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Las noticias llegadas a Palacio el 5 de agosto de 1809 irritaron de forma inusual al rey José. En Aranjuez, a escasos kilómetros de Madrid, se volvían a levantar los rebeldes causando graves daños a la estabilidad del país, mientras que la Junta Central, desde Sevilla, había dado la orden de presentar batalla a los franceses en Almonacid, cerca de Toledo, con el objetivo de dificultar el avance de los franceses, cerrando el paso en Despeñaperros. El 11 de agosto, seis días después, volvieron por tanto los disparos de artillería, las cargas de la caballería polaca, el olor a cadáveres dispersos en tierras abrasadas por el fuego, sólo gozados por moscardones carroñeros verdes, y, en definitiva, una nueva excusa para que los leales al rey Fernando acrecentaran las noticias sobre el heroísmo del ejército regular español. Una nueva derrota patriota, desde luego; pero de nuevo el reino de Bonaparte manando sangre por heridas imposibles de cicatrizar e impidiendo un gobierno sosegado y benéfico para los españoles, como deseaba el nuevo rey.
José Bonaparte había recibido con agrado la noticia del honroso final que se había procurado a sí mismo el ministro Ansorena, de quien daba por bueno que ya había perdido la lucidez y por tanto su cabeza era ya del todo inútil. Y estaba preparándose para dictar doce decretos sobre abastecimiento, aduana, sanidad, urbanismo y fomento cuando, como una pesadilla, volvió el mensajero con primicias de guerra y se vio obligado, de nuevo, a vestir casaca, empuñar sable y ponerse al frente de sus tropas para domeñar a los rebeldes. Sus mariscales se quejaban continuamente de que en Cataluña, Aragón y Castilla las partidas de bandoleros acosaban a sus guarniciones y destacamentos en ruta, causándoles más inconvenientes que pérdidas, más desmoralización entre los hombres que heridas físicas; pero que el incordio era tan enojoso que esperaban instrucciones precisas para acabar con esas guerrillas. Y la orden sólo podía darla él.
—Pero ¿qué deseáis exactamente? —les demandó el rey.
—Una solución.
—No veo cuál —Bonaparte movió la cabeza, a un lado y otro.
—Sencilla —le explicaron—. Otorgad licencia para arrasar todos los pueblos que den cobijo a esos bandidos. Dad permiso para pasar por las armas a todos sus habitantes. Firmad una autorización para reducir a cenizas diez pueblos por provincia, anunciando en los pueblos vecinos similar escarmiento si…
—Pero…, ¿sabéis lo que me pedís? —Bonaparte se puso de pie, rojo de ira y con la mirada furiosa—. ¡Estáis hablando de mi reino! ¿Qué clase de respeto puede exigir un rey que asesina a sus súbditos?
Los mariscales callaron y se intercambiaron miradas de resignación. Estaba claro que se encontraban delante de un pelele sin dotes para el mando, por lo que dilucidaban si seguir o no con aquella conversación. Bonaparte nunca sería para ellos nada más que el hermano de Napoleón, un vulgar gobernador y, además, débil.
—Como desee su majestad —dijo al fin uno de ellos—. Seguiremos viendo desangrarse a nuestros compatriotas mientras los españoles celebran orgías de victoria después de cada una de sus escaramuzas.
—No quería decir eso —negó el rey—. Eso tampoco. Pero habrá otras maneras de impedir…
—No las hay, majestad.
Bonaparte bajó la cabeza y paseó por el salón, con las manos a la espalda. Estaba reflexionando. Los mariscales hacían gestos de desaprobación y se cruzaban miradas de desconsideración dirigidas al monarca, como si de aquel patán no pudiesen esperar nada. El rey francés, ajeno a los desprecios de sus generales, pensaba que aquellos militares tenían razón, que era imposible mantener el orden siquiera en el camino de Francia y que era preciso acabar con los continuos asaltos a los convoyes de aprovisionamiento de uniformes, armas, pólvora y productos franceses, incluso del correo, que muchas veces no llegaba o había que enviar por tres rutas diferentes para que alguna saca alcanzase su destino; y que los continuos asaltos a los destacamentos minaban la moral de los soldados y causaban muchas bajas, aunque en la mayor parte de los casos se tratase de heridos leves. Pero por otra parte estaba seguro de que eran focos aislados que poco a poco irían desapareciendo en cuanto llegase el invierno y, sobre todo, en cuanto él concluyese con la resistencia en el sur, en donde todavía se reunían ejércitos regulares patriotas que hacían imposible el buen gobierno de la totalidad de su reino. Creía firmemente que, derrotadas las tropas leales a la Junta Central, las partidas de bandoleros se desharían solas, y en todo caso tiempo habría de dar caza a aquellos asesinos que se dedicaban a sembrar el terror entre sus ejércitos. Lo prudente era no dar licencia para arrasar pueblos enteros, para hacer escarmientos indiscriminados, para matar mujeres y niños…
—Mariscal Sebastiani…
—¿Majestad?
—¿De cuántos súbditos muertos estaríamos hablando si…, digamos…, aceptase algunas acciones aisladas?
—No sé a qué os referís, majestad.
—¿Cuántos serían? En el caso de dar un escarmiento, como vosotros decís, digamos que… en cuatro o cinco pueblos grandes por provincia en las regiones de Valencia, Cataluña, Aragón y Castilla.
Sebastiani pasó la mirada fugazmente por los demás mariscales y cerró los ojos, intentando calcular de forma mental el número aproximado.
—No lo sé, majestad…
—Decid una cifra…, mariscal. Más o menos, aproximadamente…
—¿Diez mil…? —aventuró una suma Sebastiani.
—Bien —Bonaparte volvió a su paseo, con las manos entrelazadas a la espalda y sin dejar que los ojos se apartasen del suelo—. Yo calculo diez veces más. Veinte provincias, unos cien pueblos, a mil habitantes por pueblo… ¿Voy bien?
—Majestad…
—Sí, voy bien —siguió Bonaparte pensando en voz alta—. Sigamos… Pongamos que hablamos de cien mil muertos entre hombres, mujeres, niños, ancianos… ¿Cuántos litros de sangre crees, Sebastiani, que puede contener, de media, el cuerpo de una persona? ¿Cinco litros?
—No os entiendo, majestad.
Bonaparte se paró en mitad de la sala. Contempló uno por uno a los mariscales, asegurándose de que ellos le seguían también, y gritó:
—¿Cinco litros? ¿Cinco…? ¡Pues hablamos de medio millón de litros de sangre! ¡Medio millón de litros de sangre! ¿Oís bien? ¿Queréis que me ahogue en medio millón de litros de sangre? ¿Eh? ¿O esperáis que después de eso mis súbditos levanten en mi reino estatuas a mi memoria con semejante hazaña? ¡Harían bien en levantar fuentes con chorros de sangre en lugar de surtidores de agua! ¡Largo de aquí! ¡Marchaos inmediatamente de mi vista! ¡Sois despreciables! ¡Sois…!
Bonaparte los despidió con los ojos rojos de ira hasta que abandonaron la estancia uno tras otro, sin efectuar la reverencia de respeto y con la cabeza alzada, orgullosos, pero enrabietados. Luego dio un puñetazo sobre la mesa y se asomó al balcón para ver una ciudad a la que hubiese deseado no llegar jamás.
Y entonces fue cuando entró el mayordomo para informar de la irrupción del mensajero que traía noticias de la batalla que se preparaba en Almonacid.
—¡Prepárese mi guardia! —ordenó—. ¡Mañana mismo parto a ponerme al frente de mis ejércitos! ¡Yo enseñaré a esos imbéciles cómo hay que ganar una guerra!
José Bonaparte era un hombre esbelto, de estructura corporal pícnica, corpulento pero sin caer en la gordura. Su cara era redonda, su papada incipiente, sus facciones suaves y su sonrisa fácil; pero cuando se enojaba componía una mirada a la que se podía temer. De labios finos, cejas afiladas y nariz larga, se peinaba siempre hacia delante, como un césar, ocultando la calvicie con los rizos escasos que se arremolinaban sobre la parte superior de la frente. Con todo, lo más sobresaliente de su fisonomía eran sus ojos, protegidos por unos párpados gruesos que en su abultamiento parecían tejadillos que daban sombra a unas pupilas demasiado apagadas. Podía haber sido un hombre feliz, su rostro se lo hubiese permitido; pero nunca lo fue. Pudo ser una buena persona, un hombre en el que cabía confiar, pero la vida lo colocó exactamente en el otro lado de la calle.
De perfil, como ahora lo veía el mariscal Sebastiani, no parecía un rey. Tal vez nunca lo fue. Cabalgaba despacio, con la vista al frente, encerrado en sus pensamientos, como si una idea se hubiese adueñado de él y nada de lo que sucedía a su alrededor fuese capaz de devolverlo a la realidad. El mariscal cabalgaba a su lado, camino de Almonacid, detrás de ciento veinte jinetes polacos de su guardia personal y delante de dos mil marselleses que iban a incorporarse a la batalla que se celebraría después en los campos de Toledo. Pero Bonaparte no veía ni a los polacos ni a los marselleses; ni siquiera al mariscal, que cabalgaba a su lado escudriñándolo de soslayo a cada rato, por ver si salía de su ensimismamiento.
El rey intruso vestía camisa bordada y casaca labrada. A su cuello se anudaba un pañuelo de seda blanco. Faldriquera, pololos y botas. Se cubría con un sombrero apaisado, como el que usaba su hermano Napoleón. Y lucía un anillo de oro en el dedo anular de su mano izquierda con el sello de la casa Bonaparte. Sin forzarlo, sin guiarlo, se dejaba llevar por la bestia y miraba al frente, siempre al frente, aunque no viera nada más que lo que se cruzaba por sus pensamientos.
—¿Vais bien, majestad? —se atrevió a interrumpirle Sebastiani, después de cuatro horas de camino bajo un sol injusto.
Bonaparte se giró para verlo. Como extrañado por encontrárselo allí. Tardó unos instantes en salir del universo por el que navegaban sus pensamientos y, cuando lo reconoció, afirmó con la cabeza.
—Muy bien, mariscal.
Sebastiani afirmó también con la cabeza y volvió a poner los ojos en el horizonte. Comentó:
—Con este calor…
—Mariscal… —dijo Bonaparte—. ¿Crees que estuve muy duro ayer con los generales?
—No, majestad.
—Bien. —El rey calló, y echó un vistazo hacia atrás, por donde le seguían sus tropas. Y añadió—: Si te tengo el afecto que conoces, no es por tu destreza en mentir, mariscal. De sobra sé que fui inflexible y desconsiderado. Ellos velaban por sus hombres y yo sólo por el respeto que quiero obtener de los españoles.
—Es vuestro deber, majestad —respondió Sebastiani.
—Y el suyo es proteger a los ejércitos imperiales. A saber qué se irían diciendo de mí.
—No les escuché, señor —el mariscal parpadeó dos veces seguidas.
—Pero oíste, viejo amigo —sonrió Bonaparte—. Uno oye aunque no pretenda escuchar. ¿No es cierto?
Sebastiani dudó qué responder. Pero la mirada del rey era tan incisiva y persistente que, después de pensarlo un momento, se puso de pie en los estribos, se volvió hacia su rey y habló solemne.
—Está bien majestad. Os diré lo que oí.
—Adelante.
—Oí que las tropas están cansadas. Oí que muchos soldados han solicitado reintegrarse a los ejércitos de vuestro hermano. Oí que no soportan más a estos españoles, orgullosos como hidalgos arruinados, descarados como piratas, noctámbulos como ratas, osados como sabandijas. Oí que nuestro rey no ama a sus hombres.
—Eso no es cierto… —cabeceó el rey.
—Pues claro, majestad —Sebastiani se dejó caer de nuevo en su silla—. De sobra sé que no es así. Como sé que tanto os da Nápoles que Madrid. No os podéis sentir rey de estos ganapanes… Os admiro, sabéis que os admiro y os quiero, que daría la vida por vos, pero en nombre de ese afecto que decís tenerme, y el que yo os declaro, ¿podemos hablar con sinceridad?
—Hablemos, mariscal.
—Con su permiso, majestad. Lo que oí a los mariscales lo comparto plenamente, señor —Sebastiani cerró los ojos—. Y además creo que un pueblo que no elige a su rey no lo amará nunca. En España somos invasores y como tal nos tratan; y por buenas que sean vuestras intenciones, no os dejarán ser un buen rey. Nunca os dejarán.
Bonaparte guardó silencio. Sebastiani había expresado con fidelidad idénticos pensamientos a los que revoloteaban por su cabeza aquella mañana. Su ayudante de campo lo conocía bien, sin duda.
—Tienes razón. —El rey José bajó la cabeza, entristecido—. Creo firmemente que España merece que todos nos esforcemos por convertirla en un país moderno, libre, culto y rico, pero los españoles no ven en mí al rey que pueda hacerlo. Es más: preferirían seguir incultos y pobres antes que deber nada a un extranjero. Curioso pueblo…
—No os debería sorprender, majestad. Vos sois corso y los italianos, sin ir más lejos…
—Ya sé, ya sé… —El rey se volvió para que no descubriera una lágrima que estaba a punto de desbordarse de sus ojos—. ¿Y sabes? Si yo fuera español estaría de su parte. Pero mi hermano…
—¿Qué tiene que ver el emperador en todo esto? —Sebastiani frunció el ceño.
—Mi misión es reinar y poner España al servicio de Napoleón, mariscal. Se lo he prometido a mi hermano y así lo haré.
—¿Contra la voluntad de los españoles?
—Las voluntades también se derrotan, Sebastiani.
—Habrá fuentes con surtidores de sangre entonces, majestad.
—Las habrá. Si es preciso, las habrá. Ordenad a los mariscales que inicien los escarmientos de que me hablaron ayer. Con prudencia pero con energía.
—Como deseéis, majestad.
La batalla de Almonacid se saldó con una nueva derrota de los ejércitos regulares españoles. Cuatro mil bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, fue el resultado de otra nueva confrontación en una guerra que no tenía visos de acabar nunca. Los franceses, con la presencia del rey José en el campo de batalla, tuvieron algunas bajas menos, pero sus pérdidas fueron también considerables.
Cuando José Bonaparte regresó a Madrid el 13 de agosto, había empezado a llover sobre la ciudad. Aquel verano tocaba a su fin.