SIETE
Ojo por ojo

El porcentaje actual de dióxido de carbono y otros gases generadores del efecto invernadero en la atmósfera de la Tierra es el más alto desde el final del cretáceo. Esto significa que el aire atrapa más calor del Sol, y que las zonas de altas presiones que hemos estudiado este año son más grandes, cálidas y mucho más elevadas en la atmósfera tropical. Muchos esquemas de corriente en chorro habituales se han interrumpido, y las tormentas surgidas en los trópicos han ganado tanto en frecuencia como en intensidad. La temporada de huracanes en el Atlántico ha durado de abril a noviembre, y ha producido ocho huracanes y seis tormentas tropicales. En el Pacífico oriental ha habido tifones todo el año, veintidós en total. Eso ha provocado grandes inundaciones, pero hay que tener en cuenta que en otras regiones las sequías han batido todos los récords.

Así pues, los efectos producidos son muy diversos, pero los cambios son generales y permanentes, y los daños causados durante el año se han estimado en seiscientos mil millones de dólares y miles de muertes. Por el momento Estados Unidos no ha sufrido catástrofes de importancia, y el problema no ha sido una de las principales inquietudes de la Administración. «En una economía sana, la meteorología no tiene importancia», ha dicho el presidente. Pero existe la posibilidad de que la energía añadida a la atmósfera desencadene lo que los climatólogos denominan un cambio climático abrupto. Cómo empezaría, nadie puede saberlo a ciencia cierta.

Anna se deslizaba a través de la mancha borrosa de un día laborable. Arriba y abajo, del metro a la oficina; aporrear las teclas, luchar con algunos datos incorrectos de un programa educacional externo de la FNC, el trabajo devorando las horas como si fueran minutos. Parar para sacarse leche, comer en la oficina (era un poco raro comer y sacarse leche al mismo tiempo), a la vez que se peleaba con los datos. Luego un vistazo a un correo electrónico de Drepung y Sucandra sobre sus propuestas de financiación.

Anna los había ayudado a redactar un pequeño borrador de propuestas, y había sido un auténtico placer, puesto que ellos habían hecho el verdadero trabajo —y muy bien, además— mientras que ella se había limitado a aportar su pericia en la redacción de ese tipo de propuestas para que pudieran destacar entre varias decenas de miles de otras propuestas. Conocía muy bien ese mundo, cómo ordenar la información, qué cosas subrayar, qué lenguaje usar, qué documentos de apoyo, qué argumentos: todo. Tenía sensibilidad para cada palabra y signo de puntuación, en un sentido u otro. Había sido un placer aplicar ese conocimiento a los esfuerzos de los khembalies.

Ahora se sintió complacida de nuevo al descubrir que habían recibido tres respuestas, dos de ellas positivas. La FNC les había concedido una subvención temporal en la campaña de «Océanos tropicales, atmósfera global»; y los países del INDOEX habían acordado informalmente ampliar el Proyecto de la Nube Asiática Marrón (NAM) para incluir las nuevas instalaciones de seguimiento de Khembalung y a sus investigadores. Esto consolidaría su relación con las unidades de START dispersas por toda Asia meridional. En conjunto, significaba un río de financiación durante varios años: decenas de millones de dólares en total, con construcción de infraestructuras y establecimiento de relaciones con los países vecinos. Aliados en la lucha.

—Oh, es estupendo —dijo Anna, y apretó el botón de «imprimir». Mandó una copia de la noticia a Charlie, envió su enhorabuena a Drepung y luego volvió al trabajo de sus hojas de cálculo.

Al cabo de un rato se acordó de la impresión y se encaminó hacia el Departamento de Estadísticas Desafortunadas para buscar las hojas.

Allí encontró a Frank, sacudiendo la cabeza ante las últimas aportaciones.

—¿Has visto ésta? —dijo, señalando con la nariz una copia de otra hoja de cálculo pegada a la pared con cinta adhesiva.

—No, me parece que no.

—Son los últimos índices de Gini, ¿los conoces?

—No.

—Se trata de una medición de la distribución de los ingresos en una población, es decir, un índice de las diferencias entre ricos y pobres. Las democracias más industrializadas se sitúan entre el 2,5 y el 3,5, y ahí es donde estábamos en los años cincuenta; pero las cifras empezaron a dispararse en los ochenta, y ahora estamos por debajo de los tres peores países del mundo; a partir del 4,0 se considera muy poco igualitario, y nosotros vamos por el 5,2 y subiendo.

Anna miró el gráfico brevemente, interesada en el método estadístico. Una curva de Lorenz, alejándose de la línea recta de la igualdad perfecta en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Interesante… Entonces ¿esto representa los ingresos anuales?

—Correcto.

—Así pues, si fueran participaciones de capital…

—Sería peor, supongo. Seguro. —Frank negó con la cabeza, disgustado. Había vuelto de San Diego con un humor de perros. No cabía duda de que estaba impaciente por terminar y volver definitivamente.

—Bueno —dijo Anna, mirando las hojas impresas— quizá los khembalies no lo tengan tan mal después de todo.

—¿Cómo es eso?

Anna le enseñó las hojas.

—Les han concedido un par de subvenciones. Les servirá para establecer buenos contactos.

—Qué bien, ¿lo has hecho tú? —Frank tomó las hojas.

—Yo sólo les señalé un par de cosas. Parece que se les da bien. También ayudé a Drepung a reescribir las propuestas de financiación. Ya sabes cómo es, después de hacer este trabajo unos años sabes cómo redactar una.

—Ya lo creo. Buen trabajo. —Le devolvió las hojas—. Me alegro de ver que alguien está haciendo algo.

Anna volvió a su mesa, echándole una mirada de reojo. Estaba muy tenso últimamente. Siempre había sido así, claro, desde el día que llegó. Insatisfecho, cínico, mordaz; era difícil no compararlo con los khembalies. Estaba a punto de volver a uno de los mejores departamentos de una de las mejores universidades, situada en una de las ciudades más bonitas del país más rico del mundo, y era infeliz. Los khembalies, en cambio, estaban exiliados desde hacía varias generaciones, vivían en una barra de arena formada por las mareas, casi en la pobreza, y eran felices.

O al menos alegres. Anna no pretendía quitar importancia a la gravedad de su situación, pero últimamente nunca veía aquella mirada infeliz que tanto la había impresionado la primera vez que había hablado con Drepung. No, eran alegres, que no era lo mismo que felices; una voluntad, quizá, más que un sentimiento. Pero eso sólo lo hacía más admirable.

Bueno, todo el mundo era diferente. Volvió a la tediosa tarea de cambiar datos. Luego llamó a Drepung, y compartieron el placer de la buena noticia sobre las propuestas de financiación. Comentaron los detalles, y a continuación Drepung dijo:

—Tenemos que darte las gracias por esto, Anna. Así que gracias.

—De nada. En realidad no he sido yo, sino la Fundación y las demás organizaciones.

—Pero tú nos guiaste por el laberinto. Te debemos una.

Anna rió sin poder evitarlo.

—¿Qué?

—No es nada, sólo que me recuerdas a Charlie. Me da la impresión de que has estado viendo retransmisiones deportivas en la televisión.

—Debo admitir que me gusta ver el baloncesto.

—Eso está bien. Pero no empieces también a escuchar esa música rap, ¿de acuerdo? Creo que no podría soportarlo.

—No lo haré. Ya me conoces, me gusta Hollywood. De todas formas, tienes que dejar que te demos las gracias. Te invitaremos a cenar.

—Me gustaría.

—Y quizá puedas venir con nosotros al zoo cuando lleguen los tigres. Hace poco rescataron a un par de tigres de Bengala de Khembalung después de una inundación. Los periódicos de la India los llaman los Tigres Nadadores, y los van a traer al Zoo Nacional de aquí. Celebraremos una pequeña ceremonia cuando lleguen.

—Eso sería estupendo. A los niños les encantaría. Y además… —Se le había ocurrido una idea.

—¿Sí?

—A lo mejor podríais subir a hacernos una visita a los de la FNC, y dar una de las conferencias de mediodía. Sería una manera estupenda de devolver el favor. Podríamos conocer mejor vuestra situación y, ya sabes, vuestro enfoque de la ciencia, o de la vida, o lo que sea. Algo así. ¿Crees que a Rudra le interesaría?

—Estoy seguro de que sí. Sería una magnífica oportunidad.

—Bueno, no exactamente, sólo es una serie de charlas de mediodía que organiza Aleesha, pero creo que sería interesante. Nosotros podríamos aprender de vuestra actitud, me parece, y vosotros podríais hablar también de estos programas, si quisierais.

—Se lo comentaré al rimpoche.

—Muy bien. Os pondré en contacto con Aleesha.

Después Anna se puso a trabajar en las estadísticas otra vez, hasta que miró la hora y se acordó de que era el día en que visitaba el colegio de Nick y los ayudaba en la clase de matemáticas.

—Mierda.

Metió sus cosas en el bolso, apagó, levantó con esfuerzo la bolsa de biberones de leche congelada y se fue. Bajó al metro, se puso a trabajar en el tren, aunque no pudo sentarse en el de Shady Grove, de la Línea Roja, que estaba lleno; salió y cogió un taxi para llegar a tiempo al colegio de Nick.

Sólo llegó un poco tarde, dejó las cosas y se sentó a trabajar con los niños. Nick estaba en tercer curso, pero lo habían puesto en un grupo avanzado de matemáticas. En general, en matemáticas, la clase hacía cosas que a Anna le parecían sorprendentes para su edad. Le gustaba trabajar con ellos; había veintiocho niños, y la señora Wilkins, la profesora, agradecía la ayuda.

Anna vagaba de un grupo a otro, ayudándolos con problemas que requerían multiplicaciones, divisiones y redondeos. Cuando llegó al grupo de Nick se sentó en una de las diminutas sillas a su lado, y jugando se dieron un par de codazos el uno al otro para hacerse sitio en la mesa baja y redonda. A él le encantaba que Anna fuera a su clase, algo que ella intentaba hacer con cierta regularidad todos los años desde que empezó el colegio.

—Muy bien, Nick, déjalo, enséñales a estos chicos cómo vas a solucionar el problema.

—Vale. —Frunció el ceño de una manera que a Anna le recordó los músculos de su propia frente—. Treinta y nueve dividido por dos, da… diecinueve y medio… redondeo a veinte…

—No, no redondees en mitad de la operación.

—Vamos, mamá.

—Eh, no puedes hacerlo.

—¡Mamá, ya estás protestando otra vez! —exclamó Nick.

El grupo se echó a reír por el viejo chiste.

—No estoy protestando —insistió Anna—. Es una distinción muy importante.

—¿Qué, la diferencia entre diecinueve y medio y veinte?

—Sí —dijo por encima de las carcajadas—. Nunca se debe redondear en mitad de una operación, porque las cosas que hagas después exagerarán esa imprecisión. ¡Es un principio importante!

—¡La señora Quibler es una quisquillosa*, la señora Quibler es una quisquillosa!

Anna se rindió y les lanzó El Ojo, una mirada bizca que había perfeccionado mucho tiempo atrás, cuando había interpretado a lady Bracknell en el instituto. Nunca dejaba de cortarles la risa.

—Es Quibler con una b —gruñó, medio riéndose, como siempre, hasta que la señora Wilkins se unió al grupo y lo calmó.

Después del colegio Anna y Nick volvieron juntos a casa. Tardaban media hora, y era uno de los más preciados rituales de la semana, la única ocasión en que podían estar los dos solos. Dejaron atrás la gran piscina pública adonde iban a nadar en verano, la tienda de comestibles, fueron recorriendo la tranquila calle donde vivían. Hacía calor, por supuesto, pero a la sombra se podía soportar. Hablaban de cualquier cosa que se les pasara por la cabeza.

Luego entraron en el frescor de la casa, regresando al mundo más violento de Joe y Charlie. Charlie estaba en la cocina, cantando mientras cocinaba; una aria desafinada y sin palabras. Joe estaba matando dinosaurios en el salón. Cuando entraron se quedó paralizado, pensando en cómo mostrar su descontento por la traicionera ausencia de Anna durante el día. Cuando era más pequeño era una emoción verdadera, y a veces cuando la veía entrar por la puerta se ponía a llorar. Ahora era algo calculado, y Anna se había hecho inmune a ello.

Se dio un golpe en la frente con un dinosaurio y luego se dejó caer boca abajo sobre la alfombra.

—Oh, vamos —dijo Anna—. Dame un respiro, Joe. —Empezó a desabrocharse la blusa—. Será mejor que seas amable si lo que quieres es mamar.

Joe se puso en pie de un salto y echó a correr para darle un abrazo.

—Bien —dijo Anna—. Con chantaje se consigue cualquier cosa. ¡Hola, cielo! —le gritó a Charlie.

—Hola, vida. —Charlie salió para darle un beso. Por un momento todos sus chicos la rodearon. Luego Joe se aferró a ella, y Charlie y Nick se fueron a la cocina. Desde allí Charlie gritaba de vez en cuando, pero Anna no podía contestarle sin que Joe se enfadara y la mordiera, así que esperó hasta terminar y luego fue a la cocina.

—¿Cómo te ha ido el día? —dijo Charlie.

—Me lo he pasado entero corrigiendo un error informático.

—Eso está muy bien, querida.

Ella lo miró.

—Había jurado que no lo haría —dijo, sombría—, pero no fui capaz de ignorarlo.

—No, estoy seguro.

Estaba serio, pero ella le dio un puñetazo en el brazo de todas formas.

—Sabiondo. ¿Hay cerveza en la nevera?

—Creo que sí.

Fue a buscar una.

—Me ha llegado una buena noticia, ¿la has visto? Te la he reenviado. Los khembalies han conseguido un par de subvenciones.

—¿En serio? Es una noticia excelente. —Charlie olisqueaba un curry amarillo que hervía en la sartén.

—¿Es algo nuevo?

—Sí, estoy probando una receta del periódico.

—¿Estás siendo cuidadoso?

Él sonrió.

—Sí, nada de gallineta negra.

—¿Gallineta negra? —repitió Nick, alarmado.

—No te preocupes, nunca probaría algo así contigo.

—Papá no querría que echaras a arder.

—Eh, estaba en la receta. ¡Lo saqué de la receta!

—¿Sí? ¿Una cucharada de pimienta negra, una de pimienta blanca, una de guindilla y una de chile en polvo?

—¿Cómo iba a saberlo?

—Tú usas pimienta. Deberías haber sabido qué sabor tiene una cucharada de pimienta, y eso era lo menos picante de todo.

—Supongo que no sabía cómo quedaría todo eso con el pescado.

Nick parecía horrorizado.

—Yo no quiero comer algo así.

—¿Cómo que no? —Anna rió—. Sólo con tocarlo con la lengua experimentarías la combustión espontánea.

—Estaba en un libro de cocina.

—Al entrar en la cocina al día siguiente todavía te quemaban los ojos.

Charlie se reía de su estupidez, agitando la cuchara delante de Nick para darle asco, aunque ahora era muy delicado con las especias. El curry estaría bueno. Anna lo dejó con ello y salió a jugar con Joe.

Se sentó en el sofá, relajada. Joe empezó a aporrearle las rodillas con bloques, balbuceando con energía. Al mismo tiempo, Nick le iba contando algo. Tuvo que interrumpirlo, casi, para hablarle de la llegada de los Tigres Nadadores. Él asintió con la cabeza y empezó a contarle su historia otra vez. Anna soltó un gran suspiro de alivio y bebió un sorbo de cerveza. Otro día que había pasado como un sueño.

Llegó otra ola de calor, la peor hasta la fecha. Lo de antes les había parecido calor, pero estaban ya en julio, y un día la temperatura del área metropolitana subió hasta los 40,5°C, con una humedad superior al noventa por ciento. La combinación hizo que todos los hindúes de la ciudad sintieran nostalgia de Uttar Pradesh justo antes de la llegada del monzón: «Oh, mucho, sí, Delhi está exactamente igual, bueno, sería magnífico que Delhi estuviera así, mucho mejor que lo que tienen ahora, tres años de sequía, ya ves, necesitan que llegue el monzón urgentemente».

El Post de la mañana incluía un artículo que informó a Charlie de que se había desprendido un trozo de la meseta de hielo de Ross, un trozo mayor que la mitad de Francia. La noticia estaba enterrada en las últimas páginas de la sección de internacional. Se habían desprendido tantos trozos de la Antártida que ya no era una gran novedad.

No sería una gran novedad, pero sí un gran iceberg. Los investigadores bromeaban con trasladarse allí y declararlo una nueva nación. Contenía más agua fresca que todos los Grandes Lagos juntos. Se había partido cerca de una isla llamada de Roosevelt, una roca baja y negra que había estado enterrada en el hielo y cuya existencia era conocida sólo gracias a las sondas de radar, y que ahora estaba expuesta al aire por primera vez en dos o en quince millones de años, según el equipo de investigación al que decidieras creer. Aunque quizá no siguiera así mucho tiempo; según decían los investigadores, el hielo rápido del manto de hielo de la Antártida occidental estaba cayendo sobre ella, sin obstáculos desde la desaparición de la meseta de Ross de aquella zona, y avanzaba más rápido que nunca.

Este flujo acelerado de hielo hacia el mar tenía importantes consecuencias. El manto de hielo de la Antártida occidental era mucho más grande que la meseta de hielo de Ross y descansaba en un suelo que estaba por debajo del nivel del mar, pero cuya capa de hielo era mucho más alta de lo que lo habría sido de flotar libremente en el océano. Por tanto, cuando se partiera y se fuera flotando desplazaría más agua oceánica que antes.

Charlie siguió leyendo, algo sorprendido por encontrar todo aquello en las últimas páginas del Post. ¿Con qué rapidez podía ocurrir? Al parecer los investigadores no lo sabían. Mientras el manto se rompía, decían, el agua del mar iba arrancando los bordes del hielo que aún permanecían en el fondo: cada marea penetraba a una profundidad cada vez mayor, cada corriente arrancaba un poco más, y en el manto estaban empezando a abrirse unas grandes grietas verticales en las que se metía el mar.

Charlie lo comprobó en Internet y observó al trío de investigadores explicar a la cámara que el proceso podía acelerarse, mientras sus palabras se aceleraban a la vez, como para ilustrarlo mejor. Los modelos no eran concluyentes porque el fondo marino de debajo del hielo era irregular, decían, y tenía volcanes activos, así que ¿quién podía saberlo? Pero era probable que fuese rápido.

Charlie reconoció en sus voces el mismo tipo de reprimido delirio de entusiasmo científico que había oído una o dos veces en la voz de Anna al hablar ésta de alguna cosa extraordinaria que él no era capaz de comprender. En cambio, esto lo entendía. Estaban diciendo que había posibilidades reales de que la totalidad de la masa del manto de hielo de la Antártida occidental se partiera por la mitad y se fuera flotando, sumergiéndose cada vez más en el agua, y por tanto desplazando más agua que estando sobre tierra firme: el nivel del mar podría llegar entonces a subir un total de unos siete metros en todo el mundo. «Podría ser rápido», insistía un glaciólogo, «y no me refiero a rápido para los estándares geológicos, sino a la rapidez de las mareas. Es cuestión de algunos años, en algunas simulaciones». Lo difícil de determinar era si podía empezar a acelerarse o no. Dependía de variables incorporadas a los modelos… Y siguieron hablando como solían hacerlo los científicos.

¡Y el Post lo había incluido al final de la sección de internacional! Se hablaba de ello como de cualquier otro desastre. Parecía imposible distinguir entre una catástrofe futura y otra. Todas eran malas. Si ocurría, ocurría. Al parecer así lo procesaba la gente. Por supuesto, los khembalies debían de estar muy preocupados. Toda la Liga de las Naciones que se Hunden, en realidad. Lo que significaba todo el mundo. Charlie había investigado lo suficiente la cuestión de la energía mareomotriz y otros temas costeros para saber que era grave, y quizá la punta de algo peor. De repente todo se fusionó en una clara imagen ante él, y lo que vio le dio miedo. El veinte por ciento de la humanidad vivía en la costa. Se sintió como una vez que estaba conduciendo en invierno y al tomar una curva demasiado rápido se encontró con una placa de hielo que no había visto. El coche se despegó del suelo y él salió volando hacia adelante, libre de fricción o incluso de gravedad, como deslizándose sobre la propia realidad.

Pero era la hora de ir al centro. Se llevaría a Joe a la oficina. Recobró la compostura, sacó el cochecito para no darse calor el uno al otro. La vida tenía que continuar; ¿qué otra cosa podía hacer?

Se aventuraron a meterse en el baño de vapor de la capital. La verdad era que no había tanta diferencia respecto a un día normal de verano. Era como si hubiera un punto máximo a partir del cual la sensación de calor se desdibujara. Joe iba firmemente sujeto al cochecito para que no decidiera salir de él en momentos inoportunos. Naturalmente, eso no le gustaba y protestó cuando Charlie lo metió en el cochecito pero éste había decorado la barra delantera como el tablero de mandos de un avión, y eso aplacó a Joe lo suficiente para no insistir en sus alaridos o intentos de escapar.

—¡Es inútil resistirse!

Tomaron los ascensores en las estaciones de metro y salieron en el Mall, para ir paseando hasta la oficina de Phil, en el antiguo sindicato de carpinteros. Mala idea, porque atravesar el Mall era como meterse en aire hirviendo. Charlie, como siempre, experimentaba la desviación climática con una especie de satisfacción macabra tipo «Ya lo había dicho yo». Una vez más decidió dejar de comer langostas hervidas. No eran un buen recordatorio.

En la oficina de Phil vagaron por las habitaciones buscando los mejores lugares bajo las cascadas de aire helado que salían de las rejillas del aire acondicionado. Todos lo hacían, cambiando de lugar como en un ejercicio de museo de la ciencia investigando la fuerza Coriolis.

Charlie dejó a Joe con Evelyn, que lo adoraba, y se fue a trabajar con Phil en las revisiones del proyecto de ley del clima. Ciertamente parecía un buen momento para presentarlo. Más dinero para corregir los niveles de CO2, nuevos estándares de eficiencia energética y fondos suficientes para que Detroit llevara a cabo la transición hacia el hidrógeno, nuevos combustibles y fuentes de energía, métodos de captura de carbono, identificación y formación de sumideros de carbono, fondos y programas de crédito de intercambio para la conversión de hidrocarburos en carbohidratos y de éstos en hidrógeno, profundización en la energía geotérmica, energía mareomotriz, energía de las olas, dinero para llevar a cabo investigación básica sobre climatología, dinero para el proyecto de Investigación Global Extrema sobre Estrategias de Salvación en Emergencias (IGEESE), dinero para la Red Mundial de Información sobre Desastres (RMID), etcétera. Era una bolsa de sorpresas de programas, muchos ideados como cebo para ayudar al proyecto de ley a conseguir votos, aunque Charlie había hecho todo lo posible para procurarles una organización general, junto con una especie de estructura coherente, como una narración del futuro próximo.

Muchos miembros de la oficina de Phil creían que era un error intentar colar un ómnibus o proyecto de ley integral en lugar de obtener financiación para cada uno de los programas, o bien agruparlos por temas en conjuntos más pequeños. Pero Phil había escogido lo integral como estrategia, y Charlie pensaba que a estas alturas era mejor ceñirse al plan. Añadió fraseología para los cambios que Phil quería, potenciando la envoltura en todos los casos. Parecía que había llegado el momento de dar el golpe, si eso era posible.

Joe estaba empezando a desmadrarse con Evelyn: se oía el inconfundible sonido de los dinosaurios golpeando las paredes. Toda aquella fraseología terminaría suprimida de todas formas; sin embargo, eso era aún mayor motivo para que fuera precisa y fluida, blindada contra los ataques, comedida e incuestionable, invisiblemente eficaz. Tenía que ser como un ataque de baloncesto, sutil, rápido, imparable.

Se dio prisa en terminar y se llevó el proyecto revisado para dárselo a Phil, con Joe abriendo la marcha en su cochecito. Encontraron al senador sentado con la espalda apoyada en una rejilla de aire acondicionado.

—Caray, Phil, ¿no tienes mucho frío ahí sentado?

—El truco está en sentarte antes de estar completamente sudado, para no enfriarte con la evaporación. Y mantener la cabeza por encima —golpeó la pared con la parte de atrás de la cabeza—, así no me res… resfrío tanto. Lo aprendí hace mucho tiempo, cuando estuve destinado en Okinawa.

Examinó la nueva revisión de Charlie y discutieron algunos de los cambios. En cierto momento Phil se lo quedó mirando:

—¿Hay algo que te preocupe, Charlie? —Echó un vistazo a Joe—. Parece que Joe está divirtiéndose. El bebé favorito del presidente.

—No es Joe el que me preocupa, sino tú. Tú y el resto del Senado. Mira, Phil, la situación actual exige una respuesta que vaya más allá de las negociaciones habituales. Y eso es lo que me preocupa, porque lo único que sabéis llevar a cabo son las negociaciones habituales.

—Bueno… —Phil sonrió—. Lo llamamos democracia, joven. Y tenemos suerte, si te paras a pensar. Se da y se toma, y luego se llega a un acuerdo para continuar. ¿Cómo nos iría sin eso? Hay cierta responsabilidad en ello. Así que si se te ocurre algo mejor dímelo. Pero por favor, mientras tanto nada de fantasías del tipo «si yo fuera rey». No hay rey y todo depende de nosotros. Así que ayúdame a hacer esta versión definitiva tan buena como podamos.

—Vale.

Trabajaron juntos con la velocidad y eficiencia de los viejos compañeros de equipo. A veces colaborar podía ser un placer, otras era sólo cuestión de hacer una mitad y que las dos mitades fueran algo más que la suma de sus partes.

Luego Joe empezó a impacientarse, y no había otra manera de mantenerlo en el carrito que irse rápidamente y dar una vuelta por el paisaje de la calle.

—Ya lo acabaré yo —dijo Phil.

Así pues padre e hijo salieron de nuevo al tremendo calor. A Charlie lo noqueó antes que a Joe. El mundo se derretía a su alrededor. Charlie caminaba atontado, apoyándose en el cochecito. Bajaron al metro en ascensor. Aire acondicionado otra vez, gracias a Dios. Se dejó caer sobre los asientos color rosa. Mientras avanzaban en dirección norte, desplomados y mecidos ligeramente por el traqueteo, Charlie, adormilado, entretenía a Joe con algunos de los juguetes del carrito, uno por uno.

—Mira, esta tortuga es el Instituto Nacional de la Salud. Tu monstruo de Frankestein es la Administración de Alimentos y Medicamentos, mira lo mal que está. Este pequeño topo es la FNC de mamá. Estos dos tíos son como los del Monopoly, deben de ser las dos partes del congreso, sí, muy Tammany Hall, todos hacen lo que ellos quieren. De dónde diablos los habrás sacado. Tu Gigante de Hierro es el Pentágono, evidentemente, y esta excavadora amarilla es el cuerpo de ingenieros del ejército. La lupa de aumento es la Oficina General de Contaduría, y éste, ¿qué es esto, una Barbie? Debe de ser la Oficina de Administración y Presupuesto, esas niñas monas, o este Pinocho de aquí. Y el vaquero a caballo es el presidente, naturalmente, es tu amigo, es tu amigo, es tu amigo.

Los dos se estaban durmiendo. Joe amontonaba las figuras de juguete.

—Ten cuidado, Joe. Ooh, aquí tienes el tigre. Es la prensa, un tigre domado, ¿ves el collar? No le da miedo a nadie. Aunque a veces se come a alguien.

En los días siguientes, Phil llevó el proyecto de ley a la Comisión de Relaciones Internacionales, y el proceso de revisión empezó en serio. «Revisión» era un término muy inadecuado para expresar el proceso: «cortar», «interpretar», «destrozar», «descuartizar», «pisotear», cualquiera de ellos habría sido más preciso, pensaba Charlie mientras seguía la deconstrucción gradual de la fraseología del proyecto y el resultado se iba convirtiendo poco a poco en una especie de embutido de ideas.

El proyecto fue perdiendo trozos según avanzaba. Winston disputaba cada frase, y hubo que hacer algunas concesiones para seguir adelante. Nada de explicar en detalle los rendimientos energéticos, y nada de indicadores como el índice ecológico. Phil cedió en eso porque Winston le prometió que conseguiría que el congreso aprobara esa versión, y que la Casa Blanca también la apoyaría. De este modo, metodologías de análisis enteras quedaron prohibidas, algo que a Anna la volvería loca. Un nuevo ejemplo del conflicto entre ciencia y capital, pensó Charlie. La ciencia era como un teleñeco, luchando inútilmente contra el tipo de sombrero de copa del juego del Monopoly. Ahora mismo al teleñeco le estaban dando de patadas en el culo.

Dos mañanas después Charlie leyó la noticia en el Post (y ¿cómo no iba a parecerle irritante?):

La comisión divide el Superproyecto Climático.

—Pero ¡qué dicen! —exclamó Charlie. Ni siquiera había oído hablar de la posibilidad de que hicieran algo así.

Leyó los párrafos, parpadeando, mientras se dirigía al teléfono para llamar a Roy:

… los defensores del nuevo proyecto de ley declararon que las concesiones no perjudicarían la eficacia (…) el presidente dejó claro que vetaría el proyecto de ley integral (…) prometió firmar proyectos específicos caso por caso si llegaban a su oficina y sólo entonces.

—Mierda. Mierda. ¡Maldita sea!

—Charlie, debes de ser tú.

—Roy, ¿qué coño es esto, cuándo ha ocurrido?

—Anoche. ¿No te enteraste?

—No. ¡Cómo ha podido hacerlo Phil!

—Contamos los votos, y el superproyecto no iba a salir. Y si lo hacía, el congreso no lo aprobaría. Winston no podía cumplir, o no quería. Así que Phil decidió apoyar a Ellington y su proyecto de ley de fuentes de energía alternativas, y se aseguró de añadir cosas en los primeros proyectos más cortos.

—Y Ellington accedió a votar a favor en esas condiciones.

—Sí.

—Así que Phil cambió de chaqueta.

—El global iba a perder.

—¡No puedes saberlo con seguridad! ¡Tenían a Speck con ellos y podrían haberlo llevado según la línea del partido! ¿Qué importancia tiene la fuente de energía que utilizamos si el mundo se ha derretido? ¡Era importante, Roy!

—No iba a ganar —dijo Roy, recalcando cada palabra—. Contamos los votos y perdía por uno. Después fuimos a por lo que podíamos conseguir. Ya conoces a Phil. Le gusta que las cosas se hagan.

—Mientras sean fáciles.

—Sigues cabreado. Deberías hablar con Phil en persona, a lo mejor influyes en lo que haga la próxima vez. Yo tengo una reunión en el distrito.

—Vale, tal vez lo haga.

Y como era otra mañana de Joe y papá en la ciudad, era libre de hacerlo. Se sentó en el metro, recibiendo los puñetazos de Joe y meditando, y cuando sacó el cochecito del ascensor en la tercera planta del edificio de los carpinteros fue directamente hacia Phil, que ese día estaba sentado a un escritorio en la sala de conferencias exterior, rodeado de admiradores y tan risueño y desenvuelto como un mono.

Charlie lo señaló con el Post enrollado como si fuera un palo, y Phil lo vio y se estremeció histriónicamente.

—¡De acuerdo! —Dijo, y le mostró la palma para detener el ataque—. ¡De acuerdo, dame una patada en el culo! ¡Dame una patada aquí mismo! Pero te aseguro que me obligaron a hacerlo.

Lo estaba convirtiendo en un nuevo debate, así que Charlie atacó con todas sus armas.

—¿Qué quieres decir con lo de que te obligaron a hacerlo? Has cedido, Phil. ¡Se lo has entregado todo!

Phil negó vehementemente con la cabeza.

—Conseguí más de lo que cedí. Van a tener que reducir las emisiones de carbono de todas formas, nunca les sacaremos mucho más en ese sentido…

—Pero ¡qué dices! —gritó Charlie.

Andrea y algunos de los otros salieron de sus oficinas, e incluso Evelyn se asomó, aunque sobre todo para saludar a Joe. Era un espectáculo habitual: Charlie echaba en cara a Phil sus concesiones y Phil lo admitía todo, lo que hacía que Charlie se sintiera aún más ultrajado. Charlie, aun consciente de ello, seguía decidido a decir lo que quería decir, aunque eso significara representar el papel de siempre. Aunque no convenciera al propio Phil, si el grupo allí presente lo presionaba un poco más…

Charlie golpeó a Phil con el Post.

—Si te hubieras mantenido firme, podríamos haber eliminado miles de millones de toneladas de carbono. ¡El mundo entero está con nosotros en esto!

Phil hizo una mueca.

—Yo me habría mantenido firme, Charlie, pero entonces el resto de nuestro maravilloso partido me habría mandado al cuerno con la misma firmeza. El congreso tampoco lo apoyaba. De esta manera hemos conseguido todo lo posible. Hemos conseguido que saliera de la comisión, maldita sea, y eso no es ninguna tontería. Hemos conseguido protección para los bosques y el Ártico resguardando y la prohibición de hacer perforaciones en el litoral, todo eso; y el presidente ya ha prometido firmarlo.

—¡Te lo habría dado de todas formas! Tendrías que haber muerto para no conseguirlo. ¡Y vas y cedes en lo realmente importante! Han hecho contigo lo que les ha dado la gana.

—No es verdad.

—Sí es verdad.

—No.

—¡Sí!

Sí, ése era el nivel de los debates que tenían lugar en las oficinas de uno de los mejores senadores del país. Siempre terminaban así.

Pero esta vez Charlie no estaba disfrutando tanto como de costumbre.

—¿Hay algo a lo que no hayas renunciado? —dijo con amargura.

—¡Sólo a los arroyos de los bosques y el petróleo de América del Norte!

El reducido público rió. Eran como un club de debate. Phil se chupó el dedo y lo levantó apuntándose un tanto, y luego sonrió a Charlie, disparándole una de sus típicas sonrisas Chase, traviesa y arrebatadora.

Charlie no se sintió mejor.

—Será mejor que financies un montón de submarinos para disfrutar de todo eso.

Eso también obtuvo una carcajada general. Y Phil apuntó un tanto para Charlie, todavía sonriendo.

Charlie sacó el carrito de Joe del edificio, maldiciendo amargamente. Joe oyó su tono de voz y se concentró en el paisaje y sus dinosaurios. Charlie siguió empujando, sudando, cada vez más desanimado. Sabía que se lo estaba tomando demasiado a pecho, sabía que el estilo de Phil era actuar como si se tratase de un juego, encajar los golpes sin preocuparse demasiado. Pero aun así, teniendo en cuenta la situación, no podía evitarlo. Se sentía como si le hubieran dado una patada en el estómago.

Y eso no ocurría con demasiada frecuencia. Por lo general conseguía encontrar la manera de compensar mentalmente los diversos reveses de la política. El lado positivo, una posible venganza, lo que fuera. Alguna fantasía en la que todo acababa bien. Por eso cuando lo invadía el desánimo, golpeaba con una fuerza desacostumbrada. Era una cosa global frente a la cual no podía defenderse; los árboles no le dejaban ver el bosque, era incapaz de ver la parte buena de nada. Las cosas negativas sólo tenían lados negativos. ¡Todo iba mal! Mal, mal, mal, mal, mal, mal, mal.

Metió el carrito en un ascensor del metro, bajó a las profundidades con Joe. Subieron a un vagón, llegaron a la parada de Bethesda. Charlie salió del metro como un zombi. Mal, mal, mal. Sintió la náusea de Sartre, inducida por un súbito atisbo de la realidad; era horrible que fuera así. Que la verdadera naturaleza de la realidad fuera tan espantosa. El aire hirviente del ascensor era irrespirable. La gravedad era demasiado pesada.

Salió del ascensor, hacia la avenida Wisconsin. Bethesda era demasiado deprimente. Un vómito de bloques de oficinas y apartamentos, claramente organizado (si se podía decir así) para conveniencia de los coches que rugían al pasar. Una utopía ridícula, inhumana. Lo mismo podría haber sido el condado de Orange.

Se arrastró por la acera hasta casa. Entró por la puerta principal. La puerta mosquitera se cerró con el golpe característico. Desde la cocina:

—¡Hola, cielo!

—¡Hola, papá!

Era el día en que Anna y Nick volvían juntos del colegio.

—¡Mamá mamá!

—¡Hola, Joe!

Refugio.

—Hola, chicos —dijo Charlie—. Necesitamos un bote de remos. Lo guardaremos en el garaje.

—¡Genial!

Anna oyó su tono de voz y salió de la cocina con una batidora en la mano, le dio un abrazo y un beso en la mejilla.

—Hum —dijo él, como ronroneando.

—¿Qué pasa, cariño?

—Oh, todo.

—Pobrecito mío.

Empezaba a sentirse mejor. Liberó a Joe del cochecito y siguieron a Anna a la cocina. Mientras Anna cogía a Joe y lo sostenía sobre la cadera para seguir cocinando, Charlie empezó a dar forma mentalmente a lo que había sucedido ese día, para poder explicárselo con todo su dramatismo intacto.

Charlie le contó la historia, despotricó un poco, abrió y se bebió una cerveza, y luego Anna dijo:

—Lo que necesitáis es alguna manera de saltaros el proceso político.

—Vaya, cariño. No estoy seguro de a qué te refieres.

—Yo tampoco.

—Una revolución, ¿no?

—No.

—¿Una revolución sin ningún tipo de violencia y con un éxito rotundo?

—Eso estaría bien.

Nick apareció en la puerta.

—Eh, papá, ¿quieres jugar al béisbol?

—Claro. Buena idea.

Nick se lo proponía pocas veces: normalmente era iniciativa de Charlie, y por eso cuando Nick lo hacía era para que su padre se sintiera mejor, y funcionaba bastante bien. Así que abandonaron el frescor de la casa y salieron a jugar al tórrido patio, bajo los ojos ciegos de las ventanas de los apartamentos. Nick se puso de espaldas a la pared de ladrillos de la casa, mientras Charlie le arrojaba pelotas para que las golpeara con un largo bate de plástico. Charlie intentaba capturarlas si podía. Tenían unas doce pelotas, y cuando todas estuvieron dispersas por el césped inclinado las reagruparon en la base de Charlie y volvieron a empezar, dejándole a veces el bate a Charlie. Las pelotas eran estupendas; salían del bate con un zumbido plástico muy satisfactorio, pero cuando te daban no hacían daño, como Charlie descubrió más de una vez. Corrieron de un lado a otro en el atardecer, sudando y riendo, intentando que alguna de las pelotas volara en línea recta.

Charlie se quitó la camisa, sudando en el aire bochornoso.

—Muy bien, aquí viene el lanzamiento. ¡Sandy Koufax se prepara y lanza! Eh, ¿por qué no te mueves?

—Era mala, papá. Ha botado antes de llegar.

—Muy bien, lo intentaré de nuevo. Oh, Dios. No importa.

—¿Por qué dices Dios, papá?

—Es una larga historia. Muy bien, aquí tenemos otra. Eh, ¿por qué no te mueves?

—¡Era mala!

—Por poco. Si te mueves un poco no te va a pasar nada.

—La zona de strike va de aquí a la casa, papá. Tú tírame una que caiga dentro y la golpearé.

—Eso no es muy buena idea, pero, vale, ahí tienes. Ooh, qué bonita. Bien, ahí va. ¡Eh, vamos, dale!

—Iba demasiado fuerte.

—Batear con las dos manos es una habilidad muy útil.

—¡Tú tíralas bien!

—Lo intento. Vale, ahí va, ¡bum! ¡Muy bien! Carrera completa, caray. Uh, oh, se ha quedado en el árbol, ¿lo ves?

—Ya estábamos a punto de parar de todas formas.

—Sí, pero mira, si apoyo el pie en esta rama… vamos, déjame el bate un momento. Será mejor que la coja mientras aún me acuerdo de dónde está.

Charlie subió un breve trecho por el árbol, se sujetó, apartó las hojas, alargó el brazo y se aferró al tronco para mantener el equilibrio, golpeó la pelota con el bate de Nick para que cayera al suelo.

—¡Ahí la tienes!

—Eh, papá, ¿qué es esa enredadera que hay en el árbol? ¿No es hiedra venenosa?