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Aquella mañana del 25 de febrero de 1809, bajo un techado de nubes blancas, y rodeado por una neblina húmeda que contenía la llovizna, el rey José Bonaparte paseaba por el patio de armas del Palacio Real con su ministro Ansorena y su ayudante de campo, el mariscal Lannes, vencedor de la batalla de Tudela el pasado 23 de noviembre. El día había amanecido mortecino y a esa hora advertía de que ya no iba a levantarse; y quizá tampoco su malhumor lo hiciese porque eran demasiadas las tormentas que se iban formando dentro de la cabeza de aquel rey incomprendido, bienintencionado e inútil.

—Pepe Botella, Pepe Plazuelas… —se quejaba amargamente el rey a sus amigos—. ¿Hasta cuándo seguirán poniéndome motes los españoles? Es evidente que no soy de su agrado…

—Una minoría, majestad —comentó Ansorena, pretendiendo quitar importancia a la realidad—. Es una despreciable minoría. Los verdaderos españoles, los españoles ilustrados y honestos, os consideran un gran rey, como no podía ser de otra forma.

—Supongo, señor, que sois demasiado blando con ellos, en todo caso —afirmó Lannes, sin mirarle a los ojos—. Dicho sea con todo el respeto, majestad.

—Pero ¿qué más puedo hacer? —José Bonaparte parecía encerrado en sus propios pensamientos—. De sobra saben que mi intención es convertir España en un país moderno, sentar los ideales de la libertad, garantizar los derechos ciudadanos, hacer del suyo un país próspero… Incluso hacer de Madrid una de las ciudades más hermosas de Europa. Como Viena, o como París… Repara, Ansorena: ahí delante construiré una plaza espléndida; y en el resto de la ciudad están ensanchándose las calles mediante amplias plazas que…

—¡Ah! —sonrió el mariscal.

—¿Qué te resulta tan divertido, Lannes? —el rey frunció el ceño.

—Perdón, majestad. No era mi intención… Pero creo que acabo de comprender lo de Pepe Plazuelas

—¿Acaso ignorabas la razón del remoquete? —el rey se mostró enfadado—. Yo no. Como tampoco desconozco por qué me apellidan Botella. A mí, que apenas pruebo el vino.

—¿Querríais decírmelo, majestad? —se interesó Lannes—. Lo ignoro también…

—¡Pues muy sencillo, mariscal! ¡Muy sencillo! ¡Y muy poco divertido! —Bonaparte se mostró irritado—. Porque cuando salí de Madrid camino de Vitoria llevaba una partida de vino para abastecer a la tropa y fue robada en las cercanías de Calahorra. Y, en represalia, ordené que allí mismo se requisase igual cantidad de botellas que las que fueron sustraídas. De ahí el mote. ¡Y haz el favor de borrar esa sonrisa de tus labios porque esta mañana no estoy de humor!

—Por supuesto, majestad. —El mariscal Lannes carraspeó y de inmediato recobró la seriedad—. Disculpad.

El rey y sus ministros siguieron paseando en silencio por el patio, azotados por un viento de la sierra que empezaba a disipar la niebla y a despejarles la cabeza al mismo tiempo que les hería el rostro. En un momento en que el rey se distrajo con uno de los caballos que le mostró el mayordomo de cuadra, Lannes se acercó a cuchichear con Ansorena.

—¿Se sabe algo del tesoro real, Luis?

—No —el ministro movió la cabeza apenas.

—Sigo creyendo que nunca ha existido… —Lannes alzó los hombros.

—¡De sobra sabéis…!

—¿Qué es lo que sabes, Ansorena? —el rey José volvió en ese momento a la charla.

—Nada, majestad —se apresuró a replicar el mariscal—. Hablábamos de una dama española que… En fin, no tiene importancia.

—Alejaos de las mujeres, mariscal —sonrió beatífico el rey—. Y por expresarlo más en concreto: de las españolas, huid.

—No sé yo sí… —intercedió apocado Ansorena.

—Gracias por el consejo, majestad —sonrió Lannes, e hizo una reverencia burlesca al ministro.

El paseo continuó en silencio hasta que, camino ya de regreso para resguardarse del frío en Palacio, José se volvió hacia Ansorena:

—¿No dices nada, Ansorena?

—Yo… —dudó el ministro—. Estaba pensando en que no deberíais preocuparos tanto, majestad. Aunque, si queréis que os hable con total sinceridad…

—Eso es lo que espero.

—Pues… —volvió a medir sus palabras el ministro—. Me atengo al asunto de los españoles… En vuestra misma manera de expresar el problema se halla la respuesta. Habéis dicho hace un momento, majestad, refiriéndoos a ellos, que vuestro mayor deseo es hacer de su país, un país próspero. No habéis empleado el posesivo «mi país», sino su país. ¿Comprendéis, majestad? Vos mismo os hacéis un extraño, sin serlo. Y así lo han llegado a percibir algunos, los más indeseables, sin duda…

El rey entendió perfectamente lo que quería decir el ministro y se dio cuenta de que, en efecto, a él no se le había ocurrido nunca pensar en España como en un país propio. Ansorena tenía razón. A él mismo, como corso, nunca se le hubiese pasado por la cabeza aceptar en Córcega un rey extranjero. Pero qué podía hacer… Tampoco se sintió jamás napolitano siendo rey de Nápoles ni aceptó el poder británico cuando los paolistas entregaron la isla de Córcega, su patria natal, a los ingleses.

José se sabía hermano mayor de Napoleón, y ello le maniataba. Había obtenido el título de abogado en Pisa y desde siempre compartió con sus tres hermanos los ideales republicanos nacidos de la toma de la Bastilla. Hubiese sido feliz dedicándose al ejercicio de su oficio, pero las responsabilidades se las impusieron siempre. Incluso ayudó a su hermano Luis en la redacción del 18 Brumario que convirtió a Napoleón en emperador de Francia. Por eso después aceptó ser embajador en Parma y en Roma, representar a Córcega como diputado en la Asamblea Nacional francesa e incluso escuchar a su hermano ofrecerle reinar en Lombardía, aunque lo rechazase. Cuando el 6 de julio fue nombrado rey de España y de las Indias, después de celebrada la reunión de Cortes en Bayona, y redactada por Napoleón la Constitución de 1808, creyó por primera vez que tenía por delante una gran labor a realizar. Pero los últimos acontecimientos le estaban indicando que, a pesar de sus esfuerzos, no era fácil ni apasionante la misión encomendada, y que entender a los españoles era excesivamente complejo. Pero que lo aceptasen a él, era aún peor: era algo que ya se le antojaba imposible.

—Creo que tienes razón, Ansorena. No siento España como propia; pero te aseguro que mi intención es la mejor. Lo que no entiendo es que, sabiendo esto, tu actitud sea la que muestras. ¿Por qué me apoyas tú, Ansorena, dime? ¿Por qué me apoyas, si eres español?

—Yo, señor… —titubeó el ministro.

—Buena pregunta —sonrió el mariscal, deteniéndose para observar cómo se explicaba don Luis.

—Vuestro hermano Napoleón lo dejó bien claro en Bayona, majestad —se envalentonó el ministro—. Fue sublime la idea de levantar una nación que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo. Así lo dijo él y así lo repito yo.

—Comprendo —susurró el rey.

—Además —siguió Ansorena—, permitidme que os diga que tanto yo como otros muchos españoles vemos en Su Majestad la reencarnación del espíritu reformista del rey nuestro señor don Carlos III, que Godoy, a quien Dios confunda, se encargó de pudrir y convertir en baratija, con el consentimiento de don Carlos IV. Ni don Carlos ni su hijo don Fernando serían capaces de realizar la décima parte de las reformas que está llevando a cabo Su Majestad. Para muchos españoles representáis una verdadera bendición, señor.

—Gracias, Ansorena —se limitó a contestar José.

—España… —cabeceó el mariscal Lannes con desdén.

—¿Decíais, mariscal? —se irritó Ansorena con aquel sarcasmo apenas insinuado.

—Nada, ministro. No decía nada.

El mariscal miró al rey sin que se le borrase la sonrisa de los labios. Él, como los demás mariscales y generales franceses, sentía igual desprecio por el país invadido que por la autoridad del rey José, a quien consideraban un recién llegado y a quien le auguraban un porvenir sombrío. Era, tan sólo, el hermano de Napoleón. Ahí terminaban sus méritos. Por eso se burlaban de él abiertamente en sus reuniones y, en muchas ocasiones, ni siquiera disimulaban en su presencia. Y por alguien como el ministro Ansorena sentía algo peor: un profundísimo pozo de desprecio. Ni siquiera era un petimetre, tan elegante, tan afrancesado: era tan sólo un desleal, un traidor a su rey y a su patria. Por despreciables que fuesen también aquel y esta.

Por eso no acabó de burlarse de uno y de otro hasta que, de regreso al salón real, un mensajero les comunicó la nueva victoria del ejército francés, esta vez ocurrida antes de completar el sitio de Tarragona.

—Hablad, brigadier —ordenó el rey.

—El general Saint-Cyr me envía para informaros de que la batalla de Valls se ha saldado con una nueva victoria de Su Majestad. El enemigo ha plantado una oposición aguerrida, pero finalmente ha sido derrotado.

—Dame más detalles, soldado —exigió José.

—A sus órdenes, majestad —el brigadier carraspeó y explicó—: Era intención del general español Redings tomar la plaza de Barcelona, venciendo a nuestras tropas. Contaba para ello con diez mil hombres bajo su mando directo y con la ayuda de los somatenes, así como de otros veinticinco mil soldados que formaban regimientos desde Olesa a Barcelona, situados en el alto del Bruch, en Igualada, en La Llacuna y en el Coll de Santa Cristina. Pero han bastado las fuerzas del general Saint-Cyr, que sumaban dieciocho mil hombres apostados en el Penedés, para alcanzar la victoria. Y, después de asegurar Barcelona, ya está sitiada la ciudad de Tarragona, que en estos momentos sufre la peste y pronto se rendirá.

—Igual que Zaragoza, majestad —el mariscal Lannes se volvió al rey—. Palafox ha sido finalmente derrotado y el jueves ha entregado la ciudad, aunque haya habido que arrasarla. Españoles…

—Lo sé, mariscal, lo sé… —al rey no le agradó el recuerdo—. Como diría Ansorena, repara en que hablas de los sufrimientos de mi pueblo. No me pueden alegrar tantos muertos y heridos…

—Majestad… Mi intención… —se excusó Lannes, forzando la seriedad y encogiéndose de hombros a la vez que arqueaba las cejas—. Desolée

El rey desoyó al mariscal pero cabeceó, consciente de que ese tono de burla iba dirigido más directamente a él que a sus súbditos españoles. Pero no se atrevió a responderle. Sabía que ningún militar lo consideraba un rey, sino algo parecido al gobernador de una provincia, y no estaba en condiciones de mostrarse más enérgico. Así es que, forzando una mueca para que no se desvelase su irritación, volvió a dirigirse al mensajero.

—¿Conoces el número de bajas, brigadier? Entre nuestras tropas, me refiero…

—Me temo que alrededor de mil, entre muertos y heridos. Pero las bajas españolas han ascendido a tres mil entre muertos, heridos y prisioneros.

—Gracias, brigadier. Puedes retirarte.

José Bonaparte esperó a que saliera el mensajero y pidió a continuación un refrigerio que compartió, a pesar de todo, con el ministro y el mariscal. Todavía quedaban por despachar algunos asuntos y aprobar varios decretos urbanísticos y de ayuda a la agricultura en la provincia. Y, sobre todo, recabar información sobre las actividades de la Junta Central, que continuaba organizando labores de resistencia en toda España y representaba un peligro real que empezaba a materializarse en forma de cuadrillas de bandoleros que atacaban a traición a las tropas francesas en muchos lugares del territorio liberado. Pero antes de regresar al trabajo, levantó su copa y dijo, lamentándose:

—Siento que mi hermano haya tenido que marchar a tierras de Austria. Le hubiese gustado conocer de primera mano estas noticias, seguro… Y a propósito, Ansorena —José Bonaparte se dirigió a su ministro aunque a quien miró fue al mariscal—: ¿Cuántos rebeldes quedan presos en nuestras cárceles?

El ministro Ansorena arrugó la frente, sorprendido por la pregunta. Y dudó en su respuesta.

—Con exactitud… no lo sé. En Madrid tal vez unos setenta, quizá más.

—Bien —el rey se llevó a la nariz una pizca de rapé y aspiró con fuerza—. Que mañana, al alba, sean todos ellos ajusticiados. Se acabaron las contemplaciones…

—Pero, majestad…

El rey José estornudó en su pañolito de seda.

—Bien, bien, sea como deseáis… Ponedlos en libertad. Oh, mon Dieu! Ya no sé cómo comportarme con estos españoles para acertar…

Afuera, el día seguía mortecino y el viento, del norte, traía olores de lluvia. En el interior de Palacio, Julie Clary, la esposa marsellesa de José Bonaparte, departía con sus amigas francesas el modo de celebrar el cuarenta y un cumpleaños de su esposo, y no acertaba a decidir, ahora que las cosas empezaban a calmarse, si al rey le agradaría celebrar el baile que no pudo organizarse el 7 de enero. Y, en tal caso, si debía invitar o no a algunos ciudadanos españoles con sus esposas, porque fiarse de ellos, aún, era un riesgo innecesario.

—No. Españoles no —le aconsejó su amiga Cristine—. Dicen que huelen a aceite de oliva o a vino picado.

—A las dos cosas, querida —afirmó otra—. A las dos cosas.

—¡Qué horror! —rió cursi la nueva reina Julie Clary—. No deberías salir tanto sin tu marido, Enriquette…