese la dirección buscada era tan evidente que no podía constituir cuerpo de acertijo alguno. ¿O sí? De todos modos Ezequiel pensó que tendría que ir a ese lugar de inmediato, situado en la calle de las Huertas, le dijeron, junto al cementerio de San Sebastián, no fuese a ser que de puro sencillo se le estuviese pasando de largo la respuesta anhelada.
Pero, ahora que recapacitaba sobre la noticia que el vecino le había dado, no podía ser cierto. Además Lope de Vega no contrajo matrimonio en esa iglesia, o al menos no fue así con su primera esposa, doña Isabel de Urbina, con quien lo hizo por poderes mientras él permanecía desterrado en Valencia. Y con la segunda, doña Juana de Guardo, seguramente tampoco, hija como era de un zafio mercader sin refinamiento ni mérito. Aunque por tener tan gran fortuna…, tal vez fuese así. A saber. En todo caso, menudencia tal no debía impedir proseguir la búsqueda.
—Vamos, Sartenes —ordenó—. A ver si resulta que a la postre vas a tener razón y estamos aquí pelando la pava como dos mostrencos.
—¿Ahora mismo? Pudiera ser que comiendo algo antes…
—¡Sartenes!
—No, si yo lo decía por ti… Te encuentro, no sé, como desmejorado…
Ezequiel tiró del brazo de su amigo y se propuso arrastrarlo en dirección al lugar que iba a visitar. Pero, de pronto, alguien gritó desde un portón lejano.
—¡Doctor! ¡Doctor!
Volvió la cabeza buscando a quién llamaban de semejante manera y descubrir si se encontraba alguien cerca, a su alrededor. Pero a nadie vio. Aquel hombre se dirigía a él, sin duda; pero el maestro no comprendía por qué le reclamaba ni, mucho menos, por qué le motejaba con aquel apelativo. Y lo comprendió aún menos cuando el desconocido corrió hasta él, jadeando, y se aferró a su brazo. Y lo más curioso de todo era que las facciones del rostro de aquel hombre no le resultaban desconocidas por completo.
—Menos mal que le encuentro, doctor. —El hombre sudaba y hablaba de forma entrecortada.
—Creo que… —balbució Ezequiel, intentando escabullirse.
—¿No se acuerda de mí? —El hombre se enjugó el sudor de la frente con un gran pañuelo arrugado que sacó de la trasera del fajín o del mismo interior del pantalón—. El otro día me preguntó por el judío… hará cuatro o cinco días, ¿no se acuerda?
—¡Ah! —Ezequiel recordó entonces aquel rostro. Era el vecino que en la taberna de la plazuela de San Miguel le había dado las señas de Gabriel—. Perdone, yo no…
—¿De Toledo, no? Viene usted de Toledo. —El hombre se disculpó con los ojos entornados, como si lo lamentase de veras—. Creo que no acerté a darle la dirección del judío y comprendo que aún no le haya encontrado. Gabriel está cada vez peor; y todo por mi culpa…
—No pene, buen hombre —se sobrepuso Ezequiel, ante la mirada atónita de Sartenes que hacía rato que había perdido por completo el sentido de aquella conversación—. No es su culpa. Mi torpeza…
—No, no, debí acompañarle. —El hombre no aceptó la indulgencia del maestro—. Y ahora voy a hacerlo. Sígame, doctor. Se lo ruego.
Ezequiel y Sartenes se miraron sin saber qué hacer. Sartenes adoptó un semblante de incomprensión absoluta que no disimuló y el maestro se vio forzado a arquear las cejas, pedir silencio a Sartenes y aceptar seguir a aquel hombre.
—En fin, en estos momentos mi amigo y yo íbamos a…
—Se lo ruego —repitió el recién llegado.
—Sea pues —concluyó Ezequiel.
El judío Gabriel estaba tendido sobre un camastro de madera en la penumbra de una habitación de paredes desnudas y leprosas, con humedades en los bajos y sin ventilación, a la que se llegaba cruzando un portal descuidado y subiendo unos peldaños tambaleantes e inseguros de madera carcomida. La estancia olía agrio y el aire era nauseabundo, hasta el punto de que Ezequiel estuvo a punto de sufrir una arcada y Sartenes, nada más entrar, corrió a abandonarla para vomitar en seco en el descansillo de la casa. El maestro se cubrió la nariz con un pañuelo y ordenó al hombre que le acompañaba que abriese la ventana de inmediato.
El judío jadeaba en el lecho, cubierta su desnudez con una sábana arrugada que alguna vez había sido blanca pero que ahora tenía el color de la tierra mojada, manchada de sangre seca, orines y esputos. Respiraba con dificultad, se quejaba continuamente con gemidos monótonos y no se movía, aunque la inquietud se manifestaba en el temblor de los labios y en la agitación de sus manos. No fue necesario acercarse más para comprobar que ardía en fiebres, que la cara estaba deformada por los hematomas, hinchazones y heridas sin cicatrizar, y por el pecho, del color del luto, crecían las huellas abiertas o hinchadas de un severo castigo.
—Este hombre va a morir —dijo en voz baja Ezequiel al hombre que lo acompañaba.
—Usted puede curarlo, doctor —imploró el hombre.
Ezequiel guardó silencio, recorriendo con la mirada el cuerpo de un hombre que parecía haber sido arrollado por un carro en medio de una batalla entre bárbaros. No supo qué hacer. Se acercó más a él, cada vez con mayor repugnancia, y puso un dedo sobre un lado de su pecho. El enfermo gimió aún más fuerte.
—Tiene las costillas rotas, las heridas sin limpiar, la fiebre alta… ¿Qué le ha pasado?
—Le torturaron los hombres de Ansorena… Hará de esto cinco días.
—Comprendo…
Ezequiel salió de la estancia para respirar un poco de aire nuevo y llamó a Sartenes. Le contó lo sucedido, le explicó que la marquesa había dicho que el único que había estado cerca del rey don Fernando era él y, por si les podía ayudar en sus pesquisas, le preguntó si creía que merecía la pena salvarle la vida.
—Tú no eres médico, maestro —dijo Sartenes alzando los hombros—. No sé cómo vas a hacerlo.
—Llevándolo a casa y cuidándolo. Creo que con limpieza y atención conseguiremos que sobreviva. Luego se vería obligado a ayudarnos, en agradecimiento.
—Por mí, de acuerdo. Pero ¿y Teresa?
—Creo que tendría que ayudar. ¿Lo hará?
—De eso estoy seguro, maestro.
—Pues no se hable más.
Ezequiel volvió a la habitación. Preguntó al hombre si el enfermo tenía amigos que pudieran trasladarle a su casa para cuidarlo convenientemente, después de lavarlo un poco, como es natural. El hombre le respondió que sí, que algunos judíos, cuando acababan su jornada de trabajo, se reunían con él y lo velaban un rato; y que todos ellos, a buen seguro, aceptarían ponerlo en manos de un doctor toledano. Añadiendo que él mismo, que no era judío pero tan amigo de Gabriel como el que más, se ocuparía personalmente de obedecer en todo lo que se le ordenase.
Aquella misma tarde, acarreado por seis hombres y con el cuerpo lavado, Gabriel fue depositado sobre el lecho de una habitación de la casa de la partida de Zamorano. Teresa fue quien preparó la cama con sábanas nuevas y compró en la botica todo lo que creyó necesario para la más pulcra atención del judío enfermo, que iba a convertirse en un habitante más de su casa.
A quien quería sanar para que el capitán, cuando volviese, se diese cuenta de que ni ella ni ninguno de sus hombres había dejado de esforzarse para cumplir la misión durante su ausencia.
El capitán Manuel Zamorano no pudo aguantarlo más. No era sólo por las ratas que paseaban indiferentes alrededor de sus pies; ni por los chinches, pulgas, arañas, mosquitos y moscas que lo ocupaban todo, como un sarpullido de puntos negros en continuo movimiento, mirase a donde mirase. Era sobre todo la rabia por no poder concluir el plan que se había propuesto a causa de algo tan inesperado como la intromisión de una orgullosa mujer en su vida y por su propia equivocación, apresurándose a aceptarla en matrimonio. Su actitud no se correspondía con la de un buen soldado. Iba a morir, desde luego, pero aquello no era importante; lo trágico para su honor era haber sido débil y, con ello, traicionar a su rey y a su patria. El equipaje real podría haber cambiado el curso de la guerra y con sus riquezas adquirir lo necesario para expulsar de España al extranjero invasor.
Lo estuvo meditando todo el día, minuto a minuto; desentendiéndose de los asquerosos roedores y de la plaga de insectos que lo devoraban a mordiscos produciéndole picores insoportables; una y otra vez paseó la celda calculando los efectos del paso siguiente a dar y las consecuencias de su acción. Y, al final, cayendo la tarde, tomó la gran decisión.
Hizo llamar al oficial de la guardia y lo esperó en su celda de pie y en posición de firmes. Al verlo llegar, dijo solamente:
—Comunicad a la señora marquesa de Laguardia que me perdone; que me he dado cuenta de que estaba ofuscado a causa de los largos días pasados en prisión pero la única verdad es que deseo firmemente casarme, siempre que ella me acepte. ¿Lo haréis?
El oficial sonrió apenas.
—¿Estáis seguro, capitán?
—Completamente.
—En tal caso, la señora marquesa será informada de inmediato.
—Y no olvidéis decirle, por favor, que deposito toda mi felicidad en su respuesta.