UNO
La llegada de buda

La Tierra está bañada por un torrente de luz solar. Una violenta inundación de fotones: de media, 342 julios por segundo y metro cuadrado. 4185 julios (una caloría) subirán la temperatura de un kilogramo de agua en un grado Celsius. Si la atmósfera de la Tierra absorbiera toda esta energía, su temperatura subiría diez grados Celsius en un solo día.

Por suerte, gran parte de ella regresa al espacio. La cantidad en que lo hace depende del albedo y de la composición química de la atmósfera, que varían con el tiempo.

Gran parte del albedo o índice de reflexión de la Tierra se debe al hielo de los casquetes polares. Si el hielo y la nieve de los polos disminuyeran de modo significativo, la Tierra absorbería una mayor cantidad de energía solar. La luz solar penetraría en los océanos antes cubiertos de hielo y calentaría el agua. Esto añadiría más calor y más derretimiento de hielo, en un bucle de retroalimentación positiva.

El hielo del océano Ártico envía al espacio un pequeño porcentaje del total anual de la energía solar reflejada. En la década de 1950, cuando los bancos de hielo árticos fueron medidos por primera vez por submarinos nucleares, tenían una media de 9 metros de grosor en pleno invierno. A finales de siglo habían bajado a cuatro y medio. Entonces, un mes de agosto el hielo se rompió formando enormes icebergs tabulares que fueron arrastrados por las corrientes, colisionando y separándose, abriendo grandes caminos de mar a la eterna luz solar del verano del polo. El año siguiente, el desmembramiento empezó en julio y convirtió más de la mitad de la superficie del océano Ártico en mar abierto. El tercer año, el desmembramiento empezó en mayo.

Eso fue el año pasado.

Los días laborables siempre empiezan igual. Suena el despertador y con un sobresalto sales de sueños que olvidas inmediatamente. Una habitación oscura iluminada por la luz que precede al alba. Te diriges a la ducha caliente haciendo eses e intentando despertarte por el camino. Sientes el agua hirviendo en la nuca, ah, el mejor momento del día, que va quedando atrás con el avance del inexorable reloj. Fragmentos de un sueño, estabas metida en algún problema que ahora se te escapa, igual que intentabas escapar de él mientras dormías. Hundido en las estancias de los recuerdos perdidos. Sueños que no quieren ser recordados.

Evalúas el sueño de la noche. Anna Quibler concluyó que la noche anterior no había sido muy buena. Estaba agotada. Joe había llorado dos veces, y aunque era Charlie quien se había levantado para calmarlo, como parte del plan de condicionamiento que pretendía transmitir a Joe que mamá nunca volvería a hacerle visitas nocturnas, Anna también se había despertado, por supuesto, y había oído vagamente las palabras tranquilizadoras de Charlie:

—Eh, Joe. Qué pasa. Vuelve a dormirte, colega, estamos en mitad de la noche. No va a pasar nada hasta mañana, así que es mejor que te duermas. Estos llantos no conducen a nada, ¿por qué lo haces?, buenas noches, leche.

Una manera un poco brusca de tratarlo, pero formaba parte del plan. Después ella había estado moviéndose y dando vueltas durante muchos minutos, luchando heroicamente por no pensar en el trabajo. Años atrás recitaba mentalmente el poema de Edgar Allan Poe «El cuervo», que había memorizado en el instituto y que ejercía un agradable efecto soporífero sobre ella, pero una noche pensó «Dijo el cuervo, “Livermore”», porque tenía problemas con algunas personas del Lawrence Livermore. Desde entonces el poema ya no le servía para conciliar el sueño, porque, en cuanto pensaba en «El cuervo», se acordaba del trabajo. En general, los pensamientos de Anna presentaban cierto tropismo hacia los temas laborales.

La ducha había terminado, por desgracia. Se secó y vistió en tres minutos. Bajó la escalera y preparó la fiambrera de su hijo mayor. A Nick le gustaba, en realidad insistía en ello, que su comida fuera la misma todos los días, así que no era muy difícil de preparar. Sándwich de mantequilla de cacahuete, cinco zanahorias, manzana, batido de chocolate, yogur, rollito de carne, palito de queso, galleta. Tardó dos minutos, y luego lo metió en una bolsa isotérmica para que se mantuviera fresco. Cuando sacó las bolsas de hielo del congelador vio las ordenadas hileras de biberones de plástico llenos de su leche congelada, que Charlie descongelaba y daba a Joe durante el día, mientras ella estaba fuera. Eso le recordó que tenía que dar de comer al niño antes de irse, aunque no habría tardado mucho en percatarse, dado lo llenos que se sentía los pechos. Subió de nuevo la escalera, sacó a Joe de la cuna y se sentó en el sofá que había junto a ella.

—Eh, cariño, ha llegado la hora de la comidita.

Joe estaba acostumbrado y se aferró a ella casi completamente dormido. Con los ojos cerrados parecía un ángel. Se estaba haciendo más grande, pero todavía podía acunarlo en sus brazos y ver cómo se acurrucaba en su regazo como un recién nacido. Estaba más cerca de dos años que de uno, y normalmente era un torbellino, un salvaje que la tenía aburrida; pero no en ese momento. La cálida sensación de amamantarlo devolvió el sueño a su cuerpo, pero parte de su mente estaba ya en funcionamiento, así que lo apartó para darle el otro pecho durante cuatro minutos más. Los primeros meses tenía que taparle la nariz para que se soltara, pero ahora con un golpecito en la nariz era suficiente, al menos en el primer pecho. En el segundo se mostraba más recalcitrante. Observó la segunda manecilla del reloj grande de la habitación subir y dar la vuelta. Cuando terminaran él podría volver a la cama y dormir alegremente hasta más o menos las nueve, según decía Charlie.

Con un esfuerzo, lo volvió a dejar en la cuna, se abrochó y dio un beso leve a todos sus chicos en la frente. Charlie murmuró:

—Llámame, ten cuidado.

Entonces bajó la escalera y salió por la puerta, con la gran cartera del trabajo colgada del hombro.

El aire frío en el rostro y el pelo mojado la despertaron del todo por primera vez en el día. Había llegado el mes de mayo, y las mañanas de finales de la primavera sólo eran un poco frescas, una sensación deliciosa teniendo en cuenta el calor húmedo que se avecinaba. Unas espesas nubes grises flotaban sobre los edificios que bordeaban la avenida Wisconsin. El tráfico de camiones fluía con estruendo en dirección sur. La luz del amanecer teñía el metálico resplandor azul de las ventanas de los rascacielos junto a la estación de metro de Bethesda, y mientras pasaba por allí Anna pensó, no por primera vez, que aquél era uno de los mejores momentos del día. Ese pensamiento tenía implicaciones inquietantes, pero las desterró de su mente y disfrutó de la sensación del aire y el movimiento de las nubes sobre la ciudad.

Dejó atrás el ascensor del metro para prorrogar el paseo cincuenta metros, y luego giró y bajó las pequeñas escaleras que llevaban a la parada de autobús. Bajó las grandes escaleras mecánicas, introduciéndose en la oscuridad del enorme tubo de cemento nervado que era la estación subterránea. Metió la tarjeta en la máquina canceladora, oyó el golpe de las barreras triangulares abriéndose, recuperó la tarjeta y bajó por la escalera mecánica hasta las vías. No había ningún tren, ni tampoco estaba llegando ninguno (se podía oír y sentir la corriente de aire mucho antes de que se encendieran las luces del andén), así que no había prisa. Se sentó en un banco cuya situación le permitiría entrar directamente en el vagón que, en Metro Center, la dejaría lo más cerca posible de la escalera de enlace con la línea naranja.

A esa hora era probable que encontrara un asiento vacío en el tren, así que abrió el portátil y empezó a examinar una de las carpetas, como todavía llamaban a las propuestas de financiación que la Fundación Nacional para la Ciencia (FNC) recibía a un ritmo de cinco mil al año. «Análisis matemático y algorítmico de los codones palindrómicos para predecir la expresión proteínica de un gen». El proyecto pretendía desarrollar un algoritmo que sirviera para predecir qué proteínas expresaría cualquier secuencia de genes del ADN humano. Como los genes expresaban una gran variedad de proteínas, mediante procesos desconocidos y con variaciones inexplicables, este tipo de predicción tendría muchas utilidades, de ser posible. Anna lo dudaba, pero la genómica no era su especialidad. Tendría que encargárselo a Frank Vanderwal. Escribió una nota y se la mandó a Frank junto con la carpeta, luego abrió la carpeta siguiente.

La llegada de un convoy, la subida y la búsqueda de un asiento, el transbordo en Metro Center, la bajada en la estación de Ballston, en Arlington, Virginia: acciones realizadas inconscientemente, mientras leía o reflexionaba sobre las propuestas que guardaba en el portátil. La primera seguía pareciéndole la más interesante de la mañana. Tenía interés en saber lo que pensaba Frank.

Salir de una estación de metro es igual en todas partes: una larga escalera mecánica hacia un óvalo de cielo gris y el calor del día. Emerger de repente en una escena urbana llena de movimiento.

Lo que distinguía la estación de Ballston era que la escalera desembocaba en un vestíbulo enorme que llevaba a las múltiples puertas de cristal de un edificio. Anna entró en él sin mirar alrededor, se dirigió al pequeño y agradable tenderete que vendía dulces y bocadillos para llevar mejores de lo habitual y se compró algo para comer en su mesa de trabajo. Luego volvió a salir para su parada habitual en el Starbucks de enfrente.

Este Starbucks en concreto contaba con unos empleados frenéticamente entregados a la velocidad y la precisión; funcionaban en el trabajo como un coro de tambores y cornetas. A Anna le encantaba verlo. Le gustaba la eficacia allí donde la encontraba, y más cuanto mayor se hacía. Que un grupo de jóvenes pudiera convertir lo que era un trabajo potencialmente muy aburrido en una especie de extenuante ejercicio atlético le parecía admirable y alentador. En ese momento volvió a sentirse reconfortada al avanzar rápidamente en la larga cola y ver que la mujer del ordenador la miraba cuando todavía tenía dos personas por delante y gritaba ya a sus compañeros: «¡Manchado, semidescafeinado, descremado, sin espuma!», y luego, cuando le tocaba el turno a Anna, le preguntaba si quería algo más. Fue fácil sonreír mientras negaba con la cabeza.

Fuera otra vez, con el vaso de papel en la mano, se dirigió a la entrada oeste del edificio de la FNC. Dentro mostró su identificación al guarda de seguridad y luego atravesó el vestíbulo en dirección a los ascensores del lado sur.

A Anna le gustaba el interior del edificio de la FNC. La estructura era hueca, con un gigantesco atrio central, un espacio octogonal que se extendía del suelo a la claraboya, doce plantas por encima. En las paredes de este espacio vacío, tan grande como algunos edificios, se abrían las ventanas interiores de todas las oficinas de la fundación. La parte superior estaba ocupada por un enorme móvil colgante, hecho de barras curvas de metal pintadas con los colores primarios. En la planta baja había varios pequeños negocios: una pizzería, una peluquería, una agencia de viajes, una sucursal bancaria.

Un alboroto llamó la atención de Anna. En la otra puerta del atrio hubo un movimiento marrón, un centelleo de bronce, y entonces, de repente, resonó un acorde bajo y sonoro que llenó el amplio espacio con un vibrante blaa, como si el atrio mismo fuera una especie de enorme cuerno.

Un grupo de tibetanos, parecía, estaban entrando en el atrio: hombres y mujeres con túnicas marrones y amarillos gorros cónicos con ala. Algunos tocaban antiguos cuernos largos y rectos, otros golpeaban tambores o balanceaban incensarios, esparciendo nubes de sándalo. Era como si los participantes de un desfile hubieran entrado desde la calle por error. Atravesaron el atrio cantando, dando saltitos y girando, todo ello con movimientos lentos y majestuosos.

Se dirigían hacia la agencia de viajes, y por un segundo Anna se preguntó si habrían ido a reservar un vuelo a casa. Pero entonces advirtió que el escaparate de la agencia de viajes estaba vacío.

Eso le provocó una momentánea punzada de dolor, porque aquel escaparate siempre estaba lleno de brillantes carteles de playas tropicales y castillos europeos que cambiaban cada mes como las fotos de un calendario, y Anna solía contemplarlos mientras comía, viajando con la imaginación, en sustitución de los viajes de verdad que ella y Charlie habían abandonado cuando nació Nick. A veces pensaba que, teniendo en cuenta la violencia política y bacteriana que a menudo había detrás de aquellas fotografías, quizá era mejor viajar así.

Pero ahora el escaparate estaba vacío, y la pequeña habitación de detrás también. Los intérpretes tibetanos se congregaron en el umbral, en un crescendo de cánticos y metales estridentes, mientras las notas, increíblemente bajas, vibraban en el aire casi de forma visible, como el fagot de dibujo animado de la banda sonora de Fantasía.

Anna se acercó, desechando el leve pesar por la desaparición de la agencia de viajes. Nuevos ocupantes, que enturbiaban el aire con incienso, cantando o tocando sus instrumentos con toda la fuerza de sus pulmones: era interesante.

Entre los celebrantes había un anciano, de rostro marrón surcado por un laberinto de profundas arrugas. Sonreía, y Anna advirtió que las arrugas eran el mapa de toda una vida sonriendo de aquella manera. El anciano levantó la mano derecha, y la música acabó con una nota bajísima que vibró en el estómago de Anna.

El hombre se apartó del grupo e hizo una reverencia a las cuatro paredes del atrio, con las manos unidas por delante. Bajó la barbilla y cantó, en un tono tan bajo como cualquiera de los cuernos, dividido en dos notas: la principal, resonante, se distinguía perfectamente sobre la más baja, clara y profunda. Era asombroso que todo aquello proviniera de un hombre tan menudo. Cantando así, entró por la puerta de la agencia de viajes y allí tocó las jambas de cada lado, gritando cada vez.

Rig yal ba! Chos min gon pa!

Todos los demás exclamaron:

Jetsun Gyatso!

El anciano se inclinó ante ellos.

Y luego todos gritaron «Om»! y entraron en fila en el pequeño espacio de la oficina, los instrumentistas inclinando los largos cuernos para que pasaran por la puerta.

Un joven monje volvió a salir. Sacó una pequeña tarjeta rectangular de la ancha manga de su túnica, quitó el protector de las tiras adhesivas del dorso y la colocó con cuidado en el escaparate, junto a la puerta. Entonces regresó al interior.

Anna se acercó al escaparate. El pequeño letrero decía:

Embajada de khembalung

¡Una embajada! Y de un país del que nunca había oído hablar, lo cual no era de extrañar, porque surgían países nuevos constantemente; era una de las estrategias favoritas de la ONU en las disputas territoriales. Tal vez, en algún lugar turbulento de Asia, se había llegado a un acuerdo con la creación de Khembalung como resultado.

Pero vinieran de donde viniesen, aquél era un emplazamiento extraño para una embajada. Estaba muy lejos de la zona de embajadas de la avenida Massachusetts, de insólita arquitectura, banderas desconocidas y caros diseños; lejos de Georgetown, Dupont Circle, Adams-Morgan, Foggy Bottom, East Capitol Hill o cualquier otra de las encantadoras zonas para situar una embajada respetable. ¡Y no sólo en Arlington, sino el edificio de la FNC nada menos!

Quizá se trataba de un país científico.

Complacida con la idea, complacida por tener algo nuevo en el edificio, Anna se acercó aún más. Intentó leer unas letras pequeñas que vio en la parte inferior del nuevo cartel.

El joven que lo había colgado reapareció. Era de rostro redondo, y tenía la cabeza afeitada y una boca pequeña y rápida, como la de Betty Boop. Sus expresivos ojos negros se posaron directamente en los de ella.

—¿Puedo ayudarla? —dijo, con lo que a Anna le pareció acento de la India.

—Sí —dijo Anna—. He visto su ceremonia de llegada, y sentía curiosidad. Me preguntaba de dónde vienen.

—Gracias por su interés —dijo el joven con cortesía, inclinando la cabeza y sonriendo—. Somos de Khembalung.

—Sí, eso lo he visto, pero…

—Ah. Nuestro país es una isla nación. Está en la bahía de Bengala, cerca de la desembocadura del Ganges.

—Entiendo… —dijo Anna, sorprendida; había creído que serían de algún lugar del Himalaya—. Nunca había oído hablar de él.

—No es una isla grande. El estatus de nación ha sido un logro reciente, podría decirse. Justo acabamos de establecer una representación.

—Buena idea. Aunque, a decir verdad, me sorprende ver una embajada aquí. No lo consideraba el lugar más adecuado.

—Lo hemos escogido cuidadosamente —dijo el joven monje.

Se miraron.

—Bueno —dijo Anna—, es muy interesante. Buena suerte con la mudanza. Me alegro de que estén aquí.

—Gracias. —Volvió a asentir.

Pero cuando Anna se volvía para marcharse, algo la hizo mirar atrás. El joven monje seguía en el umbral, con los ojos fijos en la pizzería, con una leve sonrisa angustiada en el rostro.

Anna reconoció la expresión al instante. Cuando nació su hijo mayor, Nick, ella se había quedado en casa con él, y aquellos primeros meses de su vida eran una especie de recuerdo borroso para ella. No podía ir a trabajar, y hacerlo desde casa había resultado imposible. Cuando terminó la baja de maternidad, era evidente que la necesitaban en la oficina, así que había vuelto al trabajo, compartiendo el cuidado de Nick con Charlie y una canguro, y después con una guardería de Bethesda, próxima a la parada de metro. Al principio, Nick lloraba con furia por cualquier razón siempre que ella se iba, y Anna lo encontraba insoportable; pero luego pareció acostumbrarse. Y ella también terminó acostumbrándose, como todo el mundo, a pesar de la pena de la despedida de cada día. Simplemente, así eran las cosas.

Entonces, un día, llevó a Nick a la guardería —se había convertido en algo rutinario— y él no lloró al decirle adiós, ni siquiera pareció que le importara o se diera cuenta. Pero por alguna razón, Anna se había detenido para echar un vistazo por la ventana, y allí, en el rostro del niño, advirtió una mirada de determinación llena de desdicha y estoicismo —determinación a no llorar, a pasar otro día largo, solitario y aburrido— una mirada que en el rostro de un bebé era sencillamente desgarradora. La había atravesado como una flecha. Dio un grito involuntario, incluso empezó a volver para estrecharlo entre sus brazos y ofrecerle consuelo. Pero entonces reconsideró el efecto que tendría sobre él otra despedida y, con un horrible sentimiento desgarrador, una especie de desesperación respecto a todo en general, se marchó.

Allí estaba ahora aquella misma mirada, en el rostro del joven. Anna detuvo sus pasos, sintiendo de nuevo aquella puñalada de cinco años atrás. ¿Quién sabía por qué aquellas personas habían venido desde el otro extremo del mundo? ¿Quién sabía lo que habían dejado atrás?

Se dirigió de nuevo hacia él.

Al verla venir, recompuso el gesto.

—¿Sí?

—Si quieren —dijo ella—, más adelante, cuando les parezca conveniente, podría enseñarles algunos sitios buenos para comer en el barrio. Llevo mucho tiempo trabajando aquí.

—Vaya, gracias —dijo—. Eso sería muy amable por su parte.

—¿Qué día le iría bien?

—Bueno… hoy tendremos hambre —dijo, y sonrió. Su sonrisa era dulce, parecida a la de Nick.

Ella sonrió también, complacida.

—Volveré a bajar a la una en punto para llevarlos a un buen sitio, si les apetece.

—Se lo agradeceríamos mucho. Es usted muy amable.

Ella asintió.

—A la una, pues —dijo, calibrando de nuevo su plan de trabajo para ese día. Podía guardar el sándwich en la pequeña nevera de la oficina.

Anna llegó a los ascensores del lado sur. Mientras esperaba apareció Frank Vanderwal. Se saludaron, y Anna dijo:

—Eh, tengo un asunto interesante para ti.

Él puso los ojos en blanco.

—¿Es posible que haya algo para un caso acabado como yo?

—Oh, creo que sí. —Señaló el atrio con un gesto—. ¿Has visto a los nuevos vecinos? Nos hemos quedado sin agencia de viajes, pero hemos ganado una embajada, de un pequeño país de Asia.

—¿Una embajada, aquí?

—Creo que no conocen mucho Washington.

—Ya veo —Frank esbozó una sonrisa torva, completamente distinta de la dulce sonrisa del joven monje, irónica y cínica—. Embajadores de Shangri-La, ¿eh? —una de las flechas hacia arriba se iluminó, y se abrió la puerta del ascensor de al lado—. Bueno, podemos utilizarlos.

Primates en ascensores. La gente guardaba silencio, mirando los números iluminados del tablero, como de costumbre.

Una vez más, la experiencia hizo que Frank Vanderwal contemplara la naturaleza de su especie desde su habitual punto de vista sociobiológico. Eran mamíferos, primates sociales: una especie de chimpancés sin pelo. Sus cuerpos, cerebros, mentes y sociedades habían alcanzado su estado actual en el este de África tras una evolución de unos dos millones de años, mientras el clima cambiaba y la capa de bosques retrocedía ante la sabana abierta.

Eso explicaba muchas cosas. Era natural que se sintieran incómodos dentro de una pequeña caja en movimiento. En la sabana no había ninguna experiencia que pudiera compararse con aquello. Lo más parecido era quizá entrar a rastras en una cueva, sin duda detrás de un chamán con una antorcha, todos llenos de temor reverencial y muy posiblemente bajo la influencia de drogas psicotrópicas y rituales religiosos. En la sabana sólo un terremoto durante una de esas incursiones al mundo subterráneo podría explicar un viaje moderno en la cabina de un ascensor. No era de extrañar que reinara un intranquilo silencio; estaban en presencia de lo sagrado. Y los últimos cinco mil años de civilización no habían sido tiempo suficiente para que las adaptaciones evolutivas alteraran esas reacciones mentales. En la actualidad seguían siendo buenos sólo en las mismas cosas que en la sabana.

Anna Quibler rompió el tabú hablando mientras todos los demás permanecían en silencio. Le dijo a Frank, continuando con su relato:

—Fui y me presenté. Son de una isla nación de la bahía de Bengala.

—¿Te han contado por qué han montado la embajada aquí?

—Han dicho que habían escogido el sitio con mucho cuidado.

—¿Con qué criterio?

—No he preguntado. Ahora que lo pienso, supongo que por proximidad a la FNC, ¿no te parece?

Frank resopló.

—Es como el chiste de la actriz novata y el guionista de Hollywood, ¿no?

Anna arrugó la nariz, lo que sorprendió a Frank; era recatada, pero no mojigata. Entonces lo entendió: no es que desaprobara el chiste, sino la idea de que los recién llegados tuvieran tan mala suerte. Dijo:

—Creo que son más cuerdos que todo eso. Me parece que será interesante tenerlos aquí.

El Homo sapiens es una especie que presenta dimorfismo sexual. Y es algo más que una cuestión de cuerpos; Frank creía que los registros arqueológicos apoyaban la idea de que los roles sociales de los dos sexos se habían separado muy pronto. Estos roles distintos podían haber llevado a procesos mentales divergentes; así, sería posible caracterizar plausiblemente la existencia de enfoques diferentes incluso en actividades no diferenciadas por sexo, como la ciencia. En otras palabras, era posible que hubiera una práctica masculina de la ciencia y otra femenina, y que éstas fueran actividades sustancialmente distintas.

Estos pensamientos pasaron fugazmente por la mente de Frank mientras terminaba el viaje en ascensor y Anna recorría el pasillo que llevaba a sus oficinas. Anna era tan alta como él y tenía una bonita figura, pero el dimorfismo que los diferenciaba se extendía a sus hábitos mentales y sus prácticas científicas, y eso quizá explicaba por qué se sentía un poco incómodo con ella. No es que esa incomodidad fuera lo determinante de su actitud hacia ella, pero Anna hacía ciencia de un modo que a él le fastidiaba. No se debía a que fuera apasionada y difusa, como podría esperarse de la tendencia habitual del pensamiento femenino: al contrario, con frecuencia el trabajo científico de Anna (todavía escribía artículos de estadística conjuntamente con otros investigadores, a pesar de la carga burocrática que soportaba) hacía gala de una manía perfeccionista que la convertía en una científica muy meticulosa, una experta en estadística de primer nivel: lista, rápida, competente en una amplia gama de campos y excelente en más de uno. La mejor científica imaginable para la extraña tarea de dirigir el Departamento de Bioinformática de la FNC, buena hasta la exageración: demasiado precisa, demasiado inquisitiva, hasta el punto de que apenas podía seguir un curso de acción con dinamismo. De nuevo, en la FNC tal vez eso fuera una ventaja.

En cualquier caso, ella se lo tomaba muy en serio. Era una especie de puritana de la ciencia, extremadamente racional. Y sin embargo, en realidad todo era sólo fachada, como en los primeros puritanos; lo hiperracional coexistía en ella con una emotividad, intensidad y variabilidad que era el paradigma de la mujer americana social e interactiva. Toda científica era por tanto una especie de señor Spock en potencia: anteponía la faceta racional y negaba la faceta emotiva, y ambas coexistían enfrentadas entre sí.

Por otro lado, según este punto de vista, Frank tenía que admitir que la doble naturaleza era menos evidente en Anna que en otras muchas científicas que él conocía. En realidad, estaba bastante bien integrada. El último año habían pasado muchas horas juntos, inmersos en interesantes debates en beneficio del trabajo que ambos compartían. No, Anna le gustaba. La incomodidad de Frank no se debía a ninguno de sus hábitos irritantes, ni siquiera a la quisquillosidad y minuciosidad que la caracterizaban (aunque nadie se atrevía a bromear al respecto con ella), hábitos que no parecía poder evitar ni advertir, no, era más bien la manera en que aquella actitud hipercientífica se combinaba con su apasionada expresividad femenina sugiriendo una ciencia absoluta, o incluso una humanidad absoluta. A Frank le recordaba a sí mismo.

No al ser social que dejaba ver a los demás, eso debía admitirlo, sino a la vida interior que sólo él experimentaba. Él también estaba ahogado entre aspectos extremos de racionalidad y emotividad. Por esa razón lo hacía sentir incómodo: Anna se parecía demasiado a él. Le recordaba cosas de sí mismo en las que no quería pensar. Pero era incapaz de detener esas líneas de pensamiento. Ése era uno de sus problemas.

Sus oficinas se encontraban en la mitad de la circunferencia de la sexta planta. La de Frank era uno de los varios cubículos en los que estaba dividida una sala más grande; la de Anna, situada justo al lado, era una oficina de verdad, un espacio propio con un vestíbulo para su secretaria, Aleesha. Ambas oficinas, y todas las demás de aquel laberinto de cubículos y habitaciones, estaban llenas de ordenadores, mesas, archivadores y estantes atestados de libros, como todas las oficinas científicas de cualquier parte del mundo. La decoración era de un beige neutro estándar, evocando la pureza de la ciencia.

En este caso todo estaba humanizado, e incluso embellecido, gracias a las grandes y omnipresentes ventanas del lado interior de las habitaciones que permitían a todo el mundo mirar el atrio central y las demás oficinas. Esta combinación de espacio abierto y la visión de entre cincuenta y cien seres humanos convertía cada oficina en una parte o recuerdo de la sabana. En consecuencia, los ocupantes se sentían más cómodos en tanto que primates. Frank no abrigaba la ilusión de que alguien hubiera previsto este efecto de manera consciente, pero admiraba el conocimiento instintivo del arquitecto a la hora de decidir el mejor entorno de trabajo posible para los ocupantes del edificio.

Se sentó a la mesa. Había apartado la pantalla del ordenador de la ventana para poder concentrarse en ella cuando fuera necesario, pero ahora dirigió la vista hacia el atrio. Se acercaba al final de su estancia de un año en la FNC, y el volumen de trabajo, aunque nunca disminuía, era cada vez menos importante para él. Había montones de artículos y carpetas impresas apilados en todas las superficies horizontales, ordenados según el complejo sistema de trabajo de Frank. Tenía mucho que hacer, pero en lugar de eso se puso a mirar por la ventana.

El colorido móvil que ocupaba la mitad superior del atrio era un objeto penosamente simple, compuesto de formas básicas de colores primarios, muy similar a un garabato de jardín de infancia. Entre las numerosas actividades de Frank se incluía la escalada, y muchas veces se entretenía imaginando los movimientos necesarios para escalar el móvil. Había algunas partes complicadas, pero sería una ruta divertida.

Detrás del móvil podía ver el interior de ciento ocho estancias (las había contado). En ellas había personas escribiendo ante una pantalla, hablando en parejas o por teléfono, leyendo, o sentadas en salas de seminarios en torno a mesas llenas de papeles, mirando transparencias, o hablando. Sobre todo hablando. Si el interior de la Fundación Nacional para la Ciencia fuera la única fuente de información, no se podría evitar llegar a la conclusión de que hacer ciencia consistía principalmente en hablar.

Aquello no se acercaba a la verdad, y era una de las razones por las que Frank se aburría. La verdadera ciencia se hacía en laboratorios, y en cualquier sitio donde se llevaran a cabo experimentos. Lo que sucedía allí era otra cosa, una especie de metaciencia, podría decirse, que coordinaba actividades científicas, o las relacionaba con otras acciones humanas, o las financiaba. Algo así; de hecho, le costaba describirlo.

El aroma del café con leche que Anna se había subido al Starbucks entraba flotando desde su oficina, en la puerta de al lado, y ya la estaba oyendo hablar por teléfono. Ella también hablaba mucho por teléfono.

—No lo sé, no tengo ni idea de cuál es el tamaño de las otras muestras… No, no es estadísticamente insignificante, eso implicaría que los números son menores que el margen de error. Lo que estás diciendo carece de sentido desde el punto de vista estadístico. Claro, pregúntale, buena idea.

Aleesha, su ayudante, también estaba hablando por teléfono, explicando pacientemente algo con su graciosa voz de contralto típica de Washington. Aclarando algún malentendido. Era un hecho evidente, aunque rara vez reconocido, que gran parte del trabajo cotidiano de la FNC era llevado a cabo por un cuadro de mujeres afroamericanas de la zona, mujeres que a menudo se mostraban muy poco convencidas de que sus empleadores, en su mayoría de raza blanca, diesen importancia a su trabajo. Aleesha, por ejemplo, desplegaba la cortesía más escéptica que Frank había visto en su vida; a menudo él intentaba imitarla, pero sin mucho éxito, se temía.

Anna apareció en el umbral, dando golpecitos en la jamba, como hacía siempre, fingiendo que aquel espacio era una oficina.

—Frank, te he reenviado una carpeta, sobre un algoritmo.

—Vamos a ver si ha llegado. —Pulsó «RECIBIR CORREO», y apareció un mensaje nuevo de aquibler@fnc.gov. Le encantaba aquella dirección—. Está aquí, le echaré un vistazo.

—Gracias. —Se volvió, y luego se detuvo—. Escucha, ¿cuándo te vuelves a la Universidad de California en San Diego?

—A finales de julio o de agosto.

—Bueno, lamentaré que te vayas. Sé que te gusta trabajar ahí fuera, pero me encantaría que te plantearas quedarte por aquí un segundo año, o incluso de manera permanente, si quieres. Evidentemente, debes de tener muchas redes echadas.

—Sí —dijo Frank sin comprometerse. Quedarse más allá de aquel período de un año era completamente impensable—. Eres muy amable por preguntar. He estado bien aquí, pero debería volver a casa. Me lo pensaré, de todas formas.

—Gracias. Estaría bien tenerte por aquí.

Gran parte del trabajo de la FNC recaía en científicos visitantes, que llegaban con una excedencia de sus instituciones para llevar a cabo programas de la FNC de su área de especialidad durante un año o dos. Las propuestas de financiación llegaban a millares, y los directores de programas como Frank las leían, las clasificaban, reunían grupos de expertos externos y dirigían las sesiones en las que éstos estudiaban los montones de propuestas de campos concretos. Se trataba de una importante manifestación del proceso de arbitraje, un proceso que Frank aprobaba sin reservas, en principio. Pero con un año era suficiente.

Anna lo había estado observando, y ahora dijo:

—Supongo que es un no parar.

—Bueno, no más que en cualquier otro sitio. De hecho, si estuviera en casa probablemente sería peor.

Rieron.

—Y además tienes el trabajo de la revista.

—Eso es cierto. —Frank señaló con un ademán los montones de textos mecanografiados: tres pilas para el Cuaderno de Bioinformática, dos para La Revista de Sociobiología.— Siempre voy atrasado. Por suerte los otros editores lo llevan más al día.

Anna asintió. Editar una revista era un privilegio y un honor, aunque normalmente no se remuneraba: de hecho, muchas veces había que continuar suscrito para recibir los ejemplares que uno mismo editaba. Era otra de las muchas actividades no recompensadas de la ciencia, parte de su extensa economía de crédito social.

—Vale —dijo Anna—. Sólo quería saber si podíamos tentarte. Así es como lo hacemos. Cuando los visitantes son especialmente buenos, intentamos no perderlos.

—Sí, por supuesto —asintió Frank, incómodo. Estaba conmovido a su pesar; valoraba la opinión de ella. Hizo rodar la silla hacia la pantalla como para ponerse a trabajar, y Anna se volvió y se fue.

Frank abrió la carpeta que Anna le había reenviado. Reconoció en el acto el nombre de uno de los investigadores.

—Anna —llamó.

—¿Sí? —Ella reapareció en el umbral.

—Conozco a uno de los tíos de esta carpeta. El investigador principal es un tipo de Caltech, pero en realidad el trabajo lo hace uno de sus alumnos.

—¿Sí? —Era una situación típica, un científico más joven utilizando el prestigio de su consejero para presentar un proyecto.

—Bueno, conozco al alumno. Fui el miembro externo del tribunal de su tesis, hace unos años.

—Eso no basta para que haya un conflicto de intereses.

Frank asintió mientras seguía leyendo.

—Pero también ha trabajado con un contrato temporal en Torrey Pines Generique, que es una empresa de San Diego que yo ayudé a montar.

—Ah. ¿Sigues teniendo participaciones en ella?

—No. Bueno, este año tengo todas mis acciones en un fideicomiso ciego, así que no puedo estar seguro, pero creo que no.

—Pero no estás en el consejo de administración, ni eres asesor, ¿no?

—No, no. Y parece que su contrato allí ha terminado ya, de todas formas.

—Bien, entonces. Adelante.

Los miembros de la comunidad científica no podían permitirse ser demasiado maniáticos con los conflictos de intereses. De lo contrario, nunca encontrarían a nadie en condiciones de arbitrar nada; la hiperespecialización reducía las áreas de especialidad hasta tal punto que parecía que en cada una todos se conocían entre sí. En consecuencia, mientras en ese momento concreto no hubiera lazos financieros o institucionales con la persona en cuestión, se consideraba correcto proceder a evaluar su trabajo mediante los diversos sistemas de arbitraje.

Pero Frank quería asegurarse. Yann Pierzinski había sido un joven biomatemático muy perspicaz: era uno de los estudiantes de doctorado cuya carrera se seguía con la certeza de que se oía hablar de ellos. Y ahora allí estaba, con algo que a Frank le interesaba especialmente.

—Vale —le dijo a Anna—. Lo estudiaré. —Cerró el archivo y se volvió como para comprobar otra cosa.

Después de que Anna se fuera, recuperó la carpeta. «Análisis matemático y algorítmico de los codones palindrómicos para predecir la expresión proteínica de un gen». Propuesta de financiación para el trabajo continuado en un algoritmo que prediga las proteínas expresadas por un gen determinado.

Muy interesante. Era un intento de resolver uno de los misterios fundamentales, un paso desconocido en la biología que entorpecía de manera considerable el desarrollo de una biotecnología sólida. Los tres mil millones pares de bases del genoma humano contenían el código de varios cientos de miles de genes; y la mayoría de estos genes tenían codificadas las instrucciones para fabricar una o más proteínas, las piezas de construcción básicas de la química orgánica y de la propia vida. Pero qué genes daban lugar a qué proteínas, y cómo lo hacían exactamente, y por qué ciertos genes creaban más de una proteína, o diferentes proteínas en diferentes circunstancias, de todo eso no se sabía apenas nada, o nada en absoluto. Esta ignorancia convertía la biotecnología en un proceso interminable y carísimo de prueba y error. Una clave de cualquier parte del misterio sería muy valiosa.

Frank pasó las páginas de la solicitud con la velocidad que da la práctica. Yann Pierzinski, doctor en biomatemáticas, Caltech. Todavía estaba haciendo el trabajo de postdoctorado con el director de su tesis, un hombre al que Frank consideraba un verdadero cerdo, o algo peor. Resultaba interesante, pues, que Pierzinski hubiera aceptado un contrato temporal en Torrey Pines para trabajar con un investigador de bioinformática al que Frank no conocía. Tal vez hubiera sido un intento de huir de su director. Pero ahora había regresado.

Frank se sumergió en la parte fundamental de la propuesta. Pierzinski había estado trabajando en aquel algoritmo ya antes de leer la tesis. La mecánica química de la creación de proteínas como una especie de algoritmo natural, en realidad. Frank consideró la idea, operación a operación. Aquélla era su verdadera especialidad; aquello era lo que le interesaba desde la infancia, cuando se limitaba a resolver enigmas compuestos por cifras simples. Siempre le había gustado ese trabajo, y ahora quizá más que nunca, puesto que le permitía escapar por completo de la conciencia de sí mismo. El porqué del deseo de huir seguía siendo discutible; comoquiera que fuese, cuando volvía se sentía renovado, como si hubiera estado en un sitio agradable.

También le gustaba ver cómo emergían las pautas de la aparente aleatoriedad del mundo. Por eso últimamente le interesaba tanto la sociobiología: esperaba que hubiera algoritmos que descubrir, algoritmos que desentrañaran el código del comportamiento humano. De momento la búsqueda no había sido muy satisfactoria, en gran medida porque muy pocos aspectos del comportamiento humano podían someterse a un experimento controlado, y por tanto era imposible demostrar ninguna teoría. Era una lástima. Quería desesperadamente alguna clarificación en ese ámbito.

No obstante, en el campo de las cuatro sustancias químicas del genoma —en la larga danza de la citosina, adenina, guanina y timina— muchas más cosas parecían ser trasladables a la expresión matemática y la experimentación, con resultados que podían comunicarse a otros científicos y ser utilizados. En otras palabras, era posible comprobar las ideas de Pierzinski y averiguar si funcionaban.

Salió de aquel trance mental hambriento y con la vejiga llena. Estaba bastante seguro de que el trabajo tenía verdadero potencial. Y eso le estaba dando ideas.

Se levantó rígidamente, fue al cuarto de baño, volvió. Ya era media tarde. Si se iba pronto podría esquivar el tráfico hasta su apartamento, comer rápidamente e ir a Great Falls. Para entonces el asfixiante calor habría empezado a remitir, y las paredes de la garganta estarían casi vacías de escaladores. Podía escalar hasta mucho después de la puesta de sol, y seguir reflexionando sobre el algoritmo, allí, donde mejor pensaba en los últimos tiempos, en las duras y antiguas paredes de esquisto del único lugar de Washington D.C. donde sobrevivía un pedazo de naturaleza.