4

Al alba, Madrid dormía como si ya hubiese enterrado a sus muertos. La ciudad se había quedado exhausta y dolorida, tendida sobre una cama salpicada por huellas de sangre nueva; y ahora recobraba fuerzas para afrontar la derrota y empezar a vivir los días del orgullo o de la humillación. Hacía dos horas que no se oían las descargas de la fusilería segando vidas, aleccionando con el castigo, pero sus aullidos intermitentes habían roto la respiración de los madrileños durante casi toda la noche. Y ahora, cuando por fin salía el sol, lavando los miedos, no fue preciso que los gallos llamasen al día.

Porque lo que para los franceses era una victoria, para los españoles no era sino el inicio de la revuelta: la guerra había comenzado.

Mientras amanece, hasta los buitres se adormilan. El alba es un instante de inmensa placidez en el que quedarse a vivir. Es como si no cupiese entonces la maldad, ni hubiese lugar para la venganza. Une la frontera entre el ayer consumido y el mañana que aún no ha empezado; cuando no es el tiempo de matar ni el tiempo de morir. Como una pausa en las emociones, como un bostezo. El instante cabal en que nacen los hijos que van a regar con su ciencia la tierra.

Y ese, el alba, fue el momento preciso en que dos jinetes galoparon, sin respiro, dejando el sol a sus espaldas hacia los campos abiertos, llevando en su frente dibujada una gesta. Y en las espuelas un rayo. El capitán Zamorano se lo había advertido a Sartenes:

—No te esperaré. Sigue el polvo de mi caballo u olvídate de cabalgar a mi lado.

—No os inquietéis. Iré con vos hasta el infierno.

—El infierno somos nosotros, los españoles. Pronto lo sabrá el francés…

Zamorano llevaba guardada en la retina la mirada reciente de Teresa y colgada del hombro la bolsa de cuero que debía entregar a Porlier. Con esos dos tesoros a cuestas no había dudado en ignorar los peligros de una ciudad tomada por el enemigo para rescatar su caballo del establo y cerrar los ojos, disimulando, mientras Sartenes ensillaba otro que no le pertenecía, uno joven e inquieto que pernoctaba a su lado, pintón de motas grises con crines de azabache, en todo caso demasiado inapropiado para él. El capitán pensó que tal vez les daría el alto una patrulla francesa antes de abandonar la ciudad, o acaso un pelotón de soldados españoles al servicio de Murat, pero la orden a Sartenes fue la de no detenerse, pasase lo que pasase.

—No lo olvides —insistió—: Hasta rebasada la última casa de Madrid galoparemos como si nos persiguiese la muerte. Más veloces que las malas noticias. —Y añadió—: ¿Ves esta bolsa? Si me hieren, la recoges y se la llevas al teniente coronel Díaz Porlier a Cáceres. ¿Está claro?

—Como el día.

—¿Me puedo fiar de ti?

—No —sonrió Sartenes.

—Pues más te vale hacerlo así. ¡Adelante! ¡Al galope!

Los dos jinetes cruzaron raudos y sin mirar atrás una ciudad desierta que empezaba a dorarse con el sol de mayo. Luego cruzaron el río Manzanares sin haberse topado con gente armada y después, sin detenerse un instante, se adentraron por senderos zigzagueantes que avanzaban entre huertas y sembrados en los que ya había hombres trabajando. Siempre al Oeste, sin dar respiro a las cabalgaduras. Sabiendo que en aquellas circunstancias el descanso sólo podía ser bueno para los muertos.

Zamorano pensó que hasta recorridos unos cuantos kilómetros no era prudente tomar el camino de Illescas, no fuesen a darse de bruces con alguna unidad francesa que vigilase las salidas de Madrid. Pero pasada la primera hora, cuando estaban a punto de reventar a los equinos, decidió parar y seguir a pie, para que, ahora sí, descansasen las monturas.

—Recuperemos el aliento —ordenó Zamorano—. Y busquemos agua para los caballos, que ellos no saben a qué patria sirven.

—¿Y acaso nosotros no somos criaturas de Dios? Porque digo yo que un trago, ahora…

—¿Traes almuerzo?

—¿Y cómo? Con tantas prisas… —Sartenes levantó la cabeza y oteó los alrededores. Hasta que, de repente, detuvo sus ojos en la lejanía y dijo—: Pero, esperad…

En un huerto cercano se encontraba un campesino en plena faena, con la espalda doblada sobre la tierra y el azadón horadando surcos con la perseverancia del aspa de un molino. Sartenes, sin soltar la brida de su jamelgo, se aproximó a él.

—Buenos días nos dé Dios —saludó con una gran sonrisa fingida—. ¿Qué? ¿Se avecina buena cosecha?

—Depende… —respondió el hombre incorporándose despacio y contemplándolo con el gesto adusto.

—¿Depende? ¿Tal vez no ha sido un buen año?

—El año no ha estado mal. Pero depende de las pezuñas de ese caballo, si siguen destrozándome los melones. Así es que, ¿lo sacas tú del sembrado o tendré yo mismo que deslomarte a palos?

—¡Oh, perdona, amigo mío! —Sartenes miró a su alrededor y de inmediato condujo a la montura fuera de las lindes del huerto—. ¡Lo siento mucho, de veras!

—Y…, ¿se puede saber qué desean de mí los señores? —dijo entonces el hortelano, más calmado, dirigiéndose al capitán.

—Buenos días —se adelantó Zamorano—. No sé si estarás informado de lo que ocurre en Madrid…

—¿En Madrid? ¡Y en todas partes! —Echó un vistazo alrededor, a sus tierras, con una inmensa tristeza—. ¡Maldita guerra! ¡Con lo hermoso que está! Si no sois vos, serán otros. Pero arrasarán mi melonar, seguro. Ayer tarde el alcalde de Móstoles declaró la guerra al extranjero, el señor cura nos ha leído el Bando al despuntar el sol… Claro, que lo que yo me digo: por mucho que nos liemos a pedradas, todo el mundo tendrá que parar a comer en algún momento. O sea, que mis melones…

El capitán Zamorano lo observó sorprendido. Aquel hombre estaba al tanto de las noticias antes que él. Si ya se había levantado Móstoles, pronto lo harían las demás ciudades de los alrededores, tal vez las de toda España. Las noticias, entre gentes aparentemente desinteresadas por todo lo que no fuesen ellos mismos y sus negocios, viajaban de boca en boca como si el país fuese un corro de viejas desocupadas.

—Permíteme que me presente, amigo. Soy el capitán Zamorano y este es…, es…, Sartenes, mi asistente —el capitán creyó lo más conveniente resultar amable al campesino—. ¿Podemos descansar un rato aquí, al cobijo de estas sombras? Llevamos noticias importantes a nuestros ejércitos del Oeste y el camino es largo.

—La sombra no es mía, sino del árbol. —El campesino se encogió de hombros y observó las ropas de Zamorano—. ¿Así que capitán?

—De incógnito.

—Ya. —El hombre, desconfiado, pero sin importarle en realidad de quiénes se tratase, les acompañó hasta la sombría mientras los recién llegados aseguraban los caballos a unas ramas bajas y después se acomodaban sobre unas peñas. Repitió, silabeando—: O sea, de incónito

—El caso es que con las prisas no hemos podido proveernos de alimento alguno —comentó Sartenes, con un tono de voz indiferente, como sin dar importancia al hecho—. Así es que no podemos invitarte como hubiese sido nuestro deseo, buen hombre. Tendremos que hallar pronto una posada o…

El campesino miró al cielo. Y aunque por la altura del sol sabía que aún era temprano, creyó su deber de buen cristiano cumplir la bienaventuranza que obliga a dar de comer al hambriento y, resignado, resopló de no muy buena gana.

—No es mucho para tres —dijo mientras acercaba el morral—. Pero si no queda otro remedio compartiremos mi almuerzo.

—¡Ni hablar! —se mostró firme Sartenes—. ¡Nunca nos atreveríamos a…! ¿Verdad, mi capitán?

—El caso es que… —dudó Zamorano.

—Vamos, vamos… —comenzó el campesino a cortar una hogaza de pan con una charrasca propia de una matanza—. En mis tierras nunca pasó hambre nadie.

—En fin, si es por no desairarle… —Sartenes se abalanzó sobre el morral y extrajo una bota de vino—. ¿Puedo?

Unos minutos después no quedó nada del pan, el queso y el vino que el huertano repartió con generosidad. Durante el almuerzo había preguntado con interés cuándo creían que le invadirían sus tierras, si la guerra iba a ser duradera, si tendría que tomar las armas él también y si lo que el alcalde de Móstoles había hecho era declarar la guerra en nombre de su pueblo o en el de todos los españoles. Porque a él no le gustaban nada las guerras, había nacido campesino y moriría siéndolo, pero si había que echar a los extranjeros de España, que contasen con él, que él se apuntaría el primero.

—Porque yo no entiendo de política, capitán —concluyó—. Pero a mis tierras no viene ningún francés a decirme lo que tengo que plantar ni cómo hacerlo. Ni a mis tierras ni a mi casa. Antes las quemo…

Zamorano afirmó con la cabeza después de contestar como pudo las preguntas de su anfitrión. No conocía algunas respuestas, pero se las apañó para satisfacer al hombre con el argumento de que había asuntos de Estado a los que, como podía comprender, no debía aludir. El hombre pareció quedar satisfecho con lo que iba oyendo, a pesar de todo, y se tendió a reposar el almuerzo que, aun escaso, por ser tempranero había saciado su hambre. Y recostado, con los ojos entrecerrados, dijo:

—Nadie en mi familia fue gente de armas. Nunca salió ninguno de estas tierras ni cuando reclutaron soldadesca bien pagada para el servicio del rey. Nunca… Pero no sé por qué ahora me da en la nariz que ninguno de ellos tuvo que ver desfilar tropas extranjeras por delante de su casa. Me parece a mí que esta vez… ¿Así que de incónito?

—Incógnito, eso es.

—Lo que son las cosas. De infantería, de caballería, de artillería… Eso sí que lo sabía yo. Pero de incónito

El capitán cabeceó y sonrió la tosquedad socarrona del campesino. Y a continuación se apartó de los dos hombres y volvió a sentarse unos metros más allá, resguardándose de su curiosidad. Desde su salida de Madrid estaba intrigado por conocer el contenido de la bolsa que le había entregado el caballero; ya no soportaba dilatar más el momento de descubrir de qué se trataba. «Un libro», le había dicho. Y al tacto parecía serlo. Pero ¿cómo podía ser que un simple libro fuese de tan vital importancia? ¿Qué contendría aquel libro para obligarle a exponer la vida en protegerlo?

El misterio aumentó cuando, al abrir la bolsa y extraerlo, comprobó que, en efecto, se trataba de un ejemplar encuadernado en piel y con el título y el autor grabados con letras unciales de oro: Fuenteovejuna. Don Félix Lope de Vega y Carpio. Una comedia. Lo abrió y lo hojeó, sin comprender nada, buscando una carta entre sus páginas, o una cuartilla escamoteada con alguna explicación. Pero no halló nada. Tan sólo la obra teatral de Lope de Vega íntegra, de principio a fin, en una edición fechada en Madrid por el impresor Feliciano Navascués en 1776. Lo miró por delante y por detrás; lo abrió y lo volvió a cerrar. Luego desveló las páginas una a una, recorriéndolas con el pulgar para que volviesen a reunirse con las ya repasadas. Y enojado, visiblemente irritado por no encontrar un motivo para poner en jaque la vida por libro tal, lo devolvió a la bolsa, la abrochó y se la colgó otra vez del hombro.

De un salto se puso en pie y desató la cabalgadura.

—¡Nos vamos! —gritó a Sartenes.

Montó su caballo y, antes de picar espuelas y agitar las bridas, se giró al campesino que, sobresaltado por la voz malhumorada y áspera del capitán, se había incorporado de su reposo.

—Y gracias por el almuerzo, buen hombre.

—Con Dios —se despidió el paisano, sacudiendo la mano al viento.

Zamorano corrió el caballo unos cientos de metros, alocadamente. Después, como si necesitase calmar la irritación que le estaba quemando la cara y las tripas, lo puso al paso y dejó que la montura siguiese el camino, resoplando. Sartenes, que lo alcanzó al poco, cabalgó a su lado, mirándolo de reojo, pero sin atreverse a preguntar el motivo de su repentino cambio de humor. El sol estaba en todo lo alto y empezaba a picar en el cuello y a llamar a las primeras gotas de sudor. Sartenes sacó un pañuelo de un bolsillo del pantalón y se hizo una especie de diadema sobre la frente, en la que encajó el sombrero.

Ambos jinetes caminaron un largo trecho sin hablar. El capitán se había encerrado en sus pensamientos, sin lograr entender el objeto de su misión ni la trascendencia del contenido del encargo: un libro como tantos otros, sin instrucciones ni nada que le hiciese diferente a cuantos habían pasado por sus manos en tantas ocasiones. Sartenes, respetuoso, se esforzó para cabalgar a su lado sin abrir la boca, pensando apesadumbrado en qué futuro le estaría reservado junto a un hombre que no sabía nada de él y que había sido tan prudente y discreto que ni siquiera había deseado saberlo. En justa correspondencia, su actitud le parecía injusta y desconsiderada. Tendría que buscar el momento de confesarle quién era y por qué estaba ahora con él, lejos de Madrid, en lugar de calentando un catre en una celda de la cárcel.

Y tanto lamentaba no sincerarse con quien tal confianza parecía haber puesto en un desconocido que, sin darse cuenta, se sintió extremadamente triste y rezagó su cabalgadura, para no compartir el honor de viajar al lado del capitán.

—¿Ya te fatigas? —se volvió Zamorano al notar su ausencia.

—No es eso, capitán —dijo. Y luego, llegándose a su altura, suspiró—: Es que debo confesaros algo…

—Las confesiones, al cura.

—Os preguntaréis por qué estaba en la cárcel…

—No —respondió Zamorano, sin mirarlo—. No tengo por costumbre hacer esa clase de preguntas.

—Pues yo os lo diré. ¡Por un error! ¡Sí señor! ¡Por un error! Todos cometemos errores en la vida, ¿no? Pues yo también cometí uno. —Sartenes frunció los labios y afirmó con la cabeza. Luego se puso de pie en los estribos e inició su perorata—: Figuraos una feria de agricultores en la Plaza Mayor. Gente y más gente venida de toda la comarca. Y un paisano con una bolsa llena de monedas que le sobresale del fajín, a punto de perderla. ¿Lo imagináis? Pobre hombre: seguro que acababa de vender su cosecha. Y el paisano condenado a quedarse sin los dineros ganados con tanto esfuerzo para proveer el sustento de su familia. Lo perdería y lo encontraría…, ¡qué se yo! ¡Cualquier desaprensivo! Y en esto que yo me hago la siguiente composición: si esos dineros los va a encontrar alguien que no los precisa, al menos que pasen a manos de algún necesitado, como lo era yo. ¿Y qué hago entonces? Pues lo normal: sigo cauteloso al paisano, observo que la bolsa está cada vez más dispuesta a saltar de su faja y, ¡zás!: sin pensarlo la tomo en mis manos. Tiro y, ¡qué diablos!, no sale. Y, ¿os imagináis qué? ¡Pues que el gañán la llevaba afianzada a su cintura con una soga que hubiese necesitado de un rejón recién afilado para quebrarla! Y el hombre que, al forcejear, grita. Y los alguaciles que acuden. Y el pobre Sartenes, con ese enorme sentido de la justicia que tiene, y todo por hacer un favor, fijaos bien, ¿eh?, ¡por hacer un favor!, que se ve preso. ¡Mira que no haber reparado en el anclaje! ¡Un error! ¡Ya os lo dije! Esos gañanes…

—¿No callarás? —Zamorano lo observó grave.

—Ahora mismo.

Zamorano sonrió, divertido. En cambio Sartenes, muy afligido, bajó la cabeza y adoptó un semblante grave, desconsolado. Como reconviniéndose o reprochándose lo sucedido, recordando la torpeza cometida y el error en el que nunca debió caer. El capitán se volvió hacia él.

—Pero antes dime por qué estás libre, sin cumplir la condena.

—¡Ah! ¡Esa es otra historia! —Sartenes recobró el ánimo al instante y se apoyó en la silla de su montura, con un rostro de satisfacción evidente. Miraba el horizonte, henchido de gloria, como un almirante en la proa de su navío. El capitán lo urgió con los ojos, para que empezase su relato, pero Sartenes continuaba gallardo, complacido y feliz. Imponente en su aspecto. Pero sin arrancarse a hablar. Hasta que Zamorano perdió la paciencia.

—¡Pues cuéntamela o haré que te rebanen el cogote!

—Calmad, señor, a ello voy —volvió a sonreír, acomodándose de nuevo en la silla—. Porque puede que sea un ladrón, conforme; pero antes que nada soy un patriota. Como lo son mis compañeros de la Cárcel de Casa y Corte. Cuando nos informaron de la sublevación, pedimos permiso al alcaide para batirnos en las calles contra los franceses. —Sartenes escupió a lo lejos—. ¡Esos franchutes! Lo pedimos cincuenta y cinco, de los noventa y cuatro que estábamos presos.

—¿Lo pedisteis así, sin más? No puedo creer que os dejaran salir…

—¡Y tanto! ¡Porque le aseguramos que volveríamos! Yo mismo firmé un pliego suplicando que se nos permitiera la libertad para combatir a los extranjeros bajo juramento de regresar luego a prisión. Todos lo firmamos. Y a fe que combatimos bien: nos llegamos hasta la Plaza Mayor casi sin armas, pero en tropel y por sorpresa, y allí desarmamos a una compañía de gabachos y les quitamos el cañón. Luego lo volvimos contra los franceses y lo usamos para repeler a un escuadrón que vino contra nosotros… ¡Tendríais que haberlo presenciado, capitán! ¡Qué espectáculo! ¡Caían como moscas! Muertos, heridos… ¡Qué escabechina! Bueno, también murió uno de los nuestros, Francisco Pico Fernández…, un buen hombre… Pero, maldita sea, ¡mereció la pena! Cuando se nos acabaron las bombas tuvimos que abandonar nuestra posición, claro: nos dispersamos, unos por Arenal, otros por San Miguel… Así todo el día. Luchando sin descanso. Luego supe que murieron otros dos compañeros. Pero nosotros no nos rendimos: yo mismo acabé con diez o doce extranjeros. Con estas, con estas mismas manos…

—¿Y dónde están ahora tus amigos?

—Pues, ¿en dónde va a ser? ¡Todos han vuelto a la cárcel! —Sartenes se puso digno—. ¡Somos gente de palabra!

—Ya lo veo.

—¡Todos! ¡Os juro que han regresado todos! Al anochecer ya estaban de vuelta en sus celdas. Bueno, todos menos uno, Naipes, que quedó herido en el hospital. Y, claro está, yo mismo…

—Has roto tu palabra, entonces.

—Bueno, sí… Lo reconozco. —Sartenes adoptó un gesto sombrío—. Pero os juro que estuve a punto de volver a la cárcel; hasta la misma puerta me llegué. Pero de pronto pensé que allí dentro no iba a hacer nada y que, a fin de cuentas, no habíamos conseguido derrotar al extranjero. Y me dije que más falta haría fuera que dentro. ¿O es que no fue certero mi pensamiento? ¿Acaso creéis que me equivoqué?

—La palabra de un hombre…

—¿Palabra? Vamos, capitán… Un preso no tiene libertad. Y sin libertad ni se tiene palabra ni se tiene nada.

Zamorano calló. Aquel hombre era un ladrón, y acaso de poco fiar, pero dejaba claro que no era un mentiroso; y tampoco un cobarde. Su mirada, pidiendo ser comprendido, era sincera. Algún día tendría que devolverlo a presidio para que cumpliese su condena, pero ya habría tiempo para ello. Por ahora, a su lado, sería de más utilidad a la causa que tenían que emprender los españoles contra el invasor.

—Mi sentido del honor me impide aceptar tu actitud —dijo el capitán, sin mirarlo—. Pero te diré algo, Sartenes: creo que, en tu lugar, yo hubiese hecho lo mismo.

—Gracias, mi capitán —sonrió el pillo. Y se adelantó unos metros al trote, celebrando las palabras que acababa de oír—. ¡No os arrepentiréis de llevarme con vos, os lo juro!

—¿Otro juramento? —cabeceó Zamorano—. Preferiría que no volvieses a tomar el nombre de Dios en vano… Mira: Illescas.

La Venta del Cruce, situada a la entrada de la Villa de Illescas, hervía en el alboroto cuando los dos jinetes entraron en ella. Si desde fuera parecía que un regimiento de truhanes disputaba a voces mientras jugaban naipes con trampas, nada más abrir el portón de entrada la algarada se volvió ensordecedora. Un cura, de pie sobre una mesa, pateaba con furia intentando poner orden en el griterío de los arremolinados, mientras el posadero, brutal y congestionado, mostrando un bastón de proporciones intimidantes, se desgañitaba exigiendo a los congregados que no le destrozasen el mobiliario. Las voces de algunas mujeres resonaban aún más altas y agudas, hirientes como chirridos de pájaros, y sobre el mostrador, al fondo, se amontonaban hoces, picas, cuchillos y un par de espadas viejas. En la pared, afianzada con chinchetas gruesas de hierro, una bandera real presidía la estancia.

Illescas era un pueblo pacífico que aquella noche tampoco iba a dormir. Como sucedió en tantos otros de España. El capitán Zamorano se quedó otra vez sorprendido al toparse de plano con la reunión: de nuevo todo el mundo parecía haberse enterado antes que él de los acontecimientos que se estaban produciendo en Madrid. Se quedó inmóvil, clavado en jarras en la puerta, con una mano apoyada en la empuñadura de su sable y pensando que los informadores que de común servían a los ejércitos eran estúpidas tortugas si se les comparaba con la velocidad de liebre con que se extendían las noticias por los pueblos a su paso.

El vocerío era ensordecedor allí dentro. La Venta se había convertido en pura bulla. Porque, como oleadas de mar bravío, unas voces se superponían a las otras, a cuál más estridente, a cuál más apasionada.

—¡A las armas! —gritaba uno.

—¡Muera el extranjero! —asentía otro.

—¡Orden, orden! —intentaba imponerse el cura.

—¡El orden lo pondremos nosotros, señor cura! —se oía en voz de mujer.

Sartenes miró al capitán, como preguntando qué hacer. Zamorano, tan dubitativo como estupefacto, al comprobar que nadie reparaba en su presencia, decidió entrar cauto en la estancia, se dirigió lentamente a un extremo y tomó asiento sin hacer ruido, alejándose del tumulto con la pretensión de pasar inadvertido. Sartenes, sin despreciar detalle de lo que allí ocurría, ni perder de vista a los amotinados, lo siguió y se sentó a la misma mesa. Desde allí, despojados del sombrero ambos viajeros, se limitaron a esperar para ver en qué acababa todo aquello.

De todos modos, y a pesar de la novedad que representaban como forasteros, hubo de transcurrir un buen rato hasta que el posadero se dio cuenta de la presencia de los recién llegados y, convenciéndose de que el patriotismo no estaba reñido con el negocio, optó por desentenderse de los demás y corrió a su lado.

—Disculpad, señores, cuanto ocurre en mi casa —señaló en vano los cuatro puntos cardinales de la taberna—. Pero os supongo informados de… En fin, ¿en qué puedo serviros?

—Buscamos comida y posada —contestó el capitán, alzando la voz para ser oído.

—No sé si… —se encogió de hombros el posadero, fingiendo abatimiento, y de nuevo señaló al gentío—. Cuarto hay, desde luego. Ahí arriba. Pero comida…, en fin, no sé si podré complaceros… Mal día elegís para poneros en viaje. ¡Y tú bájate de ese taburete, Policarpo, que te arreo!

Sartenes y Zamorano se miraron desolados. Tenían hambre y estaban fatigados, así que el capitán decidió identificarse para ver si, de esa manera, conseguía ablandar a aquel hombre que parecía preocupado únicamente por la integridad de su casa. Se puso de pie para decirle:

—Posadero: soy el capitán Manuel Zamorano, del Cuerpo de Granaderos del Ejército de Extremadura en camino para reincorporarme a mi Regimiento. Estamos en guerra y soy portador de novedades importantes para mis superiores. Os recuerdo que es vuestro deber favorecer a un oficial y a su asistente.

—Por supuesto, por supuesto… —El posadero frunció el ceño, acobardado de repente, y de inmediato se mostró servicial, inclinando la cabeza—. Os ruego otra vez que me disculpéis. Acompañadme, por favor, a vuestras habitaciones y, en unos minutos, os tendré preparada una buena cena. Bajad luego y procuraré que esté todo dispuesto a vuestro completo agrado.

Eso era exactamente lo que esperaba el capitán que dijese. Y, sin perder la altivez, afirmó con la cabeza, mantuvo la barbilla en alto y cerró los ojos unos segundos, alimentando la idea de lo importante de su presencia allí. Y al instante aceptó la invitación y, acompañado de Sartenes, se dirigió a las escaleras, detrás del posadero, dejando la algarabía de voces a su espalda. Una vez en el piso superior, ambos huéspedes se instalaron en dos cuartos contiguos y, hasta la hora de la cena, aprovecharon para arrancarse el polvo del camino y lavarse las manos y la cara. Después, con la noche ya entrando por las ventanas, y un sorprendente silencio en la casa, el capitán golpeó la puerta del aposento de Sartenes y juntos bajaron en busca de la cena.

Pero, al asomarse a la balaustrada de madera para iniciar el descenso del primer peldaño, se quedaron petrificados. En efecto: allá, en el centro del salón, había una mesa dispuesta con platos, vasos, una jarra de vino y una enorme fuente sobre la que humeaba un guiso de carne y patatas. A su alrededor, los vecinos habían formado un corro y permanecían sentados, en silencio, con la aplicación propia de un aula de escolares esperando la llegada de su severo maestro. El posadero, al pie de las escaleras, sonreía. Y todos los vecinos de Illescas, que antes habían quedado enzarzados en disputas y batiéndose en un combate de gritos, ahora les miraban expectantes, deseosos de escuchar a unos militares que sin duda les dirían lo que tenían que hacer.

—La cena está a vuestra disposición, señor capitán. —El posadero inclinó la cabeza mientras con el vuelo de la mano les señalaba la mesa preparada.

Zamorano respiró hondo y, afirmando con la cabeza, se acopló bien la bolsa de cuero al hombro e inició el descenso pausado, arrogante, disimulado, acobardado. Sartenes, a continuación, siguió sus pasos, hueco de aspecto pero intimidado también. Despacio, poco a poco, se llegaron hasta la mesa, tomaron asiento, carraspearon y dejaron que les sirviesen vino. Todos los ojos del mundo parecían haberse quedado clavados en aquellos hombres aquel instante. El capitán se llevó la bebida a los labios, apocado, y sorbió un trago corto. Jamás se había sentido tan incómodo: había demasiada expectación puesta en él, demasiada gente lo rodeaba observándole como si esperasen verle levitar de un momento a otro. Parecían obispos en el momento de la consagración o inquisidores a punto de dictar su sentencia. El peso de una mirada fija es más insoportable cuando sorprende con el alma desnuda, como estaba la suya. Zamorano no sabía lo que esperaban de él, pero pronto empezó a temer que todo aquello fuese la platea de un teatro que aguardaba con ansiedad que comiesen deprisa para poder iniciar cuanto antes la función que les había congregado allí y que era lo único que les interesaba.

—Sírvanse, sírvanse —les animó el posadero—. Espero que esté todo a vuestro gusto.

—Sí, sí… —balbució Zamorano—. Pero, decidme: ellos… En fin. ¿Es que no… cenarán?

—No. Sólo esperan a que les hable, capitán —sonrió el posadero—. Todos esperamos que nos diga lo que se ha de hacer. Pero no antes de que acabéis de cenar, como es de razón. También nos hemos permitido la libertad de alojar a vuestros caballos al abrigo de…

—Bien.

Hacía mucho tiempo que Zamorano y Sartenes no se servían con tanta prudencia, comían con tal delicadeza ni usaban con tanta frecuencia la servilleta, excediéndose en los modales y ademanes más corteses que conocían. Parecían dos nobles desayunando frugalmente en Palacio, en presencia del mismísimo rey. En realidad, si lo pensaban bien, nunca habían utilizado semejantes maneras. Las habían visto en gente refinada, eso sí; por eso conocían de su existencia. Pero ellos, por lo que podían recordar, era la primera vez que se cedían el turno de partir el pan, que masticaban despacio y que se limpiaban de continuo la comisura de los labios. Hasta tal punto pensaron lo mismo que, convencidos de que estaban llegando a una situación ridícula, se miraron, coincidieron en lo cómico de su actuación y, sin poderlo evitar, comenzaron a esbozar una sonrisa leve que, poco a poco, fue convirtiéndose en una sonora carcajada que dejó perplejos a quienes seguían el curso de sus ademanes refinados sin perderse detalle.

—¿Os place este manjar, señor marqués? —se desternillaba Zamorano entre espasmos de risa franca.

—Delicioso, señor duque —Sartenes se sujetaba con fuerza las tripas, congestionado, con lágrimas en los ojos.

—Pues aún no habéis probado las pommes de terre… —lloraba también de risa el capitán.

La estupefacción creció entre los presentes. De pronto se sintieron espectadores de una comedia que no comprendían y se miraron entre ellos pidiéndose explicaciones, o buscando alguien que justificara qué les había hecho tanta gracia, en momentos tan dramáticos como aquellos, a dos militares a quienes tan respetuosamente velaban para recibir después las instrucciones que decidieran más acertadas. El cura, molesto por lo que consideró, si no una burla, sí al menos una falta de consideración para sus parroquianos, se levantó de su asiento y carraspeó dos veces, la segunda mucho más sonora que la primera.

—Mis queridos hermanos —empezó diciendo, como si se tratase de una homilía dictada desde el púlpito—. Todos los presentes nos sentimos muy honrados con vuestra estancia entre nosotros, pero albergamos algunas dudas que quisiéramos resolver con vuestra experiencia en asuntos como el que nos concierne. ¿Podemos, pues, solicitar a sus señorías que recuperen el ánimo y nos guíen en este conflicto que se le ha presentado a nuestra noble Villa Imperial?

Zamorano se fijó en quien les hablaba y, viéndolo tan severo, limpió de inmediato aquel risueño semblante para recuperar la seriedad. Sartenes tardó algo más, pero pronto imitó su actitud.

—Por supuesto, señor cura. Estoy a vuestra disposición.

El clérigo, más sosegado por la calma recobrada, se adelantó un paso y volvió a hablar.

—España ha declarado la guerra al invasor. El Bando del señor alcalde de Móstoles así nos lo indica. Pero nosotros, vecinos de Illescas, no sabemos qué hacer. ¿Podría decirnos, si es posible, qué espera de nosotros la patria, señor capitán?

Zamorano se quedó pensativo unos instantes. Aprovechó para beber un trago de vino y limpiarse la boca para, después, separar la silla y ponerse de pie, clavando los nudillos sobre la mesa. Echó un vistazo a su alrededor, observando la curiosidad con que se esperaban sus palabras, y dudó qué decir a un auditorio formado, en su gran mayoría, por hombres de edad, mujeres, algún niño, cuatro jovenzuelos, un cura, un posadero y unos pocos hombres más. Se tomó un tiempo demasiado largo antes de responder, mientras repasaba a su auditorio.

—La patria, señor cura, espera vencer al invasor y el regreso a Madrid de Su Majestad el rey don Fernando, a quien Dios guarde. Por ahora, la victoria es un encargo de la nación a sus ejércitos, y nosotros seremos quienes la logremos. Pero a todos los españoles, en un momento como este, se les pide, mejor dicho, se les exige, la máxima colaboración.

—A eso vamos —insistió el cura—. Porque este bolo de aquí, el Críspulo, dice que hay que tomar las armas…

—¡Eso es! —gritó el aludido.

—¡Ahora, a callar! —vociferó el clérigo. Y siguió—: Y ese otro, el Agapito, opina que nosotros a lo nuestro, a labrar las tierras y a rezar, y que de las guerras se ocupen los militares, que es su oficio.

—¡Eso digo! —remachó, entre un clamor de voces que crecía.

—Bien, bien… —alzó las manos y la voz Zamorano, imponiendo silencio. E improvisó—: Mi opinión, o mejor dicho, mis órdenes, son que por ahora vuelvan a su trabajo y que permanezcan alerta. Cualquier información, tanto si se trata de movimientos de tropas extranjeras como de correos enemigos, debe ser comunicada de inmediato al mando militar más cercano. Eso es todo.

—¡Pero no vamos a quedarnos con los brazos cruzados! —insistió Críspulo—. El Bando del alcalde de Móstoles…

—¡Yo opino como el Críspulo! —se alzó una voz. Y otras, con estrépito, la corearon.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —terció otra vez el capitán—. Quienes deseen alistarse, pueden incorporarse a la milicia. En tiempos de guerra, todos los voluntarios son bien recibidos.

—No creo que estemos para hacer la instrucción, capitán —dijo una mujer—. Además, a mí no me lo permitirían. ¡Ni que fuera Manuela Malasaña!

—¡Eso es! —gritó otra mujer, poniéndose en pie.

—¡Tiene razón! —afirmó una tercera.

Zamorano frunció el ceño, sorprendido. Era la segunda vez que oía ese nombre en menos de veinticuatro horas y, en ambas ocasiones, su referencia provocaba grandes emociones. Su gesto de extrañeza y asombro no pasó desapercibido para la mujer que había pronunciado aquel nombre, por lo que se adelantó para preguntar:

—¿Es que no conocéis la historia de Manuela Malasaña?

El capitán se encogió de hombros, mirando a Sartenes, que afirmó con la cabeza, demostrando que la conocía. Pero la mujer continuó:

—Yo os la referiré: Manuela se pasó todo el día de ayer a las puertas de su casa ayudando a su padre a defender el Parque de Artillería. Luchó como una valiente pero, cuando Manuela estaba dándole cartuchos a su padre, una bala extranjera la mató. De todos modos él continuó disparando contra los franceses sobre el cadáver de su hija hasta que se le acabó toda la munición. ¡A mí no me importaría comportarme como ella lo hizo!

—¡Ni a mí! —se alzó otra mujer.

—¡Ni a mí tampoco! —gritó una más.

—Bien está. —Zamorano alzó de nuevo las palmas de las manos, temiendo verse superado por la situación—. Por supuesto que es lícito combatir por cualquier medio al invasor y…

—¡No opino lo mismo, capitán! —se adelantó el cura—. Combatir en una guerra no va contra el quinto mandamiento de la ley de Dios, pero una cosa es la batalla y otra tomarse la justicia por propia mano. ¡Eso es bandidaje!

—En una guerra de liberación no hay bandidaje, señor cura —respondió Zamorano, enérgico—. Cualquier baja causada al enemigo es lícita.

—¿Matar es lícito? —gritó el clérigo—. ¡No! Dios lo dijo bien claro: «No matarás.»

—¡Oiga, cura: haga el favor de no mezclar a Dios en esto! —se impacientó el capitán—. Un bandido mata sin mirar quién sea la víctima, por propio provecho. Paisanos o militares, sin distinción. Y eso está mal, de acuerdo. Pero aquí no se está discutiendo eso. Lo que se ha de saber es que un patriota, cuando ocupan su país, puede convertirse en un guerrillero que realice acciones militares contra los ejércitos invasores, sea o no en el campo de batalla. Ambos causan terror, pero el bandido sin legitimidad y el guerrillero legítimamente. La diferencia moral, y de eso debería saber usted más que nadie, es evidente.

—¡Yo no he entendido muy bien lo que ha dicho, pero estoy de acuerdo con el señor capitán! —alzó la voz Críspulo.

—¡Muy bien, muy bien! —aceptó el cura—. ¡Nos prepararemos para eso en caso de ser necesario! ¡Cuente usted conmigo!

—¡Y conmigo! —gritó otra voz.

—¡Con todos nosotros! —se sucedieron las voces.

—Gracias —sonrió Zamorano—. La independencia de España queda también en vuestras manos. Pero no olvidéis lo que os he ordenado: informad de cuanto vean vuestros ojos y de cuanto oigan vuestros oídos. Y ahora, es tarde; permitidnos retirarnos a descansar. Mañana nos espera otra jornada muy larga.

Unos sonoros aplausos acompañados de unos cuantos gritos patrióticos se produjeron mientras Zamorano y Sartenes subían las escaleras camino de sus aposentos. Después los congregados recogieron sus aperos de labranza y sus armas y fueron saliendo despacio de la Venta, alborozados porque se sentían llamados a una guerra de la que no querían quedar al margen.

Por su parte, antes de llegar a las habitaciones, el capitán se detuvo en seco, miró a Sartenes y le preguntó:

—¿Conocías tú esa historia de Manuela Malasaña?

—Sí —reconoció Sartenes—. Pero no es cierta. La chica murió, pero no fue en modo alguno como lo han contado. Ni siquiera por entonces vivía su padre: ella era huérfana…

—Entonces, no lo entiendo… ¿Por qué no has intervenido?

—¿Para qué? —Sartenes encogió los hombros—. No hubiese servido de nada. Y, además, las leyendas son siempre más eficaces que la verdad: elevan la moral del pueblo, capitán: recordad al Cid. ¿No ganó una batalla muerto y todo? Pues aquí, de seguir así las cosas, el nombre de Manuela Malasaña será venerado en todas partes. —Sartenes abrió la puerta de su cuarto. Pero antes de entrar, se volvió al capitán y dijo—: Y en ese caso, ¿qué más da lo que pasara en realidad?

Zamorano no durmió bien aquella noche. Había comenzado una guerra y él se encontraba lejos de su Regimiento, separado de sus mandos y de sus tropas, ignorante de los planes que seguirían los ejércitos de Extremadura y, todo aquello, por la estúpida misión de viajar custodiando un libro vulgar que no significaba nada para él.

Ni, seguramente, para nadie, concluyó.

Pero eso fue, precisamente, lo que le impidió dormir. Aunque no pudiera aceptarlo, aquel libro tenía que representar algo, simbolizar algo, contener unas claves importantísimas para la causa del rey y, si era así, él iba a desentrañar el misterio. Necesitaba conocer el enigma que guardaba para, llegado el caso, no albergar dudas a la hora de tener que defenderlo con su propia sangre.

Se levantó de la cama y lo revisó con cuidado; volvió a acostarse y a levantarse otra vez; lo miró y remiró; le dio vueltas y más vueltas. Incluso decidió leerlo y en las siguientes horas leyó más de la mitad de sus páginas por si encontraba en alguna de ellas una explicación, o un indicio. Una frase, una palabra, algo… Pero nada descubrió. Y así, sólo al alba, cuando la claridad empezaba a pintar de azul el horizonte, cayó rendido por el sueño.

Sartenes lo despertó poco después llamándolo a voces y dando grandes golpes a su puerta. El capitán se desperezó todavía cansado, le ordenó esperar en el pasillo, se vistió sin prisa y, al cabo de unos minutos, juntos bajaron a desayunarse un tazón de leche con un buen trozo de pan untado con aceite y un trozo de queso de cabra. Al despedirse, el posadero no quiso cobrarle por la estancia: era su manera de servir a la patria, explicó. Y además le entregó un hatillo con unas pocas viandas, para el camino, que él mismo había preparado. Zamorano, agradecido, le dio un fuerte abrazo en la despedida, un gesto que el buen hombre recibió con una visible y húmeda emoción en los ojos, sin encontrar los ánimos para responder pronunciando palabra alguna.

Junto al portón de salida de la Venta del Cruce, atadas a un poste de madera, sus caballerías estaban dispuestas. Y al borde del camino, recortada su silueta por el sol que se alzaba, una mujer a caballo les esperaba también. Al verlos, espoleó al animal, lo puso a dos patas, le forzó a relinchar y lo encaró. Y, a voces, exclamó:

—¡Veo que no os gusta madrugar, capitán!

—¡Teresa! —se entusiasmó Zamorano, reconociéndola—. ¡Pero…!

—¿Nos vamos o qué? —exigió.

Y, volviendo las riendas, salió al galope, perseguida por dos jinetes que no tuvieron tiempo sino para seguir su estela dibujada por el polvo de los viejos caminos de los campos de Toledo.