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A esas recogidas horas de la noche, cuando al fin se empezaba a poder recobrar la calma después de un día infernal de calor, Zamorano y Teresa estaban tendidos sobre el lecho, desnudos y en silencio. A través de la ventana abierta del dormitorio podían ver temblar algunas hojas de las ramas más altas de los árboles, tal vez acariciadas por la inapreciable brisa, acaso balanceándose en busca de un aire nuevo, como necesitando abanicarse. Teresa permanecía con la mirada perdida en el ramaje, el rostro entregado a la melancolía y los labios entreabiertos, desmayados. Manuel, a su lado, buscaba en el techo cuarteado por figuras geométricas, dibujadas por la luz de la calle, una manera de decir lo que estaba pensando. Sus respiraciones quedas, sosegadas, no evidenciaban los torbellinos que se desencadenaban sin freno en la noria de sus pensamientos.
Al otro lado de la puerta, desde la sala, la voz monótona de Sartenes llegaba como un murmullo mientras, casi con total seguridad, a Ezequiel se le estaban desplomando los párpados con el ronroneo banal de la conversación de su acompañante.
—¡Es que nunca callarás, Sartenes! —alzó la voz el capitán, desde el cuarto.
—Pero si sólo le estaba preguntando con qué sueñan los ciegos de nacimiento. Porque si nunca han podido ver nada de lo que…
—¿Callarás, por lo que más quieras?
Por un momento se hizo el silencio, tras unos breves bisbiseos. El capitán se removió en la cama. Luego volvió a cambiar de postura y al fin, tras resoplar incómodo, se incorporó y apoyó medio cuerpo en el cabecero.
—Estate quieto —dijo Teresa—. Más calor tendrás cuanto más te muevas.
Zamorano respiró hondo.
—Eres muy hermosa —dijo, repasando su cuerpo desnudo con una mirada acariciadora.
—Seguro que la marquesa también…
Teresa no pestañeó. Sin alterar la expresión de su cara continuó con los ojos puestos en las copas de la arboleda, fingiendo un desinterés que no mostraban sus palabras abruptas. El capitán arrugó el entrecejo y la observó sorprendido.
—No hay ninguna marquesa.
—Pues anda que si llega a haberla…
En la penumbra del cuarto, dos diamantes se instalaron en los lagrimales de la mujer, refulgiendo contra las luces del exterior. Manuel los vio brillar y se le empedró la garganta. Se volvió hacia ella.
—Cásate conmigo.
—¿Qué? —Teresa giró la cabeza y compuso un semblante de sorpresa.
—¡Ya lo has oído! —Zamorano se sentó en la cama y puso los ojos en los suyos, como mendigando un sí—. ¿Quieres casarte conmigo?
Teresa no supo qué decir. Llevaba demasiado tiempo esperando aquellas palabras, una proposición que estaba segura de que ya nunca se produciría. La pregunta de Manuel fue tan inesperada que en el corazón se le heló un latido y a punto estuvo de sufrir un desvanecimiento. El calor le inundó el pecho como una marea, anunciando un vahído. Sus labios le demandaban sonrisas y su cabeza un segundo de reflexión para encauzar el río del desconcierto que se estaba desbordando. Sólo le contempló. Respiró hondo y movió la cabeza a un lado y otro.
—¿Y la marquesa? —dijo, para ganar ese segundo que la enloquecía.
—Estoy hablando de ti y de mí. No hay nadie más en el mundo.
Teresa se quedó anclada a su mirada, inmóvil. Pero al cabo de un instante dejó abiertas las compuertas del río, dejó que se desbordasen las aguas de su sonrisa y se abrazó a él, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, rápidos de una corriente ya imparable.
—¿Lo dices en serio?
—¡Casémonos!
—¡Sí, sí, sí y mil veces sí! —gritó Teresa, abrazándolo fuerte y llenándole el cuello y los hombros de besos, igual que minúsculas olas estrellándose contra las rocas de un río, salpicando flores de agua.
Se abrazaron, se rieron, se revolcaron entre besos y caricias… Manuel y Teresa estuvieron así hasta que, de repente, el resplandor de un rayo y la brutalidad del trueno que lo siguió les devolvió a la realidad. Y comenzó a descargar sobre la ciudad un aguacero que en un instante refrescó la estancia como si un demonio hubiese soplado desde la ventana. Teresa miró afuera y arrugó la frente. Se volvió hacia Zamorano, con la sonrisa helada, y musitó:
—No me gusta.
Él, al verla de pronto tan descompuesta, la abrazó aún más fuerte.
—Pero ¿qué te ocurre? Es tan solo una tormenta. Con este calor es normal…
—No me gusta —repitió Teresa. Y se separó de sus brazos, se levantó, fue al armario y rebuscó entre unas sábanas dobladas. Sacó de su interior unas tijeras y se acercó de nuevo a Zamorano—. ¿Las recuerdas? Eran de la pobre Manuela, de Manuela Malasaña.
—Todavía las conservas… —afirmó el capitán.
—Sí. Y quiero que hagamos algo, Manuel —se acopló las tijeras en sus dedos y se la mostró a Zamorano—. Vamos a cortarnos cada uno un mechón de pelo y mezclémoslo. Yo lo guardaré. Para que el alma de esa niña proteja siempre nuestro deseo de estar juntos.
—No seas supersticiosa…
—¡Hagámoslo!
—Está bien, como quieras —aceptó Zamorano—. Pero no temas: es sólo una tormenta, no quiere decir nada.
Teresa, sin escuchar sus palabras, procedió a cortar un rizo de la cabellera de Zamorano y luego otro de la suya. Mezcló las guedejas sobre la palma de una de sus manos con dos dedos y luego los guardó en el cofre donde conservaba los pequeños recuerdos, algunos botones y las agujas de coser.
—Tal vez te parezca una tontería, pero ese rayo me ha producido un escalofrío, como una señal del diablo. Sólo sentí algo parecido una vez.
—Vamos, Teresa. Mañana mismo, tú y yo…
—¡Júrame que te vas a casar conmigo, Manuel! —le interrumpió ella—. ¡Júramelo!
—Amor mío…, ¿hace falta? —intentó abrazarla el capitán.
—¡Júramelo! —insistió, atemorizada.
—Te lo juro.
Y Teresa, cobijándose en sus brazos, se echó a llorar con un frío tan insoportable como el que sintió la madrugada del 2 de mayo del año anterior antes de salir a la calle para dirigirse al taller de bordadoras, el peor día de su vida.
—Bien, escuchad —el capitán alzó la voz en cuanto hubo acabado el desayuno—: Tengo que daros algunas noticias que considero importantes. En primer lugar ya sé quién puede ayudarnos a encontrar lo que buscamos: se trata de un hombre llamado Gabriel, al que todo el mundo conoce como el judío y que, de ser ciertas mis informaciones, merodea por los aledaños de la plaza de San Miguel, donde se instalan tenderetes y mercados. Este hombre tuvo hace tiempo un empleo en Palacio de cierta responsabilidad y, al parecer, odia a los franceses tanto como nosotros. Ayer, en casa de Cayetana… —el capitán carraspeó y no pudo impedir una fugaz mirada a Teresa, que ni siquiera alzó los ojos del tazón en que mojaba migas—, ayer… obtuve de buena mano esos detalles. Porque, curiosamente, la marquesa dispone también de un libro similar al nuestro, regalo del rey a su madre, creo recordar. Un libro que habla de un despecho amoroso, como el nuestro se refiere a un equipaje real. Parece que al rey nuestro señor le gusta comunicarse a través de signos como estos. Así pues…
—Hay una cosa que no entiendo —Sartenes se llevó las uñas a la coronilla—. Si alguien más sabe lo del equipaje, ese judío por ejemplo, el oro ya no seguirá en su sitio…
—No he dicho que conozca el secreto, Sartenes —Zamorano negó con la cabeza—. Sólo os digo que puede ayudarnos en nuestras pesquisas. Por supuesto sin que albergue sospechas de lo que pretendemos.
—Si es así habrá que dar con él —aceptó Sartenes.
—De acuerdo, yo le buscaré —se ofreció Ezequiel.
—Iremos los dos juntos hoy mismo —replicó el capitán—. Más ven cuatro ojos que dos.
—¿Y yo? —Sartenes alzó la frente, ofendido.
—Tú mientras tanto ayudarás a Teresa —Zamorano bajó la voz, se puso en pie y añadió de corrido y entre dientes, ruborizándose, como quien confiesa un pecado—, con quien, por cierto, voy a casarme. ¡Bueno, qué, maestro!, ¿nos vamos ya o qué?
—¿Que tú y ella…? —Ezequiel abrió los ojos con desmesura.
—¿Es cierto eso, Teresa? —Sartenes sonrió.
Teresa afirmó, sonriendo apenas. Sartenes y Ezequiel abrieron sus bocas en una amplia sonrisa y corrieron a abrazar a la novia.
—¡Felicidades, Teresa! —exclamó el maestro—. ¡Sabes que te deseo lo mejor!
—¡La novia más guapa del mundo! —gritó Sartenes—. ¿Puedo besar a la novia, eh, capitán, puedo besarla?
—Bueno, basta ya —Teresa se zafó como pudo de las efusiones de sus amigos.
—¡Puedes ayudarla en la casa y en el mercado! —respondió Zamorano—. Ya llegará el momento de los besuqueos cuando salgamos de la iglesia.
—Enhorabuena, Manuel —Ezequiel puso firme su mano en el brazo del capitán—. Creo que te mereces una mujer como esta. Me alegro por los dos. Bueno…, por los tres —se palpó la tripa, abombándola exageradamente.
—¡Pero…! —inició la protesta Teresa, que ignoraba que su prometido estuviese informado de su estado.
—¡Venga, maestro, andando! —Zamorano quiso poner fin a la algarabía de unos y a la tormenta que se avecinaba si le daba tiempo a Teresa para desencadenarla—. Volveremos para comer.
—¡Hoy lo celebraremos! —les despidió Sartenes mientras salían por la puerta.
—Pero…, ¿cómo sabía…? —quedó Teresa estupefacta, mirando la puerta que acababa de cerrarse y después a Sartenes.
—¿Saber, qué? —alzó los hombros el pícaro.
—¿Pues qué va a ser? Mi estado…
—Ay, Teresa —cabeceó Sartenes, fingiendo—. ¿Pero cuándo llegarás a calibrar con justeza la inteligencia de nuestro capitán? ¿Cuándo?
Las calles de Madrid hervían de calor a aquellas horas de la mañana y aún no habían dado las diez en el reloj. Los vecinos caminaban aprisa, como pretendiendo acabar cuanto antes con sus obligaciones y que el plomo del mediodía no les sorprendiera en pleno ajetreo. El trajín de carros, animales de tiro y de carga, chicuelos correteando, mujeres yendo o regresando de los mercados y hombres en sus oficios había convertido la ciudad en una verbena en la que nada parecía poder quedarse quieto. Las tabernas, a tal hora, aún permanecían deshabitadas, con los tasqueros adecentando los suelos, los mostradores y las mesas, rellenando frascas desde los pellejos de vino y preparando al fuego guisos y tapas para los almuerzos y las meriendas. Sólo sesteaban en sus paseos los militares de la guardia, que caminaban despacio con los mosquetones al hombro y las manos enlazadas a la espalda; sólo ellos y algunos caballeros de sombrero y botín acharolado que observaban la aparente placidez de la ciudad desde su prepotente superioridad de afrancesados.
Zamorano y Ezequiel recorrieron las calles interesándose por todo. Prado, Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, calle Mayor… El maestro se admiraba de esto o aquello, apostillaba estilos a los edificios, ampliaba información sobre los monumentos, hacía observaciones sobre el trazado de las callejas y completaba sus reflexiones con ejemplos que encontraba a su alrededor.
—Mucho parece deleitarte esta ciudad, maestro.
—Sí, capitán. Más de lo que puedas imaginar… Yo creo…, no sé, creo que todos tenemos un hogar privado, que es nuestra casa, y un hogar público: nuestra aldea, nuestro pueblo, nuestra ciudad. Pero quizá ningún otro sitio posea, como Madrid, esa cualidad hogareña, de cercanía y de calor, de un lugar a donde regresar siempre. ¿Comprendes lo que quiero decir? Es como un punto de referencia. Para mí se asemeja a un destino al que llegar y quedarse, sea cual sea el punto de partida. En mi opinión, capitán, las sensaciones de todo viajero son superficiales porque se detiene a contemplar piedras y monumentos, edificios y calles, sin rebuscar entre los ojos que le miran la calidez que no puede transmitir el granito ni el adobe. Pero cuando el viajero ha de permanecer en esta ciudad, sea cual sea la razón, parece que ya no se preocupa de vigas sino de viandas, de chinches sino de saludos de buenos días, de esa manera tan extraña que tienen los madrileños de mirar sin ver, de ignorar con curiosidad… Es como un deseo de sumar, pensando que cuantos más sean los vecinos, más fácil será hacerse dueño de una ciudad imposible que jamás se ha dejado domar. No parece que haya protocolos ni requisitos para ser madrileño; la carta de naturaleza se obtiene con el mero deseo de serlo. Nunca, nadie, en todo este tiempo, ha intentado conocer mi origen ni ha mostrado curiosidad acerca de mis intenciones de quedarme o de partir. Tal vez sea que den por hecho que me quedaré para siempre, como ellos se quedaron una vez. Extraña ciudad: no es extremadamente hermosa, ni fácil de transitar, ni cómoda para instalarse; pero debe de ser por ello, estoy seguro, por lo que sus vecinos tienen siempre una palabra recién lavada en la punta de la lengua para regalártela. ¿No te ha pasado a ti también? En la plaza o en el mercado, en la taberna y en la capilla. Sí: me gusta esta ciudad. Sería preso de ella si pudiese. Y aunque nunca llegue a estar atado a sus calles, creo que jamás podré dejar de pensar que sería un buen lugar para dejar correr los días hasta que se agoten…
—Qué cosas dices, maestro…
El capitán hizo un gesto de alejamiento con la mano porque, más allá de lo que pensaba Ezequiel, sus preocupaciones caminaban pegadas a sus asuntos personales y, también, por no perderse por los trazados urbanísticos y la arquitectura de la ciudad.
Pero al rato, se detuvo en seco para mirar fijamente al maestro e interrogarle sin palabras cuando le oyó decir:
—Y, sin embargo, parece mentira que una ciudad invadida disimule tan bien su enojo…
—¿Disimulan? —Zamorano extendió su mano y señaló a los vecinos, apuntándolos con un dedo.
—Sí, capitán, disimulan —sentenció Ezequiel—. Nunca una ciudad está conforme al convivir con sus invasores.
Zamorano aceptó la afirmación, moviendo dos veces la cabeza arriba y abajo, y continuó andando. Pero, al cabo, frunciendo el ceño, dijo:
—¿Y no se te ocurre pensar que tal vez ya se han congraciado con el francés?
Ezequiel lo estudió, sorprendido. El capitán no podía estar hablando en serio.
—Pero…, si fuese así, si así lo creyésemos… —titubeó de pura indignación—, ¡no sé qué hacemos nosotros jugándonos el gaznate por el rey don Fernando, capitán! ¿No es el bien del pueblo lo que buscamos con el regreso del rey, nuestro señor?
—El bien del pueblo… —suspiró Zamorano y arqueó las cejas—. A saber cuál es el bien del pueblo. Tú mismo me dijiste en una ocasión que las reformas de Bonaparte son buenas, que los ideales de la República favorecen a los ciudadanos, que las ideas políticas de nuestro rey son un enigma y en cambio las ideas francesas son beneficiosas para los ciudadanos… Me hablaste de ello e, incluso, llegaste a dudar en dónde estaba la razón.
—Yo no… —balbució Ezequiel—. Yo no quise decir eso…
—No te excuses, maestro, no es preciso. Yo mismo también guardo esas dudas. Pero lo único cierto es que nuestro rey ha sido humillado y con ello se ha ofendido a todos los españoles. Y el honor nacional exige combatir a los invasores y el regreso de don Fernando. Tiempo habrá después, entre nosotros, de ahorcar a quien se lo busque si su gobierno es humillante, injusto o deshonroso. Por muy rey que sea…
Ezequiel permaneció en silencio. Las palabras del capitán sonaron firmes, solemnes, como una declaración de principios. Palabras que mostraban mucho más amor por la patria que por sus gobernantes y, por lo tanto, respetables y dignas de ser compartidas, punto por punto. Era verdad: el extranjero había invadido un país por la fuerza, en nombre de no se sabía qué derecho internacional ni qué razones políticas, y no tenía legitimidad para perpetuar el crimen. Por lo tanto los ciudadanos, los derrotados, tenían derecho a utilizar cualquier medio a su alcance, incluida la violencia, para recuperar sus derechos de hombres libres. El maestro tardó unos segundos en contestar.
—Tienes razón, capitán. Nosotros a lo nuestro, que es de ley. Seguro que ellos, que ahora aparentan tanto conformismo, están esperando que alguien como nosotros les devuelva la esperanza.
—O puede que no nos perdonen que irritemos a los franceses y, entonces, como represalia, empiecen a ahorcar a los vecinos por las plazas. En ese caso, a lo mejor los que terminamos balanceándonos de una soga somos nosotros…
—Pues correremos el riesgo, ¿no?
—En eso estamos.
En los alrededores de la plaza de San Miguel las tabernas estaban empezando a acoger a los primeros parroquianos. Zamorano y Ezequiel decidieron entrar en una de ellas, situada justo en medio, y se acodaron en el mostrador delante de una jarra de vino y de dos vasos pequeños. La idea propuesta por el capitán era esperar lo que fuese necesario con el oído puesto en las conversaciones de los vecinos, por ver si alguno de ellos hablaba del judío o comentaba algo que les indicase el camino para dar con él; y si pasado un tiempo prudencial no obtenían resultado alguno, escoger a un parroquiano que por su modo de expresarse les infundiera confianza y preguntarle abiertamente el modo de encontrarlo. Ese era el plan.
Estaban preparados, pues, para aguardar con paciencia; pero a la postre no precisaron de un solo gramo de ella porque, antes de que se dispusieran a oír charla alguna, los indignados presentes ya estaban vociferando la noticia de lo que le había ocurrido la noche anterior a Gabriel, el judío, en casa del ministro Ansorena, a consecuencia de la cual se estaba debatiendo entre la vida y la muerte en una cama de su casa, atendido por un estudiante de Medicina y rodeado de seis amigos, todos ellos judíos, que se habían hecho cargo de velar por su salud. Ezequiel y Zamorano se miraron desconcertados, incrédulos. ¿Hablaban del judío, de su judío? Pero ¿cómo era posible tanta casualidad?
El azar se cumplió en su beneficio. En efecto hablaban de Gabriel y, en pocas palabras, conocieron su rapto, su tortura, su liberación y el suicidio de Ansorena. Y también supieron que por ahora no sería fácil acercarse a él ni, por lo tanto, entablar conversación alguna.
—Creo que dada la situación tendremos que dejar pasar unos cuantos días —dijo Zamorano, apesadumbrado.
—Así es —coincidió el maestro.
—De todos modos, no nos vendría mal conocer su paradero…
—Voy —Ezequiel se alejó unos pasos.
Zamorano no reaccionó. Vio cómo se iba el maestro, se acercaba a un hombre, conversaba con él en voz baja y después le daba una palmada en el hombro antes de volver junto al capitán.
—Ya podemos irnos —dijo el maestro, arrojando unas monedas sobre el mostrador.
—¿Y la dirección…? —Zamorano estaba asombrado.
—Ya la tengo.
Salieron de la taberna despacio y caminaron pausados por la calle Mayor y otras muchas calles, de regreso a casa. Ezequiel continuaba mirando edificios, deteniéndose ante tenderetes y comercios, observando el trajín de los vecinos y comentándolo todo con la indiferencia, y a la vez la curiosidad, de un aristócrata inglés en viaje de placer. Zamorano no daba crédito a la impasibilidad del maestro, como si la información obtenida, y el ardid usado para conseguirla, careciesen de interés para él. El maestro notaba que su amigo lo observaba de continuo, a veces con impertinencia, pero no se sintió aludido en ningún momento. Incluso se entretuvo haciendo pequeñas alusiones a detalles nimios del paseo, como la tacañería del chorro de una fuente o la minúscula grieta que amenazaba la viga de un corral. Aquella displicencia iba sembrando en las tripas del capitán una tormenta de vientos que amenazaba con provocar un huracán vociferante, como si sus nervios se fueran a desatar en un estallido de ira; pero la indiferencia del maestro le hacía dudar, no fuese que la discreción estuviese obligada por alguna causa o que él no tuviese que saber, por ahora, lo que deseaba conocer. Miró y remiró a Ezequiel varias veces, alguna ya adoptando un semblante enojado, pero el maestro, aun dándose cuenta de ello, no alcanzaba a comprender qué le ocurría a su amigo y siguió a lo suyo, absorto en la magnitud y variedad de acontecimientos que se sucedían en la gran ciudad.
Hasta que el capitán, con los nervios deshechos, sudando por el calor y sumamente irritado, después de darse dos o tres veces la vuelta por ver si alguien les seguía, se paró en medio de la calle, tomó del brazo a Ezequiel con energía y le espetó:
—Pero ¿se puede saber qué demonios ha sucedido?
El maestro quedó sorprendido con la violencia de Zamorano y, sobre todo, con la desmesura de su tono de voz.
—¿Qué ha sucedido con qué? —se encogió de hombros, desconcertado y aturdido.
—¡Con ese hombre! —el capitán zarandeó el brazo del maestro—. ¿Es que no me vas a decir qué rayos te ha dicho?
—Tan solo la dirección del judío —respondió el maestro frunciendo los labios, todavía confundido, turbado—. Es lo que buscábamos, ¿no?
—¡Por todos los diablos! —se enfureció más Zamorano—. ¿Y a qué esperabas para decírmelo?
—Pero…, ¡si creía que ya lo sabías! —Ezequiel se zafó de la mano del capitán que empezaba a causarle dolor en el brazo—. Queríamos saberlo y lo pregunté, sólo eso.
—¿Y te lo dijeron así, sin más? —el capitán creyó que se marearía con todo aquello—. Vamos, esto es inconcebible… ¿Me vas a decir…, me vas a decir que tú, un desconocido, pregunta a otro desconocido dónde está ese judío herido, que además ha estado a punto de ser asesinado, y te lo dicen así, como si tal cosa?
—Naturalmente. —Ezequiel se ajustó las gafas en el puente de la nariz y se volvió, dispuesto a continuar su camino—. Bueno, yo creo que también ayudó el hecho de que me presentara como un médico recién llegado de Toledo, avisado por un amigo del enfermo. Pero, sin ser así, creo que aquel hombre me lo hubiese dicho de todas formas. Al fin y al cabo no tengo aspecto de franchute ni de asesino. ¿O sí?
Teresa, azuzada por Sartenes, había preparado una comida especial. Al llegar Zamorano y Ezequiel a la casa se encontraron la mesa cubierta con un mantel fino, platos de loza nuevos, una servilleta sobre cada plato y tres fuentes con un aspecto de lo más apetitoso. En una sobresalían hojas de lechuga salteadas con tomates cortados en forma de dados, rodajas de pepino, aros de cebolla, aceitunas negras, huevos duros cortados por la mitad y un salteado de berros, todo ello regado con aceite y vinagre y luego sazonado. En otra, tacos de jamón curado se entremezclaban con pulpa de melón cortada en gajos o tajadas, adornado todo ello con guindas dulces; y en la tercera, cuatro piernas de cordero asadas dejaban escurrir su grasa hasta el fondo, con un brillo deslumbrante sobre su piel dorada por el centro y churruscada por los bordes. Un plato de pasteles de chocolate y crema, reservados para el postre, resguardaba en una esquina de la mesa dos botellas de vidrio llenas de vino tinto, de muchos reales cada una. El capitán se sorprendió al ver tanta comida y tan bien puesta y preguntó a qué se debía todo aquello.
Sartenes no contestó. Se limitó a mirar a Teresa y luego, sonriendo, volverse de nuevo a Zamorano. El capitán entendió perfectamente la intención de aquel banquete y fue decidido a besar a la mujer, que esperaba con la mirada vacilante y turbada su aprobación. Y ella, enseñando la mejilla para ser besada, como si aquel beso de conformidad y agradecimiento no lo necesitase, dijo con desdén:
—Nada, ya sabes: cosas de este —señaló a Sartenes—. Y haced el favor de lavaros las manos antes de sentaros a la mesa, que a saber en dónde y con quién habréis andado por ahí…
La comida transcurrió en silencio, sólo interrumpido para alabar la frescura de la ensalada, la dulzura del melón y el buen diente del cordero. Y para saborear con deleite el vino traído de una bodega de la misma calle de San Pedro, proveedora de la Casa Real desde 1755. Fue al terminar, una vez que los pasteles quedaron terciados sobre el plato, cuando Zamorano rellenó los vasos de todos, se puso en pie y levantó el suyo:
—Por ti, Teresa —dijo—. Por hacerme el más feliz de los hombres. Y por el rey don Fernando. Y también por vosotros, amigos, que al fin y al cabo los buenos amigos es la única familia que nos permiten escoger. Por eso seréis los testigos de una boda que celebraremos en cuanto cumplamos la misión que nos ha traído a Madrid.
—¡Y por ti, capitán! —respondieron al unísono Ezequiel y Sartenes.
Los cuatro bebieron, a continuación. Ellos apurando los vasos de un solo trago; Teresa llevándose el suyo a los labios y bebiendo, tan solo, un pequeño sorbo. Con la mirada confundida. Y los pensamientos volando tristes dentro de su cabeza porque el capitán no había fijado plazo para la boda y porque la noche anterior, como un mal presagio, había caído un rayo cerca y todavía se sacudían en su interior los ecos de un escalofrío que, como la otra vez, le había causado un estremecimiento que anunciaba la inminencia de nuevos días amargos.