Las matemáticas parecen a veces un universo independiente. Pero se nos presentan como parte del compromiso mental con el mundo, y parecen formar parte del mundo, su fórmula o estructura.
A lo largo de la historia, la humanidad se ha ido internando cada vez más en los diferentes reinos matemáticos, en un proceso acumulativo y colectivo, una conversación en curso entre la especie y la realidad. El descubrimiento del cálculo. La invención de la aritmética formal y de la lógica simbólica, que matematizan las estrategias instintivas de la razón humana, haciéndolas tan diferenciadas y sólidas como pruebas geométricas. El intento de que todo el sistema sea cerrado y coherente consigo mismo. La invención de la teoría de conjuntos, y el perfeccionamiento de las diversas paradojas generadas por la consideración de los conjuntos como miembros de sí mismos. El descubrimiento de la incompletitud de todos los sistemas. El avance de la mecánica de programación de las nuevas máquinas de cálculo. Todo esto tuvo como consecuencia una amalgama de matemáticas y lógica en la que los símbolos y métodos de ambos reinos se combinan en las operaciones, con frecuencia largas y complicadas, que llamamos algoritmos.
En la época del desarrollo del algoritmo, también hicimos descubrimientos en el mundo real: la doble hélice de nuestras células. El ADN. En medio siglo, leímos la totalidad del genoma, un par de bases tras otro. Tres mil millones de pares de bases, partes de los cuales se denominan genes y sirven de instrucciones para sintetizar proteínas.
Pero a pesar de haber explicado todo el genoma, los detalles de su expresión y crecimiento siguen siendo un misterio. Espirales de pares de citosina, guanina, adenina y timina: sabemos que son instrucciones para el crecimiento, para el desarrollo de la vida, todos codificados en secuencias de pares de elementos. Conocemos los elementos; vemos los organismos. El código que lleva de unos a otros es todavía un desconocido.
Las matemáticas evolucionan sin cesar, impulsadas por su propia lógica interna, a primera vista independiente de todo lo demás. Pero en algunas ocasiones, en el pasado, los desarrollos puramente matemáticos resultaron de gran utilidad para describir operaciones de la naturaleza antes desconocidas o inexplicables. Se trata de un hecho extraño que pone en cuestión todo cuanto creemos saber sobre la relación entre matemáticas y realidad, la mente y el cosmos.
Quizá nunca se halle la explicación de esta misteriosa adhesión de la naturaleza a las matemáticas más sutiles. Mientras tanto, las operaciones que denominamos algoritmos se vuelven cada vez más intrincadas e interesantes para quienes las conciben. ¿Están creando retratos, recetas, hechizos mágicos? ¿Utiliza algoritmos la realidad, utilizan algoritmos los genes? Los matemáticos no lo saben, y a muchos no parece importarles. Les gusta su trabajo, sea lo que sea.
Leo Mulhouse besó a su esposa, Roxanne, y abandonó el dormitorio. En el salón, la luz estaba a medio camino entre la noche y la aurora. Salió al balcón: gaviotas gritando, el estruendo del oleaje contra el acantilado de abajo. La inmensa placa gris del océano Pacífico.
Leo se había casado con esa espectacular casa, por así decirlo: Roxanne la había heredado de su madre. A Leo le encantaba la vista que ofrecía del borde del acantilado en Leucadia, California, pero el pequeño patio de hierba del porche de la segunda planta sólo tenía unos cinco metros de ancho, y luego se abría un abismo de aire sobre el océano gris y espumoso, a veinticinco metros por debajo. Y no era un acantilado muy estable. Deseó que hubieran puesto la casa un poco más atrás.
De nuevo en el interior, llenó de café su termo de viaje y bajó al coche. Descendió por Europa, dejó atrás Pannikin y giró a la derecha, en dirección al trabajo.
La carretera Pacific Coast, en el condado de San Diego, constituía un bonito trayecto al amanecer. Era hermosa hiciera el tiempo que hiciera: en los días de sol, con toda la gama de azules pálidos subiendo desde el mar y nubes dispersas y ensartadas por rayos de luz, o en mañanas lluviosas o de niebla, cuando la limitada pero rica paleta de grises teñía la vista con las gradaciones más sutiles. Los amaneceres cenicientos eran los más frecuentes, con diferencia, porque en el clima de la región El Niño se había instalado al parecer de manera permanente: el Hiperniño, lo llamaban. En general, el clima mediterráneo estaba desapareciendo del mundo, incluso en el Mediterráneo, decían. Aquí, los residentes de la costa empezaban a tener problemas por la falta de luz solar, y tomaban vitamina D y antidepresivos para contrarrestar sus efectos, aunque quince kilómetros tierra adentro se extendía un desierto caluroso y sin nubes durante todo el año. El tiempo gris del mes de junio había venido para quedarse.
Leo Mulhouse tomaba la carretera de la costa para ir al trabajo todas las mañanas. Le gustaba ver el océano, y sentir el ligero efecto como de dunas cuando bajaba para atravesar las lagunas y luego subía las pequeñas cuestas hacia Cardiff, Solano Beach y Del Mar. Aquellas ciudades ofrecían su mejor aspecto a esa hora, desiertas, como si se hubieran lavado para el nuevo día. El chirrido de los neumáticos en la carretera mojada, el sonido de los limpiaparabrisas chorreando, el estruendo distante de las olas, todo se combinaba para crear una especie de experiencia acuática: conducía como haciendo surf, subiendo y bajando las mismas hondonadas todo el tiempo, cabalgando sobre la perpetua ola de tierra a punto de romper en el mar.
Ascendió la enorme colina hasta Torrey Pines, dejó atrás el campo de golf, giró a la derecha hacia Torrey Pines Generique. Bajó al garaje, sumergiéndose en las entrañas de su lugar de trabajo. En el interior de la bestia biotecnológica.
Lo cual implicaba un completo examen de seguridad, sólo para entrar. Si no sabían con qué entrabas, no podrían evaluar con qué salías. Por tanto, detector de metales, inspección del aburrido equipo de seguridad con sus enormes tacones, encendido del ordenador, comprobación del hardware y el software por los expertos, examen olfativo de Clyde, el perro de las mañanas, entrenado para detectar moléculas identificadoras: todos eran ahora procedimientos estándar en biotecnología, después de ciertos incidentes famosos de espionaje industrial. Había demasiado en juego para confiar en nadie.
Leo se encontraba ya en el interior del complejo, bajando por unos largos corredores blancos. Dejó el termo en la mesa, encendió el ordenador, salió a comprobar cómo iban los experimentos. El más importante estaba llegando a su término, y a Leo le interesan especialmente los resultados. Habían llevado a cabo un análisis de alto rendimiento de algunos de los muchos millares de proteínas incluidas en el Banco de Datos de Proteínas de la UCSD, buscando las que pudieran activar ciertas células para que expresasen más lipoproteínas de alta densidad de lo que hacían normalmente, tal vez diez veces más. Producir diez veces más de HDL, el «colesterol bueno», sería la salvación de los afectados por un número indeterminado de enfermedades: arterosclerosis, obesidad, diabetes, incluso Alzheimer. La mejora (¡o curación!) de cualquiera de estas enfermedades valdría miles de millones; una terapia que sirviera para todas sería… en fin. Explicaba el alto nivel de seguridad que rodeaba el complejo, eso seguro.
El experimento estaba avanzado, pero todavía no había terminado, así que Leo volvió a su oficina para beberse el café y leer Bioworld Today en la pantalla. Robótica de análisis de mayor rendimiento, protocolos de análisis para hormonas artificiales, análisis proteómicos: todos los artículos podrían referirse a algo en lo que se estaba trabajando en Torrey Pines Generique. La industria entera estaba investigando maneras de mejorar la búsqueda de proteínas terapéuticas, y maneras de introducirlas en las personas vivas. La mitad de los artículos del día estaban dedicados a uno de estos problemas, igual que en cualquier otra edición de la revista. Aquéllos eran los recalcitrantes problemas pendientes, que se interponían entre la «biotecnología» como idea y la medicina tal como era en realidad. Si no los solucionaban, la idea y la industria basada en ello podían seguir el camino de la energía nuclear y acabar siendo algo que de algún modo no acababa de funcionar. Si los resolvían, se convertiría en una fuente de ingresos similar a la industria informática, por no mencionar sus efectos en la salud, por supuesto.
Cuando Leo fue al laboratorio, dos de sus ayudantes, Marta y Brian, se encontraban en su mesa de trabajo, ambos con batas de laboratorio y guantes de látex, trabajando en las pipetas de una hilera de redomas que llenaban una encimera.
—Buenos días, chicos.
—Hola, Leo. —Marta apuntó con su pipeta como con un cursor de Power-Point la pequeña ventana de un frigorífico largo y bajo—. ¿Listo para la comprobación?
—Por supuesto que sí. ¿Me echas una mano?
—Dentro de un segundo. —Marta fue al otro lado de la mesa.
—Será mejor que funcione, porque Derek acaba de decir a la prensa que era la terapia de autocuración más prometedora de la década —dijo Brian.
Leo se sobresaltó al oír aquello.
—No. Estás bromeando.
—No estoy bromeando.
—Oh, no es verdad. No es verdad.
—Sí lo es.
—¿Cómo ha podido?
—Conferencia de prensa. Además ha llamado a sus periodistas preferidos y lo ha anunciado en su página web. En la tertulia digital ya se habla de las repercusiones. Están apostando otra vez a que una de las grandes farmacéuticas nos comprará antes de un mes.
—Por favor, Bri, no digas esas cosas.
—Lo siento, pero ya conoces a Derek. —Brian señaló con un gesto una de las pantallas de ordenador que brillaba al otro lado de la mesa—. Todo ha terminado.
Leo miró la pantalla entornando los ojos.
—No ha salido en Bioworld Today.
—Saldrá mañana.
El recuadro de «últimas noticias» del sitio web de la compañía estaba parpadeando. Leo se inclinó y lo pulsó. Sí: artículo principal. Fábrica de HDL, eficaz para la obesidad, la diabetes, el Alzheimer, las cardiopatías.
—Dios mío —murmuró Leo mientras leía—. Dios mío. —Se había puesto colorado—. ¿Por qué lo hace?
—Quiere que sea verdad.
—¿Y qué? Todavía no sabemos nada.
—Quiere que tú hagas que sea verdad, Leo —dijo Marta con su sonrisa maliciosa—. Él es como el Correcaminos y tú como el Coyote. Te hace saltar por un precipicio y tú tienes que ir construyendo el puente hacia atrás antes de caerte.
—Pero ¡nunca funciona! ¡El coyote siempre se cae!
Marta se rió de él. Le gustaba Leo, pero era dura.
—Vamos —dijo—. Esta vez lo conseguiremos.
Leo asintió, intentó tranquilizarse. Apreciaba el espíritu de Marta, y le gustaba ser tan positivo como el que más en cualquier situación. Era difícil en aquellos tiempos, pero esbozó la mejor sonrisa de la que fue capaz y dijo:
—Sí, vale, sois buenos. —Y empezó a darles palmaditas sobre los guantes de látex.
—¿Os acordáis de cuando anunció que habíamos derrotado la hemofilia A? —dijo Brian.
—Por favor.
—¿Os acordáis de cuando convocó una rueda de prensa diciendo que había decapitado ratones a mil r.p.m. para demostrar lo bien que funcionaba nuestro tratamiento?
—¿Y del experimento de la guillotina giratoria?
—Por favor —suplicó Leo—. Basta.
Tomó una pipeta e intentó concentrarse en el trabajo. Sacar, inyectar, sacar, inyectar: por desgracia, la mayor parte del trabajo de esta fase estaba automatizado, lo cual dejaba a las personas libres para pensar, lo quisieran o no. Al cabo de un rato Leo se lo dejó a ellos y volvió a su oficina para ver el correo electrónico, y leer, impotente, la rueda de prensa de Derek hasta donde su estómago pudiera soportar.
—¿Porqué lo hace, porqué porqué porqué?
Era una pregunta retórica, pero Marta y Brian estaban ahora en el umbral, y Marta era implacable.
—Te lo aseguro: cree que puede conseguir que lo hagamos.
—No somos nosotros quienes tenemos que hacerlo —protestó Leo—, sino el gen. Nosotros no podemos hacer nada si el gen alterado no se mete en la célula que tenemos como objetivo.
—Tendrás que pensar algo que funcione.
—¿Algo así como «constrúyelo y ellos vendrán»?
—Sí. Anúncialo y ellos lo harán.
En el laboratorio, un temporizador emitió un pitido asombrosamente parecido al grito del Correcaminos: «¡Bip bip! ¡Bip bip!». Fueron a la incubadora y leyeron el papel milimetrado a medida que salía de la máquina, como un recibo de un cajero automático, como dinero de un cajero automático, de hecho, si los resultados eran favorables. Un fajo muy grande de billetes de veinte dólares caído del cielo, siempre que las cifras fueran buenas.
Y lo eran. Eran muy buenas. Tendrían que estudiarlo para estar seguros, pero llevaban tanto tiempo realizando aquella serie de experimentos que sabían cómo serían los datos en bruto. Los datos eran buenos. Así que ahora eran como el Coyote, mirando a los espectadores suspendido en el vacío asombrado porque, por arte de magia, un puente había brotado desde el precipicio y los había salvado. Del tremendo golpe que supondría una retractación en la prensa y la posterior caída libre en el NASDAQ.
Con la diferencia de que, invariablemente, el Coyote se sentía aliviado demasiado pronto. El Correcaminos siempre tenía en la manga una nueva y devastadora jugada. A Leo le temblaba la mano.
—Mierda. Estaría loco de alegría ahora mismo si no fuera por Derek. Mirad esto, es todavía mejor que antes —dijo señalando el papel.
—Daos cuenta, Derek sabía que saldría así.
—Y una mierda que lo sabía.
—Son cifras bastante buenas —dijo Brian con una sonrisa—. El artículo está casi escrito, además. Sólo tengo que añadir las cifras y redactar la conclusión.
—Las conclusiones serán sencillas, si decimos la verdad —dijo Marta.
Leo asintió.
—El único problema es que para eso habría que admitir que, aunque esta parte funcione, seguimos sin tener un tratamiento, porque nos falta una liberación dirigida. Podemos hacerlo, pero no podemos aplicarlo a seres vivos, que son los que lo necesitan.
—No te has leído toda la página —dijo Marta, sonriendo agriamente otra vez.
—¿Qué quieres decir? —Leo no estaba de humor para juegos. Tenía el estómago encogido hasta el tamaño de una nuez.
Marta rió, lo cual era su manera de demostrar simpatía sin admitírselo a nadie.
—Va a comprar Urtech.
—¿Qué es Urtech?
—Tienen un método de liberación dirigida que funciona.
—¿Qué quieres decir, cómo es?
—Es nuevo. Les acaban de conceder la patente.
—Oh, no.
—Oh, sí.
—Dios mío. ¿No ha sido validado?
—Excepto por la patente, y la oferta de Derek para comprarlo, no.
—Dios mío. ¿Por qué hace estas cosas?
—Porque quiere ser el consejero delegado de la mayor farmacéutica de todos los tiempos. Como les dijo a los de la revista People.
—Es verdad.
Torrey Pines Generique, como la mayoría de las nuevas empresas biotecnológicas, tenía poco capital y sólo podía permitirse unas pocas tiradas de dados. Una de éstas tenía que ser lo suficientemente prometedora como para atraer el capital que les permitiría crecer. Eso era lo que llevaban intentando durante los cinco años de vida de la compañía, y el esfuerzo empezaba a dar resultados con esos experimentos. Lo que necesitaban ahora era poder insertar el gen satisfactoriamente alterado en las células de los pacientes, para que después el propio cuerpo de éstos se encargara de fabricar las proteínas necesarias en mayor cantidad. Si funcionaba, no habría respuesta de su sistema inmunológico y, con la producción de la proteína en cantidades terapéuticas, el paciente no sólo evolucionaría positivamente, sino que se curaría.
Asombroso.
Pero (y esto empezaba a convertirse en un importante pero) el problema de introducir el ADN alterado en las células de pacientes vivos no se había resuelto aún. Leo y los suyos no eran fisiólogos, y no habían sido capaces de hacerlo. Nadie lo había sido. Los sistemas inmunológicos existían precisamente para evitar este tipo de intrusiones. De hecho, un método para insertar el ADN alterado en el cuerpo era meterlo en un virus y provocarle al paciente una infección viral cuyas consecuencias últimas eran benignas, porque el ADN alterado llegaba a su objetivo. Pero como el cuerpo luchaba contra las infecciones virales, no era una buena solución. No convenía poner en aún más peligro los sistemas inmunológicos de unas personas que ya estaban enfermas.
Por tanto, llevaban mucho tiempo en el mismo barco que todos los demás, buscando el Santo Grial de la terapia génica, un «sistema de liberación dirigida no viral». Tan pronto como una compañía encontrara un sistema así, y lo patentara, tendría licencia para docenas de procedimientos, y muy probablemente fuera comprada por una de las grandes farmacéuticas, lo que haría rico a todo el mundo, incluidos los empleados. Con el tiempo, quizá la farmacéutica desmantelara la adquisición, y conservara sólo el método, pero en ese momento los empleados de la nueva compañía tendrían el dinero suficiente para tomárselo a broma, jubilarse e ir a practicar surf o montar otra nueva compañía e intentar que les tocara la lotería una vez más. En esa fase sería más un pasatiempo filantrópico que la lucha asesina para ganarse la vida que tan a menudo era antes de la llegada del éxito.
Por eso la búsqueda de un sistema de liberación dirigida no viral estaba en pleno apogeo, en centenares de laboratorios de todo el mundo. Y ahora Derek había comprado uno de esos laboratorios. Leo miró fijamente el nuevo anuncio en la página web de la compañía. Derek debía de haberlo adquirido por si las moscas, porque si el método hubiese pasado todas las pruebas no habría habido modo de poderlo pagar. Alguna empresa biotecnológica más pequeña aún que Torrey Pines (Urtech, con sede en Bethesda, Maryland —Leo nunca había oído hablar de ella—) había convencido a Derek de que habían encontrado la manera de liberar ADN alterado en seres humanos. Derek había realizado la compra sin consultar a Leo, su jefe de investigación. Debía de haber recibido asesoramiento científico de su vicepresidente, el doctor Sam Houston, un viejo amigo y antiguo socio. Un hombre que llevaba un decenio sin trabajar en un laboratorio.
Bien. Las cosas eran como eran.
Leo se sentó a la mesa, intentando relajar el estómago. Tendrían que asimilar esa nueva compañía, aprender su técnica, probarla. Estaba patentada, observó Leo, lo que significaba que en este momento la tenían en exclusiva, como una especie de secreto comercial, un concepto que a muchos científicos en activo les costaba aceptar. ¿Un método científico secreto? ¿No eran términos contradictorios? Por supuesto, las patentes eran públicas, y con el tiempo ésta saldría a la luz. Así que no se trataba estrictamente de un secreto comercial. Pero en esta fase era lo bastante secreto. Y podía no ser seguro. No se había publicado mucho al respecto, por lo que sabía Leo. Algunos artículos en preparación, otros presentados, uno aceptado —tendría que comprobarlo lo antes posible— y una patente. A veces las daban en seguida. Lo único que sostenía la propuesta era uno o dos artículos.
Ciencia secreta.
—Maldita sea —dijo Leo al aire. A Derek le habían dado gato por liebre. Y Leo iba a tener que comerse el gato.
Hubo un golpe vacilante en la puerta abierta, y Leo levantó la vista.
—Ah, hola, Yann, ¿cómo estás?
—Bien, gracias, Leo. Sólo vengo a despedirme. Me vuelvo a Pasadena, mi trabajo aquí ha terminado.
—Qué mala suerte. Estoy seguro de que podrías habernos ayudado con nuestro nuevo gran negocio.
—¿De veras?
El rostro de Yann se iluminó como el de un niño. Era un matemático de verdad, y la suya era la que Leo consideraba la personalidad estándar de los matemáticos: inteligente, despistado, entusiasta, lleno de ideas. Todas esas cualidades pasaban un poco inadvertidas, hasta que se lo conocía. Tal como Marta había comentado, sin crueldad (para lo habitual en ella), si no fuera por la inclinación de la cabeza y la velocidad a la que hablaba, no tendría aspecto de matemático en absoluto. En cualquier caso, a Leo le gustaba, y su trabajo en la identificación de proteínas había sido muy interesante y muy útil.
—De hecho, todavía no sé lo que es —admitió Leo—. Probablemente se trate de un problema de biología, pero ¿quién sabe? Seguro que habrías ayudado con los protocolos de selección.
—Gracias, de verdad. Es posible que vuelva, de todas formas, tengo un proyecto con el equipo de matemáticas de Sam que podría resultar. En ese caso, intentará hacerme otro contrato temporal, dice.
—Me alegro. Bueno, mientras tanto diviértete en Pasadena.
—Oh, lo haré. Hasta pronto.
Y su mejor especialista en biomatemáticas salió por la puerta.
Charlie Quibler apenas se había despertado cuando Anna se fue a trabajar. Se levantó una hora más tarde, cuando sonó su despertador, despertó a Nick con dificultad, hizo que se vistiera y desayunara y colocó al dormido Joe en su silla mientras Nick subía al coche por el otro lado.
—¿Llevas la mochila y la comida? —preguntó, porque no siempre era así.
Se dirigieron hacia el colegio de Nick.
Lo dejó allí y volvió a casa para dormirse de nuevo en el sofá, sin que Joe se despertara en ningún momento del proceso. Aproximadamente una hora después sus gritos hambrientos los despertaban a ambos, y entonces el día empezaba de verdad, porque el intervalo anterior era como un sueño desagradable que siempre se desarrollaba de la misma manera.
—¡Joey y papá! —decía Charlie entonces, o «¡Joe y papá en casa, adelante!», o «¿Qué tal si desayunamos?»—. Así, ¿qué te parece si te dejo un momento en el parque para calentar un poco de leche de mamá?
Eso siempre había funcionado como un hechizo con Nick, y a veces Charlie se olvidaba de que se trataba de Joe y lo colocaba en el viejo parque de plástico azul del salón. Pero en cuanto se daba cuenta de dónde estaba, el niño soltaba un alarido escandalizado. Joe no quería tener nada que ver con el mundo de los bebés; el solo hecho de ponerlo en la silla del coche, en la mochila portabebés o en el cochecito exigía una constancia sin concesiones. Cuando sabía que podía escoger, Joe rechazaba las cosas de bebés como si ofendieran su dignidad.
Así que Charlie tenía a Joe consigo en la cocina, gateando por el suelo o investigando la puerta que bloqueaba la empinada escalera del sótano. Yendo de un sitio a otro como un flipper humano. Anna había puesto plástico con burbujas en todas las esquinas; parecía que la cocina acabara de llegar y todavía no la hubieran desembalado del todo.
—Oye, vigila, no hagas eso. ¡No hagas eso! El biberón estará listo dentro de un segundo.
—¡Ba!
—Sí, el biberón.
A Joe le gustó la noticia, así que se dejó caer sobre el trasero justo debajo de los pies de Charlie. Charlie se puso a trabajar por encima de él; sacó un biberón de leche de Anna del congelador y lo metió en una olla de agua caliente sobre el quemador de atrás. Anna guardaba su leche en cantidades exactas de 120 o 300 mililitros, en cilindros de plástico, altos o bajos, con bolsas de plástico desechable en su interior y tetinas de goma marrón que Charlie había pinchado muchas veces con una aguja, cubiertas con tapas de plástico para que no se contaminaran en el congelador. «¿Contaminarse en el congelador?», había querido preguntarle Charlie a Anna, pero no lo había hecho. En la encimera de la cocina había un cuaderno de laboratorio en el que Charlie debía apuntar a qué hora y qué cantidad daba de comer a Joe. A Anna le gustaba saber estas cosas, decía, para determinar cuánta leche tenía que sacarse cada vez. Así que Charlie lo apuntó mientras el agua empezaba a hervir, pensando, como hacía siempre, que su función principal era satisfacer el placer que sentía Anna por todo tipo de registros cuantificados.
Estaba comprobando la temperatura de la leche descongelada con un chorro rápido de la tetina cuando sonó el teléfono. Se puso los auriculares y respondió.
—Hola, Charlie, soy Roy.
—Ah, hola, Roy, ¿qué tal?
—Bueno, tengo aquí tu último borrador y estoy a punto de leerlo, y se me ha ocurrido preguntarte primero qué es lo que debo buscar, cómo has solucionado la cuestión de la CICC.
—Ah, sí. Lo importante está todo en la tercera parte. —El proyecto de ley, según el borrador que Charlie había escrito para Phil, exigía que EE.UU. siguiera ciertas recomendaciones de la Comisión Intergubernamental sobre el Cambio Climático.
—¿Has logrado enterrar en algún lado lo de que tenemos que ceñirnos a las conclusiones de la CICC?
—No creo que haya tierra lo bastante profunda como para enterrar eso. He intentado ponerlo en un contexto en el que parezca inevitable. Un organismo internacional del que formamos parte, un cambio climático evidente, la ONU como el mejor organismo para tratar los temas globales, un respaldo obligado por nuestra parte si no queremos que el mundo entero se cueza en su jugo, ese tipo de cosas.
—Bien, pero eso nunca ha funcionado hasta ahora, ¿verdad? Vamos, Charlie, es el gran proyecto de ley de precampaña de Phil y tú eres su especialista en clima; si no consigue sacarlo adelante tendremos serios problemas.
—Sí, lo sé. Espera un segundo.
Charlie probó otro chorrito del biberón. Ahora estaba a temperatura corporal, o casi.
—Un poco pronto para darle a la botella, Charlie, ¿qué estás bebiendo?
—Bueno, estoy bebiendo la leche de mi mujer, si te interesa saberlo.
—¿Cómo dices?
—Estoy comprobando la temperatura de uno de los biberones de Joe. Tienen que estar a la temperatura exacta, si no el niño se enfada.
—Entonces ¿estás bebiendo la leche de tu mujer de un biberón de niño?
—Sí.
—¿Cómo es?
—Está buena. Poco espesa, pero dulce. Una potente mezcla de proteínas, grasas y azúcares. Sin duda la comida perfecta.
—Supongo. —Roy rió con socarronería—. ¿No la bebes nunca directamente de la fuente?
—Lo intento, te lo aseguro, cómo no, pero a Anna no le gusta. Dice que transmite un mensaje confuso y que si no me ando con ojo me destetará cuando destete a Joe.
—Ah, ya. Así que tienes que pensar en perspectiva.
—Sí. Aunque en realidad lo intenté una vez que Joe se quedó dormido mientras mamaba y ella no podía moverse sin despertarlo. Me echaba la bronca en voz baja mientras yo intentaba sacar algo, pero al parecer hay que sorber con mucha más fuerza de la que, ya sabes, de la que uno haría normalmente, y antes de que pudiera conseguir algo Joe despertó y me vio. Anna y yo nos quedamos petrificados, pensábamos que se iba a quedar traumatizado, pero él sólo alargó la mano y me dio un golpecito en la cabeza.
—¡Lo entendió!
—Sí. Fue como si me dijera sé cómo te sientes, papá, y estoy dispuesto a compartir contigo este extraordinario presente. ¿Verdad, Joe? —dijo, tendiéndole el biberón caliente. Observó con una sonrisa mientras Joe lo cogía con una mano y se inclinaba hacia atrás, doblando el codo como Popeye con una lata de espinacas. Con todos los agujeritos que Charlie había hecho en las tetinas de goma, Joe era capaz de tragarse un biberón en unos minutos, y parecía sentir una gran satisfacción al hacerlo. Un subidón de azúcar, sin duda.
—Vale, bueno, eres un poco pervertido, amigo mío, y es evidente que te hallas inmerso en el mundo de la felicidad doméstica, pero todavía contamos contigo y puede que éste sea el proyecto de ley más importante que Phil proponga en este curso.
—Vamos, es mucho más que eso, tío, es una de las pocas oportunidades que tenemos de evitar el desastre global, quiero decir…
—¡No hace falta que gastes saliva conmigo! Yo ya lo sé.
—Eso espero.
—De verdad que sí. Bueno, leo el borrador y te lo devuelvo lo antes posible. Quiero sacar esto adelante, y el debate del comité está programado para el martes.
—Muy bien, no me alejaré del teléfono en todo el día.
—Perfecto, estaremos en contacto, pero mientras tanto piensa en cómo enterrar todavía más lo de la CICC.
—Sí, de acuerdo, pero mira lo que ya he escrito.
—Claro. Adiós.
—Adiós.
Charlie se quitó los auriculares y apagó la cocina. Joe se terminó el biberón, lo inspeccionó y lo dejó caer a un lado tranquilamente.
—Vaya, eres rápido —exclamó Charlie, como siempre hacía. Una de las satisfacciones mutuas de los días que pasaban juntos era hacer las mismas cosas una y otra vez, y decir lo mismo sobre ellas. Joe no insistía tanto en las pautas como lo había hecho Nick; en realidad, prefería una especie de variabilidad estructurada, según la denominaba Charlie, pero el placer de la repetición seguía estando allí.
No podía negarse que sus chicos eran muy distintos. Cuando Nick tenía la edad de Joe, a Charlie todavía le parecía necesario cogerlo en brazos, apoyando la cabeza del niño en el hueco del codo, para que se bebiera el biberón, porque Nick había pasado por una extraña etapa de aversión, por mucha hambre que tuviera. Lloriqueaba y rechazaba la tetina, quizá porque no era de verdad, quizá porque Charlie había tardado meses en aprender a pinchar montones de agujeros adicionales. En cualquier caso, no la quería y se apartaba de ella, moviendo la cabeza de un lado a otro, y cuanta más hambre tenía más lo hacía, hasta que, con un movimiento como el de un pez hacia el cebo, la agarraba y empezaba a chupar con desesperación. Era una rutina bastante frustrante, parte de la más amplia Conmoción por la Pérdida de la Libertad Adulta que había golpeado a Charlie con tanta fuerza en aquel tiempo, aunque ahora apenas si recordaba por qué. Una imagen perfecta de todas aquellas alegrías e irritaciones del señor Maternidad estaba representada en esos cientos de sesiones con el reticente Nick y su biberón.
Con Joe la vida era mucho más fácil, en ciertos aspectos. Por un lado, Charlie estaba más acostumbrado, y Joe, a pesar de ser difícil a su manera, nunca rechazaba un biberón.
Ahora había decidido volver a intentar saltarse la protección para bebés de la escalera del sótano, pero Charlie se movió con rapidez para sacarlo de allí, y luego lo hizo entrar en el comedor mientras recogía la encimera, haciendo caso omiso de los fuertes gritos de protesta.
—¡Vale, vale! ¡Silencio! ¡Eh, vamos a dar un paseo! ¡Vamos a dar un paseo!
—¡No!
—Ah, venga. Oh, espera, hoy toca Gymboree, y luego iremos al parque y comeremos, y luego daremos un paseo.
—¡NO!
Pero era sólo la manera de decir sí de Joe.
Charlie lo metió a la fuerza en la mochila portabebés, lo cual consistía ante todo en controlarle las piernas, una tarea complicada. Joe era fuerte, un fornido animal de grandes músculos en los muslos, y aunque no gritaba tanto como Nick resultaba difícil dominarlo.
—¡Gymboree, Joe! ¡Te encanta! ¡Y luego daremos un paseo, chico, un paseo por el parque!
Salieron.
Primero a Gymboree, situado en un gran edificio en las afueras de Wisconsin. Gymboree era un sitio adonde los niños podían ir a jugar cuando carecían de una guardería donde hacerlo. Era una clase de una hora, y siempre resultaba un poco deprimente, pensaba Charlie, pagar para que tu hijo pudiera jugar con otros niños, pero lo cierto es que sin Gymboree todos estarían solos.
Joe desapareció en los túneles de un gran laberinto de plástico. Puede que fuera un sustituto comercial de la verdadera comunidad, pero Joe no lo sabía; lo único que él veía es que allí había montones de cosas para jugar y subirse en ellas, y correteaba en torno a las estructuras coloridas, gateando por los tubos y trepando a los objetos, ignorando a los otros niños hasta el punto de tratarlos como partes móviles de los aparatos que podían causar problemas.
—Ops, pide perdón, Joe. ¡Perdón!
Salió corriendo otra vez, eludiendo a Charlie. No quería perder el tiempo. De nuevo, el contraste con Nick no podría haber sido más profundo. Nick apenas se movía en Gymboree. Una vez encontró una pelota roja gigante y se pasó abrazándola la hora entera. Todas las madres lo miraban con simpatía (o no), y la monitora, Ally, había hecho todo lo posible para ayudar a que Nick se interesara por otra cosa; pero él no quiso moverse de su mística pelota roja.
Embarazoso. Pero Charlie estaba acostumbrado. El problema no era la inmovilidad de Nick o la hiperactividad de Joe, sino el hecho de que Charlie era siempre el único padre. Sin él el lugar habría sido un cómodo espacio para madres. Él era consciente de que su presencia imposibilitaba esa comodidad. Sucedía en todo tipo de contextos infantiles. Por lo que Charlie sabía, no había ningún otro hombre en todo el Beltway que pasara las horas de trabajo de un día laborable con niños de preescolar. Simplemente, era así. La gente no se trasladaba a Washington para eso. Tampoco Charlie, en realidad, pero él y Anna lo habían hablado antes de que Nick naciera y habían llegado a la conclusión de que Charlie podía hacer su trabajo (al menos media jornada) y cuidar de los niños al mismo tiempo, utilizando el teléfono y el correo electrónico para mantenerse en contacto con la oficina del senador Chase. Phil Chase había perfeccionado el método del trabajo a distancia cuando era senador internacional, siempre en la carretera; y como era un tipo tan agradable, había dado su absoluta aprobación al plan de Charlie. Por otra parte, el trabajo de Anna exigía su presencia en la oficina al menos cincuenta horas a la semana, a menudo más. Así que Charlie se había ofrecido alegremente voluntario para quedarse en casa. Sería una aventura.
Y había sido una aventura, no podía negarlo. La primera vez un placer; pero ahora llevaba haciéndolo más de un año con el niño número dos, y lo que había sido nuevo y completamente absorbente con el niño número uno, ahora era simple rutina. Las repeticiones empezaban a superarlo. Joe empezaba a superarlo.
Así que Charlie estaba ahora en Gymboree, con las mamás y las niñeras. En teoría era una situación agradable, pero en la práctica representaba un desafío diplomático de primer orden. Nadie quería ser malinterpretado. Nadie consideraría una coincidencia que terminara hablando con una de las mujeres más atractivas de allí, o con nadie en particular, de manera regular. Charlie no tenía ningún problema, pero con Joe a su aire no podía controlar del todo la situación. Allí estaba Joe, una vez más, detrás de una niñita de cabellos oscuros que tenía los perfectos rasgos de una modelo. Charlie se vio obligado a acercarse para asegurarse de que Joe no le pegaba, como solía hacer con las niñas que le gustaban, y sí, la niñita tenía una mamá atractiva, una niñera, en este caso, una joven au pair alemana rubia con quien Charlie había hablado antes. Charlie podía sentir los ojos de las otras mujeres sobre él; ni un solo adulto de aquella sala creía en su inocencia.
—Hola, Asta.
—Hola, Charlie.
Hasta él mismo empezaba a dudar de sí mismo. Asta era una de esas vitales mujeres europeas, sobre los veinte años, que parecían estar una década por delante de sus contemporáneas norteamericanas en experiencias adultas, lo cual no era fácil, teniendo en cuenta cómo eran las adolescentes norteamericanas en estos tiempos. Charlie se sintió levemente impulsado a protestar: «¡No soy yo el que va persiguiendo bebés», quiso gritar, «sino mi hijo! ¡Mi hijo, el hiperactivo perseguidor de niñas!». Pero por supuesto, no podía hacer eso, y ahora incluso Asta lo miraba con cautela, quizá porque la primera vez que charlaron sobre sus niños él había hecho algún comentario halagador sobre el bonito pelo de la suya. Sintió que empezaba a sonrojarse de nuevo, recordando la mirada de diversión y sorpresa que le había dirigido ella cuando lo corrigió.
La canción a coro lo salvó. Su objetivo era calmar a los niños un poco antes de que la sesión terminara y hubiera que atarlos otra vez a las sillas del coche para volver a casa. Joe se tomó el anuncio de Ally como una invitación para lanzarse a las profundidades de la estructura de tubos, donde era imposible seguirlo o convencerlo para que saliera. No emergería hasta que Ally comenzara a cantar «El corro de Rosita», que le encantaba. Formaron un círculo y empezaron a dar vueltas, mientras Charlie evitaba la mirada de todos excepto de Joe. Ally, que era de Nueva Jersey, dirigió la canción, y todos los niños y sus mamás la acompañaron a grito pelado en el estribillo final:
—¡Abajo, abajo, caemos al SUELO!
Y todos cayeron al suelo.
Entonces se fueron al parque.
El suyo era un parque pequeño, situado al oeste de la avenida Wisconsin, unas manzanas al sur de su casa. Consistía en una estrecha zona de hierba con un cajón de arena cuadrado que contenía estructuras para que jugaran los niños pequeños. Unas pistas de tenis bordeaban la parte meridional. Al otro lado de la avenida había un puesto de bomberos, y al oeste se extendía un campo que llegaba hasta uno de los muchos pequeños arroyos que todavía atravesaban la cuadrícula de calles.
A mediodía el cajón de arena y los bancos que lo flanqueaban estaban casi siempre ocupados por bebés, niños, mamás y niñeras. Había muchas más niñeras que madres, la mayoría antillanas, a juzgar por su aspecto y su voz. Se sentaban juntas, descansando en el intenso calor, hablando. Los niños vagaban por su cuenta, absortos o aburridos.
Joe tenía a Charlie en vilo. Nick se había contentado con sentarse en un lugar durante largos períodos de tiempo, y cuando jugaba era prudente hasta extremos patológicos: si cruzaba un bajo puente de madera, se aferraba a la baranda de cadena con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos. Joe, en cambio, había localizado rápidamente el lugar donde el puente vibraba más, no en el medio, sino un poco antes. Se colocaba allí y saltaba arriba y abajo siguiendo el movimiento del puente de madera hasta dar un gran brinco, con una expresión de desdicha completamente distinta de la de su hermano, provocada en este caso por la insatisfacción de no poder llegar más alto. Aquello formaba parte de su costumbre de usar el cuerpo como objeto experimental, lo que incluía ponerse delante de niños columpiándose, etcétera. Charlie se había visto obligado infinidad de veces a sacarlo a rastras de situaciones peligrosas, y si ahora no eran tan frecuentes se debía sólo a que a Joe no le gustaba que Charlie le gritara después.
—¡Dame un respiro! —gritaba éste—. ¿Te crees que estás hecho de acero?
Ahora Joe volaba arriba y abajo en su lugar preferido del puente. La triste niñita cuya niñera se pasaba horas hablando por teléfono daba vueltas al tiovivo lentamente. Charlie evitó sus ojos ansiosos, y miró en cambio a la niñera, pensando que quizá fuera una buena idea dejar una nota entre las ropas de la niña: «Su hija camina por el mundo sola y aburrida a la edad de dos años: ¡Qué vergüenza!».
Él, en cambio, era un buen padre. Ése sería el sentido de aquella nota, y por eso no la escribió nunca. Era un dechado de virtudes, pero se aburría. En realidad, aquello no era del todo cierto. Se trataba de un estereotipo desagradable. Por tanto, intentó concentrarse y jugar con su segundo hijo. Era muy injusto que el segundo hijo recibiera tan poca atención por parte de los padres. Con el primero, a pesar de enfrentarse a la Conmoción por la Pérdida de la Libertad Adulta, contabas con el profundo ensimismamiento de observar a tu propio hijo, un ser humano cuyos genes eran una mezcla al cincuenta por ciento de los tuyos y de los de tu pareja. Resultaba francamente difícil de creer que semejante cosa pudiera funcionar, pero allí estaba el niño, andando por el mundo temporalmente convertido en una especie de mascota, un animal pequeño y mudo que despertaba una fascinación indescriptible.
Con el segundo, en cambio, sucedía lo que decía todo el mundo: procura que no coman del comedero del gato. Algo que no siempre se conseguía, en el caso de Joe. Pero no había motivos para preocuparse. Sobrevivirían. Incluso era posible que prosperaran. Mientras tanto, tenía el periódico por leer.
Pero ahora estaban en el parque, Joe y papá, así que lo mejor era aprovecharlo al máximo. Y la verdad es que era más divertido jugar con Joe que con Nick a su edad. Perseguía a Charlie durante horas, pedía que lo persiguiese, luchaba, forcejeaba, bajaba por el tobogán y volvía a subirse a él como un móvil en perpetuo movimiento. Todo esto en mitad de Washington. Era un día de mayo en que no corría nada de aire y el sol aplastante brillaba a través del ambiente húmedo y difuso hasta que su luz explotaba en un enorme parche a la hora del cenit. Era un juego sudoroso y agotador, sí, pero no tenía que alentarlo ni por un segundo. No había un instante de aburrimiento.
Después de otro rato corriendo, se despatarraron en la hierba para comer. A los dos les gustaba ese momento. Zumos de frutas, diversos preparados infantiles que había que meter a cucharadas en la boca de bebé de Joe con mucho cuidado, un puré de manzana con el que hizo lo mismo, y un par de cucharadas para él. La principal fuente de alimentación de Joe seguía siendo la leche materna.
Cuando terminaron el pequeño quiso levantarse para jugar otra vez.
—Oh, por Dios, Joe, ¿por qué no descansamos un poco?
—¡No!
Con el lastre de la comida, sin embargo, se tambaleaba como si estuviera borracho. La hora de la siesta, tan repentina como un golpe en la cabeza, no tardaría en abatirse sobre él.
El teléfono de Charlie sonó. Se puso el auricular dejando que el cable colgara debajo de su cara, lo encendió.
—¿Diga?
—Hola, Charlie, ¿dónde estás?
—Hola, Roy. Estoy en el parque, como siempre. ¿Qué pasa?
—Bueno, he leído tu último borrador y me preguntaba si podrías explicarme un par de cosas ahora, porque tenemos que pasarlo a la oficina del senador Winston para que vean lo que hay.
—¿Eso es buena idea?
—Phil cree que tenemos que hacerlo.
—Vale, ¿qué quieres que te explique?
Hubo una pausa mientras Roy buscaba un punto del borrador.
—Aquí está. Abro comillas, «El congreso, profundamente inquieto por que la lentitud del paso de Estados Unidos de la economía de hidrocarburos a la de fuel de carbohidratos esté provocando cambios climáticos caóticos con un impacto muy negativo en la economía norteamericana», cierro comillas, nos han dicho que Ellington sólo está inquieto, no profundamente inquieto. ¿Lo cambiamos?
—No, estamos profundamente inquietos. Él también, lo que pasa es que no lo sabe.
—Vale, entonces bajamos al tercer párrafo, en las cláusulas de acciones a emprender, abro comillas, «Estados Unidos fijará las reducciones de combustible de hidrocarburo en una proporción de dos a uno respecto a las reducciones de China e India, y proporcionará fondos de cohesión a todas las centrales eléctricas de energía mareomotriz y eólica construidas en esos países y en todos los que no lleguen a cinco en el índice de países desarrollados de la ONU, para que esas centrales sean explotadas por una agencia conjunta que incluirá a Estados Unidos como miembro permanente; cuatro, estos recursos se combinarán con la producción de energía sin efectos climáticos»…
—Espera, pon «generación de energía».
—«Generación de energía», vale, «de manera que cualquier mejora medioambiental de los países participantes, según los índices de la CICC, se calculará de la misma manera que en el índice de EE. UU., y no menos de cincuenta millones de dólares de ahorro por año se destinarán específicamente a la construcción de más centrales eléctricas que no dañen el medio ambiente; y no menos de cincuenta millones al año de ahorro se destinarán específicamente a la construcción de los llamados “sumideros de carbono”, a saber, cualquier proyecto de ingeniería diseñado para capturar y retener el dióxido de carbono atmosférico con seguridad, en bosques, turberas u otros lugares…».
—Sí, bueno, ya sabes que los sumideros de carbono son muy importantes, liberar el aire de CO2 podría acabar siendo nuestra única opción, así que tal vez debamos invertir esas dos cláusulas. Pon los sumideros de carbono en primer lugar y las centrales eléctricas después.
—¿Tú crees?
—Sí. Sin lugar a dudas. Los sumideros de carbono podrían ser la única manera de que nuestros hijos, unos mil años de hijos, en realidad, puedan salvarse de vivir en el Mundo Ciénaga. De pasar toda su vida en Venus.
—¿O deberíamos decir en Washington, D.C.?
—Por favor.
—Vale, los ponemos al revés entonces. Así pues, el párrafo se queda así, bien, hum, eso en cuanto al texto. Supongo que la pregunta siguiente es qué podemos ofrecer a Winston y a su banda para que acepten esta versión.
—Que la gente de Winston te dé su lista de condiciones, escoges las dos que sean menos perjudiciales y les dices que es lo máximo que hemos conseguido de Phil, pero sólo si ellos aceptan nuestros cambios primero.
—Pero ¿colará?
—No, pero… espera… ¿Joe?
Charlie no veía a Joe en ningún sitio. Se agachó para mirar por debajo del laberinto el otro lado. Joe no estaba.
—Eh, Roy, te llamo luego, ¿vale? No encuentro a Joe, se ha ido.
—De acuerdo, dame un toque.
Charlie colgó, se quitó el auricular de la oreja y se lo guardó en el bolsillo.
—¡JOE!
Miró a las niñeras antillanas: ninguna estaba observando, ninguna cruzó su mirada con la suya. No obtendría ayuda por ese lado. Corrió en dirección sur para poder ver más lejos desde detrás del puesto de bomberos. ¡Ajá! Allí estaba Joe, trotando a toda velocidad en dirección a la avenida Wisconsin.
—¡JOE! ¡PARA!
Charlie no podía gritar más alto. Advirtió que Joe lo había oído y había doblado la velocidad de sus andares de pañal hacia la concurrida calle.
Charlie se lanzó detrás de él.
—¡JOE! —gritó mientras volaba sobre la hierba—. ¡PARA! ¡JOE! ¡PARA AHORA MISMO! —No creía que Joe fuera a parar, pero quizá intentara correr aún más rápido y se cayera.
No tuvo esa suerte. Joe avanzaba a grandes zancadas, corriendo como un pato huyendo de algo sin levantar el vuelo. Estaba ya en la acera, junto al puesto de bomberos, y nada se interponía entre él y la calzada, por donde los camiones y los coches pasaban a velocidad de vértigo, como siempre.
Charlie redujo distancias, llegó al puesto de bomberos, vio unos camiones enormes. Cuando alcanzó a Joe, éste estaba tan cerca del borde que Charlie tuvo que agarrarlo por la parte de atrás de la camiseta y levantarlo del suelo; ambos giraron en el aire, describiendo un amplio círculo, y el niño cayó de espaldas sobre Charlie cuando los dos se desplomaron en la acera.
—¡Ay! —aulló Joe.
—PERO ¿QUÉ ESTABAS HACIENDO? —le gritó Charlie en la cara—. PERO ¿QUÉ ESTABAS HACIENDO? ¡NO VUELVAS A HACER ESO NUNCA MÁS!
Joe, sorprendido, dejó de berrear por un momento. Miró a su padre, con el rostro encarnado. Entonces se puso a berrear otra vez.
Charlie cruzó las piernas y se puso al lloroso niño en el regazo. Charlie estaba temblando, el corazón le latía con fuerza; sentía los golpes en las manos y el pecho. Siguiendo un viejo impulso reflejo, se llevó el pulgar a la otra muñeca y observó el paso del tiempo en el reloj durante quince segundos. Multiplicó por cuatro. Imposible. Ciento ochenta pulsaciones por minuto. Era imposible, seguro. Transpiraba por todos sus poros. Le costaba respirar.
El desfile de camiones y coches proseguía su estruendo, a centímetros de distancia. La avenida Wisconsin era una importante ruta de camiones para ir de la circunvalación a la ciudad. La mayoría ocupaban por completo el carril derecho, desde el bordillo hasta la línea de separación de los carriles; y la mayoría avanzaba a unos sesenta y cinco kilómetros por hora.
—¿Por qué lo has hecho? —susurró Charlie en los cabellos del niño. De repente sintió miedo, y una especie de pavor o desesperación—. Es una locura.
—Ay —dijo Joe.
Unos grandes suspiros estremecidos los sacudían a los dos.
El teléfono de Charlie sonó. Lo sacó y se puso un auricular en la oreja.
—¿Sí?
—Hola, cariño.
—¡Oh, hola, cielo!
—¿Qué pasa?
—No, nada, nada. He estado corriendo detrás de Joe. Estamos en el parque.
—Vaya, debes de estar asándote. ¿No es la hora de más calor?
—Sí, casi, pero lo estábamos pasando bien y nos hemos quedado. Ya nos vamos.
—Vale, no te entretendré. Sólo quería comprobar si teníamos planes para el fin de semana que viene.
—Ninguno, que yo sepa.
—Vale, bien. Porque esta mañana me ha pasado una cosa interesante, en la planta baja he conocido a un grupo de gente que acaba de instalarse en el edificio. Son como tibetanos, creo, pero viven en una isla. Han alquilado la oficina donde estaba la agencia de viajes.
—Eso está muy bien, cariño.
—Sí. Voy a comer con ellos, y puede que los invite a cenar algún día, si no te importa.
—No, por mí está bien. Como quieras. Parece interesante.
—Estupendo, vale. Voy a verlos dentro de poco, ya te contaré.
—Muy bien.
—Muy bien, adiós, cariño.
—Adiós, cariño, luego hablamos.
Charlie colgó.
Después de respirar profundamente diez veces se levantó, con Joe en los brazos. Joe enterró la cara en el cuello de Charlie. Temblando, Charlie volvió sobre sus pasos. Había corrido entre cincuenta y cien metros. El sudor le corría por las costillas, bajaba por su frente y se le metía en los ojos. Se los limpió con la camiseta de Joe. El niño también estaba sudando. Cuando llegaron a donde estaban sus cosas, Charlie le dio la vuelta y lo metió en la mochila portabebés. Por una vez, Joe no se resistió.
—To, pa —dijo, y se durmió en cuanto Charlie se lo colgó a la espalda.
Charlie echó a caminar. Joe tenía la cabeza apoyada en su cuello, una sensación que siempre le había gustado. A veces el niño incluso le chupaba el tendón. En estos momentos sentía algo tan grande que no lo podía soportar, una enorme y nebulosa aura de peligro y amor. Empezó a llorar, se secó los ojos y apartó de sí la sensación, como quien aparta una pesadilla. Rehenes de la fortuna, pensó. Te casas, tienes hijos, y te conviertes en rehén de la fortuna. No se puede evitar, es imposible. Era el precio a pagar por tanto amor. Su hijo era un completo maníaco y eso sólo le hacía quererlo más.
Caminó a paso rápido durante más de una hora, atravesando las zonas que había llegado a conocer tan bien en sus años de solitario señor Maternidad. Los vestigios de un modo de vida más antiguo asomaban bajo los árboles como una red de líneas cubiertas de hierba: vías de ferrocarril, sistemas de canales, caminos indios, incluso senderos de venados, todo podía discernirse. Charlie pasaba por ellos sin ver. La ductilidad del mundo decaía a su alrededor por el calor. El sudor lubricaba cada uno de sus movimientos.
Lentamente, fue recuperando la sensación de normalidad. Un día corriente de Joe y papá.
Las calles residenciales de Bethesda y Chevy Chase eran bastante bonitas en muchos aspectos. Se debía sobre todo a los inmensos árboles, y a la hierba bajo sus pies. Había verde por todas partes. En una tarde de un día laborable como aquélla, no había casi nadie a la vista. La ligera pendiente no era excesiva para caminar. Unos árboles viejos y altos mitigaban un poco el calor; encima, el cielo era de un blanco incandescente. Los árboles eran sin duda de segunda o incluso tercera generación, no podía haber muchos árboles viejos al este del Mississippi. Sin embargo, aquéllos lo eran, además de altos. Charlie nunca había perdido su conciencia de California, donde abundaban los paisajes abiertos. Así, por una parte el bosque omnipresente le parecía claustrofóbico —suspiraba por una vista sin árboles—, mientras que por otra lo seguía encontrando exótico y cautivador, incluso un poco ominoso o espeluznante. El tejido de hojas a cualquier nivel, desde el suelo hasta las ramas más altas de los árboles, constituía una revelación perpetua para él; ni su tierra natal ni su concepción libresca de lo que debía ser un bosque lo habían preparado para ese vasto y delicado sistema venoso que atravesaba el aire. Por otro lado, añoraba la visión de montañas lejanas como se añora el oxígeno. Ese día se sentía especialmente sofocado y jadeante.
El teléfono sonó otra vez, así que se sacó el auricular del bolsillo, se lo puso en la oreja y conectó el aparato.
—¿Sí?
—Hola, Charlie, no quiero molestar pero ¿estáis bien tú y Joe?
—Oh, sí, gracias Roy. Gracias por preguntar, se me ha olvidado llamarte…
—Entonces lo has encontrado.
—Sí, lo he encontrado, pero he tenido que correr tras él para que no se metiera debajo de los coches, estaba enfadado y me he olvidado de llamarte.
—Eh, no importa. Sólo quería saber, bueno, si podíamos terminar de mirar el borrador.
—Supongo. —Charlie suspiró—. A decir verdad, Roy, no estoy seguro de si lo de trabajar en casa me gusta demasiado últimamente.
—Oh, lo estás haciendo bien. Eres el patrón oro de Phil. Pero mira, si no es un buen momento…
—No, no, tengo a Joe dormido en la espalda. No es mal momento. Lo único que pasa es que estoy un poco alterado.
—Claro, ya me imagino. Oye, podemos hacerlo después, aunque tenemos que terminar pronto, antes de que le haga falta a Phil. El doctor Strangelove —así llamaban al asesor científico del presidente— también quiere que se lo enseñemos.
—Ya veo, muy bien, cuéntame. Puedo decirte lo que me parece, por lo menos.
Así que durante un rato, mientras andaba, fue escuchando las frases del borrador que Roy le leía, y comentando luego con él todos los detalles y posibles cambios. Roy era el jefe de personal de Phil desde que Wade Norton se marchó. En ese tiempo se había convertido en asesor in absentia, y después de unos años encargándose del personal de la Comisión de Recursos de la Cámara Baja (llamada Comisión de Medio Ambiente hasta que el Congreso de Gingrich le cambió el nombre), era un gran conocedor del medio, y muy perspicaz, además; una de las personas favoritas de Charlie. Y el propio Charlie había trabajado tanto en el proyecto de ley del clima que podía verlo entero en su cabeza, hasta el punto de que ahora el solo hecho de escucharlo le sirvió de ayuda, sin una versión impresa que lo distrajera. Como si alguien le estuviera contando un cuento para dormir.
Al cabo de un rato, no obstante, se vio incapaz de responder algunas de las preguntas de Roy sin el texto delante.
—Lo siento. Te llamaré cuando llegue a casa.
—Vale, pero no te olvides, tenemos que terminarlo.
—Descuida.
Colgaron.
El camino a casa lo llevó hacia el sur, a lo largo del borde occidental del distrito de Bethesda Metro, un barrio urbano de restaurantes y bloques de apartamentos que había ido creciendo en torno a un agujero del suelo de donde salieron a raudales personas y dinero que lo cambiaron todo: desviaron calles, reformaron manzanas de casas, construyeron un buen puñado de rascacielos que atravesaban la cubierta de árboles y establecieron otra zona puramente urbana en el bosque interminable.
Entró en Second Story Books, la mejor y más grande librería de segunda mano de la zona. Era sólo cuestión de hábito; la había visitado tantas veces con Joe dormido a la espalda que se sabía de memoria su contenido, y se limitaba a comprobar los libros escondidos en las hileras interiores, o a ordenar alfabéticamente las secciones que le gustaban. A nadie de la tienda, tremendamente arrogante y descuidada, le importaba lo que hacía allí. En ese sentido, era relajante.
Por último renunció a fingir que todo era normal y dejó atrás el concesionario de coches hacia casa. Le costó decidir entre quitarse la mochila portabebés con la esperanza de no despertar a Joe demasiado pronto, o dejarlo a su espalda y trabajar desde el banco que había puesto junto al escritorio con ese propósito. La incomodidad del peso de Joe quedaba más que compensada por la tranquilidad, así que dejó a Joe durmiendo en su espalda, como solía hacer.
Cuando tuvo abierto el material y hubo estudiado las cifras de costes/beneficios de la generación eléctrica mareomotriz, llamó a Roy y terminaron el trabajo. Dejaron el borrador a punto para que lo revisara Phil, y en caso necesario pudiera enseñárselo al senador Winston o al doctor Strangelove.
—Gracias, Charlie. Tiene buena pinta.
—A mí también me gusta. Será interesante ver lo que dice Phil al respecto. Me pregunto si no lo estaremos llevando demasiado lejos.
—Creo que le parecerá bien, pero no sé qué dirá la gente de Winston.
—Se van a cabrear.
—Es verdad. Son peores que el propio Winston. Un montón de sir Humphreys, los peores que he visto.
—No sé, yo creo que sólo son unos fundamentalistas ignorantes.
—Cierto, pero nosotros les enseñaremos.
—Eso espero.
—Charles, hijo mío, pareces cansado. Supongo que Joe está a punto de despertarse.
—Sí.
—Implacable, ¿eh?
—Sí.
—Pero tú eres el hombre adecuado, ¡el mejor señor Mamá de todo el Beltway!
Charlie rió.
—No hay tanta competencia.
Roy rió también, contento de poder animar a Charlie.
—Bueno, de todas formas es un logro.
—Muy amable por tu parte. La mayoría de la gente no se da cuenta. Es sólo una cosa rara que hago.
—Bueno, eso también es verdad. Pero la gente no sabe lo que conlleva.
—No, no tienen ni idea. Las únicas que lo saben son las verdaderas madres, pero creen que yo no cuento.
—Pues ellas son quienes deberían entenderlo.
—Bueno, en cierto modo tienen razón. No hay motivo para que el hecho de que yo lo haga tenga que ser algo especial. Tal vez sólo necesito una palmadita en la espalda. Ha resultado ser más duro de lo que pensaba. Una verdadera conmoción psíquica.
—Porque…
—Bueno, tenía treinta y ocho años cuando llegó Nick, y llevaba haciendo exactamente lo que quería desde los dieciocho. Veinte años de libertad de hombre blanco norteamericano, igual que tú, joven, y entonces nació Nick y de repente me vi sometido a las órdenes de un tirano loco y mudo. Imagínate. Tú esta noche puedes ir a donde quieras, salir y divertirte, ¿verdad?
—Cierto, voy a una fiesta para unos nuevos de Brookings, se supone que será salvaje.
—Vale, no hace falta que me lo restriegues. Porque yo estaré en la misma habitación donde he pasado todas las noches de los últimos siete años, más o menos.
—Entonces ya debes de estar acostumbrado, ¿no?
—Bueno, sí. Eso es verdad. Fue más difícil con Nick, cuando todavía recordaba lo que era la libertad.
—Te has transformado en una madre.
—Sí. Pero transformarse duele, cariño, igual que en X-men. Recuerdo el primer día de la madre después de que naciera Nick, estaba en el peor momento de la conmoción, y Anna tuvo que salir ese día, no sé si a visitar a su madre, no me acuerdo, y yo estaba intentando que Nick se tomara un biberón, y él no quería, como siempre. Y de repente me di cuenta de que no volvería a ser libre durante el resto de mi vida, pero como no era madre nunca tendría un día en honor a mis esfuerzos, porque el día del padre no es lo mismo, y Nick sacudía la cabeza rechazando un biberón que necesitaba desesperadamente, y me puse histérico, Roy. Me puse histérico y tiré el biberón al suelo.
—¿Lo tiraste?
—Sí, lo tiré y debió de dar en un ángulo malo o algo, porque explotó. La bolsa se rompió y la leche salió disparada y salpicó toda la habitación, no podía creerme que un biberón tuviera tanta capacidad. Incluso ahora, cuando limpio el salón, aún me encuentro a veces gotitas blancas de leche seca aquí y allí, en la repisa de la chimenea o en el alféizar de la ventana y sitios así. Otro pequeño recordatorio de mi histeria del día de la madre.
—Ja. El momento de la metamorfosis. Bueno, Charlie, eres un patético espécimen de hombre norteamericano, que llora por una tarjeta de felicitación del día de la madre, pero tú aguanta: dentro de diecisiete años serás libre de nuevo.
—¡Vete a la mierda! Cuando llegue ese momento no querré serlo.
—Ahora tampoco quieres serlo. Te encanta, y lo sabes. Pero oye, tengo que ir a ver a Phil, adiós.
—Adiós.
Después de hablar con Charlie, Anna se concentró en su trabajo como solía hacer, y a punto estuvo de olvidar su cita para comer con la gente de Khembalung; sin embargo, como siempre tenía el mismo problema, había puesto la alarma del reloj a la una en punto, y cuando sonó guardó lo escrito y bajó a la planta baja. Por el escaparate vio que el personal de la nueva embajada seguía desembalando, levantando nubes de polvo, o de incienso, en el aire. El joven monje con el que había hablado y su compañero de más edad estaban sentados en el suelo, inspeccionando una caja con collares y cosas similares.
Advirtieron su presencia y alzaron la vista con curiosidad, y entonces el más joven asintió, recordando la conversación que habían mantenido por la mañana, después de la ceremonia.
—¿Os sigue apeteciendo una pizza? —Preguntó Anna—. Si una pizza os parece bien.
—Oh, sí —dijo el joven. Los dos hombres se pusieron en pie, el mayor con varios movimientos diferenciados: no podía doblar una pierna—. Nos encanta la pizza.
El anciano asintió con cortesía, mirando a su joven ayudante, quien le dijo algo rápidamente en una lengua que, sin ser gutural, parecía provenir sobre todo de la parte posterior de la boca.
Mientras cruzaban el atrio hacia la pizzería Uno, Anna dijo dubitativa:
—¿Se come pizza en vuestra tierra?
El joven sonrió.
—No. Pero en Nepal he comido pizza en tiendas de té.
—¿Sois vegetarianos?
—No. El budismo tibetano nunca ha sido vegetariano. No tenemos verduras suficientes.
—Entonces ¿sois tibetanos? Pero ¿no decías que vivíais en una isla nación?
—Sí. Pero originalmente vinimos del Tibet. Los ancianos, como mi compañero, Rudra Cakrin, se fueron cuando los chinos tomaron el poder. Los demás nacimos en la India, o en Khembalung.
—Entiendo.
Entraron en el restaurante, cuyos espaciosos reservados estaban separados por unas altas mamparas de madera. Los tres se sentaron en uno, Anna frente a los dos hombres.
—Me llamo Drepung —dijo el joven—, y el rimpoche, nuestro embajador en Estados Unidos, es Gyatso Sonam Rudra Cakrin.
—Yo soy Anna Quibler —dijo Anna, y dio la mano a los dos hombres. Ambos las tenían llenas de callos.
La camarera se acercó. No pareció advertir el inusual atuendo de los hombres y tomó nota con sublime indiferencia. Después de consultarse rápidamente y en voz baja, Drepung solicitó a Anna que les recomendara un plato y al final pidieron una pizza combinada con todos los ingredientes.
Anna dio un sorbo de agua.
—Contadme algo más de Khembalung, y de vuestra nueva embajada.
Drepung asintió.
—Ojalá Rudra Cakrin pudiera explicártelo, pero todavía está aprendiendo inglés, me temo. Al parecer las clases no están yendo demasiado bien. De todas formas, ¿sabías que China invadió el Tibet en 1950, y que el Dalai Lama huyó a la India en 1959?
—Sí, algo me suena.
—Sí. Y durante aquellos años, y después también, muchos tibetanos se trasladaron a la India para huir de los chinos y estar más cerca del Dalai Lama. La India nos acogió con mucha hospitalidad, pero cuando los gobiernos chino e indio llegaron a un acuerdo sobre sus fronteras en 1960, la situación se volvió muy incómoda para la India. Ya estaban en muy malos términos con Pakistán, y una controversia grave con China habría sido… —Buscó la palabra, moviendo una mano.
—¿Demasiado? —sugirió Anna.
—Sí. Mucho. Entonces, el apoyo que la India había dado a los tibetanos en exilio…
Rudra Cakrin dijo algo entre dientes.
—Que nunca fue muy grande, aunque sí útil —añadió Drepung—, disminuyó todavía más. Se solicitó a la comunidad tibetana en Dharamsala que fuera lo más pequeña y discreta posible. El Dalai Lama y su gobierno hicieron cuanto pudieron, y muchos tibetanos se trasladaron a otros lugares de la India, sobre todo al extremo sur, pero en general a todas partes. Pasaron unos cuantos años más, y hubo algunas, no sé cómo explicarlo, discusiones o escisiones dentro de la comunidad de tibetanos en el exilio, demasiado complicadas para entrar en el tema, te lo aseguro. Incluso a mí me cuesta entenderlas. Pero al final un grupo llamado Escuela del Gorro Amarillo aceptó la oferta de nuestra isla, y se trasladó allí. Eso fue justo antes de la guerra entre la India y Pakistán en 1970, por desgracia, en un momento pésimo, y todo tuvo que guardarse en estricto secreto durante un tiempo. Pero la isla ha sido nuestra desde entonces, como una especie de protectorado de la India, como Sikkim, pero sin un estatus tan formal.
—¿Es Khembalung el nombre original de la isla?
—No. No creo que tuviera nombre hasta entonces. La mayor parte de nuestra secta vivió en algún momento en el valle de Khembalung. Así que conservamos el nombre, y nos hemos alejado del gobierno del Dalai Lama de Dharamsala, hasta cierto punto.
Al oír las palabras «Dalai Lama», el anciano monje hizo una mueca y dijo algo en tibetano.
—El Dalai Lama sigue siendo nuestro líder —aclaró Drepung—. Pero tenemos ciertas controversias religiosas con su gente. Sobre la mejor manera de apoyarlo.
—Pensaba que la desembocadura del Ganges se encontraba en Bangladesh —dijo Anna.
—En gran parte sí. Pero es un delta muy grande, y el lado occidental pertenece a la India. Y parte es de Bengala. Hay muchas islas. ¿Has oído hablar alguna vez de las Sundarbans? —Llegó la pizza, y Drepung empezó a hablar entre grandes mordiscos—. Las Sundarbans son unas islas muy poco pobladas. Algunas, al menos. La nuestra estaba deshabitada.
—¿Inhabitables, quieres decir?
—No, no. Habitables, obviamente.
Otro ruido de Rudra Cakrin.
—La gente con muchas alternativas podría decir que son inhabitables —prosiguió Drepung—. Y es posible que lleguen a serlo. Son más adecuadas para los tigres. Pero nos ha ido bien allí. Nos hemos vuelto como los tigres. Con los años hemos construido una bonita ciudad. Un pequeño potala en la costa para Gyatso Rudra y los otros lamas. Escuelas, casas, hospital. Todo eso. Y rompeolas. Hemos rodeado toda la isla de diques. Mucho trabajo. Una tarea dura. —Asintió como si hubiera realizado ese tipo de trabajo en persona—. Los asesores holandeses nos ayudaron. Muy amables. Nuestro hogar, ¿sabes? Khembalung se ha trasladado de una época a otra. Pero ahora… —Volvió a mover la mano, tomó otro pedazo de pizza y la mordió.
—¿El calentamiento global? —aventuró Anna.
Él asintió, tragó.
—Nuestros amigos holandeses nos sugirieron que estableciéramos una embajada aquí, a fin de unirnos a su campaña para influir en la política estadounidense sobre estas cuestiones.
Anna mordió su pizza con rapidez para no desvelar sus pensamientos: los holandeses debían de estar realmente desesperados para necesitar una ayuda como aquélla. Reflexionó mientras masticaba.
—Así que aquí estáis —dijo—. ¿Habíais estado antes en Estados Unidos?
Drepung negó con la cabeza.
—Ninguno de nosotros.
—Debe de ser bastante abrumador.
Él frunció el ceño al oír la palabra.
—He estado en Calcuta.
—Oh, entiendo.
—Esto es muy distinto, claro.
—Sí, estoy segura.
Le gustaba: el inglés musical característico de la India, el rostro orondo y los ojos grandes, la pronta sonrisa. Los dos hombres formaban un contraste considerable: Drepung era joven y alto, de cara redonda, con cierto aire de niño gordito; Rudra Cakrin era viejo, pequeño y arrugado, con el rostro surcado por un millón de arrugas, los pómulos y la mandíbula prominentes en una cara angulosa, casi descarnada.
Sus arrugas eran las de la risa, combinadas sin embargo con las de la expresión de sorpresa que le fruncía la frente. A pesar de sus ruidos y murmullos durante el relato de Drepung, parecía bastante alegre. Lo cierto es que atacaba la pizza con el mismo entusiasmo que su joven ayudante. Con las cabezas afeitadas, guardaban cierto parecido.
—Supongo que trasladarse a una isla tropical desde el Tibet debió de ser una conmoción mayor que venir aquí desde una isla —dijo ella.
—Supongo. Yo nací en Khembalung, así que no lo sé con seguridad. Pero los ancianos, como Rudra mismo, que tuvieron que hacer el viaje, parecen haberse adaptado bastante bien. Creo que tener cualquier hogar es una bendición.
Anna asintió. Los dos proyectaban una especie de calma. Estaban sentados en el reservado como si no tuvieran prisa ninguna por ir a ninguna parte. Anna no podía ni imaginarse aquella sensación. Ella siempre tenía mucha prisa. Intentó imitar su aire de sentirse a gusto. A gusto en Arlington, Virginia, después de pasarse toda una vida en una isla del Ganges. Bueno, el clima debía de resultarles familiar. Pero todo lo demás representaba un cambio enorme.
Aunque, bien mirado, había cierta cautela en ellos. Drepung observaba subrepticiamente a la camarera; observaba a los transeúntes que pasaban; observaba a la propia Anna con una mirada un tanto cauta que le recordaba la expresión de dolor que había visto en un momento anterior del día.
—¿Cómo llegasteis a alquilar un local en este edificio en concreto?
Drepung hizo una pausa y reflexionó sobre la pregunta durante un rato asombrosamente largo, Rudra Cakrin le preguntó algo y él respondió, y Rudra dijo algo más.
—También fue un consejo —dijo Drepung—. El Centro Pew sobre el Cambio Climático Global nos ha ayudado, y su oficina está en Wilson Boulevard, cerca de aquí.
—No lo sabía. ¿Os han ayudado a conocer gente?
—Sí, a los holandeses, y a algunas naciones isla, como Fidji y Tuvalu.
—¿Tuvalu?
—Un país muy pequeño del Pacífico. Ellos quizá no han sido de gran ayuda para la causa. Han estado diciendo que el nivel del mar ha subido en su zona del Pacífico pero no en otros lugares, y pidiendo compensaciones económicas a Australia y otros países.
—¿Sólo en su zona del Pacífico?
—Las mediciones no lo han confirmado. —Drepung sonrió—. Pero te aseguro que en mitad de una tormenta y con las mareas de primavera encima, puede parecer que el nivel del mar haya subido mucho.
—Estoy convencida de ello.
Anna meditó mientras comía. Se alegraba de saber que no se habían limitado a alquilar la primera oficina que encontraron vacía. No obstante, sus esfuerzos por su causa en Washington le parecían insuficientes en ese aspecto.
—Deberíais conocer a mi marido —dijo—. Trabaja para un senador que se dedica a todas estas cosas, un tipo muy amable, el presidente de la Comisión de Relaciones Internacionales.
—Ah. ¿El senador Chase?
—Sí. ¿Lo conocéis?
—Ha visitado Khembalung.
—¿De veras? Bueno, no me sorprende, ha visitado… Ha estado en muchos sitios. En cualquier caso, mi marido, Charlie, trabaja para él como asesor de política ambiental. Puede que os resulte útil hablar con Charlie para conocer su punto de vista de vuestra situación. Os sugerirá muchas cosas que podéis hacer.
—Sería un honor.
—No sé si yo diría tanto. Pero puede ser útil.
—Útil, sí. Tal vez podamos invitaros a cenar en nuestra residencia.
—Gracias, me gustaría mucho. Pero tenemos dos niños pequeños y nos hemos quedado sin canguro, así que a decir verdad sería más fácil que vosotros y algunos de vuestros compañeros vinierais a nuestra casa. De hecho, ya se lo he comentado a Charlie, y está deseando conoceros. Vivimos en Bethesda, justo al otro lado del límite del distrito. No está lejos.
—Línea roja.
—Sí, muy bien. Línea roja, estación de Bethesda. Puedo indicaros el camino desde allí.
Sacó la agenda, comprobó las semanas siguientes. Estaba llena, como siempre.
—¿Qué os parece el viernes de la semana que viene? El viernes podremos relajarnos un poco.
—Gracias —dijo Drepung, inclinando la cabeza. Él y Rudra Cakrin intercambiaron unas palabras en tibetano—. Muy amable por tu parte. Y en luna llena, además.
—¿De verdad? Me temo que no lo tengo muy presente.
—Nosotros sí. Por las mareas, ya sabes.