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El tiempo pasaba en Las Navas con la lentitud del agua puliendo y redondeando las aristas de un canto en el lecho del río. Sus vecinos se acostumbraron a la compañía de los hombres del capitán y aprendieron a organizar una Junta Local como las existentes en otros muchos pueblos, una asamblea que pronto se puso en contacto con la Junta Provincial de Ávila para continuar acrecentando la resistencia popular contra el invasor. Y, entretanto, Teresa y Zamorano convirtieron los días y las noches en una interminable luna de miel.
Al amanecer paseaban a caballo, a veces galopando hasta más allá de los lindes de la prudencia, llegándose hasta ver los techados de Santa María de la Alameda o bordeando la sierra de Malagón en busca de un rincón escondido en el que hablarse en voz baja e intercambiar frases sin ensayar. Durante el resto del día compartían miradas y se daban de comer despacio, y al anochecer, callados en la habitación, se refugiaban de la exageración del cielo y de las lluvias perezosas de marzo para repartirse sueños y caricias. Tanto gozaban del derroche de sus cuerpos que el amanecer siempre les parecía una impertinencia.
—Quiero que estemos juntos para siempre —le dijo un día Zamorano después de beberse los labios como si ninguno de los dos pudiese saciar la sed.
—Yo no deseo otra cosa —respondió Teresa.
—¡Busquemos un cura! —se incorporó Zamorano, impetuoso—. En Las Navas lo hay. ¡Deprisa!
—Vamos, vamos… —le apaciguó ella, volviéndole a tender a su lado—. Pasó ya la medianoche, amor mío, no son horas. Vuélvemelo a pedir mañana…
El reposo llegó a su fin en la mañana del quinto día con el regreso de Ezequiel, que había cumplido el encargo. Exhausto por la urgencia exigida a su caballo, necesitó de un buen trago y de una sopa bien caliente antes de dar parte al capitán de las noticias que traía. Fue, tras el almuerzo, cuando se quitó el pañuelo anudado a la cabeza, se enjugó el sudor del cuello y de la cara y se dispuso a hablar.
—El teniente coronel Porlier quiere verle, capitán —empezó diciendo—. Le espera dentro de tres días en Salamanca, en la casa del conde de Toreno. No sé de qué se trata, pero la causa parece de importancia.
A Zamorano le extrañó la citación y más aún la urgencia con que se le convocaba. Mucho debían de estar cambiando las cosas para que dos rebeldes se arriesgaran de tal modo a ser descubiertos en plena ciudad, porque tanto uno como otro gozaban ya de una cierta y peligrosa popularidad entre los franceses. Salamanca estaba tomada y, por lo que se sabía, muy vigilada. El capitán pensó que sin duda estaban ocurriendo hechos graves y que por ello Porlier había decidido que merecía la pena correr el riesgo.
—De acuerdo —dijo, y luego paseó la estancia, pensativo.
—Las órdenes son llegar en la madrugada de pasado mañana, a caballo, convenientemente vestido y sin compañía —interrumpió el maestro sus cavilaciones—. De ser molestado por los franceses, habrás de decir que eres un comerciante de tejidos de visita en la ciudad. En mis alforjas traigo las ropas adecuadas, capitán.
Sartenes sonrió. Fue el único que lo hizo en aquella sala. Y añadió:
—Como un galán de comedia, capitán. Va a estar usted hecho un auténtico galán.
—Calla, Sartenes.
Teresa se acercó hasta él y le apretó el brazo.
—¿Estarás muchos días fuera?
—No lo sé —Zamorano se sintió, de repente, disgustado. Ya se había acostumbrado a tomar las decisiones y no le gustó que otros las tomasen por él. Ni siquiera su amigo el teniente coronel. Pero concluyó—: Será como se me ha ordenado. Saldré mañana mismo y veremos qué es eso tan importante que nos obliga a semejante riesgo. ¡Sartenes!
—¿Sí, capitán?
—Prepáralo todo para mi marcha. Esta vez no vendrás conmigo. Quedas encargado de cuidar de la dama, ¿entendido?
—De mil amores, capitán.
—Más te vale. Te va el cuello.
Zamorano se retiró a su habitación, claramente contrariado. No sabría explicar por qué, pero aquella llamada rebozó sus pensamientos en nubarrones de tormenta. Como un mal presagio.
—Lo siento mucho —dijo Ezequiel a Teresa y a Sartenes en cuanto se quedaron solos—. No me gusta ser portador de noticias preocupantes, y me parece que al capitán se lo parecen.
—No te apures, maestro —Teresa le regaló un gesto lleno de afecto—. No es contigo el enfado. He hablado mucho con el capitán estos días y sé que te tiene en gran aprecio.
—¿Y de mí? —se interesó Sartenes—. ¿Te ha hablado de mí?
—¡No! —respondió la mujer fingiendo enojo. Pero de inmediato convirtió su rostro en una enorme sonrisa—. Pues claro que sí, Sartenes. ¿Y cómo no? Tú eres su amigo…
Los tres quedaron en silencio, pensando cada cual en sus cosas. El maestro recuperándose de la fatiga del viaje y rememorando las etapas cubiertas en tan escasos días; Sartenes acordándose de los buenos momentos pasados junto al capitán y pensando en la suerte que había tenido encontrándose con él aquella noche en la oscuridad de Madrid, sobre todo después de la declaración de amistad oída en labios de aquella mujer; y Teresa calculando las posibles causas de la citación, buscando razones para una entrevista tan perentoria. Acaso tuviese que ver con el contenido de la bolsa que llevaba en sus manos desde el día que huyó de Talavera. ¡Ah, Talavera! Tenía que darle cuenta a Sartenes de lo ocurrido… Hasta ahora no lo había recordado…
—¿Te acuerdas de la Posada Real, Sartenes? —preguntó, adoptando un semblante sombrío, como de hondo padecimiento.
—¿Y no me iba a acordar? —sonrió Sartenes—. ¡Toma! ¡De la posada y de la posadera…!
—A eso voy, Sartenes. ¿La recuerdas? Nos recibió cuchillo en mano por si éramos de alguna partida…
—Porque su marido la dejó sola a causa de la guerra. ¡Y lo bien que le vino a mis carnes aquella ausencia, rediez! ¡Qué gran mujer…!
—Volví a la posada —Teresa puso su mano en el brazo de Sartenes—. Sí, lo hice…, en busca del capitán. Debió de ser más o menos dos meses después de nuestro encuentro. Pero ya no se encontraban allí ni aquella mujer ni la posada. —Teresa cerró los ojos, dolorida—. Había sido incendiada… Pregunté en Talavera qué había sucedido y nadie me lo quiso decir; hasta que un anciano, mientras lamentaba no tener treinta años menos para que le dejasen combatir, me lo contó todo. Al posadero, de patrulla por los alrededores de Fuenlabrada, lo habían hecho preso, torturado y asesinado; y su mujer, al enterarse, urdió la más terrible de las venganzas. —Teresa tomó aire e intentó reponerse. Se apartó de la frente un mechón de pelo que de inmediato volvió a caer—. Una noche que fueron a cenar a la posada once oficiales franceses, entre ellos un general y varios coroneles, envenenó el vino con que les obsequió y, para que nada sospecharan, bebió con ellos, coqueteando, animándolos a beber más y más. —Teresa hizo una pausa y respiró hondo, pero no pudo evitar que dos lágrimas se desprendieran de sus ojos—. Murieron los once franceses, Sartenes, los once… Y ella también. Todos murieron aquella misma noche entre horribles dolores…
El capitán Manuel Zamorano entró en la medianoche del 24 de marzo de 1809 en la ciudad de Salamanca, acompañado por el tableteo pausado de los cascos de su caballo repiqueteados contra los adoquines húmedos del pavimento. Vestía un abrigo de lana sobre un traje gris con chaleco, una camisa blanca abotonada al cuello por un lazo negro y sombrero de ala corta, botas de charol con espuelas y guantes de piel. Su caminar envarado y la osadía de avanzar descubierto por el centro de la calle disminuía cualquier reticencia que su presencia pudiese despertar si era sorprendido por una ronda francesa. Montaba al paso, deteniéndose a contemplar y a admirar los recios edificios que abundaban en el camino, tan imponentes y vetustos que amedrentaban, dejando atrás, uno a uno, los faroles que esa noche se habían encendido en las ruas principales.
Entró en la Plaza Mayor también muy despacio, buscando orientarse para alcanzar su destino; y poco después, adentrándose por el primer callejón de su derecha, se topó de plano con el portón de un edificio de piedra, de dos plantas, que permanecía con las luces exteriores encendidas y que, como imaginó, resultó ser la casa del conde de Toreno. Alzó la mirada y vio que también en una de sus habitaciones había luz, a hora tan intempestiva. Sin duda le estaban esperando, pensó.
Cuando desmontó, no necesitó golpear la aldaba. Un criado abrió la puerta y le invitó a pasar.
—¿Señor capitán? —dijo tan solo, acompañándose de una reverencia.
—Busco al señor conde —respondió.
—Sus excelencias le están esperando.
En un salón de la primera planta, iluminado por dos candelabros de seis velas y por la sonrisa de los anfitriones, el capitán Zamorano entró apresurado, en busca de un amigo al que abrazar. Juan Díaz Porlier le esperaba de pie, en medio de la sala, con la expresión alegre y los brazos extendidos, mostrando las palmas de las manos. El recién llegado sonrió al descubrirlo y se acercó hasta él.
—Sigues pareciendo un niño, mi teniente coronel.
Y se fundieron en un abrazo apretado.
—Me alegra mucho verte, Manuel. —El teniente coronel lo separó, con las manos sobre sus hombros, mirándolo de frente a los ojos—. Tú en cambio estás, no sé… Creo que más gordo y más viejo. Eso es la buena vida… Tendrás que empezar a cuidarte.
—Los veinticinco años, Juan… Ya te llegará esa edad…
—Mira —señaló Porlier, volviéndose hacia el caballero que permanecía sentado en un sillón y que, al ser citado, se levantó—: Tengo el placer de presentarte a don José María Queipo de Llano y Ruiz de Saravia, conde de Toreno. Es nuestro anfitrión y durante todos estos meses ha sido tan generoso que…
—Bla, bla, bla… —interrumpió el conde—. Permítame estrecharle la mano, capitán. Para mí sí es un verdadero honor tener en mi casa a un héroe. Bueno, a dos…
—Gracias, señor conde —ofreció su mano Zamorano para corresponder a su saludo.
—Y ahora dejémonos de cortesías y cuéntenos —añadió el de Toreno—. ¿Un jerez, capitán?
—Me vendrá muy bien.
—Sentémonos, Manuel. —Porlier indicó los sillones y se llevó la copa a los labios—. ¿Cómo va esa vida?
—Como la tuya, imagino —bebió un sorbo Zamorano—. Creo que en los cuarteles franceses hablan de nosotros con una simpatía tan solo moderada.
—Sí, nada más que moderada —dijo el conde y rieron los tres—. Y no creo que empiecen a hablar mejor en lo sucesivo.
—Eso espero —afirmó Díaz Porlier, y respiró profundamente antes de continuar—. Ya sabrás que se ha organizado una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino, presidida por el conde de Floridablanca. Estuvo asentada en Aranjuez, pero la prudencia aconsejó trasladarla a Sevilla. Ahora está allí, y ya se han formado cuatro cuerpos de ejército al mando de Blake, de Castaños, de Vives y de Palafox. Te supongo informado…
—No —reconoció el capitán. Y añadió—: En ese caso, tal vez convendría reincorporarnos a filas, ¿no es así?
—No, aún no —Porlier fue tajante en la respuesta—. Nuestra misión es otra: seguir actuando como hasta ahora. De este modo les hacemos más daño. Tus hombres están desesperando al enemigo, al igual que los míos. La Junta Central me ha hecho saber la importancia de nuestras acciones en la retaguardia. De las tuyas, de las mías y las de los demás. Porque hay grupos por todas partes, Manuel, sobre todo por Castilla, Extremadura, Aragón y Cataluña. Sus jefes son inteligentes y osados, no dan tregua. Sólo hay que ver lo enrabietados que están con Antonio Tabuenca, con Bartolomé Amor, con Vicente Sardina, con Saturnino Albuín o con esa mujer maravillosa y valiente que es Damiana Fernández… Ahora no podemos dejarlo.
—De acuerdo —aceptó Zamorano.
—Además —prosiguió el conde, satisfecho—, se están formando las Juntas Provinciales en toda España y ya hay cientos de Juntas Locales que gobiernan en nombre de nuestro rey don Fernando. Todas están siguiendo las consignas que se dictan en Sevilla, aunque, como es natural, tienen completa libertad para actuar en cada momento del modo que estimen más conveniente.
—Y lo que es más importante, Manuel —Porlier creyó imprescindible completar la información—: Napoleón se ha marchado de España. Llegó a mandar sobre trescientos mil soldados en nuestro suelo, pero ahora apenas quedan la mitad. Y te aseguro que no son las tropas experimentadas con las que llegó ni lo mejor de los ejércitos franceses: la mayoría son soldados extranjeros reclutados a la fuerza, o mercenarios italianos, y así les va. Para colmo, el rey usurpador está rodeado por unos cuantos afrancesados en Madrid y media docena de mariscales y generales que lo desprecian como no puedes imaginar; se dice que se burlan de él con cualquier motivo y, así, a José Bonaparte le están desmoronando los pocos arrestos que tiene. En cambio nuestro rey tiene cada vez más defensores.
—Pues en verdad son esperanzadoras estas noticias, Juan —afirmó Zamorano antes de acabar la copa.
—¿Tomará otro jerez, capitán? —el conde se mostró exquisitamente puntual en su ofrecimiento.
—Gracias —aceptó Zamorano—. Y, dígame, señor conde, ¿usted pertenece a la Junta Provincial de Salamanca?
—No. A la provincial de La Coruña y a la local de Arteijo, que es donde tengo mi casa —respondió el conde, sin dar ninguna inflexión especial a su voz—. Comprendemos que es muy importante que la población civil intervenga también en esta guerra contra los invasores, capitán. Nos hemos sumado casi todos: aristócratas, regidores generales, clérigos, profesores, artistas, escritores… Al igual que muchas autoridades del antiguo Régimen. Y los vecinos, el pueblo… Sin distinción de ideas políticas, capitán. Porque es cierto que la Junta Central la preside Floridablanca, que no es que pueda calificarse precisamente de radical, es cierto, pero también pertenece a ella el señor Jovellanos, que es un ilustrado. En fin, digamos benévolamente que es un ilustrado moderado, aunque para mí que desde que dejó de ser alcalde de Madrid el pobre ya sólo se dedica a escribir informes agrarios y a estudiar a ese Adam Smith, ese pensador tan, tan… inglés. —Rió el conde y Porlier acompañó también risueño el sarcasmo—. Por otro lado también pertenece a la dirección de la Junta el señor Calvo de las Rozas, que como liberal es tan avanzado que no le importaría hacer, él solo, una revolución de tal calibre que dejara en pañales a la francesa, ya me entiende; y luego algún que otro librepensador demasiado aficionado a las faldas. Pero, y esto lo digo completamente en serio, todos ellos están realizando un trabajo de dirección asombroso en tareas de suministros, reagrupamiento de tropas, relaciones con nuestros aliados ingleses y portugueses y, sobre todo, en trasladar una gran moral a nuestros soldados… Asombrosa su labor, en verdad. Brindo por ellos, señores.
—¡Por ellos! —levantaron también su copa Porlier y Zamorano.
—Y bien, Juan —intervino Zamorano en cuanto terminó de beber—. En tal caso, tú dirás para qué me has llamado…
—Por varias razones, Manuel —Porlier adoptó un semblante grave—. En primer lugar, para verte. Tenía ganas de saber cómo estabas…
—Ya lo ves —sonrió Zamorano—: más viejo.
—Sin bromas, Manuel. Y porque se ha decidido que tu partida se integre en la de Juan Martín Diez. Tal vez lo conozcas por el Empecinado.
—Sí. He oído hablar de él.
—Pues bien. Juan está minando con sus guerrilleros toda la línea de abastecimiento francesa desde Irún hasta Madrid, incluyendo Vitoria, Burgos y Aranda de Duero. Su lucha es importantísima y necesita más hombres. Tiene unos mil, pero son precisos muchos más. Y tú eres el indicado para cubrir con tu partida algunos flancos que aún son demasiado débiles. Así lo ha decidido la Junta Central.
—Pues así será —aceptó el capitán, sin oponer objeciones—. Dime en dónde lo encuentro y marcharé en su busca. ¿Algo más?
—Bueno, sólo un par de detalles… —sonrió Porlier—. ¿Rellenamos las copas, conde?
—Desde luego.
—Pues bien. Y ahora quiero brindar porque me caso, Manuel. Me voy a casar muy pronto, en cuanto sea posible. Con Josefa, la hermana de nuestro amigo el conde —Porlier levantó la copa y la entrechocó con la de su anfitrión—. ¿No me das la enhorabuena?
—Por supuesto —Zamorano se quedó estupefacto—. No…, no sé qué decir… No me lo esperaba…
—¡Pues dame un abrazo y no se hable más! Mañana te quedas a comer con nosotros y conocerás a mi prometida, ¿de acuerdo?
—Encantado —Zamorano trató de reponerse pronto de la noticia—. En todo caso, tal vez convenga que marche cuanto antes a reunirme con el Empecinado…
—No hay tanta prisa, mi buen amigo. Te esperará dentro de una semana en Aranda. Tendrás tiempo de sobra… Y ya conocerás mañana a Josefa… ¡Te va a encantar!
—A tus órdenes, mi teniente coronel.
—Ah, eso sí que no. Llámame Juan. O si lo prefieres, coronel. La Junta Central ha enviado un despacho, ascendiéndome…
Durante el camino de regreso a Las Navas para reencontrarse con sus hombres, Zamorano no pudo quitarse de la cabeza las continuas miradas que le dispensó, hasta llegar a azorarle, la prima segunda de doña Josefa Queipo de Llano: Cayetana, marquesa de Laguardia. La comida había resultado agradable y la prometida del capitán verdaderamente encantadora. No muy agraciada físicamente, a su parecer, pero con tal derroche de simpatía y juventud que era comprensible la euforia de su amigo Porlier. Pero a su lado sentaron a la joven Cayetana, y no pudo librarse de su coquetería durante el almuerzo y la larga sobremesa que sobrevino después.
Cayetana era de una belleza extraña. No podía decirse que sus ojos fuesen grandes, ni su nariz perfecta, ni sus labios seductores. Pero era tal el brillo de su rostro y la luz de su mirada que en conjunto resultaba de un esplendor difícil de ignorar. Costaba apartar la mirada de su rostro. Nada tímida en su conversación ni pudorosa en sus ademanes, Zamorano pensó en varias ocasiones que le estaba comprometiendo en casa ajena, y por lo mismo procuró evitar exponerse y se limitó a atenderla del modo más cortés posible, aceptando incluso las señas de su residencia en Madrid por si en alguna ocasión pasaba por allí. Porque antes de terminar la reunión, la marquesa logró pasarle con la mayor discreción un billete en donde le escribía sus señas y le expresaba, sin el menor rubor, sus deseos de volver a verle pronto.
Con la llegada a Las Navas, no obstante, se olvidó de aquella mujer. Su preocupación se limitó a reunir a los hombres, informarles con detalle de la situación de la guerra, tal y como se le había informado a él, y comunicarles la misión a la que se les había destinado.
—Y tú, Bernardo, dirigirás la partida hasta mi regreso —concluyó el capitán.
—¿Hasta tu regreso? Y entonces…, ¿qué harás tú, Zamorano? —se interesó Ezequiel.
—Bueno…, tengo algunos asuntos que resolver en Madrid —dijo, sin querer explicar más. Y luego, volviéndose hacia Teresa, añadió—: Tú vendrás conmigo.
—¿Y yo? —Sartenes abrió desmesuradamente los ojos y los brazos, sin comprender.
—Tú harás lo que quieras, como siempre.
Ezequiel bajó la cabeza. Aquella marcha del capitán le resultaba difícil de entender, sobre todo por ponerlos a todos bajo el mando de Bernardo, que apenas llevaba unas semanas con ellos. Y de inmediato supuso que todo aquello era una excusa, que el verdadero mando lo tomaría en Aranda el Empecinado y que, por voluntad propia o por instrucciones de Porlier, el capitán iniciaría otro rumbo y ya no volvería a reunirse con ellos. Y la idea no le agradó.
—Capitán —dijo sin levantarse ni mirarlo—. Yo también quisiera ir contigo a Madrid.
—Lo pensaré, maestro —Zamorano escudriñó su semblante para intentar descubrir el motivo de aquel ofrecimiento inesperado. Y se limitó a decir—: Pero sabes que las órdenes son otras.
—Piénsalo —insistió Ezequiel.
Zamorano había decidido en el tramo final de su viaje de regreso que, a pesar de las órdenes recibidas, no iría a Aranda e intentaría encontrar el escondite del equipaje del rey. Nada perdía por probar suerte en Madrid durante un tiempo y luego, tanto si fracasaba como si no, tendría ocasión de reincorporarse a la guerrilla. Consideraba aquello como un asunto personal, un desafío que no podía ni quería desatender. Así se lo expresó a Teresa aquella misma noche y ella estuvo de acuerdo. Lo mismo que en viajar con Sartenes, que estaba en el negocio desde el principio y podía ser más peligroso tener su lengua lejana que vigilada, y con Ezequiel, porque al final pensaron que un hombre de letras y modales podía serles de gran utilidad en la capital. Del resto de los detalles, concluyeron Zamorano y ella, se ocuparían durante el camino.
Y así, al amanecer, los cuatro jinetes abandonaron apresurados Las Navas del Marqués en dirección a Madrid, mientras el resto se dirigía a Aranda de Duero, con más calma. No se produjeron escenas de emoción en la despedida ni sensación de dispersión porque todos creyeron que el reencuentro sería inmediato, por lo que tan sólo se desearon suerte a voces y un viaje sin incidentes. En cambio hubo demasiadas lágrimas entre los vecinos del pueblo y reiterados deseos de salud y victoria. Para ellos sí se trataba de una despedida sin plazo, por lo que los abrazos se demoraron tanto y tan en exceso que los hombres de la partida no pudieron ponerles fin hasta que prometieron volver de visita tan pronto como les fuera posible.
Nada más iniciada la marcha, Sartenes no pudo contenerse.
—¿Adónde vamos, capitán? ¿De verdad vamos a Madrid?
—Sí, a Madrid —respondió Zamorano—. Claro, que si no quieres venir…
—¿A Madrid? ¡Vamos! ¡No he deseado otra cosa desde que salimos de allí! ¿Recuerda, capitán? Aquella mañana del 3 de mayo me fui diciendo: tan pronto como sea posible, he de regresar a Madrid. ¿Lo recuerda? No repetía otra cosa. Y ahora, que usted me brinda esta oportunidad, de ninguna manera voy yo a…
—¿Callarás de una vez, Sartenes?
—Mudo, capitán. Ya me conoce…