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En las tierras de Móstoles, la pequeña ciudad levantada en armas contra el invasor, se había iniciado una guerra sin armas ni estrategia, sólo animada por el ardoroso espíritu de los vecinos y el afán infatigable de extender por todos los rincones de España una idea firme, de granito y tozudez, tomada de un pensamiento de Horacio: el ocio es una perversa sirena de la que se debe huir, y contra la tiranía no hay reposo ni día de fiesta. Con esa población encendida en cólera y exhibiendo semejantes bríos se encontró Teresa la mañana que entró en Móstoles a caballo, picando espuelas, en busca de un regimiento al que unir su propia cólera y sus renovados ímpetus.
Pero el desánimo se adueñó de ella cuando pretendió, en vano, ser escuchada para explicar que creía poseer un secreto real que, disimulado en una bolsa de cuero, tal vez fuese de utilidad para la guerra. Como mujer fue despreciada y como forastera, desoída. Y cuando, al fin, optó por instalarse en una taberna a la espera de una ocasión propicia para contar su historia, no tardó en comprender que los hombres desconfiaban de ella, o le hacían proposiciones soeces, mientras las mujeres murmuraban leyendas sobre ella inspiradas directamente por el diablo.
A los pocos días, con los dineros menguados y sin haber logrado ser atendida por ninguna autoridad civil o militar, empezó a rondar por su cabeza la idea de que se había equivocado alejándose del capitán Zamorano. Y, al recordarlo, sintió un calor en el pecho que la confundió. Tal vez sea cierto que el sentimiento es el idioma que usa el corazón cuando necesita enviar algún mensaje. Porque rememorar aquella noche de amor, las caricias apasionadas, las miradas sin temor y los besos buscados terminó por convencerla de que el corazón le estaba mostrando el verdadero camino y que ahora, tan a destiempo, solamente le quedaban dos posibilidades: seguir huyendo sin rumbo ni destino o marchar en busca del hombre que ocupaba el lugar del que vio morir en las calles de Madrid, entre sus brazos.
—¡Ven, mujer!
Una voz áspera y altiva, salida de un portón de maderas viejas, la detuvo en su camino mientras anochecía, justo cuando Teresa, desolada, se dirigía por una callejuela solitaria a la Venta donde se hospedaba. Se volvió para mirarlo, desconfiada, intentando descubrir en la penumbra quién era el que de tal modo se dirigía a ella.
—¿Qué buscas? —enfrentó sus ojos a los de aquel hombre, al descubrirlo.
—Lo mismo que buscas tú —respondió con la lengua gorda por los efectos del vino y riendo groseramente. Sus dientes mellados, la grasa que le cubría el mentón y la barba descuidada, de muchos días sin afeitar, le mostraron un individuo repulsivo en los claroscuros de la anochecida—: ¡Un buen rato de diversión!
Y, llegándose hasta ella, el gañán se aferró a sus nalgas y empezó a abrazarla torpemente. Su aliento era agrio y sus ojos estaban enrojecidos y húmedos, desorbitados. Teresa gritó, pero nadie salió en su auxilio. Forcejeó con el agresor, que intentaba besuquear su cuello mientras lo llenaba de babas. Intentó zafarse, pero el bruto no sólo reía más y más sino que, mientras manoseaba sus pechos, profería toda clase de vocablos soeces y pronunciaba insultos sin medida. Teresa, viéndose sin forma de esquivar su fuerza, se dejó hacer, deteniendo su resistencia; y en cuanto el animal creyó estar convencido de que había cazado la presa y aflojó también el esfuerzo, ella aprovechó para, con toda el alma en el intento, lanzarle un golpe de rodilla a la entrepierna con tan buena fortuna que el criminal sólo pudo ahogar un grito de dolor, caer de hinojos al suelo y llevar sus manos al lugar donde el infierno había abierto sucursal.
Teresa corrió sin freno una calle y otra; y una más. Hasta que, llorando y humillada, se detuvo ante la Venta, corrió a su estancia y se encerró con llave, dejándose caer en la cama donde, con una indescriptible sensación de suciedad y desvalimiento, no cesó de gemir hasta que la venció el sueño.
Cuando despertó en mitad de la noche, miró a su alrededor y comprendió que nunca había estado más sola ni nunca había sentido con tanta intensidad el desamparo. La soledad es hermosa cuando hay a quien decírselo, pensó; y en todo Móstoles no había con quien pudiese compartir nada, ni siquiera esa sensación de orfandad que no había sentido jamás. Y de repente se descubrió de nuevo pensando en el capitán y lloró: a veces usamos el puñal de nuestro orgullo para rasgar el corazón de quienes mejor nos aman, concluyó.
Por eso, al alba, se puso en camino. Nada la retenía en aquella Villa y, por el contrario, había alguien en algún lugar que tal vez la perdonase. Tal vez. Por eso iría en su busca. Le costase lo que le costase y tardara el tiempo que fuese preciso hasta encontrarlo. Porque al final de su búsqueda había un hombre cabal que una vez confió en ella y a quien, equivocadamente, ahora se daba cuenta, había traicionado.
Muy lejos de allí, la guerrilla de Zamorano pasó la Nochebuena de 1808 a las afueras de la ciudad de Turégano, a la sombra de las murallas de un castillo románico con más de cinco siglos de existencia. Fue como encontrar un refugio en la víspera de una tormenta de horas fatigosas, horas de nostalgia, de las que ponen a prueba la fortaleza del corazón. Y es que nada es más seguro para romper un arco que mantener su cuerda eternamente tensa.
En las semanas que su partida llevaba cruzando Castilla se habían topado con numerosas guarniciones francesas, pero entre cuantas se mostraron propicias por su debilidad o desorden sólo habían atacado a tres, en todos los casos con resultado óptimo: ninguna baja entre los suyos y trece franceses muertos o heridos. Los demás destacamentos extranjeros que avistaron, por inesperados o numerosos, habían sido esquivados. Napoleón y sus generales aún no habían comprendido que la resistencia estaba ya en el monte preparada para luchar y por eso sus oficiales no habían recibido las instrucciones precisas para combatirla ni tan siquiera la orden general de permanecer siempre alerta.
Aquella noche del 24 de diciembre, los veinte integrantes de la partida sintieron un pellizco de nostalgia en el corazón. Hablaban de sus madres, de sus hermanas, algunos de su padre, también militar, a saber en qué paradero… Los casados miraban al cielo buscando una estrella que les devolviese el reflejo del rostro de su mujer, o la sonrisa de su hijo; y Zamorano y Sartenes, sentados juntos delante de un fuego tacaño que más parecía la agonía de una candela, permanecían inusualmente callados y sin rebuscar ideas con las que armar una discusión para entretener la velada, cada cual rumiando sus cosas y cocinando pensamientos fugaces. Hay momentos, en cualquier noche del año, que anuncian visita los fantasmas del pasado y entonces se echan cuentas de futuro, aunque no salgan; pero en la Nochebuena, cuando se pasa en soledad, arrecian las preguntas difíciles sobre el sentido de la vida y los errores cometidos en el camino, y empiezan a doler las horas hasta que al fin se anestesian durmiendo, por no pensar más.
Los hombres de la partida de Zamorano eran buena gente. No pleiteaban gratis ni buscaban tesoros que no pudiesen compartir. Pasaban hambre a condición de que la pasasen todos y ninguno se saciaba si los otros no se saciaban también. Sólo Ezequiel, que había sido maestro de escuela antes de ingresar en la milicia, y Lorenzo, el hijo del molinero, tenían peculiaridades que les destacaban: el primero por su afición a los acertijos y por aprovechar cualquier pausa para cobijarse entre las páginas de un libro, de cualquier libro, y abstraerse horas y horas en una lectura que parecía ir grabando en su alma como si precisara restaurarla para conservarla limpia. Y el segundo, Lorenzo, porque era tan corto de entendederas como bruto de brazos, y veía más peligros que nadie a la menor ocasión, con la decisión, además, de enfrentarlos él solo. Uno era enjuto y con escaso pelo hasta la mitad de la cabeza, de piel fina y ojos muy negros, miopes; el otro grande y musculoso, torpe de movimientos pero contundente en los golpes. Pero los dos, como todos los demás, poseían un gran sentido del compañerismo, eran bondadosos de corazón y nunca se escondían a la hora de realizar los trabajos más penosos.
Aquella Nochebuena había anochecido demasiado pronto y el frío silenciaba muchas palabras. La cercana población de Turégano permanecía con las ventanas iluminadas y las calles desiertas: los vecinos se habían resguardado en las casas antes que de costumbre para preparar la cena familiar; y algunos a rezar por las almas de los parientes jóvenes caídos en la batalla de Somosierra, en la que la caballería polaca a las órdenes de Napoleón había vencido la última resistencia española antes de que Madrid se rindiera el 4 de diciembre, tras un sangriento día de combates tan encarnizados como inútiles.
La soledad de las calles de Turégano y el silencio de sus vecinos habían contagiado a los hombres de Zamorano, que también parecían recordar a los suyos, rezándolos, antes de la hora de la cena. Uno de ellos, Julián, el Toledano, conocido por su habilidad con el cuchillo corto, había desaparecido con Sartenes en la noche sin que nadie, ni siquiera Zamorano, los echase de menos. Pero poco más tarde concentraron en ellos todas las miradas cuando con los ojos iluminados, riendo a grandes carcajadas e intercambiándose codazos de satisfacción, aparecieron entre las sombras del bosque de robles con ocho gallinas vivas colgando de sus manos.
—¡Feliz Navidad, capitán! —las alzó Sartenes, como trofeos, mostrándolas a Zamorano y de paso a todos los demás.
—Pero ¿se puede saber de dónde las has sacado, mentecato? —le increpó el capitán—. ¿Es que las has robado?
—Que no, capitán. Estaban perdidas por ahí, por el campo, solas y sin saber a dónde ir, y hemos pensado que… ¿Verdad, Julián?
—Pero, tendrán dueño… —insistió Zamorano.
—Le juro que se lo hemos preguntado y…, nada. No sueltan prenda. Así que nos hemos dicho: pues si no sois de nadie, al puchero. Que esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. ¿Eh, muchachos?
Todos soltaron grandes carcajadas y opinaron que el puchero no era mal destino para aquellas plumíferas distraídas, por lo que Zamorano, después de meditarlo durante unos instantes y sin sonreír hacia fuera, optó por aceptar la proposición de sus hombres.
—Sea —concedió—. Pero os recuerdo que nuestra supervivencia va a depender en muchos casos del apoyo de los vecinos de las poblaciones por las que pasemos.
—Natural —aceptó Sartenes.
—¡Natural! —repitió el capitán, amonestando con la mirada a su amigo por interrumpirle—. Ellos nos facilitarán alimentos, información y escondite, si llega el caso. Y no deben pensar que somos unos ladrones.
—Pero nosotros… —musitó Sartenes.
—Vosotros, ¿qué? ¿O es que acaso no sabéis que se trata de un robo? Pero, en fin, por esta vez, pase; no vamos a despreciar este suculento bocado en noche tan especial. Pero en adelante nos procuraremos sustento por nuestros medios, como hasta ahora hemos hecho, ¿de acuerdo?
—¡Prometido, capitán! —afirmó Sartenes.
—Prometido —respondieron otras voces.
Pero todos celebraron con algarabía el regalo que Sartenes y el Toledano habían tomado prestado de los vecinos del pueblo. Y al instante la nostalgia dejó paso a una actividad febril de despelleje, preparación de la lumbre y asado de las aves, que si no les saciaron las hambres atrasadas, al menos les reconciliaron con la noche festiva y les reconfortó para dormir, después, más sosegados.
Antes de retirarse a descansar, en torno a una fogata pequeña e iluminados por brillos de bronce entre sombras espectrales, Zamorano, Sartenes y Ezequiel, el maestro, se reunieron para animar la sobremesa con una buena conversación. Zamorano había mandado llamar a Ezequiel y pidió a Sartenes que se quedara.
—¿Qué has oído por ahí, maestro? —preguntó el capitán—. Cada vez que entras en un pueblo a comprar libros, hablas con la gente, ¿no?
—Así es.
—¿Y qué? —se removió Sartenes.
—Lo que ya sabemos —el maestro encogió los hombros, como si nada hubiese de nuevo en lo oído por ahí—. Que Napoleón está en Madrid, que su hermano José vuelve a reinar después de huir y regresar a la Corte y que, por lo que se dice, parecen haber logrado apaciguar a los vecinos de la capital; aparentemente se muestran sumisos y resignados.
—Eso ya lo sabemos… —dijo Zamorano, decepcionado—. ¿Nada más? ¿No hay esperanza?
—Me parece que no… —el maestro dibujó unas rayas paralelas en el suelo con el dedo, pensativo—. Lo demás son asuntos menores. No creo que tengan importancia.
—Pero ¿hay otros asuntos? —arrugó la frente el capitán.
—Apenas… —Ezequiel alzó los ojos—. Me parece que…
—Tú cuéntame y veremos —ordenó Zamorano.
—Pues, no sé —Ezequiel dudó unos momentos—. Que al final parece listo ese francés; más de lo que creíamos… No ha organizado un desfile al entrar en Madrid, para no humillar a los madrileños; y le ha dado por dictar una serie de decretos que reformarán algunos aspectos de la vida española. —El maestro volvió a hacer una pausa antes de continuar y garabatear en la tierra del suelo—. Si se cumplen, serán beneficiosos, a mi entender. Me parece que quiere extender la idea de que invade España por nuestro bien. Y que muchos lo creen ya así.
—¿Y tú? —preguntó Zamorano—. ¿Lo crees tú?
Ezequiel lo pensó un rato antes de responder.
—No lo sé, capitán. No estoy seguro… Decía Shakespeare que los héroes son las personas que hacen lo que es necesario, aun enfrentándose a las consecuencias. Quién sabe si ellos serán los héroes algún día…
—¿Qué quieres decir? —Zamorano adoptó un gesto adusto—. ¿Acaso crees que nos estamos equivocando combatiendo a los franceses?
—¡No, no, en absoluto! —aclaró el maestro, apresurado. Pero de inmediato volvió a pronunciarse con dudas, como si no estuviese seguro de lo que cruzaba su mente—. Una cosa es resignarse a la invasión y otra comprender los beneficios que nos pueda traer. Si por mi fuese, Napoleón jamás hubiese pisado suelo español. Pero una vez aquí los franceses…
—No entiendo lo que insinúas… —Sartenes negó con la cabeza.
—Intentaré explicarme, capitán —Ezequiel se removió en su sitio y respiró profundamente—. Napoleón dice ser el Emperador de Europa, de hecho creo que ya lo es, y seguramente después pretenderá dominar el mundo. Es un ser despreciable, sin duda. Y un loco peligroso. Pero lo cierto es que allá adonde llega por la fuerza implanta los ideales de la República y los logros liberales de Francia, esos ideales que se impusieron después de la toma de la Bastilla. Y esas leyes son buenas, capitán, se lo aseguro; beneficiosas para todos los pueblos. Es detestable la invasión, sin duda, y debe ser combatida. Pero, en mi opinión, las reformas que lleguen, deberían aprovecharse. De lo que no estoy tan seguro es de que cuando regrese el rey, nuestro señor…
—He de pensar, entonces, que tú aceptas los hechos tal y como se están produciendo… —conjeturó Zamorano.
—En absoluto —pareció defenderse el maestro—. No me entiende, capitán: lo que creo es que tenemos que expulsar a esas ratas de España y después los españoles tienen que adoptar como propios los ideales de la República. Bajo el reinado de don Fernando, por supuesto. Soy un firme partidario de los derechos del hombre y del ciudadano.
Zamorano se quedó pensativo. Tal vez tuviese razón el maestro, no en balde leía mucho. Pero esas ideas no convenía extenderlas, al menos por el momento, entre los hombres de la resistencia. Si no las comprendiesen bien, podrían llegar a desmoralizarles.
—Puede que sea así, pero puede también que no. Pensaré en ello, maestro.
—Yo lo hago mucho, capitán. Se lo aseguro…
—Bien está. Pero, por ahora, no volveremos a hablar del asunto. Lo que tenemos que pensar ahora es que mañana, aprovechando que es Navidad y que los franceses estarán celebrando la fiesta, y seguramente todos borrachos, vamos a atacar el campamento que han instalado en Rebollo, junto al camino de Cantalejo, al norte. Eso es lo primero que tenemos que hacer. Tú y yo, Ezequiel, volveremos a hablar de todo esto más adelante. Pero no ahora. Basta por hoy.
—Como usted diga, capitán.
—Pues durmamos —concluyó Zamorano—. Que mañana será un día muy largo… Y de esto, ni una palabra a los hombres, maestro… Tiempo habrá para la política cuando callen las armas, que el ruido de los disparos nunca dejó pensar a los hombres con claridad.
Al amanecer del día de Navidad un grupo de jinetes se puso en marcha en busca del acuartelamiento francés, junto a Rebollo, que custodiaba el camino que solían transitar las tropas de Napoleón que iban o venían de Francia. Por él se transportaban armamento, víveres y caballerías destinados a los destacamentos que jalonaban una ruta demasiado frecuentada y, hasta ahora, demasiado tranquila también. El capitán Zamorano lo había observado desde las sierras cercanas y por eso había decidido poner fin a ese plácido trasiego o, al menos, hacer lo posible para dificultar el abastecimiento a las tropas invasoras por esa ruta. Cortar el suministro sería imposible pero, una vez desmantelado el asentamiento en Rebollo, la intervención francesa debería buscar otra vía para sus fines, y en ello tardarían, al menos, algunas semanas. Ganar tiempo, esa era la consigna. Porque, además, obstaculizar el paso era una manera eficaz de entorpecer la invasión y de desmoralizar al enemigo; pero sobre todo un acicate para mantener viva la resistencia.
Al mediodía, la guerrilla de Zamorano había llegado sin ser vista a las afueras de Rebollo, protegida por la espesura del robledal, y se había refugiado entre las ruinas de la ermita de Nuestra Señora de las Nieves. Desde sus muretes y tapias viejas podía verse toda la población, que a aquellas horas de almuerzo navideño parecía una villa abandonada. Y a la izquierda, acampado y sin protección en el fondo de una vaguada, se levantaba el destacamento francés, compuesto por una veintena de tiendas de campaña que albergarían, a lo sumo, a medio centenar de soldados. Un par de cañones de pequeño calibre se disponían al norte y al sur, apuntando uno en cada dirección; y junto al camino, sosegada, una recua de una treintena de caballos de gran envergadura permanecía atada a estacas de madera, sin ensillar.
Zamorano observó durante un buen rato la disposición de las tiendas y de los soldados. Una de ellas, ante la que hacían guardia dos centinelas, era más grande que las demás y por el celo en la custodia parecía ser el almacén de municiones. En el centro del campamento, unas grandes ollas estaban cocinando el rancho sobre el fuego, y a su alrededor, desarmados, despreocupados y parlanchines, varios soldados reían y bromeaban. Entre ellos paseaba ocioso un coronel, seguramente el oficial al mando de la guarnición. Y los diez soldados encargados de la guardia, a ambos lados del acuartelamiento, conversaban entre ellos o permanecían quietos mirando hacia el interior, siguiendo con los ojos la cocción del guiso y las bromas de sus compañeros.
—¿Ahora, capitán? —preguntó Sartenes, acercándose hasta Zamorano, reptando sigilosamente—. ¿Atacamos ya?
—No. Vamos a esperar a que coman y beban. Prefiero que estén borrachos.
—Lástima —Sartenes movió la cabeza, desolado—. Ese almuerzo hubiese sido tan buen botín como aquella recua de jamelgos…
—Yo también lo creo, amigo. Pero piensa en tu salud y verás que tengo razón.
A las dos de la tarde el campamento quedó en silencio, después de más de una hora de comilona festiva, algarabía exagerada y cánticos desconocidos. Al menos treinta soldados permanecían adormilados fuera de sus tiendas, y otra docena dormitaba con una botella en la mano, echando un trago de vez en cuando. Ni siquiera los centinelas podían mantenerse en pie sin esfuerzo.
Era, pues, el momento preciso que estaba esperando Zamorano. Ordenó a sus hombres rodear el objetivo y atacarlo en cuanto explotara el almacén de municiones, que él mismo se encargaría de incendiar. Lo primero sería abatir a los centinelas, sin miramientos, pasándolos a cuchillo; y a continuación, entrar a saco en el campamento y acabar con todos los hombres, estuviesen dormidos o despiertos. No habría prisioneros ni supervivientes. Y al coronel, si se rendía y se le capturaba con vida, se le fusilaría de inmediato.
El ataque se produjo de acuerdo a los planes y la embestida duró menos de quince minutos. Como esperaba Zamorano, la pólvora estalló pronto y terminó de desconcertar a los, ya de por sí, aturdidos franceses. Ni los centinelas ni la mayoría de los soldados, totalmente ebrios, repelieron con agilidad el ataque. Sólo unos pocos salieron de sus tiendas con la bayoneta calada pero, para entonces, los hombres de Zamorano eran una fuerza superior y acabaron con ellos sin dificultad. El coronel murió ante su tienda con el sable en la mano, de un certero navajazo de Lorenzo, el Molinero, que ya había estrangulado previamente con su fuerza descomunal a no menos de cuatro parejas de tambaleantes soldados franceses que intentaron hacerle frente, inútilmente. Sólo Jacinto Perales, uno de los hombres de Zamorano, quedó muerto sobre la tierra a causa de una bala perdida cuyo origen no dio tiempo a descubrir.
Los guerrilleros no se entretuvieron tras la victoria, tal y como se les había ordenado. Incendiaron las tiendas, tomaron la caballería y las armas que pudieron y, sin despreciar alguna que otra botella de vino sobrante, salieron de allí al galope para internarse en el monte bajo, entre pinares. Sólo Sartenes quedó cerca del cuartel arrasado para comprobar si acudía algún refuerzo francés e informar a Zamorano. Pero lo único que vio fue a los vecinos de Rebollo salir de sus casas, acercarse a ver los restos del acuartelamiento y, con gran temor, volverse al pueblo para encerrarse, pensando en las represalias, en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
El cuerpo de Jacinto Perales quedó allí también, asistido por un gesto de Sartenes que lo despidió en la distancia, santiguándose. A media tarde el asalto fue descubierto por una patrulla francesa formada por un oficial y dos soldados de tropa. Sartenes vio a los jinetes en la lejanía, cuando ya se internaba en el pinar, y no se quedó para ver qué hacían después. Al llegar junto a sus compañeros, informó a Zamorano de lo sucedido y se unió al brindis por la victoria que se hizo entre aullidos y risas alzando las botellas de vino francés.
—Treinta y dos caballos, veinte fusiles, cuatro cajas de pólvora y dos de munición —hizo el inventario en voz alta Ezequiel. Y añadió—: Los invasores nos van a odiar por esto.
—Les herirá más en su orgullo la pérdida de cincuenta hombres, y de este modo… —resopló Zamorano—. A mí me sacaría de quicio…
—Pero usted no es francés —exclamó Sartenes, alzando su botella—. A estos, lo que más les dolerá será haber perdido este vino.
Los guerrilleros rieron las palabras de su compañero y bebieron a la salud de su jefe. Zamorano bebió también, pero de inmediato impuso silencio y ofició un brindis por la memoria de Jacinto, el compañero muerto. Todos alzaron la botella y brindaron por él, como si recitasen una oración. Y a partir de ese momento guardaron un silencio de respeto que mantuvieron el resto del día.
Zamorano se alejó hasta una roca cercana y se recostó en ella, contemplando el anochecer. Olía a tierra mojada. El viento traía del norte una vaharada de aromas húmedos que indicaba a las claras que esa noche llovería. Y los cúmulos que se estaban formando en el cielo cristalino del anochecer venían cargados de nieve. Se avecinaba otra noche de temperaturas gélidas. Zamorano pensó, al mirar el cielo, que tenía que resolver esa situación en los días venideros. A lo lejos, oía susurrar a los hombres, despreocupados, como si el frío no fuese a importarles ni aquella noche ni nunca; y, anocheciendo ya, la voz de Sartenes, entre todas ellas, se dejó oír en una soleá muy bien entonada.
Tú ya no mandas en mí.
Me peine como me peine,
ya no me peino pa’ ti.
Zamorano sonrió. Los hombres, poco a poco, volvían a mostrarse contentos, animados por Sartenes, y eso era bueno. La victoria, la más importante de las obtenidas hasta ahora en una escaramuza, les había acrecentado la moral.
—¿En qué piensa, capitán? —Ezequiel se acercó a él, y tomó asiento a su lado.
—Te parecerá imposible después de todo lo que ha pasado hoy, pero no siento ningún remordimiento por esas muertes…
—Lo comprendo —suspiró Ezequiel—. Es una guerra y…
—Una guerra que perderemos, maestro —Zamorano respiró hondo—. Y si va a ser así, parecen tan inútiles estas muertes…
Ezequiel se removió en su lugar, pensativo. Parecía estar decidido a no dejar crecer al pesimismo.
—¿Quiere responderme una pregunta, capitán?
—Hazla.
—Si echasen una carrera una liebre y una tortuga, ¿quién cree que la ganaría?
Zamorano lo miró intrigado, sin saber a dónde quería ir a parar el maestro. Pero Ezequiel le animó a responder con un gesto.
—La liebre, naturalmente —respondió, al fin.
—¿Aunque la liebre diera a la tortuga una ventaja de unos cuantos metros?
—Aun así.
Ezequiel sonrió.
—Pues no es así, capitán. Escuche: una liebre y una tortuga juegan una carrera de doscientos metros y, como la liebre corre diez veces más rápido que la tortuga, acuerdan que le dé cien metros de ventaja. Así las cosas, los dos se ponen en posición y empieza la carrera. La liebre corre, y avanza los cien metros que le dio de ventaja a la tortuga. Pero en ese tiempo la tortuga ya ha avanzado diez metros (porque corre diez veces menos, ¿recuerda?), de modo que todavía lo aventaja. Entonces, cuando la liebre recorre esos diez metros, la tortuga ya ha avanzado un metro más. La liebre sigue corriendo y cubre ese metro, pero la tortuga en el mismo tiempo ya ha avanzado diez centímetros. Y así siguen corriendo, sin que la liebre pueda alcanzar nunca a la tortuga. ¿Sabe que a este viejo cuento nadie ha podido encontrar la solución?
Zamorano aceptó con una sonrisa el relato del maestro, de quien ya conocía su afición a los acertijos. Pero de inmediato negó con la cabeza.
—Eso está bien, Ezequiel. Muy ingenioso… Pero los dos sabemos que no es verdad…
—Puede —sonrió el maestro—. Pero nadie puede demostrar lo contrario. Y eso es exactamente lo que pienso del ejército francés y de nosotros: ellos son la liebre y nosotros la tortuga. Así es que tendrán que probar que nos ganan la carrera, que vencerán en esta guerra; porque yo, en cambio, puedo demostrar que la ganaremos nosotros…
En los días siguientes el grupo de Zamorano interceptó tres correos franceses, causó nueve bajas entre los invasores y asaltó dos carros escoltados que portaban abastecimiento para el puesto de Boceguillas: patatas, legumbres, mantequilla y fruta. Y dos semanas después, asentados en la pequeña aldea de La Matilla, en la que se repartieron con los vecinos los alimentos incautados, Zamorano echó cuentas y pensó que a esas alturas debería tener ya noticias de su amigo Juan Díaz Porlier.
—Quiero que vayas a Salamanca —le dijo a Ezequiel, llamándolo aparte—. Te daré instrucciones precisas y tú traerás las nuevas que obtengas allí.
—De acuerdo. ¿Cuándo he de partir?
—Al amanecer.
—Estaré dispuesto.
Ezequiel volvió cuatro días después con la información recibida en Salamanca:
—El teniente coronel está bien y ha dejado encargo de que se le felicite a usted. En Madrid empiezan a inquietarse por los actos de bandidaje, así los llaman los franchutes; al principio, pensaron que se trataba de movimientos esporádicos, saltos aislados, escaramuzas de grupos de bandoleros. Pero ahora ya no. La resistencia crece en toda España y empiezan a tomarnos en serio, capitán. Porlier por un lado, usted por otro, y muchos más…
—¿Por dónde anda Porlier? —le preguntó Zamorano.
—Ni él me lo ha querido decir, ni tampoco quiere saber por dónde andamos nosotros —respondió Ezequiel—. Así de claro me han ordenado que lo diga. Está bien que nadie lo sepa, por si es apresado algún grupo. Y por lo que respecta al ejército regular…
—Pero ¿es que hay ejército regular? —se sorprendió el capitán, dando un brinco—. ¿El ejército español aún existe?
—Algunas unidades, sí. Los mejores regimientos han sido derrotados en Cataluña y en Castilla, en Llinás, en Molins del Rey y en Uclés. Muchos soldados han muerto y muchos más han sido hechos prisioneros… Pero todavía quedan tropas españolas que se dirigen a Valencia, a Murcia y, sobre todo, a Andalucía. Se dice que allí se producirá el reagrupamiento… También me han dicho que hay varios cuerpos de ejército que colaboran con el ejército inglés que, en Astorga…
—Espera, espera… —Zamorano lo interrumpió, incorporándose—. ¿El ejército inglés está en Astorga?
Ezequiel afirmó con la cabeza, y cerró los ojos. Pensó que le habían dado demasiada información y la estaba trasmitiendo desordenadamente. Y también pensó que no era necesario detallar los nombres de los generales muertos, de los coroneles y capitanes caídos y de los pueblos arrasados en Cataluña, Castilla, Aragón, Navarra y Galicia. Tal vez lo mejor sería hacer un resumen de los hechos para que el capitán estuviese informado pero no inquieto. Por eso tomó aire y comenzó:
—Veamos… El ejército inglés, al mando de un tal Moore, entró en España desde Portugal para combatir a Napoleón. Llegó hasta Salamanca, en donde una parte del ejército español se había reagrupado para colaborar con los ingleses. Pero no se sabe qué ha sido de ellos después. Los ingleses retrocedieron primero hasta Astorga, cruzando Valladolid, Toro y Benavente, y luego, aunque las noticias son confusas, parece que estuvieron en León y finalmente han llegado a La Coruña.
—¿Y qué hace Napoleón entre tanto? —Zamorano seguía sin comprender bien el desarrollo de los combates.
—Ha dejado Madrid y persigue a los ingleses. Cruzó la sierra de Guadarrama el mismo día de Navidad. Se dice que los ha perseguido hasta Galicia y que los ingleses supervivientes, después de enfrentarse a Napoleón y ser derrotados, se han hecho a la mar. El general Moore, al mando de la tropa, también ha muerto.
Zamorano se levantó. Eran demasiadas malas noticias juntas. Se mantuvo un rato pensativo, paseando arriba y abajo en torno a la hoguera sin saber qué decir ni qué hacer, sobre todo porque ignoraba que hubiese aún cuerpos de ejército enfrentándose a los invasores. Pero, por lo que acababa de oír, uno tras otro eran derrotados por los franceses. Aun así, dudó si su deber era reagruparse con sus compañeros.
—Entonces —preguntó al fin, como esperando una respuesta imposible—, ¿podemos reincorporarnos ya a nuestros cuerpos de ejército? ¿Deberíamos ir en su busca?
—No lo sé, capitán. Pero Porlier dice que es mejor, por ahora, seguir desgastando al enemigo. No se sabe cuánto resistirá el ejército regular y nosotros, en el monte, hacemos una labor esencial. Distraemos a los franceses, les obligamos a destinar hombres para proteger sus convoyes, minamos la moral de sus tropas… Sí, creo que la decisión es que hay que seguir. Eso es lo que me han dicho.
—Bien.
Zamorano quedó confuso pero, después de meditarlo, también conforme. Tenía sentido aquella recomendación. Díaz Porlier estaba bien y lo que hacían él y sus hombres empezaba a conocerse en Madrid. También los vecinos de los pueblos, cuando los descubrían, los trataban con simpatía. La vida a la intemperie resultaba muy dura, pero era su deber como patriotas y, además, algo que los hombres cumplían con agrado.
Aquella noche, a la luz temblorosa de fogatas que dibujaban sombras y luces sobre sus perfiles, Zamorano se tendió a mirar las estrellas. Sartenes canturreaba por el campamento coplas de amor y los hombres estaban preparando las mantas para acomodarse y dormir. El capitán contempló su pequeño ejército y le pareció que podía confiar en todos aquellos hombres. Y cuando vio a Lorenzo, el hijo del molinero, arrastrar un tronco para hacerse un lecho más cómodo, pensó que su grupo aunaba astucia y fuerza, y eso también le complació.
—¿Dormimos ya, capitán? —Sartenes se sentó a su lado, después de palmearse el estómago—. Hoy la cena ha sido abundante, ¿eh?
Zamorano continuó contemplando el cielo estrellado. Esperó a que Sartenes se acomodara y le habló en voz baja.
—Seguiremos por aquí durante bastante tiempo, Sartenes. Esta guerra va a ser muy larga…
—Ya he oído a Ezequiel.
—Y a pesar de eso me parece que los hombres están contentos, ¿no?
—Como unas pascuas, capitán.
—Oye, Sartenes… ¿Qué habrá sido de ella?
—¡Maldita sea! ¿No me diga que sigue pensando en esa mujer?
—Todas las noches.
—¡Pues sí que le ha picado la bicha! —resopló—. ¡Terminaremos yéndola a buscar, al tiempo!
—Si supiéramos en dónde encontrarla…
Zamorano calló. Sartenes, por unos momentos, también guardó silencio. En su cabeza recrearon la imagen de Teresa, cada cual a su modo, y coincidieron en admirarla. En sus ojos, en donde se reflejaba la lumbre que agonizaba, había una pátina de idealización que tardaron en descomponer. Hasta que Sartenes, respirando hondo, dijo:
—O mucho me equivoco, o será ella la que nos esté buscando a nosotros. ¡Menuda mujer!
Zamorano dio un respingo en su manta y lo miró como si de pronto hubiese descubierto que su amigo tenía un escorpión avanzando por el hombro.
—¿Por qué crees eso?
—Porque ella tiene en sus manos algo importante que no sabe lo que es y esa mujer es como nosotros: ¡si no lo averigua, revienta! —Sartenes se rascó la barba sobre la mandíbula—. Lo que sucede es que Teresa no tiene ni puñetera idea de cómo encontrarnos. Tal vez dándole alguna pista…
—¡Tú estás loco! —Zamorano negó con la cabeza—. Esa mujer ni nos busca ni nos buscará. Y aunque así fuera, no hay pistas que valgan. Al contrario, Teresa se esconderá de mí porque sabe que, como la encuentre, la mato.
—¿Seguro, capitán? —sonrió Sartenes.
—Seguro —afirmó Zamorano.
Pero los dos sabían que no era cierto.