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A las faldas de la sierra de Guadarrama, junto al paraje denominado las Piedras del Arcipreste, la partida de Zamorano permanecía acampada a la espera de entregarse a alguna misión depredadora sobre las tropas francesas. El paisaje nevado, hiriente como una daga momentos antes al suicidio, mantenía inmovilizados a los hombres y nerviosos a los caballos. Las frecuentes nevadas y el frío que las precedía habían convertido en mudos a los guerrilleros y empezaban a desmoralizar a alguno de ellos, los más pusilánimes. Hasta el mismo Sartenes, durante aquellos días, no parecía el mismo de siempre: canturreaba sólo por las mañanas para luego, desde las primeras horas de la tarde, convertir sus gargaritos en miradas escrutadoras salpicadas sobre el capitán, en busca de alguna señal que indicase que las cosas iban bien; o que fueran a cambiar.
Sin encontrarla.
Las rachas de viento cubrían sus rostros demudados con una fina ralladura de hielo que entumecía más los músculos con cada hora que pasaba y con cada día que amanecía sin un objetivo que los esperase. Acababa el mes de febrero de 1809 pero el invierno parecía estar en su apogeo: sólo unos rayos tibios del sol lograban de tarde en tarde recordar que seguía existiendo. Blanco el suelo y blanco el cielo, a veces llegaban a confundirse, como la realidad y la ficción. Y el verdor de las entrañas de algunos pinos sólo servía para cobijar esperanzas de que algún día se levantarían las nubes, renacería el sol y se toparían de lleno con la primavera.
Pero aquella mañana del 25 de febrero fue diferente a las demás. Todo seguía cubierto por la nieve, el cielo blancuzco se confundía en el horizonte y el viento, más agitado incluso que otros días, soplaba con fuerza, levantando remolinos del suelo y azotando los rostros como si la penitencia consistiese en un millón de minúsculos latigazos de agua helada. El campamento de Zamorano resistía las embestidas; las tiendas, sujetas con cuerdas de doble nudo a las estacas profundamente aseguradas, se balanceaban como galeras en la tempestad a punto de arrancarse del ancla; y los guerrilleros de guardia, más intimidados aún, se habían pertrechado entre la recua de caballos para defenderse de la cólera de la ventisca, que no cesaba.
Pero nada más hubo amanecido el día se desentumecieron deprisa y alzaron sus armas sobresaltados porque, desde allí abajo, como una procesión de hormigas, se dirigían hacia el campamento unos hombres que serpenteaban fatigosamente para arrancar los pies del suelo a cada paso y se esforzaban para alcanzar las peñas desnudas.
Un silbido prolongado de uno de los centinelas fue la primera señal de alerta cuando pudieron reaccionar y comprendieron que sus ojos no les engañaban. Zamorano, que se desperezaba ya en su tienda, se vistió apresurado y salió al exterior con el sable desenvainado. Otros guerrilleros oyeron el aviso y se asomaron también. Y al poco, una docena de hombres rodeaban a Zamorano y contemplaban perplejos el avance de los que llegaban sin saber si tenían que prepararse para combatir o si era preferible comunicarse con ellos de algún modo para que supiesen que estaban allí y que solicitaban su ayuda.
—¿Quiénes serán, capitán? —preguntó Julián, el Toledano, que había sido el primero en descubrirlos.
—Esperaremos a que estén más cerca —replicó el capitán—. Que todo el mundo permanezca alerta y preparado para el combate.
—A sus órdenes —Julián corrió a difundir entre las tiendas la consigna del capitán.
Sartenes, sin perder de vista a los intrusos, se acercó a Zamorano, y se protegió de la luz del amanecer poniéndose ambas manos sobre los ojos, a modo de visera.
—Parece gente de bien —comentó.
—No podemos saberlo, van armados —contestó el capitán.
—Pero no se trata de arcabuces ni de clase alguna de fusilería, Zamorano —aclaró Sartenes, guiñando aún más los ojos—. Lanzas y horcas parecen, pero para mí que son cayados para ayudarse a trepar por estos riscos.
—Sí, sí… En todo caso, esperemos a que se acerquen. ¿Tú qué opinas, Ezequiel?
El maestro frunció los labios y alzó los hombros.
—No lo sé, capitán. Pero yo, en su lugar, esperaría a asegurarme de que son en verdad enemigos antes de iniciar cualquier clase de lucha.
Zamorano le miró sorprendido, sin comprender la actitud de aquel hombre, siempre a punto para dictar una lección como si siguiese al frente de su escuela de párvulos.
—Sé lo que harías tú en mi lugar —la respuesta fue nerviosa, explosiva—, pero mi deber es proteger a los hombres, no especular con filosofías baratas.
—Lo siento, capitán —Ezequiel se arredró y evitó enfrentarse con la mirada de Zamorano—. Me limitaba a…
—Está bien —el capitán zanjó la cuestión, inquieto—. Sartenes: adelántate y averigua qué es lo que buscan esos hombres. Y no arriesgues la piel. Nosotros estaremos cubriéndote.
Sartenes se aseguró de que su pistola estuviera cargada, se ajustó la charrasca en la faja y salió del campamento en dirección a los visitantes, hundiendo las botas en la nieve hasta los tobillos. Zamorano ordenó cubrir todo el flanco central y mantener a los intrusos en el punto de mira de los fusiles, por si fuera necesario disparar; y estar preparados para una rápida salida en busca del compañero si aquellos intrusos intentaban agredirle. Los ciento cincuenta metros que les separaban impedirían con certeza dar en el blanco, pero confiaba en que la primera descarga les intimidaría lo suficiente para dispersarlos.
Pero no hizo falta poner en práctica los preparativos dispuestos. A una distancia de unos cien metros se produjo el encuentro entre Sartenes y los hombres que se aproximaban. Estuvieron un rato hablando, ellos sobre todo, mientras Sartenes afirmaba con la cabeza y, de vez en cuando, parecía interrumpirles para hacer alguna pregunta. Y terminada la conversación, incómoda y vociferante en medio de aquella ventisca, Zamorano observó que Sartenes estrechaba la mano del que había llevado la voz cantante y, tras palmearle la espalda, invitaba a todos los miembros del grupo a seguirle hasta el campamento.
Eran siete hombres, todos jóvenes y extenuados después de una larga noche de búsqueda por las estribaciones de la sierra sobre la nieve. Cuando llegaron a la cima, apenas podían hablar. Saludaron levantando una mano, se tendieron en la nieve junto a una de las tiendas de campaña y se quedaron allí inmóviles, como dormidos. Y más de uno, en efecto, se durmió.
—¿De qué se trata, Sartenes? —preguntó Zamorano sin perder de vista a los recién llegados.
—Nada hay que temer, capitán —Sartenes se arrancó de la cara unos pegotes de hielo y sonrió—. Al contrario, son de los nuestros.
—¿Militares? —Zamorano volvió a mirar sus indumentarias, incrédulo—. ¿De qué regimiento?
—No, capitán. Patriotas. Me han asegurado que vienen para incorporarse a nuestra partida. —Sartenes se sentó en una piedra para recuperar el aliento antes de continuar—. Son vecinos de Guadarrama, ese pueblo de ahí abajo, y huyen de las tropas francesas. Dicen que no pueden soportar más sus saqueos y humillaciones, que abusan de las mujeres y roban sus provisiones. Y que ya no quedan hombres jóvenes en el pueblo, sólo ellos. Los demás se han unido a los ejércitos que combaten a los franceses en el sur o a las partidas de resistencia civil formadas por algunos alcaldes. Conocían nuestra presencia y quieren unirse a nuestra guerrilla.
—¿Y no les has preguntado cómo nos han descubierto? —Zamorano negó con la cabeza—. Pudiera tratarse de espías de los franceses y…
—¡Oh, no! —rió de buena gana Sartenes—. ¿Espías esos zarrapastrosos? Pero, fijaos: ¡si están más muertos que vivos! De todas formas, claro que les he preguntado, ¿por quién me toma, capitán? Y la verdad es que todo el pueblo lo sabe. Lo supieron desde el día que acampamos y conocen incluso las dificultades que encontramos a la hora de conseguir alimento. Pero me han jurado que, aunque lo deseaban, no han podido ayudarnos. Todo el término de Guadarrama está muy vigilado y hay orden de denunciar a los bandidos. Pero ninguno de ellos lo ha hecho, ya lo ve, capitán.
—Bien —concluyó Zamorano—. Que descansen ahora y luego hablaremos.
A mediodía los forasteros estaban ya despiertos y caldeados, después de entonarse con algunos vasos de vino y recobrar el ánimo con trozos de carne de venado asada, recalentada de la noche anterior. Confirmaron una por una las palabras de Sartenes y solicitaron al capitán, vehementemente, que los aceptara bajo sus órdenes. Les movía su lealtad al rey, desde luego, pero sobre todo el ánimo de venganza. Y la conciencia que les arañaba por no enfrentarse a unos invasores que les habían robado la libertad y herido el orgullo, como hijos, como hermanos, como novios o como maridos.
—De acuerdo —Zamorano esperó a que terminasen de hablar para tomar una decisión—. Sartenes: consulta a los hombres qué he de decidir. Quiero que los oigas a todos.
—Como quiera, capitán, pero me parece que ya han hablado.
Zamorano miró a su alrededor y observó la cara de sus guerrilleros. Uno a uno, según los iba repasando, afirmaron con la cabeza en señal de asentimiento. Incluso los que permanecían de guardia, distanciados de la reunión, habían comprendido lo que se debatía y manifestaron su intención.
—¡Que se queden, capitán! —gritó uno.
—¡Yo también confío en ellos! —alzó otro su voz, formando una hoz con la mano junto a su boca.
—¿Y tú, Ezequiel…? —preguntó Zamorano.
—Por mí, de acuerdo.
—¿Sartenes? —quiso saber, por último.
—De mil amores, capitán. ¿O cree que esta mañana me he dado esa caminata para nada?
No lejos de allí, una mujer avanzaba entre la ventisca camino de las sierras de Guadarrama, para intentar adentrarse en Castilla y buscar al capitán Zamorano, sin saber si alguna vez lo encontraría y, siquiera, si seguiría con vida. Su caballo llevaba la cabeza doblada, rozando el suelo, sin fuerzas; y el horizonte, una sucesión de montañas cubiertas por la nieve y pinares abrigados con mantos blancos y vírgenes, parecía repetirse sin que ningún paso fuese de más sino de menos. El viento azotaba la piel de la cara que no resguardaba la capucha de paño, y los copos de nieve, veloces como disparos, cegaban sus ojos a cada momento. Por un momento creyó que no sobreviviría un día más. Pero volvió a pensar en él y en el pecho de Teresa se enredó de nuevo la hiedra de la esperanza.
Antes del anochecer, unas luces mortecinas destellando entre los troncos de los pinos llamaron su atención. Sin pensar en qué podía ser, ni quién alumbraba la atardecida en aquellos parajes desiertos, exhausta, dijo algo al oído de su caballo y, como si la hubiese comprendido, el jamelgo se dirigió hacia allí, en busca de amparo. Y no recordó nada más: cuando despertó, estaba tendida sobre un lecho de paja, cubierta por un amasijo de sacos y desnuda bajo ellos. Sólo le habían dejado las pequeñas tijeras de Manuela Malasaña que colgaban de su cuello anudadas por un cordel. Su caballo dormía a su lado, echado, o parecía dormir. Y un asno, junto a él, permanecía tumbado y también dormido.
Teresa fue consciente de su desnudez y de inmediato se cubrió tan pudorosamente como pudo. Miró alrededor pero no vio nada. De algún lugar, del exterior, provenía una claridad de medianoche con luna, pero no se atrevió a levantarse de donde estaba tumbada y encogida. Oyó corretear algunas ratas a su alrededor y se quedó sin aliento, horrorizada. Y cuando sintió que por debajo de los sacos, entre sus muslos, subían y bajaban las cucarachas, no pudo resistirlo más: ahogó un grito de repugnancia, se levantó y corrió a abrazarse a su caballo, que sacudió las crines sobresaltado y resopló dos veces sobre el suelo. Desnuda y aterrada, abrazada al cuello de su caballo, aterida por el frío y por el miedo, permaneció así inmóvil durante mucho tiempo, no podría decir cuánto.
Pero, poco a poco, comprendiendo que no soportaría el frío mucho más, se sobrepuso y buscó los sacos esparcidos por el suelo, los fue sacudiendo uno a uno para expulsar los insectos que habitaran en ellos y se fue cubriendo el cuerpo, atándolos unos a otros hasta completar un abrigo para su desnudez. Después se encaramó al caballo, se tendió sobre las crines e intentó descansar un poco más. El alba la sorprendió así, algunas horas después, congelada y con tanto dolor en los pies que no pudo caminar hasta que los frotó durante media hora larga. El miedo no podía arrancárselo de las entrañas, pero tampoco podía quedarse allí. Respiró hondo y decidió afrontar su destino.
Iluminada por el nuevo día, la estancia fue adquiriendo formas reconocibles. Teresa comprendió que estaba resguardada en un establo y descubrió que su ropa, cuidadosamente tendida, había sido puesta a secar sobre los maderos de una de las cuadras, precisamente la del paciente asno que en aquellos momentos estaba desayunándose un forraje que, sin queja, compartía con el caballo. Teresa se sintió más confiada, corrió a buscar la bolsa de cuero, que estaba allí, conteniendo el libro que cuidaba, y luego se apresuró a vestirse, vigilando los alrededores por si aparecían ojos que hiriesen su pudor. En cuanto se vistió y se abrigó cuanto le fue posible, ensilló su montura y salió afuera del refugio para buscar a quien debía agradecer la pernocta.
Pero no vio a nadie. Tan sólo unas huellas, que no parecían humanas y cubiertas casi por completo por la nieve nueva, se alejaban de la puerta en dirección al sur. Huellas de zapatitos de mujer, botas de pie pequeño, como las que usaba Manuela Malasaña. No comprendió lo que había pasado ni pudo explicarse lo ocurrido; tampoco quiso detenerse a averiguarlo. Aunque de pronto comprendió que el destino, se lo hubiesen marcado con formas humanas o divinas, le había dado una nueva oportunidad y sin dudarlo reinició su búsqueda con la esperanza renovada. Ahora sí; ahora estaba segura de que algún día encontraría al capitán.
Y marchó en su busca, como si se tratase del mayor tesoro al que puede aspirar un ser humano: el verdadero amor.
Marchó sin reparar en que, desde lo alto de la colina, un joven pastor, un niño aún, la veía partir con el corazón salpicado de mil pellizcos, como sólo se sienten cuando un adolescente se enamora por primera vez…
No hubo que esperar para que los nuevos hombres de la partida de Zamorano se integraran en las labores de mantenimiento del campamento; y antes de que se iniciara la caída de la tarde cada uno de ellos ya había demostrado sus capacidades. Uno de ellos, llamado Fabián y con un aspecto tan rudo que costaba pensar que pudiese poseer tanta habilidad y destreza con la aguja, había cosido telas y confeccionado una gran tienda de campaña para albergar a todos los recién llegados; y la había alzado sobre la nieve, asegurándola con tal número de cuerdas y estacas que despertó la admiración de la partida de Zamorano, hasta el punto de que algunos le solicitaron ayuda para remendar la suya. Otro de nombre Francisco, pequeño y huesudo, pero ágil de manos y despierto de ojos, se había revelado como un extraordinario cazador y un experto en el manejo de la faca, con la que cobró en dos horas cinco conejos y otras tantas liebres, rebuscando en las profundidades de los riscos las madrigueras mejor disimuladas. Otro sabía cocinar, y otro más, contador en Guadarrama, leer y escribir. Pero el que parecía el jefe de todos ellos, y a quienes miraban siempre antes de contestar, era Bernardo, un hombre rubio y espigado de ojos claros que nunca sonreía. Tenía la dentadura blanca y bien alineada y las manos grandes, acostumbradas a sufrir. Era herrero de profesión y en su oficio había aprendido también a reparar y manejar toda clase de armas de fuego, de las que conocía todos sus secretos. Bernardo era áspero en el trato pero nunca respondía sin haber meditado antes lo que había de decir. Y luego, mostraba tal seguridad en sus juicios que sus amigos lo seguían sin albergar la menor duda de que la decisión era acertada.
—Sólo os pido un favor, capitán —rogó Bernardo aquella noche mientras el fuego jugaba a pasear reflejos por su cara—. Que penséis en la posibilidad de abalanzarnos sobre Guadarrama y acabar con el destacamento francés. Es una deuda que algún día me gustaría saldar.
—¿Tan importante es para ti? —Zamorano se dio cuenta de lo gratuito de su pregunta nada más terminar de formularla.
—Lo es —Bernardo no tardó esta vez en responder.
—Está bien, lo pensaré —contestó Zamorano.
Aquella noche las conversaciones se prolongaron hasta muy tarde. Había dejado de nevar y el frío, aunque intenso, permitió a los hombres cenar fuera de las tiendas y departir entre ellos, unos relatando las bajas causadas a los invasores y otros dando cuenta de sus oficios y modo de vida en el pueblo, tan similar al que recordaban los hombres de Zamorano de tiempo atrás, antes de entrar a servir en milicias o en las jornadas de descanso. Ezequiel, tendido en una manta, leía un libro con los ojos y atendía la cháchara cercana con los oídos, mientras Sartenes, contento de nuevo como hacía días que no le se veía, canturreaba tendido sobre la suya aquella coplilla que tanto le gustaba y que repetía como una cantilena:
Tú ya no mandas en mí.
Me peine como me peine,
ya no me peino pa’ ti.
Hasta que Ezequiel dejó el libro a un lado y trató también de entretener a los hombres con uno de sus juegos de ingenio, acertijos inocentes que maravillaban a quienes le escuchaban, tan desacostumbrados a dar vueltas a las cosas y tan dispuestos a reír con distracciones menudas, por infantiles que fuesen. El maestro disfrutaba también con ello, tal vez porque le trajera recuerdos de sus mañanas de docencia ante un grupo de alumnos boquiabiertos.
—A ver quién de vosotros puede responderme —dijo Ezequiel, y de repente los hombres se acomodaron para intentar responder al desafío que, una vez más, les lanzaba el maestro—. Yendo yo a Villatoros me crucé con cuatro moros; cada moro con dos sacos y en cada saco diez oros. ¿Cuántos moros y oros iban para Villatoros?
Puntas de lengua mojando la comisura de los labios; ojos en blanco, o cerrados; uñas rascando mentones, coronillas y nucas; arrugas de nariz… Los hombres, echando cuentas, pensaban en voz alta.
—Dos sacos a diez oros…, veinte.
—Cuatro moros con dos sacos, ocho sacos, ¿no?
—Serás burro… ¡Diez!
—Burro tú.
—¿Cuántos moros has dicho?
Y así un buen rato, hasta que uno de ellos, casi siempre quien antes se cansaba de usar el caletre, decía.
—Muy fácil: unos moros y un montón de oros…
—Que no, que es que no pensáis… —Ezequiel se reía—. ¡Ninguno! ¡El que iba a Villatoros era yo!
Y entonces unos golpeaban a otros con el sombrero mientras se insultaban y jugaban a pelearse, como niños. Y así un día y otro, regocijados por momentos como aquellos que les devolvía la sonrisa.
—Será un placer combatir bajo sus órdenes, capitán —fue lo último que dijo Bernardo antes de retirarse a la tienda para dormir—. Y le ruego que piense en lo que le he dicho. Si lo decide, yo mismo le diré cómo obtener una fácil victoria. Lo he pensado mucho…
—De acuerdo, Bernardo —Zamorano acompañó sus palabras con un gesto afirmativo de la cabeza—. Lo tendré en cuenta.
Y el capitán se detuvo a observar cómo se alejaba aquel hombre alto, serio y decidido hacia su tienda, pensando que guardaba en su mirada un dolor joven y que tendría que llegar a conocerlo para confiar plenamente en él.
Sartenes aprovechó el momento en que lo vio solo para acercarse a Zamorano.
—¿Qué, capitán? ¿Qué le parece?
—Aún no lo sé.
—Es buena gente.
—Nadie es bueno hasta que está en paz consigo mismo… —Zamorano respiró hondo—. Y me temo que Bernardo no lo está…
El asalto sobre el enemigo acuartelado en el pueblo de Guadarrama se produjo cinco días después, siguiendo el plan de ataque propuesto por Bernardo y revisado por Zamorano, que exigió algunas aclaraciones y decidió cambiar algunos movimientos porque la estrategia era buena, pero al herrero se le había olvidado diseñar un plan de huida si las cosas se complicaban allá abajo, una vez comenzada la lucha. El sólo pensaba en la venganza, pero Zamorano tenía el deber de velar para que sus hombres culminasen la acción sin sufrir el menor daño; y enfrentarse abiertamente a los franceses sin proteger la retirada era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.
Antes de tomar la decisión, el capitán exigió conocer la causa personal que removía las entrañas de aquel hombre serio como un toro bravo que no bufaba pero que llevaba la embestida escrita en la mirada, como si el infierno le hubiese marcado el alma. Pero Bernardo se resistió a responder. Hasta que uno de sus hombres, el mañoso Fabián, intervino:
—Vamos, díselo. —El tono no era agrio, pero las palabras sonaron duras, al modo en que se trata de reparar una afrenta.
—Todos tenemos nuestros motivos —replicó Bernardo, devolviéndole la mirada en un duelo de amigos—. ¿Acaso no te ofendieron a ti la novia?
—Se ofendió sola… —Fabián alzó los hombros con un gesto desdeñoso—. Ella prefirió al francés. Puta tenía que ser… Pero a ti te mataron al hermano, no hay razón para ocultarlo…
—Calla, Fabián.
—¡No! ¡No me callo! —se volvió a Zamorano—. Mataron a un crío de catorce años porque se burló de un sargento. Ese fue el delito, capitán. ¡Una simple broma!
Bernardo se abalanzó sobre Fabián y le agarró las solapas.
—¡Te dije que no quería volver a oír hablar de ello!
—¡Basta! —intervino Zamorano, con la voz convertida en un estruendo—. ¡No consiento peleas entre los hombres! ¡Aquí no las consentimos ninguno!
—Perdone… —se tranquilizó Bernardo.
—Explícate… ¿De qué broma se trató? —preguntó el capitán—. ¿Se burló de su condición militar?
—No, capitán —rezongó Bernardo.
—Y, ¿entonces?
Bernardo alzó la cabeza, le apuntó con la barbilla y, conteniéndose una lágrima, dijo:
—Aquel sargento era zambo…, caminaba por las calles como si le doliese la entrepierna, o le hubiese crecido un grano en los cojones. Y el pobre Ildefonso…, el pobre crío le siguió…, imitando sus maneras… Él y otros dos chicos de la escuela… ¡Sólo estaban divirtiéndose, maldita sea…! —A Bernardo se le fugó una lágrima que se arrancó de un zarpazo.
—¡Arcabucearon a los tres, capitán! —Fabián intervino entonces—. ¡Al Ildefonso, al Jeremías y al Sebastián! ¡Como han fusilado a mujeres y a ancianos sólo por una mirada, o por defender su honor!
—De acuerdo. —Zamorano se pasó la mano por la frente y cerró los ojos—. Será el domingo a las tres de la tarde. Vamos a celebrar la fiesta del Señor como se merecen los franceses. Bernardo, háblame de tu plan…
Y ahora el sol, iniciando el camino del ocaso, marcaba la hora convenida mientras veintisiete jinetes cabalgaban animosos hasta las afueras del pueblo. Allí se separaron en dos grupos y se llegaron, cada uno por un lado, a las entradas naturales de la villa. Dejaron atadas las cabalgaduras en los vallados de las últimas casas, a cargo de un hombre cada recua, uno de ellos Sartenes a pesar de sus protestas, y a continuación los dos grupos siguieron a pie, discreta y sigilosamente, hasta la plazuela, en donde se alzaban los muros de piedra del acuartelamiento francés.
A esa hora no había nadie en las calles. Los pocos vecinos que los vieron desde las ventanas corrieron a esconderse y a cerrar la puerta de sus casas con cerrojos, pasadores y trinquetes. El grupo comandado por Zamorano se deslizó ágilmente pegado a las fachadas hasta situarse frente al cuartel, que estaba vigilado por dos soldados de la guardia. El otro grupo, comandado por Ezequiel y formado por los mejores tiradores, había tomado ya posiciones en lo alto de la iglesia, con los fusiles apuntando a las puertas de la barraca donde se alojaba la tropa, que a las tres de la tarde reposaba o jugaba a los naipes. En total, las fuerzas invasoras a abatir las componían dieciséis soldados, dos sargentos y el comandante del puesto, un teniente.
Cuando Zamorano comprobó que los hombres de Ezequiel estaban ya en el campanario, en sus puestos y preparados, indicó a Bernardo con dos movimientos de cabeza que iniciase el cumplimiento del plan. El guerrillero, caminando despacio, salió al encuentro de los dos soldados de la guardia, llamándolos como si fuese a preguntarles algo, y luego se paró junto a ellos, hablándoles deprisa para que se aproximaran y le prestasen atención. Entonces sacó la charrasca que escondía bajo la capa y, de dos golpes secos, acabó con sus vidas, sin darles tiempo a defenderse. Fue la señal convenida para que Zamorano y los suyos corrieran hasta la puerta del cuartel y forzaran la entrada, al grito de ¡Viva el rey! Los otros dos soldados del puesto, que oyeron el alboroto y salieron a ver qué sucedía, así como el sargento de la guardia, que también salió al encuentro, fueron degollados en un instante sin tener ocasión para preparar las armas ni siquiera dar la voz de alarma. En el asalto, Julián el Toledano y Francisco se mostraron especialmente hábiles en el baile macabro de la faca y les bastó una descarga a cada uno para enviar a los dos soldados franceses al infierno, o a donde les correspondiese. Del sargento se encargó también Bernardo, rabioso, de un solo tajo diestro y mortal. Y una vez caído y muerto el enemigo, siguió asestándole puñaladas hasta que Zamorano lo sujetó por el brazo y le metió una mirada de fuego en los ojos.
—Cuando se siente rabia se tiene derecho a tenerla, Bernardo, pero no da derecho a ser cruel…
—Lo siento, capitán… —Bernardo aceptó, cerrando los párpados para enjugar unos ojos enrojecidos.
Zamorano, respirando hondo, ordenó continuar el asalto y, ya adentrados en el patio del cuartel, todos se dirigieron sin dudarlo a la barraca del teniente, siguiendo el plan preparado minuciosamente. Si su previsión era cabal, a esa hora el comandante de puesto estaría sesteando, o conversando con el sargento zambo delante de una copa de vino. Despreocupados, en todo caso. Zamorano descerrajó la puerta de la casa de una patada y siete hombres entraron en la sala, con la bayoneta calada, buscando cuerpos enemigos para comprobar su textura. Tal y como pensaban, los encontraron frente a frente en torno a una mesa y bebiendo vino con las casacas desabrochadas, desarmados y con las botas sin poner. Bastaron cuatro disparos. Y un tiro de gracia sobre el sargento zambo que Bernardo se encargó de alojar entre los ojos cuando estuvo seguro de que le miraba y, aterrado, le reconocía.
—Esta era mi deuda, capitán —dijo.
—De acuerdo —aceptó Zamorano. Y ordenó continuar la misión.
Con el estruendo de la descarga, los demás soldados del acuartelamiento salieron del barracón armados pero despavoridos, en busca de una respuesta a lo que estaba sucediendo. Al menos cinco cayeron, heridos o muertos, con la primera andanada que el grupo de Ezequiel disparó desde los altos de la iglesia. De los siete restantes que componían la guarnición, tres corrieron a la barraca del teniente, en donde les esperaba Zamorano y les abatió sin dificultades; dos más replicaron al fuego enemigo, sin saber con exactitud hacia dónde debían disparar, y tras un intento de recargar los fusiles, rodilla en tierra, fueron tumbados por la segunda andanada del grupo que disparaba desde la iglesia; y a los dos últimos, pasados unos minutos, hubo que entrar a buscarlos para sacarlos del barracón, en donde trataban de ocultarse. Y tras repetir a gritos que se rendían, fueron arcabuceados en el patio central del cuartel junto a los tres heridos que sobrevivieron a la primera andanada.
Zamorano echó un vistazo alrededor y contó los cadáveres. Bernardo también. Diecinueve. Y se felicitaron mutuamente, afirmando con la cabeza. Sin demorarse más, salieron de allí, desandando el trecho recorrido para ir en busca de los caballos.
Pero a medio camino, cuando ya se creían a salvo de toda suerte de percances, se vieron obligados a aminorar la marcha primero y a detenerse después porque los vecinos de Guadarrama, conociendo lo ocurrido, salieron de sus casas para abrazarles, besarles y vitorearles, dándoles las gracias por haberles permitido reencontrarse con el orgullo y luego acompañándolos, entre sonrisas y parabienes, hasta las monturas. Allí, al pie de su caballo, Bernardo se fundió en un abrazo con una anciana, que lloraba y reía a la vez.
—Volveré, madre. Le juro que volveré.
—Sólo cuando hayas cumplido, hijo. —La mujer le llenó la cara con mil besos—. Vuelve cuando hayas cumplido.
Al mismo tiempo, un hombre de cara curtida y resquebrajada como la piel de un cuero viejo, que tal vez fuera el alcalde, se aproximó a Zamorano y le sujetó las cinchas mientras subía al caballo.
—Gracias —dijo emocionado—. Hoy es un gran día para este pueblo.
—Suerte, amigo —respondió el capitán, montando.
—La vamos a necesitar —el paisano bajó la cabeza—. En cuanto sepan lo ocurrido, vendrán más, y no habrá piedad para nosotros… —guardó unos instantes de silencio, como si necesitara reconocer el rostro de la muerte; pero de repente alzó la cara y ofreció al capitán la más grata sonrisa que había visto en su vida—. ¡Pero ha merecido la pena, qué diablos! ¡Ha merecido la pena vivir sesenta y tres años para ver esto!
Zamorano le dio una palmada en el hombro, le devolvió la sonrisa y, de inmediato, miró hacia atrás. Sus hombres estaban listos. Y alzando la mano, al grito de ¡Victoria!, picó espuelas y salió de allí seguido por veintiséis guerrilleros que cabalgaban aventando lascas de nieve dura en dirección al crepúsculo, con el deber cumplido, sin haber sufrido un rasguño y con el sol del domingo recortando sus figuras, como para enmarcar la gloria que una vez más habían conseguido.
Al anochecer, la partida de Zamorano llegó a un pequeño pueblo rodeado de pinares. Los caballos estaban agotados y los hombres, que al iniciar la marcha se mostraron eufóricos, se habían vuelto silenciosos como reos de galeras. El capitán ordenó desmontar y mandó a Ezequiel que entrase en el pueblo para recabar información de dónde se hallaban y cuanto de interés pudiese enterarse. Esperarían su regreso junto a las torres de un castillo que, aparentemente en ruinas, se alzaba a las afueras.
—Y no olvides que hoy no hemos cenado —dijo Sartenes—. Cualquier cosa estará bien…
—Descuida.
La cuadrilla se acomodó pronto en el interior del castillo abandonado, en lo que podría ser el patio de honores. Zamorano, antes de reposar, paseó el exterior y el interior para asegurarse de que, en verdad, no serían molestados ni descubiertos. Se trataba de una edificación del renacimiento, con puertas de arco de medio punto, un frontón triangular presidido por un escudo nobiliario y ventanas enrejadas en la fachada, así como algunos balcones voladizos. El castillo tenía un gran torreón con cornisa de bolas y troneras, y en el noroeste se abría una galería gótica y mudéjar ventilada por una ventana inmensa protegida por una reja plateresca. Al otro lado, al suroeste, el cubo cubría dos bóvedas planas. El zaguán era amplio, acostumbrado a permitir la entrada y salida de huestes abundantes, y su techo muy hermoso, delicadamente artesonado. La escalinata, al fondo, era de piedra.
El patio de honores, donde ahora descansaban los hombres, estaba rodeado de una galería sostenida por columnas jónicas y arcos con escudos en las enjutas. A su vez, sujetaban otra galería superior con columnas dóricas y arquitrabes tallados. A Zamorano le agradó el escondite. Estaba seguro de que allí no les buscarían pero, en caso contrario, había muchas posibilidades de defender la posición.
Bernardo pidió permiso para encender fuego y el capitán sólo consintió una hoguera pequeña al fondo de la primera galería, alimentada con ramas secas para que desprendiesen el menor humo posible. Y de inmediato distribuyó la guardia, poniendo un hombre en cada uno de los muros del castillo y uno más en el torreón.
Pero aún no había terminado de repartir a los hombres cuando entró Ezequiel hasta el mismo patio, a caballo, con la urgencia de quien porta una buena noticia.
—Las Navas. —Bajó de la montura, jadeando pero sonriente—. Las Navas del Marqués. Y, no se lo va a creer, capitán, pero no sólo me han rendido honores sino que, según me han dicho, nos estaban esperando.
—No comprendo. —Zamorano frunció los ojos, desconfiado—. ¿A quiénes esperaban?
—Nos esperan a nosotros, capitán. Han conocido la hazaña de Guadarrama y están entusiasmados con que hayamos elegido su pueblo como destino. Están preparando alojamiento y manutención para todos. Los vecinos disputan para conseguir el honor de alojarnos en su casa. Vamos, capitán: el alcalde y todos los demás nos aguardan.
Zamorano dudó. No sabía qué pensar. Era fácil caer en una trampa, pero también sería una descortesía ignorarlos si, en efecto, querían agasajarles. Aunque le sorprendía que conociesen los hechos de la tarde: era casi imposible que alguien hubiese viajado más raudo que ellos para dar cuenta de lo sucedido, y más extraño aún que hubieran tenido tiempo de preparar el recibimiento. No podía confiarse. La vida de sus hombres iba en ello; y no debía arriesgarlas.
—Lo siento, Ezequiel —dijo al fin—. Si es así, tendrán que esperar. No sólo no puedo fiarme de ellos sino que lo más prudente sería salir cuanto antes de aquí. Sólo un correo francés puede haber sido tan ágil en comunicar nuestra acción de hoy.
—O un hombre de Zamorano…
El capitán se quedó estupefacto. No comprendía lo que quería decir el maestro. Buscó con los ojos a Sartenes, en demanda de una explicación, y luego a Bernardo. Pero Ezequiel, rápidamente, esbozó una gran sonrisa y dijo:
—Yo mismo, capitán. Yo mismo he sido el portador de la nueva.
—¿Tú? —se adelantó Bernardo, irritado—. Me parece una insensatez…
—Vamos, vamos… No hay para tanto —Ezequiel recuperó la seriedad—. No os alarméis. Se trata de un pueblo pequeño que vive enfurecido contra el extranjero. Cuando he llegado, todos sus vecinos estaban en la iglesia, la de San Juan Bautista, reunidos en la capilla de la Virgen de la Paz y discutiendo a voces si formar o no una partida contra los franceses. Me he demorado un buen rato escuchando las palabras del alcalde y las respuestas de los vecinos: todos querían alzarse en armas; y la discusión era si unirse a los vecinos de San Lorenzo o guerrear por su cuenta. Cuando he comprendido que no había nada que temer, me he dejado ver y les he hablado de nosotros. Comprended la sorpresa inicial; pero al instante ya estaban todos queriendo venir en nuestra busca. Les he convencido para que nos esperen y allí los he dejado, disputando para ser nuestros anfitriones.
Zamorano se detuvo un rato antes de hablar.
—¿Tú qué opinas, Sartenes? —se volvió a su amigo.
—Que si el maestro confía…
—¿Y tú, Bernardo?
—No lo sé… —guardó silencio durante unos momentos, pensativo. Y finalmente dijo—. De todos modos, un techo y una comida caliente no nos vendrán mal a ninguno de nosotros…
Un murmullo de aprobación corrió entre los hombres, sobre todo entre los de Zamorano, que llevaban demasiado tiempo durmiendo al raso. Pero no forzaron al capitán a tomar ninguna decisión. Posaron en él los ojos y esperaron, sin decir palabra, a que él la tomase.
—Tus hombres son magníficos —Bernardo se dirigió al capitán, comprendiendo su disciplina—. Es un orgullo combatir con vosotros.
—Gracias —aceptó Zamorano, y a continuación miró a sus hombres. Nada decían, era cierto, pero en sus ojos titilaba una luz muy parecida a la que debió de brillar el día que conocieron a su primer hijo, o cuando se enamoraron por primera vez—. De acuerdo, de acuerdo. Si no confiamos en nuestro pueblo, sería absurdo combatir por él, ¿no os parece? ¡Vamos! ¡A los caballos!
El recibimiento fue, en efecto, de los que se dispensan a los héroes. En Las Navas ya tenían conocimiento de otras hazañas llevadas a cabo por otras muchas partidas de guerrilleros a lo largo de los caminos de Castilla, con el nombre de Porlier o de el Empecinado o de Mina o de Tabuenca al frente, pero nunca habían acogido a una de ellas en el pueblo para darles su apoyo. Y su llegada constituyó una fiesta en la que nadie se quedó sin participar.
Los hombres fueron alojados en casas particulares. Todos menos Bernardo, a quien el cura se lo llevó a la ermita del Santísimo Cristo de Gracia, rodeándolo de cuantas comodidades pudo reunir. El capitán Zamorano se instaló en la casa del alcalde y Sartenes, a petición propia, eligió la casa del ventero, en donde supuso que la cocina sería más esmerada que en cualquiera otra. Y no se equivocó.
Y tanto fue el agasajo y la satisfacción de los vecinos por colaborar con los guerrilleros, como si de ese modo ellos también protagonizasen la guerra, que cuatro días después Zamorano aún no había convocado a los hombres para decidir la marcha y continuar la lucha que los había reunido.
Y aún iban a pasar algunos más porque, al amanecer del quinto día, el viernes 7 de marzo, una mujer entró a caballo en Las Navas del Marqués preguntando por él. Nada le quisieron responder, pero con la tenacidad de una hormiga rebuscó por los establos hasta que reconoció el caballo del capitán y sonrió satisfecha.
Su búsqueda había concluido.
Teresa montaba una hermosa yegua alazana de cabeza altiva, quijada fina, afiladas manos, cuartos traseros inquietos, cola exuberante y andar ligero. Vestía pantalones de amazona, botas militares, chaqueta de piel y sombrero de ala ancha, sujeta a la nuca por cintas de terciopelo. Y del hombro le colgaba una bolsa de cuero que no podía pasar inadvertida…