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Las mejores unidades del ejército francés arropadas por la caballería polaca, que pasaba por ser la mejor preparada del mundo, cruzaron la frontera española aquel día gris de noviembre que no se atrevió a echarse a llover. Al frente, Napoleón; y a su espalda unas tropas sólo comparables a las de Julio César, bien alimentadas y aseadas, que disfrutaban con la idea de viajar al sur para encontrarse con un clima más cálido y con unas mujeres cuya fama hablaba de que sabían, con creces, hacer justicia a ese clima.
Antes de cruzar la frontera, cuando ya se divisaban las tierras de España, Napoleón ordenó detener la marcha durante unos momentos. Abandonó su carruaje tirado por cuatro yeguas negras, pidió que acercaran a Monsieur, uno de sus más imponentes caballos blancos, y de un solo impulso se subió a la silla y se puso al frente de las huestes invasoras. Miró hacia atrás, respiró hondo y sonrió satisfecho: encabezaba un ejército de doscientos cincuenta mil hombres, la mayoría de ellos veteranos de la Grand Armée, con unidades a pie, a caballo y de artillería. Un ejército invencible, pensó en esos instantes. Y con esa convicción indicó a su ayudante de campo que se aproximara.
—Que todos los oficiales ordenen que se marche en formación, cantando.
—¿Con qué himno, señor? —preguntó el edecán.
—Con La Marsellesa.
—¿La Marsellesa, señor? —se extrañó el ayudante.
—¡Ya me ha oído, coronel! —Su mirada fue brusca, como su voz. Y añadió, como si necesitara justificarse—: Ordené que se cantara al inicio de la campaña de Italia hace ocho años… ¿Hay motivo para que alguien pueda sorprenderse ahora? ¡Comuníquelo, coronel!
—¡A sus órdenes, señor! ¡Informaré de inmediato a los generales!
Cuando el Emperador mandó reunir en Bayona a lo más experimentado de sus ejércitos para marchar sobre España, pocos imaginaron que pudiese importarle tanto ese país del sur. Por pura estrategia, era comprensible que resultase un peligro el afianzamiento de algunas tropas inglesas en la península Ibérica; pero también se sabía que los generales franceses estaban derrotando al ejército de Blake en Espinosa de los Monteros y a los hombres del general Castaños en Tudela. Por tanto, no parecía preocupante la situación. Y aunque también era cierto que el general Dupont había sufrido una importante derrota en Bailén el 19 de julio, y que el sitio a la ciudad de Zaragoza, defendida por el general Palafox, había tenido que ser levantado por el general Verdier el 14 de agosto, después de dos meses de intentar en vano conquistar la ciudad, no había por qué considerar estos reveses como algo distinto a meras anécdotas en el transcurso de una gran campaña. Las victorias eran naturales, pensó Napoleón; sin embargo, esas derrotas no sólo le ofendían: le humillaban.
Aunque también fuese cierto que en aquellos momentos Austria le preocupaba más y llegar a un acuerdo con el Zar de Rusia para asegurar el frente del Este le ocupaba todo su tiempo. O así parecía demostrarlo el Emperador.
Pero, por otra parte, España…
Con lo que no contaban sus generales, ni siquiera sus colaboradores más cercanos, era con que esas pequeñas derrotas, incluida la sufrida por las tropas de Junot en Lisboa a manos de sir Arthur Wellesley, causaran la menor inquietud al emperador francés, seguro de que podría aplastar España con solo levantar el puño. No contaban con ello y por eso se sorprendieron del despliegue propuesto por Napoleón, uno de los mayores de la guerra.
Y es que no comprendieron que lo que de verdad le agrió el estómago a Napoleón y le llenó de indignación fue conocer que su hermano, el rey José, había tenido que abandonar Madrid apresuradamente, por temor a un peligro cierto para su vida. Una indignación que nadie descubrió ni él consintió que se desvelase, pero que le había impedido dormir bien los últimos días, mucho menos por la insolencia española que por la pusilanimidad de su hermano, por su cobardía, de quien en esos momentos llegó a dudar si merecía el reinado que le había comprado al viejo rey don Carlos.
—Ya me ha oído, coronel: con La Marsellesa —repitió.
El ayudante de campo pasó la orden con la celeridad de un cocinero repartiendo el rancho. Imaginaba la sorpresa que iba a causar en los oficiales cantar un himno prohibido por el propio Napoleón, pero todos ellos aceptarían sin dudar las razones ocultas del Emperador para ordenar un canto cuyo mero tarareo en el seno del ejército se castigaba severamente. Aquella decisión imperial sólo podía interpretarse como un reconocimiento especial: el que pretendía dar Napoleón al hecho de la invasión, de igual modo que hizo años atrás al entrar en Italia.
Napoleón miró imperturbable al frente y con un suave gesto de la mano dio inicio a la marcha. Y, ciertamente, creyó vivir un momento solemne que le humedeció los ojos; por eso adoptó un rictus apropiado, erguido en su montura, con la cabeza alta y la nariz apuntando al sur.
Mientras de su espíritu se enseñoreaban otros pensamientos que nadie pudo leer.
Allons enfants de la Patrie
le jour de gloire est arrivé.
Contre nous de la tyrannie
l’étendard sanglant est levé,
l’étendard sanglant est levé.
Entendez vous dans les campagnes
Mugir ces féroces soldats?
Ils viennent jusque dans vos bras,
Égorger vos fils, vos compagnes.
Aux armes citoyens!
Formez vos bataillons!
Marchons, marchons!
Qu’un sang impur
abreuve nos sillons!
Su hermano José Bonaparte le había informado de que su llegada a Madrid se había producido sin incidentes. Es más: que la aristocracia española, los más sobresalientes miembros del clero y buena parte del ejército le habían recibido como un rey legítimo y, en consecuencia, rendido muestras de lealtad y pleitesía. El pueblo madrileño había sufrido graves pérdidas y respiraba por las heridas del odio, pero eso era algo que, en realidad, carecía de importancia. Los pueblos, se dijo entonces, pagan tributos en oro y en sangre, y ese es su único deber. Para lo demás no cuentan. Y el hecho de que algunas autoridades locales se hubiesen alzado en armas y puesto al frente de la resistencia interior no podía interpretarse sino como una prueba del bandidaje más execrable, una acción intolerable de los amantes del terror a quienes la ley castigaría con el máximo rigor. Así se anunció aquel 20 de julio, cuando José Bonaparte llegó al Palacio Real, y así iba a ser con la entrada de su hermano Napoleón en Madrid.
Que veut cette horde d’esclaves,
de traîtres, de rois conjurés?
Pour qui ces ignobles entraves,
ces fers dès longtemps préparés?
ces fers dès longtemps préparés?
Français! Pour nous, ah! Quel outrage!
Quels transports il doit exciter!
C’est nous qu’on ose méditer
de rendre à l’antique esclavage!
Aux armes, citoyens…
Porque Madrid era una ciudad sin una verdadera defensa militar. Las tropas de Murat eran escasas, las de Dupont estaban enfrentándose a las españolas en Bailén y, a esas alturas, diecinueve mil soldados franceses habían caído ya prisioneros en manos de los rebeldes españoles. El rey José, a pesar de las buenas palabras de acogida de la autoridad española en Madrid, por convicción, o acaso a consecuencia de las conveniencias o del cinismo, se asustó como un crío en una noche oscura de tormenta y abandonó la capital el día 28, camino de Vitoria, apenas una semana después de su llegada. Nadie le daba seguridades de inmunidad y el nuevo rey, que desconocía absolutamente todos los mecanismos de defensa del Palacio y del reino, se sintió solo y perdido; y se acobardó. Aunque hubiese pretendido firmeza, no tenía bastón alguno en el que apoyarse.
Pero aquella huida, aquella actitud débil causó una enorme irritación en Napoleón y fue entonces cuando decidió echarse sobre España. No sólo a recobrar un país, sino sobre todo a rehabilitar la dignidad familiar puesta en solfa por su hermano.
Estaba claro que José era un cobarde; pero también aprendió Napoleón que el pueblo de Madrid era rebelde y, aunque sus autoridades se sometieran desde el primer momento al cambio de dinastía en la Corona, los vecinos no estaban dispuestos a aceptarlo de buena gana. Todo lo contrario. Así es que necesitaban una lección que no olvidarían. Quinientos muertos no habían sido suficientes. Pues bien, habría muchos más.
Quoi! des cohortes étrangères
feraient la loi dans nos foyers!
Quoi! ces phalanges mercenaires
Terrasseraient nos fiers guerriers.
Terrasseraient nos fiers guerriers.
Grand Dieu! par des mains enchaînées
nos fronts sous le joug se ploieraient!
De vils despotes deviendraient,
les maîtres de nos destinées!
Aux armes, citoyens…
Y ahora, en el preciso momento de pisar suelo español, cuando no cambiaba el aire ni el cielo, el color de la tierra ni el verdor de los árboles, ni siquiera el rostro de los campesinos que contemplaban con curiosidad o desdén el avance de las tropas imperiales, Napoleón pensó que iba a mostrar todo su poder para acabar con ese orgullo absurdo, con esa recua de católicos insolentes que habían osado ridiculizar a su familia. En seis días saquearía la ciudad de Burgos y en dos semanas entraría en las calles de Madrid para reponer al buenazo de José en el trono. Después, sin piedad ni miramientos, se encargaría personalmente de aniquilar los ejércitos españoles y de arrasar, uno a uno, cuantos focos de resistencia se interpusiesen en su camino.
Amour sacré de la Patrie
conduis, soutiens nos bras vengeurs!
Liberté, Liberté chérie!
Combats avec tes défenseurs.
Combats avec tes défenseurs.
Sous nos drapeaux, que la Victoire
accoure à tes mâles accents,
que tes ennemis expirants
voient ton triomphe et notre gloire!
Aux armes, citoyens…!
El sentimiento de venganza fue el más intenso de cuantos abrigó al cruzar la frontera y al pisar un país ajeno que ya consideraba propio. Un país de ignorantes y desarrapados que tendría que pensar como él, que habría de renunciar a sí mismo y aceptar las razones de la fuerza, como debía ser. Él era portador de la libertad, de los ideales de la República y del saber. La Historia le había llamado para dominar el mundo y él, Napoleón, no iba a contradecirla.
Y, en definitiva, quien no lo aceptase así, sería reo de bandidaje, culpable de aterrorizar al mundo y exterminado, sin consideración alguna. Actuaba en nombre de una cultura superior y aquellas fuerzas que lo escoltaban, doscientos cincuenta mil hombres bien armados, demostraban que era así.
El Emperador no detuvo su marcha al entrar en España y pisar aquel suelo nuevo para él. Se limitó a mandar llamar a su ayudante de campo y a comunicarle sus órdenes:
—Está bien ya. Silencio en la tropa.
—¿Acaban la estrofa, señor?
—Que acaben y luego se ordene acampar. Convoque reunión de oficiales para dentro de media hora en mi tienda.
—A sus órdenes —se cuadró el edecán y corrió a difundir lo mandado.
Aux armes citoyens!
Formez vos bataillons!
Marchons, marchons!
qu’un sang impur
abreuve nos sillons!
Aquella noche Napoleón durmió más preocupado por la actitud que tomaría el zar de Rusia después de lo acordado en la ciudad de Erfurt, con respecto a la estabilidad del frente Este, que por lo que se refería al país que acababa de invadir. Al fin y al cabo, pensó, una partida de muertos de hambre no iba a quitarle el sueño, por mucho que los ingleses hubieran decidido prestarles su apoyo creyendo ingenuamente que, una vez que él dominase el mundo, después quedaría en España algo que rebañar.