2

—Ayúdame a poner la mesa, Sartenes.

—Volando. Y tú, maestro, ¿nunca vas a dejar de leer? Te quedarás ciego…

—¿Es ya hora de comer?

—Eso dice Teresa. —Sartenes contó platos de la pila que formaban—. ¿Tres o cuatro?

—Tres —respondió Teresa, sin que su voz dejase traslucir ninguna emoción—. El capitán tampoco viene hoy a comer. Se ve que esa marquesa le sirve mejores viandas que yo…

—¿Otra vez está en casa de doña Cayetana? —Ezequiel se quitó las gafas. Dejó el libro que estaba leyendo sobre la mesa y se frotó los lagrimales con los dedos pulgar e índice—. Pues mucha visita es ya… Me gustaría saber qué busca Zamorano en esa mujer.

—Mejor será que no preguntes, maestro —sentenció Teresa, removiendo las patatas cocidas en la salsa de aceite, ajo, perejil y sal—. ¡Vamos, todos a la mesa!

Se habían instalado en la calle de San Pedro, frente al Prado de Atocha, llamada así porque en una de sus casas se exhibía un retablillo con la imagen del apóstol que fue primer pontífice romano. Al número 8 de aquella calle, situada entre las de Nuestra Señora de la Leche, San Juan, de los Trinitarios y la Verónica, habían ido a parar a su llegada a Madrid, y en aquel acomodo se encontraban a gusto.

Antes de entrar en la ciudad, Zamorano había descartado dirigirse a la casa de Teresa, por si algún vecino la denunciaba; y tampoco quiso una vivienda en el mismo centro de la ciudad para evitar el peligro de que Sartenes fuese reconocido y enviado de nuevo a la cárcel. Zamorano dejó la búsqueda del alojamiento en manos de Ezequiel, que tenía apariencia refinada y por ello no levantaría sospechas. Entre tanto, ellos aguardarían en los montes de El Pardo un regreso que, por designios de la buena fortuna, se produjo ese mismo día.

—Creo que he dado con una vivienda que está bien —dijo el maestro, de regreso de la capital—. Está situada frente al Prado, con cinco camas bien vestidas y cocina con vajilla, perolas y sartenes. Y el precio del arrendamiento es aceptable. Podemos instalarnos esta misma noche.

—Pues, andando —se incorporó Zamorano y montó en su caballo—. Por fin llegó el día en que dormiremos bajo techado.

De aquello hacía más de tres meses. Desde entonces, los cuatro se habían establecido bien, tenían dinero suficiente de los fondos de la Junta Central para dedicarse a las pesquisas que se habían propuesto sin necesidad de buscar un trabajo y poco a poco iba creciendo el plan que estaban pergeñando. Hasta el momento, todo iba sucediéndose según lo previsto, salvo dos circunstancias que estaban poniendo a prueba la serenidad de Teresa: el calor infernal que ese año estaba sufriendo Madrid, que aconsejaba no salir a la calle hasta después de la puesta de sol, y las frecuentes visitas de Zamorano a casa de la marquesa de Laguardia, unos encuentros para los que no parecía haber justificación.

Una noche, en duermevela, desnuda sobre la cama y malhumorada por el sofoco de tan implacables temperaturas, Teresa había bufado incómoda:

—¡Esto no hay quién lo aguante! ¡Me va a dar un soponcio! ¿Es que tu marquesita no sufre estos calores?

—No sé… —balbució Zamorano, sin comprender la profundidad de la pregunta de Teresa ni hasta dónde quería llegar.

—Pues, hijo, siendo tan pudiente, bien podía estar en alguna de sus residencias de verano; y, mira, ¡todos tan ricamente!

El capitán no contestó. Tardó unos momentos en entender el significado del exabrupto de Teresa y, cuando lo hizo, se abrazó a ella y le besó en el hombro, sonriendo.

—¡Tú y yo sí que estamos tan ricamente!

—¡Déjame! —le apartó ella, dando un respingo—. ¡Que hace mucho calor!

Ahora, acabando el mes de julio, con el ardor del mediodía entrando por las ventanas y un bochorno que desgastaba los ánimos y amilanaba las hambres, Teresa, Ezequiel y Sartenes se sentaron a la mesa para comer sin apetito unos tomates con sal y la ensalada de patatas bañadas en una salsa fría. No parecían tener nada de qué hablar. Y menos aún se hubiesen atrevido a decir cosas importantes sin estar en presencia del capitán. Pero el silencio y Sartenes se llevaban mal aun en los momentos brindados a la mayor de las perezas.

—Oye, maestro…

—Dime, Sartenes.

—¿Cómo se dice bulto en francés?

—No sé —el maestro alzó los hombros—. Supongo que como paquete. Paquet.

Pa nada, por saberlo…

Ezequiel y Teresa se miraron y cabecearon, sin saber si tenían que sonreír una gracia de Sartenes o era mejor dar por no oída la respuesta. Pero el hombre no se dio por aludido y continuó hablando.

—El caso es que ya conocemos el contenido del equipaje, que será un montón de bultos… Sabemos también que está en algún lugar de Madrid y que los franceses no han dado con él. De fijo que ignoran incluso su existencia. Esto va bien…, ¿no? Además, estoy seguro de que el capitán vendrá uno de estos días con la información que nos falta. Y en cuanto la tengamos, todo será coser y cantar.

—No será por lo mucho que anda buscándola —rezongó Teresa—. Más bien parece que esté enredándose en faldas ajenas.

—No seas así, Teresa —terció Ezequiel.

—Pues tú dirás, maestro. —Ella clavó con saña el tenedor en un trozo de patata y se la llevó a la boca, apretándose después la barbilla; y añadió con la voz trémula—. Porque tanta marquesa, tanta marquesa…

—¿Qué te pasa? —El maestro puso su mano con delicadeza en el antebrazo de Teresa—. Porque a ti te pasa algo.

—¿A mí? —Teresa se metió otra patata en la boca para impedir que se le notara la congoja, pero la barbilla se le puso a temblar y los ojos se le empezaron a empañar—. ¿Pues qué me tenía que pasar?

Ezequiel apretó un poco más el antebrazo de Teresa, trasmitiéndole el afecto que necesitaba, y la miró dulce y compasivamente. Con un leve movimiento de la cabeza la invitó a que se desahogase.

—Vamos, no te lo puedes tomar así…

—¿Tomármelo? ¿Tomármelo yo? —Dos lágrimas recorrieron su mejilla, mientras se llenaba la boca con un nuevo trozo de patata—. ¡Pues anda que…! ¡Si a mí…!

Sartenes observaba con los ojos desorbitados el llanto de aquella mujer, a la que nunca hubiese imaginado en semejante situación, y a punto estuvo de echarse a llorar también.

—Pero…, pero…, ¿qué tienes, mujer?

Teresa no pudo soportarlo más. Empezó a llorar y, tapándose la cara con las manos, se separó precipitadamente de la mesa y corrió hasta su habitación.

—¿Que qué tengo? ¿Que qué tengo? ¡Una barriga, eso es lo que tengo! ¡Y adentro un niño al que le están robando el padre!

Y, dando un portazo, se encerró en su cuarto.

Ezequiel y Sartenes, que no podían imaginarse aquello, se quedaron estupefactos, mirándose con ojos desmesurados. Y, dejando de masticar, se recostaron en el respaldo de las sillas, resoplando.

—Me parece que de esto el capitán no sabe nada —aventuró Ezequiel.

—Como hay Dios —sentenció Sartenes.

En un palacete de la calle de San Mateo, muy cerca de la calle de la Florida, la marquesa de Laguardia había ordenado preparar un rincón para comer en el patio a la sombra de un parral, junto a una fuentecilla adornada con tres ángeles que susurraba las voces del agua y parecía refrescar las peores horas del mediodía. Después, había subido a sus habitaciones mientras el capitán aguardaba a la sombra, con la camisa desabotonada y un gran vaso de agua en la mano, a que Cayetana regresase y le mostrase lo prometido. Aquella mujer le gustaba, pero por alguna razón que no lograba determinar no conseguía confiar plenamente en ella. Para él era como una gata hermosísima que ronronea buscando una caricia, sin que se sepa cuándo va a frotarse, a escabullirse a toda prisa o a descargar un zarpazo inesperado.

Desde que frecuentaba su casa, un edificio de dos plantas de estilo clásico, siempre obtenía de ella promesas de ayuda, palabras afectuosas, miradas insinuantes y risas fáciles; pero ni él se había atrevido a ir más lejos ni ella parecía necesitar respuesta a sus galanteos. Todo se reducía a intercambiar frases amables y a pasar muchas horas juntos, a veces sentada ella al piano, a veces mirando él por los balcones que daban a la calle. Los sirvientes de la casa ya se habían acostumbrado a su presencia como si se tratase de un matrimonio desgastado y sereno, de ancianos. E ignoraban sus entradas y salidas como les habían enseñado a hacer para que su deambular por la casa tampoco incomodase a los señores.

El capitán Zamorano la había visitado por primera vez a mediados de mayo, en busca de algunas informaciones sobre la ciudad y sus habitantes que precisaba para llevar a cabo sus planes. Y por ella se enteró de que don José Francisco Acebal y Soriano, el caballero que la noche del 2 de mayo le entregó en la Taberna del Gato la bolsa que debía llevar a Porlier, ya no estaba en Madrid: había partido hacia Sevilla siguiendo a la Junta Central. Y también se informó de que tampoco quedaba en Madrid ningún miembro del Consejo Privado del rey don Fernando, ni tan siquiera alguno de sus más cercanos colaboradores en el Gobierno.

Para entonces Zamorano y los suyos ya habían descifrado casi por completo el mensaje que contenía la bolsa. El capitán había relatado minuciosamente a Ezequiel todos los pormenores de la operación, desde la existencia de la bolsa, el libro y el documento hasta el objeto de su viaje a Madrid y las intenciones que albergaba en el caso de conseguir recuperar el equipaje del rey cautivo; y el maestro, aunque al principio le costaba creer en la veracidad de tan fantástica historia, que tomó como imaginada e irreal, al final aceptó el reto como un juego de inteligencia al que le divertía dar adecuada respuesta.

Lo primero que el maestro Ezequiel había deducido, a la vista del documento, era que los símbolos «Au» y «Ag» se correspondían con las denominaciones latinas del oro y de la plata, y por tanto lo que sus amigos denominaban el secreto del cautivo se componía de una gran fortuna en oro, plata, joyas, cuadros y dinero, contabilizado en reales. Sólo le faltaba descubrir el significado que escondía las anotaciones sobre los Carolo III y los Carolo IV, naturalmente referidos a los reyes pero sin acabar de precisar su valor, si bien fue algo que terminó por no preocuparle. Era un tesoro que quizá hubiera trasladado el rey a Francia en su viaje, como había insinuado Teresa; pero Zamorano creía que en ese caso no habría sido necesario informar de su detalle a Díaz Porlier ni, mucho menos, poner en juego la vida de un capitán de Granaderos a cambio del trámite de un documento tan poco útil. Lingotes de oro, lingotes de plata, joyas, cuadros, marcos, millones de reales… Todo junto abultaba demasiado para custodiar en un viaje y, aun así, que le pasase inadvertido a Napoleón, quien lo hubiese descubierto y confiscado de inmediato. Estaba claro, y así lo concluyeron Ezequiel, Teresa y él mismo, que el rey Fernando, antes de su partida, había ordenado poner a buen recaudo su equipaje para que sólo alguien de su máxima confianza conociese el escondite; y que el teniente coronel Díaz Porlier había sido el elegido para tener noticia del inventario completo en el caso de que se le ordenara rescatarlo, custodiarlo y devolverlo.

Escondido, sí; pero ¿en dónde? Zamorano estaba convencido de que la marquesa Cayetana le podía ayudar a descubrirlo, sin que ella llegase a saber nunca en qué lo estaba auxiliando. Por eso, disimuladamente, le había hablado de que poseía un libro encuadernado por Feliciano Navascués y ella, sorprendida, le había relatado que ella también tenía otro y que se lo iba a mostrar, para después contarle una historia maravillosa acerca de esa clase de libros, que parecían proliferar.

—Toma, capitán —Cayetana interrumpió sus pensamientos, regresando de sus habitaciones y parándose ante él con el libro en la mano—. ¿Acaso no es como este el que tienes?

Zamorano lo tomó en sus manos y lo hojeó, remirándolo apresurado, con una visible emoción. Por delante y por detrás. Y pasando sus hojas con los dedos inquietos.

—Sí, sí… Desde luego…

—Es una edición curiosa, lo reconozco —fue describiendo Cayetana—. Las firmezas de Isabela, de don Luis de Góngora y Argote, encuadernado por Feliciano Navascués en 1778. Fijaos en la piel, tan suave, tan… cálida. Parece piel valenciana, ¿verdad? Pues es piel de cabra teñida a muñequilla con pigmentación rojiza. Acabado en plena piel, adornado con tejuelos también de piel y con las guardas en papel especial de baño, pintado a mano. Observa los tiros en las guardas… Impecables, ¿verdad? Y muy raro este tipo de letra, es la primera vez que lo veo en unas estampaciones en oro… No sé. ¿A que es curioso, Manuel?

Zamorano no salía de su asombro. Su libro era exactamente igual, aunque la obra fuese otra: Fuenteovejuna, de Lope de Vega. Pero el editor era el mismo y la encuadernación idéntica.

—Y eso no es lo más divertido —continuó la marquesa—. ¿Sabes que el impresor que figura en el libro, sí, mira, en esta página, no existe? Feliciano Navascués… Te aseguro que nunca ha existido tal impresor en Madrid.

—¿Cómo que no ha existido? ¿Qué quieres decir? —Zamorano alzó los ojos para mirar fijamente a Cayetana—. ¿Cómo no va a existir?

—Es lo más peculiar, y a la vez misterioso, del libro —sonrió Cayetana—. Como un juego…

—No entiendo…

—Bueno, tal vez no sea algo que sepa todo el mundo, pero nuestro rey don Fernando tiene gran afición al oficio de la encuadernación y, por lo que se dice, un peculiar y no sé si celebrado sentido del humor. Él mismo elige los libros que encuaderna, y siempre con un motivo muy personal. Cuando regaló este libro a mi madre, no era la primera vez que usaba esta fórmula para comunicar un mensaje.

—¿Un mensaje?

—Eso es. Mi madre no aceptaba los galanteos de su majestad, al menos mientras siguiese prometido con doña María Antonia de las Dos Sicilias, su primera esposa, con quien se casó muy pronto. Y como mi madre se mostrase intransigente a sus requerimientos, el rey le regaló este libro: Las firmezas de Isabela. Luego le dijeron, y ella me lo contó, que algo similar había hecho su majestad con su padre, el viejo rey don Carlos, regalándole El castigo sin venganza en el día de su abdicación, y con el mismísimo Godoy, al que obsequió con un regalo de dudoso gusto: El príncipe despeñado, otra comedia de Lope de Vega. ¿Y a que no imaginas a quién regaló El alcalde de Zalamea, la obra de don Pedro Calderón de la Barca?

Zamorano no contestó. Oyó la respuesta y todas las explicaciones que se sucedieron sin poder apartar de la cabeza la idea de que, en tal caso, Fuenteovejuna también quería decir algo; que asimismo encerraría un mensaje que habría de descifrar. Intentaba prestar atención a la conversación de Cayetana, que continuaba contando y divirtiéndose con las historias de esa clase de regalos librescos, pero su imaginación estaba huyendo una y otra vez al que había portado en la bolsa y a las indicaciones que su título debía de dar para completar el mensaje del documento en que se relacionaba el inventario del rico equipaje real.

—Creo que ahora debo partir —dijo Zamorano cuando se dio cuenta de que estaba inquieto y ya no era capaz de seguir escuchando los cuentos de la marquesa.

—¿Tan pronto? ¿Es que no vas a probar bocado?

—Me temo que…

—Vamos, mi valiente capitán. —Cayetana le tomó una mano y lo miró con una dulzura irresistible—. Que no se diga… Sólo un rato más. Ordenaré que nos sirvan de comer…

—Está bien, está bien, me rindo —cedió Zamorano, sonriendo mientras exageraba una reverencia—. Consideradme vuestro prisionero, marquesa.

—Bobo…

Entre el fuego y el sopor de las primeras horas de la tarde, amilanados por la pesada calma de una ciudad entregada sin remedio a la siesta, Ezequiel y Sartenes permanecían tendidos en sus camas, con todas las ventanas de la casa abiertas de par en par e inmóviles para conservar las pocas energías que a esa hora albergaban sus cuerpos. Sartenes dormía y sudaba, empapando las sábanas; Ezequiel le daba vueltas a las circunstancias que lo habían llevado hasta allí y al misterio que se proponía resolver.

Pensaba en que nunca creerían en su pueblo que un pobre maestro, cuya única intención era sacar de la ignorancia a un rebaño de zoquetes que, a pesar de todo, dejarían de ir a la escuela en cuanto reuniesen fuerzas bastantes para ayudar a sus padres en el campo, estuviese ahora en la capital del reino confabulado con una partida de guerrilleros para descubrir el paradero de un inmenso tesoro y devolverlo a su legítimo dueño. Nada menos que el rey. Nunca creerían sus paisanos que el pobre Ezequiel, ese hombre sin músculos de soldado, talla de luchador, destreza de espadachín ni cualidades para la guerra, fuese ahora el artífice de una estrategia para descubrir un enigma cuyas consecuencias desconocía. Si no lograba dar con la solución, se sentiría un fracasado; pero si lo descifraba, no imaginaba lo que habría de hacerse después con unas mercancías cuya mera recreación le producía vértigo. ¿Cómo volvería a su pueblo un hombre demacrado, huesudo, débil y despistado, que tenía en sus gafas su mayor riqueza, a decir que había tenido en sus manos millones y millones de reales y los había entregado a su dueño cumpliendo un deber patriótico? Y de nuevo a enderezar bestezuelas vocingleras que estaban convencidas de que saber los ríos de España o las letras del alfabeto era algo inútil y preferían aprender junto a su progenitor el modo de ayudar a la vaca en el acto de parir un ternero.

Ezequiel rondaba los treinta años. Veintinueve o treinta y uno, ni él mismo lo sabía. Había pasado unos largos años en el seminario, desde la infancia, y luego, sin cantar misa, había regresado a su casa para ayudar a sus padres en las faenas del campo cuando enfermaron, siendo él aún muy joven. Cuando poco después murieron, primero su madre y luego el padre, vendió las tierras a un tío carnal por lo que quiso pagarle y se preparó para maestro de nuevo entre las aulas y las normas estrictas del seminario, de donde un día salió, según le dijeron, a punto de cumplir los veintidós años. Y desde entonces impartió como mejor supo la docencia, por encargo y a costa del municipio.

Ajeno a los asuntos amatorios y demasiado retraído para galanteos de domingo, su única afición se reducía a entregarse a los libros con la fruición del hambriento, aunque bien es cierto que en los últimos tiempos alguna madre había puesto sus ojos en él y lo azuzaba con la persistencia de un moscardón para que descubriese por sí mismo las evidentes virtudes de sus hijas en edad de matrimoniar. Ahora, tendido en la cama, a la hora del grueso silencio del sopor, recordó los rostros de algunas muchachas del pueblo y se detuvo, embelesado, en el de la Luisilla, tan pizpireta y alegre siempre, tan hacendosa y coplera, y decidió que si todo acababa bien y volvía alguna vez al pueblo se lo pensaría, no fuese a ser que le conviniera casarse con ella.

Aunque no supo si la Luisilla podría creer la narración de sus peripecias y querría casarse con un hombre que había oficiado de bandido, guerrillero, espía y no se sabía cuántas cosas más durante estos tiempos, en lugar de dedicarse a la lectura de libros y a la enseñanza, cual era su menester. Ni qué grito pondría en el cielo cuando descubriese que, pudiendo volver cual brigadier victorioso, regresaba tan raso como había salido del pueblo. La Luisilla… Tal vez haría una buena esposa. Le pediría al capitán, si toda aquella locura resultaba cierta y lograban alcanzar sus propósitos, que como recompensa y botín pudiese conservar la menor de las joyas del equipaje real para pedirle con ella la mano en matrimonio, en cuanto acabase la guerra. ¡Ah!, y si no le parecía mal del todo, y ya no sirviese, para él querría conservar el libro que contenía la solución al misterio que los había conducido a Madrid.

El libro. En él se hallaba seguramente la respuesta que no lograba encontrar. De don Félix Lope de Vega y Carpio. Fuenteovejuna. Se levantó y lo volvió a tomar entre las manos, como si al tacto pudiese palpar la solución al enigma que contenía. Recitó en voz alta las palabras del Comendador en los dos primeros versos del primer acto: ¿Sabe el maestre que estoy / en la villa?

Fuese lo que fuese aquello, estaba en la villa; de eso no cabía duda. El equipaje del rey estaba en algún lugar de la villa de Madrid. Pero ¿en dónde? El resto de la obra no contenía significado alguno que pudiese relacionarse con lo que buscaban; o, de escondido, resultaba tan difícil hallarlo que era impensable que su majestad quisiera poner a Porlier ante tan dura prueba. Sólo cabía interpretar los primeros versos del acto segundo, aquellos que decían: Así tenga salud, como parece, / que no se saque más agora el pósito. /El año apunta mal, y el tiempo crece, / y es mejor que el sustento esté en depósito, / aunque lo contradicen más de trece. Era posible deducir que el tesoro era «el sustento» y convenía mantenerlo «en depósito», porque «el año apunta mal», refiriéndose a la urgente llamada de Napoleón y a las negras perspectivas que sospechaba don Fernando que se avecinaban. Pero, siendo así, ¿qué aportaba el pesimismo y la guarda del equipaje a la noticia sobre su paradero? Trece. ¿Trece, qué? ¿Era un número cabalístico o un simple recurso de Lope de Vega para rimar con «parece» y «crece» y así completar el quinteto?

La respuesta estaba con toda seguridad allí, ante sus ojos. Pero le resultaba imposible descubrirla y eso lo desesperaba.

Anochecía sobre la ciudad cuando las botas del capitán resonaron en las escaleras de madera que conducían al segundo piso, donde estaba la casa. Eran unas pisadas irregulares, titubeantes, entremezcladas con tropezones y pausas largas: los andares de un hombre incapaz de dominar la coordinación de sus miembros por encontrarse bajo los efectos del exceso de vino o quizá por la fatalidad de una noticia que no está seguro de atreverse a dar.

Golpeó dos veces la puerta con la palma de la mano y Sartenes fue a abrir. El capitán entró en la casa sin hablar y se dirigió a la cocina, en donde tomó agua de la cacerola con un cazo y bebió con ansiedad. Ezequiel, que había oído las pisadas inciertas de Zamorano por las escaleras y su llamada a la puerta, se quitó las gafas para frotarse los lagrimales y se las volvió a poner para seguir con la mirada los pasos del recién llegado. Lo observó con curiosidad: venía descompuesto, agobiado, pensativo… Algo le pasaba y estaba a punto de declararlo.

—Traes mal aspecto, capitán —le dijo.

Zamorano se secó la boca con la manga de la camisa y se acercó a él. Sartenes lo siguió hasta llegarse junto al maestro.

—¿Mal aspecto dices? No me extraña. Creo que he empeñado mi palabra por complacer a una dama y con ello he subastado mi honor. Y ahora no sé qué hacer.

—¿Qué significa eso, capitán? —intervino Sartenes.

—Lo que oís —Zamorano respiró hondo y se sentó frente a Ezequiel—. Que me voy a casar, amigos míos.

—¡Hombre, menos mal…! —resopló Sartenes e hizo un gesto cómplice al maestro—. Porque este y yo…

—Calla, Sartenes —le aconsejó Ezequiel.

—¿Callar? ¡Pero si tú y yo, esta misma tarde, decíamos…!

—Espera un poco, Sartenes —Ezequiel se incorporó en su asiento—. ¿Con quién vas a casarte, capitán?

—¿Con quién va a ser? —Zamorano se pasó la mano por la cabeza como si le estuviese a punto de estallar y se levantó para dar unos pasos por la sala—. Pues con ella.

—Con la marquesa, claro… —aventuró Ezequiel.

—¿Cómo que con la marquesa? —brincó Sartenes al oírlo—. ¿Con qué marq…?

—Así es —Zamorano se desplomó de nuevo en la silla, abatido.

—¡Con la marquesa! —exclamó Sartenes, y ahora sí, ahora se quedó estupefacto, mirando al capitán y las manos pegadas a la cabeza—. ¡Madre mía…!

Sartenes se inclinó hasta casi besar el suelo y al levantarse se echó una mano a la frente, como conteniendo el zafarrancho que bullía en su sesera. Ezequiel se quitó despacio las gafas, se volvió a frotar el caballete de la nariz y afirmó con la cabeza, apesadumbrado. Y Zamorano, observando a uno y otro, extrañado de tanta solidaridad frente al drama que se le avecinaba, guardó un expectante silencio a la espera de que alguno de ellos le aclarase qué milagro se había producido para convertir el vino en agua, o lo que era lo mismo, la gresca previsible, por lo mentecato que resultaba su capitán, en el silencio compungido, en un abatimiento absoluto de sus amigos que no era fácil comprender.

—¿Qué os pasa, rediez? —terminó por blasfemar Zamorano—. ¿Puede saberse qué diablos…? Fue ella quien lo propuso y yo, confundido por el vino, acepté. Pero quien se va a casar soy yo, no vosotros. ¿Qué os sucede?

Ezequiel y Sartenes se miraron, compartiendo los sentimientos de compasión por Teresa, en quien pensaban. Y al cabo dijo el maestro, con voz neutra:

—Me parece que mientras te refrescas la nuca y le comunicas el feliz acontecimiento a Teresa, saldré a dar un paseo.

—Y yo en tu compañía —se apresuró Sartenes.

—¡De eso nada! —gritó Zamorano—. ¡De aquí no se mueve nadie hasta que se me diga qué está ocurriendo! Y, por cierto, ¿dónde está Teresa?

—Bajó al mercado —informó Sartenes. Y rezongó—: ¡Por fortuna!

—¿Y qué? —Zamorano se enfrentó a Ezequiel.

Ezequiel se levantó, puso su mano en el hombro de Zamorano y, respirando profundamente, dijo mientras cerraba los ojos:

—Que no puedes casarte con la marquesa, capitán.

—¡Vaya! —sonrió Zamorano—. ¡A buenas horas me lo dices! Ojalá fuese cierto, amigo. Me hubiese gustado verte a ti allí, a ver qué replicabas a su proposición… Pero era yo, ¡yo era el que estaba en su casa! Así es que le he dado palabra a Cayetana y mi honor de soldado…

Ezequiel negó con la cabeza, interrumpiéndole. Volvió a respirar hondo y se acercó a la ventana, sin querer ver la reacción de su amigo.

—Te casarás con quien quieras, capitán; eso es cosa tuya. Será tu decisión. Porque hay mil maneras de perder el honor y sólo una de conservarlo.

—¡Estoy harto de tus acertijos, maestro!

—¡No hay tal! —respondió Ezequiel, sin volverse—. ¡Baste con que sepas que tienes preñada a Teresa!

—¿Qué…?

Los ojos de los tres hombres, mirándose unos a otros, producían tal ruido que el silencio que guardaron fue el más estruendoso y ensordecedor de cuantos podían recordar, incluyendo los fragores de las batallas. Por eso no oyeron entrar a Teresa, que en aquel momento venía con el delantal cargado y la atención dispuesta para no dejar caer los tomates y los huevos que con dificultad acarreaba.

Ellos no oyeron su llegada, pero ella los descubrió tan enfrentados y estupefactos que se asustó al verlos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Ezequiel miró una vez más a Zamorano y luego a Teresa.

—Manuel tiene algo que decir… —explicó.

—¿Yo? —se azoró Zamorano.

—¡No! —explotó Ezequiel, indignado—. ¡Si quieres se lo comunico yo!

—No, claro… —titubeó Zamorano—. Que…, bueno. Que me parece que estamos en el buen camino. Tengo algunas pistas sobre el libro que…

—¡Capitán! —le recriminó el maestro.

—¡Eso he dicho, Ezequiel! ¡El libro! —Zamorano se enfrentó a él con rabia—. ¡Y no se hable más!

—Bueno —se sacudió el sudor de la frente Teresa con el pico del delantal y se dirigió a la cocina—. Ya veo que estáis discutiendo. La verdad es que, con este calor, no me extraña nada…

Ezequiel esperó a que la mujer saliera de la estancia y se adentrara en la cocina para susurrar a Zamorano:

—¿Es que no vas a decirle la verdad, capitán? ¡Me parece indigno!

—No hay nada que decir —cuchicheó Zamorano—. ¡Nada! Romperé mi compromiso con Cayetana y aquí no ha pasado nada. ¡A ella, ni una palabra de lo dicho! ¿Me has entendido, Sartenes? ¡Ni una palabra! La amo demasiado…

—Como una tumba. Así soy yo, capitán…

—Lo siento, de verdad —se dolió Zamorano—. Nunca he lamentado algo tanto… Si no hubiese bebido…

—Vamos, vamos… Olvidémoslo todo ahora y dame esos brazos, capitán —le extendió Ezequiel los suyos—. Que una equivocación la cometemos todos…

—Venga —aceptó Zamorano.

Los dos hombres se abrazaron y Sartenes, emocionado, se unió al apretón, formando con ellos una piña. Teresa salió de la cocina en ese preciso momento, cuando más efusivos se hallaban en su estrechamiento e, incrédula, negó con la cabeza.

—En efecto…, hace demasiado calor.

Cuando, muy de mañana, Zamorano traspasó el umbral del palacete de la calle de San Mateo, su rostro reflejaba un malestar que Cayetana descubrió al instante. El capitán llegaba sudoroso y con unas marcadas bolsas bajo los ojos, el cabello descuidado y los andares indecisos. El sol ya estaba en lo más alto y anunciaba otro día de calor insoportable, pero la ilusión de la marquesa por recibir a tan temprana hora a su amado le hizo correr a su encuentro, para abrazarlo. Pero, para su sorpresa, su frialdad la detuvo antes de completar el abrazo.

—¿Qué tienes, amor? —le dijo, exagerando dulzura en la inflexión de su tono de voz—. Tienes un aspecto horrible… ¿Estás enfermo?

—He dormido mal.

—Ven. —Cayetana le tomó del brazo y se apretó contra él—. Siéntate en el jardín y bebe un poco de agua fresca. Ahora mismo pediré que te traigan el almuerzo.

—No, no…, gracias. No me apetece comer nada. —El capitán se sentó y bebió agua, pero rechazó tomar nada más—. Tenemos que hablar…

—¡Pues claro que tenemos que hablar! —La marquesa fingió severidad y tomó asiento a su lado—. ¡Y vas a tener que explicarme muchas cosas…!

Zamorano dio un respingo. La mirada de Cayetana era penetrante; su rostro, grave; el tono de voz, áspero. El capitán observó las facciones endurecidas de su cara y temió haberla ofendido en algo. ¿O acaso era que había leído sus intenciones en el desaliño de su aspecto? Conocía la agudeza de su inteligencia y lo afilado de sus intuiciones, pero no podía creer que estuviese ya al cabo de algo de lo que sólo él y los suyos tenían noticia.

—¿Explicarte muchas cosas? —titubeó Zamorano—. No sé a qué te refieres.

—Muchas. Naturalmente. —Cayetana extrajo de su faltriquera un papel blanco que desdobló con cuidado y que pasó ante los ojos de Zamorano, como abanicándolo—. Acabo de recibir carta de mi prima segunda, Josefa, ya sabes, la prometida de tu amigo Juan Díaz Porlier…

—Sí…

—Y, ¿sabes? Me pregunta qué haces tú en Madrid.

—¿Yo? —el capitán se extrañó—. ¿Y ella cómo sabe…?

—Se lo dije yo misma hace semanas, en una carta… —Cayetana se encogió de hombros, sin comprender la sorpresa de Zamorano—. ¿Cómo no iba a hablarle de lo bien que me encuentro a tu lado? Y ahora se sorprenderá aún más cuando le anuncie nuestro compromiso…

—Cayetana, yo…

—Sí, es cierto. —La marquesa volvió a fingir disgusto y arrugó los labios—. Antes tienes que explicarme por qué has engañado a tu superior y estás en Madrid. El coronel Díaz Porlier dice que deberías estar en otros lugares, Josefa no me dice dónde, supongo que temiendo que controlen mi correspondencia; pero lo cierto es que dice que no deberías estar aquí. Juan está sorprendido e intrigado. Y no sé si enfadado…

Zamorano se quedó pensativo. No esperaba que Cayetana anduviese informando sobre él a nadie. Creía haber dejado claro, cuando se presentó en su casa, que su estancia en Madrid tenía un carácter confidencial, secreto. No sólo por el peligro personal que corría, le informó, sino porque podía dar al traste con la misión que estaba cumpliendo por orden de sus jefes.

Ahora lo que menos le importaba era satisfacer la curiosidad de la marquesa, naturalmente: con qué rapidez se puede pasar de la ficción del amor a la realidad de la indiferencia, se dijo.

Porque lo único que le inquietaba era la opinión que se forjaría su amigo Juan al conocer que había desobedecido sus órdenes y, en lugar de cabalgar junto a la partida de el Empecinado, estaba en la ciudad, una ciudad en manos de los franceses además, sin una razón que lo justificase. Improvisó deprisa.

—Cayetana, escúchame. —Zamorano puso la mano en su antebrazo y la miró fijamente a los ojos—. Te advertí al llegar que mi estancia en Madrid tenía que considerarse un secreto militar. No tiene mucha importancia que hayas informado de ello a Porlier, e incluso a su prometida, para el caso es lo mismo; pero has de saber que si los franceses abren tu correo sabrán de mí y eso nos perjudica a todos, a mí, a mis hombres y a nuestro rey. Incluso a ti. Estoy en Madrid cumpliendo unas precisas instrucciones de…, de… la Junta Central. Precisas y reservadas, eso es. Nadie debe saberlo, ¿comprendes? O sea que, si vas a escribir a tu prima, dile que ya no estoy en Madrid, que he partido para reincorporarme a mi destino, el que me ordenó Juan. ¿Has entendido? ¡Por Dios, Cayetana! ¡Tiempo habrá de que yo les aclare…!

—¿De veras te he puesto en peligro? —Cayetana frunció los labios y el entrecejo, arrepentida y mimosa, como si fuese un perrito implorando una caricia.

—Está bien. No hablemos más de ello.

—¿Podrás perdonarme? —La marquesa insistió en su súplica exagerada de misericordia, acercándose mucho a la cara del capitán, que se violentaba cada vez más—. Moriría de dolor si…

—Olvídalo —dijo al fin, fatigado, Zamorano.

—Como quieras, amor mío… —se irguió ella, suspirando—. Pero si pudiera compensarte…

El capitán se levantó y paseó por el jardín, pensativo. Las plantas que vivían en las macetas tenían la piel cansada, de un verde apagado, sin vigor. Las pocas flores que sobrevivían al incendio del aire desmayaban sus pétalos convertidos en lenguas de perro rendidas por el cansancio y por la ígnea desmesura del mediodía. La tierra del suelo estaba reseca y respondía con una nube de polvo a cada arañazo de las botas pesadas de Zamorano. Pero en aquella queja común de la naturaleza contra la crueldad del verano los pensamientos del capitán no encajaban. Ella se había ofrecido a compensarle: podía aprovechar la proposición para preguntarle algo que hasta entonces no se había atrevido, para no levantar sospecha alguna sobre la razón de su estancia en la ciudad. Y luego (era muy importante que no se le olvidara), tenía que cumplir el objetivo que lo había llevado, tan de mañana, a la casa de la marquesa: romper con ella el compromiso matrimonial, sin más explicaciones.

—¿Compensarme? Bueno, necesito saber algo —le dijo, sentándose otra vez—. Tal vez puedas ayudarme.

—Desde luego.

—Quizá conozcas a alguien, no importa quién, que permaneciera lo suficientemente cerca de su majestad antes de su partida a Francia. Alguien con quien yo pudiera hablar, que no tuviese inconveniente en…

—Gabriel, el judío. Todavía debe de estar en Madrid.

—¿Gabriel? —A Zamorano le sorprendió la rapidez de la respuesta y que no intentara averiguar para qué lo quería.

—Sí. Fue uno de los secretarios reales hasta que llegó a Palacio ese Bonaparte. Dicen que ayudaba al administrador con la correspondencia y otros asuntos de despacho y que ya no trabaja para nadie. ¡Juanito! —la marquesa llamó a un criado que en ese momento pasaba por el patio, hacia el interior de la casa.

—¿Sí, señora marquesa?

—Acércate. ¿Qué se sabe del judío? ¿Tú sabes en dónde está?

—¿El judío? —dudó el sirviente, rascándose la coronilla con el dedo índice de la mano—. Pues no lo sé, señora. Creo que la señora marquesa puede encontrarlo, si ese hombre sigue con vida, en alguna de las tabernas que rodean a la plazuela de San Miguel. Pero me temo que…, no sé. Hablaba mucho y siempre mal de los franceses, por eso puede que le haya ocurrido alguna desgracia. Pero si vive…

—Gracias, Juanito —Cayetana le indicó que se alejase, empujando el aire con el dorso de su mano. Y luego se volvió a Zamorano—: No hay pérdida. Todo el mundo conoce al judío.

El capitán afirmó con la cabeza y se repitió las señas para recordarlas con exactitud. Luego se levantó.

—Me voy, Cayetana —dijo, sin mirarla—. Y creo que tardaremos bastante tiempo en volver a vernos.

—¿Cómo dices? —La marquesa se levantó deprisa y se acercó a él—. ¿Acaso tienes que salir de Madrid?

—Algo así. Y no hagas más preguntas, por favor —Zamorano se ajustó el pantalón y se volvió a mirarla—. Se trata de nuestra seguridad. Por ahora hemos de cancelar nuestro compromiso. Algún día, tal vez…

—¿Cancelar? ¿Qué quieres decir con eso de cancelar? ¿Que no vas a casarte conmigo?

—Eso es.

Cayetana negó con la cabeza, nerviosa, incrédula.

—¿Cancelar? ¿Nuestra seguridad? ¿El rey? ¿Se puede saber de qué estás hablando?

—Que lo mejor, por ahora… —titubeó Zamorano.

—¿Cuándo entonces?

—¡No lo sé…! —Zamorano se pasó la mano por la cabeza y luego se abrió un poco más el cuello de la camisola, como si necesitase más aire para respirar—. Nunca. Creo que nunca…

—Pero…, pero… ¡Cómo te atreves! ¿Que no vas a casarte conmigo? ¿Y lo de ayer? ¿Y lo de ayer?

—Ayer fue ayer, Cayetana, y además creo que yo había bebido demasiado… —Zamorano se mostró inflexible—. Pero eso ya pasó.

—¿Tú…? ¿Tú te crees que puedes hacerme esto a mí? ¿Con quién te crees que estás hablando? ¿Con una de esas guarras que frecuentan a la soldadesca y que…?

—Tengo que irme, lo siento.

—Pero…, ¡Manuel!

—Adiós, Cayetana.

La marquesa se quedó estupefacta en medio del jardín viendo marchar a Zamorano. Y, cuando reaccionó, echó a correr tras él, gritando enfurecida:

—¡Te arrepentirás de esto, capitán! ¡Juro que te arrepentirás de esto! ¡Toda tu vida!