NUEVE
El desencadenante

Departamento de Seguridad Nacional.

CONFIDENCIAL

Trascripción FNC 3957396584

Teléfonos 645d/922a

922a: Frank, ¿estás preparado para esto?

645d: No sé, Kenzo, cuéntame.

922a: Casper, el pequeño fantasma, se ha pasado toda la semana nadando entre Islandia y Escocia sin obtener ninguna cifra de salinidad por encima de 34.

645d: Caray. ¿A cuánta profundidad?

922a: Agua superficial, agua media, la zona superior del agua profunda. Y nunca pasó de 34. 33,8 en la superficie, cuando entró en el mar de Noruega.

645d: Vaya. ¿Y las temperaturas?

922a: 0,9 en la superficie, 0,75 a los trescientos metros. Más cálida en el este, pero no mucho.

645d: Oh, Dios mío. No se va a hundir.

922a: Correcto.

645d: ¿Qué va a pasar?

922a: No lo sé. Puede que la corriente se detenga.

645d: Alguien tiene que hacer algo.

922a: ¡Buena suerte, amigo mío! Personalmente, creo que va a empezar la diversión. Mil años de diversión.

Anna estaba trabajando con la puerta abierta, y una vez más oyó el final de una conversación telefónica de Frank. Como ya había escuchado a escondidas antes, esta vez le costó menos; y, igual que entonces, había una tensión en la voz de Frank que le llamó la atención. Por no mencionar las frases dichas en voz más alta, como:

—«¿Qué? ¿Por qué habrían de hacer eso?».

Luego silencio, excepto por un crujido de la silla y un breve tamborileo de los dedos.

—Hum, bueno, sí. En fin, qué quieres que te diga. Es terrible. Es una mierda, claro… Sí. Pero bueno. Tú no tendrás problema, pase lo que pase. Sólo tus empleados. No, no, lo entiendo. Has hecho lo que has podido. Una vez que vendes ya no puedes hacer nada. No ha sido tu decisión, Derek… Sí, lo sé. Encontrarán trabajo en otro sitio. Hay otras empresas ahí fuera, es la capital biotecnológica del mundo, ¿no? Sí, claro. Avísame cuando lo sepas. De acuerdo, yo también. Adiós.

Colgó con energía, maldijo entre dientes.

Anna asomó por la puerta.

—¿Algún problema?

—Sí.

Ella se levantó y se acercó a su cubículo. Frank estaba mirando el suelo, sacudiendo la cabeza con disgusto.

Levantó la mirada y se encontró con sus ojos.

—Small Delivery Systems ha cerrado Torrey Pines Generique y ha despedido a casi todo el mundo.

—¡Vaya! Pero ¿no acababan de comprarlo?

—Sí. Pero no querían a la gente. —Hizo una mueca—. Lo compraron por algo que Torrey tenía, una patente o algo así. O alguno de sus trabajadores. Han invitado a unos pocos a unirse al laboratorio de Small Delivery en Atlanta. Como el matemático que te comenté. El que nos envió una propuesta, ¿no te he hablado de él?

—¿Una de las carpetas que fue desestimada?

—Correcto.

—A tu grupo de expertos no le impresionó tanto, por lo que recuerdo.

—Sí, es verdad. Pero no estoy seguro de que acertaran. —Se encogió de hombros—. Ahora nunca lo sabremos. Le harán firmar un contrato cediéndoles los derechos de su trabajo, y luego lo patentarán, o lo mantendrán en secreto, o incluso lo enterrarán, si interfiere en algún producto suyo. Lo que a su departamento legal le parezca más conveniente.

Anna lo observó meditar.

—Oh, vaya —dijo al fin.

Él la miró.

—Un tío como él debería estar en la FNC.

Anna alzó una ceja. Era muy consciente de la actitud ambivalente, negativa incluso, de Frank ante a la FNC, que había demostrado en bastantes ocasiones.

Frank entendió su mirada.

—La cuestión es que, si lo tuvierais aquí podríais, bueno, utilizarlo para que atacara cosas. Como un perro.

—No creo que tengamos ningún programa así.

—Pues deberíais, a eso me refiero.

—Puedes añadir eso a tu conferencia ante el consejo esta tarde —dijo Anna. Ella también estudió la idea. Una especie de motor de búsqueda humano, tras soluciones basadas en las matemáticas…

Frank no parecía divertido.

—Ya tengo bastante, tal como están las cosas —murmuró—. Ojalá supiera por qué Diane me ha pedido que dé la conferencia, de todas formas.

—Para oír tus palabras de despedida, ¿no?

—Sí, claro. —Miró un bloc de papel tamaño folio, cubierto de notas garabateadas.

Anna lo observó, sintiendo otra vez aquel aprecio levemente teñido de irritación que había experimentado la noche de la fiesta dedicada a los khembalies. Lo echaría de menos cuando se fuera.

—¿Quieres bajar a tomar un café?

—Claro. —Se levantó despacio, perdido en sus pensamientos, y alargó la mano para cerrar el programa del ordenador.

—Vaya, ¿qué te has hecho en la mano?

—Oh. Me la quemé en una pequeña caída escalando. Me agarré a la cuerda.

—Dios mío, Frank.

—Estaba sujeto, fue sólo un acto reflejo.

—Parece doloroso.

—Duele, pero sólo cuando la doblo. —Salieron de las oficinas y se dirigieron a los ascensores—. ¿Cómo le va a Charlie con la hiedra venenosa?

—Sigue quejándose. Se le han curado la mayoría de las ampollas, pero todavía se le revientan algunas. Creo que lo peor ahora es que sigue despertándose por la noche. No ha dormido demasiado desde que le pasó. Entre eso y Joe está a punto de volverse loco.

En el Starbucks Anna dijo:

—Entonces ¿estás preparado para la charla con el consejo?

—No. Mejor dicho, tanto como puedo estarlo. Ya te he dicho que en realidad no sé por qué Diane quiere que la dé.

—Debe de ser porque te vas. Quiere oír tus palabras de despedida. Lo hace con algunos de los visitantes. Es un signo de que le interesa tu punto de vista.

—Pero ¿cómo sabe cuál es mi punto de vista?

—No lo sé. Yo no se lo he dicho. Yo sólo le habría contado cosas buenas, por supuesto, pero no me ha preguntado.

Se pasó un dedo suavemente por la quemadura de la palma.

—Dime —dijo—, ¿has oído hablar de alguien que reciba un informe y, bueno, simplemente lo tire? ¿Sin hacer nada al respecto?

—Sucede continuamente.

—¿En serio?

—Claro. Con algunas cosas, es lo mejor que se puede hacer.

—Hum.

Habían llegado al final de la cola, así que hicieron una pausa para pedir y recibir rápidamente sus cafés. Frank seguía con aspecto pensativo. Su actitud le recordaba a Anna la manera en que había llegado a la fiesta, chorreando de lluvia, y dijo:

—Dime, ¿encontraste a la mujer del ascensor?

—No. Iba a contártelo. Hice lo que me sugeriste, me puse en contacto con las oficinas del metro y pedí su nombre en atención al cliente. Dije que necesitaba ponerme en contacto con ella por el informe del seguro.

—¡Oh, bien! ¿Y?

—Y la persona del metro me lo dio sin ningún problema. Me leyó todo lo que ella había escrito. Pero resulta que no era correcto.

—¿Cómo quieres decir?

Salieron del Starbucks y entraron en el edifico.

—Dio una dirección falsa. No hay ningún edificio de viviendas allí. Y dijo que se llamaba Jane Smith. Creo que se lo inventó todo.

—Qué raro, supongo que no comprobaron vuestros documentos de identidad.

—No.

—Pensaba que lo hacían.

—La gente que acaba de salir de un ascensor atascado no está muy predispuesta a ir enseñando documentaciones.

—No, supongo que no. —Se abrió un ascensor que subía y entraron. Estaban solos—. Como tu amiga, parece.

—Sí.

—Me pregunto por qué daría unos datos falsos.

—Yo también.

—¿Y lo que te contó? Algo sobre un club ciclista, ¿no?

—Lo he probado. Ninguno de los clubes ciclistas de la zona te dan la lista de socios. Me metí en uno de Bethesda, pero no había ninguna Jane Smith.

—Vaya. Pareces haber investigado a fondo.

—Sí.

—A lo mejor es un fantasma. Hum. A lo mejor puedes asistir a las reuniones de todos los clubes ciclistas, una vez cada uno. O apuntarte a uno para salir, y buscarla en las reuniones, y enseñar su foto.

—¿Qué foto?

—Genérate una con un programa de retratos.

—Buena idea, aunque —suspiró— no se parecería a ella.

—No, nunca se parecen.

—Tendría que practicar para ir en bicicleta.

—Por lo menos no hace paracaidismo.

Frank rió.

—Eso es verdad. Bueno, tendré que pensar en ello. Pero gracias, Anna.

Aquella misma tarde volvieron a verse, camino a una de las reuniones de Diane del Consejo de Directores de la FNC. Salieron en la duodécima planta y recorrieron juntos los pasillos. Las ventanas exteriores de los recodos revelaban que el día se había oscurecido y que unas nubes negras y bajas se resquebrajaban en las prisas por llegar al Atlántico, dejando una cortina de lluvia al pasar.

En la enorme sala de reuniones, Laveta y algunos otros recolocaban una pizarra blanca y una pantalla de PowerPoint siguiendo las instrucciones de Diane. Frank y Anna fueron los primeros en llegar.

—Entrad —dijo Diane. Estaba ocupada con la pantalla y siguió de espaldas a Frank.

Los demás del grupo fueron llegando de uno en uno. El Consejo de Directores de la FNC estaba compuesto por veinticuatro personas, aunque solían quedar un par de puestos libres. Los directores eran autoridades en sus ámbitos científicos respectivos, designados por la presidenta a partir de unas listas proporcionadas por la FNC y la Academia Nacional de la Ciencia, y servían durante períodos de seis años.

Hoy estaban mojados y despeinados, y poco a poco fueron entrando en la habitación por parejas o individualmente. Algunos de los directores del departamento de Anna llegaron también. Finalmente hubo quince o dieciséis personas sentadas a la gran mesa, entre las que se encontraba Sophie Harper, el enlace con el congreso. La luz de la habitación parpadeó débilmente cuando se adivinó un relámpago entre el torrente de lluvia de la ventana exterior de la habitación. El mundo gris de fuera latía como si fuera un acuario.

Diane les dio la bienvenida y pasó rápidamente a los temas preliminares del orden del día. Después expuso una lista de proyectos importantes que se habían presentado o discutido el año anterior, escuchando los brevísimos informes de los miembros del consejo asignados para estudiarlos. Consistían en propuestas de mitigación climática, muchas altamente especulativas, todas muy caras. El plan de los sumideros de dióxido de carbono incluía reforestaciones que también servirían para controlar las inundaciones; Anna escribió una nota para comentárselo a los khembalies.

Pero nada de lo que hablaran cambiaría la situación global, teniendo en cuenta la gravedad del problema y las limitaciones presupuestarias y funcionales de la FNC. Diez mil millones de dólares; incluso los proyectos de la lista a los que se destinaban cincuenta mil millones de dólares sólo abordaban pequeñas partes del problema global.

En momentos como éste Anna no podía evitar acordarse de Charlie jugando con los dinosaurios de Joe, sosteniendo una criatura pequeña y rosada, parecida a un ratón, uno de los primeros mamíferos, y exclamando: «¡Eh, ésta es la FNC!».

Lo había dicho como un cumplido a su habilidad para sobrevivir en la inmensidad del mundo, o al hecho de que representaban el futuro, pero por desgracia la comparación era también válida en términos de tamaño. Corriendo de un lado a otro para sobrevivir, en un mundo en el que los dinosaurios estaban desapareciendo; peor aún, intentando además salvar a los dinosaurios: ¿dónde estaba el mecanismo? En palabras de Frank, ¿cómo podía funcionar?

Apartó aquellos pensamientos e hizo un rápido informe sobre los programas de distribución de infraestructuras que había estado estudiando. Llevaban varios años en funcionamiento, y por tanto podía ofrecer datos cuantitativos, calculando el aumento de la producción científica en los países participantes. En la última década se habían creado muchas infraestructuras en lugares diversos. La sugerencia final de Anna de que los programas eran un éxito y deberían ampliarse fue recibida con gestos de asentimiento por parte de todos, como si fuera algo obvio. Pero también caro.

Hubo una pausa mientras la gente reflexionaba al respecto.

Por último Diane miró a Frank.

—Frank, ¿estás preparado?

Frank se puso en pie para responder. No mostraba la soltura habitual. Caminó hasta la pizarra, tomó un rotulador roto, jugueteó con él. Tenía el rostro encendido.

—Todos los programas descritos hasta ahora se centran en la recopilación de datos, y la verdad es que ya tenemos bastantes. El clima mundial ha cambiado. El rompimiento de los bancos de hielo del océano Ártico ha arrojado una gran cantidad de agua dulce a la superficie del Atlántico Norte, y los datos más recientes indican que eso ha impedido el hundimiento del agua superficial, interrumpiendo la circulación de la gran corriente del Atlántico. No cabe duda de que ese hecho constituye un importante acontecimiento desencadenante en la historia climática de la Tierra, como la mayoría de vosotros sin duda sabéis. Es casi seguro que ya ha comenzado un cambio climático abrupto.

Frank miró la pizarra, con los labios fruncidos.

—Bien —prosiguió—. La pregunta es: ¿qué hacemos? El trabajo habitual ahora no sirve. Los esfuerzos de quienes trabajáis aquí deberían centrarse en hallar la manera de que la FNC pueda tener un mayor impacto del que ha tenido hasta ahora.

—Disculpa —dijo uno de los miembros del consejo, aparentemente un tanto molesto. Era un hombre de unos sesenta años, con una barba gris tipo Lincoln; Anna no lo reconoció—. ¿Cuál es la diferencia entre eso y lo que intentamos hacer siempre? Quiero decir, hemos estado hablando de hacer precisamente eso en todas las reuniones del consejo a las que he asistido. La pregunta es siempre: ¿cómo puede la FNC tener un mejor rendimiento?

—Tal vez —dijo Frank—. Pero no ha funcionado.

—¿A qué te refieres, Frank? —dijo Diane—. ¿Qué deberíamos hacer que no hayamos probado ya?

Frank se aclaró la garganta. Él y Diane se miraron durante unos largos segundos, enfrascados en algún tipo de conflicto indefinido.

Frank se encogió de hombros, fue a la pizarra, destapó el rotulador rojo.

—Permitidme que haga una lista.

Escribió un 1 y lo rodeó con un círculo.

—Uno. Tenemos que trabajar todos en la misma dirección. —Escribió Sinergias en la FNC.— Con esto me refiero a que deberían estimularse esfuerzos sinérgicos que abarcaran todas las disciplinas para trabajar en el problema. A continuación —escribió un 2 y lo rodeó con un círculo— habría que buscar aplicaciones relevantes provenientes de la investigación de base financiada por la Fundación. Habría que contratar a gente específica para buscar este tipo de aplicaciones. Debería haber un equipo interno permanente de innovación y acciones.

Anna pensó: Ése sería el matemático que acaba de perder.

Nunca había visto tan serio a Frank. Su actitud habitual había desaparecido, y con ella la máscara de cinismo y seguridad en sí mismo de que hacía gala habitualmente, de que todo era un juego en el que condescendía a participar aunque todos tuvieran la partida perdida de antemano. Ahora estaba serio, incluso enfadado, parecía. Enfadado con Diane por alguna razón. No la miraba, ni a ella ni a nadie, tenía la vista fija en las palabras garabateadas en rojo en la pizarra.

—Tres, habría que encargar el trabajo que se considere necesario, en lugar de esperar propuestas y financiar decisiones de otros. Ya no podéis permitiros esa pasividad. Cuatro, deberíais asignar hasta un cincuenta por ciento del presupuesto de la FNC todos los años al problema más importante que identifiquéis, en este caso el cambio climático catastrófico, y guiar a la comunidad científica para abordarlo y solucionarlo. La ciencia pública y la privada, toda la cultura. El esfuerzo podría coordinarse a través de algo similar a los Institutos Max Planck de Alemania, que están financiados por el gobierno para estudiar problemas concretos. Hay más de diez, y se crean cuando son necesarios y se disuelven cuando no. Constituyen un buen modelo.

»Cinco, habría que hacer más esfuerzos para aumentar el poder de la ciencia en las decisiones políticas de todo el mundo. Unir a todos los organismos científicos de la Tierra en un organismo más grande, una especie de ONU de organizaciones científicas, y trabajar juntos en los temas importantes, e insistir colectivamente en su financiación, por el bien de las futuras generaciones de la humanidad.

Se detuvo, miró la pizarra. Sacudió la cabeza.

—Todo esto puede parecer… de enormes proporciones. O entrometido. Antidemocrático, elitista o algo, algo que se supone que está más allá de la ciencia.

—No estamos en condiciones de orquestar un golpe —dijo el hombre que había objetado antes.

Frank lo rechazó con un gesto.

—Pensad en ello en términos de los paradigmas de Kuhn. El modelo de paradigma que Kuhn esbozó en La estructura de las revoluciones científicas.

El hombre de la barba asintió, dándole la razón.

—Kuhn postuló que en el estado normal de cosas hay un consenso general en torno a un grupo de creencias nucleares que estructuran las teorías de la gente, lo que denominó «paradigma». Al trabajo que se realiza dentro del paradigma lo llamó «ciencia normal». Él se refería a la interpretación teórica de la naturaleza, pero apliquemos este modelo al comportamiento social de la ciencia. Nosotros hacemos «ciencia normal». Pero tal como señaló Kuhn, hay anomalías. Suceden acontecimientos innegables que no se ajustan al viejo paradigma. Al principio los científicos se limitan a hacer encajar las anomalías lo mejor posible. Luego, cuando hay un número suficiente de ellas, el paradigma empieza a desmoronarse, y al intentar reconciliar lo irreconciliable, se convierte en algo tan extraño como el sistema astronómico de Ptolomeo.

»Ahí es donde estamos ahora. Tenemos universidades, y la Fundación, y todo lo demás, pero el sistema es demasiado complicado y se nos escapa en todas direcciones. Es incapaz de integrar más datos aberrantes.

Frank miró brevemente al hombre que había puesto objeciones.

—Con el tiempo, surge un nuevo paradigma que explica todas las anomalías. Que las asume mejor. Al cabo de un período de confusión y debate, la gente empieza a utilizar ese nuevo paradigma para estructurar una nueva ciencia normal.

El anciano asintió.

—Lo que quieres decir es que necesitamos un cambio de paradigma para la interrelación entre ciencia y sociedad.

—Sí.

—Pero ¿cuál? Todavía estamos en el período de confusión, por lo que puede verse.

—Sí. Pero si no tenemos una idea clara de cuál debería ser el próximo paradigma, y estoy de acuerdo en que no la tenemos, nuestro trabajo como científicos es forzarlo y hacer que se concrete, empleando todos nuestros recursos de una manera organizada. Para llegar antes al otro lado. El dinero y el poder institucional que la FNC ha reunido desde su creación deben utilizarse como instrumentos para construirlo. Hay que dejar de tratar a nuestros patrocinadores como a clientes a quienes debemos satisfacer para mantener el negocio. Hay que dejar de ir al congreso con el sombrero en la mano, suplicando un cambio y permitiendo que ellos tengan la última palabra sobre dónde se invierte el dinero.

—Un momento —objetó Sophie Harper—. Ellos tienen el derecho de distribuir los fondos federales, y son muy celosos de ese derecho, creedme.

—Claro que sí. Es la fuente de su poder. Y son el gobierno que hemos elegido, no pongo en duda nada de eso. Pero podemos ir y decirles mirad, la fiesta ha terminado. Necesitamos financiar esta lista de proyectos para que la civilización no acabe en unas pocas décadas. Decirles que no pueden dedicar medio billón de dólares al año a cuestiones militares y dejar la salvación y reconstrucción del mundo a su suerte y a algún tipo de religión del libre mercado. No está funcionando, y la ciencia es el único camino para salir de esta situación.

—Te refieres a utilizar de manera científica el esfuerzo humano para estas causas —dijo Diane.

—Como quieras llamarlo —dijo bruscamente Frank, y luego hizo una pausa, como admitiendo lo que había dicho Diane. Su rostro se puso aún más rojo.

—No sé —dijo otro miembro del consejo—. Hemos intentado darle más alcance a nuestro trabajo, presionar más al congreso, todo eso. No estoy seguro de que insistir más por la misma vía propicie el gran cambio del que hablas.

Frank asintió.

—Yo tampoco estoy seguro. Es lo mejor que se me ha ocurrido, pero es necesario que hagamos más en ese sentido.

—Al fin y al cabo, la FNC es una agencia pequeña —dijo algún otro.

—Eso también es verdad. Pero pensad en ello como una cascada de información. Si la fundación entera se centrara en un proyecto determinado durante un tiempo, sería de esperar que el impacto se multiplicase. Tendría un efecto de cascada. Las matemáticas de las cascadas son muy probabilísticas. Si empujas la cantidad de elementos suficiente al mismo tiempo, y si son los elementos adecuados y la situación está en el ángulo de reposo o más allá, estalla. Cascada. Cambio de paradigma. Un nuevo enfoque de los grandes problemas a los que nos enfrentamos.

Las personas sentadas alrededor de la mesa reflexionaban sobre aquello.

Diane no apartó los ojos de Frank en ningún momento.

—Me pregunto si estamos tan al borde del precipicio como para que al intentar iniciar esa cascada la gente nos escuche.

—No lo sé —dijo Frank—. Creo que estamos más allá del ángulo de reposo. La corriente del Atlántico se ha interrumpido. Nos dirigimos a un período de cambio climático acelerado. Esto significa que habrá problemas que nos impedirán continuar con la ciencia normal.

Diane sonrió tensa.

—¿Sugieres que tenemos que salvar el mundo para que la ciencia pueda continuar?

—Sí, si quieres expresarlo así. Si no tienes una razón mejor para hacerlo.

Diane lo miró fijamente, ofendida. Él le devolvió la mirada sin arrepentimiento.

Anna observó el pulso a punto de saltar de su asiento. Algo estaba sucediendo entre aquellos dos, y no tenía ni idea de lo que era. Para aliviar el momento de tensión escribió en su bloc de notas salvar el mundo para que la ciencia pueda continuar. El principio de Frank, como más tarde lo denominaría Charlie.

—Bien —dijo Diane, rompiendo el impasse—, ¿qué creéis todos los demás?

Siguió un debate. La gente propuso ideas: crear una especie de sustituto en la sombra de la Oficina de Evaluación Tecnológica; hacer campaña para convertir al asesor científico del presidente en miembro del gabinete; redactar incluso una nueva enmienda a la Constitución que elevara a una institución como la Academia Nacional de la Ciencia al grado de sección gubernamental. Luego convertirla en algo internacional, crear un organismo mundial de organizaciones científicas para impulsar todo lo que llevase al nacimiento de una civilización sostenible. Estas ideas y otras se sometieron a discusión, al principio con cierta vacilación y luego con más entusiasmo, a medida que la gente empezó a darse cuenta de que todos albergaban ideas de ese tipo, visiones que solían ser demasiado ambiciosas o extrañas para mencionarlas delante de otros científicos.

—Son ideas muy osadas —como apuntó uno de ellos.

Frank las había listado en la pizarra.

—La cuestión es que —dijo—, tal como están organizadas las cosas, los científicos se mantienen apartados de las decisiones políticas, del mismo modo que el ejército se mantiene apartado de los asuntos civiles. Esto viene de la segunda guerra mundial, momento en que la ciencia formaba parte del ejército. Los científicos se abstuvieron de tomar decisiones políticas, y se creó una estructura que propició el control civil de la ciencia, por así decir.

»Pero yo digo ¡al cuerno con todo eso! La ciencia no es como el ejército. Es la solución, no el problema. Y por eso debe insistir en sí misma. Eso es lo que parece osado en estas ideas, que los científicos adopten una postura y se conviertan en parte del proceso de la toma de decisiones políticas. Si la gente del Pentágono dijera esto, estaría de acuerdo en que habría razones para preocuparse, aunque la verdad es que lo hacen continuamente. Lo que estoy diciendo es que es perfectamente legítimo que demos ese paso, que es incluso necesario, porque no somos el ejército, nosotros somos civiles, y disponemos de los únicos métodos que existen para abordar estos problemas ambientales globales.

El grupo guardó silencio unos instantes, meditando. Ráfagas de lluvia golpeaban la ventana de la habitación, trazando una infinidad de dibujos que cambiaban sin parar. Aparecieron unas nubes aún más negras, oscureciendo la habitación todavía más, sumergiéndola en la negrura hasta convertirla en un cubo de neón iluminado, suspendido en un gris acuoso.

El bloc de notas de Anna estaba cubierto de garabatos y palabras aisladas. Había tantos problemas enmarañados en el único gran problema. Muchas de las soluciones propuestas eran parciales o poco prácticas, o ambas cosas. Nadie podía pretender que hubieran dado ya con la gran estrategia a seguir. Sophie Harper parecía a punto de llevarse las manos a la cabeza, quizá porque consideraba las palabras de Frank como una crítica a sus esfuerzos hasta la fecha. Anna suponía que era una manera de verlo, aunque no era lo que Frank estaba diciendo.

Diane hizo un movimiento como para interrumpir la discusión.

—Frank —dijo, alargando su nombre—. Fraannnnnk, tú eres quien ha sacado el tema, como si hubiese algo que pudiéramos hacer al respecto. Así que quizá deberías ser tú quien dirigiera la comisión que se encargará de delimitar cuáles son esas cuestiones. De pulir la lista de las cosas a intentar, de hecho, y de informar a este consejo. Podrías empezar con la idea de que tu comité será el que abra el camino al próximo paradigma.

Frank guardó silencio, observando todas las palabras rojas que había garabateado con tanta fuerza en la pizarra. Durante un largo momento siguió mirándolas, con expresión sombría. Muchos de los presentes sabían que tenía que regresar a San Diego. Muchos no. En cualquier caso, la oferta de Diane probablemente les pareció un nuevo ejemplo de su estilo de dirigir la institución: directo, público, muchas veces provisto de un elemento de confrontación o desafío. Cuando la gente estaba muy convencida de que había que emprender una acción, solía decir: Hazlo, pues. Toma la iniciativa, si tan convencido estás.

Al cabo Frank se volvió y le devolvió la mirada.

—Sí, claro —dijo—. Me encantaría hacerlo. Lo haré lo mejor que pueda.

Diane reveló sólo una mirada momentánea de triunfo. Una vez, cuando era joven, Anna había visto a un maestro de ajedrez jugar contra un montón de oponentes, de los que sólo uno de ellos le dio problemas; tras darle jaque mate, el maestro pasó al tablero siguiente con la misma breve mirada de satisfacción.

Ahora, en esta habitación, Diane estaba lista para pasar al siguiente punto del orden del día.

Poco después, el grupo de bioinformáticos se hallaba en las oficinas de Anna y Frank en la sexta planta, bebiendo café y observando el atrio.

Llegó Edgardo.

—Bueno —dijo alegremente—, supongo que la reunión ha sido una pérdida de tiempo absoluta.

—No —dijo bruscamente Anna.

Edgardo rió.

—¿Diane ha decidido cambiar la FNC de arriba abajo?

—No.

Siguieron sentados. Edgardo se sirvió un poco de café.

—Me ha parecido que le decías a Diane que ibas a quedarte otro año —le dijo Anna a Frank.

—Sí.

Edgardo se volvió, asombrado.

—¡Nunca dejarás de sorprenderme! ¡Espero que no hayas dejado el apartamento todavía!

—Ya lo he hecho.

—¡Oh no! ¡Qué mala suerte!

Frank hizo un ademán despectivo con la mano quemada.

—El tipo que me lo alquiló va a volver de todas formas.

Anna lo observó atentamente.

—Así que ha sido realmente un cambio de opinión.

—Bueno…

Las luces se apagaron, los ordenadores también. Fallo del suministro.

—Oh, mierda.

Un apagón. Sin duda provocado por la tormenta.

El atrio estaba realmente oscuro, la única luz de las oficinas era el débil resplandor verde de las señales de salida de emergencia. Salida. La sombra del futuro.

El generador de emergencia se puso en funcionamiento, emitiendo un ruido sordo audible en todo el edificio. La electricidad volvió con un zumbido y varios sonidos metálicos procedentes de los ordenadores.

Anna bajó al vestíbulo para mirar al norte por la ventana del rincón. La forma oscura de Arlington se recortaba contra el horizonte bañado en lluvia. Muchos generadores de emergencia se habían puesto en marcha ya, y más lo hicieron mientras ella estaba mirando, provocando brillos que en la lluvia parecían pequeñas hogueras de campamento. La nube que cubría el Pentágono atrapaba la luz de abajo y resplandecía oscuramente.

Frank salió y miró por encima de su hombro.

—Así es como será todo el tiempo —predijo con aire sombrío—. Será mejor que nos vayamos acostumbrando.

—¿Cómo funcionaría? —dijo Anna.

Él sonrió brevemente. Pero era una sonrisa de verdad, una versión en miniatura de la que Anna le había visto en su casa.

—A mí no me preguntes. —Contempló la ciudad oscurecida desde la ventana. El débil repiqueteo de la lluvia se mezcló con el sonido ahogado de una sirena.

El Hiperniño, que estaba ahora en su cuadragésimo segundo mes, había originado un nuevo sistema tropical en el este del Pacífico, al norte del ecuador, y la gran tormenta de lluvia se dirigía velozmente al nordeste, hacia California. Era la cuarta de una serie de tormentas que habían seguido ese mismo rumbo casi a propulsión, y que proseguían luego su carrera hacia la costa norte del condado de San Diego. A quince kilómetros de la superficie, los vientos soplaban a doscientos cincuenta kilómetros por hora; debajo, el aire se movía a unos noventa kilómetros por hora, turbulento, roto, descendente, comprimido, arrojando lluvia a presión cuando golpeaba el suelo. Los acantilados de La Jolla, Blacks, Torrey Pines, Del Mar, Solana Beach, Cardiff-by-the-Sea, Encinitas y Leucadia estaban recibiendo un buen vapuleo, y en muchos lugares la piedra arenisca, roída por las olas por abajo y saturada de lluvia por arriba, empezaba a desplomarse sobre el mar.

Leo y Roxanne Mulhouse tenían una vista privilegiada de todo eso, porque su casa estaba situada justo en el borde del acantilado de Leucadia. Desde que lo despidieron, Leo se había pasado muchas horas delante de la ventana oeste, o incluso fuera, en el porche, bajo los elementos, observando cómo las tormentas llegaban a la costa. La visión de aquellos fenómenos meteorológicos estrellándose contra la línea del litoral constituía un espectáculo asombroso. Las nubes y el cielo parecían verterse sobre el horizonte sudoccidental. Pasaban, y sin embargo los acantilados y las cosas resistían en pie, haciendo que el viento aullase ante el impedimento, comprimido e intensificado en el primer ataque a la tierra.

Esa mañana en concreto estaba siendo la peor. Las ramas de los árboles se agitaban violentamente; sólo en la avenida Neptune tres eucaliptos habían sido arrancados de cuajo. Y Leo nunca había visto el mar así. Hasta donde los aguaceros negros que se acercaban rápidamente ocultaban la vista del horizonte, el océano era una lámina gigante de furioso oleaje. Millones de crestas avanzaban hacia tierra bajo la espuma y el agua salpicada, las olas se iban volcando una y otra vez sobre una agua gris infinitamente ondulada por el viento. Los aguaceros pasaban veloces, o arrojaban negras explosiones de lluvia directamente contra el lado occidental de la casa. Breves paréntesis y rayos de sol sajaban los aguaceros, pero sin llegar a iluminar la superficie del mar como otras veces; el agua estaba demasiado fragmentada. Los rayos grises de luz parecían ser devorados por la espuma.

A lo largo de la avenida Neptune, el acantilado se estaba erosionando. Lo hacía de manera irregular, en caídas repentinas de tamaños diferentes, algunas de lo alto del acantilado, otras de la base, otras del medio.

La erosión no era nueva. Los acantilados de San Diego habían estado desgastándose desde que el ser humano se asentó en ellos, y supuestamente desde antes también. Pero en esta parte del acantilado, al norte y el sur de Moonlight Beach, las casas estaban construidas muy cerca del borde. Los agrimensores que habían estudiado las fotos habían visto poco movimiento en el borde del acantilado entre 1928 y 1965, cuando empezó la construcción. No sabían de la tormenta del 12 de octubre de 1889, cuando una intensa y persistente lluvia había caído en Encinitas en ocho horas, provocando una inundación y un derrumbamiento del acantilado de tal magnitud que las calles A, B y C de la nueva ciudad habían desaparecido en el mar. Tampoco habían entendido que la nivelación de los acantilados y el añadido de tuberías de canalización hacia el exterior destruían el drenaje natural hacia tierra. Así pues, las casas y bloques de apartamentos se habían construido según su criterio, y a continuación habían sido necesarios años de esfuerzo para estabilizar los acantilados.

Ahora, entre otros problemas, los acantilados presentaban un perfil anormalmente vertical como consecuencia de los refuerzos. Barreras de hormigón y acero, terraplenes reforzados, muros de madera y vigas de troncos, láminas y molduras de plástico, muros de contención, muros de piedras pequeñas, contrafuertes: todos estos esfuerzos se habían llevado a cabo en la misma época en que las playas dejaron de reponerse con la arena procedente de las lagunas del norte, porque sus cuencas se habían desarrollado y sus ríos eran mucho menos proclives a arrastrar arena al mar. Así, con el paso del tiempo, las playas habían desaparecido, y en la actualidad las olas golpeaban directamente la base de los acantilados, cada vez más abruptos. El ángulo de reposo estaba más que sobrepasado.

Ahora la ferocidad del Hiperniño estaba pasando cuentas de todo aquello, y destruyendo de golpe el trabajo de un siglo. El día anterior, justo al sur de la propiedad de los Mulhouse, una sección del acantilado de treinta metros de largo y cinco de alto había cedido, enterrando un terraplén de hormigón situado al fondo. Dos horas después, justo al norte de donde estaban ellos, un arco hemisférico de más de diez metros había caído sobre las olas, dejando un vacío entre dos bloques de apartamentos: un vacío que en seguida se convirtió en un alud de barro que se hundía en las aguas tormentosas, tiñéndolas de marrón hasta centenares de metros de la costa. Normalmente la corriente iba hacia el sur, pero ahora la tempestad empujaba el océano y el aire en dirección norte, de manera que las aguas de la orilla sufrían cambios de orientación caóticos, a lo que había que añadir la descarga de las desembocaduras de ríos súbitamente enfurecidas, los golpes del impresionante oleaje y un viento omnipresente que lo llenaba todo de gotas de agua. Estaba tan mal que nadie se había puesto a hacer surf.

A medida que avanzaba la oscura mañana, muchos de los residentes de la avenida Neptune salieron a contemplar su parte del acantilado. También había varias autoridades, y los espectadores interesados llenaban las pequeñas calles que iban a la autopista de la costa, congregándose en los lugares públicos a lo largo del borde. Muchos residentes habían ido la tarde anterior a escuchar una conferencia de un equipo del cuerpo de ingenieros del ejército en la biblioteca de la ciudad, en la que explicaron su plan para estabilizar los puntos más vulnerables del acantilado con espigones enrocados improvisados hechos con las piedras pequeñas que iban cayendo desde arriba. En algunos sitios, colocar las piedras en la pared dañaría el recubrimiento. Quizá se destruyeran también algunos de los puntos de vertido. Pero teniendo en cuenta la situación, se consideraba que el bien mayor justificaba los desperfectos. Se prometió efectuar reparaciones en cuanto pasara la crisis. Por supuesto, no todo podría salvaguardarse; en muchos lugares, la playa, ya de por sí pequeña, quedaría enterrada, convertida en un muro de piedras incluso en marea baja: como el lateral de un malecón, o una extensión de costa muy rocosa. Algunos asistentes lamentaron esta pérdida de este rasgo distintivo del paisaje de la zona, una playa que en los años veinte tenía cuatrocientos metros de ancho, y que aun en su reducido estado actual formaba parte de la naturaleza intrínseca de San Diego. Para algunas personas tenía más valor que las casas construidas demasiado cerca del borde. ¡Dejad que se caigan!

Pero los propietarios de esas viviendas habían argumentado que la línea de casas del borde no serían necesariamente la única pérdida. Todos eran conscientes de por qué la calle más occidental de Encinitas era la D. Bien mirado, la ciudad entera estaba edificada sobre el borde de un acantilado de piedra arenisca, un acantilado agrietado y carcomido. Si ya había habido antes una erosión masiva rápida, bien podía pasar otra vez. Bastaba echar un vistazo a la superficie enfurecida del Pacífico para que la gente se convenciera de que era posible.

Por eso, más tarde esa misma mañana, Leo se encontraba cerca del borde del acantilado, en el extremo meridional de Leucadia, con la chaqueta y los pantalones impermeables aplastados por el viento, empujando una carretilla por un ancho camino de tablas. Roxanna estaba tierra adentro, ayudando a su hermana, así que él tenía tiempo para echar una mano, y contento por tener algo que hacer. Había un camión del condado aparcado en Europa, dependiente del cuerpo de ingenieros de ejército, y unos hombres manejaban una pequeña grúa que iba sacando rocas de granito del camión y metiéndolas en carretillas. Muchos ayudantes aficionados estaban allí para echar una mano, con aspecto de una compañía de bomberos voluntarios que se reuniera por primera vez. Los empleados del condado y del ejército supervisaban las operaciones, hacían caminos con planchas y dirigían a los voluntarios con sus carretillas de rocas a diversos lugares del acantilado, desde donde éstos las tiraban por el borde.

Mientras tanto, docenas o incluso centenares de personas habían salido a la autopista o los aparcamientos a observar cómo las rocas transportadas en carretillas caían por el acantilado y se estrellaban en el mar. Se había convertido en un espectáculo, era como un nuevo deporte de riesgo. Algunas de las rocas volaban por los aires, o daban vueltas, o se mantenían inmóviles, o provocaban una gran salpicadura. Los surfistas que no estaban ayudando (había muchos más voluntarios de los que hacían falta) vitoreaban animadamente las caídas más espectaculares. Todos los surfistas del condado se encontraban allí, atraídos como polillas a una llama, extasiados, y hasta cierto punto impacientes por salir; pero no podía ser. El agua estaba enloquecida en todas partes y, cuando el fuerte oleaje rompía contra los acantilados, allí se quedaba. Las enormes olas subían y se desintegraban con un estrépito blanco de espuma y salpicaduras, permanecían en el aire un instante —masas de agua enfurecidas, juntándose para golpear con fuerza la cara del acantilado— y luego caían y retrocedían hacia el mar, chocando con las olas que llegaban y provocando tumultuosas colisiones, hasta que el caos y el desorden se adueñaban de los bajíos marrones y otra ola conseguía romper sin apenas impedimentos.

Y mientras tanto, el viento aullaba por encima de los acantilados, a través de ellos, contra ellos. Se trataba de un viento bastante cálido, tal vez a quince o incluso veinte grados, y Leo fue incapaz de estimar su velocidad. Aunque los acantilados de esa zona eran bajos en comparación con los de Torrey Pines —de unos veinticinco metros de altura, en lugar de ciento quince—, bastaban para bloquear el terrorífico flujo marino y hacer que el viento fuese desviado por ellos hacia arriba. Así, donde más tranquilo se estaba era a cierta distancia del borde, mientras que en el borde mismo la corriente ascendente llegaba con frecuentes ráfagas, como ganchos de un puño invisible. A Leo le parecía que podría inclinarse sobre el filo, abrir los brazos y permanecer así, inmóvil en el aire, en cierto ángulo, o incluso saltar y bajar planeando. Probablemente los jóvenes surfistas no tardaran en probarlo, o los surfistas con trajes de neopreno modificados, que les daban un cierto aire a ardillas voladoras. No es que estar en el agua en aquellos momentos pareciera demasiado apetecible. La altura de las olas espumosas que rompían contra la pared del acantilado era difícil de creer, realmente extraordinaria; ráfagas de agua subían con el viento a intervalos regulares y eran propulsadas hacia el interior de la población para desplomarse sobre las ya empapadas casas y personas.

Leo llevó su carretilla hasta el final del camino de planchas, y dejó que un grupo de gente lo ayudara a arrojar las piedras en el lugar apropiado. Después se apartó del camino y permaneció inmóvil un momento, observando a la gente trabajar. El acceso restringido a algunas de las partes más débiles del acantilado indicaba que aquello duraría días. Ahora mismo las rocas que lanzaban desaparecían en las olas sin más. No había resultados visibles.

—Es como tirar piedras al océano —dijo sin dirigirse a nadie en particular. El ruido del viento era terrorífico, un aullido constante, como unos reactores preparándose para el despegue interrumpidos por frecuentes golpes invisibles en el oído. Podía hablar consigo mismo sin miedo a que nadie lo oyera, y eso hacía: narraba los acontecimientos a medida que sucedían. Los ojos le lloraban por efecto del viento, pero ese mismo viento se llevaba las lágrimas y aclaraba su visión una y otra vez.

Se trataba de una reacción puramente física al vendaval; en conjunto estaba muy contento de encontrarse allí. Contento de contar con la distracción de la tormenta. Un desastre público, un fenómeno natural; de alguna manera, ponía a todo el mundo en el mismo barco. En cierto sentido resultaba hasta inspirador: no sólo por la respuesta humana, sino por la tormenta en sí. El viento como espíritu. Levantaba el ánimo. Como si el viento se lo hubiera llevado lejos de su vida.

Lo cierto es que ofrecía una perspectiva de las cosas muy distinta. Perder un trabajo, ¿y qué? ¿Qué significaba, en realidad? El mundo era vasto y poderoso. En su interior había cosas diminutas como moscas, y los problemas de esas moscas eran la menor de sus perturbaciones.

Por tanto, Leo volvió al volquete a recoger más rocas, esta vez una piedra angulosa que se concentró en equilibrar en el extremo anterior de la carretilla: girar con ella, mantenerse avanzando sobre las planchas, empujar la carretilla contra el viento. Echar una roca al mar. Maravilloso, de verdad.

Regresaba con la carretilla vacía cuando vio a Marta y a Brian, saliendo de la camioneta de Marta aparcada al final de la calle.

—¡Eh!

Era una agradable sorpresa; por lo que sabía Leo, no eran pareja, ni siquiera amigos fuera del laboratorio, y con la clausura había temido no volver a verlos a ninguno de los dos.

—¡Marta! —bramó alegremente—. ¡Bri! ¡Tío!

—¡LEO!

Se alegraban de verlo. Marta fue corriendo y le dio un abrazo. Brian hizo lo mismo.

—¿Cómo te va?

—¿Cómo te va?

La tormenta, y la oportunidad de hacer algo, les levantaba el ánimo. Sin duda habían sido dos semanas muy largas también para ellos, sin un trabajo al que ir, sin nada que hacer. Bueno, debían de haber salido a hacer surf o alguna otra cosa. Pero ahí estaban, y Leo se alegraba.

Rápidamente todos se incorporaron a la cadena de trabajo para arrojar rocas al acantilado. Una de las veces, Leo se descubrió siguiendo a Marta por la línea de planchas, contemplando los hombros anchos y encorvados y los rizos negros y empapados con una súbita oleada de amistad y admiración. Era una chica surfista, de caderas delgadas y hombros anchos, que levantaba la cabeza ante las ráfagas de viento para gritar. Que reía de alegría. Iba a echarla de menos. A Brian también. Había sido un detalle por su parte presentarse allí; pero la naturaleza de las cosas era tal que seguramente encontrarían otro trabajo, y luego se separarían. El vínculo con los viejos compañeros de trabajo no se mantenía, no era lo bastante sólido. El trabajo consistía siempre en estar en un sitio y disfrutar de la gente contratada para trabajar en el mismo lugar. Disfrutar no sólo de las bromas, sino también de su manera de trabajar, de los experimentos que habían llevado a cabo juntos. Había sido un buen laboratorio.

Los del ejército estaban indicándoles que se alejaran del borde del acantilado. Antes había estado cubierto de césped; ahora lo habían levantado todo, y había allí un tipo inclinado sobre una caja grande de metal, con las siglas del Centro de Estudios Geológicos de Estados Unidos estampadas en la empapada cazadora. Brian les gritó al oído: habían descubierto una fractura paralela al borde del acantilado en la roca de arenisca, y al parecer alguien había notado que el suelo bajaba un poco, y los instrumentos del tipo del CEGUS indicaban movimiento. Iba a ceder. Todos dejaron las rocas donde estaban y llevaron las carretillas vacías a la avenida Neptune.

Justo a tiempo. Con un estruendo sordo y un bum que casi podría haber sido el sonido del viento y las olas —el impacto de una ola muy grande— el borde del acantilado se derrumbó. A través del hueco que dejó vieron centenares de metros de mar grisáceo. La cima del acantilado estaba ahora cinco metros más cerca de ellos.

Era espeluznante. La multitud dejó escapar un grito colectivo que pudo oírse por encima del viento. Leo, Brian y Marta se aproximaron a los demás para tener un atisbo del agua sucia y encolerizada de abajo. El desmoronamiento se extendía unos cien metros hacia el sur, y unos cincuenta hacia el norte. Una pérdida modesta en el esquema general de las cosas, pero así era como estaba pasando: un pequeño fragmento cada vez, en un lugar u otro de esa parte de la costa. El tipo del CEGUS les dijo que la roca de arenisca estaba llena de grietas, paralelas al acantilado, y que era probable que fuera desmenuzándose pedazo a pedazo a medida que las olas fueran rompiendo la base de abajo. Así era como las calles A y C habían desaparecido en una sola noche. Era posible que cediera todo el terreno hasta la autopista de la costa, dijo.

Asombroso. Leo sólo podía esperar que la casa de la madre de Roxanne estuviera construida en una de las partes más sólidas del acantilado. Siempre se lo había parecido cuando descendía la escalera y miraba al exterior: se encontraba sobre una especie de contrafuerte de piedra. Sin embargo, mientras contemplaba el mar agitándose y sentía el golpe del viento, no había razón para pensar que resistiría. Podía desaparecer todo el barrio. Y a lo largo de la costa había muchas construcciones cerca del borde, así que muchos otros lugares debían de estar en una situación muy similar.

En el desprendimiento del que acaban de ser testigos no había caído ninguna casa, pero en el extremo meridional una había perdido secciones de la pared oeste y había quedado expuesta al viento. Alrededor, todo el mundo estaba mirándola, señalando, gritando sin ser oído en el rugido del viento. Corriendo de un lado a otro, intentando verla mejor.

Llegados a ese punto, no había nada más que hacer. El camino de planchas había desaparecido con todo lo demás. Los soldados y empleados del condado estaban sacando caballetes y rollos de cinta de plástico naranja; se disponían a acordonar esa parte de la calle, evacuarla y trasladar los trabajos a plataformas más seguras.

—Caray —dijo Leo a la tormenta, sintiendo que la palabra le salía de la boca y volaba hacia el este—. Dios mío, menudo viento. ¡Estábamos ahí mismo! —le gritó a Marta.

—¡Ha desaparecido! —aulló Marta—. ¡Dios mío, ha desaparecido! ¡Igual que Torrey Pines Generique!

Brian y Leo gritaron su acuerdo. ¡Al mar con aquel maldito lugar!

Retrocedieron al abrigo de la pequeña furgoneta Toyota de Marta, se sentaron en el bordillo, detrás de la ligera protección, y bebieron unos expresos que llevaban en el coche, fríos ya, en tazas de papel con tapas de plástico.

—Encontraremos otro trabajo —les dijo Leo.

—Eso seguro. —Pero se referían a mover rocas—. He oído que la autopista de la costa está cortada al sur de Cardiff —dijo Brian—. La laguna de San Elijo está al máximo de su capacidad, y el oleaje está subiendo por la desembocadura del río. El restaurante Row ha desaparecido por completo. El paso elevado se ha derrumbado, y el agua ha penetrado en la calzada por los dos lados.

—¡Vaya!

—Va a ser un follón. Seguro que también pasa en la desembocadura del río de Torrey Pines.

—En todas las grandes lagunas.

—Quizá, sí.

Sorbieron los expresos.

—¡Me alegro de veros, chicos! —dijo Leo—. Gracias por venir.

—Hum.

—Esto es lo peor de todo.

—Sí.

—Fue mala suerte que nos echaran: ahora sí que tienen todos los huevos en el mismo nido.

Marta y Brian miraron a Leo. Él se preguntó con qué parte de lo que acababa de decir no estaban de acuerdo. Ahora que no trabajaban para él, no tenía derecho a interrogarlos sobre ello, ni sobre ninguna otra cosa. Por otro lado, tampoco había razón para no hacerlo.

—¿Qué?

—Acaba de contratarme Small Delivery Systems —dijo Marta, casi gritando para que la oyeran entre el ruido. Miró a Leo de reojo, incómoda—. Eleanor Dufours trabaja para ellos, y me ha recomendado. Quieren que trabajemos juntas en aquel tema de las algas.

—¡Oh, entiendo! ¡Muy bien! Me alegro por ti.

—Sí, bueno. Atlanta.

Se oyó un silbido de los tíos del ejército. Un grupo de leucadianos trotaban tras ellos por la avenida, en dirección a otro volquete que acababa de llegar. No había nada más que hacer.

Leo, Marta y Brian los siguieron, de vuelta al trabajo. Algunos se iban, otros llegaban. Había mucha gente inmortalizando lo que ocurría con aparatos de vídeo y cámaras digitales. A medida que avanzaba el día, los voluntarios aceptaban con placer los guantes para trabajos duros con los que los miembros del ejército se protegían las palmas de las manos.

En torno a las dos de la tarde, los tres decidieron dejarlo. Tenían las manos destrozadas. A Leo empezaban a flojearle las piernas y la parte inferior de la espalda, y tenía hambre. Los trabajos en el acantilado seguirían adelante, y no faltarían voluntarios mientras durara la tormenta. La necesidad era evidente, y además era divertido estar fuera durante el temporal, haciendo algo. Trabajar hacía que estar fuera pareciera una contribución práctica, aunque muchos habrían salido a mirar de todas formas.

Los tres se detuvieron al norte de Swami para contemplar la tormenta y maravillarse ante el espectáculo. Marta daba saltitos sin moverse del sitio, todavía repleta de energía, rebosante de entusiasmo; se la veía llena de júbilo y furiosa al mismo tiempo, y gritaba a las olas más grandes cuando golpeaban el pequeño y pertinaz acantilado a la altura de Pipes.

—¡Caray! Mirad eso. ¡Fuera, fuera! —Estaba chorreando, como todos los demás; la lluvia le aplastaba los rizos contra la cabeza, el viento le pegaba la camisa al torso: parecía la vencedora de algún tipo de deporte de riesgo o de un concurso de camisetas mojadas, con los pechos, el ombligo, las costillas, las clavículas y los abdominales perfectamente delineados debajo de la fina tela mojada. Era fuerte, una diosa del surf de San Diego, y tenía la suerte de que Small Delivery Systems la hubiera contratado. De nuevo Leo sintió una oleada de cariño por aquella colega suya joven y salvaje.

—Es magnífico —gritó—. ¡Prefiero esto a trabajar en el laboratorio!

Brian rió.

—Pero por esto no te pagan, Leo.

—Ah, bueno. A la mierda con eso. Esto es aún mejor. —Y bramó en la tormenta.

Luego Brian y Marta le dieron un abrazo; se marchaban.

—Intentemos seguir en contacto, chicos —dijo Leo, sentimental—. De verdad. Quién sabe, a lo mejor volvemos a trabajar juntos algún día.

—Buena idea.

—Probablemente yo estaré disponible —dijo Brian.

Marta se encogió de hombros, apartando la vista.

—Puede que sí y puede que no.

Luego se fueron. Leo saludó con la mano cuando la furgoneta de Marta se alejaba. Sintió una repentina punzada de dolor: ¿volvería a verlos alguna vez? El reflejo de las luces traseras del vehículo se desdibujó en dos líneas rojas sobre el asfalto mojado de la calle. El intermitente derecho parpadeó, y desaparecieron.