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Teresa estaba sentada en los bordes de un pilón cuando el capitán Zamorano, avisado por el alcalde, salió a su encuentro en la calle principal de Las Navas. Su pelo al viento era una bandera pirata. Al sol de la mañana, su tez relucía como un bronce de iglesia. Permanecía quieta, con las piernas un poco abiertas, las manos reposadas sobre las rodillas y el torso ligeramente girado hacia el fondo de la calle, desde donde él se aproximaba. No sonreían sus labios, pero sus ojos eran una llamada a la fiesta. Así los recordaba él; pero a fe que no se acordaba de que fuese tan rotundamente hermosa. Como un paisaje arbolado junto a un mar de África.
En cuanto le dijeron que una mujer preguntaba por él, supo que se trataba de ella. Y disimuló la respiración agitada, la emoción de su pecho, la niebla de sus ojos, la confusión de su mente. Lo disimuló cuanto pudo, pero tardó más en vestirse que los días en que no tenía prisa. Y todavía más en lavarse, colocarse los bigotes y atusarse el pelo para que adquiriese su mejor peinado.
Luego frunció el ceño y repasó la afrenta sufrida para mostrarle su lado más agrio. Y por unos momentos lo consiguió. Pero nada más verla, al fondo de la calle, sentada al borde de un pilón, mirándole como si le gustase verlo y más bella que cualquier amanecer en las cumbres, su actitud se fue licuando como nieve en primavera y tuvo que volver a disimular, cincuenta pasos antes de encontrarse con ella, para que no descubriese que le flaqueaban las piernas. Y es que el verdadero amor no mengua por muchas que sean las distancias.
La boca se le había secado; hasta la lengua pugnaba por rebañar salivas inexistentes que le permitiesen tragar algo que no fuesen palpitaciones del corazón, sórdidas como golpes de un tambor demasiado ruidoso. Maldita mujer, se dijo. La mataría si antes no prefiriese morir yo.
Los últimos pasos los anduvo despacio, como midiendo la profundidad de la punzada que se iba clavando en su pecho. Lo más difícil era, en aquel trance, decidir qué hacer con las manos: dónde esconderlas, o cómo acabar con su innecesaria existencia. Y procurar que ella no descubriera que sus labios se envaraban mientras sus ojos gritaban de alegría.
Teresa… Llevaba tanto tiempo soñando con aquel momento…
Confiando en que no llegase nunca, pero rezando para que llegara.
—Sigue sin gustarte madrugar, capitán… —dijo ella sonriendo, a modo de saludo.
Zamorano se paró en medio de la calle. No supo qué contestar. La miró fijamente, sopesando su sonrisa, y observó que del hombro colgaba aquella bolsa en la que tampoco había dejado de pensar.
—Llevas algo que me pertenece —dijo, al fin.
—A eso vengo —siguió sonriendo. Y añadió—: Miento: también he venido a verte.
—¿A verme?
—No he olvidado aquella noche…
—Querrás decir el alba, cuando huiste.
—Quiero decir la noche. Lo del alba —lo pensó antes de decirlo, como si temiese mostrar un atrevimiento que no era suyo—, lo del alba fue otra cosa. La guerra no entiende de sentimientos, capitán.
—Bien. Entonces, dámela.
Zamorano extendió el brazo hacia ella y esperó a que se levantase y se acercase para entregársela. Y entonces Teresa, lentamente, inició el ademán de sacársela de encima, poniéndose de pie y agachando la cabeza. Pero antes de descolgarla, levantó los ojos, observó durante unos segundos los de Zamorano y, de un salto, se abrazó a él.
El capitán se dejó atrapar en aquellos brazos y, al momento, la estrechó también entre los suyos. No la vio llorar, pero notó que una lágrima le mojaba la camisa. Teresa permanecía con los ojos cerrados, respirando agitadamente, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Y Zamorano, de repente, se sintió intimidado y cohibido, desconcertado también. Pero de pronto fue consciente de que sus hombres le observaban y, como era su deber, recobró el ánimo y ocultó lo mejor que supo una alegría que le embriagaba y que le nacía de muy dentro.
—Teresa… —musitó.
Los vecinos los observaban curiosos; y los hombres de su partida también. Sólo Sartenes, que en aquel momento salía de la Venta avisado de la visita, se sorprendió de tal modo al verlos enlazados en mitad de la calle, susurrando apenas, que miró para ver quién era la dama y, al reconocerla, corrió hacia ellos.
Llegó a su lado justo en el momento que Teresa decía, entrecortada:
—Te he buscado tanto, Manuel…
—¡Capitán! ¡Pero si es esa…! —vociferó Sartenes.
Y Zamorano, irritado por el improperio que insinuaba, volvió la cabeza hacia Sartenes y, con la mirada encendida, blasfemó:
—¡Por los Clavos de Cristo! ¡Nunca estarás callado!
—Perdone, capitán…, pero ella…, ella…
—¡Déjame en paz!
Sartenes, sin comprender nada de lo que estaba sucediendo, se encogió de hombros y se dio media vuelta, yéndose a sentar en el suelo al pie de una pared, esperando a ver en qué acababa aquella extraña escena de mala comedia romántica.
—Lo engañará otra vez —murmuró—. Estando enamorado, no es preciso ser ciego…
Al cabo de un rato de permanecer en silencio, el capitán se separó de Teresa sin dejar de mirarla.
—¿De verdad me has buscado?
—Desde hace meses… —Teresa se recompuso, arrancándose una lágrima que aún surcaba su mejilla—. Y te juro que te creí muerto durante mucho tiempo. La noticia del asalto a Guadarrama me devolvió la esperanza…
—Podía no haber sido yo…
—Porlier o tú: me dijeron que sólo vuestras partidas combaten en esta parte de Castilla. Estaba decidida a preguntarle a Porlier, si no daba contigo.
A Zamorano le sorprendió saber que había alcanzado tanta notoriedad. Había aprendido que las noticias volaban por los pueblos como transportadas por el dios Marte, pero que se conociesen los nombres de los guerrilleros se le antojaba desmesurado.
—Vamos —le dijo, tomándola por un brazo y llevándola por el medio de la calle hasta la casa del alcalde—. Tenemos mucho de qué hablar. Para empezar, dime qué se sabe de la guerra…
Teresa se frotó la nariz, se recompuso el pelo y caminó a su lado. Al ver a Sartenes, le sonrió, embaucadora, y el hombre sonrió también, forzadamente, llevándose dos dedos al sombrero a modo de saludo.
—Ven también tú, Sartenes —ordenó el capitán.
—Volando.
—Pues la guerra, por ahora —empezó Teresa mientras caminaban—, es cosa de vosotros, los guerrilleros. Tú, Portier, Amor, Mina, Laci… El ejército regular cosecha derrota tras derrota. Los ejércitos de Cataluña acaban de ser diezmados en Valls, y ahora se prepara otra batalla en Trujillo o en Medellín. Pero no puede confiarse en ello. Frente a frente, los franceses son más y están mejor armados.
Las noticias no sorprendieron al capitán ni a Sartenes, que ya estaban al cabo de las sucesivas victorias extranjeras.
—¿Y la Junta Central? ¿Qué hace la Junta Central? —preguntó Zamorano en cuanto entraron en la casa del alcalde y se sentaron alrededor de una mesa—. ¿Acaso no dicta las instrucciones?
—Por ahora, no —Teresa buscó por los alrededores algo para beber, sedienta—. Ya está camino de Sevilla o allí mismo, tal vez. En Toledo corrían peligro sus miembros. Está intentando reorganizar el ejército de Andalucía y…, pero ¿a qué viene tanta pregunta, Manuel? Imaginaba que te interesaba más esto…
Teresa dejó la bolsa sobre la mesa y la señaló con un dedo.
—Gracias —dijo Zamorano.
—Está igual que cuando me la llevé —se justificó la mujer—. Reconozco que abrí la correa, saqué el documento y lo leí varias veces, pero no logré descifrar su mensaje. Así es que, en cuanto comprendí que era a ti a quien correspondía tenerlo, cosí otra vez la correa y aquí está. Puedes hacer con ello lo que desees.
—Me cuesta trabajo creer que… —insinuó Zamorano.
—Piensa lo que quieras —Teresa se recostó en la silla—. Sé que es importante, tiene que serlo, pero no conozco el significado del texto. Empieza diciendo que se trata de un equipaje, pero luego hay escritas cosas muy raras… ¿No podría beber algo, cualquier cosa?
Sartenes y Zamorano se miraron, intrigados. Callaron, pensativos, sin atender la demanda de la mujer. Un equipaje. Ambos repitieron la frase en voz baja.
—Vamos, capitán —se decidió al fin Sartenes—. Hay que leer ese papel.
—Debería llevárselo a Porlier…
—Ni sabemos dónde está ni hay forma de encontrarle —Sartenes negó con la cabeza—. De todos modos, hace casi un año que os encargaron entregarlo. Ya no debe de tener ningún valor.
—Es cierto —aceptó Zamorano—. Y el riesgo de buscar al teniente coronel no se compensaría con el cumplimiento del deber. Está bien, lo abriremos.
—Si queréis, os dejo solos —Teresa hizo ademán de levantarse.
—No, no —se adelantó Zamorano. Y fue en busca de una jarra de agua y un vaso—. No hace falta que te vayas.
—A buenas horas —cabeceó Sartenes, e hizo una reverencia mientras añadía—: Señora: sois una auténtica mujer en el arte del fingimiento…
—¡Sartenes…!
—Mudo —sonrió, y se cruzó los labios con el pulgar.
Zamorano le alcanzó el agua y a continuación pugnó durante unos minutos para descoser la correa, sin conseguirlo. Teresa esperó a que lo lograra pero, cuando comprobó el vano esfuerzo en el que se empecinaba, rebuscó en su escote y sacó unas tijeras pequeñas atadas al final de una cinta que se sacó por la cabeza.
—Prueba con esto.
—¿Unas tijeras? —Zamorano las repasó con atención.
—Sí. Las de Manuela Malasaña. Nunca me desprenderé de ellas…
Cortando las puntadas con habilidad y despegando los bordes de cuero, Zamorano extrajo despacio y cuidadosamente el papel. Se trataba de un pliego del tamaño de una cuartilla, amarillento y escrito por ambas caras. La tinta no se había corrido sobre el papel entelado y podía comprobarse el esmero con que se había escrito. Letras pequeñas y redondillas, ligeramente esbeltas, de trazo firme y pulso medido. El encabezamiento rezaba, en efecto, «Equipaje», y al dorso, finalizando la escritura, había una firma ilegible, otra del rey don Fernando y, entre ambas, el sello real.
—Leamos —dijo Zamorano.
Sartenes se inclinó sobre la mesa. Teresa, no.
—Pero antes —ordenó el capitán—, haz salir a todos de la casa. No quiero oídos despiertos.
—¿Al alcalde también? —preguntó Sartenes.
—Sobre todo al alcalde.
Sartenes se levantó y salió para recorrer la casa. El alcalde, su mujer y otra mujer más salieron apresurados por Sartenes, a empellones y rezongando improperios. Y cuando se aseguraron de que nadie podía oírle, Zamorano inició la lectura.
—Equipaje: Au, 1.000 lgs. Ag, 2.200 lgs. 150.000.000 Rls. Tiziano (1) 12 collares au. Velázquez (1) 15 marcos au. 655 marcos ag. Greco (1). 100 Carolo IV, rege, au. Velázquez (2). 130 Carolo III, rege, au. 65.000.000 Rls. Tiziano (2). 16 brazaletes au. 24 pulseras au. Greco (2). 7 collares esm. 11 broches au + brillts. 12.500 Rls. 62 retratos Corte. Velázquez (3). Velázquez (4)… Puedo seguir leyendo si queréis, pero no entiendo nada —concluyó Zamorano.
—Números, nombres, letras… —Sartenes se rascó la coronilla—. ¿Qué es Tiziano?
—Un pintor —respondió Zamorano—. Como Velázquez y El Greco. Eso es lo único que comprendo de todo esto —aireó el papel, agitándolo, como si así pudiese desprender los caparazones que ocultaban el enigma.
—Estoy segura de que tiene una explicación —dijo Teresa—, pero por más vueltas que le he dado, no he conseguido encontrarla. ¿Comprendes por qué decía que no había descubierto el mensaje?
—Ahora lo veo —aceptó Zamorano—. Y, sin embargo…
—¿En qué piensas, capitán? —preguntó Sartenes.
—Estaba pensando… —Zamorano se pasó la mano por la barbilla y quedó con los ojos perdidos en el vacío—. Tal vez sea una tontería, pero, leído así, en columna, es como la relación de bajas de una acción militar, o la lista de vituallas del cocinero para comprar en el mercado y preparar el rancho. ¿No se tratará de un verdadero equipaje? —Zamorano miró a sus amigos—. De esas prendas que se trasladan en baúles y bolsas…
—Sigo sin comprender —Sartenes encogió los hombros y arqueó las cejas.
—¡Claro! —Teresa miró al capitán—. En vez de poner las prendas, se incluyen otras cosas. Por ejemplo, cuadros.
—¡Eso es! —abrió mucho los ojos Zamorano—. En esta relación hay cuadros de mucho valor.
—¡Y joyas! —añadió Teresa—. Collares, brazaletes, broches… ¿Pulseras también?
—También —volvió a leer Zamorano—. Espera… —dijo y se quedó pensativo—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?
—Si hubiera dinero contante y sonante… —canturreó Sartenes.
—Lo hay —Zamorano devolvió los ojos al papel—. ¿Qué si no puede querer decir Rls? ¡Seguro que son reales! Ciento cincuenta millones, sesenta y cinco millones, doce mil quinientos…
—Qué tonta he sido —se lamentó Teresa—. Ahora lo veo muy claro…
—¿Tonta por compartir todo esto con nosotros? —Zamorano frunció el ceño.
—Bueno, no quería decir eso… —Teresa rectificó, ruborizándose por sus palabras. Se incorporó hacia el capitán y sonrió—. Me refiero a que yo sola no he sido capaz de ver algo tan evidente. Pero ¿sabes una cosa, Manuel? Me alegro de que lo compartamos. Vamos a ser muy ricos…
—¿Vamos? —preguntó Sartenes, irónico.
—¡Los tres! —afirmó Teresa, con la cara iluminada por la alegría del hallazgo—. ¡Tú también, Sartenes!
—¡Alto ahí! —Zamorano dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo—. No sabéis lo que estáis diciendo. Este debe de ser el equipaje de nuestro señor el rey don Fernando, no es nuestro en absoluto. El hecho de que conozcamos su existencia no significa nada. ¿O es que acaso sabemos dónde está? Y aunque lo supiéramos, ¿es que sería de nuestra propiedad? ¡Por Dios que no os comprendo! —Zamorano se levantó y paseó por la sala, dando muestras de su indignación—. Supongamos…, supongamos por un momento que este equipaje estuviese a nuestro alcance… Lo tomaríamos, sin duda; pero naturalmente para llevarlo de inmediato a los pies de su dueño, de Su Majestad. Es más: hagamos un esfuerzo e imaginemos que la confusión de la guerra nos permitiese distraer una parte, o todo. ¿Es que pensáis que yo soy un ladrón? ¿Es que algunos de vosotros…? Bueno, Sartenes, no me refiero a ti. ¿Es que lo eres tú, Teresa?
—Yo no… —Teresa bajó los ojos a la mesa.
—¡Ni yo! —se alteró Sartenes—. ¡Os dije que fue un error! ¡Y por un perro que se mata…!
—Celebro saberlo —respiró Zamorano profundamente—. Y ahora, con lo que sabemos…, ¿qué proponéis?
Teresa y Sartenes guardaron silencio, pensativos. Zamorano, estirándose la camisa y pasándose la mano por la cabeza, ordenando su cabello, aguardó una respuesta. Pero no vino. Hasta que repitió:
—¿Proponéis algo? ¿Eh?
—Un baño —dijo Teresa, sin sonreír—. Creo que lo que yo necesito es un buen baño…
Cuando Zamorano salió de la casa para que Teresa disfrutase de su baño se sorprendió al ver a todos los hombres de la partida reunidos en el patio de una casa, discutiendo acaloradamente. Unos estaban de pie, con el gesto crispado; otros sentados en el suelo o en los lechos de piedra que lindaban el cercado, masticando ramas o jugueteando con su cuchillo y un trozo de madera para calmarse antes de volver a intervenir a voces. El capitán y Sartenes se miraron sin comprender, parados en medio de la calle, y luego se dirigieron a ver qué sucedía.
—¡Ah! ¡Por ahí viene el capitán! —exclamó Bernardo, señalándolo con la punta de su faca.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Zamorano, llegando.
Los guerrilleros se volvieron hacia él, con el rostro contraído y la mirada firme. Había una tensión entre ellos que desprendía bufidos de animales heridos. Era la primera vez que Zamorano los veía así, con las mandíbulas apretadas y respirando ira por la nariz. No le gustó la fiereza de aquellos hombres, tan unidos hasta aquel mismo día.
—Parece que Bernardo no está conforme, capitán —dijo Julián, el Toledano, levantándose.
—¿No está conforme con qué? —preguntó Zamorano.
—¡Pues es muy sencillo…! —Bernardo adelantó un paso y se dirigió a él, en un tono áspero de voz—. ¡Que ni yo ni ninguno de nosotros hemos dejado nuestras casas para estar de fiesta durante tantos días!
—Lo dice como si la partida fuese suya —Lorenzo sonrió irónico y displicente, sin levantar su corpulencia de donde estaba sentado—. Alguien tendrá que convencerle de que aquí las órdenes las da usted, capitán.
—¡Eso no lo dudo! —rugió entonces Bernardo, sin apartar los ojos del Molinero—. ¡Pero mis hombres están hartos de descansar! ¡Cada día que pasamos aquí de brazos cruzados los franceses cometen mil fechorías!
—¡Eso es verdad! —subrayó Francisco.
—¡Pues si no estáis conformes, marchad a donde queráis! —gritó el Toledano.
Otras voces se alzaron, unas para reafirmar las palabras de Bernardo y las más para exigir respeto al capitán y ofrecerles que se marcharan. El griterío volvió a ser ensordecedor y las miradas repitieron retos, las manos lances y las palabras pendencia.
—¡Basta! —Zamorano levantó la voz, contrayendo la cara dolido por el desafío y convirtiendo su mirada en una daga de acero—. ¡Basta ya, he dicho!
Todos los hombres, a la vez, obedecieron. El capitán esperó a que el silencio les hiriese en su orgullo y las respiraciones se volviesen olas. Los miró uno a uno, hasta hacerles comprender su irritación. Y siguió esperando a que apartasen la vista en señal de subordinación. Algunos vecinos que estaban observando todo cuanto estaba sucediendo se alejaron de allí, temerosos de que se iniciara una reyerta y les salpicase el hierro.
—¡Mejor así! —dijo finalmente Zamorano—. Y ahora escuchad: no hemos consentido hasta hoy enfrentamientos en la partida y no los vamos a consentir ahora, a menos que queráis que quien se marche sea yo. Un destacamento sin unidad es una jauría de lobos, y los lobos mueren solos. Así es que vamos a decir lo que se tenga que decir pero sin alzar la voz, que las energías hay que guardarlas para combatir al extranjero. A ver, Bernardo: ¿qué te sucede?
El rubio tardó en contestar, pero no escondió la mirada al hacerlo.
—Ya lo ha oído, capitán.
—Lo he oído —replicó Zamorano, grave—, pero lo dicho no es de justicia. Tú llevas con nosotros una semana, o poco más; pero los demás no hemos descansado ni un día desde la batalla de Gamonal, y ya han pasado tres meses desde entonces. ¿Tan grave te parece este resuello? En todo caso, las decisiones son de todos y si mis hombres te han dicho que yo les mando, así será. ¿Tú quieres dejar este destacamento?
—Yo… —Bernardo titubeó.
—Si tú y los tuyos queréis partir, hacedlo —concluyó el capitán—. Pero que sepas que esa arrogancia tuya no será un acto militar contra los franceses sino en su favor. Cuanto más nos dispersemos, más fácil lo tendrán frente a nosotros. Aun así, haz lo que quieras.
Bernardo arrugó el entrecejo, pensativo, y movió levemente la cabeza arriba y abajo, aceptando que el guerrillero estaba en lo cierto. Y después de resoplar e intercambiar miradas con algunos de sus hombres, lo reconoció.
—No capitán, creo que tiene razón. Todos aguardaremos sus órdenes. Pero comprenda que es normal que los muchachos estén impacientes por…
—Lo comprendo. Pero es preciso tener paciencia, Bernardo. Un poco de paciencia.
—La tendré, naturalmente —respondió el hombre, levantándose para salir de allí. Y añadió—: Pero la paciencia es oficio que requiere de mucha práctica, capitán…
Zamorano afirmó con la cabeza, se volvió y se alejó junto a Sartenes hacia el final de la calle. La partida, sin hablar, se dispersó poco a poco, volviendo cada uno a los trabajos cotidianos de asear a los caballos, engrasar las armas o remendarse el vestuario. Sólo Ezequiel siguió a Zamorano hasta reunirse con él a las puertas de la Venta.
—Has hablado muy sensatamente, capitán —le dijo, y se dio cuenta de que por primera vez le tuteaba; pero no rectificó—. Aun así, yo también creo que esta situación no puede durar mucho.
—Lo que me inquieta es que no sé qué puede pasar con Bernardo, tan impulsivo, tan… —Zamorano movió la cabeza a un lado y otro—. No sé; no acabo de confiar en él.
—Cuando la tierra es áspera, áspero se vuelve el corazón, capitán. Ese Bernardo ha sufrido mucho, pero no creo que sea un mal hombre…
—Sí, sí —aceptó el capitán—. Puede que tengas razón. Siento haber dicho eso…
Ezequiel lo afirmó también, moviendo la cabeza. Y añadió:
—Pero lo cierto es que los hombres, también los nuestros, están agitados.
—Bien —Zamorano lo invitó a pasar al interior de la Venta y tomó asiento junto a él. Sartenes, como si ya se hubiese adueñado de la casa, fue en busca de una jarra de vino y de tres vasos. El capitán respiró hondo y continuó—: Tienes razón. Y sé también que ese hombre, Bernardo, tiene razón, pero comprende que no podía dársela y defraudar a los hombres que estaban dando la cara por mí; al fin y al cabo son mis soldados, Ezequiel. Pero ahora, aquí, a vosotros, os confieso la verdad: no sé qué hacer.
—Pues seguir en la lucha, capitán —respondió el maestro extendiendo los brazos, como si en aquello no cupiesen dudas—. ¿Qué otra cosa?
Sartenes miró a Zamorano, intentando descifrar el significado verdadero de sus palabras. Un enigma se interponía en su camino y pudiese ser que el capitán ya hubiera cambiado de planes.
—Por supuesto, por supuesto —aceptó de inmediato, pretendiendo ser convincente; aunque Sartenes no lo viera tan claro—. Pero ¿cómo seguir? ¿En dónde? ¿De verdad crees que sirve de algo lo que hacemos: dar un golpe aquí o allá, sin ningún criterio ni estrategia? Yo lo dudo…
—Eso es precisamente lo que desconcierta a nuestros enemigos, capitán —se apresuró a contestar Ezequiel, dando a sus palabras un énfasis de seguridad que las convertía en irrebatibles—. Si actuásemos con una estrategia, con una lógica, tarde o temprano los invasores la descubrirían y no tardarían en aprender a combatirla. Nuestras acciones, para ser eficaces, han de ser así: caóticas, inesperadas, imprevisibles. Hoy aquí y mañana allí, sin cebarse en las aparentemente sencillas, que pudieran ser una trampa, ni en las arriesgadas en exceso, que podrían diezmarnos. Leí en un libro que Viriato decía que el ejército romano era como la cola de un caballo, que si se intenta arrancar de un solo golpe, resulta imposible; pero arrancando pelo a pelo se termina por pelar al equino. Pues bien: el ejército francés es lo mismo. Nuestra misión es arrancarle un pelo tras otro, y sólo cuando se pueda.
—¡Mira! ¡Eso está muy bien visto! —replicó Sartenes, encantado con la explicación del maestro—. No…, si ya decía yo que los beneficios de la lectura son muchos…
—Está bien —aceptó Zamorano—; pero a pesar de todo me gustaría saber cómo están las cosas por ahí fuera, Ezequiel. Así es que quiero que al alba te llegues a Salamanca y recabes cuanta información haya podido dejar Porlier. A tu regreso decidiré qué hacer.
—A tus órdenes —respondió el maestro—. Saldré ahora mismo y dentro de cuatro días volveré con noticias. Ya verás como estamos en el buen camino, capitán.
Ninguno de los dos durmió aquella noche. Teresa ocupó la habitación que le cedió el alcalde, la suya, la que compartía con su mujer; y Zamorano no necesitó estratagemas refugiadas en excusas del frío ni en la escasez de mantas para compartir su cama. Ambos deseaban pasar juntos aquellas horas en el refugio de la pasión y no necesitaron palabras para fundirse en un primer beso y repetirlo hasta que sus cuerpos acabaron bañados en sudor. Afuera helaba y el silencio envolvía un mundo en el que sólo se oía el oleaje de su respiración en un mar inquieto, hasta que fue calmándose y convirtiéndose en aguas de laguna mecidas por la brisa.
Permanecieron así, abrazados y en silencio, en la penumbra de la habitación herida por una luz pálida de luna muy crecida. Desde la cama, sin necesidad de incorporarse, contemplaron un cielo limpio abigarrado de estrellas, como si su resplandor quisiera sumarse a la tenuidad de la alcoba. Zamorano estaba pensativo, como echando cuentas. Teresa, entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho y con los ojos cerrados, buscaba palabras que llevaba guardadas mucho tiempo para ponerlas en orden. Lo que sentía era difícil de expresar, pero necesitaba hablar para saldar una deuda contraída consigo misma.
—Manuel…
—¿Sí?
—No quiero que pienses que hago esto con cualquiera…
—No lo pienso.
—Es extraño: te he visto dos veces y las dos he dormido contigo.
—Tres. La primera vez, en Madrid, en la Taberna del Gato…
—También entonces pasamos la noche juntos… —recordó Teresa.
—Es verdad.
Teresa necesitaba defender su honor. Cualquier hombre, en su caso, pensaría que era una perdida, y por nada del mundo quería que Zamorano la tomara por tal.
—Desde aquella noche, no he dormido con ningún otro hombre.
—No sé por qué me dices esto ahora, Teresa. La verdad es que, si lo hubieses hecho, no podría pedirte cuentas.
—Lo sé, lo sé… —Teresa estaba sufriendo y a veces se entrecortaban sus palabras, que se envolvían unas veces en la vergüenza y otras en el atropello—. Pero quiero que me escuches. Cuando nos conocimos, yo acababa de perder a un hombre que quería. Lo quería mucho, de verdad; pero por ser casado no llegué a enredarme con él. Lo que pasó, pasó, no quiero darle más vueltas. Y la verdad es que creí que no podría volver a amar a ningún otro hombre jamás. Pero aquella noche, en la Taberna, aunque la pasé ciega de rabia, sucedió algo que no esperaba. Y fue que tú, sólo tú, me devolviste la esperanza. Tu manera de mirarme, no sé; esa mirada tuya que es más elocuente que cualquier discurso… Creo que te amé desde aquella misma noche. Por eso te busqué: quería irme contigo a donde fuese…
—Pues a fe que no te duró mucho la voluntad… —bromeó Zamorano.
—Es verdad. Estaba confusa… Pero quiero que me creas… Necesito que me creas. Mi hombre, la muerte terrible de la niña Manuela, el odio a los franceses… Tuve que elegir entre tú y la venganza y me dejé llevar por un impulso absurdo. Pensé que con ese documento podría comprar hombres que me ayudasen a vengar la muerte de ellos dos. Luego me di cuenta de que me había equivocado…
—¿Cuando no fuiste capaz de descifrarlo…? —El capitán no quería herirla con sus palabras, pero fue incapaz de contenerlas.
—¡No! ¡Te juro que no! —Teresa se tapó la boca con una mano para que no descubriese el temblor de sus labios. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Lo sé, lo sé… Es difícil que me creas… Me lo he dicho a mí misma muchas veces en todo este tiempo. Pero si no fuera verdad, no te habría estado buscando durante meses… Yo…, te quiero, Manuel. La bolsa no me importa nada.
—No te has desprendido de ella…
—¡Porque era el pretexto, la excusa…! —Teresa se revolvió—. Si me hubiese presentado ante ti sin ella, tal vez no me hubieras recibido.
—Te equivocas.
—¿Lo hubieses hecho?
—No he dejado de pensar en ti.
—Manuel…
Teresa sonrió y se abrazó más fuerte a Zamorano. Y él, sin sonreír, la besó una vez, y otra, y otra más. Volvieron a hacer el amor con torpeza de adolescentes y pasión de clérigos, aprendiendo de dos cuerpos desconocidos que querían convertirse en uno solo y se buscaban los pliegues, reconociéndose, para posar en ellos la seda de sus labios, la estameña de sus caricias y el esparto de sus arañazos. Furia voluptuosa de abstinencia contenida y necesidad de arder con el fuego inextinguible en el que se abrasaban.
Muy avanzada la noche retornaron al sosiego para enderezar las fuerzas perdidas. Zamorano se quedó contemplando la bóveda estrellada que convertía la noche en un mar de luciérnagas; Teresa, regocijada en el cobijo de unos brazos a los que llevaba meses soñando volver. Ninguno de los dos deseaba dormir y perderse un solo instante de gozar con el otro. Habían buscado durante demasiado tiempo aquel abrazo para ignorarlo ahora en la inconsciencia del sueño.
Pero al capitán, de repente, se le atravesó un pensamiento y creyó que aquella mujer merecía compartirlo.
—¿Sabes? Creo que ese equipaje está todavía en Madrid.
—No te entiendo…
—La bolsa. Me refiero al documento de la bolsa. He estado toda la tarde pensando en ello y creo que sé lo que significa. Es el patrimonio personal del rey don Fernando que, por alguna razón, ha ocultado en algún lugar de Madrid.
—¿En dónde? —Teresa levantó los ojos pero no movió la cabeza del pecho de su amante.
—No lo sé. En algún lugar secreto que sólo conocen el propio don Fernando y algunos miembros de su Consejo. Quizá sólo aquel caballero que me hizo el encargo.
—Si es así, ya lo habrán rescatado —Teresa volvió a cerrar los ojos y se deslizó sobre el pecho del capitán, buscando mejor acoplo—. Olvídalo.
—No, no —Zamorano se removió también en el lecho—. Aquel hombre, como el resto del Consejo de Su Majestad, tuvo que huir de Madrid apresuradamente. Estoy seguro de ello. Por eso confiaron a Porlier el inventario, para que él mismo lo rescatara y lo custodiara hasta el regreso del rey Pero, por tu culpa, nunca llegó a sus manos. Y ahora que lo pienso, ¿qué creías tú que contenía ese papel para llevártelo de esa manera?
—No lo sé —Teresa suspiró—. Un pagaré real con el que comprar armas, pagar tropas, plantar cara al extranjero… Imaginé que era importante, y que con algo importante se podía hacer algo grande. Cualquier cosa para cumplir mi venganza. Ya te he dicho que anduve muy confusa aquellos días…
—En todo caso, yo también creo ahora que se trata de algo grande, de algo… —Zamorano guardó silencio durante unos segundos antes de continuar—. Supongamos que estamos en lo cierto y permanece escondido, en algún lugar, un tesoro de millones de reales. Si fuese posible dar con él… No digo para enriquecernos, no… Para custodiarlo hasta el regreso de Su Majestad. Ello me…
—Ello te convertiría en un hombre muy rico —Teresa sonrió.
—¡Por supuesto que no! —Zamorano se mostró ofendido—. Me permitiría obtener el favor real, no digo que no; incluso ascender en mi carrera militar, lo reconozco. Pero sobre todo cumplir con mi deber, salvaguardando los bienes reales e impidiendo que caigan en manos extranjeras.
—Y, entre tanto, realizar pequeños gastos…
—¡De ningún modo!
—Sí, Manuel —ahora Teresa levantó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos, con frialdad—. Hablamos por hablar, lo admito; pero reconoce que con una parte de ese dinero se podría armar un gran ejército y combatir al extranjero con posibilidades de vencer. Estoy segura de que Su Majestad aprobaría que se usasen algunos de esos bienes para favorecer su regreso lo antes posible.
—Es cierto… —Zamorano perdió los ojos en la nada y afirmó con la cabeza—. Un gran ejército, sí…
—La victoria, Manuel.
—La victoria.
—La venganza… —susurró ella, volviendo a apoyar la cara en el pecho del capitán.
Zamorano tardó en reaccionar. Por su cabeza cruzaron estandartes al viento, combates encarnizados, gritos de victoria, estallidos de obuses e ideas de libertad. Y una imagen borrosa de sí mismo, uniformado de gala, conduciendo sus tropas al final de la guerra.
—De acuerdo. Iremos a Madrid. Pero a partir de este momento, ni una palabra a nadie. Ni siquiera a Sartenes, aunque vendrá con nosotros.
—¿Te fías de él? —Teresa empleó un tono de voz que sorprendió a Zamorano.
—¡Es mi amigo! —replicó tajante.
—Me alegra oírtelo decir —rectificó ella el tono—. Porque creo que, sea lo que sea ese hombre, estoy convencida de que daría la vida por ti.
—Bien —concluyó Zamorano—. Pero no volvamos a hablar de esto. Y si alguna vez hay que referirse a ello, lo llamaremos el secreto del cautivo. No lo olvides.
—El secreto del rey cautivo —repitió ella, en un susurro. Y respirando hondo, volvió a recostarse en el pecho del hombre que le había devuelto la idea más hermosa del amor.