3

El regreso de José Bonaparte a Madrid se produjo durante la noche. Su comitiva, encabezada por una compañía de guardias reales, estaba formada por doce carruajes y más de un centenar de soldados veteranos, elegidos personalmente por él entre las tropas francesas destacadas en Madrid. No había ni un solo español en su guardia personal; en cambio, participaban en ella una treintena de soldados polacos, dos docenas de napolitanos y cuatro árabes; el resto era un pelotón de marselleses. En el carruaje le acompañaba el mariscal Sebastiani, que por lo demás no había abierto la boca durante todo el viaje.

Madrid estaba muy hermosa aquella noche. Sudaba luces desde las farolas y los vecinos habían sacado las sillas a los portales para buscar briznas de aire con las que enjugar sus propios calores. Las madrileñas lucían escotes exagerados en sus vestidos blancos o estampados de flores o lunares, y los hombres camisolas abiertas hasta el cuarto botón, remangadas al codo y, algunos, con pañuelos al cuello con los que se limpiaban continuamente la frente y la nuca. Sí; estaba muy viva y hermosa la ciudad, viviendo en la calle, pero también sumida en un profundo silencio. O al menos eso fue lo que sintió el rey nuevo, lo que le produjo una extraña sensación de alejamiento de sus súbditos.

—Fíjate: parecen muy discretos estos españoles —comentó a Sebastiani—. Discretos y callados.

—Cotorras —rezongó Sebastiani, después de carraspear—. Hablan como cotorras. Es sólo a vuestro paso cuando callan, majestad.

—Es posible… —El rey afirmó con la cabeza sin dejar de mirar al exterior por la ventanilla del carruaje. Y añadió—: Esto demuestra una vez más que las apariencias pueden engañarnos y tal vez sea que nos estemos equivocando con ellos. Quiero hacer lo que esté en mi mano para que estos vecinos sean felices, general.

—Sí, majestad —respondió Sebastiani con un tono de voz neutro, fatigado.

—Pero, en fin, muestras tanto entusiasmo… —Bonaparte se volvió a su mariscal y sonrió—. No sé si encargarte a ti este menester…

—Siempre a vuestras órdenes, majestad…

En efecto. Era notorio que el paso de la comitiva no despertaba ningún interés en los vecinos, y simpatía menos aún. Algunos volvieron las cabezas a su paso, para coincidir en que se trataba de Pepe Botella de regreso a la ciudad a saber con qué intenciones, y de inmediato volver a su faena, consistente en resoplar, tirar del botijo y mirar al cielo en busca de una nube. Y, en cuanto se alejaba el cortejo, reanudar la conversación que se había quedado en suspenso por no querer compartir con el usurpador tan siquiera el ruido de su palabrería.

Bonaparte admiraba Madrid y soñaba con convertirla en una gran ciudad. El rey Carlos III había diseñado una urbe monumental, construyendo el Hospital General, la Casa de Correos en la Puerta del Sol, el Palacio de Benavente, la Casa Real de la Aduana, la Basílica de San Francisco el Grande y el Salón del Prado, entre otros edificios, y había coronado toda su obra con la apertura del Parque del Buen Retiro y con la imponente presencia de la Puerta de Alcalá; pero no le había dado tiempo a concluir todos sus deseos. Y su hijo, el rey don Carlos, se había preocupado más por capear los temporales internacionales que por hacer de España un país moderno. Tal vez le correspondía a él concluir lo que ni don Carlos hizo ni don Fernando había tenido tiempo de hacer.

—Tengo una idea, Sebastiani…

—Majestad…

—Voy a ordenar derribar la Casa del Tesoro y las manzanas de casas que hay alrededor y construir una gran plaza frente a Palacio. La Plaza del Oriente, puede llamarse…

—Espléndido, majestad…

—Te parece una tontería, ¿verdad?

—En absoluto, majestad.

—¡Pues entonces yérguete y mírame a la cara, mariscal, que soy el rey!

—Lo siento, majestad.

Bonaparte respiró hondo. Le gustaba lo que veía desde su carroza y quería contribuir a que su reinado fuese útil para los madrileños. Se lo dijo al mariscal Sebastiani, que intentaba permanecer erguido, pero los párpados le pesaban como si no hubiese dormido en una semana.

—Y además voy a refundir las Reales Academias españolas de la Lengua y de la Historia, mariscal. Como en Francia. ¿Qué te parece?

—Necesario.

—Eso es —el rey parecía un niño jugando a su antojo con las piezas de un rompecabezas—. Y tengo otras grandes ideas… Mira, ¿conoces el Palacio de Buenavista, mariscal?

—Sí, majestad.

—Pues voy a crear en él un museo. Un gran museo para albergar los objetos de arte del patrimonio real y de los conventos que estoy suprimiendo. Un gran museo que…

—No sé qué decir, majestad… Algunas obras de arte…

—¡Lo sé, mariscal! ¡Lo sé! —se irritó el rey José—. ¡Por eso mismo lo digo! ¡Se las están llevando a Francia nuestros compatriotas, a manos llenas, y no me parece nada bien saquear de este modo España! ¡No olvides que estamos hablando de mi reino!

—Sí, majestad.

—¡Pues tenlo presente tú también!

Sí. Definitivamente estaba hermosa la ciudad aquella noche mientras la comitiva real la cruzaba camino de Palacio. El calor, agobiante durante el día, había remitido en esa hora tardía y se podía respirar. Seguramente se podría dormir bien.

El cielo estaba cuajado de estrellas y los suelos, a pesar de la época del año, no parecían demasiado sucios. Puede que la ciudad estuviese sedienta a causa del calor, pero los vecinos la hacían parecer luminosa.

—Voy a derribar muchas casas, mariscal. Quiero calles más amplias y plazas muy despejadas.

—Excelente. —Sebastiani luchaba con sus párpados, a punto de ser derrotado.

—Y deseo mucha más luz por la noche.

—Admirable, majestad —contestó, al fin, con los ojos cerrados.

—Buenas noches, mariscal —susurró el rey.

—Buenas noches —respondió Sebastiani, ya dormido.

Bonaparte sonrió, comprensivo, y volvió a mirar al exterior, para disfrutar de lo que iba viendo. Sí, tenía decidido convertir Madrid en una gran ciudad y lo haría. En Nápoles no le habían dejado: el poder que se exhibe con ropajes, joyas y criados es siempre muy inferior al que presuponen los ojos del pueblo y menor aún del que imaginan los propios aspirantes al trono. El poder sólo descubre su impotencia cuando se detenta. Así lo había aprendido en Nápoles y así se lo había hecho ver por una parte Napoleón, desde su poltrona, y por otra la realidad, desde su tozudez. Pero ahora en España todo sería diferente. Se lo debía a sí mismo y haría todo lo posible para lograrlo.

El ministro Ansorena no estaba perdiendo el tiempo en Madrid, aunque Bonaparte lo creyese loco y estuviera decidido a prescindir de sus servicios. Muy al contrario, su convencimiento era tal acerca del inmenso tesoro que había escondido el rey don Fernando en algún lugar de Madrid que día y noche, febril e infatigable, hacía cábalas sobre su paradero y rebuscaba entre los madrileños quien le pudiera aportar cualquier indicio que le pusiese en el buen camino. Hizo correr la voz de que gratificaría con generosidad a quien le pudiese dar cuenta de cualquier movimiento desacostumbrado de tropas y mercancías en los días o meses inmediatamente anteriores al mes de mayo de 1808. Asimismo ordenó a sus sirvientes y lacayos que se confundiesen entre los vecinos en tabernas y corrillos para escuchar qué se opinaba de su oferta y si alguien, además, refería alguna pista que pudiese ser de utilidad. Y, por último, él mismo buscó a quienes, habiendo servido en Palacio durante el reinado de don Fernando, permaneciesen en Madrid, para interrogarlos y comenzar a desentrañar el misterio.

Pero todo esfuerzo resultó vano. Las palabras oídas por sus fieles no compusieron noticia alguna; la gratificación prometida fue despreciada por los vecinos; alguno de sus sirvientes fue reconocido y, sin miramientos, expulsado de la taberna donde se agazapaba, alerta; y él mismo no recibió más músicas que la del tamboreo de las puertas al cerrarse en su cara y el chirrido de los goznes de las ventanas que se cegaban a sus preguntas. Durante semanas, bajo el bochorno de julio, el ministro Ansorena buscó el modo de confirmar su pálpito con un indicio, sólo uno, que le diese la razón; pero no pudo hallarlo. Hasta que una tarde, descorazonado y a punto de la rendición, se acodó en la Taberna del Gato para refrescar el gaznate con una limonada.

Fue entonces cuando oyó aquel nombre por primera vez.

—Gabriel, el judío. Si no lo sabe el judío…

Ansorena no se inmutó, pero sus orejas se afilaron como las de los lebreles a la vista de la pieza a cobrar en una partida de caza.

—¿El judío? —preguntó intrigado un parroquiano—. ¿Cómo va a saberlo el judío?

—Lo que él no sepa, Melquíades, nadie lo sabe en Madrid —respondió el otro, muy seriamente—. Hazme caso. Él sabe hasta el color de los calzones que usa para dormir Pepe Botella. Así que cómo no va a saber en dónde pasó la noche tu hermana…

Gabriel, el judío. Aquel nombre se hizo paso en los pensamientos de Ansorena hasta el punto de estar a punto de delatarse, decidido a preguntar al parroquiano en dónde podía encontrar a ese hombre. Y aún más cuando siguió escuchando:

—¡Un contable! ¡Un contable del rey Fernando, nuestro señor, no va estar al cabo de la calle de todo…! —resopló el vecino, con sorna—. ¡Si hasta va diciendo por ahí que sabe cosas que, si quisiera, le convertirían en el hombre más codiciado de todas las Españas…! Y apuesto el pescuezo a que si él lo dice…

El ministro se estremeció. ¿Se referiría al tesoro real?

Tenía que averiguar dónde toparse con aquel hombre, cómo encontrarlo para hacerle hablar. Y, en un arranque impetuoso, se irguió para acercarse a aquel paisano que se jugaba el cuello con tal alegría y seguridad y preguntarle acerca del paradero del judío. Pero en el mismo instante en que iba a hacerlo, un criado entró corriendo en la taberna con un billete en la mano lacrado con el sello real.

—Señor, señor…, de Palacio. Se le requiere allí con urgencia.

Ansorena titubeó. Los ojos de todos los vecinos congregados en la taberna cayeron sobre él como un aguacero inesperado después de quedar mudos, e incluso retroceder un paso alguno de ellos, sin necesidad. El ministro se sintió descubierto y se ruborizó levemente, pero de inmediato se recompuso, alzó el mentón y, ostensiblemente, rasgó el sobre y, acercándolo a la luz, leyó su contenido de un vistazo. Luego ordenó:

—¡Mi carruaje!

El rey José Bonaparte lo aguardaba de pie, asomado a la balconada. Cuando se anunció la llegada de su ministro, ordenó que pasase, pero no se volvió para recibirlo. Ansorena, tras inclinar la cabeza, permaneció en medio de la sala, en silencio, a la espera de que el rey le dirigiese la palabra.

Fue una pausa larga, interminable. Él carraspeó para nada.

—No te vi en Toledo… —dijo Bonaparte, sin volverse.

—Tuve que quedar en Madrid, señor. Asuntos urgentes que no…

—Te eché de menos.

—Lo lamento, majestad. Mi intención…

—Serían de importancia, claro… —El rey permaneció mirando al frente, sin volverse.

—De la máxima importancia, majestad. —Ansorena comenzó a ponerse nervioso.

—Ineludible para sanear las cuentas del Reino, me han dicho…

—Sí…, sí…, majestad —titubeó el ministro.

—Tendrás que contarme eso —el rey se volvió para mirarlo, finalmente—. Pero antes dime una cosa: tú, que tanto frecuentas Madrid y sus rincones, estarás enterado de todo, supongo.

—Majestad, modestamente… —Ansorena volvió a inclinar la cabeza en una reverencia que demostraba un movimiento de defensa.

—Quiero decir que sabrás qué dicen de mí los españoles. Cuéntamelo.

—Le aprecian, majestad —afirmó el ministro.

—Mira, Ansorena —José Bonaparte adoptó un gesto de paciencia desmesurada—. No me vengas con historias. De sobra sé que me aborrecen y si en algo estimas tu cargo más vale que me digas la verdad. Porque no deseo otra cosa que complacer a mis súbditos y para ello necesito saber lo que me demandan. No puedo satisfacer sus peticiones si ignoro cuáles son.

—No demandan nada, majestad —Ansorena se amedrentó—. Al menos nada en concreto por lo que se refiere a la sanidad, la policía o el alumbrado. En todo caso… —el ministro calló.

—¿En todo caso…? —el rey abanicó el aire hacia él, con los cuatro dedos de su mano.

—En todo caso no confían en que cualquiera de sus demandas fuesen satisfechas.

—¿Y por qué? —se interesó Bonaparte.

—Porque se sienten sin rey y sin gobierno. Dicen…

—¿Qué?

—¿Me permite su majestad ser mero mensajero de las voces de los ignorantes?

—¡Por supuesto!

—Dicen…, majestad…, que su rey está en Francia.

José Bonaparte afirmó con la cabeza, dos veces, y se dirigió de nuevo al balcón, para ver la capital a sus pies, aquella ciudad que tanto le odiaba. Y, sin embargo, qué hermosa se la veía en estas horas del atardecer, con el sol resguardándose por el oeste y los cielos manchados por jirones rojizos, malvas y anaranjados. Guardó silencio durante unos segundos, el tiempo de respirar hondo, enhebrar la aguja de la indignación y coser la decisión que había tomado.

—Llevo un año en Madrid, Ansorena, y en todo este tiempo no has conseguido que me aprecien mis súbditos. Ni siquiera que les resulte indiferente, que me dejen de aborrecer. Eres una calamidad como ministro. Y como persona, ya no sé qué pensar. Me han dicho que andas buscando como un poseso un tesoro escondido, una fortuna inconmensurable, como si fueses un vulgar pirata inglés.

—Sí, es cierto. ¡Y lo hallaré, majestad! —Ansorena enfrentó los ojos a los de su rey—. Os aseguro que lo encontraré. De hecho ya sé de un judío que…

—¡Basta! —gritó Bonaparte—. ¡Basta he dicho! ¡Estás completamente loco, Ansorena!

—¡No es cierto, majestad! ¡Os juro que…!

—¡Quedas cesado! ¿Has oído? ¡Quedas cesado de inmediato! ¡No necesito visionarios en mi Gobierno, bastante tengo con este país de locos!

—¡Os haré riquísimo, majestad! —Ansorena, enfebrecido, puso sus manos sobre la casaca de Bonaparte.

—¡A mí la guardia! —gritó el rey.

—Perdón, majestad… —se arrepintió Ansorena de inmediato—. Perdonad, perdonad…

La guardia acudió al instante y se situó a ambos lados del ministro, con la mano sobre la defensa.

—¡Adiós, Ansorena! ¡No quiero volver a verte!

—Majestad… —El ministro volvió a hacer una reverencia y se dispuso a salir de la estancia. Pero antes de hacerlo, se volvió y gritó—: ¡Pero estoy en lo cierto! ¡Os demostraré que estoy en lo cierto!

En cuanto se quedó solo, José Bonaparte ordenó llamar a Sebastiani y le dio instrucciones muy precisas:

—Arresta esta misma noche a Ansorena y confínalo en una casa de Salud. Está completamente loco.

—Así se hará —aceptó Sebastiani.

—Pero hazlo con discreción, mariscal. Con mucha discreción. No quiero levantar más polvo que el de mis pasos prudentes…

De Palacio a los mentideros de la Plaza Mayor Ansorena hizo volar a su cochero. Su irritación por el cese real se mezclaba con la emoción irrefrenable de dar con el judío Gabriel. Ya se había convertido en un asunto en el que estaba en juego su honor, y más después del desdén del rey. Le demostraría a Bonaparte, y de paso a cuantos botarates lo rodeaban, que tenía razones para actuar como lo hacía y que la palabra de un patriota leal no cabía ponerla en duda.

—¡Más deprisa, cochero!

Estaba convencido de que no se le interpondrían dificultades insalvables para dar con el judío. Si se hablaba de él en las tabernas tan confiadamente, sin duda sería bien conocido en Madrid. Y los secretos de Madrid se subastaban en la Plaza Mayor como el ganado en los días feriados.

Al llegar a la Plaza ordenó a su guardia permanecer alerta, unos pasos detrás de él, y con gran determinación y altivez se dirigió a un corrillo poblado de hombres que comentaban los sucesos cotidianos. Se abrió paso entre los hombres, que quedaron enmudecidos de repente, y situándose en medio de todos ellos alzó la voz con energía.

—En el nombre del rey don Fernando, nuestro señor, traigo un recado de apremio para un hombre llamado Gabriel, a quien apodan el judío. Gratificaré con generosidad a quien me indique su paradero o me conduzca a su presencia.

El silencio se hizo dueño de unas miradas recelosas. Unos hombres fruncieron el entrecejo, o se rascaron la barba; otros se arañaron la coronilla y alguno, con disimulo, se alejó del lugar.

—¿No era nuestro rey un tal Pepe Botella? —se atrevió finalmente a preguntar uno de ellos, y una carcajada se extendió entre los presentes con la agilidad de un vuelo de avispas.

Ansorena no se inmutó. Aguardó a que acabase la mofa y replicó, más serio aún:

—No es cosa de broma, señores. Y mi presencia aquí es tan arriesgada para mí que les ruego la mayor prudencia. ¿Puedo entrevistarme con quien busco o no?

—Me temo… —se volvió a rascar la cabeza un vecino entrado en años y en carnes—, que vuecencia anda errado. Nosotros no conocemos a nadie con ese nombre. El de vuecencia sí, ministro Ansorena.

Las carcajadas volvieron a romper el silencio del grupo, ahora ya muy acrecentado por otros muchos vecinos que habían acudido a interesarse por la presencia de tan distinguido caballero en la Plaza a semejantes horas. Unas carcajadas que, esta vez, turbaron al noble, a quien se le demudó la cara y se le arrugó, como un pergamino antes de ser arrojado a una papelera. Su enojo, no obstante, le ayudó a forzar la voz y a echar mano con firmeza a la empuñadura de su sable.

—¡Ya no sirvo al impostor, hatajo de miserables! ¡Y quien dude de mi palabra tendrá que mantenerlo con su espada!

Los hombres recobraron la seriedad, tanto por la fiereza dibujada en los ojos de Ansorena como por la presencia que impusieron los cuatro soldados de su guardia aproximándose al señor que defendían. Y en medio de aquel silencio desacostumbrado, un hombre fue abriéndose paso entre los congregados hasta colocarse frente al ministro, con la cabeza alta y la mirada desafiante.

—Yo soy Gabriel. Dicen que su señoría pregunta por mí.

Ansorena sintió un agradable calorcillo en el pecho. De inmediato relajó el rostro y esbozó una inapreciable sonrisa de satisfacción. Tomó aire y preguntó:

—¿Gabriel? ¿Vos sois Gabriel, a quien todos apodan el judío?

—Para servir al rey don Fernando, nuestro señor.

—Está bien —Ansorena volvió a recuperar el aliento y a repetir la treta preparada—. Tengo un mensaje para ti.

—Adelante —afirmó el judío después de mirar a los vecinos que los rodeaban—. Podéis hablar.

—Preferiría hacerlo en privado.

—Pero si estamos en privado —replicó risueño Gabriel, abarcando con un vuelo de su mano a todos los presentes—. Todos ellos son amigos.

—Aun así —insistió Ansorena—. ¿Puedo invitarte a mi casa? Además, será un placer compartir contigo la cena.

El judío permaneció en silencio un momento. Miró con fijeza el fondo de los ojos del ministro y no sintió nada. No le pareció peligroso.

—Sea.

Un murmullo de desconfianza recorrió los soportales de la Plaza mientras el judío seguía al caballero, se acomodaba en el carruaje y se perdía por el Arco de Cuchilleros. La noche se hizo, de pronto, demasiado oscura y una brisa inesperada trajo aromas de humedad cercana, como envuelta en un mal presagio.

Cuando el judío entró en el palacete de Ansorena no podía imaginar que poco después, sin mediar palabra ni cortesía alguna, iba a estar colgado por los pies sobre un pilón lleno de agua en medio del establo, desnudo de cintura para arriba, recibiendo una oleada de latigazos con varas de caña y siendo interrogado imperativamente por el paradero de un tesoro. Cuando la cara y la cabeza se le llenaban de sangre, manada de las heridas producidas en la espalda y en el pecho, se le descolgaba hasta el pilón durante el tiempo necesario para que, a punto de ahogarse, volviese a ser izado y escuchar otra vez las mismas preguntas. Y así hasta que perdió tres veces el conocimiento entre espantosos dolores. Ni siquiera llegó a darse cuenta de que uno de aquellos verdugos le orinó en la cara.

Pero, por fortuna, estaba consciente cuando se oyeron voces afuera que exigieron entre estruendos de aldaba que se franqueasen las puertas, en nombre del rey; y también cuando apresuradamente llegó hasta donde se encontraba un capitán polaco de la guardia real que ordenó a Ansorena darse preso para ser conducido a un confinamiento en un Hospital cercano, por orden de su majestad el rey José Bonaparte. El capitán dio orden a sus hombres de prender al ministro y, al volverse, se estremeció al contemplar el estado del torturado, con las carnes sangrantes, ristras de piel arrancadas o colgando de su pecho y los ojos medio cerrados en un rostro tumefacto que vomitaba coágulos de sangre.

—Pero ¡por Dios…!, ¿qué le ha hecho a este hombre, señor? —miró con repugnancia a Ansorena.

—Solicito de su honor, capitán, que me permita arreglar mi deuda con Dios y con el rey a mi manera —se limitó a contestar.

—¡Descolgad a ese hombre y llevadlo de inmediato a casa de un médico! —gritó el capitán a su tropa—. Y vos, señor, no merecéis dignidad alguna, pero no seré yo quien se interponga entre Dios y vos. Tomad mi arma.

Y entregándole el pistolón cargado, esperó sin inmutarse a que Ansorena se lo llevase a la cabeza, se apuntase a la frente y apretase el gatillo. Tampoco pestañeó cuando su casaca quedó mancillada por salpicaduras de sangre, restos de piel viva y fragmentos de masa cerebral de un cuerpo que quedó desfigurado a sus pies sin que nadie lo recogiese.