OCHO
Cambio de paradigma

Repitamos lo que sabemos sobre quiénes somos.

Somos primates, parientes muy próximos de los chimpancés y otros grandes simios. Nuestros antepasados se separaron de los demás simios hace unos cinco millones de años, y evolucionaron en líneas paralelas y subespecies superpuestas, hasta convertirse en homínidos hace unos dos millones de años.

Durante este período, África oriental se fue volviendo cada vez más seca. El bosque iba cediendo ante una sabana cubierta de hierba y salpicada de grupos de árboles dispersos. Nosotros evolucionamos para adaptarnos al paisaje: la falta de pelo en el cuerpo, la postura vertical, las glándulas sudoríferas y otros rasgos físicos, todo a fin de permitirnos correr largas distancias bajo el potente sol del ecuador. Corríamos para vivir y cubrir grandes zonas. Perseguíamos a la caza hasta cansarla, a veces días después.

Las generaciones se fueron sucediendo siguiendo un modo de vida en lo esencial estable, y durante los muchos milenios que siguieron el tamaño del cerebro de los homínidos fue pasando de los trescientos milímetros cúbicos a aproximadamente novecientos. Es extraño, porque todo lo demás permaneció relativamente sin cambios. Eso quiere decir que aquel modo de vida era muy estimulante para el crecimiento del cerebro. Casi todos los aspectos de la vida de los homínidos han sido propuestos como máximos impulsores de este crecimiento, desde los cálculos realizados para arrojar piedras con precisión hasta la capacidad de soñar, pero sin duda lo más importante debió de ser el lenguaje y la vida social. Hablábamos, nos llevábamos bien; se trata de un proceso difícil que requiere pensar mucho.

Al ser la reproducción un elemento crucial de cualquier éxito evolutivo, llevarse bien con el grupo y con el sexo opuesto constituye una adaptación fundamental, y por tanto debió de ser un gran impulsor del aumento de tamaño del cerebro. Crecimos tan rápido que en la actualidad apenas cabemos en el canal del parto. Todo ese crecimiento surgió del intento de comprender a las demás personas, al otro sexo, y mirad dónde estamos ahora.

Anna se alegró de ver a Frank de vuelta en la oficina, por brusco y quejoso que fuera. Hacía que las cosas fueran más interesantes. Un comentario sobre los camiones demasiado grandes se transformaba en una explicación de todo en términos de sí o no, o en una conversación sobre la inteligencia social de los gibones, o en una álgebra de la división más eficaz del trabajo en el laboratorio. Era imposible adivinar lo que diría a continuación. Las oraciones empezaban siendo razonables, para convertirse en algo extraño, o viceversa. A Anna eso le gustaba.

No obstante, parecía demasiado impresionado por la teoría de juegos.

—¿Qué pasa si los números no se corresponden con la vida real? —le preguntó ella—. ¿Qué pasa si no obtienes cinco puntos por delatar al otro si éste no los obtiene tampoco, si todos esos números son erróneos, o incluso opuestos? Se trata entonces de otro juego de ordenador, ¿verdad?

—Bueno… —Frank estaba desconcertado. Una rara visión. En seguida se puso a meditar. Ésa era otra cosa que a Anna le gustaba de él: reflexionaba de verdad sobre lo que ella le decía.

Entonces sonó el teléfono de Anna y ésta lo cogió.

—¡Charlie! Oh, cariño, ¿cómo estás?

—Agonizando de dolor.

—Oh, vida mía. ¿Te has tomado las pastillas?

—Sí. No sirven de nada. Estoy empezando a ver cosas con el rabillo del ojo, cosas que se mueven, ¿sabes? Creo que los picores se me han metido en el cerebro. Me estoy volviendo loco.

—Tú aguanta. Los corticoides tardan un par de días en hacer efecto. Sigue tomándolas. ¿Te deja Joe descansar?

—No. Quiere luchar.

—¡Oh, Dios, no le dejes! Sé que el médico dijo que no era contagioso, pero…

—No te preocupes. De todos modos no puedo luchar.

—¿No lo tocas?

—Y él a mí tampoco, eso es. Está empezando a cabrearse.

—¿Te pones los guantes de plástico para cambiarlo?

—Sí, sí, sí, sí, es una tortura, cuando me los quito la piel también sale con ellos, con sangre y todo, puaj, y luego me escuece un montón.

—Pobrecito mío. Tú intenta no hacer nada.

Entonces Charlie tuvo que sacar a Joe de la cocina. Anna colgó.

Frank la miró.

—¿Hiedra venenosa?

—Sí. Se subió a un árbol que tenía el tronco lleno. No llevaba camisa.

—Oh, no.

—Lo pilló bien. Nick reconoció la planta, así que lo llevé a urgencias y el médico le puso una pomada y le dio corticoides antes de que empezaran a salir las ampollas, pero está bastante hecho polvo.

—Lo lamento.

—Sí, bueno, al menos es algo superficial.

Entonces sonó el teléfono de Frank, y él se fue a su cubículo a responder. Anna no pudo evitar oír sus palabras, y además, según avanzaba la conversación, Frank iba subiendo el tono de voz. En cierto momento dijo:

—Te estás quedando conmigo —cuatro veces seguidas, cada una más incrédulo que la anterior. Después estuvo escuchando un rato, tamborileando con los dedos en la mesa junto a su terminal.

Por último dijo:

—No sé lo que ha pasado, Derek. Tú eres el que está en mejores condiciones de saberlo… Sí, eso es cierto. Debían de tener sus razones… Bueno, a ti te irá bien pase lo que pase, estás lo bastante bien situado, ¿no…? Todo el mundo tiene opciones que no utiliza, no pienses en eso, piensa en las acciones que tenías tú… Eh, es un buen final. Quebrar, salir a bolsa o ser comprados. Felicidades… Sí, será un espectáculo fascinante, seguro. Claro. Sí, eso es mala suerte. Vale, de acuerdo. Llámame para contarme toda la historia cuando no esté trabajando. Sí, adiós.

Colgó. Hubo un largo silencio en su cubículo.

Por último se levantó de la silla, crac-crac. Anna se volvió para mirar y allí estaba, en la puerta, esperando a que ella se diera la vuelta.

Hizo una mueca.

—Era Derek Gaspar, de San Diego. Han comprado su compañía, Torrey Pines Generique.

—¡Oh, vaya! ¿Es la que ayudaste a montar?

—Sí.

—Bueno, felicidades, pues. ¿Quién ha sido?

—Una empresa biotecnológica más grande llamada Small Delivery Systems, ¿has oído hablar de ella?

—No.

—Yo tampoco. No es una de las grandes farmacéuticas, ni mucho menos, más bien de tamaño medio, por lo que dice Derek. Se dedica sobre todo a los fármacos ecológicos, parece, pero se dirigieron a él y le hicieron la oferta. No sabe por qué.

—¿No se lo han dicho?

—Bueno, no. Por lo menos él no parece tenerlo claro.

—Interesante. Entonces, en fin… Sigue siendo una buena noticia, ¿verdad? Quiero decir, es lo que desean las empresas que empiezan…

—Sí…

—Pues no tienes aspecto de quien acaba de convertirse en millonario o lo que sea.

Él hizo un gesto de desdén rápidamente.

—No es eso, no estoy tan implicado como para eso. Nunca he sido más que un asesor, la UCSD sólo te permite involucrarte superficialmente en las compañías externas. Y tuve que dejarlo cuando vine aquí. No puedo trabajar para los federales y para alguien más al mismo tiempo, ya se sabe.

—Oh, oh.

—Mis inversiones están en un fideicomiso ciego, así que quién sabe. No tenía mucho en Torrey Pines, y el fideicomiso debe de haberse deshecho de ellas. Me enteré de algo que me hizo pensar eso. Yo lo habría hecho, en su lugar.

—Vaya, qué mala suerte, entonces.

—Sí, sí —dijo frunciendo el ceño—. Pero ése no es el problema.

Miró por la ventana, hacia las ventanas del otro lado del atrio. Había algo en su rostro que Anna no le había visto nunca: desilusión, quizá, no estaba del todo segura. Aflicción.

—¿Cuál es el problema, entonces?

—No lo sé —dijo tranquilamente—. Esto es un caos.

—Deberías venir a la conferencia de la comida mañana —dijo ella—. Rudra Cakrin, el embajador khembalí, hablará de la visión budista de la ciencia. No, deberías hacerlo. Te pareces a ellos más que ningún otro, al menos a veces.

Él frunció el ceño como si eso fuera una crítica.

—No, vamos. Quiero que vengas.

—Vale. A lo mejor. Si termino la carta en la que estoy trabajando.

Volvió a su cubículo, se sentó pesadamente.

—Maldita sea —le oyó decir Anna.

Entonces empezó a teclear. Era como el sonido del propio pensamiento, un fuego graneado de toques y golpes de plástico, interrumpido por los fuertes tacs del pulgar contra la barra espadadora. A veces el teclado de Frank tenía que soportar verdaderos ataques.

Seguía tecleando como un loco cuando Anna miró el reloj y salió corriendo por la puerta para intentar llegar a casa a tiempo.

A la mañana siguiente Frank llegó con su carta de despedida en un sobre de papel manila. Había decidido ampliarla, convertirla en una aplastante crítica de la FNC completamente documentada, que, si era tomada en serio, quizá sirviera de algo. Se la daría directamente a Diane Chang. Carta privada, sin copia. De aquella manera podría leerla, reflexionar sobre ella en privado y decidir si quería hacer algo al respecto. Mientras tanto, independientemente de lo que hiciera la directora, él habría intentado mejorar la institución y podría volver a la verdadera ciencia con la conciencia tranquila. Irse en paz. Dejaría parte de la ira tras de sí. O eso esperaba.

Había revisado de manera exhaustiva el borrador escrito durante el vuelo de regreso desde San Diego. Agrupó argumentos, concretó las críticas, hizo propuestas concretas de mejora. Aun así, cuando terminó seguía siendo una crítica devastadora, pero esta vez con el tono de un artículo científico. No había perdido la cabeza ni se había puesto demasiado elocuente. Cinco páginas a espacio sencillo, incluso después de haberla reducido a lo esencial. Bueno, les hacía falta un buen puntapié en el trasero. Y eso lo sería.

La leyó una vez más, y entonces se sentó en la silla de oficina, dándose golpecitos en la pierna con el sobre de papel manila, mirando el atrio sin ver. Preguntándose, entre otras cosas, qué había pasado con Torrey Pines Generique. Preguntándose si la contratación de Yann Pierzinski tenía algo que ver.

De repente se levantó de la silla, se dirigió a los ascensores con el sobre y su contenido y tomó uno hasta la duodécima planta. Entró en la oficina de Diane y le hizo un gesto de saludo con la cabeza a Laveta, la secretaria. Metió el sobre en el buzón de Diane.

—Ya se ha ido —le dijo Laveta.

—No importa. Dile que le dejo esto aquí cuando llegue mañana, ¿de acuerdo? Es personal.

—Muy bien.

Volvió a la sexta planta. Fue a la silla y se sentó. Estaba hecho.

Oyó a Anna en su oficina, tecleando. Tenía la puerta cerrada, así que supuso que estaba utilizando la bomba extractora mientras trabajaba. A Frank le habría gustado verlo, no sólo por lascivia, sino sobre todo por el placer de contemplarla en una multitarea como ésa. Escribía sólo con los índices y los pulgares, como una reportera de las películas de los años treinta; Frank no sabía si se debía a un rechazo inconsciente de todas las habilidades de oficina o a una simple casualidad. Pero estaba seguro de que el espectáculo sería atractivo.

Recordó que era el día en que quería que asistiera a la charla de la hora de la comida. Al parecer había colaborado en la organización de la conferencia del embajador khembalí. Frank la había visto en la lista que anunciaba la serie, colgada cerca de los ascensores:

«El propósito de la ciencia desde la perspectiva budista».

No parecía muy prometedora. Esotérica, en el mejor de los casos, o quizá mucho peor. Bastante típico en aquellas charlas de mediodía, en las que había un poco de todo. La gente estaba cansada de las conferencias académicas, lo último que quería hacer en la hora de comer era escuchar más de lo mismo, así que esta serie estaba orientada deliberadamente al entretenimiento. Frank recordaba haber visto títulos como «La Antártida como utopía» o «El arte de representar el cuerpo», o «Cómo puede ayudarnos el calentamiento global». Al parecer se trataba de buscar un tema extravagante, el más extravagante de todos.

Sin duda habría una buena asistencia.

La puerta de Anna se abrió y Frank levantó la cabeza sobresaltado, esperando encontrarse con una diosa de la ciencia con el pecho descubierto, algo parecido a la figura francesa de la libertad; se equivocaba, por supuesto. Sólo se iba a la conferencia.

—¿Vas a venir? —preguntó.

—Sí, claro.

Eso le gustó. La acompañó a los ascensores, sacudiendo la cabeza por ella, y por sí mismo. Subieron a la décima planta, dejaron atrás la espectacular galería de fotografías subacuáticas de la Antártida y entraron en la enorme sala de conferencias. Había unas doscientas personas. Para cuando llegaron los khembalies, todos los asientos estaban ocupados.

Frank se sentó casi en la última fila, fingiendo trabajar en su bloc de notas. El aire acondicionado caía sobre él como una bendición. Los conocidos se iban encontrando y sentándose en grupos, hablando de esto y lo otro. Los khembalies estaban en pie junto al atril, discutiendo sobre las disposiciones de los micrófonos con Anna y Laveta. El viejo embajador, Rudra Cakrin, llevaba sus vestiduras marrones, mientras que el resto del contingente khembalí iba con pantalones y camisas de algodón color hueso, como si estuvieran en la India. Rudra Cakrin necesitaba que le bajaran el micro. Su joven ayudante le echó una mano, y luego ajustó el suyo. Traducción; qué pesadez. Frank gimió quedamente.

Probaron los micros, y el ruido de voces se apagó. La sala estaba extraordinariamente llena, tuvo que admitir Frank, ya fuera por el factor de la extravagancia o no. Todavía había gente lo suficientemente interesada por las ideas como para pasarse la hora de comer escuchando una conferencia sobre la filosofía de la ciencia. Lo mismo ocurría en algunos departamentos de la UCSD, quizá incluso en la mayoría de los campus universitarios, a pesar del enloquecedor ritmo de vida. El tiempo y la energía sobrantes dedicados a la curiosidad: un rasgo de conducta fundamental de los homínidos. El rasgo básico que llevaba a la gente a hacer ciencia, que permitía la existencia de la ciencia, de hecho, a pesar de los regímenes embrutecedores de la expresión actual de la misma. Allí estaba él, después de todo, y no creía que pudiera haber nadie tan quemado y desencantado. Pero aun así seguía cierto tropismo sin poder evitarlo, como un girasol al mirar el sol.

El viejo monje ofrecía una imagen curiosa en lo alto de la tarima. Incongruente, en el mejor de los casos. Era posible que el público fuera una admirablemente curiosa audiencia, pero constituía también una panda de viejos tecnócratas endurecidos. Un público difícil, se diría, para un hombre arrugado envuelto en una toga y que ahora los miraba como desde un siglo de distancia, muy parecido en realidad a los primeros homínidos.

Y sin embargo allí estaba él, y allí estaban ellos. Algo los había reunido, y no era sólo el aire acondicionado. Estaban sentados en sus sillas, atentos, corteses, abiertos a sugerencias. Frank sintió una pequeña punzada de orgullo. Así es como había empezado todo, en aquellas reuniones de la Royal Society en Londres en la década de 1660: escuchando educadamente una conferencia pronunciada por algún extraño personaje necesariamente autodidacta; preguntas corteses; una razonable reflexión sobre el asunto tratado por parte de todos los presentes. Un acuerdo tácito para mirar las cosas desde un punto de vista racional. Así había empezado todo.

El anciano miró a su público con expresión benévola. Parecía reflejar su atención, estudiarlos.

—¡Buenos días! —Dijo, y a continuación esbozó un gesto con la mano para indicar que había agotado su repertorio en inglés, excepto por lo que siguió—: Gracias.

Su joven ayudante dijo entonces:

—El rimpoche Rudra Cakrin, embajador de Khembalung en Estados Unidos, les agradece que hayan venido a escucharlo.

Era un poco redundante, pero entonces el anciano empezó a hablar en su lengua, el tibetano, había dicho Anna, una secuencia de sonidos bajos y guturales. Luego se detuvo, y el joven, el amigo de Anna, Drepung, empezó a traducir.

—El rimpoche dice que el budismo comienza en la experiencia personal. En la observación de lo que nos rodea y de nuestras reacciones y pensamientos. El proceso tiene… una base científica. Añade: Si realmente entiendo lo que queréis decir en Occidente cuando habláis de ciencia. Dice: Espero que me corrijáis si me equivoco. Pero a mi parecer la ciencia trata de las cosas sobre las cuales todos podemos estar de acuerdo.

Rudra Cakrin interrumpió para hacerle una pregunta a Drepung, que asintió y añadió:

—Podemos dar por sentada una cosa. Que si consideráis este aserto, estaréis de acuerdo con él. Y el resto del mundo también.

Algunos de los presentes asentían.

El anciano volvió a hablar.

Drepung dijo:

—Las cosas sobre las que podemos estar de acuerdo son pocas, y generales. Y cuanto más nos acercamos a la época de Buda, más generales son. Ahora bien, han trascurrido dos mil quinientos años, más o menos, y estamos en la época del microscopio, del telescopio, y… de la descripción matemática de la realidad. Se trata de reinos que no podemos experimentar directamente con nuestros sentidos. Y sin embargo, podemos coincidir en lo que decimos sobre ellos. Porque están unidos mediante las largas cadenas de la causa y el efecto matemáticos, por lo que podemos ver.

Rudra Cakrin sonrió brevemente y volvió a hablar. Frank empezaba a pensar que las traducciones de Drepung eran mucho más largas que los parlamentos del anciano. ¿Era posible que el tibetano fuera tan lacónico?

—Esta red constituye un gran logro —añadió Drepung.

Rudra Cakrin se puso a cantar con voz grave y áspera, como la de Louis Armstrong pero una octava más baja. Drepung cantó a su vez en inglés:

Quien comprenda el significado de la naturaleza de Buda,

debe esperar la estación y las relaciones causales.

La verdadera vida es la vida de las causas.

Rudra Cakrin prosiguió con una animada parrafada. Drepung tradujo:

—Esto nos lleva al concepto de la naturaleza de Buda, más que a la naturaleza en sí. ¿Cuál es la diferencia? La naturaleza es la respuesta… apropiada a la naturaleza. La reacción de la mente observante. En última instancia, la filosofía budista apunta a ver la realidad tal como es. Y entonces…

Rudra Cakrin habló con urgencia.

—Entonces, la respuesta, la reacción, la trascendencia humana, las cosas que decimos, hacemos y pensamos, todo eso llega. Regresamos al reino de lo expresable. La naturaleza de la realidad… A medida que vamos profundizando, el lenguaje va quedando cada vez más atrás. Ni siquiera las matemáticas guardan relación con eso. Pero…

El anciano siguió hablando durante un rato más, hasta que Frank creyó ver a Drepung esbozar un gesto o expresión con los párpados, y Rudra Cakrin se detuvo al instante.

—Pero cuando hablamos de lo que debemos hacer, eso se puede expresar con las palabras más sencillas. Mostrar compasión. Actuar correctamente. Ayudar a los demás. Siempre es así de simple. Paliar el sufrimiento. Hay algo… tranquilizador en eso. Cuanto más complejo sea lo que existe, más simple es lo que debemos hacer. Es muy preferible a la situación inversa.

Rudra Cakrin habló con una voz mucho más calmada.

—De nuevo —prosiguió Drepung— los dos enfoques se superponen y son uno. La ciencia nació como una búsqueda de alimento, comodidad, salud. Aprendimos el funcionamiento de las cosas a fin de controlarlas mejor. A fin de disminuir nuestro sufrimiento. Los métodos aplicados, observación y ensayo, en nuestra tradición se perfeccionaron en el trabajo médico. Eso prosiguió durante muchos siglos. En Occidente, vuestros médicos hicieron lo mismo, y en el proceso se convirtieron en científicos. En Asia, los monjes budistas eran los médicos, y ellos también trabajaron en el perfeccionamiento de los métodos de observación y ensayo, para ver si podían… reproducir sus éxitos, cuando los obtenían.

Rudra Cakrin asintió, puso la mano en el brazo de Drepung. Habló unos segundos. Drepung dijo:

—Los dos son ahora estudios paralelos. Por un lado, la ciencia se ha especializado, mediante las matemáticas y la tecnología, en las observaciones naturales, descubriendo lo que es y elaborando nuevos instrumentos. Por el otro, el budismo se ha especializado en las observaciones humanas, para descubrir… cómo llegar a ser. Cómo comportarse. Qué hacer. Cómo seguir adelante. Ahora bien, yo digo, son como los dos ojos de la cabeza. Ambos son necesarios para tener una visión completa. Mejor dicho… según un viejo refrán: «Ojos que ven, pies que caminan». Podríamos decir que la ciencia son los ojos, y el budismo los pies.

Frank escuchaba todo esto con una irritación creciente. Allí había un hombre defendiendo un sistema de pensamiento que no había aportado ni el menor atisbo de conocimiento al mundo en los últimos dos mil quinientos años, y tenía la cara de ponerlo al mismo nivel que la ciencia, que aportaba millones de nuevos hechos a su fondo de conocimiento acumulado todos los días. ¡Menuda farsa!

No obstante, su irritación estaba también llena de inquietud. El joven traductor decía una y otra vez cosas extrañamente parecidas a otras que Frank había pensado antes, o respondía a preguntas que Frank se formulaba en aquel mismo momento. Frank pensaba, por ejemplo: Bien, ¿cómo se procesaría todo esto si recordáramos que somos primates que acabamos de salir de la sabana, recolectores cuyo cerebro creció para adaptarse a este entorno concreto? ¿Tendría sentido algo de eso? Y en ese preciso instante, en respuesta a una pregunta del público (al parecer habían pasado al turno de preguntas sin que mediara ningún tipo de anuncio formal), Drepung decía, traduciendo al anciano:

—Somos animales. Animales cuya sabiduría ha llegado tan lejos como para saber que somos criaturas mortales. Que morimos. Hace cincuenta mil años que lo sabemos. Dedicamos gran parte de nuestra energía mental a evitar este conocimiento. No nos gusta pensar en ello. Ahora además sabemos que hasta el cosmos es mortal. La realidad es mortal. Todas las cosas cambian incesantemente. Nada permanece inalterable con el tiempo. Nada puede hacerlo. La cuestión pasa a ser, pues, ¿qué hacemos con este conocimiento? ¿Cómo vivimos con él? ¿Qué sentido le damos?

Bueno… vaya. Frank se inclinó hacia adelante, picado, preguntándose qué les contaría Drepung que había dicho el anciano a continuación. Resultaba extraño pensar que aquella voz áspera y baja, que mascullaba sonidos incomprensibles, estaba expresando aquellas cosas. De pronto Frank quiso saber lo que estaba diciendo.

—Uno de los términos científicos que significan compasión… —dijo Drepung, mirando al techo, como buscando la palabra—, vosotros decís «altruismo». Es uno de los temas de vuestros estudios animales. ¿Existe el verdadero altruismo? ¿Es una buena adaptación? En otras palabras ¿funciona la compasión? Según algunos de vuestros estudios el altruismo es la mejor estrategia de adaptación, desde el punto de vista del contexto de grupo. Éste se convierte entonces en una especie de… cálculo. Practicar la compasión para lograr el éxito evolutivo: ¡y esto viene de vuestra ciencia, que se declara exclusivamente descriptiva! Que afirma limitarse a describir lo que nos ha convertido en lo que somos. En cambio, en el budismo siempre hemos dicho que, si quieres ayudar a los demás, debes practicar la compasión; si quieres ayudarte a ti mismo, debes practicar la compasión. Ahora la ciencia añade: si quieres ayudar a tu especie, debes practicar la compasión.

Esto provocó una carcajada, y Frank también rió entre dientes. Empezó a pensar en ello en términos de las estrategias del dilema del prisionero: era una invocación para que todos jugaran siempre con generosidad, a fin de obtener el máximo beneficio para el grupo, el máximo beneficio individual, en realidad… De este modo se perdió lo que Drepung dijo a continuación, absorto en una idea que no era tanto un pensamiento como una sensación: Ojalá pudiera creer en algo, sin duda sería un alivio. Toda su racionalidad, todo su ácido escepticismo; de repente era difícil no creer que se trataba tan sólo de algún tipo de desorden.

Y en ese mismo momento Rudra Cakrin lo miró directamente, a él solo entre todo el público, y Drepung dijo:

—Un exceso de razón es en sí mismo una forma de locura.

Frank se reclinó en su asiento. ¿Cuál había sido la pregunta? Recurriendo a su memoria a corto plazo, fue incapaz de encontrarla.

Había vuelto a perderse la conversación. Sentía un cosquilleo en la piel, como si una corriente le recorriera la espalda.

—La experiencia de la iluminación puede ser repentina.

No oyó eso, no conscientemente.

—En ocasiones las partes dispersas de la conciencia se unen de repente formando un dibujo completo.

Eso tampoco oyó, estaba perdido en sus pensamientos. Todas sus certezas se tambaleaban. Pensó, un exceso de razón es en sí mismo una forma de locura: ésa es la historia de mi vida. Y el anciano lo sabía.

Se encontró de pie. Todo el mundo lo estaba. El acto debía de haber concluido. La gente abandonaba la sala. Se agrupaba ante los ascensores. Alguien le dijo a Frank: «Bueno, ¿qué te ha parecido?», evidentemente esperando algún comentario demoledor, algo típico de él, y de hecho su boca empezaba a formar las palabras «Poca cosa para dos mil quinientos años de estudio concentrado». Pero dijo «No» y se detuvo, estremecido ante sus propias costumbres. Menudo imbécil podía ser.

Las puertas del ascensor se abrieron rescatándolo. Entró con los demás, se frotó los antebrazos como para calentarlos después del imponente aire acondicionado de la sala de conferencias.

—Interesante —dijo dirigiéndose a los ojos inquisitivos que lo observaban.

Hubo asentimientos, sonrisitas. Aquella única palabra, muchas veces equivalente al mayor de los elogios en la lengua científica, era atípica en él. Estaba haciendo el ridículo. El grupo esperaba que actuara de acuerdo con su imagen. Así era como funcionaba la dinámica de grupo. Sorprender a la gente era algo poco corriente, y resultaba ligeramente desagradable. ¿Había excepciones? La gente pagaba para que la sorprendieran: eso era comedia, eso era arte. No podía demostrarse mediante un análisis. Ahora mismo no estaba seguro de nada.

—… prestando atención al mundo real —decía alguien.

—Un empirismo débil.

—¿Qué quieres decir?

La puerta del ascensor se abrió; Frank advirtió que era su planta. Salió y se dirigió a su oficina. Se quedó en el umbral, mirando sus cosas, desparramadas listas para ser tiradas o empaquetadas y enviadas al oeste. Montones de libros, publicaciones periódicas, separatas, fotocopias grapadas o sueltas, gráficos doblados o enrollados, tablas y hojas de cálculo. Su memoria exteriorizada, el rastro de su vida en papel. Un exceso de razón.

Se sentó allí, pensando.

Entró Anna.

—Hola, Frank, ¿qué te ha parecido la charla?

—Interesante.

Lo miró.

—Yo pienso lo mismo. Escucha, Charlie y yo vamos a dar una fiesta para los khembalies esta noche en casa, una pequeña celebración. Puedes venir, si quieres.

—Gracias —dijo él—. A lo mejor lo hago.

—Bien. Me gustaría. Tengo que irme a prepararla.

—Vale. Nos vemos allí, quizá.

—Vale. —Con una última mirada de curiosidad, se marchó.

En ocasiones ciertas imágenes o frases, ideas u oraciones, melodías o fragmentos de melodías, se te meten en la cabeza y se repiten una y otra vez. Para algunas personas puede resultar un problema, porque quedan atrapadas en este tipo de bucles demasiadas veces y durante demasiado tiempo. La mayoría de la gente salta a nuevas ideas o bucles con bastante frecuencia; otros lo hacen a una velocidad casi aterradora, lo que representa el problema contrario.

Frank siempre se había considerado inestable en este aspecto, viraba completamente en una u otra dirección. A veces pasaba de algo obsesivo-compulsivo a una especie de déficit de atención con tanta rapidez que le parecía sufrir un tipo de bipolaridad totalmente nuevo.

¡No había un exceso de razón en eso!

O quizá eso fuera la causa básica de todo. Un intento de no perder el control. El anciano monje lo había mirado directamente a los ojos. Un exceso de razón es en sí mismo una forma de locura. Tal vez cuando intentaba ser razonable lo que trataba era de mantenerse en suelo firme. ¿Quién sabía?

Podía ver que podría tratarse de lo que los budistas llaman un koan, un acertijo sin respuesta, y que si reflexionaba el tiempo suficiente sobre ello podría hacer que la mente pensante se bloqueara y dejara de pensar. ¡Dejar de pensar! Era una locura. Y sin embargo, en ese momento, tal vez el mundo sensorial pudiera entrar de golpe. La experiencia del presente, sin la mediación del lenguaje. Indescriptible por definición. Algo que sólo se sentía. Se experimentaba con un tipo diferente de pensamiento, carente de lenguaje, o que trascendía el lenguaje. Otra cosa.

Frank detestaba aquella clase de misticismo. O quizá le encantaba; la experiencia, al menos. Como cualquiera que haya vivido alguna vez un momento de absorción no lingüística, lo recordaba como una especie de bendición. Igual que en los viejos tiempos, cuando limpiaba ventanas cantando What's my line, I'm happy clearing windows. Escalando, haciendo surf… pensabas mucho más rápido de lo que podías verbalizar. Sin duda conocíamos el mundo a través de una oleada de impresiones y pensamientos que eran mucho más rápidos de lo que la conciencia podía seguir. La conciencia era sólo una pequeña parte de ello.

Dejó el edificio, salió a la tarde húmeda. La visión de la calle de algún modo lo repelía. En ese momento no podía conducir. Echó a andar por el distrito comercial que rodeaba Ballston, donde los coches mandaban, un lugar carente de sentido, dando vueltas a sus ideas y a algo más. Le parecía que mientras caminaba iba sabiendo cosas que no podría haber expresado en voz alta en aquel momento, pero que eran reales, se sentían; eran absolutamente reales.

Un exceso de razón. Bueno, siempre había intentado ser razonable. Lo había intentado con mucho empeño. Aquel intento era su manera de ser. Aparentemente lo ayudaba. Desapasionado; sensato; calmado; razonable. Una máquina de pensar. Le encantaban esas historias cuando era niño. Así eran los científicos, y por eso era tan buen científico. Eso era lo que le molestaba de Anna, que fuera una científica tan innegablemente buena y a la vez apasionada, que se abalanzara sobre su trabajo y sus ideas, tuviera preferencias y tomara posiciones y se comprometiera emocionalmente en su trabajo. A ella le importaba qué teoría era cierta. Todo aquello estaba equivocado, pero Anna era tan inteligente que funcionaba, para ella al menos. Suponiendo que lo hiciera. Pero no era ciencia. Implicarse hasta ese punto suponía introducir sesgos en el estudio. No era cuestión de emociones. Hacías ciencia simplemente porque era la mejor estrategia adaptativa en el entorno en el que habías nacido. La ciencia era el intento del gen por transmitirse con más éxito. También era la mejor manera de pasar el tiempo, o de ganarse la vida. Todo lo demás era tan trivial y egoísta. Primates sociales, atrapados en un tecnocosmos que habían inventado ellos mismos; la ciencia era sin duda alguna la única manera de conocer el terreno lo suficientemente bien como para avanzar, de hacer algo nuevo para todos los demás. No era preciso añadir apasionamiento a ese avance razonado.

No obstante, pensó, ¿por qué vivían las criaturas? ¿Cómo seguían adelante, en realidad? ¿Qué las llevaba a realizar todos esos esfuerzos, si el final del camino era siempre la muerte? Eso era lo que los budistas habían osado preguntar.

Estaba caminando hacia el Potomac, por Fairfax Drive, una enorme calle comercial con un tráfico ensordecedor, a apenas unos coches del atasco total. Largas hileras de vehículos, la mayoría de cuyos ocupantes hablaba por teléfono con alguna otra persona que estaba en algún otro lugar del planeta. Extraña imagen, si te parabas a pensar.

La razón nunca había explicado la existencia de vida en el universo. La vida era un misterio; la razón había intentado explicarla en vano, y la ciencia no podía generarla desde cero en un laboratorio. Pequeños remolinos localizados de antientropía que cobraban vida brevemente y luego giraban hasta desaparecer: algunos de sus fragmentos eran arrastrados a otro lugar en largas cadenas de códigos que generaban más remolinos. Una sucesión de diablos de polvo. Un misterio, una especie de milagro: un milagro que luchaba en condiciones muy hostiles y sólo tenía éxito cuando encontraba agua, agua que se unía en gotitas en el universo igual que en una sartén y hacía posible la vida. Agua de vida. Un milagro.

Sintió que el sudor le cubría toda la piel. Cuando los homínidos se convirtieron en bípedos, perdieron pelo y ganaron glándulas sudoríparas para librarse del calor excesivo provocado por aquellas largas caminatas. Pero en la jungla no acababa de funcionar. Árboles altos, numerosas especies de árboles y arbustos; podría haber sido un jardín botánico con una ciudad en su interior, con plantas de cien tonos de verde. La gente caminaba en pequeños grupos. Sólo los corredores iban solos, e incluso ellos solían correr en parejas o grupos más grandes. Una especie social, como las abejas o las hormigas, con reglas sociales que eran constantes hasta el punto de ser invisibles, hasta el punto de que la gente no advertía su presencia. Una especie que funcionaba con feromonas, afortunada por su adaptabilidad, inestable en el medio. El conocimiento de la existencia del futuro, la conciencia del futuro como parte de los cálculos cotidianos para vivir la vida de cada día. Vida para el futuro. Una historia cósmica escrita con signos tan sutiles y matemáticos que sólo el esfuerzo de un enorme grupo transtemporal de mentes prodigiosas había sido capaz de desentrañarla; quienes vinieran después, en cambio, podrían disponer de la historia completa, con orillas inexploradas por visitar. Ése era el proyecto humano, eso era la ciencia, en eso consistía la ciencia. En eso consistía la vida.

Se detuvo, dando vueltas a sus ideas, intranquilo, preocupado, asustado. Era un hombre confuso. Sentía una angustia inexplicable, pensó ansioso; con la diferencia de que esta vez tenía una causa evidente. Se decía que los cambios de paradigma sólo se daban cuando morían los viejos científicos, que las personas no los experimentaban individualmente, eran demasiado tercas, de costumbres demasiado fijas: se trataba de un proceso más bien social, una cuestión diacrónica de generaciones sucesivas.

De vez en cuando, no obstante, debía de ser diferente. Los científicos individuales que tenían la mente más abierta o eran más inseguros que la mayoría debían de haber vivido alguno. Frank casi chocó con una mujer que caminaba en la otra dirección, casi dijo «Lo siento, señora, estoy en mitad de un cambio de paradigma». Estaba desorientado. Advirtió que pasar de un paradigma al siguiente no era lo mismo que pasar de un rascacielos a otro, como en los diagramas que había visto una vez en un libro de filosofía de la ciencia. Era más bien como estar dentro de un caleidoscopio, acostumbrado a su dibujo, y de repente el tubo era retorcido, y él se caía de donde estaba, y todo lo que veía a continuación se convertía en algo distinto, movimiento a movimiento: colores, dibujos, todo flotando en derredor. Como morir y renacer. Altruismo, compasión, simple estupidez, lealtad a las personas que no te eran leales, fingir inocencia para aprovecharse de la competición, adaptación, interés desplazado; o bien algo real, una fuerza auténtica del mundo, una especie de constante física, como la gravedad, o un atributo básico de la vida, como el impulso de transmitir tu ADN a las generaciones posteriores. Una razón para existir. Algo que iba más allá del ADN. Un furor por vivir, una urgencia de bondad. Amor. Una fuerza nueva, élan vital, eso era metafísica, y por tanto negativo, pero ¿cómo explicar los datos si no?

Un exceso de razón era incapaz de hacerlo.

Los genes, no obstante, eran muy razonables. Seguían su propio programa, se reproducían. Eran un algoritmo viviente, criaturas de cuatro elementos. Series de componentes binarios, códigos de longitudes enormes, códigos que describían cuerpos. Eso lo conseguía una especie de razón. Incluso una especie de monomanía: un exceso de razón, como sugería el koan. Por tanto, quizá estaban todos locos, no sólo desde el punto de vista social e individual, sino también genómico. Obsesivo-compulsivos moleculares. Y a partir de ahí, un montón de locuras emergentes. Todo para nada, a menos que se poseyera alguna otra cualidad no racional —algo no codificable—, alguna propiedad de aparición tardía como el altruismo, o la compasión, o el amor.

Estaba mareado. Tal vez fuera sólo el calor y la humedad, el ritmo de sus pasos, algo que había comido, un germen o una picadura de insecto. Le parecía que era todo a la vez, aunque sospechaba que tenía su origen en la mente, que era una especie de infección del pensamiento o de fiebre moral. Necesitaba hablar con alguien.

Pero tenía que ser alguien en quien confiara. Y la lista era muy pequeña. Muy, muy, muy pequeña. De hecho, Dios mío, ¿quién exactamente estaba en esa lista, ahora que se paraba a pensarlo?

Anna. Anna Quibler, su colega. La científica apasionada. Una roca, en realidad. Una roca en la marea. ¿En quién podías confiar, después de todo? En un buen científico. Un científico dispuesto a adoptar buena actitud científica frente a todos los aspectos de la realidad. Quizá era eso de lo que había estado hablando el viejo lama. Si demasiada razón era una forma de locura, quizá lo que hacía falta era una razón apasionada. Un científico apasionado, un científico compasivo, ¿podía el análisis por sí mismo determinar de qué podía tratarse? Podía ser una religión, algún tipo de humanismo o biocentrismo, filabios, filocosmos. O simplemente el budismo. Si había entendido bien al anciano.

De repente recordó que Anna y Charlie daban una fiesta, y que Anna lo había invitado. Para celebrar la conferencia del día, qué ironía. Los khembalies estarían allí.

Sudando, se puso a mirar los nombres de las calles, intentando averiguar dónde estaba. Ah. Casi en Washington Boulevard. Podía seguir hasta la estación de metro de Clarendon. Lo hizo, bajó por la escalera mecánica hasta el andén. Era una acción extraña para un homínido, una experiencia religiosa. Seguir al chamán al interior de la cueva. Nunca hemos llegado a perder nada de eso.

Permaneció sentado y anonadado en uno de los vagones hasta el cambio de líneas en Metro Center. El interior le parecía más raro que nunca, era como un centro comercial en el infierno. Llegó un tren de la Línea Roja, en dirección a Shady Grove, y él se subió y se mezcló con la multitud en pie. Había atardecido, había estado caminando mucho rato. Casi había pasado la hora punta.

A esa hora casi todos los viajeros vestían como profesionales. Se dirigían a casa, a las zonas prósperas de Northwest y Chevy Chase, Bethesda, Rockville y Gaithersburg. En cada parada el tren se iba quedando más vacío, hasta que pudo sentarse en uno de los asientos de color naranja chillón.

Allí sentado, empezó a tranquilizarse un poco. El aire fresco, los llamativos pero relajantes colores naranja y rosa, los rostros de la gente, todo contribuía a esa sensación. Incluso el conductor del tren, que paraba en todas las estaciones con una suavidad como Frank no había sentido nunca, tocando agradablemente los grandes frenos que la mayoría de los conductores pisaban con una sacudida más o menos fuerte. Éste frenaba poco a poco, una y otra vez, estación tras estación. Era como una actuación musical. Las cuevas de cemento tenían nombres diferentes: por lo demás, eran casi idénticas.

Frente a él había una mujer que llevaba falda negra y blusa blanca. Pelo corto y rizado, gafas, un toque casi invisible de maquillaje. La tira del sujetador era visible en su clavícula. Una ejecutiva que volvía a casa. Rostro inteligente y de aspecto amable atractivo sin ser hermoso. Piernas cruzadas, un pie calzado con una zapatilla de deporte sobresaliendo hacia el pasillo. Tenía la falda subida y Frank pudo ver el lado de uno de los muslos, que la postura hacía ligeramente convexo, y la masa de los sólidos músculos cuádriceps. No llevaba medias, piel tersa, unas cuantas pecas. Parecía fuerte.

Como Frank, se levantó para bajar en la estación de Bethesda. Frank la siguió por el andén. Era interesante ver que los vestidos y faldas eran todos diferentes, y enmarcaban o mostraban los cuerpos que cubrían de una manera única. Altura del trasero, anchura de las caderas, longitud y forma de las piernas, de la espalda y los hombros, proporciones del conjunto, movimiento: la combinación de variaciones era infinita, y cuando Frank miraba a las mujeres nunca había dos que le parecieran iguales. Y las miraba continuamente.

Ésta parecía una ejecutiva y se movía con rapidez. Tenía las piernas un poco más largas de lo habitual, y la discrepancia llamaba la atención, como siempre. Las discrepancias respecto a lo normal siempre llamaban la atención. Daba la impresión de llevar tacones altos, aunque no era así. Eso resultaba atractivo; de hecho, las mujeres se ponían tacones altos para parecerse a ella. Sin duda se trataba de una más de las necesidades de la sabana: la capacidad de superar a los depredadores a la carrera formaba parte del potencial éxito reproductivo. Fuera lo que fuera, tenía un aspecto agradable. Era como una especie de bálsamo después de lo que había experimentado. De vuelta a lo esencial.

Frank subió detrás de ella por la primera escalera mecánica del andén hasta las máquinas canceladoras, disfrutando de la vista, que exageraba la longitud de sus piernas y el tamaño de su trasero. Llegados a este punto se había quedado enganchado y por tanto, según su costumbre, estaba dispuesto a seguirla hasta que sus caminos se separaran, sólo para prolongar el placer de verla andar. Le ocurría a menudo, era una de las costumbres que se adquiría al vivir en una ciudad llena de mujeres hermosas.

Pasó por la máquina canceladora, pues, y siguió el túnel hacia la gran escalera mecánica que llevaba al exterior. Entonces, para su sorpresa, ella giró a la izquierda, hacia el rincón de los ascensores.

La siguió sin pensar. Nunca utilizaba los ascensores del metro, eran muy lentos. Y sin embargo allí estaba, de pie junto a la mujer esperando a que aquél llegara, sintiéndose observado pero incapaz de hacer nada al respecto excepto mirar las luces situadas sobre las puertas. También podía irse.

La luz se encendió. Las puertas se abrieron dando paso a un ascensor vacío. Frank siguió a la mujer al interior y se volvió para contemplar las puertas que se cerraban, sintiéndose enrojecer.

Ella pulsó el botón del nivel de la calle, y partieron con una leve sacudida. El ascensor zumbaba y vibraba mientras subían. El ambiente era cálido y húmedo, y el pequeño espacio olía débilmente a aceite industrial, sudor, plásticos, perfume y electricidad.

Frank observaba atentamente los indicadores de encima de las puertas. La mujer hacía lo mismo. Tenía la cinta del bolso de mano sujeta bajo el pulgar. Apoyaba el codo en la blusa justo por encima de la cintura de la falda. Su pelo era muy rizado, casi crespo, pero no del todo; castaño, y corto, de manera que se le rizaba en forma de gorro. Un poco más largo en una coleta en la nuca, donde dos líneas de cabellos rubios y rizados bajaban hacia sus músculos deltoides. Hombros anchos. Un animal impresionante. Incluso su visión periférica lo percibía.

El ascensor rechinó, se estremeció y se detuvo. Sobresaltado, Frank volvió a concentrarse en el panel de control, según el cual seguían subiendo.

—Mierda —murmuró la mujer, y miró el reloj. Echó un vistazo a Frank.

—Parece que nos hemos quedado atascados —dijo Frank, pulsando el botón de subir.

—Sí. Maldita sea.

—Es increíble —asintió Frank.

Ella hizo una mueca.

—Menudo día.

Pasó un segundo o dos. Frank pulsó el botón de bajar: nada. Gesticuló en dirección al pequeño teléfono negro situado encima de los botones de subir y bajar.

—Supongo que sirven para estos casos.

—Eso creo.

Frank tomó el auricular y se lo llevó a la oreja. El teléfono ya estaba sonando, lo cual era bueno, porque no tenía dial. ¿Cómo habría sido descolgar un teléfono y no oír nada?

Pero el tono de llamada se prolongó el tiempo suficiente como para que empezara a preocuparse.

Luego se detuvo, y una voz de mujer dijo:

—¿Sí?

—¿Hola? Oiga, estamos en el ascensor de la estación de metro de Bethesda, y se ha quedado parado.

—Muy bien. ¿Bethesda, ha dicho? ¿Ha probado a pulsar el botón de cerrar puertas y luego el botón de subir?

—No. —Frank pulsó esos botones—. Lo estoy haciendo ahora, pero… nada. Parece bastante atascado.

—Pruebe también con el botón de bajar, después del de cerrar puertas.

—De acuerdo. —Probó.

—¿Sabe a qué altura se encuentran?

—Debemos de estar cerca del nivel de la calle. —Echó una ojeada a la mujer, que asintió.

—¿Hay humo?

—¡No!

—Muy bien. Vamos hacia allá. Esperen y no se pongan nerviosos. ¿Hay mucha gente?

—No, sólo somos dos.

—Bien, pues. Dicen que tardarán entre media hora y una hora, según el tráfico y el problema que tenga el ascensor. Llamarán a ese teléfono cuando lleguen.

—Muy bien. Gracias.

—No hay de qué. Vuelva a llamar si hay algún cambio. Estaré pendiente.

—Lo haré. Gracias otra vez.

La mujer ya había colgado. Frank lo hizo también. Se quedaron allí.

—Bueno —dijo Frank, señalando el teléfono con un gesto.

—Lo he oído —dijo la mujer. Miró al suelo—. Creo que esperaré sentada. Tengo los pies cansados.

—Buena idea.

Se sentaron uno junto al otro, con la espalda apoyada en la pared del fondo del ascensor.

—¿Pies cansados?

—Sí. He ido a correr a la hora de comer, sobre todo por aceras.

—¿Eres corredora?

—No, en realidad no. Por eso me duelen los pies. Pertenezco a un club ciclista, y vamos a hacer un triatlón, por eso estoy intentando practicar lo de correr y nadar. Podría hacer sólo la parte de bicicleta, pero quiero probar a prepararlo todo.

—¿Qué distancias son?

—Un kilómetro y medio de natación, treinta de bicicleta y diez de carrera.

—Vaya.

—No es tanto.

Guardaron silencio.

—Entonces ¿vas a llegar tarde a algo?

—No —dijo Frank—. Bueno, depende, pero sólo es una especie de fiesta.

—Qué mala suerte perderse eso.

—Tal vez. Tiene que ver con el trabajo. Ha habido una conferencia este mediodía, y ahora la organizadora da una fiesta para los ponentes.

—¿De qué iba?

Él sonrió.

—Del enfoque budista de la ciencia, en realidad. Ellos eran los budistas.

—Y vosotros los científicos.

—Sí.

—Debe de haber sido interesante.

—Bueno, sí. Lo ha sido. Me ha dado mucho que pensar. Más de lo que creía. Pero no sé qué voy a decirles esta noche exactamente.

—Hum. —Pareció reflexionar sobre ello—. A veces pienso en el ciclismo como en una especie de meditación. A menudo es como si se me quedara la mente en blanco, y cuando quiero darme cuenta han pasado muchos kilómetros.

—Debe de ser agradable.

—No te dedicarás a la psicología, ¿verdad?

—A la microbiología.

—Bien. Lo siento. De todas formas me gusta, sí. Aunque no creo que me saliera si lo intentara. Simplemente sucede, por lo general cuando llevo un buen rato pedaleando. A lo mejor es por falta de azúcar en la sangre. No me queda energía suficiente para pensar.

—Podría ser —dijo Frank—. Pensar quema azúcares.

—Ahí lo tienes.

Permanecieron sentados, quemando azúcares.

—¿Y tú vas a llegar tarde a algo?

—Iba a salir con la bicicleta un rato, en realidad. Mañana no me dolerán tanto las piernas si lo hago. Pero después de esto, a saber cómo estaré… tal vez todavía lo haga. Si nos sacan de aquí pronto.

—Ya veremos.

—Sí.

El aire cerrado era sofocante. Estaban sudando. No dejaba de ser curioso: la mezcla de comodidad y tensión, los cuerpos que respiraban a la vez, descansando, casi tocándose, unidos por una ligera incandescencia… era agradable. Dos animales descansando uno junto al otro, un macho y una hembra. Muchas conversaciones se desarrollan sin palabras. Y de hecho cuando relajaron las piernas se habían acercado hasta tocarse, y ahora se rozaban apenas por la parte exterior de las rodillas, como apoyados el uno en el otro de una manera cautelosamente natural, con la pierna de ella desnuda (la falda no pasaba de su regazo), y la de él cubierta por unos ligeros pantalones de algodón. Tocándose. La conversación sin palabras ocupaba todo el ancho de banda de Frank, y aunque él continuó su parte no habría sabido decir de qué hablaban.

—Entonces debes de ir mucho en bici, ¿no?

—Sí, bastante.

Pertenecía a un club ciclista, le había dicho.

—Es como cualquier otro club. —Excepto en que éste realizaba largas excursiones en bicicleta. Los fines de semana, y en grupos más pequeños entre semana. Ella también estaba siguiendo la otra conversación—. En realidad, es como un club social. Como el Elks Club o algo así, pero con bicicletas.

—Me alegro por ti.

—Sí, es divertido. Es un buen ejercicio.

—Te fortalece.

—Bueno, las piernas por lo menos. Es bueno para las piernas.

—Sí —asintió Frank, y aceptó la invitación de mirar las de la mujer. Ella también lo hizo, bajando la barbilla con aire de estar inspeccionando algo ajeno. Se le había subido la falda y tenía al descubierto todo el lateral de la pierna izquierda.

—Desarrolla los cuádriceps —dijo.

Frank quiso asentir diciendo «Hum, sí», pero de alguna manera el sonido se interrumpió, como si le hubieran dado un golpecito en el plexo solar, y lo que le salió fue un «Nnnnn», como un zumbido o ronroneo breve. Un pequeño gemido de deseo, en realidad, ante la visión de aquellas piernas largas y fuertes, de toda aquella piel tersa, de la dulce curva de la parte inferior del muslo. Sus rodillas estaban claramente más altas que las de él.

Frank levantó la vista para descubrir que la mujer le sonreía. Encorvó los hombros y desvió la mirada una pizca, sí, sintiéndose culpable, como si ella lo estuviera acusando, advirtiendo que las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba formando la sonrisa indefensa del atrapado con las manos en la masa. Qué podía decir, tenía unas piernas estupendas.

Ahora ella lo observó con una mirada inquisitiva, buscando en su rostro algo concreto, parecía, con los ojos iluminados por una diversión traviesa. Aquella mirada contenía una persona entera.

Y debió de gustarle algo de lo que vio, porque se inclinó hacia él, se apoyó en su hombro y luego se apretó más y acercó la cabeza a la de él para besarlo.

—Hum —ronroneó Frank, devolviéndole el beso. Se dio la vuelta para encararla mejor, moviendo el cuerpo involuntariamente. Ella también cambió de postura. Retrocedió unos instantes para mirarlo de nuevo a los ojos, sonrió ampliamente y se arrojó a sus brazos. El beso se volvió cada vez más apasionado, eran como adolescentes haciendo manitas. Se perdieron en aquel microcosmos de beatitud. Pasó el tiempo, los pensamientos de Frank se dispersaron, absorto en el tacto de su boca, los labios sobre los suyos, su lengua, la torpeza del abrazo. Hacía mucho calor. Estaban literalmente empapados de sudor; los besos sabían a sal. Frank deslizó una mano bajo su falda. Ella gimió y luego se apoyó en una rodilla y se sentó a horcajadas sobre él. Se besaron con más energía que nunca.

Sonó el teléfono del ascensor.

La mujer se incorporó.

—Vaya —dijo, recuperando el aliento. Tenía la cara encarnada y estaba espléndida. Alargó el brazo hacia atrás y tomó el auricular, sin moverse de donde estaba.

—¿Sí? —dijo al teléfono. Frank se dobló por debajo y ella le puso una mano en el pecho para detenerlo.

—Oh, sí, estamos aquí —dijo—. Habéis llegado rápido. —Escuchó y rió en seguida—. No, supongo que no oís eso muy a menudo.

Miró a Frank para compartir una sonrisa cómplice, y fue en ese momento cuando Frank se sintió más unido a ella. Eran pareja, y nadie lo sabía más que ellos.

—Sí, claro. ¡Aquí estaremos!

Se apartó de él para colgar.

—Dicen que han averiguado lo que pasa y que nos van a subir en seguida.

—Maldita sea.

—Sí.

Se pusieron en pie. Ella se bajó la falda. Frank sintió unas cuantas sacudidas cuando el ascensor se puso en funcionamiento.

—Vaya, fíjate en nosotros. Estamos chorreando.

—Lo estaríamos de todas formas. Hace calor aquí dentro.

—Eso es verdad. —Ella levantó la mano para arreglarle el pelo y empezaron a besarse otra vez, golpeando la pared en un ataque repentino de pasión, más fuerte que antes. Luego lo apartó—. Vale, ya basta, casi hemos llegado —dijo sin aliento—. La puerta debe de estar a punto de abrirse.

—Cierto.

Como confirmación, el ascensor inició el típico movimiento de desaceleración. Frank inspiró profundamente, espiró, intentó recobrar la compostura. Sentía que estaba colorado, tenía la piel ardiendo. La miró. Era casi tan alta como él.

Ella rió.

—Seguro que se lo imaginan.

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron de golpe. Todavía estaban a unos treinta centímetros del nivel de la calle, pero fue fácil subir y salir.

Ante ellos había tres hombres negros, dos con monos de trabajo, uno con uniforme del metro.

El del uniforme tenía un bloc de notas.

—¿Están bien? —les dijo.

—Sí. Estamos bien —dijeron al mismo tiempo.

Todos guardaron silencio un segundo.

—Debe de hacer calor ahí dentro —comentó el hombre uniformado.

Los tres hombres negros los miraron con curiosidad.

—Sí —dijo Frank.

—Pero no mucho más que aquí fuera —añadió rápidamente su compañero, y todos rieron. Era cierto, salir no había supuesto una gran diferencia. Era como salir de una sauna y entrar en otra. Sus salvadores también sudaban profusamente. Sí, el aire del atardecer de Washington era indistinguible del de un ascensor atascado a gran profundidad. Así era su mundo: y por eso rieron.

Estaban en la acera de la avenida Wisconsin, cerca de la cabina del ascensor y de la antigua oficina de correos. Los transeúntes los miraban. El jefe acercó a la mujer su bloc de notas.

—¿Sería usted tan amable de rellenar y firmar el informe, por favor? Gracias. Parece que hemos tardado una media hora en sacarlos desde su llamada.

—No está mal —dijo la mujer, leyendo el texto del formulario antes de rellenar los huecos y firmar—. Incluso me ha parecido menos. —Echó una ojeada al reloj—. Muy bien, esto… muchas gracias. —Se volvió a Frank, extendió la mano—. Ha sido un placer conocerte.

—Sí —dijo Frank, dándole la mano, intentando encontrar las palabras, intentando pensar. Delante de los testigos no se le ocurrió nada, y ella se volvió y se alejó en dirección sur por la avenida. Frank se sentía cohibido por las miradas de los tres hombres; todo quedaría al descubierto si echaba a correr tras ella y le preguntaba su nombre, o el número de teléfono, y además el jefe le estaba tendiendo ahora el bloc de notas, y se le ocurrió que podía leer lo que había escrito ella.

Pero era un formulario nuevo, y Frank levantó la vista para descubrir que ella estaba doblando a la derecha, hacia una de las calles más pequeñas que había al oeste de la avenida Wisconsin.

El hombre lo miraba impasible mientras los técnicos volvían al ascensor.

Frank indicó con un gesto el bloc de notas.

—¿Puedo saber el nombre de la mujer, por favor?

El hombre frunció el ceño, sorprendido, y sacudió la cabeza.

—No está permitido —dijo—. Lo dice la ley.

Frank sintió que se le revolvía el estómago a los pies. Aquella sensación debía de tener una base fisiológica: quizá la distensión de las vísceras por miedo o impresión preparaba el cuerpo para luchar o huir. Huir, en este caso.

—Pero necesito ponerme en contacto con ella —dijo.

El hombre se lo quedó mirando con expresión impertérrita. Debía de haber practicado aquella mirada en un espejo, parecía sacada del cine. De Samuel L. Jackson, tal vez.

—Debería haberlo pensado cuando estaba encerrado con ella —dijo, no sin cierta empatía. Gesticuló hacia donde se había ido—. Probablemente todavía pueda atraparla.

Animado por estas palabras, Frank emprendió la marcha, primero a paso rápido, y luego, después de doblar a la derecha por la misma calle que ella, a la carrera. Buscó la falda negra, la blusa blanca, el pelo castaño y corto; no vio ni rastro. Empezó a sudar profusamente otra vez, como una especie de respuesta al pánico. ¿Cuánta distancia podía haber recorrido? ¿Adónde había dicho que llegaba tarde? No se acordaba: era terrible pero su mente parecía haber olvidado gran parte de lo que la mujer había dicho antes de que empezaran a besarse. ¡Y ahora necesitaba saberlo! Era como una prueba de memoria de los que endilgaban a los estudiantes: ¿qué puedes recordar de los incidentes inmediatamente anteriores a sufrir un shock? ¡Poca cosa! El experimento había funcionado de maravilla.

Pero entonces recuperó la memoria, y descubrió que los recuerdos no habían desaparecido en absoluto, que, al contrario, presentaban todo lujo de detalles, al menos hasta que sus piernas se tocaron, momento que todavía recordaba perfectamente, aunque sólo la sensación de la parte exterior de su rodilla, no sus palabras. Retrocedió a partir de ahí, lo revisó, lo revivió: ciclismo, triatlón, un kilómetro y medio, treinta kilómetros, diez kilómetros. Bueno para las piernas, Dios, desde luego que sí. ¡Tenía que encontrarla!

No había ni rastro de ella. Había llegado a Woodson, corriendo a izquierda y derecha, mirando en todas las pequeñas calles laterales y los escaparates de las tiendas, sintiéndose cada vez más desesperado. No estaba en ninguna parte.

La había perdido.

Empezó a llover.

Sonó el timbre. Anna fue a abrir la puerta.

—¡Frank! Vaya, estás empapado.

Debía de haberlo pillado el aguacero que había empezado una media hora antes y casi había terminado. Era extraño que no se hubiera resguardado hasta que pasara. Estaba como si se hubiera tirado a una piscina con toda la ropa puesta.

—No te preocupes —dijo mientras él vacilaba en el porche, goteando como una estatua en una fuente—. Ten, necesitas una toalla para la cara. —Sacó una del armario de los abrigos del vestíbulo—. La lluvia te ha pillado bien.

—Sí.

Estaba un tanto sorprendida de verlo. Pensaba que no le interesaban los khembalies, que incluso los despreciaba un poco. Y se había pasado toda la conferencia con una de sus expresiones características: su rostro, como el de Jon Gruden, era capaz de expresar cincuenta matices diferentes de desagrado, y el de la conferencia quería decir: «Estoy haciendo un esfuerzo terrible para no poner los ojos en blanco». No era la expresión más agradable de ver en la cara de alguien, y había ido empeorando a medida que la conferencia avanzaba hasta convertirse al final en la de alguien anonadado y perdido en su propio mundo.

Pero había ido. Y se había marchado luego en silencio, sin duda reflexionando sobre algo. Y ahora estaba allí.

Anna se sintió complacida. Si los khembalies eran capaces de despertar interés en Frank, deberían poder hacerlo en cualquier científico. Frank era el caso más difícil que conocía.

Ahora se lo veía ligeramente confundido por estar tan mojado. Movía la cabeza con reticencia.

—¿Quieres ponerte una camisa de Charlie? —dijo Anna.

—No, estoy bien. El agua se evaporará sola. —Luego alzó los brazos y bajó la vista—. Bueno… una camisa me iría bien, supongo. ¿Me cabrá?

—Claro, sólo eres un poco más grande que él.

Subió a buscar una, diciendo:

—Los demás llegarán en cualquier momento. Ha habido una inundación en Wisconsin, parece, y algunos problemas en el metro.

—Ya lo sé, ¡me he quedado atrapado en la estación!

—¿En serio? ¿Qué ha pasado? —Bajó con una de las camisetas más grandes de Charlie.

—Tomé el ascensor y se quedó parado a medio camino.

—¡Oh, no! ¿Cuánto tiempo?

—Una media hora, creo.

—Dios. Debe de haber sido espeluznante. ¿Estabas solo?

—No, había alguien más, una mujer. Empezamos a hablar y el tiempo pasó rápido. Ha sido interesante.

—Qué bonito.

—Sí. Lo ha sido. Pero no le pregunté cómo se llamaba, y cuando salimos nos hicieron rellenar unos impresos y, bueno, se fue mientras yo estaba liado con el mío, así que sigo sin saber su nombre. Y luego el tío del metro no quiso enseñarme su impreso, así que me tiraría de los pelos, porque… bueno. Me gustaría volver a hablar con ella.

Anna lo examinó, sorprendida por la historia. Él miraba más allá de ella, con aire abstraído, quizá recordando el incidente. Advirtió la mirada de ella y sonrió, y eso también la sorprendió, porque era una sonrisa verdadera. La sonrisa de Frank siempre era escéptica, tan irónica y cómplice que sólo se le movía un lado de la boca. Recordaba a una víctima de apoplejía que hubiera perdido el movimiento de un lado de la cara.

Verlo sonreír era una visión agradable, y seguramente se debía a la mujer que había conocido. Anna sitió una súbita oleada de afecto por él. Hacía bastante tiempo que trabajaban juntos, y la experiencia compartida de ese tipo de colaboración puede crear un vínculo entre dos personas que, sin llegar a ser como el de la familia o el matrimonio, es capaz sin embargo de alcanzar una gran profundidad. Una amistad surgida del mundo del pensamiento. Tal vez siempre fuera así. En cualquier caso, Frank se veía feliz, y ella se alegraba.

—Dices que la mujer rellenó un formulario, ¿no?

—Sí.

—Entonces puedes averiguarlo.

—No me dejarán verlo.

—No, pero puedes conseguirlo de otra manera.

—¿Tú crees?

Anna había captado toda su atención.

—Claro. Pide ayuda a un reportero del Post, o a un detective de archivos, o a alguien del metro. O a Seguridad Nacional, si quieres. Podrías utilizar el hecho de haber estado encerrado con ella para conseguirlo, no sé. Pero mientras lo haya dejado por escrito, alguna manera habrá. Es lo que tiene la informática, ¿no?

—Cierto. —Volvió a sonreír, con aspecto bastante feliz. Luego tomó la camiseta de Charlie y se dirigió a la cocina mientras se cambiaba. Dejó que Anna le diera otra toalla y se secó la cabeza—. Gracias. ¿Puedo meter la camisa en la secadora? Está en el sótano, ¿no? —Pasó por encima de la protección para bebés y bajó—. Gracias, Anna —dijo desde abajo—. Ya me siento mejor. —Cuando volvió a subir, con el ruido de fondo de la secadora, sonrió una vez más—. Mucho mejor.

—¡Esa mujer debe de haberte gustado mucho!

—Sí, así es, me ha gustado mucho. ¡No puedo creerme que no le preguntara el nombre!

—Ya lo averiguarás. ¿Una cerveza?

—Claro que sí.

—Están en la puerta de la nevera. Vaya, el timbre otra vez, deben de ser los demás.

Pronto los khembalies y muchos otros amigos y conocidos de la FNC llenaban el pequeño salón de los Quibler y el comedor que estaba junto a él, además de la cocina de detrás. Anna corría de un lado a otro, de la cocina al salón pasando por el comedor, con bebidas y bandejas de comida. Disfrutaba haciéndolo, y hoy trabajaba más de lo habitual para que Charlie no tuviera que moverse mucho y se le inflamara la urticaria. Le gustó ver a Joe jugando con Drepung, y a Nick hablando de dinosaurios antárticos con Curt, que trabajaba en la oficina que había encima de la de ella; era uno de los directores del Programa Antártico de EE.UU. Anna tendía a olvidar que la FNC también mandaba sobre uno de los continentes del mundo, pero Curt había asistido a la charla, y le había gustado.

—Esos budistas tendrían mucho éxito en la estación de McMurdo —le decía a Nick. Mientras tanto, Charlie, con amplias porciones de la piel del cuello y la cara cubiertas por una costra marrón, los ojos brillantes e inyectados en sangre por la falta de sueño y los corticoides, estaba inmerso en una conversación con Sucandra. Vio pasar a Anna corriendo y se fue con ella a la cocina para echar una mano.

—Le he dejado a Frank una de tus camisetas —le dijo Anna.

—Ya lo he visto. Dice que ha venido empapado.

—Sí. Creo que estaba persiguiendo a una mujer que había conocido en el metro.

—¿Qué?

Ella rió.

—Me parece estupendo. Ve a sentarte, cielo, no muevas tu pobre torso o te va a arder todo de picor.

—Estoy más allá del picor. Yo sólo ardo por ti…

—Vamos, no. Ve a sentarte.

No volvió a ver a Frank hasta más tarde. Estaba sentado en un rincón en el suelo, entre el sofá y la chimenea, interrogando a Drepung sobre algo. Daba la impresión de que a Drepung le costaba entenderlo. Anna sintió curiosidad, y cuando tuvo ocasión se sentó en el sofá justo al lado de donde estaban ellos.

Frank le hizo un gesto de asentimiento y continuó insistiendo en una idea, utilizando uno de sus latiguillos:

—Pero ¿cómo funciona?

—Bueno —dijo Drepung—, yo sé lo que Rudra Cakrin dice en tibetano, naturalmente. Tengo claro lo que está diciendo. Entonces pienso en lo que sé del inglés. Las dos lenguas son diferentes, pero hay muchas cosas idénticas para todos.

—La gramática profunda —sugirió Frank.

—Sí, pero también nombres. Nombres de cosas, nombres de acciones, incluso de significados. Equivalencias más o menos aproximadas. Entonces, intento expresar lo que he entendido de las palabras de Rudra, pero en inglés.

—Pero ¿hasta qué punto es exacta la correspondencia?

Drepung alzó las cejas.

—¿Cómo puedo saberlo? Yo lo hago lo mejor que puedo.

—Quizá necesites algún tipo de prueba externa.

Drepung asintió.

—Hacer que otros traductores tibetanos escuchen al rimpoche, y luego comparar sus versiones inglesas con la mía. Sería muy interesante.

—Sí. Buena idea.

Drepung le sonrió.

—Estudio doble ciego, ¿verdad?

—Sí, supongo.

—Elemental, querido Watson —recitó Drepung, tendiendo la mano hacia una galleta—. Pero supongo que obtendrías un cierto, cómo se dice, abanico. Quizá no te llevaras muchas sorpresas en tu estudio. Quizá lo único que ocurre es que yo personalmente soy un mal traductor. Aunque debo decir que es un trabajo duro. Cuando no comprendo al rimpoche, es muy difícil traducirlo.

—Entonces ¡te lo inventas! —rió Frank. Todavía estaba animado, advirtió Anna—. Es lo que llevo diciendo todo el rato. —Se apoyó en el lateral del sofá, a su lado.

Pero Drepung negó con la cabeza.

—No me invento las cosas. Las recreo, tal vez.

—Como el ADN y los fenotipos.

—No lo sé.

—Es una especie de código.

—Bueno, pero el lenguaje no es nunca un simple código.

—No. Es más bien como la expresión génica.

—Explícamelo.

—Una secuencia de instrucciones, como la de un gen, genera unas instrucciones. Del lenguaje al pensamiento. O al significado, o la comprensión. ¡Lo que sea! A algún tipo de pensamiento vivo.

Drepung sonrió.

—Hay unas cincuenta palabras en tibetano para traducir «pensamiento».

—Como los esquimales «nieve».

—Sí. Si los esquimales tienen nieve, nosotros los tibetanos tenemos pensamientos.

Rió ante la idea y Frank lo acompañó, estremeciéndose con esa risita baja que era su única concesión a la risa, pero ahora con énfasis e indefensión, saliéndole por los poros. Anna no podía creer lo que veían sus ojos. Estaba efervescente, como si hubiera bebido, pero seguía con la misma cerveza que le había dado cuando llegó. Y fuera como fuese su humor era excelente.

Recompuso el gesto, se puso serio.

—Entonces hoy, cuando has dicho «Un exceso de razón es en sí mismo una forma de locura», ¿qué había dicho tu lama en realidad?

—Exactamente. Era fácil, es un antiguo proverbio. —Dijo la frase en tibetano—. Una palabra significa «exceso» o «demasiado», así, y «rig-gnas» es «razón», o «ciencia». Luego, «zugs» es «forma», y «zhe sdang» es «locura», una versión de «odio» derivada de una palabra más antigua que significaba algo parecido a «enfadado». Uno de los dug gsum, los Tres Venenos de la Mente.

—¿Y el viejo dijo eso?

—Sí. Es un antiguo proverbio. De Milarepa, creo.

—Pero ¿se refería a la ciencia?

—Toda la conferencia trataba de la ciencia.

—Sí, sí. Pero esta idea en concreto me ha sorprendido bastante.

—Un buen pensamiento es aquel que puede comprenderse.

—Es lo que dicen los matemáticos.

—Estoy seguro.

—Entonces, ¿quería decir el lama que la FNC es una locura? ¿O que la ciencia occidental es una locura? Porque es de lo más razonable. Quiero decir, eso es lo que se pretende. Eso es el método, en una palabra.

—Bueno, supongo. Hasta cierto punto. Todos estamos locos de un modo u otro, ¿verdad? No pretendía criticar. Ningún ser vivo está en perfecto equilibrio. Tal vez sugería que la ciencia está desequilibrada. Pies sin ojos.

—Creía que era ojos sin pies.

Drepung movió la mano: daba lo mismo.

—Deberías preguntarle.

—Pero ¡tú traducirías, así que mejor te pregunto a ti y eliminamos al intermediario!

—No —riendo—, el intermediario soy yo, te lo aseguro.

—Pero tú puedes decirme lo que diría él —burlándose—. ¡Así simplificamos!

—Pero muchas veces me sorprende.

—Como cuándo, dame un ejemplo.

—Bueno. Una vez, la semana pasada, me estaba diciendo…

Pero en ese momento llamaron a Anna desde otra parte, y no llegó a oír el ejemplo de Drepung, sólo la risa característica de Frank, burbujeando por debajo del ruido de la conversación.

Cuando volvió a encontrarse con Frank, éste estaba en la cocina con Charlie y Sucandra, lavando copas y recogiendo. Charlie sólo podía permanecer allí y hablar. Él y Frank estaban describiendo las Great Falls, recomendándoselas con entusiasmo a Sucandra.

—Es lo más parecido al Tibet que hay en la ciudad —dijo Charlie, y Frank volvió a reír, sobre todo cuando Anna exclamó:

—Oh, vamos, cariño, pero ¡si no se parecen en nada!

—¡No, sí! Me refiero a que se parecen más al Tibet que cualquier otra cosa de por aquí.

—¿Qué significa eso? —preguntó ella.

—¡Agua! ¡Naturaleza!

—Cielo —dijeron Frank y Charlie al mismo tiempo.

Sucandra asintió.

—No me iría mal un poco de cielo. A lo mejor incluso un horizonte.

Y todos ellos se echaron a reír.

Anna regresó al salón por si alguien necesitaba algo. Hizo una pausa para contemplar a Rudra Cakrin y Joe, que estaban jugando otra vez con los bloques en el suelo. Joe estaba contento de tenerlo por compañía, y apilaba bloques mientras balbuceaba. Rudra asentía y le pasaba más. Llevaban haciendo lo mismo gran parte de la velada. Anna se dio cuenta de que eran los dos únicos asistentes a la fiesta que no hablaban inglés.

Volvió a la cocina para ocupar el lugar de Frank en el fregadero, y envió a Frank al sótano para sacar su camisa de la secadora. Subió con ella puesta, y se apoyó en la encimera para hablar.

Charlie vio que Anna descansaba también apoyada en la encimera y le sacó una cerveza del frigorífico.

—Toma, gruñona, bébete algo.

—Gracias, cariño.

Sucandra preguntó por el papel pintado de la cocina, que era de un amarillo desagradablemente brillante, cubierto de grandes pájaros blancos en diversos momentos del vuelo. Si te fijabas en él, resultaba bastante estrafalario.

—A mí me gusta —dijo Charlie—. Me despierta. Es un poco irritante, pero no está mal.

Frank anunció que se iba a casa. Anna lo acompañó hasta la puerta principal.

—Aún podrás coger uno de los últimos trenes —dijo.

—Sí, no te preocupes.

—Gracias por venir, ha sido divertido.

—Sí que lo ha sido.

De nuevo Anna vio la sonrisa completa iluminando su cara.

—¿Cómo es ella?

—Bueno… ¡No lo sé!

Los dos rieron.

—Supongo que lo averiguarás cuando la encuentres —dijo Anna.

—Sí —dijo Frank, y le tocó el brazo un instante, como para darle las gracias por pensarlo. Luego, mientras se alejaba por la acera, miró por encima del hombro y gritó:

»¡Espero que sea como tú!

Frank abandonó la casa de Anna y Charlie y se dirigió al metro bajo una llovizna cálida, sumido en sus pensamientos. Cuando llegó al ascensor se detuvo un momento, intentando ordenar las ideas. Era imposible, sobre todo allí. Siguió adelante con reticencia, como si abandonar el lugar fuera situar la experiencia en el pasado de manera irrevocable. Pero ya era pasado. Continuó, dejó atrás el hotel, llegó a las escaleras, bajó al metro. Tomó la larga escalera mecánica que bajaba y descendió al interior de la tierra, pensando.

Recordó a Anna y Charlie, en su casa, con todas aquellas personas. La manera en que se apoyaban el uno en el otro, se inclinaban el uno hacia el otro. La manera en que Anna ponía una mano sobre Charlie cuando estaba cerca de él, esta noche evitando las zonas irritadas. La manera en que se pasaban a los niños mutuamente, sin que parecieran ser conscientes de la presencia del otro. Los apodos siempre diferentes que se daban entre sí, hábito que Frank ya había visto antes, aunque preferiría no haberlo hecho: no sólo expresiones cariñosas normales como cielo, cielito, querido, cariño o vida, sino también otras más exóticas que resultaban increíblemente empalagosas o sugerentes: gruñona, osito gruñón, cariñito, amor, patito, golosina, ángel, diosa, gatito, era increíble lo cerrado en sí mismo que llegaba a estar el vínculo monógamo, el doble narcisismo inconsciente que implicaba: ¡repugnante! Y sin embargo, Frank ansiaba eso mismo, esa intimidad natural y profunda en la que se podía confiar, en la que uno podía perderse. EBD-RLP. Primate busca pareja para toda la vida. Un impulso presente en todas las culturas humanas, y en otras muchas especies. No era una locura desearlo.

Por tanto, se encontraba ante un dilema. Quería encontrar a la mujer del ascensor. Y Anna le había dado esperanzas de que era posible. Podía llevarle tiempo pero, como había dicho Anna, todo el mundo aparecía en algún banco de datos. En los archivos del Departamento de Seguridad Nacional, cuando menos; pero también en otros lugares. ¿Sería muy difícil que a uno lo dejaran acceder a los archivos de mantenimiento del metro, o introducirse él mismo? ¡Había gente que se estaba introduciendo en el genoma!

Pero él no podría hacerlo desde San Diego. Mejor dicho, quizá pudiera realizar la búsqueda desde allí —era posible buscar a alguien en el Google desde cualquier parte— pero encontrarla no le serviría de nada. Era un continente grande. Si la encontraba, si quería que fuera algo importante, tendría que estar en el área de Washington.

¿Y qué haría si la encontraba?

No podía pensar en ello en ese momento. En nada de lo que podría pasar cuando sucediera. Con encontrarla tendría bastante. Después, a saber cómo era ella. Después de todo, se le había echado encima (se estremeció ante el recuerdo, todavía lo sentía en la piel), se había tirado encima de un completo desconocido en un ascensor atascado después de veinte minutos de conversación. No albergaba la menor duda de que había sido ella la que había iniciado el encuentro: a él no se le habría ocurrido. Quizá eso lo convertía en inocente o imbécil, pero así eran las cosas. Por otra parte tal vez, era una especie de aventurera sexual, puede que los diarios gratuitos tuvieran razón al fin y al cabo, y todo el mundo hablaba sin parar de mujeres sexualmente agresivas, aunque él tenía pocas experiencias para confirmarlo. Aunque también había sido el caso de Marta, ahora que se paraba a pensarlo.

Como fuera, él estaba en el ascensor y compartía toda la responsabilidad de lo ocurrido. Y con mucho gusto: estaba complacido consigo mismo, sorprendido pero radiante. Quería encontrarla.

Pero después —si lo conseguía—, pasara lo que pasara, si pasaba algo, tenía que estar en Washington.

Estupendo. Allí estaba.

Pero había dejado su bomba de despedida en el buzón de Diane ese mismo día, y a la mañana siguiente ella llegaría y la leería. Una carta que era, ahora que se paraba a pensar, virulentamente crítica, incluso despectiva: qué estúpido había sido, qué poco político, qué autoindulgente, irracional, inadaptado: ¿en qué estaba pensando cuando la escribió? Bueno, estaba enfadado, algo lo había hecho explotar. La había escrito para quemar puentes, para que cuando Diane la leyera él no tuviera posibilidades de quedarse en la FNC.

Sin esa carta, en cambio, habría sido relativamente sencillo quedarse otro año. Anna se lo había pedido, hablando en nombre de Diane, Frank estaba seguro. Un año más, y después él sabría cómo estaban las cosas, al menos.

Al fin llegó un convoy, rugiendo y levantando una corriente de aire en la estación. Sentado en el interior del tren, mientras éste se sacudía y empezaba a moverse hacia la oscuridad de la ciudad, Frank meditó evocando rápidos fragmentos de imágenes y reflexiones sobre todo lo que había ocurrido en los últimos días, apretados e inconexos en una especie de caleidoscopio o mandala: el algoritmo de Pierzinski, el grupo de debate, Marta, Derek, la conferencia de los khembalies; la imagen de Anna y Charlie, apoyados uno junto al otro en la encimera de la cocina. No le veía ningún sentido. Las partes tenían sentido, pero era incapaz de formular una teoría a partir del conjunto. Sólo formaban una sensación más general de que el mundo iba a volar en mil pedazos.

Y, en el contexto de un mundo así, ¿quería volver a un único laboratorio? ¿Podía soportar el hecho de trabajar en una única esquirla diminuta del mosaico gigantesco de los problemas globales? Así era como había trabajado siempre hasta entonces; y tal vez fuera de hecho la única manera posible. Sin embargo, ¿no sería mejor multiplicar el resultado de sus esfuerzos, dedicándolos al brazo del gobierno, pequeño pero fuerte en potencia, que era la Fundación Nacional para la Ciencia? ¿Era eso de lo que hablaba en su furibunda crítica de la FNC: de su frustración por poder hacer tan poca cosa? Sin una palanca no podré mover el mundo, ¿no es eso lo que había dicho Arquímedes?

En todo caso, su carta estaba en el buzón de Diane. Ya había quemado los puentes. Era una estupidez iniciar un posible curso de acción de aquella manera. Él era estúpido. Resultaba difícil de admitir, pero debía hacerlo. Era evidente.

También podía volver a la FNC y recuperar la carta.

Seguridad estaría allí, como siempre. Pero la gente iba a trabajar a unas horas o a otras, eso podría justificar su presencia. No obstante, las oficinas de Diane estarían cerradas. Seguridad podría dejarlo entrar a su oficina, pero ¿al piso duodécimo? No.

Quizá pudiera ser el primero en llegar a esa planta a la mañana siguiente, entrar y llevársela.

Pero todos sabían que la mayor parte de las veces la primera persona en llegar era la propia Diane Chang. La gente decía que muchos días estaba allí a las cuatro de la mañana. Así que… Bueno, podía estar allí cuando ella llegara. Decirle que necesitaba recuperar una carta que había metido en su buzón. Quizá quisiera leerla antes, con razón, o quizá se la devolviera sin más, no podía saberlo. Pero en cualquier caso, Diane sabría que le pasaba algo. Y algo en su interior retrocedió ante la idea. No quería que nadie supiera nada de eso, no quería parecer alterado o indeciso, o con algo que ocultar. Sus pocos encuentros con Diane le habían dado razones para pensar que no era de las que aguantaban estupideces, y detestaba que lo consideraran idiota. Ya era bastante malo tener que admitirlo ante uno mismo.

Y si iba a seguir en la FNC, quería poder hacer cosas allí. Y para eso necesitaba el respeto de Diane. Sería mucho mejor poder llevarse la carta sin que ella supiera siquiera que la había escrito.

Un antiguo pensamiento brotó en su mente de manera espontánea. Muchas veces, sentado en su cubículo, miraba el atrio central por la ventana y pensaba en escalar el móvil que había allí colgado. Había una cruz en el centro, que iba de lado a lado, un trozo de cadena que parecía lo bastante fuerte como para poder subir por ella sin protección. Desde luego, una caída sería fatal, pero podía bajar hasta el móvil haciendo rappel desde la claraboya del atrio. Ni siquiera tendría que llegar hasta éste. Las oficinas de Diane estaban en la planta duodécima, así que sería un descenso breve. Tendría que usar su equipo y su pericia, junto con sus viejas habilidades para limpiar ventanas de rascacielos. Bajar por la claraboya, cruzar como un péndulo desde encima del móvil hasta las ventanas, aferrarse a una, entrar, sacar la carta del buzón y volver a salir por arriba, cerrando las ventanas. No había cámaras de seguridad que apuntaran a la parte superior del atrio, lo había descubierto en una de sus fantasías; no había alarmas en los marcos de las ventanas; todo saldría bien. Y podía acceder a lo alto del edificio por una escalera de mantenimiento atornillada de manera permanente a la pared meridional. La había visto una vez al pasar, y la había utilizado en varias ensoñaciones el último año. Solía ocupar la mente con imágenes de acción física, quizá con el objetivo de desarrollar la habilidad necesaria para solucionar algún problema abstracto —la biomatemática como una manera de escalar las paredes de la realidad— o tal vez sólo para compensar el aburrimiento de pasarse el día entero sentado en una silla.

Ahora tenía un plan, completo y listo para ser ejecutado. No trató de fingir ante sí mismo que era el plan más racional que había ideado jamás, pero necesitaba con urgencia hacer algo físico, allí y ya. La tensión de la acción contenida lo hacía temblar. Podía llevar a cabo toda la serie de maniobras físicas necesarias y, por tanto, todos los demás factores lo inclinaban a hacerlo. De hecho, debía hacerlo, si quería asumir por lo menos la responsabilidad de su vida, y proyectarla en la dirección de sus deseos. Un cambio radical, empezar de nuevo: posibilitar cualquier tipo de continuación de la historia con la mujer del ascensor en el futuro. Debía hacerse.

Salió en la estación de Ballston, todavía sumido en sus pensamientos. Se dirigió a la puerta del aparcamiento de la FNC por el lado sur del edificio, para confirmar a qué altura quedaba la escalera exterior. Una caja para subirse, eso era todo lo que haría falta. Entró en el coche y condujo hacia su apartamento por las calles vacías y mojadas, sin ver nada.

Una vez allí fue al armario y rebuscó entre su equipo de escalada. Debajo, como en un yacimiento arqueológico, estaban los viejos instrumentos del oficio de limpiador de ventanas.

Cuando lo tuvo todo extendido en el suelo, le dio la impresión de llevar toda la vida preparándose para aquello. Por un momento, con la pistola selladora en la mano, vaciló ante lo extraño de lo que se estaba planteando. Por un lado, la pistola selladora no servía de nada sin masilla, y él no tenía. Tendría que dejar junturas sin cerrar, y tarde o temprano alguien las vería.

Luego recordó de nuevo a la mujer del ascensor. Todavía sentía sus besos. Sólo habían pasado unas horas, aunque tenía la impresión de que desde entonces su mente había vivido años. Si quería tener la oportunidad de volver a verla, debía actuar. Las junturas abiertas no tenían importancia. Metió el resto del equipo en la mochila de nailon rojo descolorido, que tenía un lado aplastado por una caída de rocas en el Campamento Cuatro, mucho tiempo atrás. En aquel entonces hacía muchas locuras.

Fue al coche, arrojó la bolsa a su interior, zumbó por las oscuras calles hasta Arlington, dejó atrás la parada de Ballston. Aparcó en una calle mojada bastante lejos del edificio de la FNC. No había nadie en los alrededores. Ocho millones de personas vivían por allí, pero eran las dos de la madrugada y no se veía a nadie. ¡Cómo podía nadie negar la sociobiología en un momento así! Era un signo evidente de nuestra naturaleza animal, que en el entorno tecnológico de la sociedad postmoderna se ha vuelto exclusivamente diurna, y profundamente dormida en tantos aspectos, y sobre todo de noche. Abocadas regularmente y de modo inevitable a un estado mental del que aún se desconocía casi todo. Frank sintió cierta exaltación ante aquella prueba innegable de la naturaleza animal. Una ciudad entera de primates dormidos. De algún modo, aquello confirmaba su sensación de estar haciendo lo correcto. De que se había despertado por primera vez en muchos años.

En el lado meridional del edifico de la FNC, tardó un momento en colocar un cajón de plástico sobre un lateral y saltar hasta el primer peldaño de la escalera de servicio atornillada a la pared de cemento, y luego impulsarse hacia arriba con rapidez y subir las doce plantas hasta el techo utilizando los músculos de las piernas como única propulsión. A medida que se acercaba al final de la escalera se sintió muy alto y expuesto, y pensó que, de ser cierto que el exceso de razón era una forma de locura, al parecer estaba curado. A menos que, evidentemente, aquello fuera lo más razonable, como creía él.

Llegó a lo alto, subió al techo, aterrizó en un charco de lluvia poco profundo. Estaba en el centro de un techo plano, la claraboya del atrio.

Era una noche bochornosa, el resplandor de la ciudad teñía de naranja las nubes bajas. Sacó las herramientas. La gran claraboya central era una pirámide baja de cuatro lados y cristales triangulares. Se dirigió a la escalera más cercana y limpió la superficie del cristal; luego le adhirió una enorme ventosa.

Usando su viejo cuchillo X-Acto, cortó la juntura de poliuretano, estropeada por la acción del sol, de tres de los lados de la ventana. La sacó para dejar al descubierto los tornillos del marco, que aflojó con su viejo destornillador Grinder. Cuando tuvo la ventana desatornillada, agarró el asidero de la ventosa y tiró para soltarla y luego empujó con suavidad; salió, sujeta al marco por la parte de abajo. Apartó el cristal a un lado, y a continuación ató la cuerda del asa de la ventosa al primer travesaño de la escalera. El hueco era más que suficiente para él. La ligera presión interna hizo subir una ráfaga de aire fresco.

Dejó una toalla en el marco, se metió en el arnés de escalada y se lo abrochó a la cintura. Ató las cuerdas al travesaño más alto de la escalera de servicio: eso resistiría un terremoto. Ahora sólo tenía que deslizarse por el hueco y bajar haciendo rappel hasta el punto en que iniciaría el movimiento pendular.

Se sentó con cautela en el borde anguloso del marco. Aún sentía la cerveza de la recepción de Anna agitándose en su interior, perturbando ligeramente su capacidad de coordinación, pero esto era escalar, todo iría bien. De joven lo había hecho en peores condiciones, menuda estupidez. Aunque quizá no fuera el mejor momento de mostrarse crítico con esa faceta de su personalidad.

Volviéndose para entrar en el atrio, comprobó el ocho que sujetaba la cuerda: la fricción era buena, así que se inclinó aún más hacia el interior del edificio y empezó a caer en picado. Desesperado, giró el dispositivo de descenso y sintió que aminoraba la velocidad; finalmente se detuvo y se quedó colgando de la cuerda elástica, subiendo y bajando, hasta que chocó con algo. Fue una horrible sorpresa, porque no le había dado la impresión de haber bajado tanto como para haber llegado al suelo, y se sintió confundido durante una décima de segundo, hasta que descubrió que lo que había golpeado era la parte superior del móvil. Estaba suspendido por encima, de éste y cabeza abajo, aferrándose al móvil y a la cuerda desesperadamente.

Y muy contento por estar allí. La breve caída parecía haber actuado en él como una especie de electrocución. Tenía la piel ardiendo en todo el cuerpo. Tiró de la cuerda para probar: no parecía haber problema, estaba bien atada a la escalera del tejado. Quizá después de hacer el ocho con la cuerda se había olvidado de enrollar toda la cuerda, no recordaba haberlo hecho. Eso era olvidar una acción casi instintiva para todo escalador, pero esta noche no podía culparse. Tenía muchas cosas en la cabeza, tal vez demasiadas.

Con cuidado, se buscó la riñonera. Sacó dos piezas sujetadoras y metió en ellas largas lazadas para luego engancharlas a la cuerda sobre su cabeza. A continuación se ató la cuerda de debajo al muslo, y echó un vistazo alrededor. Tendría que impulsarse hacia arriba, hasta el lugar adecuado, para poder efectuar el movimiento pendular y llegar a la ventana de Diane…

El móvil entero giraba ligeramente. Frank lo agarró e intentó detenerlo, temiendo que alguien de seguridad pasara por el atrio y advirtiera el movimiento. De repente el enorme espacio le pareció demasiado iluminado, a pesar de que la única luz era el débil resplandor verdoso de las lamparillas de las oficinas.

La pieza superior del móvil era una barra doblada de forma circular que pendía de una cadena. De la circunferencia salían dos barras más cortas: una formaba un ángulo de unos treinta grados con la parte de arriba, como una escalera, y la otra atravesaba el círculo y bajaba, creando un único escalón. La barra curva colgaba unos cinco metros por debajo del círculo. En la oscuridad parecían diferentes tonos de gris, aunque Frank sabía que eran colores primarios. Por un segundo todo le pareció irreal.

Finalmente el artilugio se quedó inmóvil. Frank subió por la cuerda, apoyando todo el peso. Todos los movimientos debían ser delicados, y durante un rato se olvidó de todo lo demás, inmerso en la concentración absoluta de la escalada.

Situó la otra pieza de sujeción aún más arriba, y con cautela aupó todo su peso hacia ella, dejando la primera atrás. Se trataba de un proceso muy mecánico y sencillo. Quería dejar el móvil sin el mejor empujón.

Pero la segunda pieza de sujeción cedió cuando le confió su peso, y por instinto se agarró a la cuerda con la mano y se quemó la palma antes de que la otra detuviera su caída. Una quemadura completamente innecesaria.

Ahora empezó a sudar de verdad. Una pieza de sujeción defectuosa era una pésima noticia. Ésta bajaba unos centímetros y luego se detenía. La observó pensando que a lo mejor le había dado un golpe al caer encima del móvil, rompiendo la caja protectora. Muchas cajas protectoras eran piezas fundidas, que a veces tenían burbujas dentro del metal y se rompían cuando se les daba un golpe. Le había ocurrido antes, provocándole un subidón de adrenalina. Nadie podía trepar por una cuerda sin ayuda durante mucho rato.

Pero ésta se bloqueaba después de los breves deslizamientos, y tocándola poco a poco fue descubriendo el modo de hacer que se detuviera antes. Así, apretando los dientes con paciencia y conteniendo el aliento para luchar contra la gravedad, podía usar la segunda pieza para los grandes trechos, y subir con la primera a mano, utilizándola para sostenerse (esperaba) mientras cambiaba de sitio la buena.

Finalmente llegó a donde pretendía haber ido desde el principio, listo al fin para el ataque. Estaba chorreando de sudor y le ardía la mano derecha. Intentó calcular cuánto tiempo había perdido, pero no pudo. Entre diez minutos y una hora, supuso. Ridículo.

Balancearse fue fácil, y no tardó en columpiarse de un lado a otro hasta llegar a la ventana de la oficina de Laveta para colocar una ventosa mediana en ella. La apretó ligeramente al acercarse y se quedó enganchada al primer intento.

Apoyándose en la ventana, extrajo una ancla de la riñonera y alargó el brazo, sólo un poco, para engancharla al canal que había junto a la ventana. Una vez sujeto, pudo colocar un salpicadero en la ranura sobre la ventana, y usar una cuerda corta que había traído para atar la ventosa y tirar del salpicadero hacia arriba, manteniendo abierta la ventana de Laveta.

Listo. Sacó el X-Acto, desatornilló el marco, tiró de la ventana hacia el salpicadero, hasta dejarla casi en posición horizontal sin sacar el lado superior del marco. El hueco era más grande en la parte de abajo; se deslizó por allí y entró en la oficina, moviéndose con la agilidad de los gibones del Zoo Nacional. Luego se arrodilló en el suelo enmoquetado, bufando y resoplando lo más silenciosamente que pudo.

Enganchó la cuerda a la pata de una silla, sólo para asegurarse de que no volvía a caer, dejándolo encerrado. Atravesó la oficina de Laveta de puntillas hasta el buzón de Diane, donde había dejado la carta.

No estaba allí.

La búsqueda rápida por el escritorio tampoco arrojó resultados.

No se le ocurrió ningún otro lugar donde poder encontrarla. Los vestíbulos tenían cámaras de vigilancia, y además ¿dónde miraría? Se suponía que estaba allí, Diane ya se había ido cuando se la dejó en el buzón. Laveta había asentido, acusando recibo. ¿Laveta?

Buscó en vano en las otras superficies y cajones de la oficina, pero la carta no estaba. No podía hacer nada más. Volvió a la ventana, soltó la cuerda. Enganchó de nuevo las piezas de sujeción, asegurándose de poner la buena arriba y de haber sacado toda la cuerda antes de confiarle su peso. Frente a la ventana inclinada y el vacío, apartó toda reflexión sobre el misterio de la carta ausente, dedicando un último pensamiento a Laveta y a la mirada que a veces creía ver en sus ojos; quizá la hubiera robado. Por otro lado, quizá Diane había regresado más tarde. Pero ya era suficiente: había llegado el momento de concentrarse. Necesitaba concentrarse. La sensación de irrealidad del descenso había desaparecido, convirtiendo la de ahora simplemente en una tarea sudorosa y mal iluminada, torpe, difícil, un tanto peligrosa. Salir, colocar la ventana, atornillar el marco, dejar la juntura cortada para sorpresa de algún limpiador de ventanas futuro… Por fortuna, a pesar de la conmoción del contratiempo, los centenares de horas de práctica acudieron en su ayuda en forma de piloto automático. Al fin y al cabo era una habilidad antigua, una cosa aprendida en la infancia, algo que podía hacer en cualquier circunstancia.

Afortunadamente, porque era incapaz de concentrarse. Los pensamientos se agolpaban en su mente a varios niveles. ¿Qué podía haber pasado? ¿Quién tenía su carta? ¿Conseguiría encontrar a la mujer del ascensor?

A la mañana siguiente, cuando entró en el edificio por el camino habitual, levantó la vista con precaución y vio que el móvil colgaba en un ángulo de noventa grados respecto a su posición anterior. Pero nadie pareció darse cuenta.