3

Aquella tarde olía a puerto de mar y a resignación en la antigua casa palaciega donde se hospedaban el rey don Fernando y sus padres, sus altezas reales don Carlos y doña María Luisa. Un fuerte olor a sales marinas y a pescado fresco expuesto en la lonja se mezclaba con la agobiante humedad del río Adour, que se dejaba morir en aquella ensenada del Golfo de Gascuña, creando una desagradable sensación que no pasaba inadvertida para ninguno de los presentes.

Empezaba el declinar de la tarde cuando Fernando VII ordenó cerrar todas las ventanas. Pero antes de exigirlo había mirado con disimulo a su padre, como estaba acostumbrado a hacerlo antes de tomar cualquier decisión, por pequeña que fuese. Don Fernando era el rey desde finales del mes de marzo, hacía ya un mes de eso, pero aún no se había habituado por completo al ejercicio personal del poder. Al fin y al cabo, el hijo de un rey sigue siendo hijo antes que rey, y eso no podía cambiarlo un acto formal de abdicación, por deseada y provocada que hubiese sido.

Carlos IV no había respondido a la mirada de su hijo en modo alguno; pero la mera petición de aquiescencia le satisfizo. Don Fernando le había traicionado, y eso no se lo perdonaría; pero tenerlo ahora ante él, y haber descubierto que aún le guardaba respeto, amén de un cierto temor, le agradó. Por eso, tal vez, puso su mano sobre la de doña María Luisa y sonrió.

—Este clima de Bayona nos matará —suspiró ella—. Todo permanece siempre húmedo, hasta los ojos.

—Lloras demasiado, madre —respondió frío don Fernando, con la arrogancia de un rey nuevo. Y añadió, impaciente—: ¿Qué hora es ya?

—Pronto darán las seis, hijo.

El joven rey recorrió la estancia de arriba abajo, dos veces, molesto por la tardanza del Emperador Napoleón. Sacó su pañuelo bordado, lo sacudió en el aire y se acarició la base de la nariz. Luego volvió a guardarlo en la bocamanga mientras amenazó en vano:

—No pienso esperar mucho más. Si se dice a las seis, el rey de España no espera más allá de las seis.

—Pero hijo, Napoleón…

—Esto es de lo más informal —agitó la mano al aire.

—Viene de lejos —le excusó don Carlos, su padre.

—¡De más lejos me ha hecho venir a mí!

Desde su llegada a Bayona el nuevo rey se mostraba huraño e irritado. Estaba molesto, sin duda, por el viaje que había sido obligado a realizar; pero más enfurecido aún porque no contaba con volver a ver tan pronto a su padre, a quien había obligado a abdicar en su favor; y, encima, compartir con él tan larga espera sin tener nada que decir, lo alteraba profundamente. Aquella mirada de su madre, además… Parecía no reprocharle nunca nada, y sin embargo lo hacía: tenía que ser así. Su madre, mientras fue la reina, nunca le afeó con palabras actitud alguna; pero si se disgustaba con él, si desaprobaba cualquiera de sus actitudes o gestos, lo miraba como un perro, mendigando que rectificase, y ante aquella mirada apenada, suplicante, doliente, quedaba siempre desarmado. El poder maternal se manifestaba en el modo abnegado de pedirle una rectificación, y de no hacerlo de inmediato él se culpaba, arrepentido: herido por haber causado semejante mal a su madre. Mil veces hubiese preferido una discusión, incluso una reprimenda. Al menos hubiese respondido, o callado, pero al fin y al cabo se trataría de un juego que conocía. Pero aquella mirada lastimosa… Se puede detener el asalto de un sable: lo difícil es impedir la mordedura de una mirada.

Tampoco le agradaba sentirse observado por su padre. El gran rey Carlos se había ganado con grandes merecimientos su abdicación. Se lo había avisado una vez, y otra; y no había aprendido a medir el peso de las advertencias: no pareció ser suficiente la primera de ellas. Hacía seis meses, allá por el mes de octubre de 1807, sus partidarios le habían manifestado claramente su oposición a Godoy y le habían exigido que cesase al ministro y que cediese el trono a su hijo don Fernando, que era el único garante del bienestar de la Corona y, en su opinión, el llamado a devolver la salud a la dinastía. Pero el viejo rey era terco y, lo que resultaba más grave, incapaz de comprender que las instituciones del reino empezaban a debilitarse; incluso la monarquía comenzaba a ser objeto de burlas y desconsideraciones por parte del pueblo y de algunos aristócratas. No; él no podía consentir tal desprestigio. Ni él ni sus consejeros. Por eso cuando el duque de San Carlos, el canónigo Escoiquiz, el duque del Infantado y otros miembros de su Consejo privado encabezaron aquella conspiración contra Su Majestad, él no la detuvo. Era un buen modo de dar aviso cierto de que el plazo de la paciencia se estaba cumpliendo. La airada y desleal queja se abortó, pero tampoco le importó el fracaso de aquella conjura: el joven rey se tragó sin empacho la dignidad y, en El Escorial, se ofreció a pedir perdón a sus padres y a denunciar a todos los conjurados, aun sabiendo que iban a ser desterrados de inmediato.

Pero aquel sacrificio del orgullo, aquella leve humillación, tampoco sirvió de lección a la tozudez del rey Carlos. Y ahora, mientras creía no ser visto, observaba a su hijo de diversas maneras, unas veces con tristeza, las más con arrogancia. Incluso era posible que estuviese juzgándolo. Pero por mucho que lo mirase, por mucho que escudriñase las actitudes del joven rey usurpador para intentar descubrir sus pensamientos, no tenía agallas para echarle en cara reproche alguno. Por eso le despreciaba tanto su hijo al descubrirle ahora observándole. Un pusilánime, pensaba don Fernando de su padre: es un pusilánime; incluso ante mí se muestra como un cobarde. Y un cobarde no puede ser un buen rey, concluyó.

—¡Ya dan las seis! —se volvió hacia sus padres, como pidiéndoles cuentas—. ¿Se puede saber hasta cuándo habremos de esperar?

—La paciencia es una virtud real —intentó calmarle don Carlos—. Paciencia, prudencia y comprensión, hijo.

—¡Podíais haberos aplicado vos el cuento, en tal caso!

Don Carlos apartó de inmediato los ojos de su hijo y dejó caer la mirada a la alfombra, incapaz de responder con el ingenio a lo que hubiese deseado hacer con la daga; pero su silencio no duró mucho. Finalmente respondió:

—Yo fui paciente y comprensivo, majestad —cabeceó don Carlos, sin atreverse a levantar los ojos—. Os perdoné en El Escorial y abdiqué a favor de vos, por el bien de España, en Aranjuez. No lo olvidéis.

—Ya —sonrió Fernando, suficiente—. Después de un motín en el que el pueblo se vio obligado a asaltar Palacio…

—Tú sabrás mejor que yo cómo sucedió. —Don Carlos se puso en pie irritado, apeándose de tratamientos protocolarios, y, ahora sí, lo miró crispado—. ¡Tú lo sabrás! ¡Yo jamás me serví de una algarada contra mi padre! ¡Ni él lo hizo contra el suyo!

—¿Me estáis acusando de…?

—¡Sosegaos, por el amor de Dios! —intercedió María Luisa—. Sólo faltaba que llegue el Emperador y os encuentre en pleito.

—¡Ya estamos en pleito! —gritó su esposo.

—Lo que estamos es llenos de rencor —sonrió sarcástico el hijo—. Probar el amargo sabor del fracaso es doloroso…

El viejo rey notó que la cara le ardía, enrojecida por la rabia. Se hubiese abalanzado sobre su hijo de no ser porque no se sentía con fuerzas para dominarlo. Y porque su educación le impedía agredir a un rey, aunque se tratase de quien le había arrancado el trono. Se volvió alterado, con los labios temblorosos y las venas del cuello señaladas e hinchadas y se dejó caer en su sillón.

—Déjalo, esposa —dijo sin aliento—. Tal vez llegue algún día a ser un buen rey, pero jamás será un buen hijo.

Don Fernando no quiso replicar; apenas sonrió, displicente. Se alejó y miró a través de la ventana. Algunas barcas amarradas en el puerto habían prendido las primeras lámparas. El mar estaba en calma, de un color azul acerado, y el ocaso manchaba el agua de un rojo vivo con los restos del sol que se escondía apresurado por el horizonte. Oro y rojo eran los colores del atardecer, como una bandera amada. Don Fernando entregó sus ojos al espectáculo mientras recuperaba la serenidad. Y luego, pausadamente, habló sin apartar los ojos del mar.

—La noche del 17 de marzo se amotinó el pueblo contra vos, padre. Lo sabéis bien —dijo, sin alzar el tono, como si lo recordase para sí mismo—. De no ser así, no hubieseis tenido que apresar a Godoy ni os habríais prestado a cederme la corona sin oponer resistencia. Se amotinó en Aranjuez contra vos al igual que se hubiese levantado en cualquier otra ciudad. Yo sabía lo que iba a suceder, como lo conocían mis consejeros y me temo que hasta vos mismo. Pero os faltó coraje para impedirlo. Un rey atrapado por un ministro es un rehén, y vos lo erais de Godoy, al que incluso llamabais Príncipe de la Paz como lo hacía el populacho antes de despertar y darse cuenta de sus fechorías. No fui yo quien os arrebató el trono, majestad: fuisteis vos mismo quien lo perdió. Yo me limité a recoger una corona abandonada a su suerte. Y ahora, como rey, os exijo que no repliquéis. Guardad silencio.

—Hijo…

—¡Y vos también, madre! —Don Fernando se volvió encolerizado al ayuda de cámara—: ¡Merienda! ¡Es la hora de la merienda! ¡Y cuando llegue Napoleón, le decís que aguarde a que concluya mis menesteres! ¡Que no se le traiga a mi presencia hasta las siete!

Cuando Napoleón entró en la estancia, cercanas ya las ocho de la tarde, lo hizo apresurado y farfullando disculpas que no se entendieron por completo. Todos se pusieron en pie, excepto doña María Luisa, y don Fernando fue el primero que le ofreció un asiento junto al suyo.

—Lamento este retraso —empezó el Emperador, sentándose—, pero más me afligen las noticias que traigo. He sido informado de que en Madrid, ayer mismo, el pueblo abucheó a las tropas del mariscal Murat a su paso por la ciudad. Tengo allí más de treinta mil soldados velando por el bienestar de los ciudadanos; se han puesto pasquines por calles y caminos cuidando de su seguridad y prohibiendo reuniones de malhechores que se hacen pasar por inocentes vecinos; he dado instrucciones precisas de que se trate con la mayor cortesía a los españoles y…, ¿cuál es su respuesta?: hostigamiento, protestas, burlas, desaprobación… ¡No entiendo a vuestro pueblo, majestad! ¡Creedme que no lo entiendo!

—Tal vez no sea tan grave como os lo han contado —respondió Fernando, con la intención de quitar importancia a unos hechos de los que él no tenía noticia—. Quizá se trate de un malentendido, o de algún caso aislado… Pero, a propósito de lo que decís, creedme que yo tampoco entiendo la razón de mi prolongada estancia aquí. Enviasteis al general Savary a Madrid, rogándome que me reuniera con vos, y acepté gustoso vuestra invitación. Pero llevo en Bayona desde el 20 de abril y ya estamos a 2 de mayo. ¿Queréis decirme qué es tan perentorio para demorar de tal modo mi regreso a España? He dejado una Junta de Gobierno que vela por el mantenimiento del orden, pero de estar yo mismo en Madrid, a buen seguro que no se hubiese producido ninguna descortesía…

—Pues mucho me temo que hoy estarán ocurriendo hechos aún más graves en España, señor —Napoleón se puso de pie y paseó por la estancia, imperturbable—. Mis informadores se muestran muy pesimistas. Y, por lo que se refiere a vuestra estancia en Francia, señor, no sé de qué os extrañáis: esta es nuestra tercera reunión desde vuestra llegada y no hemos alcanzado ningún acuerdo. Os negáis a entender lo que trato de deciros.

—¿Que abdique de nuevo en mi padre? ¿Eso es para vos alcanzar un acuerdo? —Don Fernando se incorporó en su asiento—. ¡De ningún modo!

—¡Es preciso! —Napoleón clavó en él los ojos mientras palmeaba la mesa con energía.

—¿Preciso? —se indignó Fernando, levantándose asimismo—. ¿Preciso para quién? ¿Para vos, para mi padre, para Francia…?

—¡Para Europa!

—¡Bien! —sonrió el joven rey, sarcástico—. ¡Me olvidaba de que sois el amo de Europa!

—¡Pues no lo olvidéis!

Y, sin dejar de mirarlo, Napoleón se dirigió a la salida, irritado. Pero antes de cruzar el umbral de la puerta, se volvió al viejo rey don Carlos y lo invitó a que le siguiese.

—Acompañadme, majestad.

—Desde luego —respondió don Carlos.

Camino de la entrada principal, donde le aguardaban su carruaje y sus ministros de jornada, el Emperador decidió que había llegado el momento de hablar con claridad. Detuvo al viejo al pie de las escaleras, se situó frente a él y, mirándolo con energía, dijo:

—Ya es hora de acabar con esta farsa. Procurad que vuestro hijo Fernando abdique en vos porque vos tendréis que abdicar a continuación en la Casa Bonaparte. Mi hermano José será rey de España.

—Pero, señor… —titubeó don Carlos.

—Ya está decidido. De sobra sabéis que los puertos españoles son una bicoca para los ingleses. No hay día que no infrinjan el bloqueo que he impuesto a Inglaterra y no estoy dispuesto a consentirlo por más tiempo. Pero sobre todo necesito que España no me cree más problemas y que, ¡por todos los diablos!, gobierne en Madrid alguien de mi confianza. Vuestra monarquía es débil: reparad si no en la estupidez de vuestro hijo, convencido de que él solo puede detener un levantamiento popular. Y, si fuese así, aún peor: cualquier día me desayunaría con la noticia de que España ha cambiado de aliados e Inglaterra me ataca también por los Pirineos. ¡No pienso arriesgarme! O sea, que vos pensad sólo en vuestra recompensa, no importa cuál sea. Pero así ha de ser y así se hará.

—Yo opino, señor… —balbució el monarca.

—Bon soir, sire —se volvió Napoleón, alejándose—. ¡Se me ha agotado la paciencia con ustedes, los españoles!

De vuelta a la sala de estar, sólo doña María Luisa esperaba a su esposo, con las pupilas puestas en un librito que no leía.

El rey Fernando se había retirado a sus habitaciones, ordenando que le sirviesen allí la cena. Se marchó de un pésimo humor, conociendo que la realidad era demasiado terca y que Napoleón no había propuesto una idea, sino que había informado de una decisión ya tomada. Sólo le quedaba esperar que los acontecimientos se produjesen de tal manera que fuese él, y sólo él, quien cambiase de planes. Porque la voluntad del dueño del poder es ley, y de sobra conocía el joven rey español el destino que le había correspondido a la familia real francesa a resultas de la Revolución. Él aún no había cumplido los veinticuatro años: demasiado joven para tentar la ley de la gravedad y comprobar el filo de una guillotina.

El viejo rey, sentado junto a su esposa, permaneció en la sala pensativo, ensimismado. Su rostro parecía dibujado por los trazos graves de un maestro pintor alemán. Doña María Luisa comprendió que su esposo estaba meditando y se limitó a posar una mano sobre la suya, como si quisiera coserle el calor de la confianza. Sólo dijo:

—Cualquiera que sea tu decisión, bien estará.

—Definitivamente húmedo —replicó el viejo don Carlos—. Este clima de Bayona es definitivamente húmedo.

—No lloraré, mi rey. Os lo juro.

Carlos IV estaba apesadumbrado. Napoleón le pedía una doble traición y él sabía que no le quedaba más remedio que complacerle. Primero traicionaría a su hijo, obligándolo a retraerse de una abdicación legal; y posteriormente traicionaría a España abdicando en un rey extranjero. Un acto también legal, desde luego; e irreprochable desde el punto de vista jurídico porque las Cortes tenían potestad para hacerlo y nadie podría impedirlo. Pero ¿en dónde se cruzan los caminos entre la legalidad y la honestidad? ¿Quién puede convertir en legítimo un acto legal, si la ley mana de una traición y la intención de una indecencia? La traición puede triunfar, y desde esa victoria dictar leyes cuyo cumplimiento es imperativo e indiscutible. ¿Pero acaso una ley que nace en la fuerza, en la obscenidad moral o en la impudicia ética se convierte en legítima por el mero hecho de haberse dictado desde la capacidad legal para promulgarla? Iba a ser una noche muy larga, sin duda.

El viejo rey don Carlos iba a rescatar el trono de España, para eso y para ninguna otra cosa había viajado a Francia en petición de auxilio una vez que se vio obligado a abdicar en su hijo. Pero la razón del viaje era una demanda de ayuda en busca de la Corona; sólo eso. Ahora la recuperaría, el Emperador se había empeñado y sería así; pero no para ejercer de nuevo sus deberes soberanos, sino para ponerla sobre la frente de un títere francés perteneciente a una Casa Real inventada: un extranjero de apellido Bonaparte a quien los españoles, naturalmente, no reconocerían nunca como a uno de los suyos.

Noche larga, como de velatorio.

En la que se guardaría luto por la propia indignidad y por la marea roja que inundaría España en cuanto se conociese la traición.

—He pensado —interrumpió doña María Luisa sus cavilaciones—, que podríamos cenar ligero. Tal vez unas codornices…

—Como desees, esposa.

—Y un poco de queso. Creo que una cena frugal nos ayudará a dormir mejor.

—Hoy no creo que pueda dormir bien. —El viejo don Carlos se incorporó para pasar al comedor—. Vamos, esposa, que empieza a hacer frío.

Noche de soledad. Después de la cena, que nadie alteró con palabras innecesarias, el matrimonio se retiró a sus aposentos, ordenando don Carlos dejar una vela encendida con el encargo de que fuese renovada tantas veces como fuese preciso hasta que el alba permitiera prescindir de ella. Noche atemorizadora. Doña María Luisa rezó oraciones mudas, sólo gesticuladas, mientras don Carlos reposaba la cabeza en un doble almohadón, para poder mirar el abismo que se abría ante él y que llegaba hasta los infiernos de la política. Noche eterna. Sumando miedo al miedo; repasando una y otra vez aquello que había hecho mal, y luego otra vez más, para convencerse de que la culpa no había sido suya; intentando imaginar cómo le trataría la historia cuando se supiese de su cobardía.

Noche agitada; una vuelta en la cama, luego otra. Calor, frío, otra vez calor… Y al fondo, en la placidez de la llama siempre encendida de la vela que dibujaba perfiles extraños en las paredes, la visión de una España incendiada, indómita: una nación enrabietada que no le otorgaría el perdón porque no lo merecía.

¿Qué había hecho mal?, se preguntaba una y otra vez. ¿En qué se había equivocado? Acaso hubiese cometido algunos errores, tal vez fuese así, pero ningún otro monarca, en su lugar, habría podido eludir las imposiciones y las consecuencias de su tiempo. ¿Qué puede hacer un rey que accede al trono al mismo tiempo que en un país vecino se produce una revolución de la trascendencia de la llevada a cabo por el pueblo francés? ¿Acaso podía negarse a aceptar al nuevo Estado y aliarse con él y, a la vez, dar cobijo e interceder por una Casa Real hermana que, a la postre, iba a ser desmembrada en la guillotina? Don Carlos estaba seguro, ahora, de que había cumplido con su deber manteniendo a Floridablanca como primer ministro; al igual de que también había acertado al sustituirlo por el conde de Aranda para intentar después una alianza con Inglaterra. Que luego se perdiese la guerra contra Francia y ello le obligase a buscar otro ministro, entraba dentro de lo natural en una política de Estado. Godoy fue el elegido, sí: Godoy. ¿Había sido una buena elección? Tal vez contemplado ahora con perspectiva histórica, no. ¡Pero el Reino estuvo tan tranquilo mientras el Príncipe de la Paz llevaba los negocios del Estado! Incluso cuando Francia aceptó la paz con España, obligándole a romper la alianza con Inglaterra, Godoy tuvo tan solo que comprometerse a no perseguir a los afrancesados vascos y alguna pequeñez más, como ceder la soberanía de la mitad de la isla de Santo Domingo a la República francesa. Poca cosa considerando que ello permitió una paz duradera con Napoleón y, sobre todo, la firma en 1807 del Tratado de Fontainebleau por el que España accedía a invadir Portugal junto a Francia, repartirse el país y mantener a raya a los ingleses. Junto a Francia, al lado de Francia, aliado con Francia… Pero ¡fiarse de Francia…! ¿En qué estaría pensando ese cabestro de Godoy? ¿Pero es que no se dio cuenta de que con ello franqueaba la entrada en territorio español a las tropas de Napoleón? Y luego, ¿quién las haría salir? ¿Eh? Nadie. ¡Nadie! Como así había sucedido. Y encima Godoy consintió que se produjese el motín de Aranjuez ante sus propias narices y que a él lo expulsasen del trono. ¡Cabestro y más que cabestro! Y él sin el respaldo de su hijo más querido, sino precisamente instigada la revuelta por el propio Fernando.

Y ahora, que venía a Francia a solicitar la ayuda de un aliado para que le repusiera en el trono, se encuentra con que la oferta que le hace Napoleón es obtener la abdicación del rey Fernando, de nuevo, pero para que él abdique en un Bonaparte. ¡Están todos locos! Pero ¿cómo han podido llegar las cosas tan lejos…? ¿Y Fernando? ¿Qué piensa ese mal hijo del drama que impide dormir a su padre? Ya lo han hablado muchas veces y el joven rey siempre dice lo mismo: que la situación del país es un desastre; que la deuda del Reino asciende a siete mil doscientos millones de reales; que los ingresos públicos anuales son setecientos millones de reales nada más, por lo que la quiebra del Estado es inevitable de continuar así las cosas; que el precio del pan se ha convertido en desmesurado por la enemistad con Inglaterra y la consiguiente disminución de importación de cereales; que si los comerciantes están indignados porque es imposible garantizar envíos a América, la mayoría atajados por la piratería inglesa al servicio de Su Majestad británica… ¡Bah! ¡Paparruchas! ¡Hasta de la epidemia de fiebres en Andalucía parecen hacerle culpable! ¡Pues si Fernando es tan listo, que se hubiese quedado en Madrid en lugar de llegarse a Bayona, en donde va a quedar preso del Emperador, sin duda! Y luego piensan de él que es culpable… ¡No! ¡Todos ellos son los culpables! ¡Todos!

La noche se revolvía contra el viejo don Carlos y él se revolvía contra los protagonistas de los tiempos mal vividos. Floridablanca, Aranda, Godoy, Inglaterra, Napoleón, su hijo Fernando… Todos culpables, eso es; todos, menos él. Cuántas veces sucede al gobernante que es capaz de componer una conjura basándose en la forma de caer la lluvia en octubre y en cambio no puede ver que su soberbia es fuente de un millar de tormentas diarias. Así le sucedía a don Carlos.

Pero esta vez no iba a confiar en nadie más que en sí mismo. Se dio una vuelta más en la cama; luego otra. Y, encendido por una emoción rabiosa, finalmente se levantó, se cubrió con el manto de abrigo y sin pensarlo dos veces salió de la estancia.

Se dirigió al dormitorio del rey sin esperar a que le franqueasen el paso. Abrió las puertas, se topó con la negritud y gritó al vacío:

—¡Majestad! ¡Levantaos ahora mismo!

—¿Quién…? —El rey don Fernando se sobresaltó al ver a su padre de semejante guisa, en camisa de dormir y con los cabellos desordenados, vociferando a tales horas de la madrugada—. Pero…, ¿se puede saber qué os ocurre, padre?

—¡Os he dicho que os levantéis! —vociferó el viejo.

Atraídos por el escándalo, unos criados se llegaron al aposento, portando lámparas. Ver a don Carlos en ropas de dormir y la cara roja de ira les amedrentó y permanecieron impasibles en la puerta sin saber qué hacer. El rey Fernando, una vez iluminada la estancia, se sentó en la cama y gritó aún más fuerte:

—¿Levantarme? Pero ¿cómo os atrevéis? ¡Yo soy el rey!

—¡Y yo vuestro padre!

—¡Salid de aquí inmediatamente!

—¡No sin deciros algo antes!

Don Carlos avanzó unos pasos, se quedó de pie ante el lecho donde reposaba su hijo y, con los ojos inyectados en fuego, le dijo:

—Nunca volverás a España. ¡Entérate bien! Napoleón lo ha decidido así. Y tú y yo quedaremos ante la Historia como dos traidores. Este es el pago que recibiremos: yo, por mi falta de coraje para enfrentarme a ti; y tú, por tu falta de lealtad enfrentándote a mí. ¡Y ahora dormid, majestad: seguid durmiendo! ¡Que mientras vos dormís, Napoleón ya ha encontrado inquilino para el Palacio Real!

El rey don Fernando escuchó aquella amenaza sin pestañear y a continuación, en lugar de inquietarse, se recostó en lecho, cabeceando con resignación y sonriendo.

—Hay que ver… —replicó—. Veinte años reinando y qué poco conocéis a los españoles…

—¡Y además, sabed que no dispondréis ni de un real!

—Id a descansad, señor… —Fernando entornó los ojos, sin perder la sonrisa—. Fortuna, padre, es precisamente lo que me sobra. Andad. Y procurad no despertar a mi madre a vuestro regreso…