TRES
Mérito intelectual

El agua fluye por los océanos siguiendo pautas de reciclado constantes, determinadas por la fuerza de Coriolis y las posiciones concretas de los continentes en nuestro tiempo. Las corrientes superficiales pueden moverse en dirección contraria a las corrientes profundas, y muchas veces lo hacen, formando sistemas similares a gigantescas tuberías de agua. La más grande es ya famosa, al menos en parte: la corriente del Golfo; es un segmento de una corriente superficial de agua caliente que fluye en dirección norte a lo largo de todo el Atlántico, hasta Noruega y Groenlandia. Allí el agua se enfría y se hunde, e inicia un largo viaje en dirección sur por el fondo del océano Atlántico, hasta el cabo de Buena Esperanza, y luego gira al este, hacia Australia, y entra en el Pacífico, donde el agua sube y se une al flujo de la superficie, en dirección al oeste y el Atlántico, donde emprende de nuevo el largo recorrido hacia el norte. Una molécula de agua tarda unos mil años en realizar este viaje circular.

Cuando se enfría, el agua salada se hunde con más facilidad que el agua dulce. Los vientos alisios arrastran las nubes generadas en el golfo de México en dirección oeste, sobre América Central, y éstas descargan la lluvia sobre el Pacífico, aumentando así la salinidad del agua restante del Atlántico. Por tanto, cuando se enfría, el agua del Atlántico Norte baja con facilidad, reforzando la corriente del Golfo. Si la superficie del Atlántico Norte perdiera salinidad muy rápidamente, al enfriarse no bajaría con tanta facilidad, y eso podría paralizar el flujo. La corriente del Golfo no tendría adónde ir y se ralentizaría, y se hundiría más al sur. El tiempo cambiaría en todo el mundo: en el hemisferio norte habría más viento y menos humedad, y algunos lugares se volverían más fríos, sobre todo en Europa.

La súbita desalinización del Atlántico Norte puede parecer improbable, pero ya ha sucedido antes. Al final de la Edad de Hielo, por ejemplo, el casquete polar se derritió dando lugar a unos lagos enormes y poco profundos. Con el tiempo, los lagos rompieron sus diques de hielo y se vertieron en los océanos. El Escudo Canadiense todavía conserva las huellas de tres o cuatro de estas inundaciones catastróficas: una bajó por el Mississippi, otra por el Hudson y otra por el St. Lawrence.

Al parecer, estas subidas paralizaron la corriente que fluye entre los océanos del planeta, y en consecuencia el clima se vio alterado en todo el mundo, a veces en apenas tres años.

Ahora bien, si el hielo del Ártico se rompiera formando icebergs y éstos se trasladaran al sur, hasta más allá de Groenlandia, ¿podría llegar a aportar agua suficiente en el Atlántico Norte para interrumpir la corriente del Golfo otra vez?

Frank Vanderwal seguía las noticias sobre el clima como una especie de hobby morboso. Su amigo Kenzo Hayakawa, un antiguo compañero de escalada con el que había compartido piso durante la universidad, había pasado un tiempo en la NOAA*antes de trasladarse a la FNC para trabajar con el grupo meteorológico de la novena planta, y de vez en cuando Frank iba a verlo para saludar y enterarse de las últimas noticias. Las cosas se estaban poniendo feas ahí fuera. Los fenómenos meteorológicos extremos se abatían sobre todo el mundo: había episodios violentos y de corta duración casi cada día, y las situaciones difíciles se sucedían sin interrupción, de manera que nunca estaban completamente libres de unos u otras. El Hiperniño, graves sequías en la India y Perú, incendios perpetuos provocados por relámpagos en Malasia; además, cada día pasaba algo: un tifón que destrozaba la mayor parte de Mindanao, una helada repentina que acababa con la cosecha de cereales y rompía las tuberías de todo Texas, etcétera. Todos los días.

Como muchos climatólogos y meteorólogos que Frank conocía, Kenzo presentaba todas estas noticias con un ligero aire de amo y señor, como si él fuera el supervisor del tiempo. Le gustaban las malas noticias y disfrutaba compartiéndolas, sobre todo cuando apoyaban su opinión de que el calor antropogénico añadido a la atmósfera había alterado las pautas de los monzones del océano Índico irreversiblemente, con repercusiones globales; en la práctica, casi todo lo que sucedía. Esa semana, por ejemplo, eran los tornados: antes habían estado confinados casi por completo a América del Norte, constituían una especie de fenómeno anormal de la topografía y la latitud de ese continente, pero actualmente estaban apareciendo en África Oriental y Asia Central. La semana anterior había sido el debilitamiento de la gran corriente oceánica en el Índico y no en el Atlántico.

—Increíble —decía Frank.

—Lo sé. ¿No es estupendo?

Antes de irse a casa al terminar la jornada, Frank solía pasar por delante de otra fuente de noticias, la pequeña habitación llena de archivadores y fotocopiadoras conocida informalmente como «Departamento de Estadísticas Desafortunadas». Allí, alguien había empezado a colgar de las paredes beiges de la habitación copias de estadísticas interesantes u otros fragmentos de informaciones cuantitativas recientes. Nadie sabía quién había comenzado la tradición, pero era evidente que todos la habían hecho suya.

Los más viejos eran titulares, cosas como:

El presidente del Banco Mundial dice que cuatro mil millones de personas viven con menos de dos dólares al día.

o

Estados Unidos: cinco por ciento de la población mundial, cincuenta por ciento de las propiedades corporativas.

Las páginas más recientes contenían gráficos, tablas o cifras procedentes de artículos periodísticos, o artículos breves de naturaleza cuantitativa extraídos de la literatura científica.

Cuando Frank pasó por allí ese día, Edgardo estaba en la máquina de café, como tantas otras veces, mirando las últimas novedades. Era otro titular:

Las 352 personas más ricas tienen tanto como los dos mil millones más pobres, dice un proyecto alimentario canadiense

—No me lo creo —dijo Edgardo.

—¿Por qué? —preguntó Frank.

—Porque los dos mil millones más pobres no tienen nada, mientras que los trescientos cincuenta y dos más ricos poseen un gran porcentaje del capital total del mundo. Sospecho que harían falta por lo menos los cuatro mil millones más pobres para igualar a los primeros trescientos cincuenta.

Anna entró mientras hablaba, y arrugó la nariz camino de la fotocopiadora. Frank sabía que no le gustaban las conversaciones de este tipo: al parecer le resultaba desagradable insistir en lo obvio. O sentía desconfianza respecto a los datos. A lo mejor era la que había colgado la breve cita: El 72,8% de todas las estadísticas se inventan sobre la marcha.

Frank, con ánimo de fastidiar, dijo:

—¿Qué piensas tú, Anna?

—¿Sobre qué?

Edgardo señaló el titular y explicó su objeción.

—No lo sé —dijo Anna—. Tal vez la suma de dos mil millones de pequeñas posesiones iguale a la de las trescientas más ricas.

—No las de estas primeras trescientas. ¿Habéis visto los últimos informes de Forbes 500?

Anna negó con la cabeza, impaciente, como diciendo: Por supuesto que no, ¿por qué iba a perder el tiempo de esa manera? Pero Edgardo era un estudioso empedernido del mercado de valores y el mundo financiero en general. Dio un golpecito a otra de las hojas colgadas.

—La plusvalía media que generan los trabajadores norteamericanos es de treinta dólares por hora.

—Me pregunto cómo definen la plusvalía —dijo Anna.

—Beneficios —dijo Frank.

Edgardo negó con la cabeza.

—Los libros se pueden amañar y eliminar los beneficios, pero la plusvalía, el valor creado que no se paga en el sueldo, sigue ahí.

—Había una página por aquí que decía que el trabajador estadounidense medio trabaja 1950 horas al año —dijo Anna—. Eso también me pareció cuestionable, significa cuarenta horas a la semana durante unas cuarenta y nueve semanas.

—Tres semanas de vacaciones al año —señaló Frank—. Es bastante normal.

—Sí, pero ¿eso es la media? ¿Y los trabajadores a tiempo parciales?

—Debe de haber un número equivalente de personas que trabajan horas extra.

—¿Puede ser eso verdad? Pensaba que las horas extra eran algo del pasado.

—Tú haces horas extra.

—Sí, pero no me las pagan.

Los hombres rieron.

—Deberían haber usado la mediana —dijo ella—. El promedio es una medida sesgada de la tendencia principal. De todas formas, eso equivale a… —Anna era capaz de calcular mentalmente—. La plusvalía generada por el trabajador medio es de sesenta y cuatro mil trescientos cincuenta dólares al año. Si te crees esas cifras.

—¿Cuáles son los ingresos medios? —Quiso saber Edgardo—. ¿Treinta mil?

—Tal vez menos —dijo Frank.

—No tenemos ni idea —objetó Anna.

—Pongamos que treinta, ¿qué se paga de impuestos por término medio?

—¿Unos diez? ¿O menos?

—Supongamos que diez —dijo Edgardo—. Así que veamos. Trabajas todos los días del año, excepto tres semanas de mierda. Ganas unos cien mil dólares. El jefe se queda con dos terceras partes, y te da un tercio, y tú le das un tercio de eso al gobierno. El gobierno usa su parte para construir carreteras y escuelas, pagar policías y pensiones, y tu jefe utiliza la suya para construirse una mansión en alguna isla de algún lugar. Así que te quejas de ese Gran Hermano pomposo e incompetente que tienes por gobierno, como es normal, y acabas votando invariablemente por el partido que favorece a los propietarios. —Sonrió a Frank y Anna—. ¿Hasta qué punto eso es estúpido?

Anna sacudió la cabeza.

—La gente no lo ve de esa manera.

—Pero ¡aquí están las estadísticas!

—La gente no suele analizarlas así. Además, te has inventado la mitad.

—¡Están lo bastante cerca de la verdad para que la gente se haga una idea! Pero ¡no se les enseña a pensar! En realidad, se les enseña a no pensar. Y son estúpidos, para empezar.

Ni siquiera Frank quería llegar tan lejos.

—Todo depende de lo que puedes ver —sugirió—. Ves a tu jefe, ves tu paga, te la dan. La tienes. Entonces te obligan a entregar una parte al gobierno. Nunca te enteras de la plusvalía que has creado, porque ha desaparecido antes de que llegaras a verla. Camuflada en los libros.

—Pero ¡los ricos salen siempre en las noticias! Todo el mundo ve que tienen más de lo que han ganado, porque nadie puede ganar tanto dinero.

—La gente sólo comprende las cosas sensoriales —insistió Frank—. Estamos programados para entender la vida de la sabana. Si alguien te da carne, es tu amigo. Si alguien te la quita, es tu enemigo. Los conceptos abstractos como plusvalía o las estadísticas sobre el valor de un año de trabajo no son tan reales como lo que puedes ver y tocar. La gente sólo entiende lo que puede conocer a través de sus sentidos. Así es como hemos evolucionado.

—A eso me refiero —dijo Edgardo alegremente—. ¡Somos estúpidos!

—Tengo que volver al trabajo —dijo Anna, y se fue. Realmente no le gustaban ese tipo de conversaciones.

Frank la siguió, y por último se encaminó a casa. Condujo el pequeño Honda eléctrico por el Old Dominion Parkway, que ya estaba atestado; atravesó el cinturón de circunvalación, y luego entró en un complejo llamado Swink's New Mill, donde tenía alquilado un apartamento durante su año de estancia en la FNC.

Aparcó en el garaje subterráneo del bloque y tomó el ascensor hasta el piso catorce. Su apartamento daba al Potomac: una vista amplia y una bonita vivienda, alquilada por aquel año a un joven del Departamento de Estado que estaba pasando una temporada en Brasilia. Estaba amueblada con un estilo minimalista que indicaba que el dueño no iba mucho por allí. Pero la cocina era agradable, los espacios funcionales, todo muy cómodo, y de todas formas la mayor parte del tiempo que Frank pasaba allí dormía, así que su aspecto no le importaba.

Había recogido uno de los periódicos gratuitos en el trabajo, y ahora, mientras se servía un poco de requesón, volvió a mirar la sección de anuncios personales, una costumbre lamentable que tenía desde hacía años. Lo fascinaba por el atisbo que esas páginas ofrecían de un submundo de diversidad sexual en continuo florecimiento, una subcultura que había comprendido las implicaciones de la desaparición de las limitaciones biológicas en el paisaje tecnourbano, y por tanto estaba preparada y dispuesta para crear una mezcla total polimorfa. ¿Existían aquellas personas realmente, o se trataba sólo de la fantasía colectiva de un puñado de almas solitarias como él? Nunca se había puesto en contacto con la gente que escribía aquellos anuncios para intentar averiguarlo. Sospechaba lo peor, y estaba mejor solo. Aunque las secciones dedicadas a la gente que buscaba RLP, que significaba «relación a largo plazo», iban mucho más allá de las fantasías sexuales, y a veces lo impresionaban mucho. EBD RLP: «en busca de relación a largo plazo». La especie había evolucionado en eras pasadas hacia las relaciones monógamas, estaban presentes en la estructura cerebral y todas las culturas manifestaban la misma tendencia incontenible hacia los vínculos de pareja. No se trataba de una imposición cultural, sino de un instinto biológico. En ese aspecto, eran iguales que las cigüeñas.

Y por eso leía los anuncios, pero no contestaba nunca. Sólo iba a estar allí un año; su hogar era San Diego. No tenía sentido emprender acciones en ese frente concreto, no importaba lo que sintiera o leyera.

Además, los propios anuncios tendían a disuadirlo.

Busco marido, MSB, enfermera en ejercicio, busca HSB trabajador, guapo, para RLP. Debe ser un testigo de Jehová devoto.

HSN, 1,75 m, tímido, tranquilo, un poco serio, busca mujer de cualquier edad. Ni guapa ni rica, pero buena persona. Me gustan el cine extranjero, la ópera, el teatro, la música, los libros y las veladas tranquilas.

Estas entradas no obtendrían muchas respuestas. No obstante, como todas las demás, expresaban con toda la claridad posible las necesidades primarias que querían satisfacer. Frank podría haber escrito el texto subyacente a todas, y una vez lo había hecho, e incluso lo habría enviado a un periódico, como chiste, evidentemente, para todos aquellos que leyeran esas confesiones con el mismo enfoque crítico que él: les haría reír. Aunque, por supuesto, si a cualquier mujer que lo leyera le gustaba el chiste lo suficiente como para llamar, bueno, eso sería una señal.

Homo sapiens macho desea compañía de Homo sapiens hembra para conversación y conductas de cortejo, posiblemente apareamiento y reproducción. Debe ser feliz, correr rápido.

Pero no había respondido nadie.

Salió al balcón, a la tarde sofocante. Dentro de otros dos meses se iría a casa y retomaría su vida normal. Estaba impaciente. Quería flotar en el Pacífico. Quería caminar por la bonita Universidad de California en San Diego bajo aquel calor estupendo, comer con viejos colegas entre los eucaliptos.

Pensar en ello le recordó la solicitud de subvención de Yann Pierzinski. Entró, fue al portátil y buscó su nombre en Google para intentar averiguar más sobre sus últimas ocupaciones. Luego reabrió la solicitud y buscó la sección de la parte del algoritmo que pretendía desarrollar. Repetición primitiva en el límite… era interesante.

Después de pensar un poco más, llamó a Derek Gaspar de Torrey Pines Generique.

—¿Qué pasa? —dijo Derek después de los preliminares.

—Bueno, acabo de recibir una propuesta de subvención de uno de los tuyos, y quería saber si puedes contarme algo al respecto.

—¿Qué significa «de uno de los míos»?

—Un tal Yann Pierzinski, ¿lo conoces?

—No, nunca he oído hablar de él. ¿Dices que trabaja aquí?

—Estuvo con un contrato temporal, trabajando con Simpson. Es un postdoctorando de Caltech.

—Ah sí, aquí está. Matemático, escribió un artículo de biomatemáticas sobre algoritmos.

—Sí, es lo que me sale a mí también cuando lo busco en Google.

—Bueno, claro. No puedo recordar a todos los que han trabajado con nosotros, hay cientos de personas, ya lo sabes.

—Claro, claro.

—Entonces ¿de qué va su propuesta? ¿Vas a concederle una subvención?

—No depende de mí, como bien sabes. Ya veremos lo que dice el grupo de expertos. Pero mientras tanto, a lo mejor podrías buscar algo sobre él.

—Oh, entonces te gusta.

—Creo que puede ser interesante, es difícil de decir en esta fase. Pero no lo sueltes.

—Bueno, nuestros archivos dicen que se fue a Pasadena, para terminar su trabajo allí, supongo. Como tú dices, tenía un contrato temporal.

—Ajá. Vaya, tus grupos de investigación están en las últimas.

—No es verdad, Frank, estamos en los huesos en algunas áreas, pero conservamos todo lo que nos hace falta. Hemos tenido que tomar decisiones duras. Kenton quería que volviéramos a pagarle, y el momento no podía ser peor. Volver después de aquella fase dos en la India ha sido duro, muy duro. Ésa es una de las razones por las que me alegraré de tenerte aquí de vuelta.

—Yo ya no trabajo para Torrey Pines.

—No, lo sé, pero a lo mejor puedes volver a unirte a nosotros cuando regreses.

—A lo mejor. Si conseguís nueva financiación.

—Lo intento, créeme. Por eso me gustaría tenerte de nuevo a bordo.

—Veremos. Ya hablaremos cuando esté ahí. Mientras tanto, no recortes más investigaciones. Podría ser lo que atrajera la nueva financiación.

—Eso espero. Hago lo que puedo, créeme. Estamos intentando aguantar hasta que surja algo.

—Sí. Aguanta, pues. Iré a buscar casa dentro de un par de semanas, me pasaré por allí entonces.

—Bien, concierta una cita con Susan.

Frank colgó el teléfono y se apoyó en el respaldo de la silla, pensando. Derek era como muchos otros responsables de nuevas empresas biotecnológicas de primera generación. Había salido del departamento de biología de la UCSD y había desarrollado su sagacidad mercantil trabajando. Algunos lo conseguían, otros no, pero todos tenían tendencia a quedarse por detrás de la ciencia que se estaba haciendo y tenían que apostar por lo que era realmente posible en los laboratorios. Sin duda Derek contaba con ayuda a la hora de definir la política de Torrey Pines Generique.

Frank retomó el examen de la propuesta de subvención. Faltaban algunos elementos del algoritmo, como era habitual. Para eso era la subvención, para financiar el trabajo necesario y terminar el proyecto. Y algunas personas, por cautela, solían describir los aspectos cruciales de su trabajo en términos generales si éste no había sido publicado. Por eso era imposible estar seguro, aunque sí veía ahí un gran método en potencia. En un momento temprano del día había creído ver la manera de rellenar uno de los huecos que había dejado Pierzinski, y si funcionaba como creía que podía funcionar…

—Hum —dijo a la habitación vacía.

Si la situación seguía siendo flexible cuando se fuera a San Diego, quizá pudiera montárselo bien. Había algunos posibles problemas, por supuesto. Las directrices de la FNC afirmaban explícitamente que a pesar de que los derechos de reproducción, las patentes o los ingresos de un proyecto pertenecían a quien recibía la subvención, la FNC siempre mantenía el derecho de uso de todos los trabajos que ella financiaba. Eso impedía que un individuo o compañía obtuviera grandes beneficios con este tipo de proyectos, si se le concedía una subvención. El control exclusivamente privado sólo era posible cuando no se recibía ningún tipo de subvención pública.

Además, el investigador principal de la propuesta era el asesor de Pierzinski en Caltech, que apoyaba el trabajo de sus estudiantes como se hacía habitualmente. Se trataba de un intercambio: el asesor aportaba credibilidad al estudiante, una especie de licencia para optar a una subvención, mediante su nombre y prestigio. El estudiante ponía el trabajo, a veces en su totalidad, a veces sólo en parte. En este caso, Frank creía que todo.

En cualquier caso, la solicitud de fondos venía de Caltech. Caltech y el investigador principal tendrían los derechos sobre cualquier cosa que saliera del proyecto, junto con la propia FNC, aunque Pierzinski se marchara después. Así, por ejemplo, si se iba a intentar llevar a Pierzinski a Torrey Pines Generique, sería mejor que esta solicitud concreta fuera rechazada. Y si el algoritmo funcionaba y se podía patentar, entonces, de nuevo, sólo sería posible conservar el control sobre él si la solicitud era desestimada.

Aquella línea de pensamiento lo puso nervioso. Se levantó de la silla, salió al minibalcón y entró de nuevo. Entonces recordó que había pensado ir a las Great Falls de todas formas. Rápidamente se terminó el requesón, sacó el equipo de escalada del armario, se cambió de ropa y volvió a bajar a buscar el coche.

Las Great Falls del Potomac eran complicadas, un largo salto de aguas rápidas que caían junto a unas cuantas islas. La dificultad de las cascadas radicaba en su principal atractivo visual: la altura total no era gran cosa, ni tampoco el volumen de agua. Lo más impresionante era el rugido de las aguas.

El agua que salpicaba parecía condensar la humedad, de modo que, paradójicamente, había menos humedad allí que en cualquier otro sitio, aunque el suelo estaba mojado y cubierto de musgo. Frank caminó corriente abajo siguiendo el borde de la garganta. Debajo de las cascadas, el río se reencauzaba y atravesaba un desfiladero llamado garganta Mather, cuya pared meridional era tan difícil que atraía a muchos escaladores. La parte favorita de Frank era la llamada Carter Rock. Todo consistía en asegurar una cuerda en algún lugar, normalmente un tronco de árbol fuerte próximo al borde del precipicio, y luego descender haciendo rappel hasta el fondo y volver a subir en escalada libre, o sujetarte a la cuerda con un arnés y ahorrarte el trabajo de tener que ir asegurándote cada vez a ti mismo.

También se podía escalar en equipo, naturalmente, y muchos lo hacían, pero los solitarios como Frank eran tan habituales como las parejas. Algunos incluso escalaban la pared sin nada, prescindiendo de toda protección. A Frank le gustaba subir con algo más de seguridad, pero lo había hecho tantas veces que en ocasiones bajaba en rappel y subía en libre sin alejarse de la cuerda, fingiendo ante sí mismo que podía agarrarse a ella si se caía. Las pocas rutas disponibles estaban tan usadas que se hallaban cubiertas de tiza y grasa. En esta ocasión decidió sujetarse a la cuerda con el arnés.

El río y la garganta formaban una franja de cielo abierto inusualmente extensa para el área metropolitana. Eso, junto con todo lo demás, le daba a Frank la sensación de encontrarse en un buen lugar: en una ruta de pared, cerca del agua y bajo el cielo abierto. Lejos de la claustrofobia del gran bosque, una de las cosas de la costa Este que más odiaba. A veces daría lo que fuera por un paisaje de tierra abierta.

Ahora, mientras bajaba por las enormes rocas al pie del precipicio, se entizaba las manos y empezaba a escalar por el viejo esquisto de grano fino, se le levantó el ánimo. Estaba concentrado en sus alrededores inmediatos hasta extremos inimaginables cuando no escalaba. Era como trabajar en matemáticas: sólo en esos momentos se sentía fuera de cualquier lugar. Estaba allí, justo en aquellas rocas concretas.

Había subido por esa ruta muchas veces. Dificultades 5,8 o 5,9 en la parte más compleja, mucho más fácil en los demás sitios. Era raro encontrar lugares complicados, pero no importaba. Tampoco importaba que se tratara de un barranco y no de una cumbre. El rugido constante, la lluvia de pequeñas gotas de agua, nada de eso tenía importancia. Lo único que contaba era la escalada en sí.

Sus piernas realizaban la mayor parte del trabajo. Encontrar puntos de apoyo, apoyar las zapatillas especiales en grietas o protuberancias, buscar dónde asirse con las manos; y subir, una y otra vez, usando las manos sólo para mantener el equilibrio, como asegurándose con el tacto de que lo que veía era real, de que los puntos de apoyo que pensaba utilizar serían adecuados. Escalar era el paraíso de la concentración absoluta, una especie de devoción, o de oración. O simplemente un repliegue a las competencias fundamentales del cerebelo de los primates, que estaban muy bien conservadas.

Atardecía. Era una sofocante tarde de verano, cerca de la puesta de sol, y el aire amarilleaba. Llegó a lo alto y se sentó en el borde, sintiendo que el sudor de su rostro no llegaba a evaporarse.

Había un kayak, abajo, en el río. Una mujer, pensó, aunque llevaba casco y tenía los hombros altos y el pecho plano: no habría sabido decir cómo lo sabía exactamente, y sin embargo estaba seguro. Otra habilidad de la sabana; de hecho, algunos antropólogos aseguraban que este tipo de identificación rápida de las posibilidades reproductivas era el motivo del desarrollo del neocórtex. El cerebro había crecido a marchas forzadas con el único fin de relacionarse con el otro sexo. Una idea deprimente, vistos los resultados hasta la fecha.

La mujer remaba con suavidad corriente arriba, internándose en las aguas sibilantes que sólo a su alrededor parecían recuperar el estado líquido. Más arriba había unos rápidos que llevaban al estruendo blanco del pie de las cascadas propiamente dichas.

La mujer se impulsó hacia esa sección más brava, remando con más fuerza, y luego mantuvo su posición contracorriente mientras estudiaba las cascadas. A continuación salió con impulso, atacando una corriente blanca y uniforme de la sección más baja, una especie de rampa en mitad del estrépito, hasta una terraza en las aguas rápidas. Cuando llegó al pequeño llano descansó otra vez, remando con algo más de vigor para mantenerse, haciendo acopio de fuerzas para el próximo salto corriente arriba.

De repente abandonó el extraño refugio y atacó otra rampa que subía hasta una meseta más grande de aguas negras y llanas, una charca con un remolino, al parecer, con una corriente que iba hacia atrás y le permitía descansar. No había espacio para coger velocidad antes de saltar, parecía atrapada; pero quizá sólo estaba estudiando la ruta, o esperando un momento en que la corriente bajara con menos fuerza, porque de súbito se arrojó sobre las aguas con una serie de furiosos golpes de remo, y consiguió subir la embarcación por la siguiente rampa de agua. Cinco o siete segundos desesperados después volvió a enderezarse, esta vez en un pequeño refugio donde no había ningún remolino que la impulsara hacia atrás, a juzgar por la intensidad de los golpes de remo que daba para mantenerse allí. Al cabo de unos instantes tuvo que intentar el ascenso por una rampa a su derecha para no perder su posición privilegiada, así que emprendió la marcha y luchó corriente arriba, moviendo los puños tan rápido como un boxeador, el kayak en un ángulo imposible, como un milagro, hasta que, de repente, las aguas la arrastraron y tuvo que hacer un giro rápido y luego emprender una furiosa carrera, bajando por las cascadas por una ruta distinta y más abrupta de la que había seguido para subir, perdiendo en cuestión de segundos la altura que había alcanzado en un par de minutos de duro trabajo.

—Vaya —dijo Frank, impresionado.

Casi había llegado al tapiz sibilante de río llano que había justo debajo de él, y Frank sintió el impulso de saludarla con la mano, o ponerse en pie y aplaudir. Se contuvo, porque no quería molestar a otra atleta que obviamente estaba inmersa en su propio espacio. Pero sacó el teléfono móvil y llevó a cabo una búsqueda GPS dirigida, suponiendo que, si la mujer tenía un teléfono móvil con localizador en el kayak, debía de estar muy cerca de la posición del suyo. Comprobó su posición, introdujo las coordenadas treinta metros al norte; no encontró nada. Hizo lo mismo con la posición veinte metros al este.

—Oh, en fin —dijo, y se incorporó para irse. Se estaba poniendo el sol, y las secciones llanas del río habían adquirido una tonalidad naranja pálido. Era hora de volver a casa e intentar dormir.

«Busco chica con kayak, vista remando corriente arriba en Great Falls. Gran exhibición, te quiero, por favor responde».

En lugar de enviarlo a los periódicos gratuitos, se limitó a pronunciarlo como una especie de oración a la puesta de sol. Abajo, la remera estaba dando la vuelta para emprender de nuevo el viaje corriente arriba.

Podría decirse que la ciencia es aburrida, o incluso que la ciencia quiere ser aburrida, en el sentido de que aspira a estar por encima de toda disputa. Su propósito es comprender los fenómenos del mundo de una manera que todos puedan aceptar y compartir; realizar afirmaciones desde una postura que no sea la de nadie en particular, afirmaciones que, de ser comprobadas por algún ser sensible, éste no pueda por menos que estar de acuerdo con ellas. Acuerdo absoluto; el mundo sometido a una descripción: visto así, empieza a parecer interesante.

Y de hecho lo es. Ninguna actividad humana es aburrida. No obstante, los pequeños detalles del trabajo cotidiano que exige toda práctica científica pueden resultar tediosos hasta para quienes la llevan a cabo. Gran parte de ella, como de la mayoría de trabajos de este mundo, implica pérdidas de tiempo, pistas falsas, equipos defectuosos, técnicas discutibles, datos erróneos y una gran cantidad de trabajo en los detalles. Sólo cuando se pone por escrito se convierte en una historia de final feliz, en la que las cosas se desarrollan paso a paso, con detalles meticulosos y repetibles, como una prueba de Euclides. Esta fase es el resultado, altamente artificial, de una larga carrera de obstáculos.

En el caso de Leo y su laboratorio, y la cuestión del nuevo sistema de liberación dirigida no viral de Maryland, hubo que dedicar varios cientos de horas de trabajo humano y muchas más de ordenador a intentar reproducir el experimento descrito en el artículo crucial, «Inserción en vivo de cDNA 1568rr en ratones CBA/H, BALB/c y C57BL/6».

Al final del proceso, Leo había confirmado la teoría que formuló en cuanto leyó el artículo en el que se describía el experimento.

—Es un puto artefacto.

Marta y Brian estaban sentados mirando los listados. Marta había matado un par de cientos de los mejores ratones del laboratorio de Jackson para confirmar la teoría de Leo, y ahora tenía un aspecto más asesino que nunca. Nadie estaba dispuesto a tontear con Marta los días que tenía que sacrificar ratones, ni siquiera a hablar con ella.

Brian suspiró.

—Sólo funciona si se lo metes a los ratones hasta que están a punto de reventar —dijo Leo—. Ahí los tenéis. Parecen hámsters. O cobayas. Los ojillos están a punto de salírseles de las órbitas.

—No me extraña —dijo Brian—. Los ratones sólo tienen dos mililitros de sangre, y nosotros les estamos inyectando uno.

Leo negó con la cabeza.

—¿Cómo diablos colaron esto?

—Los CBA son bastante redondos y peludos.

—¿Qué quieres decir, que los crían para esconder artefactos?

—No.

—¡Es un artefacto!

—Bueno, en cualquier caso no sirve.

Artefacto era como llamaban a los resultados que eran específicos de la metodología del experimento, pero que no ilustraban nada aparte de eso. Una especie de accidente o resultado falso y, en unos cuantos casos famosos, parte de un engaño deliberado.

Por eso Brian intentaba utilizar la palabra con cautela. Era posible que no fuera más que un resultado real que, tal como se obtenía, no sirviera para sus propósitos concretos. Intentar convertir en medicinas lo que la gente había aprendido sobre procesos biológicos llevaba a este tipo de situaciones. Sucedía de continuo, y eso no significaba necesariamente que tales resultados fueran artefactos. Lo único que quería decir es que no eran útiles.

Al menos de momento. Por eso había tantos experimentos, por eso había tantas fases en los ensayos con humanos que había que dirigir con tanto esmero; tantos estudios de doble ciego, realizados en el máximo número de pacientes posible, para obtener datos estadísticos correctos. Centenares de enfermeras suecas, todas con las mismas costumbres, estudiadas durante medio siglo. Sin embargo, esos grandes estudios a largo plazo sólo eran posibles en muy raras ocasiones. Nunca, cuando las sustancias que había que testar eran nuevas, en el sentido de que todavía estaban bajo patente y tenían nombres distintos de sus denominaciones científicas.

Y por ese motivo todas las pequeñas empresas biotecnológicas recién nacidas y todas las nuevas farmacéuticas financiaban los mejores estudios de fase uno que podían permitirse. Estudiaban el material publicado, y llevaban a cabo experimentos en ordenador y muestras de laboratorio, y luego en ratones u otros animales de experimentación, buscando datos que pudieran someterse a un análisis fiable y les dieran información sobre los efectos de un posible nuevo medicamento en las personas. Luego pasaban a los ensayos humanos.

En general, eran necesarios entre dos y diez años de trabajo, con un coste de hasta quinientos millones de dólares, aunque si salía más barato mejor, naturalmente. Si requería más tiempo y dinero, el nuevo fármaco o método era abandonado casi con toda seguridad: el dinero se terminaba, y los científicos implicados se veían obligados a dedicarse a otra cosa.

En este caso, no obstante, Leo estaba trabajando en un método que Derek había comprado por cincuenta y un millones de dólares, y no podía haber ensayos humanos en la fase uno. Sería imposible.

—¡Nadie va a dejar que lo inflemos como a una pelota! ¡Como un maldito neumático de bicicleta! Te reventarían los riñones, o algún tipo de edema acabaría por matarte.

—Vamos a tener que contarle a Derek la mala noticia.

—A Derek no va a gustarle.

—¡Que no va a gustarle! ¿Cincuenta y un millones de dólares? ¡Se va a subir por las paredes!

—Imaginaos, tirar tanto dinero. Menudo idiota está hecho.

—¿Qué es peor, tener un científico que es un mal empresario como jefe, o un empresario que es un mal científico?

—¿Qué pasa cuando es las dos cosas al mismo tiempo?

Se sentaron alrededor de la mesa de trabajo, contemplando las jaulas de ratones y los rollos de hojas de datos. Una tira de Dilbert se burlaba de ellos desde el final de la mesa. El hecho de que este laboratorio tuviera Dilberts colgados de las paredes era indicativo de algún problema profundo.

—Una reunión en persona para darle esta noticia concreta está contraindicada —dijo Brian.

—No jodas —dijo Leo.

Marta resopló.

—De todas formas, es imposible concertar una reunión con él.

—Ja, ja. —Pero Leo estaba demasiado en la periferia de la estructura de poder de Torrey Pines Generique para que conseguir una reunión con Derek fuera fácil.

—Es cierto —insistió Marta—. Igual podrías intentar concertar una cita con el médico.

—Lo cual es una estupidez —señaló Brian—. La empresa depende completamente de lo que ocurra en este laboratorio.

—No del todo —dijo Leo.

—¡Ya lo creo que sí! Pero eso no es lo que la escuela de administración les enseña a esos tíos. El laboratorio sólo es un lugar de producción más. La dirección le dice a producción qué debe producir, y el lugar de producción lo produce. Sería un error que el departamento de producción hiciera aportaciones propias.

—Como si la línea de montaje decidiera el producto —dijo Marta.

—Sí. Así de absurda es la teoría de gestión empresarial de nuestra época.

—Le enviaré un e-mail —dijo Leo.

De este modo, Leo envió un correo electrónico a Derek sobre lo que Brian y Marta insistían en llamar el problema de los ratones que explotan. Derek (según los informes que oyeron después) se había hinchado como uno de sus sujetos experimentales. Parecía como si le hubieran administrado dos cuartos de justa indignación modificada genéticamente por vía intravenosa.

—¡Ha salido publicado! —dijeron que le había gritado al doctor Sam Houston, el vicepresidente al frente de investigación y desarrollo—. ¡Salió en la Revista de Inmunología, había dos artículos comprobados, les dieron una patente! ¡Fui a Maryland y lo comprobé todo en persona! Allí funcionaba, maldita sea. ¡Así que haz que aquí funcione!

—¿«Haz que aquí funcione»? —Dijo Marta cuando oyó la historia—. ¿Veis lo que os dije?

—Bueno, ya sabes —dijo Leo con gravedad—. Es la parte tecnológica de la biotecnología, ¿no es cierto?

—Hum —dijo Brian, interesado a su pesar.

Después de todo, las manipulaciones de los genes y las células casi nunca eran para «ver qué pasaba», aunque ellos a veces lo hicieran así. Se llevaban a cabo para que sucedieran ciertas cosas dentro de la célula, y también después, dentro de un cuerpo vivo. Biotecnología, biotecnólogos: la palabra que describía cómo meter una herramienta en el organismo vivo. La ingeniería genética consistía en diseñar y construir algo nuevo dentro del ADN del cuerpo, para provocar algún efecto en el metabolismo.

Habían hecho la parte genética; ahora le tocaba a la ingeniería.

Así, Leo, Brian y Marta, y el resto del laboratorio de Leo, y algunas personas de otros laboratorios del edificio, empezaron a trabajar en el problema. A veces, al final del día, cuando los rayos oblicuos del sol atravesaban las nubes sobre el mar y brillaban débilmente en las ventanas tintadas, iluminando sus rostros en torno a dos escritorios cubiertos de reimpresiones y separatas, hablaban sobre las cuestiones en estudio, y comparaban los resultados más recientes, e intentaban sacar algo en claro del problema. En ocasiones uno de ellos se ponía en pie y esbozaba en la pizarra algún diagrama que ilustrara su concepción de lo que estaba sucediendo, siempre por debajo de lo que podían captar sus sentidos. Los demás hacían observaciones, bebían café y reflexionaban.

Durante un tiempo estudiaron lo que habían llevado a cabo los experimentadores originales:

—Tal vez la dosis inyectada no debería ser tan alta.

—A lo mejor la solución podría ser más fuerte, parece que han puesto el límite bastante bajo.

—Pero es por lo que les pasa a los…

—Mirad, el grupo de UW ya descubrió eso cuando estaban trabajando en…

—Sí, es verdad. Mierda.

—La cuestión es que funciona si haces todo lo que hicieron ellos. Quiero decir que la transferencia ocurre in vitro y en ratones.

—¿Y si les sacamos sangre, la tratamos y se la volvemos a meter?

—¿Y si usamos hepatocitos?

—La respuesta está en la sangre.

—Lo que necesitamos es inyectar algo que sea realmente específico para las células escogidas. Si encontráramos esa especificidad, entre todas las proteínas posibles, sin tener que pasar por todo el lío de ensayo y error…

—Qué mala suerte que ya no tengamos a Pierzinski por aquí. Podría ejecutar la matriz de posibilidades con su conjunto de operaciones.

—Bueno, podríamos llamarle y pedirle que lo intentara.

—Claro, pero ¿quién tiene tiempo para este tipo de cosas?

—Todavía está trabajando en un artículo con Eleanor en la universidad —dijo Marta, refiriéndose a la UCSD—. Le preguntaré cuando venga.

—Quizá se podría intentar inyectar en una extremidad, lejos de los órganos —dijo Brian, casi como en broma—. Hacer un torniquete en la parte inferior de la pierna o en el antebrazo, inyectarle toda la dosis, esperar a que impregne las células endoteliales en las venas y las arterias de la extremidad, y luego quitar el torniquete. Mearían el agua sobrante, y seguiría habiendo cierta cantidad de células alteradas. No sería peor que tomarse unas cervezas, ¿verdad?

—Te dolería la mano.

—Vaya mierda.

—Podrías desarrollar una flebitis, si fuera tu pierna. ¿Verdad que pasa eso?

—Bueno, entonces probemos en la mano.

—Interesante —dijo Leo—. Qué diablos, intentémoslo por lo menos. Las otras opciones me parecen peores. Aunque probablemente deberíamos probar con los diversos límites de volumen y dosis del experimento original, sólo para asegurarnos.

Así terminó la reunión, y se marcharon a casa, o volvieron a sus mesas o laboratorios, pensando en nuevos planes para hacer más experimentos. Buscar los ratones, pedir las máquinas, secuenciar genes, secuenciar calendarios; cuando hacías ciencia, las horas pasaban volando, y los días, y las semanas. Ésa era la sensación principal: nunca había tiempo suficiente para hacerlo todo. ¿Sucedía lo mismo en otros trabajos? Los artículos casi terminados se reescribían, comprobaban, reescribían otra vez, y por último se enviaban. Artículos en los que ocultaban sus problemas. Muchas veces el laboratorio era como la antigua redacción de un periódico, con la fecha de entrega cada vez más cerca y los famélicos periodistas produciendo, como si fueran salchichas, los envoltorios de pescado del día siguiente. Con la diferencia de que la gente no envolvía el pescado con esos artículos científicos; los guardaba, los clasificaba según la categoría, comprobaba todas sus afirmaciones, los citaba e informaba de los errores a las autoridades.

La lista de cosas pendientes de Leo crecía y menguaba, crecía y menguaba, crecía y luego se negaba a menguar. Pasaba mucho menos tiempo del que querría en su casa de Leucadia, con Roxanne. Roxanne lo comprendía, pero a él le molestaba, aun cuando a ella no.

Llamó a los laboratorios de Jackson y pidió cepas nuevas y distintas de ratones, cada una con su propio número, código de barras y genoma. Programó las máquinas del laboratorio, y asignó a los profesionales que las manejarían, adelantó algunas cosas, suspendió otras, todo para ajustarse a la urgencia del proyecto.

Algunos días visitaba el laboratorio donde se guardaban las jaulas de los ratones y abría la puerta de una. Sacaba un ratón, pequeño y blanco, que avanzaba husmeando el camino igual que ellos, comprobando las cosas con los bigotes. Rápidamente lo cogía del cuello con el índice y el pulgar de las dos manos. Un giro rápido y con fuerza y el cuello se rompía. Muy poco después el ratón estaba muerto.

No era algo inusual. Durante esta serie de experimentos, él, Brian, Marta y los demás habían hecho torniquetes y puesto inyecciones a unos trescientos ratones, les habían sacado sangre, los habían matado y analizado. Era un aspecto del proceso del que no hablaban, ni siquiera Brian. Marta en particular estaba furiosa y asqueada; era peor que cuando estaba premenstrual, tal como dijo Brian en broma (una vez). Se pasaba todo el día con los auriculares puestos y la música tan alta que todas las personas del laboratorio podían oírla. Un hiphop, rap o lo que fuera, terrible, ultraprofano. Si no oye no siente, bromeó Brian a su lado, mientras Marta, ajena a todo, temblaba de rabia, o algo parecido.

Pero no era broma, aunque los ratones existían para que los mataran, aunque los mataban con clemencia y en general sólo un par de meses antes del momento en que habrían muerto de manera natural. No había razón para tener reparos, y sin embargo nadie hacía bromas al respecto. Tal vez Brian bromeara sobre Marta (cuando ella no lo estaba escuchando), pero no sobre eso. De hecho, insistía en usar la palabra «matar» en lugar de «sacrificar», incluso en las reseñas y los artículos, para dejar claro lo que estaban haciendo. Normalmente tenían que partirles el cuello justo detrás de la cabeza; no se les podía poner una inyección para «dormirlos», porque sus muestras de tejidos tenían que estar limpias de todo tipo de contaminantes. Así que había que partir cuellos, como si fueran tigres lanzándose sobre su presa. Marta lo hacía tan inexpresiva como una máscara y con gran habilidad, además. Cuando se hacía bien, se quedaban paralizados y resultaba rápido e indoloro, o al menos rápido. Ninguna sensación por debajo de la cabeza, interrupción de la respiración, pérdida inmediata de su conciencia de ratones, esperaban. Dejando sólo a los asesinos para reflexionar sobre ello. Las víctimas estaban muertas, y sus cuerpos habían sido donados a la ciencia durante muchas generaciones, interminablemente. El laboratorio tenía los pedigríes para demostrarlo. Los científicos implicados se iban a casa y pensaban en otras cosas, la mayor parte del tiempo. Normalmente la muerte de los ratones tenía lugar por la mañana, para que pudieran trabajar en las muestras. Cuando los científicos llegaban a casa la experiencia estaba algo olvidada, sus efectos se habían acallado. Pero esos días, la gente como Marta se iba a casa y tomaba fármacos —eso decía ella— y escuchaban la música más hostil que encontraban, 110 decibelios de olvido. O se iban a hacer surf. No hablaban de ello con nadie, al menos la mayoría —eso era lo que delataba a Marta, que estaba dispuesta a hablarlo— pero la mayoría no, porque les parecería absurdo y vagamente vergonzoso al mismo tiempo. Si tanto les molestaba, ¿por qué seguían haciéndolo? ¿Por qué insistían en aquella línea de negocio?

Sin embargo, aquella línea de negocio era hacer ciencia. Era hacer biología, era estudiar la vida, mejorar la vida, ¡alargar la vida! Y en la mayoría de los laboratorios el asesinato de ratones sólo era llevado a cabo por los técnicos de menor nivel, de modo que se trataba sólo de un trabajo temporal y desagradable por el que había que pasar para conseguir trabajos mejores.

Alguien tiene que hacerlo, pensaban.

Entretanto, mientras trabajaban en el problema, habían utilizado los buenos resultados con las «células productoras» de HDL para terminar el artículo en el que describían el proceso, y lo habían enviado al departamento legal de Torrey Pines, y allí había desaparecido. Las repetidas preguntas de Leo obtenían siempre la misma respuesta por correo electrónico: todavía en revisión, aún no publicable.

—Quieren averiguar lo que se puede patentar —dijo Brian.

—No nos dejarán publicarlo mientras no tengamos un método de liberación y una patente —predijo Marta.

—Pero ¡puede que eso no llegue a ocurrir nunca! —Exclamó Leo—. ¡Es un buen trabajo, es interesante! ¡Podría ayudar a que se produjera un gran avance!

—Por eso no quieren —dijo Brian—. No quieren que se produzca un gran avance a menos que lo produzcamos nosotros.

—Mierda.

No era la primera vez que ocurría, pero Leo nunca había llegado a acostumbrarse. Ocultar resultados, hacer ciencia privada, ciencia secreta: era una contradicción. Aquello no era ciencia tal como él la entendía, es decir, descubrir cosas y publicarlas para que todos pudieran verlas y comprobarlas, criticarlas, utilizarlas.

Pero empezaba a ser el procedimiento estándar. Las medidas de seguridad del edificio seguían siendo estrictas; incluso los correos electrónicos que enviaban tenían que ser aprobados, por no mencionar los ordenadores portátiles, las maletas y las cajas que salían del edificio.

—Tendrían que comprobar también lo que nos llevamos en el cerebro cuando nos vamos —dijo Brian.

—Por mí bien —dijo Marta.

—Yo sólo quiero publicar —insistía Leo sombrío.

—Si quieres publicar ese artículo concreto, será mejor que descubras un método de liberación dirigida, Leo.

Así que siguieron trabajando en el método de Urtech. Los nuevos experimentos no tardaron en arrojar resultados. Los parámetros de volúmenes y dosis eran muy estrictos. El método de la «inyección con torniquete» no lograba insertar muchas copias de ADN en las células endoteliales de los animales sujetos del experimento, y mucho de lo que se insertaba quedaba dañado en el proceso y luego era expulsado del cuerpo.

En pocas palabras, el método de Maryland seguía siendo un artefacto.

No obstante, ahora había transcurrido el tiempo suficiente para que Derek no pudiera seguir fingiendo que allí no pasaba nada. Había llegado un nuevo trimestre financiero; había otras cosas de que ocuparse, y de momento podían seguir simulando con verosimilitud que el trabajo aún no había concluido y que no era un descalabro total. Después de todo, nadie había resuelto el problema de la liberación dirigida no viral. Era un problema complicado. O eso podía decir Derek, con toda la razón, y lo hacía siempre que alguien tenía la desconsideración de sacar el tema. Las quejas del foro del sitio web de la compañía podían ser ignoradas, como siempre.

En cambio, los analistas de Wall Street, de las grandes farmacéuticas y las firmas de capital-riesgo no podían ser ignorados. Y aunque no dijeron nada directamente, las inversiones empezaron a desplazarse a otros sitios. Las acciones de Torrey Pines cayeron, y eso hizo que cayeran un poco más, y luego más todavía. Las empresas biotecnológicas eran muy variables, y hasta entonces Torrey Pines no había generado productos de gran rentabilidad. Seguía siendo una empresa que empezaba. Cincuenta y un millones de dólares estaban siendo escondidos debajo de la alfombra, pero el bulto de la alfombra era una revelación para todo aquel que recordara lo que era.

Torrey Pines Generique tenía problemas.

En el laboratorio de Leo habían hecho todo lo posible. Su trabajo consistía en lograr que ciertas líneas celulares se convirtieran en fábricas de proteínas anormalmente prolíficas, y eso habían hecho. La liberación no era cosa suya, y ellos no eran fisiólogos, y por el momento no tenían los medios para realizar esa parte del trabajo. Torrey Pines necesitaba un departamento completamente distinto para eso, un ámbito científico absolutamente diferente. No se trataba de un conocimiento que pudiera comprarse por cincuenta y un millones de dólares. O quizá podría haberlo sido, pero Derek había hecho una mala compra. Y a causa de eso, un método con el poder de generar unos beneficios de miles de millones de dólares estaba al borde del abismo; y la compañía podía despeñarse detrás. Leo no podía hacer nada al respecto. Ni siquiera podía publicar sus resultados.

La pequeña casa de los Quibler estaba situada al final de una calle de casas similares. Todas tenían un aspecto neutro, persianas bajadas, no ofrecía pistas de quienes vivían en su interior. Para la gente de fuera, bien podrían haber estado vacías: no había coches en las entradas, ni niños en los patios, ni actividad de ningún tipo en los jardines o porches. Podrían haber sido complejos cercados de Arabia Saudita, escondiendo la vida del desierto exterior.

Caminando por las calles con Joe a la espalda, Charlie siempre suponía que la mayoría de los dueños de las viviendas eran gente que trabajaba en el distrito, gente que siempre estaba en el trabajo o de vacaciones y que sólo iba a casa para dormir. Antes de que tuvieran los niños, Charlie también había sido así. Así era la vida en Bethesda, al oeste de la avenida Wisconsin, y quizá desde allí hasta el Pacífico, Charlie lo ignoraba. Pero creía que no; tendía a atribuirlo sólo a Bethesda.

Se dirigió a la tienda de comestibles sacudiendo la cabeza, como hacía siempre.

—Es como una ciudad fantasma, Joe, es como un episodio de «Rumbo a lo desconocido» en el que sólo quedaban dos personas en la Tierra.

Entonces doblaron la esquina, y la idea de la ciudad fantasma se volvió ridícula. Centro comercial. Atravesaron las puertas automáticas de cristal para entrar en una gigantesca tienda Giant. Joe, a quien el lugar lo excitaba tanto como siempre, se puso en pie en la mochila portabebés, con las rodillas en los hombros de Charlie, y aporreó las orejas de su padre como si estuviera guiando un elefante. Charlie alargó la mano, lo levantó y lo metió en el asiento para bebés del carro, y luego lo sujetó con el pequeño cinturón rojo. Un accesorio muy útil, aquél.

Vale. Venían a cenar unos budistas, unos asiáticos de la desembocadura del Ganges. No tenía ni idea de qué cocinar. Dio por supuesto que serían vegetarianos. No era raro que Anna invitara a cenar a gente de la FNC y luego no supiera muy bien qué preparar. Pero a Charlie le gustaba eso. Disfrutaba cocinando, aunque no se le daba bien y había empeorado en los años posteriores a la llegada de los niños. No tenían tiempo, y él y Anna repetían su repertorio de recetas hasta la saciedad, pero sin aprender nada nuevo. Por eso muchas veces compraban comida preparada, o comían algo tan sencillo como lo de Nick; o Charlie probaba a hacer algún plato nuevo que le salía mal. Los invitados representaban una oportunidad para volverlo a intentar.

Decidió resucitar una vieja receta de sus años de estudiante, pasta con salsa de aceitunas y albahaca, que un amigo les había cocinado por primera vez en Italia. Vagó por los pasillos familiares de la tienda, buscando los ingredientes. Debería haber hecho una lista. Normalmente volvía a casa habiendo olvidado algo crucial, y hoy quería evitarlo; sin embargo, iba pensando en otras cosas y haciendo comentarios en voz alta de vez en cuando. La presencia de Joe disimulaba su tendencia a hablar consigo mismo en lugares públicos.

—Bien, tomates enteros pelados, aceitunas de Kalamata picadas, aceite de oliva virgen extra, primer prensado en frío, lo que importa es el primer prensado —adoptando el acento italiano de su amigo—, a ver qué me dejo, hum, hum, ¡oh, sí, la pasta! ¡Nunca hay que olvidar la pasta, Dios mío! Oh, y el pan. Y el vino, pero no más del que podamos cargar hasta casa, ¿eh Joe?

Con la comida metida en el bolsillo de la mochila, debajo del trasero de Joe, y en las bolsas de plástico de cada mano, Charlie recorrió con el niño a la espalda la calle vacía hasta su casa, cantando I Can't Give You Anything but Love, una de las canciones favoritas de Joe. Luego subieron los escalones y entraron en casa.

Su calle terminaba en un pequeño triángulo de árboles junto a la avenida Woodson, una vía secundaria que vertía su carga de coches en la Wisconsin, al sur. Era un lugar agradable, con vistas a la Wisconsin pero tranquilo. Un viejo bloque de apartamentos de cuatro plantas rodeaba su patio trasero formando una enorme y sólida barrera de ladrillos, con un montón de ventanas como un centenar de transmisiones emitiendo por Internet al mismo tiempo, vidas cotidianas demasiado parciales y mundanas para tener interés. La ventana indiscreta no estaba allí, gracias a Dios. El muro de apartamentos era como un salvapantallas insulso, y lo mismo podría haber estado formado por árboles, aunque unos árboles habrían sido más bonitos. El mundo exterior era irrelevante. Dentro de su domicilio, cada familia nuclear se encuentra como en un universo propio, y mientras sus miembros permanecen juntos constituyen una especie de horizonte de acontecimientos: nadie los ve, y ellos no ven a nadie. Millones de microcosmos, dispersos por la superficie del planeta como puntos de luz en las fotos nocturnas de los satélites.

Esta noche, no obstante, en la burbuja que contenía a los Quibler se había abierto una brecha. ¡Visitantes lejanos, extranjeros! Cuando sonó el timbre casi no reconocieron el sonido.

Anna estaba ocupada con Joe y un pañal en la planta de arriba, así que Charlie salió de la cocina y atravesó la casa corriendo para abrir la puerta. En la entrada había cuatro hombres con pantalones y camisas de algodón de color hueso, como visitantes de Calcuta; sólo sus chalecos eran del marrón que Charlie asociaba con los monjes tibetanos. Joe había corrido hasta la escalera y se aferraba al pasamanos para mantener el equilibrio, muerto de curiosidad. En el salón, Nick había sufrido un ataque de timidez, escondiendo rápidamente la nariz detrás del libro, pero miraba por encima con frecuencia a los extranjeros que entraban y se acomodaban a su alrededor. Charlie les ofreció algo de beber, y ellos aceptaron unas cervezas, y cuando volvió con ellas Anna y Joe habían bajado para unirse a la fiesta. Dos de los visitantes estaban sentados en el suelo del salón, riendo ante el ofrecimiento de los pequeños sillones que les había hecho Anna, y todos habían dejado las botellas de cerveza en la mesa de centro.

El monje más anciano y el más joven apoyaron la espalda en el radiador, al mismo nivel que Joe, y no tardaron en ponerse a jugar con su vasta colección de bloques: un montón de cubos, romboides, cilindros y otros polígonos de colores que en seguida transformaron en muros y torres entre las intervenciones tipo Godzilla de Joe.

El joven, Drepung, respondía las preguntas de Anna directamente, y también traducía al anciano, el llamado Rudra Cakrin. Rudra era el embajador oficial de Khembalung, pero aunque él al parecer no hablaba inglés, sus dos compañeros de mediana edad, Sucandra y Padma Sambhava, lo hablaban bastante bien (no tan bien como Drepung, pero lo suficiente).

Los dos siguieron a Charlie a la cocina y se quedaron allí, con las botellas de cerveza en la mano, hablando con él mientras cocinaba. Removieron la pasta hirviendo para que el agua no se saliera del cazo, inspeccionaron las especias y metieron las narices en la olla, oliendo con gran interés y deleite. A Charlie le resultó sorprendentemente fácil hablar con ellos. Tenían más o menos su edad. Los dos habían nacido en el Tibet, y los dos habían pasado varios años, no dijeron cuántos, en las cárceles chinas, como tantos otros monjes budistas tibetanos. Se habían conocido en la prisión, y cuando los pusieron en libertad habían escapado del Tibet juntos cruzando el Himalaya, para después ir haciendo camino poco a poco hasta Khembalung.

—Es asombroso —decía Charlie una y otra vez al oír sus relatos. No podía evitar compararlos con su paso por los años, relativamente sencillo y sereno—. Y ahora, después de pasar por todo eso, ¿vuestra isla se está inundando?

—Se inunda muchas veces —dijeron al unísono. Padma, que seguía husmeando la salsa de Charlie como si fuera la ambrosía perfecta, se explicó—. Antes pasaba sólo cada dieciocho años o así, en las subidas de marea, ya sabes. Podíamos prever cuándo ocurriría, y prepararnos. Pero ahora ocurre cada vez que hay un monzón fuerte.

—Y todos los meses en marea alta —añadió Sucandra—. Por lo menos tres o cuatro veces al año. Nadie puede vivir así mucho tiempo. Si empeora, la isla dejará de ser habitable. Por eso hemos venido aquí.

Charlie sacudió la cabeza, intentó hacer un chiste:

—Puede que este lugar esté menos elevado que vuestra isla.

Ellos rieron con cortesía. No era un chiste muy divertido.

—Hablando de elevación, ¿habéis contactado con los otros países con problemas similares? —dijo Charlie.

—Oh, sí, pertenecemos a la Liga de las Naciones que se Hunden, por supuesto. Somos miembros fundadores.

—La oficina central está en La Haya, cerca del Tribunal Mundial.

—Muy apropiado —dijo Charlie—. Y ahora estáis estableciendo una embajada aquí…

—Para presentar nuestro caso, sí.

—Tenemos que hablar con la hiperpotencia —dijo Sucandra.

Los dos hombres sonrieron alegremente.

—Bien. Eso es muy interesante. —Charlie comprobó si la pasta estaba lista—. Yo mismo trabajo en cuestiones climáticas para el senador Chase. Tendré que conseguiros una cita con él. Y además necesitáis contratar una buena consultoría para que haga presión.

—¿Sí? —Lo miraron con interés.

—¿Crees que es lo mejor? —dijo Padma.

—Sí. Sin duda alguna. Habéis venido para presionar al gobierno de EE. UU., es el sistema. Y hay profesionales que ayudan a los gobiernos extranjeros a hacerlo. Yo me dedicaba a eso, y todavía tengo un buen amigo que trabaja para una de las mejores. Os pondré en contacto con él, a ver qué os cuenta.

Charlie agarró las asas de la olla de la pasta para llevarla al fregadero y la echó en el escurridor hasta desbordarlo. Siempre tenían el mismo problema de tamaño con el escurridor, que nunca pensaba en cambiar excepto en momentos como éste.

—Creo que la consultoría de mi amigo representa a los holandeses en estos temas, ¡uy!, es una elección ideal. Deben de conocer bien vuestros problemas, encajaréis bien allí.

—¿Representan al Tibet?

—Eso no lo sé. Son temas diferentes, supongo. Pero tienen muchos países como clientes. Sabréis si se adecuan a vuestras necesidades cuando habléis con ellos.

Asintieron.

—Gracias. Nos gustará.

Llevaron la comida al pequeño comedor, que era una especie de rincón del pasillo que iba de la cocina al salón, y después de mucho ir y venir consiguieron sentarse a la mesa. Joe accedió a ocupar la silla alta para tener así la cabeza por encima de la mesa, y allí se dedicó a meterse en la boca potitos en cantidades industriales o tirarla al suelo, según el caso, explicando todo el proceso en su lengua particular. Sucandra y Rudra Cakrin se habían sentado a su lado, y contemplaban su representación con placer. Los dos lo escuchaban como si creyeran que estaba hablando una lengua conocida. Comían de una manera similar a la del niño, pensó Charlie: absortos, felices, engullendo en grandes cantidades. La salsa fue un éxito para todos menos Nick, que se comió la pasta sola. Joe arrojó un panecillo a Nick, que estaba enfrente de él y que lo esquivo con maestría, y todos los khembalies rieron.

Charlie se levantó y siguió a Anna hasta la cocina cuando ella fue a buscar la ensalada.

—Apuesto a que el viejo también habla inglés —dijo entre dientes.

—¿Qué?

—Como en aquella película de Ang Lee, ¿te acuerdas? El viejo finge que no entiende inglés, pero en realidad lo hace. Seguro que sí.

Anna negó con la cabeza.

—¿Por qué habría de hacer eso? Es un follón, todo eso de traducir. No le supone ninguna ventaja.

—¡Eso no lo sabes! Observa sus ojos, ya verás cómo se entera de todo.

—Sólo presta atención. No seas estúpido.

—Ya lo verás. —Charlie se inclinó sobre ella con aire conspirador—. Tal vez aprendiera inglés en una encarnación anterior. Tú ten cuidado con lo que dices delante de él.

—Déjalo —dijo ella, riendo en voz baja—. Ten cuidado tú. Y aprende a prestar tanta atención como él.

—Ah, ¿y entonces pensarás que entiendo el inglés?

—Eso es.

Volvieron al comedor, riendo, y encontraron a Joe soltando una perorata en un idioma que todos comprendían, compuesto de gestos imperiosos y miradas autoritarias, dando por supuesto que él mandaba en el mundo. Lo que estaba actuando como un hechizo en todos ellos, aunque balbuceara.

Después de la ensalada, y del segundo plato, regresaron al salón y se instalaron de nuevo en torno a la mesa auxiliar. Anna trajo té y galletas.

—Tendremos que comprar té tibetano para la próxima vez —dijo.

Los khembalies asintieron, vacilantes.

—Se le toma gusto con el tiempo —sugirió Drepung—. En realidad no es té, tal como se lo conoce aquí.

—Es amargo —dijo Padma, apreciativo.

—Se puede usar como coagulante —dijo Sucandra.

—Además, le ponemos mantequilla, un poco rancia —añadió Drepung.

—¿La mantequilla tiene que estar rancia? —preguntó Charlie.

—Es una tradición.

—Por la fermentación —explicó Sucandra.

—Bueno, hay una cosa segura. A Nick le encantará.

Nick arrugó el rostro fingiendo enfadarse: sí, seguro, papá.

Rudra Cakrin volvió a sentarse en el suelo con Joe. Amontonaba bloques formando torres elaboradas. Cuando empezaban a balancearse, Joe iba y las derribaba. Un golpe a la madera de colores, y la catástrofe era instantánea: los dos echaban atrás la cabeza y reían exactamente de la misma manera. Almas gemelas.

Los otros miraban. Drepung observaba desde el sofá, sonriendo con afecto, aunque Charlie creyó ver también alguna huella de la mirada que Anna había intentado describirle cuando le explicó por qué los había invitado a cenar: una especie de inquietud que quizá tuviera su origen en un amor intenso. Charlie conocía ese sentimiento. Había sido una buena idea invitarlos a cenar. Se había quejado cuando Anna se lo mencionó, ya tenían mucho que hacer, no hacía falta añadir más. O eso le había parecido; sin embargo, al mismo tiempo, tenía cierta necesidad de un poco de compañía adulta. Ahora le divertía ver a Rudra Cakrin y Joe jugar en el suelo como si el mañana no existiera.

Anna se hallaba enfrascada en una profunda conversación con Sucandra.

—Damos una cantidad a los pacientes, muy pequeña, conservamos los registros, por supuesto, y evaluamos los resultados —oyó Charlie que le decía Sucandra—. Toda la medicina posee elementos personales, como ya sabes. La gente cuenta cómo se siente. Puedes calcular la media, si sabes cómo hacerlo, pero la sensación subjetiva sigue ahí.

Anna asintió, aunque Charlie sabía que este aspecto de la medicina le parecía falto de rigor científico, y como tal le molestaba. En su trabajo se ceñía a lo cuantitativo en la medida de lo posible, por lo que él sabía, precisamente para evitar este tipo de residuos subjetivos en los hechos.

—Pero ¿apoyáis los intentos de estudios objetivos sobre estas cuestiones? —dijo ahora.

—Por supuesto —replicó Sucandra—. En ese sentido la ciencia budista es muy similar a la occidental.

Anna asintió, arrugando la frente como un halcón. Su definición de ciencia era muy restrictiva.

—¿Estudios que pueden reproducirse?

—Sí, el budismo consiste precisamente en eso.

Las cejas de Anna se unieron en una profunda arruga vertical que partía las horizontales en un punto más alto de su frente.

—Pensaba que el budismo era una especie de sentimiento: meditación, compasión.

—Ése es el objetivo. Para lo que sirve la investigación. Igual que vosotros, ¿verdad? ¿Por qué hacéis ciencia?

—Bueno… para comprender mejor las cosas, supongo.

Anna no solía pensar en esas cuestiones. Era como preguntarle por qué respiraba.

—¿Y por qué? —insistió Sucandra, observándola.

—Bueno… porque sí.

—Curiosidad.

—Sí, supongo.

—Pero ¿qué ocurre cuando la curiosidad es un lujo?

—¿A qué te refieres?

—Primero hay que tener el estómago lleno. Buena salud, algo de tiempo libre, y algo de serenidad. Ausencia de dolor. Sólo entonces se puede ser curioso.

Anna asintió, reflexionando sobre aquello.

Sucandra se dio cuenta y continuó.

—Entonces, si la curiosidad es un valor, una cualidad muy apreciada, una forma de contemplación, o de oración, entonces hay que reducir el sufrimiento para alcanzar ese estado. Por eso, en el budismo, el entendimiento sirve para aliviar el sufrimiento, y mediante el alivio del sufrimiento se adquiere más conocimiento. Igual que en la ciencia.

Anna frunció el ceño. Charlie la observaba, fascinado. Aquello formaba parte esencial de su ser, pero rara vez pensaba en ello. Autodefinición por función. Era científica. Y la ciencia era ciencia, distinta de cualquier otra cosa.

Rudra Cakrin se inclinó hacia adelante para decirle algo a Sucandra, que lo escuchó y luego le hizo una pregunta en tibetano. Rudra respondió, gesticulando en dirección a Anna.

Charlie le dirigió una mirada rápida: ¿lo ves?, ¡estaba siguiendo la conversación! ¡Ahí estaba la prueba!

Rudra Cakrin insistió en algo a Sucandra, que luego le dijo a Anna:

—Rudra quiere preguntarte en qué crees.

—¿Yo?

—Sí. ¿En qué crees tú?, dice.

—No lo sé —respondió ella, sorprendida—. Creo en el estudio, en la experimentación.

Charlie rió, no pudo evitarlo. Anna se sonrojó y le dio un golpe en el brazo, gritando:

—¡Para! Es la verdad.

—Ya lo sé —dijo Charlie, riendo más aún, hasta que ella empezó a reír también, junto con todos los demás. Los khembalies parecían encantados: todos reían tanto que Joe se enfadó y dio una patada al suelo para que pararan. Pero eso sólo hizo que rieran más. Al final tuvieron que parar para que no cogiera una rabieta.

Rudra Cakrin se recuperó y regresó con los bloques. Pronto él y Joe estuvieron medio enterrados en ellos, absortos en el juego. Los apilaban, los derribaban. Era evidente que hablaban el mismo idioma.

Los demás los observaban, bebiendo té y ofreciéndoles bloques concretos en determinados momentos del proceso de construcción. Sucandra, Padma, Drepung, Anna, Charlie y Nick estaban sentados en los sillones, hablando de Khembalung y de Washington, y de lo mucho que se asemejaban.

Una de las torres de cubos y vigas llevaba en pie más tiempo que las otras. Rudra Cakrin la había construido con cuidado, y la repetición de colores básicos era agradable: azul, rojo, amarillo, verde, azul, amarillo, rojo, verde, azul, rojo, verde, rojo. Era tan alta que lo normal habría sido que Joe ya la hubiera derribado, pero ésta parecía gustarle. La miraba fijamente, con la boca abierta en una expresión muy poco inteligente. Rudra Cakrin miró a Sucandra y dijo algo. Sucandra replicó rápidamente, con tono disgustado, lo que sorprendió a Charlie. De repente Drepung y Padma prestaban atención. Rudra Cakrin tomó un cubo amarillo, se lo enseñó a Sucandra y dijo algo más. Lo puso en lo alto de la torre.

—Oooh —dijo Joe. Inclinó la cabeza a un lado, luego al otro, observándola.

—Le gusta —comentó Charlie.

En un primer momento nadie respondió. Luego Drepung dijo:

—Es un viejo patrón tibetano. Aparece en los mandalas.

Miró a Sucandra, que rápidamente habló en tibetano. Rudra Cakrin respondió tranquilo, y empujó con la rodilla un largo cilindro azul que chocó con la torre, derribándola. Joe se estremeció como si lo hubiera sobresaltado un ruido de la calle.

—Ah ga —declaró.

Los tibetanos retomaron la conversación. Nick estaba explicándole a Padma la distinción entre ballenas y delfines. Sucandra se fue a ayudar un poco a Charlie a recoger la cocina; por último Charlie lo echó de allí, avergonzado por el hecho de que sus cacharros fueran a quedar bastante más limpios después de la visita que antes; Sucandra había estado restregando la parte de abajo como un experto, con un estropajo de níquel que había encontrado debajo del fregadero.

Se despidieron hacia las nueve y media. Anna se ofreció a llamar un taxi, pero ellos dijeron que el metro les iba bien. No necesitaban que los orientaran hasta la estación:

—Es muy fácil. Y también interesante. Hay muchas alfombras excelentes en las ventanas de esta parte de la ciudad.

Charlie estuvo a punto de explicarles que eran obra de los iraníes que habían ido a Washington después de la caída del sha, pero lo pensó mejor. No era un precedente afortunado: los iraníes no habían vuelto a su país.

Así que le dijo a Sucandra:

—Telefonearé a mi amigo Sridar y le pediré una cita para vosotros. Os será de gran ayuda, aunque al final no contratéis su consultoría.

—Estoy seguro. Muchas gracias —y desaparecieron en la noche templada.