2

Pasada la medianoche, un hombre salió sigilosamente de un portal de la calle del Prado, mirando a un lado y otro, cauto, procurando no ser descubierto. La oscuridad lo cubría casi por completo mientras se deslizaba despacio pegado a las fachadas de las casas, con la paciencia de un cazador furtivo y el aplomo de un experimentado guía en la montaña. Vestía de paisano con comodidad, como si fuese su atuendo habitual: zapatos de piel, medias blancas, pantalones anchos a media pierna, faja, camisa, chaleco y chaquetilla. Se cubría la cabeza con un viejo sombrero de ala corta y tenía el rostro afilado, grandes patillas que se extendían hasta más allá de la media mejilla, bigote bien perfilado, ojos profundos y cejas pobladas. Prudente y precavido, serpenteaba en los cruces, buscando las sombras más intensas, y a pesar de su envergadura se encogía, al menor ruido, con la habilidad de un puerco espín.

El capitán de granaderos Manuel Zamorano conocía bien aquellas calles: durante varios días había anotado mentalmente sus quiebros y sus angosturas, así como la geografía de los entrantes y salientes de los portales. También los olores, que en la ciudad componían un mapa tan bien dibujado como los usados para la navegación de las fragatas en guerra: en Madrid siempre olía a algo, a fogón, establo, granja o letrina, como si se tratase del alma visible de cada casa.

No tenía prisa por llegar, pero sabía que tenía que hacerlo a toda costa para empezar a cumplir la misión que se le había encomendado.

A esa intempestiva hora ya se habían reiniciado algunas escaramuzas en las zonas más alejadas del centro de la ciudad y se volvían a oír disparos sueltos, así como descargas de plomo vomitadas por la fusilería, sin duda originadas por las ejecuciones llevadas a cabo en el Prado y para intimidar y dispersar a los grupos de paisanos resistentes. Pero su deber era eludir los combates y llegar a su destino, se tropezase con lo que se tropezase; por eso redobló las precauciones y evitó verse involucrado en un asalto o ser visto por las muchas patrullas francesas o de militares españoles que no se habían sumado a la sublevación y recorrían las calles imponiendo su presencia y acosando a los vecinos para que no se atreviesen a abandonar sus casas. La noche, en aquellas circunstancias, era su mejor aliado y como militar experto sabía aprovechar sus secretos.

Desde primeras horas de la mañana conocía lo que iba a suceder y estuvo tentado a participar en la revuelta; pero sus órdenes eran claras y se atuvo a ellas con una disciplina aprendida: esperar en la posada la llegada de un mensajero con instrucciones precisas. Por eso no se movió del aposento durante todo el día. Pero, aun así, fue puntualmente informado de los acontecimientos que se estaban desarrollando en la ciudad: desde aun antes del amanecer se habían repetido los enfrentamientos, primero verbales y luego físicos, entre los españoles y los franceses. Cada vez que un madrileño descubría a un francés, lo insultaba, sin disimulo, retándolo. Y si el agraviado respondía a la provocación, lo agredía, solo o en compañía de otros. Con las primeras luces, pues, ya había heridos desperdigados por muchas calles y un buen número de franceses atendidos de pequeños cortes y heridas leves. El mariscal Murat, que el día anterior había sufrido los abucheos de los vecinos a su paso por la Puerta del Sol, se revolvía en su indignación, ciego de ira; y cuando fue informado de lo que estaba sucediendo a raíz de las primeras agresiones callejeras, de inmediato ordenó desplegar la artillería por varios puntos estratégicos de Madrid, mandó situar tres piezas defendiendo el Palacio Real y tomó personalmente el mando de todas las autoridades civiles y militares de la ciudad, incluyendo las fuerzas del orden madrileñas al servicio del Alcalde de Casa y Corte. Después se aseguró de que las patrullas recorrieran las calles a pie y a caballo, disolviendo los grupos ya formados e impidiendo la formación de corrillos nuevos. Como un estado de sitio sin declarar, como una amenaza al pueblo para que no osara impedir los planes decididos para someter a todo el país.

El capitán Zamorano había sido informado de todo cuanto estaba sucediendo desde primeras horas y supo que la sublevación era inminente. O que se había iniciado ya. Por eso, cuando le dijeron que el teniente Arango había llegado aquella mañana al palacio de Monteleón, el cuartel general de Artillería, con el rostro grave y vestido de gala, como si fuese a un funeral o a una jura de bandera, comprendió que los artilleros iban a dar el paso y llamar a rebato. Los desórdenes comenzaron de inmediato y la generalización de la sublevación fue un hecho antes de las diez de la mañana.

Él había llegado a Madrid semanas atrás, cumpliendo órdenes. Y desde el día anterior había recibido la de esperar instrucciones en la posada, sin pisar la calle. Cuando al mediodía del 2 de mayo un mozalbete de no más de doce años preguntó por él, pensó que se trataba de una broma, pero el rapaz llegó serio como un mayordomo real y con el desparpajo de un leguleyo sin causa.

—Tengo órdenes de informar al capitán Zamorano de que debe estar después de la medianoche en la Taberna del Gato. Está en…

—Lo sé, jovencito. ¿Y qué más?

—Que alguien que viene de Palacio le dará allí nuevas instrucciones. Y que mientras tanto no abandone su aposento ni corra ningún riesgo. Adiós.

—¡Eh! ¡Espera! —Zamorano le retuvo por un brazo—. Cuéntame qué está sucediendo ahí afuera.

El muchacho lo observó de arriba abajo como si le hubiese preguntado una impertinencia, o como si no entendiese cómo podía ignorar lo que ocurría el día más importante de la historia. Había un mohín de desprecio en su mirada; de incomprensión tal vez. Tenía la cara flaca, cruzada por una mancha morada de nacimiento, parecida a una gran pera granate que le cubría desde la sien a la barbilla; pero sus ojos eran tan vivos, y su mirada tan atrevida, que no le afeaba el estigma sino que parecía tan natural como la pelusa que se le empezaba a formar debajo de la nariz. Dijo sólo:

—Que Madrid está en armas. —Y se encogió de hombros, convencido de que respondía a una pregunta absurda. Y de inmediato intentó volverse para salir, como si tuviese prisa por marcharse.

—Ya lo sé, ya lo sé… —El capitán le ordenó continuar, sin soltarle del brazo—. Pero quiero saber más detalles.

—En armas contra los franceses —suspiró el muchacho, adoptando el tono paciente de quien se lo está explicando a una hermana menor—. Todo ha empezado en Palacio, cuando los franceses han intentado raptar a nuestro Infante don Francisco de Paula. Luego se ha levantado el Parque de Artillería a las órdenes del teniente don Rafael Arango. Dieciséis artilleros. Y aluego han llegado más: el capitán don Luis Daoíz, el capitán don Juan Nepoma…, Nepome… Nepo…

—Nepomuceno Cónsul.

—Eso, el Cónsul. Y el capitán Velarde. Y entonces se han enfadado los franceses y ha llegado el general Lefranc con la división de Westfalia por la calle de Fuencarral y…

—¿Viste a la compañía de Infantería de Voluntarios del Estado? Tengo algunos amigos que… ¿Sabes si estaban en el Parque?

—¡Pues claro! ¿Cómo lo duda usía? Estaban hasta que los franceses han intentado derribar el portón del Parque de Artillería. Aluego no sé.

Se soltó suavemente del brazo del capitán y con descaro echó un vistazo por la estancia, casi con insolencia, como si estuviera cerciorándose de que su inquilino podría cumplir la misión que le había trasladado. Algo así como juzgando por su apariencia el grado de confianza que se podía depositar en quien la habitaba. Zamorano se sintió observado a través de sus pertenencias y no le desagradó, viniendo de quien venía. Incluso le hizo gracia.

—Y bien, jovencito —dijo poniendo la palma de la mano en su espalda y acompañándolo hasta la puerta—. ¿Qué se dice por ahí de lo que va a pasar? ¿Puedes decírmelo?

El muchacho volvió a encoger los hombros.

—Pues que vamos a matar a todos los franceses y a echarlos de Madrid, por supuesto.

Zamorano volvió a sonreír, mirando con curiosidad a aquel hombre de tan pocos años que demostraba una madurez impropia de su edad. No le llegaba a la mitad del pecho y aun así le hablaba sin apartar la mirada un instante, con naturalidad y, en ocasiones, aparentando una cierta conmiseración ante la ignorancia. Permanecieron un rato así, en silencio, hasta que el chico, por fin intimidado ante la fijeza del capitán, bajó los ojos y preguntó:

—¿Puedo irme ya?

—Sí, claro. Pero dime una cosa: ¿Por qué sabes tú todo eso?

—Porque lo sabe todo el mundo.

Lo dijo como si fuese lo más natural, como si lo único extraño fuera que el capitán no lo supiese. Los disparos retumbaban por las callejuelas cercanas, pero ni una sola vez se había alterado; ni siquiera había vuelto la cabeza hacia el exterior, por instinto. Inconsciente o valiente, el capitán veía en el rapaz a un soldado en quien se podía confiar. De hecho, si lo hubiese tenido bajo sus órdenes, no hubiese dudado, llegada la ocasión, en fiarle su vida.

—¿Adónde vas ahora? —le preguntó, a modo de despedida.

Entonces fue el muchacho el que sonrió benévolamente; y, dándose la vuelta, salió de la estancia apresurado. Una sonrisa que tanto podía querer decir que a él no le habían autorizado a dar esa clase de información como que, qué pregunta, pues que volvía a las calles, naturalmente, a continuar su particular camino hacia la gloria.

Ahora, cruzando las calles con cautela, camino de la Taberna del Gato, el capitán Zamorano pensó en el muchacho y se preguntó qué habría sido de él. Lo preguntaría a la primera ocasión: un chico así merecía cumplir todos sus deseos, alcanzar los anhelos por los que arriesgaba una vida tan corta y con tanto porvenir. Quizá hubiese caído herido, como tantos otros. Como sus compañeros granaderos, en los que también pensó: sobre todo en el capitán Goicoechea, al mando de la compañía y con el que había pasado una grata velada de camaradería la noche anterior haciendo conjeturas acerca de cuanto parecía avecinarse.

La Taberna del Gato estaba situada en la calle de la Gorguera, detrás del Convento de Santa Ana, a unos doscientos metros de donde se encontraba. El recorrido hubiese sido rápido de no ser porque la plaza del Ángel estaba tomada por fuerzas militares y no había modo de eludirlas para llegar a su destino. Así es que, en cuanto descubrió su presencia, supo que tendría que dar un amplio rodeo, lo que le retrasaría bastante: no había otra manera de evitar contratiempos. Con cuidado pensó el mejor trayecto, retrocedió una manzana para tomar la calle del Príncipe en tinieblas y se perdió en ella sin dejar de palpar las fachadas de las casas que recorría.

Nunca había sido cómodo caminar por Madrid; menos aún de noche y todavía menos sin luz alguna que alertase de los accidentes del suelo. Ciudad de calles empedradas, de aceras inexistentes y de poca exigencia en asuntos de higiene, los tramos que no eran resbaladizos se mostraban encrestados, y los que no estaban rotos pugnaban por romperse. Las callejuelas se entrecruzaban sin armonía ni lógica, como si se hubiesen trazado esquivando los edificios en lugar de acomodarse estos a aquellas; y las farolas, donde las había, se encendían o no, dependiendo del ánimo que espolease esa noche al encargado de hacerlo. De común era normal transitar por ellas con prudencia, evitando encuentros con pendencieros, villanos, jugadores y borrachos buscapleitos, cuando no huyendo de pillos, ladrones e individuos armados y con escasos escrúpulos; pero esa noche los peligros se habían multiplicado. Una ciudad que se había amotinado medio siglo atrás por verse obligada a recortar las capas y descubrir el rostro, demostrando que no se tiene nada que ocultar, no era de mucho fiar. Por eso la noche de Madrid era la patria de los gatos, el festín de los buscavidas, el infierno de los hombres honrados y la guarida de todos los vicios. Un laberinto al que no se salía si era posible evitarlo y por el que sólo pasaban la ronda y las ánimas, una dando la hora y las otras disfrazadas de ladridos de perro.

Madrid fue siempre una ciudad sin deseos de ser gobernada porque casi siempre estuvo mal regida. Cuando el marqués de Esquilache dictó en marzo de 1766 un conjunto de leyes imponiendo el saneamiento de la capital, decretando la limpieza urbana, instalando el alumbrado, castigando con sanciones la costumbre de arrojar aguas y orines a la calle, fijando la privación de los juegos de azar y, sobre todo, estableciendo la prohibición de llevar armas y de usar capas largas y sombreros de ala ancha, el rey Carlos III tuvo que cesar a su ministro para apaciguar el motín. Los madrileños, cuarenta años después, todavía se jactaban de la actitud de sus mayores, pero ocultaban que el descontento de sus padres y abuelos se debía, más que a esas medidas beneficiosas para todos, al hecho de que la ciudad estaba cada vez peor abastecida, al encarecimiento del pan y de los cereales y al exceso de cargos públicos en manos de los italianos, lo que irritaba a la aristocracia española que no dejó de conspirar hasta provocar, primero, y luego manejar con habilidad el motín. El resultado final fue una entrevista mantenida entre un clérigo y el rey, este asomado a un balcón de Palacio, y las concesiones del monarca don Carlos destituyendo a Esquilache, expulsando de España a la guardia walona, que había disparado contra los amotinados, y paralizando el decreto sobre vestuario de abrigo; prometiendo además no nombrar más ministros extranjeros y abaratando el precio del pan. Las leyes dictadas, sin embargo, fueron mantenidas y poco a poco cumpliéndose; y en cuanto las clases sociales privilegiadas empezaron a usar el elegante sombrero de tres picos y la capa corta, ambas prendas se pusieron de moda y las antiguas desaparecieron sin que nadie las echase de menos.

El capitán Zamorano recordó cuanto había oído acerca de ese Madrid y se concentró aún más en el recorrido que había de realizar para llegar a su cita. Sabía que aquella noche poco o nada tenía que temer de pícaros ni matasietes, aquellos trasnochadores de grandes capas bajo las que escondían las armas y los frutos de sus embolsos y hurtos; esa noche sólo debía protegerse de los soldados franceses y de sus compinches españoles que a horas tan altas seguían combatiendo a los madrileños y los asesinaban sin el menor miramiento.

Ni tampoco maldijo que no se hubiesen prendido las luces: era una ventaja de la que podía sacar buen provecho. Por eso se detuvo en un cruce y reconoció su posición: cruzaría una calle más, la de la Lechuga, hasta la Carrera de San Jerónimo; luego doblaría a la izquierda, entrando por la de la Victoria, para finalmente doblar otra vez a la izquierda en la esquina siguiente, por la calle de la Cruz, hasta encontrarse de plano con la Taberna del Gato.

Se dirigía, pues, a salir del entrante del portal donde permanecía resguardado cuando, de improviso, un brazo le sujetó el cuerpo desde su espalda mientras una mano, nerviosa, apretó un cuchillo contra su gaznate, sin herirle. El capitán Zamorano se quedó paralizado por el sobresalto y sintió que el corazón se le subía a la garganta. No podía hablar; oía junto a su nuca una respiración entrecortada de animal asustado que olía a sangres secas y se limitó a esperar el tajo mortal que le sajaría la yugular. Resignado a su destino, cerró los ojos, procurando recuperar la respiración que se le había cortado.

En el sigilo de la noche ciega sólo se oían dos jadeos, a cuál más vivo: el suyo y el de su agresor. Y el maullido de un gato que tuvo miedo del silencio y corrió en busca de una hembra para sobrevivir esa noche a la intemperie.

Pasaron unos segundos inmóviles, como de víspera de muerte. Y en ellos Zamorano se conformó esperando para ver qué ocurría; pero los segundos se eternizaron, ahogados en un mutismo que empezó a sorprenderle y, al cabo, le templó la excitación y le concilió con el miedo. Finalmente, procurando no demostrar temor alguno en el tono de la voz, se atrevió a respirar hondo y susurró:

—¿Quién vive?

El capitán notó que el asaltante apretaba un poco más el cuchillo contra su cuello y, casi de inmediato, rebajaba la presión.

—Así que no eres extranjero… —respondió una voz grave, temblorosa.

—No.

El embozado volvió a apretar un poco más, pero Zamorano comprendió que ya no albergaba intenciones asesinas sino que comenzaba a actuar, a mantener el tipo para conservar en el forcejeo la posición privilegiada que le había otorgado la sorpresa.

—Tranquilo. Esta noche estamos todos en el mismo bando —se arriesgó a decir—. No creo que tú seas uno de esos franceses asesinos…

—¡Naturalmente que no! —pareció indignarse el atacante—. Hoy he acabado con un buen puñado de ellos con mis propias manos.

—Entonces, ¿qué quieres de mí?

—Está bien. Voy a soltarte —dijo pausadamente—. Pero si haces un movimiento extraño te mato.

—Descuida.

El capitán esperó a sentirse libre y, sin volverse, se recompuso la chaquetilla. Se separó un paso apenas y miró a ambos lados de la calle, por ver si se llegaba alguien más.

—No puedo entretenerme —dijo después, con una voz apenas audible—. Asuntos graves me esperan. ¿Puedo irme?

—¿A dónde vas?

Zamorano se volvió y descubrió a su atacante en la penumbra. Era un hombre fornido, sin llegar a grueso, de baja estatura, escaso pelo, edad avanzada y cara redonda, a primera vista inofensiva. Y leyó en sus ojos que estaba más asustado que él. Vestía sucia y pobremente, con ropas gastadas, y lucía una barba de varios días, sin cuidar. El capitán, confiado, esbozó una sonrisa apenas visible y el hombre se la respondió con otra suplicante.

—No es cosa tuya.

—Ya… —El hombre bajó los ojos. Luego balanceó el cuchillo en la mano—. Perdone usía, por esto. Soy tan burro…

—Está bien, olvídalo.

—¿Y de verdad no…? —El hombre lanzó unas cuantas miradas nerviosas al suelo y luego dejó una de ellas, lastimosa, en los ojos del capitán—. No sé qué va a ser de mí, aquí solo… Si su merced aceptase…

El capitán dudó. Sería un estorbo llevarlo, pero en una noche como aquella la soledad no era compañía grata. Pero su deber…

—Adonde voy no hay sitio para ti —dijo al fin.

—Juro que no notará mi presencia, señor. Sólo guardaré sus espaldas hasta su destino. Por favor…

Zamorano no supo cómo negarse. Se limitó a respirar hondo y a afirmar con la cabeza.

—Está bien. Sea. No está la noche para andar sin compañía —le dijo, y sus palabras sonaron a una orden que el malhechor acató sin rechistar—. Vamos, sígueme.

—¡Su sombra, señor! ¡Seré su sombra!

La voz de alegría repiqueteó en la noche. Zamorano se volvió, airado.

—Una sola palabra más y serás la sombra de una sepultura.

El hombre, amedrentado, se tapó la boca con su propia mano mientras afirmaba repetidamente con la cabeza.

El capitán retomó el camino con redobladas precauciones, agachado, velando para que su acompañante no incurriera en ninguna imprudencia. Se oyeron descargas, provenientes del oeste, que parecían otra vez fusilamientos. Arcabuces sembrando de muerte los campos dormidos. El hombre susurró:

—Empiezan a cumplir el bando…

Zamorano le ordenó callar de nuevo, cruzándose los labios con un dedo, y el hombre se disculpó juntando las palmas de las manos ante la cara. Unas calles más allá, a la claridad de algunas hogueras, se vislumbraban las puertas de la Taberna del Gato y el capitán se la señaló. El hombre afirmó con la cabeza.

La última manzana la recorrieron protegidos por las fachadas de la calle de la Cruz, palpando los entrantes y salientes, muy lentamente. Y una vez situados junto el portón de la taberna, el capitán golpeó la madera con la palma de una mano, con suavidad.

Instantes después se descorrió la mirilla.

—¿Qué deseas a esta hora, vecino? —unos ojos lo inspeccionaron sin amabilidad.

—Soy el capitán don Manuel Zamorano.

—Pasad, señor.

De inmediato se abrió la puerta. El capitán entró decidido y, ante la mirada intrigada del posadero, que observó al hombre que lo acompañaba, informó desdeñoso:

—Viene conmigo.

El tabernero permitió también su entrada y se asomó a la calle, examinando un lado y otro, asegurándose de que nadie había presenciado el movimiento de gentes en su casa. A continuación volvió a sellarse la taberna y la ciudad se quedó afuera, negra, atemorizada, herida. Como si hubiese intentado amanecer y un eclipse la hubiese condenado a la umbrosa noche de la infamia.

A la mortecina luz de la tasca, que dibujaba perfiles de oro contra la oscuridad y apenas alumbrado el techo por una vela consumiéndose sobre el mostrador, Zamorano contempló despacio los rostros impasibles o curiosos que se refugiaban en la penumbra. No le costó esfuerzo apreciar la inquietud y la valentía en todas aquellas caras de hombres preparados para enfrentarse a lo que fuese preciso: sus ojos venían de la opacidad exterior y aquella parca luminosidad le resultó incluso excesiva. Repasó las mesas y descubrió a doce o catorce hombres que lo observaban, sin gestos. El tabernero lo condujo a una mesa apartada, dispuesta al final de la barra de madera y servida ya con una jarra de vino y algunos vasos; luego le rogó que aguardase allí porque pronto acudiría alguien para hablar con él. El villano que lo acompañaba, ante la visión del vino, se apresuró a tomar asiento y a servirse un vaso, que bebió apresurado, y luego otro. Al cabo, suspirando aliviado como si llevase sediento una semana, se limpió la boca con el dorso de la bocamanga y sonrió a su amigo.

—¿Así que un capitán? Capitán Zamorano… —pretendió ser amable. Y de inmediato volvió a vaciar el vaso y a servirse de nuevo—: A sus órdenes, mi capitán. Siempre a sus órdenes… Imagínese que yo me figuraba que los capitanes, no sé…, que llevaban uniforme, entorchados, galones y bandas del color del oro; pero para mí que… Bah, no me haga caso, disimule usted, capitán…, soy tan bruto… ¿No le he dicho mi nombre? Bestia, debería llamarme bestia, ¿verdad? Pues no. Que mi madre se empeñó en bautizarme como Donato, fíjese usía… Tal vez fuera porque así se llamara mi padre, vaya usted a saber… Como no me dieron referencias de quién fue… Pero usía puede llamarme Sartenes. No faltaría más… Todos mis amigos me dicen así. ¡Sartenes! Y por lo que respecta a lo de antes, le ruego que…

Zamorano levantó los ojos, los clavó en los de aquel hombre y le lanzó una flecha de piedra afilada y fría, una saeta helada, un astil seco y huraño. Y dijo:

—Si quieres continuar a mi lado, procura permanecer callado. —Y se llevó el vaso a los labios.

—¡Mudo! ¡Llegará a pensar que soy mudo!

—¡No me tientes…! ¡Más de un gato disputaría por comerse tu lengua en una noche como esta…!

Una docena de hombres, quizás. O alguno más. Los parroquianos levantaron la cabeza un momento para seguir la respuesta airada del recién llegado y después volvieron a sus cosas, ensimismados. Solo en un extremo de la taberna había alguien que no se inmutó: sentada en un taburete junto a la vela dispuesta en el mostrador, desolada como una viuda y con la tristeza de una huérfana reciente, había una mujer. Bebía vino despacio, a sorbos leves que semejaban besos de algodón; y parecía abatida. Sus perfiles eran hermosos al contraluz, y la llama de la vela le dibujaba rasgos finos que se difuminaban en la negritud del fondo del local. Tenía la mirada perdida en un objeto depositado sobre la madera del mostrador, una daga, o unas tijeras pequeñas: en la distancia no podía distinguirse bien; pero estudiaba aquel instrumento como si de un momento a otro tuviese que desmontarlo pieza a pieza para volver a recomponerlo más tarde. Sus cabellos negros, alborotados, enmascaraban buena parte de su rostro, imposible de contemplar por completo. Pero cuando, una sola vez, se volvió para examinar al recién llegado, sus ojos no escribieron ninguna emoción. Guardaban una pena honda, cualquiera hubiese podido leerlo sin dificultad en aquella mirada. Zamorano quiso creer que era muy posible que a la luz del día fuesen capaces de componer una canción mucho más alegre. Tal vez. Pero no había tiempo para detenerse a averiguarlo.

De pronto, el ímpetu de una voz alzada a la derecha del capitán le obligó a volver la cabeza.

—¡Pues algo! ¡Deberíamos hacer algo! Me siento como una rata, aquí escondido, y a mí aún me sobran agallas.

—Calma, Juan José —le tranquilizó otro hombre que estaba sentado a su mesa—. Arcabucean a nuestros vecinos, ¿no te das cuenta? Este no es el momento de…

—¡Pues por eso! —se irritó el primero—. ¡Los están asesinando y nosotros aquí…, como mujeres asustadas!

—Las mujeres no están asustadas, Juan José. Las he visto morir a puñados ahí fuera… Pero nosotros esperamos instrucciones. Cada cual tenemos que cumplir con nuestro deber.

Sartenes se volvió al capitán, encogiéndose de hombros. En su forma de mirar parecía un perro agradecido.

—¿Usía también espera instrucciones?

Zamorano no respondió. Se limitó a beber otro sorbo del vaso.

—Pues yo no lo sé —siguió Sartenes—. Tal vez me den alguna. ¿Usía cree que me darán alguna instrucción a mí también?

—Todavía no sé ni quién eres… —respondió Zamorano, desdeñoso—. Pero ¿se puede saber de dónde diablos sales tú? En fin, déjalo… ¿Al menos puedes decirme por qué están arcabuceando a tanta gente? ¿Es que ninguno de ellos ha podido escapar?

Sartenes cabeceó y sonrió con tristeza. Se volvió a llenar el vaso y lo apuró de un sorbo. Luego, sin levantar los ojos del fondo, dijo:

—¿Yo…? Yo salgo de la cárcel, capitán…, pero esa es otra historia. Y nos matan porque nos han traicionado nuestros propios compatriotas. La autoridad ha colaborado con los franceses, disparando contra nosotros. Se han unido a los gabachos y forman patrullas que rebuscan dentro de las casas, denunciando armas y gentes. Cualquier sospechoso de haber participado en la sublevación del Parque de Artillería o de haber combatido en las calles, ha sido conducido ante Murat, ha sido entregado a los franceses para que lo fusilen. Traidores… ¡Una auténtica saca de patriotas! ¡Eso es lo que están haciendo! Y cuando no encuentran armas en los registros de las casas, de todos modos hallan una excusa para considerar sospechoso a algún vecino y denunciarlo. Dicen que los están asesinando en el Prado. Mire esto…

Sartenes sacó un papel de un bolsillo, lo desdobló y se lo dio a leer al capitán.

—¿Qué es?

—Léalo.

Zamorano lo inclinó en dirección a la vela y leyó: «ORDEN DEL DÍA. SOLDADOS: El populacho de Madrid se ha sublevado, y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada; clama venganza; en su consecuencia mando: Artículo 1.º: El General Grouchy convocará esta noche la Comisión militar. Artículo 2.º: Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. Artículo 3.º: La Junta de Gobierno va a hacer desarmar los vecinos de Madrid. Todos los habitantes y estantes quienes después de la ejecución de esta orden se hallaren armados o conserven armas sin una licencia especial, serán arcabuceados. Artículo 4.º: Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. Artículo 5.º: Toda reunión de más de ocho personas será considerada como una junta sediciosa y deshecha por la fusilería. Artículo 6.º: Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, obradores y demás, de sus oficiales; los padres y madres de sus hijos, y los ministros de los conventos de sus religiosos. Artículo 7.º: Los autores, vendedores, distribuidores de libelos impresos o manuscritos provocando a la sedición, serán considerados como agentes de Inglaterra y arcabuceados. Dado en nuestro Cuartel General de Madrid a 2 de mayo de 1808. JOACHIM. Por mandato de S. A. I. y R. El Jefe de Estado Mayor General, BELLIARD

El capitán no dijo nada. Conocía el carácter militar y no le sorprendía el Bando; tan sólo que estuviese siendo eficaz con tanta rapidez. No cabía duda, por lo sucedido, de que las autoridades civiles y militares madrileñas, y los diversos Regimientos de la ciudad, estaban colaborando con las tropas francesas en sofocar la sublevación. De otro modo era imposible comprender el tono empleado en el escrito.

Miró a la mujer que permanecía acodada en el mostrador, impasible, sin apartar los ojos del instrumento que tenía ante ella. Sartenes buscó qué era lo que atraía la atención del capitán y movió la cabeza, con malicia. Luego dijo:

—Una mujer… Lo que daría yo por un poco de calor de hembra… —Y apuró otra vez su vaso—. Pero, en fin…, no parece que hoy toque día de holganza.

—¿Sabes quién es? —preguntó el capitán.

—Ni por lo más remoto —acompañó la respuesta moviendo la cabeza de un lado a otro—. Yo llevo fuera del mundo más de dos años… Pero si quiere saberlo, lo averiguo.

—Tal vez más tarde.

—Como desee mi capitán.

Dos golpes tímidos arañaron el portón de la taberna. Inquietos, todos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde provenía la llamada y algunos hombres echaron mano a la faja, descubriendo pistolas y puñales. El tabernero fue a ver quién era, apresurado. Descorrió la mirilla, miró al exterior y al instante abrió la puerta.

—Pase, excelencia —dijo, inclinando la frente en un gesto parecido a una reverencia—. Allí —añadió, señalando a Zamorano.

Sin protocolo, el caballero se aproximó al capitán y tomó asiento a su lado. Iba a hablar, pero de pronto reparó en Sartenes y se contuvo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Está conmigo —respondió Zamorano.

—Seguro que tiene algo que hacer por ahí —replicó el caballero—. Vamos, déjanos solos.

Sartenes miró al capitán y este afirmó con la cabeza. Entonces se levantó y se fue a buscar un lugar en la barra, cerca de la mujer del semblante abatido.

—Capitán Zamorano, permítame que me presente —empezó el caballero—. Mi nombre es don José Francisco Acebal y Soriano, y pertenezco al consejo privado de Su Majestad el rey don Fernando, a quien Dios guarde.

—Le escucho, señor.

—Su Majestad, como sabrá, se encuentra estos días en Bayona reunido con su padre y con Napoleón, atendiendo sus deberes con la patria —comenzó a explicar el recién llegado en un tono discreto y con el hablar pausado—. Pues bien, antes de partir dejó unas instrucciones muy precisas que fueron trasladadas de inmediato a su superior, el teniente coronel de Granaderos don Juan Díaz Porlier, en quien Su Majestad tiene puesta su más absoluta confianza. Nuestro rey solicitaba al teniente coronel la presencia inmediata en Madrid de su mejor hombre, y ese ha resultado ser usted, capitán. Me alegra conocerle.

—Muy honrado —respondió Zamorano.

—El marquesito…, perdón, el teniente coronel Díaz Porlier es, aunque yo aún no lo conozca personalmente, hombre muy apreciado por nosotros, puesto que goza del afecto de Su Majestad —Acebal y Soriano hizo una pausa antes de añadir, sin estar seguro de que el capitán hubiese comprendido bien el énfasis que había puesto al emplear el pronombre nosotros—: Y, por los mismos motivos, usted también es ya muy apreciado por nosotros —lo repitió, subrayándolo igualmente—. Así es que le vamos a encomendar una misión de la mayor trascendencia.

El caballero, entonces, se desprendió despacio de una bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro y la depositó sobre la mesa, con lentitud, como si se pudiese quebrar su contenido. Después puso la mano encima, lo mismo que si se tratase de una Biblia sobre la que fuese a realizar un juramento, y lentamente añadió:

—No se moleste en abrirla, no es necesario. —El caballero pareció leer las intenciones del capitán—. Se trata de un libro, tan sólo de un libro. Pero su importancia es vital. De esta bolsa depende en buena medida el bienestar de la Corona. Su misión consiste en custodiarla y entregársela al teniente coronel Díaz Porlier, quien ya sabe lo que ha de hacerse con ella.

—¿Custodiar un libro? ¿Sólo eso? —el capitán parecía decepcionado.

—Custodiar la bolsa y protegerla con su vida si fuese necesario. Su pérdida sería de una gravedad que usted no puede imaginar.

—Está bien —se conformó Zamorano—. Se hará como vos decís. ¿Cuándo he de partir?

—Cuanto antes —respondió Acebal—. Pero, tal y como ahora se producen las cosas, le aconsejo no ponerse en camino antes del amanecer. Todavía las salidas de Madrid están muy vigiladas.

—Así se hará —aceptó el capitán, y aproximó hasta él la bolsa.

Don José Francisco Acebal y Soriano se acodó en la mesa y respiró hondo: pareció aliviarse con la entrega que acababa de realizar. Como si se hubiese quitado de encima la mayor responsabilidad de su vida. Por primera vez esbozó una leve sonrisa y señaló la jarra con la mano.

—¿Tomamos un poco? Creo que lo necesito.

—Por supuesto —sirvió Zamorano un vaso limpio y aprovechó para rellenarse el suyo—. Confío en que no surja ninguna dificultad en el cumplimiento de este encargo…

—Eso esperamos todos —el caballero se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo corto—. Por cierto, capitán: hábleme del teniente coronel Porlier.

Zamorano titubeó.

—No sé qué puedo decirle. Es mi amigo…

—Muy joven, dicen.

—Bueno, veinte años tiene ya —replicó Zamorano. Y ante el respingo del consejero real, asombrado por la juventud del aludido, continuó—: Pero no os sorprendáis: su experiencia es grande. Combatimos juntos en Trafalgar; después estuve con él en Mallorca, donde era capitán del Regimiento de Infantería; y ahora le sirvo en los ejércitos de Extremadura. Llegará a general muy pronto, sin duda.

—Sin duda —aceptó Acebal, pasmado aún.

—Es valiente en campaña, leal en la amistad, honesto en sus costumbres e insobornable en su fidelidad a Su Majestad. Es todo cuanto puedo deciros de él. Y que me siento orgulloso de ser su amigo.

—Lo comprendo, lo comprendo —aceptó el caballero, afirmando con la cabeza y volviendo a beber—. Le confieso que sólo he conocido un hombre igual: el teniente coronel don Rodrigo López de Ayala.

—¿Granadero?

—De Infantería. Ha muerto esta mañana.

—A veces la muerte es el último honor que puede alcanzar una persona honrada —comentó el capitán. Y añadió—: Decidme cómo, ¿queréis?

—Tal vez a causa de la ingenuidad —suspiró—. La edad no regala virtudes, mi capitán, acaso las disimula; y de él no se puede decir que poseyera la de la prudencia. Como usted sabrá, a eso de las nueve de la mañana la multitud se arremolinaba ante las puertas de Palacio. Confieso que resultaba muy emocionante: los madrileños estaban alterados, los franceses inquietos, todos nosotros confusos… Cuando un carruaje ha salido de Palacio, perdiéndose por la calle del Tesoro, llevándose a la reina de Etruria, el gentío lo ha festejado. Esa mujer nunca contó con el fervor popular, todos lo sabíamos: la consideran de la máxima confianza del mariscal Murat y eso en Madrid es grave delito. Pero ahí no ha acabado la cosa: poco después ha sucedido lo más grave, porque ni el gentío ni ninguno de nosotros contábamos con el atrevimiento de los franceses de llevarse, en otro carruaje, a su Alteza Real el Infante don Francisco de Paula. Mi pariente José Blas Molina y Soriano, otro imprudente, se ha irritado tanto al ver al ayudante de Murat, el coronel Rucher, escoltando el carruaje de su alteza, que ha salido al patio gritando: «¡Nos llevaron al rey y ahora quieren llevarse a toda la familia real! ¡Mueran los franceses!» Si los ánimos estaban encrespados, imagínese usted la indignación popular al reconocer al Infante. Todos corriendo hacia el carruaje en que viajaba, cortando los correajes de los caballos, saltando sobre la escolta francesa, agrediendo al mismo coronel Rucher… Todavía no comprendo la imprudencia del teniente coronel López de Ayala: se ha asomado al balcón de Palacio, enloquecido, gritando: «¡Vasallos, a las armas! ¡Se llevan al Infante!» —Acebal y Soriano hizo una pausa, como intentando digerir los recuerdos. Y luego de beber otro sorbo, prosiguió—: El caso es que, en efecto, se lo han llevado… Y al teniente coronel le han disparado en la cabeza. Ha muerto allí mismo, al instante… De lo demás, de lo ocurrido después a lo largo de todo el día, le supongo bien informado.

—En efecto —aceptó el capitán.

—En fin, levantemos la copa por un héroe, por el pobre López de Ayala —dijo en voz alta, alzando su vaso.

Los congregados en la taberna, que no habían podido escuchar el relato del caballero, se volvieron al oír que se brindaba por un héroe y decidieron sumar su brindis al que se proponía.

—¡Y por el capitán Velarde! —dijo uno.

—¡Y por el capitán Daoíz! —se alzó otro.

—¡Y por Clara del Rey! —añadió un tercero.

—¡Y por el teniente Ruiz!

—¡Y por Anselmo Rodríguez de Avellano!

—¡Y por Gaudioso Calvillo!

—¡Y por Teodoro Arroyo! —levantó su copa otro hombre.

—¡Y por…!

—¡De acuerdo! —alzó aún más su vaso el caballero, poniéndose en pie—. ¡Por todos y cada uno de los fusilados en el Prado y en la tapia del Cuartel de la Montaña de Príncipe! ¡Por los caídos en Cibeles, la Puerta de Alcalá, el Portillo de Recoletos y el Buen Suceso! ¡Y por los otros cientos de muertos en las demás calles! ¡Por todos ellos, caballeros!

Pero antes de que levantasen la copa, la voz de la mujer se elevó sobre la de todos como un cántico sagrado:

—¡Y por Manuela Malasaña!

Los presentes, todos a la vez, se volvieron para mirarla. Y ella, alzando la cara como rindiendo un homenaje que necesitaba hacer, apuró su vaso de un sorbo, lo arrojó contra el suelo, estrellándolo, y desconsolada se echó a llorar sobre el mostrador, escondiendo la cara entre los brazos cruzados.

Los hombres, impresionados ante aquella visión, repitieron:

—¡Por Manuela Malasaña!

Y acabaron su bebida.

Hubo un profundo y prolongado silencio.

Y algunos ojos húmedos por la emoción.

La piel, a veces, se eriza a traición para sentir un frío que no hace.

Al cabo, respetuoso y grave, don José Francisco Acebal y Soriano dejó el vaso sobre la mesa y se alisó la casaca.

—Bueno, creo mi deber retirarme. —Se volvió hacia Zamorano y se despidió de él, estrechándole la mano—. Le deseo, es más, le exijo en nombre de nuestro rey y de España, capitán, que acierte a cumplir su misión.

—Será un deber y un honor —replicó Zamorano, colgándose la bolsa de cuero en el hombro—. Mi vida por ello.

Y se levantó para despedir al caballero que, inclinando la cabeza a modo de despedida a todos los presentes, esperó a que el tabernero abriese el portón, mirase el exterior y le franquease la salida.

En cuanto hubo salido, Sartenes regresó de inmediato junto al capitán. Traía la cara roja, a causa de los excesos que empezaba a cometer con el vino, y en los labios una sonrisa.

—Se llama Teresa.

—¿Y tú…?

—Y hoy ha perdido a su amante y a la amiga que más quería. No creo que sea el mejor día para pretenderla. El posadero me ha contado que…

—¡Te dije que para seguir a mi lado debías callar! —se enojó el capitán, aunque no estaba seguro del motivo que le irritaba tanto.

—¡Mudo! —selló su boca Sartenes con los dedos en cruz—. Pero sólo una cosa más antes de enmudecer, mi capitán: ¿me llevarás con vos? ¿Me llevarás?

El capitán lo miró primero con sorpresa y luego con simpatía. No sabía qué responderle. Pero aquellos ojos suplicantes, aquel desvalimiento de perro callejero, aquel descaro de pícaro, le produjo de inmediato una sensación grata. Además, disponer de compañía en tan largo viaje y de un asistente ante las dificultades con que se toparía en el camino, no era asunto a despreciar sin pensarlo despacio. Se limitó a responder:

—Ya veremos.

—¡Gracias! —Sartenes sonrió entusiasmado y apuró el vaso otra vez, como si hubiese motivo para la celebración.

—¡He dicho que ya veremos!

A lo largo de la noche, otras visitas se produjeron en la taberna y otras instrucciones se repartieron con sigilo. Algunos hombres abandonaron el lugar antes del amanecer; otros cargaron sus armas y se introdujeron por estancias interiores, tal vez para usar salidas menos expuestas; y unos pocos se echaron a dormir sobre las mesas, agotados. La mujer del mostrador, forjándose una idea de venganza, sólo bebió y suspiró, sin apartar la mirada de lo que había depositado ante ella. Y tal vez en alguna ocasión se arrancase una lágrima que se deslizaba por sus mejillas.

Antes del alba entró un hombre agitado, extenuado, manchado de sangre, puede que él mismo también herido, dando cuenta de los muertos que ya habían podido ser identificados. Enumeró una relación interminable. Y después de dar el nombre de cada hombre o mujer hacía una pausa, como si les rindiese un homenaje personal. Pocos de los que escuchaban siguieron atentos aquella particular corona fúnebre. Zamorano apenas atendió, después de oír los primeros cuarenta o cincuenta nombres. Pero cuando el recién llegado dijo: «Juan Manuel Vázquez y Afán de Ribera, de doce años, cadete del Regimiento de Infantería Voluntarios del Estado», el capitán sintió un pellizco en el corazón.

—¿Cómo has dicho? —Se puso de pie y se llegó hasta él. Sartenes se sobresaltó por el ímpetu del capitán y lo siguió con la mirada. La mujer, desde el mostrador, volvió también la cabeza—. ¿Qué acabas de decir?

—Juan Manuel Vázquez y Afán de…

—¡Eso ya lo he oído! —gritó Zamorano—. ¿Doce años has dicho?

—Sí. Esa era su edad.

—¿Y dónde ha muerto? ¿Eh?

—En el Parque de Artillería. Con sus compañeros…

Zamorano se quedó unos segundos en silencio. No podía ser. Aquel niño que fue su correo por la mañana no estaba en el Parque. No lo hubiesen dejado volver a entrar, una vez sitiado el palacio. Pero ¿cómo era posible que conociese el nombre de los jefes y oficiales? Porque lo sabía todo el mundo, le había respondido, con aquel desparpajo de hombre. Pero algo había en él que escondía un misterio. El capitán no se atrevió a preguntar más. En realidad no quería conocer la verdad. Pero también sabía que, si lo ignoraba, muchas noches se acostaría torturándose, pensando en qué habría sido de aquel muchacho. Dudó. Y sintió que las piernas le temblaban.

Sartenes lo miraba, frunciendo el ceño. Otros hombres notaron también su zozobra. La mujer, desde lejos, podía leer la duda reflejada en su rostro. El recién llegado, desconcertado, no supo si debía continuar con la relación de bajas o dejar de enumerarlas. Finalmente Zamorano se sentó en el taburete que quedaba a su lado, puso los ojos en el informador y, apenas sin fuerzas en la voz, respiró hondo, se sobrepuso y dijo:

—¿Tú lo viste?

—He ayudado a recoger su cadáver…

No sabía si continuar. Pero pudo más el nudo que le cerraba la garganta que el temor a confirmar lo que imaginaba.

—Y, dime… ¿cómo era?

—No sé… —el hombre negó con la cabeza—. Estaba lleno de sangre… Pero sí recuerdo algo, lo recuerdo como si lo estuviese viendo: tenía la cara cubierta por una mancha del color del vino…

Aquel amanecer el capitán Zamorano, acompañado por Sartenes, salió de la Taberna del Gato con los ojos rojos y la mirada pegajosa. La última que les vio partir fue la mujer del mostrador, Teresa, que le regaló una fugaz sonrisa en la despedida. Como una promesa.

Una promesa que el capitán conservaría durante mucho tiempo.